JUAN VILLORO

Corrección*

 

 

a Ricardo Cayuela Gally

Germán Villanueva habló para pedirme trabajo. Llevábamos años sin vernos y más que el opaco tono de su voz, me sorprendió la franqueza con la que admitió su descalabro; se refirió sin pretextos ni atenuantes a su adicción a la heroína y describió el arduo tratamiento de recuperación con desapego clínico: "Estoy mejor ahora, tengo síndromes de abstinencia, pero estoy mejor". El plural en "síndromes" me pareció curioso (¿cuántas manías compensatorias podía tener mi antiguo amigo?), pero no era el momento de hacer preguntas; su abrumadora sinceridad exigía silencio o, en todo caso, una respuesta breve, afirmativa y cortés. Lo cité para el martes de la próxima semana (por darme aires, pues tenía la agenda desierta).

 










 




Conocí a Germán hace 23 años, en el taller de cuento de Edgardo Zimmer, el escritor uruguayo que pagó su militancia en la Cuarta Internacional con arrestos y cárceles en tres países, y llegó a México con suficientes tragedias a cuestas para que nosotros fuéramos, si no un alivio, al menos un problema llevadero. Leía nuestros manuscritos como si contuvieran una verdad honda que por el momento nadie podía descifrar. Enemigo de las cordialidades inútiles, nos criticaba con una severidad forjada en los años duros de su militancia y que nunca ofendió a nadie: Zimmer nos tomaba tan en serio que sus demoliciones eran una forma de la generosidad; había algo estimulante y aterrador en que nuestras historias importaran. Naturalmente, muchos descubrieron que ningún acto podía ser tan responsable como el silencio y dejaron el campo libre a los incautos. En aquellos tiempos (1975-1979) yo estaba al servicio del Hombre Nuevo y escribía para que los mineros entendieran su misión histórica. Por sus experiencias en comités de base y mazmorras de América latina, Zimmer parecía un aliado natural de mis engendros, pero respetaba demasiado a la literatura para confundirla con los panfletos que por entonces se imprimían en mimeógrafo y se despintaban en las manos de los pasajeros de trolebús.
Un miércoles de casa llena (Katia estaba ahí), Zimmer demostró que mi relato en turno era un desastre. Alguien había propuesto un brindis antes del taller y el maestro habló con labios teñidos por un vino barato. Nunca olvidaré esa boca terriblemente morada. Quizá el vino contribuyó a la lucidez de Zimmer, lo cierto es que me hizo morder mi vaso de plástico y concentrarme en su olor ácido para evadir mi caída ante los brillantes ojos de Katia.

A los 17 años, tomaba el taller como una arena de competencia. Había invertido demasiada pasión en los deportes y desconfiaba de las actividades sin campeones. Unas semanas antes de leer aquel cuento, había sufrido mi mayor derrota deportiva.

Estuve en la preselección de gimnasia olímpica y el entrenador, Nobuyuki Kamata, me dijo estas inolvidables palabras: "tú no nada". Mis manos cubiertas de talco no volverían a hacer el Cristo en las argollas. Traté de consolarme pensando que servía de poco representar a un país que de cualquier forma no gana medallas e imaginé las fracturas que seguramente habría sufrido. En vano: el rechazo del entrenador japonés fue demoledor. Yo vivía en el Olivar de los Padres y lloré desde el CDOM hasta la casa, lo cual es mucho llorar si se considera que salí de la ciudadela olímpica en un camión que paraba en cada esquina.
Todo esto para decir que entré al taller de Edgardo Zimmer como a una liga deportiva; las críticas me dolieron tanto como el desprecio sin gramática de Nobuyuki Kamata.

Nos reuníamos en la Universidad, en el piso 10 de Rectoría, y aquella tarde de mal vino no soporté la perspectiva de compartir un elevador tan largo con quienes habían detallado mis defectos. Cuando creí que todos se habían ido, me acerqué al vestíbulo de los elevadores y oí este diálogo:

–¿No fui demasiado duro con él? –preguntó Zimmer.
–Para nada –pronunció la cruel y deliciosa voz de Katia.
Tomé las escaleras. En la planta baja, Germán Villanueva esperaba a los rezagados del elevador. Su ruana chilena olía a hierbas raras.
–No te azotes –me dijo–, tienes madera.

Su apoyo fue peor que el ninguneo de Katia. Caminé por los prados nocturnos de la Universidad, esperando que alguien comprensivo me asesinara.

Al otro extremo del campus, vi un tubo atravesado entre dos postes, a una altura ideal para hacer gimnasia. Germán me comprendía y Katia me ignoraba, pero yo podía girar en un tubo, a veces con una mano, a veces con la otra. Me consolé con una actividad de la que había sido eliminado, algo tan absurdo como eficaz; hice un aterrizaje perfecto en la banqueta y descubrí que aún llevaba el relato en mi morral; corté mi nombre con el pulgar y el índice y lo tiré en un tambo que olía a desechos médicos.

