CARLOS LISCANO

El lenguaje de la soledad

Una vida sin objeto(s)

 

Me propongo contar un viaje a los límites de la lengua, al territorio donde uno no sabe si es humano o es animal, un viaje al momento en que uno comienza a dudar si no sería mejor ser animal que ser humano. Para hacerlo he tomado una experiencia personal, que es también la experiencia que en mi país vivieron miles de ciudadanos en los años setenta y ochenta.

En noviembre de 1972 se inauguró en Uruguay una cárcel para presos políticos. Era una cárcel rara, una especie de reino negativo del logos. Allí lo fundamental era la palabra, pero por ausencia y deformación. Era un sitio donde las palabras perdían el significado más o menos aceptado por la convivencia y los diccionarios, para adquirir otros, imprevisibles.

 












Comenzando por el nombre del lugar. Se la conocía como "Cárcel de Libertad". El motivo de este involuntario oxímoron era la vecindad de la prisión con un pueblo que se llama Libertad. El nombre oficial de aquella institución uruguaya era Establecimiento Militar de Reclusión Número 1. Había, como es lógico y esperable, un Establecimiento Militar de Reclusión Número 2, donde se encerraba a las mujeres.

La cárcel era rara porque la represión allí dentro era poco visible, era silenciosa, era violenta, y era muy efectiva. La "solución final", elaborada y declarada por los militares y los civiles que los apoyaban, era la destrucción mental y física de los presos. Ya que no los habían matado en el momento de la detención ni en los meses posteriores de tortura, había que congelarles todo movimiento, acción y pensamiento de modo de llegar al mismo fin por otros medios.
Junto a este proyecto menor que llevaba adelante en las prisiones, el gobierno de civiles y militares se proponía fundar en Uruguay un reino milenario basado en el modo de pro-ducción castrense, para lo cual habían inventado una jerga compuesta de conceptos como "proceso", "cronograma", "insti-tuciones con dignidad", "lo cívico-militar", "actas institucio-nales", "enemigos de la patria" y muchas, muchas siglas que ni Champollion lograría descifrar. La radio, la televisión, los diarios comenzaron a expresarse en un "idioma oficial" ajeno a la vida, que enrarecía las relaciones entre los ciudadanos. En ese país de la jerga cívico-militar hay que ubicar la cárcel de Libertad. En la entrada del celdario había un cartel inmenso que bien pudo haber envidiado Dante. Decía: "Aquí se viene a cumplir".
Quería decir que a aquel paraíso terrenal de fabricación uruguaya nadie entraba por propia voluntad: los presos cumplían un merecido castigo y el glorioso Ejército Oriental se sometía al sacrificio de vigilar que el castigo se cumpliera. Allí el placer y la alegría estaban excluidos por definición.
En el Penal de Libertad había un edificio y un grupo de barracas, cinco. El edificio, a unos diez metros sobre el suelo, sostenido por 96 columnas, estaba dividido en cinco pisos, que se dividían en dos sectores, que se dividían en dos alas.

Las barracas estaban divididas en dos sectores cada una. Nadie del edificio se podía comunicar con las barracas. Cada piso estaba aislado de los otros. Cada sector dentro de un mismo piso estaba aislado de los otros sectores, cada ala estaba aislada de la otra. Si contamos pisos, barracas, sectores, alas, la suma dice que los más de mil presos allí encerrados estaban divididos en unos treinta grupos incomunicados entre sí.

Todo esto es complicado y no vale la pena tratar de comprenderlo. Ni siquiera los presos llegaban a hacerse una idea exacta de la engorrosa organización que dominaba los traslados de individuos, los traslados de objetos, el procedimiento para higienizarse, para colgar la ropa lavada, el reparto de la comida, el envío y la recepción de cartas, las visitas de familiares y abogados, lo autorizado, lo prohibido, la vida toda.