Ésta debería ser la historia de una admiración, el testimonio de cómo otro escritor salió de la bruma, pero aún me cuesta hacer las paces con Germán Villanueva. Me había propuesto narrar los hechos como un testigo distanciado, pero no encuentro la forma de renunciar a mis prejuicios. La envidia ha sido la más fiel consejera en mi trato con Germán, lo concedo de inmediato, aunque mis motivos para detestarlo no son del todo infundados; es ruin decirlo ahora que conozco sus infiernos, pero no escribo para posar de buena persona. "La sinceridad es la primera obligación de quienes no están seguros de su talento", me dijo Edgardo Zimmer hace 23 años justos. Ya es hora de que le haga caso.

En comparación con Germán Villanueva, yo era tan elocuente como Nobuyuki Kamata. Zimmer dosificaba los elogios a sus relatos, como si temiese que el joven prodigio pudiera quedar ciego ante su propia luz o que un taller de admiradores le resultara inútil y nos privara de atestiguar sus progresivos hallazgos.

Katia no cayó en la vulgaridad de enamorarse del mejor de nosotros porque se acostó con el maestro antes de que los demás tuvieran un destino, y porque su imaginativa capacidad de sobreponerse a la evidencia le permitía creer que nadie escribía como ella. Yo la amaba con tenaz masoquismo. Le regalé mi ejemplar de Rayuela, olvidando que lo había subrayado. Me lo devolvió con este comentario: "Si tuviera que juzgar a Cortázar por tu lectura, sería un imbécil". Me masturbaba pensando en ella, pero ni siquiera en esa intimidad triste y virtual logré verla desnuda. Sus botones dominaban mi inconsciente.

Cada vez que Germán leía un texto, Katia lo escuchaba sin abrir los ojos. No lo quería ni lo envidiaba, pero sólo a él le otorgaba el respeto de sus ojos cerrados.

Cuando la Facultad de Química organizó un concurso de cuento sobre los elementos de la tabla periódica, Germán ganó con una historia sobre el cloro. Que eligiera un elemento tan impopular, fue un triunfo adicional. Yo obtuve una humillante quinta mención (me pareció muy descarado escoger el oro y escribí sobre la plata).

Germán era dueño de una intuición certera, pero se extraviaba en frases gaseosas cuando debía criticar a los demás. Mis cuentos le inspiraron vaguedades casi agrícolas: "le falta carne", "como que no respira", "no siento la sangre". Yo tenía madera pero él no sentía la sangre.

Después de cuatro años de deslumbrarnos con nuestras carencias, Edgardo Zimmer se fue a dar clases a Berkeley. Hubo una reunión de despedida en la que bebí demasiado ron y besé a la chilena equivocada. Ante cada rechazo de Katia, me atrevía a buscar a una de las hermosas exiliadas que también me rechazaban, pero con acento más dulce. En la fiesta de Zimmer, Katia empezaba a ser la gran dama impositiva y gorda que ahora preside la literatura nacional, pero volví a cortejarla. No recuerdo las circunstancias precisas del asunto; nuestro grupo se iba a disolver y yo estaba ante una opción de Último Asalto; actué con tal ímpetu que resultó natural que ella me diera un puntapié con su bota ucraniana.

Horas más tarde, me sobaba el tobillo en un sofá, bebía ron en un tarro de cerveza y estaba harto de acariciar el áspero sarape que cubría los brazos del sillón. En algún momento besé a María, una mujer que no sabía si me gustaba o no. Y tardé mucho en saberlo porque me casé con ella, no fui feliz ni desgraciado, y hubiera seguido en esa planicie emocional de no ser porque su prima se metió en mi cama una tarde en que leía La muerte de Virgilio y María nos descubrió cuando ya resultaba imposible citar a Hermann Broch. Nos divorciamos y acabé en un cuarto de azotea, rodeado de cajas inservibles. María me permitió conservar todos los discos de acetato (ya se habían inventado los compactos).

Entre la despedida de Edgardo Zimmer y el fin de mi matrimonio, sólo vi a Germán en una ocasión. Me invitó a tomar un café y a participar en una nueva revista, Astrolabio, a la que cada colaborador debía aportar 500 pesos. Yo era redactor del boletín interno del metro y andaba mal de dinero; pero me tentó la idea de pagar por ser publicado, sobre todo porque no tenía ningún cuento disponible.

Nos vimos en una cafetería en una terraza. Él llevaba una bolsa de plástico llena de monedas para darle limosna a los mendigos que cada cinco minutos se acercaban a la mesa. Además de este desplante de caridad, me impresionó lo mucho que había adelgazado. De pronto sopló el viento y pensé que se llevaría el pelo de Germán; aquellas hebras endebles eran un símbolo de su condición física.

Hizo una larga exposición de lo que debía ser Astrolabio, "un foro plural, ajeno a las mafias y los vicios de otras generaciones", y me interrogó con minucia sobre mi trabajo. Después de pagar la cuenta, abrió un portafolios de tela y sacó su primer libro de relatos. En la dedicatoria me llamó "condiscípulo". La palabra tenía un aire ofensivo; él ya había publicado y la crítica lo elogiaba (incluyendo a Simón Parra, el Tenebroso); el tiempo de aprendizaje era un feliz pasado para él y un presente necesario para mí.

Mi recuerdo es injusto, lo reconozco. El encuentro con Germán me entusiasmó lo suficiente para escribir un relato en dos días y ahora lo cargo de amargura retrospectiva. Astrolabio rechazó mi texto. "¡Pero si hay que pagar por publicar!", protesté. "Es un asunto de calidad, no de dinero", dijo Germán, y me citó en otra cafetería para hablar con insoportable franqueza:

–Uno no escoge a sus amigos por su prosa; tú y yo somos cuates pero a tu cuento le falta garra.

Ignoro a qué llamaba "amistad". Llevábamos años sin vernos y sólo me había buscado por mi prosa. Encendí un cigarro y le eché el humo en la cara. Él conservó su tono desagradable, como si la gentileza y la objetividad sirvieran de algo; propuso que le entregara otro cuento. Me juré no colaborar en la revista, pero mi dignidad no pudo medir su fuerza: Astrolabio no llegó al segundo número.

Pasaron los años y sólo supe de Germán por los periódicos: siempre notorio, siempre ascendente, siempre modesto. Simón Parra fue un cruzado de sus primeros libros, pero cuando advirtió que sus opiniones coincidían con las de sus rivales, se sirvió de su incuestionable inteligencia para denostar a su antiguo protegido. Este desprecio a destiempo benefició a Germán, que corría el riesgo de encontrar un respeto demasiado unánime para un autor de ruptura.

A fines de los ochenta escribió una memoria de su generación. Me mencionó como un raro "en el sentido de Rubén Darío". La verdad sea dicha, mis cuentos carecían de extravagancia. Eran escasos, convencionales y poco leídos. Que Germán se hiciera el generoso con una falsa definición de mi fracaso resultaba insultante. Pero no podía echarle en cara un gesto amable. ¡Hubiera sido tan fácil odiar su altanería!

Cuando me lo encontré a la salida de un cine, del brazo de su esposa, sentí un convincente puñal en el pecho: le di las gracias. Germán me abrazó con efusividad, me presentó a Laura, propuso que tomáramos algo. Yo había ido solo al cine y esto acentuaba mi desventaja; no salíamos de una retrospectiva de Rohmer a la que los conocedores van solos por tercera vez, sino de una de esas megaproducciones que sirven para juntar a la gente. Entonces Laura preguntó:

–¿Es el raro?

Acepté la invitación sólo por ganas de lucir normal.

Fuimos a uno de esos sitios horrendos que siempre quedan a mano en la ciudad de México, una taquería con paredes y columnas tapizadas de jarritos de barro. Sólo quedaba un hueco en la pared del fondo, donde gente más o menos famosa había estampado sus firmas.

Laura debía tener unos treinta y cinco años. Su rostro conservaba una belleza algo marchita y parecía marcado por incontables preocupaciones. Se pasaba las manos por el pelo como si no tuviera otra forma de controlarlas. Había leído cada línea de Germán y lo admiraba sin reservas, pero no era la clásica insulsa que se rinde ante las necedades de su marido; se refirió a Noche en blanco con argumentos sagaces. Coincidí con ella en secreto. La nueva novela de Germán me había parecido estupenda pero no iba a elogiar a quien me rechazó en Astrolabio.

Una vez más me llamó la atención el pelo de mi colega; sobre todo, me llamó la atención que siguiera en su sitio; había algo antinatural en que esos mechones resistieran. Recordé un comentario de Edgardo Zimmer ante una foto de Samuel Beckett: "Hasta el pelo le crece con originalidad". También Germán proclamaba su diferencia en la cabeza; su pelo mostraba una férrea debilidad. Me concentré en su rostro, surcado de arrugas prematuras. Un vaquero anémico y nervioso, desgastado por intemperies emocionales.

Hasta entonces no le había descubierto una faceta vulnerable. Los compañeros de taller son los infinitos borradores que nos han leído y las críticas no siempre justas que nos han dicho. Los textos de Germán describían un temperamento, pero nunca lo asocié con sus personajes devastados. Mi admiración operaba en su contra; no podía distinguir las dosis de dolor y trabajo que hacían posibles sus historias.

Comió con raro apetito y se detuvo de repente:

–Qué pendejo, me mordí.

Una gota de sangre se le formó en la comisura de la boca. Segundos después, un hilo rojo le bajaba a la barbilla y goteaba en su plato. Germán tomó un puñado de servilletas de papel y fue al baño. Laura encendió un cigarro. Habló con una calma artificial de la salud de su marido, como si no buscara otra cosa que tranquilizarse a sí misma: Germán tenía problemas de coagulación, nada muy grave, por supuesto, pero se negaba a seguir tratamientos, había que verlo ahora, estropeando la reunión con un amigo al que deseaba ver desde hacía tanto tiempo.