Cuando uno, después de años, creía saber cómo funcionaba algo, se daba cuenta de que no había logrado pasar más allá de la superficie; que en lo profundo la organización tenía otras complejidades, recovecos, zonas oscuras indomeñables para el más experimentado administrador. Todavía más: si lograba penetrar en lo hondo, llegaba a ver que las excepciones a los procedimientos establecidos eran tantas, que en último análisis todos eran casos para los que el plan organizador intentaba encontrar soluciones lógicas, pero que las soluciones nunca resultarían organizables en un sistema consistente. Aun así, todo en la cárcel daba la impresión de tener una razón. El sector de la vida rebelde a la racionalidad castrense estaba en estudio, y ya se lograría dominarlo.

El paisaje del lugar era un yermo de metal y rejas, poblado de soldados, perros, garrotes y reglamentos. El prisionero iba a consagrarse durante años a inventar la realidad, a nombrar lo que no existía para que comenzara a existir. Era necesario generar situaciones donde la alegría y la risa aparecieran como espontáneas. Y aparecían, siempre aparecían, y nadie podía entender de qué se reían aquellos individuos.

Aislamiento y complicación burocrática eran las características del Penal de Libertad. Aislamiento del mundo, del resto del país y de los presos entre sí, hasta llegar al aislamiento individual. La cárcel parecía un satélite artificial, sobre sus columnas, inmóvil sobre el planeta Tierra, ajeno a las leyes de la sociedad y de la naturaleza. La vida se transformaba en moléculas que nunca llegaban a dar la imagen de un cuerpo único.

A lo anterior hay que sumarle medidas como obligar a los presos a marchar siempre con las manos a la espalda, identificarlos por un número que debían usar en el uniforme gris, en la camiseta, en las sábanas, en el pantalón de fútbol, número por el que uno era conocido, llamado, sancionado. Los presos no tenían pelo. Se los rapaba una vez por semana, o cada tres o cuatro días, o una vez al día. Hubo afortunados que fueron rapados de mañana y de tarde el mismo día.

Lo que no estaba expresamente autorizado caía en la categoría de lo prohibido. La categoría era exquisita en el territorio de la lectura. Cubría toda la Historia desde la Revolución Francesa (incluida ésta) en adelante, la física, química, electrónica, ciencias sociales, Víctor Hugo, Borges, Proust, Jardiel Poncela, Benedetti, los Hermanos Marx, la Biblia Latinoamericana. Nadie podría adivinar qué autores estaban prohibidos porque la lógica militar sigue parámetros inefables para el entendimiento de los civiles.

En aquella pequeña jungla de espacios compartimentados, reglamentos, órdenes, disposiciones contradictorias, arbitrariedades generales y de detalle, arbitrariedades permanentes y circunstanciales, decididas por las más altas cabecitas pensantes de las Fuerzas Armadas, y decididas también por el soldado del momento, la realidad se volvía abstracta. Cuando el mundo es parcelado y absurdo uno despega, entra en otra cosa, algo que al comienzo no sabe bien qué es y que luego de mucho tiempo logra organizar en la cabeza, o no logra organizar y se pierde en el delirio y la triste locura.

Había un problema menor que yo comprendí mucho tiempo después de haber ingresado al penal, cuando comencé a escribir: en la cárcel no existen objetos comunes, los que uno usa en la sociedad. No hay un reloj, una silla, una olla. Uno no enciende ni apaga la luz, no tiene llave para abrir y cerrar puertas, no hay un cuarto de baño, o el cuarto de baño es también dormitorio y comedor sin puerta, no hay una corbata, un pantalón, un peine. Uno no enciende ni apaga ningún fuego, no tiene dinero, no compra, no paga, no llama por teléfono, no lee el diario, no enciende la radio ni el televisor.

Uno acaba por olvidar cómo son muchos objetos y las situaciones en las que se utilizan. Esto aumenta la extrañeza con respecto a la palabra. Vocablos que uno conoce pierden utilidad, pasan a la categoría de cosas que solo viven en el lenguaje, como El Cipango y el número pi

La obsesión por la palabra

Lo más reprimido en la cárcel era la palabra. Si uno pasa mucho tiempo sin hablar pierde el hábito. Cuando un día se le permite volver a hacerlo, se aturde, siente dolor de cabeza, le duelen las mandíbulas, prefiere escuchar lo que dice otro, o mejor el silencio.

Como el ser humano es empecinado –y el preso lo es por definición, porque por algo está en la cárcel, alguna norma violó–, cuando uno no puede hacer uso de la palabra no hace otra cosa que querer hablar. Entonces la palabra adquiere un valor que no tiene en la vida normal: comienza a hacerse evidente que poder decir algo y que otro escuche y responda es una maravilla, la más grande maravilla del ser humano. En ese momento uno descubre lo que siempre supo pero nunca necesitó formularse: que el que es, es por la palabra.

Luego el preso pasará a aplicar esta conclusión a la sociedad, donde viven los libres. Si fuera de la cárcel hay gente que carece de la palabra, gente que no puede nombrar ni lo que existe ni lo que no existe, ¿cuál es la libertad de esa gente? Quien no puede expresarse o no tiene tiempo para pensar en qué y cómo merece ser expresado, ¿es?

El intento de romper el aislamiento y la imposibilidad de conseguirlo produce, sucesivamente, una sobrevaloración de la palabra y una subvaloración posterior. Porque uno avanza hasta preguntarse: ¿para qué hablar? ¿Hablar para nombrar qué realidad? ¿La realidad de la cárcel o la verdadera realidad que transcurre en el mundo y que al preso le está vedada? Mejor no hablar, mejor el silencio.

La falta de oportunidades de comunicarse hace que al principio uno viva obsesionado por romper el aislamiento, inventa códigos, lenguajes por golpes, lenguajes por señas. Pero esto, que a su vez valoriza de un extraño modo el habla, lleva a que las pocas oportunidades de comunicarse que se tienen sean aprovechadas al máximo. Se habla poco, claro, breve. Nadie puede darse el lujo de hacer largos discursos faltos de contenido objetivo, o de lo que a uno le parece objetivo, cuando la palabra está tan vigilada y reprimida. Así el lenguaje gana en precisión y pierde en dimensión, una dimensión que trataré de explicar con un ejemplo.

Al salir de la cárcel tuve esta sensación. Durante años nunca había hablado más que con una persona a la vez porque estaba prohibido juntarse más de dos en el patio. Con mi familia y los amigos nos sentábamos ocho o diez personas alrededor de una mesa. Todos hablaban a la vez. De acuerdo a mis hábitos, lo que los demás decían era importante porque ¿por qué iban a hablar si no? Entonces yo quería atenderlos a todos, y me desesperaba porque todos hablaban al mismo tiempo. Empecé a darme cuenta de que lo que alguien decía no era atendido por los demás, se interrumpían unos a otros, cambiaban de asunto sin que al que estaba hablando le importara mucho. Yo los observaba, me parecía imposible que aquello fuera hablar. Luego entendí que no se decían nada, que estaban jugando. La gente se reúne no para contarse cosas importantes sino para jugar con las palabras. En los viejos tiempos, en las oportunidades en que podía conversar con alguien, yo hablaba 60 minutos y decía lo que tenía para decir. El otro escuchaba sin afirmar ni negar, en silencio. Dos o tres o cuatro semanas después el otro contestaba, en 60 minutos, todo lo que mi monólogo le había parecido. Era una especie de comunicación por telégrafo, uno por vez

El animal hablado

Había en la cárcel de Libertad un lugar especial que se llamaba "La isla". En aquel sitio separado del mundo que era el Penal de Libertad, había otro todavía más aislado, que se definía por su propio nombre. La isla eran los calabozos, el lugar donde se metía a los presos que infringían el reglamento, o se negaban a cumplir órdenes, o se rebelaban contra la arbitrariedad, o cometían errores, o habían caído en desgracia con algún militar. Motivos para ir a parar a La isla no escaseaban.