–No sé qué va a pasar cuando se deje ir –Laura expulsó el humo por la nariz–. Toda su vida ha luchado para controlarse. Está enfermo de perfección. Con decirte que nació con el dedo chiquito del pie enroscado como un camarón y a los catorce años empezó a hacer ejercicios para enderezarlo. ¿A quién le importa tener un dedo chueco en el zapato? Supongo que sólo a Germán. Es tan aferrado que logró enderezarlo –Laura hizo una pausa. Sus ojos se llenaron de lágrimas y de recuerdos que hubiera dado cualquier cosa por conocer–: es tan obsesivo para escribir que no se ocupa de nada más, como si todavía siguiera corrigiendo ese dedo que nadie ve. Estoy segura de que su cuerpo sólo le importó esa vez, porque ponía a prueba su voluntad. Desde entonces ha descuidado todo lo demás.

Entrábamos a una zona que tocaba a Laura, imaginé la fervorosa soledad que significaba vivir al lado de Germán. Ella guardó silencio, viendo las firmas en la pared del fondo. Luego me dijo:

–¿Por qué no vas a verlo?

Me incorporé pero Germán ya volvía del baño; se había mojado la cabeza y su pelo parecía un trasplante exiguo. Por lo demás, lucía recompuesto. Pidió otra cerveza, habló con entusiasmo de la pésima nueva novela de Katia, que acababa de recibir un premio tan gordo como ella, y quiso que le contara de "mis cosas". Sólo por desviar la conversación pregunté si tenían hijos. Germán negó con excesiva prontitud, como si temiera una queja por parte de Laura.

No me extrañó enterarme, un par de años después, que se habían separado. Desde aquella cena la mente de Germán estaba en otro sitio, la mano de Laura duraba muy poco en la suya, sus miradas apenas se cruzaban, ella empezaba a sobrarle y él a seguir una estrella que arruinaría su vida.

Una noche de diciembre recibí una llamada de Katia. Temí que quisiera invitarme a una de sus posadas literarias (administra una Casa de la Cultura que justifica su presupuesto con un maratón anual de "narraciones orales" y ollas de ponche), pero me saludó con un entusiasmo digno de otra causa. La voz de Katia es cada día más masculina y los fríos de diciembre la habían dejado aún más ronca:

–¿A que no sabes qué?

Esperé una mala noticia, pero no supe de quién.

–Me doy –fue mi parca respuesta.

–Germán está en una clínica. Ya sabes que es un drogadicto perdido. Se metió un pasón de heroína.

Yo no sabía nada y jamás había visto una jeringa con heroína. Katia no perdió la oportunidad de lucirse:

–Sí, ya sé que has viajado poco, pero Germán fue profesor visitante en Brown y escritor en residencia en una bodega de artistas de Amsterdam. Siempre le entró a tocho morocho, pero el caballo pudo más que él –Katia presumió su familiaridad con las drogas fuertes; luego tosió, regresando a su realidad de gripe y cigarros Del Prado.

Conté la escena en la taquería.

–Parece que tiene algo en la sangre, ¿crees que será sida? –preguntó Katia en tono esperanzado–, con razón sus últimas cosas me parecieron tan herméticas. ¿Te digo algo? Germán siempre te tuvo envidia. Tú eres congruente, nunca has hecho concesiones, casi no publicas.

Gracias a Katia, sentí una intensa compasión por Germán. La vida había durado demasiado para nosotros. Pensar que veinte años atrás hubiera hecho cualquier cosa por dormir junto al pelo dorado de Katia.

Inventé que sonaba el interfón de mi edificio para colgar el teléfono. No quería que me explicara por qué soy tan "congruente".

Estábamos en 1994; dos años antes, había sido uno de los numerosos beneficiados por la mala conciencia del quinto centenario de la Conquista. La alcaldía de Valladolid me concedió un premio por mi primer libro publicado en diez años. Esta módica recompensa al cabo de una década de silencio me había otorgado fama de selecto. No he viajado lo suficiente para saber si otros países comparten este elogio mexicano: "Es tan bueno que ya no escribe". Mi parquedad era una buena carta de presentación en un medio donde la renuncia no es un signo de impotencia sino una virtud dolorosa, un encomiable sacrificio del talento. Para Katia, yo representaba al narrador agradablemente ilocalizable, que no genera expectativas ni compite con los demás.

Decidí visitar a Germán pero estaba en una clínica suiza. Sus editores europeos pagaban los gastos. Incluso en su caída tenía algo grandioso. Lo imaginé envuelto en frazadas en una terraza alpina, chupando un termómetro con sobrado deleite, como si repasara un pasaje de La montaña mágica.

Germán Villanueva salió de su viaje al inframundo con un legado luminoso, Abstinencia. La crítica no vaciló en compararlo con Michaux, Cocteau, Burroughs y Huxley. Vi una foto suya en el Excélsior, más flaco que nunca, apoyado a un bastón de fierro.

Con ese bastón llegó a la cita que le di en mi oficina y que he demorado tanto en contar. Desde siempre, Germán es la sombra que preside mi teclado, el tic nervioso al que no puedo sustraerme; supongo que si él contara el cuento ya estaría atando nudos decisivos, pero yo aún debo abrir un paréntesis. Desde hace cinco años dirijo Barandal republicano, el tabloide bimestral que circula en las ruinas del exilio español. Con más nostalgia que precisión, recordamos nuestra inmensa deuda con la España de México. El 14 de abril tenemos una comida con guisos cada vez más simples (el patronato es octogenario) y muy pronto nos reuniremos en los sedantes pabellones de la Beneficencia Española. Obviamente ha sido mi mejor empleo. Disponemos de un piso noble en los altos de Can Barceló, el restorán que en miércoles de Copa Europea ostenta banderas blaugranas. Estoy casado con Nuria Barceló, la nieta del exilio español que cumplió las expectativas que deposité en las hijas del exilio chileno. Tengo dos hijos que me impulsan a sacar fotografías de la cartera a la menor provocación y un suegro con la doble virtud de haber inventado mi trabajo y no exigirme otra cosa que comer con él cada dos semanas para probar el plato del día en su restorán y hablar durante un puro de la cada vez más difusa realidad que interesa a Barandal republicano.

Nuestra línea editorial comprende boletines del Colegio Guernica y la asociación Ejército del Ebro, notas de color sobre paellas guisadas con motivos cívicos, la exhumación de algún papel disperso de Cernuda o Prados, eternos ensayos sobre Ortega y Gasset y una sección bastante autorizada sobre los nuevos fichajes del Athletic, el Barça o La Real Sociedad. Barandal republicano apenas se deja perturbar por la vida mexicana y circula con una discreción próxima al secreto. De vez en cuando debo oír a los miembros duros del patronato que exigen críticas al Rey Juan Carlos y les prometo alguna caricatura que ridiculice a la monarquía y recuerde que nuestro empeño es la república.

Aún no he descrito lo mejor de mi trabajo: la Sala de Juntas. Una antigualla con sillones de cuero vinoso, enorme mesa de caoba, una foto de Lázaro Cárdenas, escupideras en los rincones e inmensos ceniceros. Un vitral con el morado republicano contribuye a mitigar las luces, de por sí débiles e indirectas.

Ahí recibí a Germán. Ya dije que llegó con bastón, pero no sólo eso lo avejentaba; tenía una mirada opaca, hacía ruidos molestos con la boca, al sonreír mostraba unas encías blancuzcas. Me pareció imposible que fuese la misma persona cuyas virtudes me había acostumbrado a detestar. No quedaba la menor traza del Germán Villanueva atento, obsequioso, dispuesto a fingir una igualdad de condiscípulos. A los cuarenta y cinco años era el mejor escritor de mi generación y estaba liquidado. Luchaba por armar una frase, movía la lengua de un modo atroz. Sus libros le habían cobrado un peaje de fuego. Recordé la frase de Laura, "no sé qué va a pasar cuando se deje ir". ¿En qué momento cruzó el límite y transformó su búsqueda en una degradación? Curiosamente, no sentí lástima por él ni admiré el riesgo que había corrido. De un modo vil y filisteo, me supe a salvo. Al verlo ahí, con labios vacilantes y uñas largas y translúcidas, agradecí mis últimos años, lejos de la tensión de escribir, protegido por el trabajo en favor de un país inexistente y la tranquila belleza de Nuria Barceló.

–Estoy mal –dijo Germán.

Extrañamente, no se refería a su aspecto. Necesitaba dinero. Su madre había hecho una pésima inversión, sus editores se cobraban con regalías los gastos médicos, Laura se quedó con la casa que habían comprado.

–¿Te acuerdas de Astrolabio? –le pregunté.

Su expresión cambió por completo; adquirió un gesto grave, casi solemne. Durante unos segundos pareció ponderar lo que iba a decir.

–¡Eso fue hace veinte años! –exclamó en tono gangoso y volvió a caer en un estado circunspecto–. Ya lo había olvidado. Perdóname –agregó, con total indefensión.

Esa mañana había leído una frase del Ejército Zapatista después de liberar a un cacique: "nuestra venganza es el perdón". Fui incapaz de citarla, no porque me pareciera grandilocuente, sino porque no estaba seguro de ponerla en práctica. Mi venganza fue pensarla.

Otra virtud de mi empleo era que mi Brazo Derecho, Jordi Llorens, se hacía cargo sin problemas ni fatiga de toda la producción de Barandal republicano. No necesitábamos a nadie. Luego pensé que si Germán corregía galeras, Jordi podría concluir el atrasadísimo libro sobre los niños de Morelia que ya nos había pagado el dueño de una cervecería.

El novelista de Noche en blanco empezó a visitar la oficina cada dos o tres días (más de lo necesario), con una carpeta de plástico en la que guardaba las galeras. Pasaba horas en la Sala de Juntas, en compañía de los tres diccionarios que necesitaba para comprobar la justicia de sus enmiendas. Bajo una lámpara con pantalla de tela de gasa, leía artículos indignos de su talento.