Los calabozos eran un lugar siniestro dentro de la cárcel. Algunos de los que allí entraron no volvieron a salir y los que salieron habían cambiado en algo sustancial que los volvía otros.

La isla era soledad, silencio y represión. No se podía hablar, nunca. No había luz, el agua para beber era racionada por los militares: por motivos ajenos a la comprensión del preso podían darla a las diez de la mañana, a las seis de la tarde o a las tres de la madrugada. El calabozo era una habitación de 2 x 2, de cemento gris, separada de la verdadera puerta por una reja, con un agujero en un rincón. El agua corría por las paredes y el suelo, el viento soplaba por un hueco a la altura del techo. Dos veces por día se abría la puerta y le entregaban al castigado un plato de aluminio con comida hirviendo. A los cinco minutos lo retiraban. Uno no se bañaba, no se afeitaba, no veía caras. Una vez por semana le cortaban el pelo. Podía tener barba de un mes, pero nada de pelo.

El tiempo del castigado no es el tiempo de la sociedad: es el tiempo que falta para cumplir el castigo. Para el castigado el futuro va comenzar el día en que acabe el castigo. El presente no es el tiempo de la Historia, del trabajo, de la creación, de la lucha con otros hombres y con cosas: es un paréntesis fuera del mundo. El castigado vuelve a la soledad esencial en que nacemos. Se convierte en un pensador a tiempo completo porque allí uno solo puede pensar. Está solo con sus pensamientos: 16 horas por día despierto, caminando en los dos metros y medio de la diagonal.

Cuando un ser humano está solo, absolutamente solo, cuando no hay naturaleza ni cultura ni sol ni luz artificial ni sonido, no está en el mundo. Entonces, ¿qué le queda? Le queda su propio cuerpo y le queda la palabra pensada. La palabra es el pasado, la tradición, la cultura. El cuerpo y la palabra son toda la vida del hombre absolutamente solo. Pero la palabra allí no vale para nombrar lo que no se tiene, ni para comunicarse. No hay nada, es el vacío: el agua no es agua, es humedad en las paredes. El sonido es el crujir de alguna puerta. La luz es la que el ojo inventa en la oscuridad las imágenes que crea en las manchas de las paredes. Los olores son los del animal y sus heces. Está el cuerpo y está la palabra, pero el cuerpo no sirve para trabajar ni para el placer y la palabra no sirve para nombrar la ausencia de cosas, de gente, de amante, de amigos, vecinos, padres, hijos.

En aquel lugar, cuando la piel comenzaba a caerse por falta de sol, lo único que importaba era uno mismo. Uno se repetía: "Debo vivir, debo vivir, contra todo. Si el mundo se hunde, yo igual viviré." Aunque no sabía bien por qué, a uno le parecía que vivir era necesario. Para sobrevivir uno se concentra tanto en la naturaleza que se vuelve sólo cuerpo, se vuelve una bestia.

La palabra es la única compañía del castigado y es también su peor enemigo. A la bestia le basta con comer, beber agua, dormir algunas horas. En cambio la palabra no cesa de hostigar a la pobre bestia. En la palabra están los recuerdos, las ilusiones, las preguntas incontestadas, lo que se hizo mal, lo que no se hizo y se debió haber hecho. En la palabra está el ser humano. Pero uno duda de ser todavía humano, y más duda cuando al carcelero, por mera diversión, se le ocurre dejar sin comer a los presos. En La isla no hay voces más que la propia para responder, para estimular, disentir, aprobar y recordarle a uno que es mejor ser humano que ser bestia. Uno intuye que sin la palabra sólo quedaría la bestia, y es seguro que la bestia sobreviría mejor que uno, que carga la maldición de ser un animal hablado.

Pero entonces, ya en el límite, la palabra inventa una voce-cita, muy tenue, que habla, que vuelve a inventar el mundo, los colores, los sonidos, los olores agradables, las amables voces conocidas. Entonces la palabra vuelve a ser la salvación, vuelve a crearlo todo: los pájaros cuyo nombre nunca conoció, una puesta de sol en la infancia, los árboles y su sombra, una cancioncita trivial, la leyenda de la Escuela Pitagórica sobre los números irracionales, un cuento de Dino Buzzatti donde hay un rey, un gol que vio hacer a su jugador favorito. Todo vuelve a ser, a existir por el poder del que, no teniendo nada, descubre otra vez que posee la palabra, que es la que todo lo crea.

Es una lucha donde el único objetivo es sobrevivir. El mundo desaparece, uno se tiene a sí mismo y con ese individuo tiene que convivir. Uno puede despreciarse, sentirse lástima, odiarse un poco, pero no se puede declarar la guerra total ni condenar al otro que uno es. En algún momento tiene que absolverse, creer en sí mismo, sentir que aun siendo la vida lo que es, vale la pena vivirla.

Uno hace las paces, se respeta los defectos, rescata algo positivo, aunque sea mínimo, aunque sea ilusorio. De pronto se sorprende hablando solo. La primera vez la sorpresa de escuchar la propia voz puede provocar miedo: uno cree que hablar solo es el signo evidente de que ya se pasó para el otro lado. Luego se da cuenta de que hablar, aunque sea solo, es necesario y es sano. Entonces, reconciliado, se cuenta cosas, recuerda en voz alta, se canta canciones, formula frases que no quiere que se le escapen en el torrente del pensamiento.

De la palabra a la libertad

Cuando nada es posible uno hace lo que puede dentro del estrecho andarivel que le dejan y, aunque no parezca, entre esos límites cabe un territorio prácticamente infinito. Por inversión extraña de las cosas, cuando el preso piensa en el mundo de fuera de la cárcel y lo compara con el suyo, siente que puede ejercer su libertad más que los otros.

Como no puede hacer que algo cambie, el preso trabaja sobre sí mismo, que es la única materia que puede dominar. A transformarse dedica las 24 horas del día. Esa transformación obliga a transformar el idioma, en varias etapas, en varias capas: el que él es, el proyecto de sí mismo, la representación ante el guardián, la relación con el preso que está en la celda de al lado, su secreto pasado.

La mentira ante el guardián que el preso representa permanentemente, está vigilada por el que él siente que es. Vive representando y representándose a toda hora. Es una obra de teatro sin pausa. Puede hacerse el que no sabe, el que no entiende, el distraído, el tonto, el loco. Cada una de esas representaciones exige coherencia en las acciones y un lenguaje también coherente. El preso escribe el guión y lo representa. Él es su propia obra de teatro, y esa obra, en la que se le va la vida, implica una moral para mostrar al represor y otra para sí mismo. Aun la insanía tiene una lógica. El preso se hace el loco para no enloquecer. Cada paso en la locura premeditada es una experimentación con el lenguaje. ¿Cuál de los dos soy, el loco, o el que hace que está loco?

Ante el represor vale todo, pero no hay que olvidar que esa segunda moral es hija y dependiente de la otra, la de la dignidad. El preso es un ser vencido, pero su existencia desafía a los vencedores. En una cárcel de presos políticos el preso es siempre "un enemigo de la sociedad". Ser un enemigo que no tiene nada ni nada puede, es una especie de escándalo existencial: suena dramático y acaba siendo ridículo. La mera existencia es ya resistencia, y le da al más débil un poder que el vencedor no tiene. Al vencido le basta con existir para dar significado al mundo. Al vencedor no le basta ni la muerte del vencido: observa al preso día tras día, meses, años: el otro sigue existiendo, respira, piensa, hace cosas en silencio. El vencedor sabe que lo que él ve no es más que una representación. Pero como el preso tiene muchas capas de representación, el represor no sabe nunca cuándo está frente a una representación y cuándo está frente al verdadero individuo. El preso, para el guardián, es un misterio. Nunca sabrá quién es. Esto hace del preso un ser poderoso y libre.