Los novelistas suelen ser malos correctores de pruebas; leen el estilo y no las letras insumisas, pero sobre todo, se sienten por encima de esa tarea y la hacen con descuido. Supuse que Germán, tan impaciente con mis textos en el taller de Edgardo Zimmer, detestaría el trabajo. No fue así; leyó sin comentar los textos y compró un horrendo bolígrafo con tres tintas para perfeccionar sus anotaciones.

Al cabo de dos meses, sentí que había pagado de sobra por el cuento que me rechazó en Astrolabio. Convencí a mi suegro de que le encargáramos una monografía sobre el exilio español en México. Como se trataría del enésimo estudio sobre el magisterio de José Gaos y las cúpulas de Félix Candela, nadie advertiría que tardaba años en producirse. Podíamos becar a Germán hasta que encontrara el tiempo y el deseo de volver a la escritura. Nuestras oficinas eran el sitio perfecto para una investigación lentísima, casi fantasmal.

Germán rechazó la oferta. Sus ojos se encendieron con un brillo ofendido. Quería trabajo, no caridad.

Decidí ver a su madre. Le pedí una cita mientras él corregía galeras en la Sala de Juntas, frente al retrato de Lázaro Cárdenas.

La casa en San Miguel Chapultepec tenía una barda coronada de vidrios rotos. Me abrió la puerta una sirvienta vestida de negro, con delantal blanco. En el porche había cuatro sillones de mimbre y un humeante servicio de té. La madre de Germán me aguardaba ahí. Era una mujer delgada, de molesta elegancia. Usaba guantes de piel y, algo que me pareció casi obsceno, anillos sobre los guantes. Me tendió esa mano llena de piedras engastadas en plata y oro y me agradeció lo que había hecho por su hijo.

El porche daba a un jardín extenso. Al fondo, un cobertizo con un auto envuelto en tela cromada.

–Germán ya no maneja –explicó su madre.

Las dificultades económicas habían sido un pretexto para conseguir trabajo. Hay pocas cosas más ridículas que ofrecerle apoyo a una viuda enjoyada y no supe qué decir. Por suerte, ella dominó la conversación. Germán había mejorado mucho gracias al trabajo; después de meses de no salir de su habitación, volvía a tener horarios y a amarrarse los zapatos. Comprendí que Barandal republicano le servía de terapia.

Volví a apretar la mano enguantada, temiendo que encubriera una prótesis. Aquellos dedos empezaban a explicar el infierno de Germán.

En las siguientes dos o tres semanas apenas crucé palabra con nuestro corrector de pruebas. Jordi estaba asombrado de lo bien que trabajaba y eso era suficiente. Desde que entré a Barandal republicano he tomado la precaución de no leer los textos que publico.

Una tarde en que no encontraba un cenicero en mi oficina, entré a la Sala de Juntas. Germán tenía una bolsa de papel estraza sobre la mesa y de cuando en cuando sacaba una perita de anís que chupaba con la misma lentitud y concentración que dedicaba a las galeras. Tardó mucho en advertir mi presencia. Cuando finalmente se volvió, sus ojos vacilaron detrás de sus lentes, como si tratara de reconocerme.

–¿Te interrumpo? –pregunté. En cinco años nadie había dicho esa frase en la oficina.

–Esto es genial –señaló el texto que leía. No respondió a mi pregunta. Una sonrisa oblicua le atravesó la cara.

Unos días después volví a invadir su territorio (la espléndida Sala de Juntas se había convertido en el coto de Germán). Me costó trabajo apartarlo de la lectura; él se quitó los anteojos para nublar el entorno de un modo protector.

Le pregunté por su obra. ¿No se sentía desperdiciado en ese trabajo?

–Ya no escribo –respondió con voz tranquila–. Si quieres que me vaya, dímelo –agregó sin el menor aire de ofensa–. De veras.

–Para nada, es solo que te admiro mucho... –ahorro el resto de las tonterías que dije.

Acepté la presencia de ese corrector de lujo como el más extraño giro de la fortuna hasta que Julia Moras vino a verme. Ya en otra ocasión se había quejado de que el exilio español fuera dominado por una mafia catalana, pero aún no conocía su furia. Julia usa muchos crucifijos, no por catolicismo, sino porque cree en las misas negras. Sus hermosos ojos eran tizones que pedían un sacrificio. Resopló tres o cuatro veces y me arrojó un ejemplar de Barandal republicano, con un artículo muy subrayado (el de ella, naturalmente, y el único que había leído).

Por un falso pudor olvidé decir que la revista también admite ensayos sobre cualquier cosa que nadie más publicaría. El de Julia trataba de "La emoción pánica del yo narrativo". Durante cinco años, yo había aceptado sus vagas especulaciones con una cordialidad delatora. El solidario Jordi justificaba mi actitud con tres razones: habíamos sido, éramos o seríamos amantes.

Con el rostro descompuesto por la ira Julia me pareció aún más hermosa.

–¡Lo único que tengo es mi nombre! –gritó–. ¡Y tú lo has manchado!