En el mundo desarticulado de la cárcel, parcelado, desconectado del gran mundo, y a su vez dividido en trozos inconexos, la palabra primero se retrae. Con los años, poco a poco la cárcel comienza a reflejarse en el lenguaje. El lenguaje organiza la realidad, le da forma, le impone un sentido y así modifica la realidad. Entonces las palabras vuelven por su camino, vuelven a conquistar trozos de libertad. Ahora tienen a su favor el peso que han adquirido después del viaje al límite, allí donde reside el animal y donde el ser humano se confunde con él.

Nunca se supera la añoranza del mundo real, el de los libres. Pero aparece una línea oblicua para llegar a él: la ironía, el humor negro. Cuando nada puede estar peor, no hay nada de qué reírse. Pero entonces, como nadie es más grotesco que un preso, todo puede ser motivo de risa. Esto acaba por dar una extraña fuerza: uno pasa a ser blanco de sus propias bromas y así se salva. El lenguaje vuelve a salvarlo. Uno ha organizado el terror a morir, ha discutido con él. No lo ha vencido, pero lo mantiene a raya. En una etapa posterior uno puede bromear sobre sus propia situación. ¿Y por qué no hacerlo con la situación de los demás, de los libres, los que están afuera, que no saben lo que es la verdadera libertad?

La reflexión en torno al lenguaje, el llegar al límite donde el ser humano comienza a ser solo animal, lleva al descreímiento en el lenguaje. La palabra es la cultura, y la cultura, propiedad de los vencedores, es mentira, represión, arbitrariedad, mal-trato. Las palabras se vuelven inanes: todas las palabras, las de otros, las propias. Por este camino de la desconfianza en el lenguaje se llega a una ironía esencial y peligrosa. Uno desconfía del lenguaje, de sí mismo, de todo lo que se dice, y le parece que hasta el conocimiento científico es una construcción vacía.

Esto es sano, porque desarrolla la capacidad de nunca tomarse demasiado en serio. Pero es peligroso, porque puede llevar al descreímiento total en el ser humano, que es la palabra.

Por fortuna uno acaba descubriendo las palabras esenciales, las de la amistad, las de la solidaridad, la que nombra el sabor del pan y de la sal. Entonces vuelve poco a poco a rescatar la palabra, un poco temeroso, con mucho cuidado, comienza a sacarla de la basura donde la dictadura la ha hundido. Recuerda lo que ya sospechaba, o accede a un nuevo conocimiento: el ser humano no es solamente una criatura luminosa o solamente una bestia. El ser humano es las dos cosas y el lenguaje refleja las dos. Que el torturador también tenga el don de la palabra no anula el valor del silencio del torturado, que en el tormento se tragó las respuestas. Pese a la hipocresía, a la mentira, a la corrupción del pensamiento y los sentimientos que toda dictadura quiere imponer a la convivencia, hay palabras que importan y mucho, y esas deben ser salvadas para poder salvarnos.

Soledad y solidaridad, muerte y libertad, fueron objetos de reflexión alguna vez para cada preso, no importa con qué grado de elaboración y desarrollo ni hasta dónde llegó con las respuestas. Quisiera decirlo con pocas palabras y mucha modestia: yo, además de hacerme adulto, me hice escritor en la cárcel, y siento que algo de este viaje a los límites de la lengua están en el fundamento más profundo de todo lo que he escrito, en y después de la cárcel.

Carlos Liscano, "El lenguaje de la soledad", Fractal n°11, octubre-diciembre, 1998, año 3, volumen III, pp. 45-57.