Revisé el artículo mientras ella se sonaba. Cada palabra subrayada representaba un cambio de estilo; cada palabra en un circulito, un cambio de sentido. Habíamos publicado otro texto, sin consultarle nada. Cambiamos "de juventud ubérrima" por "novedoso", "desapercibido" por "inadvertido", "este manual puntual es emergente" por "este manual detallado cumple funciones de emergencia". Total, un desastre.

Me sorprendió que Germán adivinara un sentido oculto en el galimatías de Julia, pero no me atreví a decirlo. Asumí el desaguisado, prometí regañar al culpable, ofrecí una carta de reparación en el siguiente número. Tomé a Julia de la mano y ella sollozó en un tono bajito. Le acaricié el pelo hasta que me tiñó de rimmel la camisa.

Ese mismo día recibí una llamada de una maestra del Colegio Guernica:

–Por primera vez salieron sin erratas.

–¿Leíste el ensayo de Julia Moras?

–Nunca leo a esa subnormal.

Fui a la Sala de Juntas y encontré a Germán en su imperturbable corrección de galeras. Le transmití la felicitación de la maestra; luego le conté de la visita de Julia.

–¿Qué edad tiene? –preguntó.

–Unos treinta y dos.

–¿Es guapa? –sonrió con sus encías blancuzcas.

Asentí y abrió su carpeta con una fotocopia del ensayo de Julia tachado en tres colores. Me enseñó cada una de sus enmiendas. Llegó al extremo de corregirle una cita:

–Hace quedar a Unamuno como una bestia. Le encontré una mejor.

Estuve de acuerdo en cada cambio de Germán pero tuve que decirle que Barandal republicano ofrecía a sus colaboradores el derecho de equivocarse. No podíamos convertir a Julia Moras en Virginia Woolf.

–¿Te acuerdas del taller? –me preguntó Germán.

–Esto es distinto. Aquí sólo recibimos versiones definitivas. Haz de cuenta que estás en la morgue.

Recogió sus papeles y salió sin despedirse. Pensé que no volvería. Sin embargo, al día siguiente chupaba una perita de anís ante un artículo que le torcía la cara de gusto.

Julia llamó por teléfono hacia el fin de la semana. Anticipé una nueva reprimenda, pero me saludó con voz desconocida, explicó que había estado muy nerviosa la tarde en que fue a verme ("dejé de fumar y ando gruesa"), recordó que siempre la había apoyado y, como no queriendo, mencionó que había recibido muchas felicitaciones por su ensayo. Procuro reproducir su entusiasmo:

–¿Sabes quién me habló? Simón Parra. Somos medio amigos desde hace rato y como que me tira la onda, aunque no mucho, la verdad; ya ves que dicen que es impotente o que se viene demasiado pronto, algo así. ¿Fue Steiner quien dijo que todo crítico es el eunuco de un autor? Pero Simón no puede ser así, no que me conste (sexualmente, digo); lo odian por independiente y por la envidia que le tienen, ya ves que lo único bien repartido en este rancho es la envidia, bueno, pues que me habla, ¡y realmente había leído el ensayo! ¿No te parece genial? ¡Simón Parra! Te quería dar las gracias.

De inmediato la invité a cenar.

Julia estuvo radiante, instalada en una nube de orgullo infantil. Terminamos en un motel rumbo a Toluca. En la madrugada, empezó a sollozar:

–No fui yo en ese ensayo. Gustó mucho pero no fui yo. Me convertiste en otra.

Después de conmoverme con una vanidad tan transparente, Julia cedía a una ingrata lucidez.

–Quiero ser yo –repitió y acallé su sed de identidad con un beso hondo.

Dejamos de vernos por un tiempo. Aquel encuentro en el motel se asemejó a las misas negras que tanto le gustaban, una ceremonia irrepetible; nos cargó de intensidad para volver a nuestras vidas separadas y nos ayudó a pensar que Barandal republicano era un sitio donde teníamos un pasado, algo confuso y destruido que no deseábamos tocar, pero que valía la pena.

Amo a Nuria con una constancia que no deja de sorprenderme, quizá porque la encontré tarde, cuando la vida ya me había habituado a demasiadas relaciones imperfectas. Después del aquelarre con Laura, todo volvió al orden. Por quince días.

Escuché un toquido en la puerta de mi oficina y Germán entró antes de que yo pudiera responder.

–¿Quién es Claudia Mancera? –preguntó con enorme interés.

–Una ciega que le dicta a su sobrina.

–Ah –el rostro de Germán se ensombreció; se quedó pensativo unos segundos hasta que adivinó que yo mentía.

En el siguiente ejemplar de Barandal republicano publicamos "El próximo invierno en Madrid", un relato memorioso de Claudia Mancera sobre su abuela, quien durante cuarenta años tuvo las maletas listas para regresar a España. Germán lo arregló lo suficiente para que ella llegara a verme con el rostro deformado por la culpa:

–Gracias –dijo, y lloró sin consuelo posible.

No soportaba los elogios inmerecidos, pero tampoco quería renunciar a ellos. Tuvieron que pasar tres semanas para que Claudia –cada vez más pálida y culpígena– aceptara mi sugerencia de tomar el sol y acompañarme a las jornadas sobre Juan Ruiz de Alarcón en Taxco.

Con un deleite que sólo puedo atribuir a quien sustituye una adicción por otra, Germán Villanueva corregía mujeres. Los textos de Julia y Claudia y Lola y Montserrat lo impulsaban a hacer vertiginosos cambios con su excitado bolígrafo de tres colores. Buscaba sinónimos, inventaba símiles, adjetivaba con tensa puntería.

También Lola y Montse llegaron a mi oficina en estado de doble alteración: las versiones publicadas de sus textos las humillaban y les gustaban, querían ser otras y las mismas, insultarme y darme las gracias. De modo misterioso, yo disponía del picaporte de su identidad y ellas deseaban un remedio ambiguo, una puerta agradablemente mal cerrada. Yo estaba a una distancia ideal para ofrecer una reparación por las agraviantes mejorías de las que era parcialmente responsable y, sobre todo, para garantizar que siguieran ocurriendo.

No evado mi responsabilidad en el asunto. Fui un canalla. De poco sirve decir que cuatro mujeres no son un abuso estadístico en una publicación cuya nómina de colaboradoras rebasa la centena. Sin las estratagemas de la corrección y el consuelo nunca habría podido desvestirlas. Lo más penoso es que, con excepción de Julia, a quien siempre quise ver sin otra prenda que sus crucifijos de hojalata, ninguna me gustaba gran cosa.

Decidí cortar por lo sano pero una tarde Marta Arroiz se presentó en mi oficina. Es una ensayista de tedio imposible y prosa correcta. También a ella Germán le enmendó la plana. Iba a decirle que tratara el asunto con Jordi cuando recordé que me habían dicho que se operó los senos. Sentí una curiosidad irresistible. Ella fue la quinta.

Germán se había convertido en una sombra reactiva, sólo podía escribir sobre un texto ya narrado. Yo era una sombra de segunda potencia; sus correcciones torcían mi vida; mis momentos de singularidad dependían de su ácido e insoportable bolígrafo. En esta cadena de manipulaciones yo era quien menos tenía que ver con la escritura. De un modo sordo, empecé a envidiar a las colaboradoras. Durante años de taller, Germán no me brindó otra ayuda que decir que me faltaba aire o garra o sangre.

Llevaba años sin escribir, pero conservaba el remoto manuscrito de una novela. Tardé semanas en decidirme. Un jueves me habló Julia Moras. Acababa de tomar un curso de comida tailandesa y había preparado una maravilla superpicante. Me costó trabajo rechazar su invitación. Colgué el teléfono como un héroe de la voluntad. Me sentí fatal y purificado. Acto seguido, fui a ver a Germán.

Le dije que una de nuestras colaboradoras acababa de concluir su primera novela. Era muy joven pero tenía madera.

–¿No le echas un vistazo?

Así le entregué el manuscrito de La sombra larga. Me lo devolvió 43 días después con el título de La sombra inacabada. Lo leí de un tirón, absorto ante ese prodigio primario y atroz: la novela que yo no había podido concluir en décadas (y que contribuía a mi fama de "riguroso") se había transformado en un mes y medio en una obra singular. El final era otro, del todo insospechado (al menos para mí). Lo más asombroso fue que el corrector no puso nada de su estilo: La sombra inacabada era inconfundiblemente "mía".

Había fingido que la novela pertenecía a una colaboradora para estimular los más recónditos rigores de Germán. ¿Qué podía hacer a continuación? Pensé en adoptar un seudónimo femenino, pero supe que, si a la novela le iba bien, no resistiría en el anonimato. Trato de recuperar el discutible tren de mis ideas: consideré que Germán estaba en deuda conmigo; en Barandal republicano encontró la droga benéfica que lo mantenía vivo; ¿acaso no tenía derecho a usufructuar el talento de mi protegido? Además, el título arrojaba una clave para el lector avisado: un cuerpo en busca de una sombra ajena. No tardé en hallar ejemplos ilustres para mi causa: ¿qué hubiera sido de Eliot sin las enmiendas de Pound?

Más allá de mis trémulos pruritos, me preocupaba la reacción del corrector. ¿Sería capaz de desenmascararme?

Durante semanas no hice otra cosa que idolatrar "mi" manuscrito. Una cansada noche de domingo, Nuria me rascó la coronilla y dijo:

–Te estás quedando calvo.

Decidí publicar la novela.

No hay nada más repugnante que un autor hablando de sus triunfos. Mi caso es distinto; sólo en parte me enorgullece que La sombra inacabada se haya traducido a 11 idiomas. Además, la repentina notoriedad de un cuarentón tiene sus bemoles: "Al fin tuviste huevos de ser tú", fue el vejatorio encomio de Katia.

Germán Villanueva no hizo el menor comentario sobre los avatares de la novela. Siguió corrigiendo con meticuloso escrúpulo a la mayoría de los colaboradores y con mano exploratoria a las mujeres de su elección. Me impuse como código de honor no consolar a ninguna más allá de los kleenex.

A pesar de las regalías y la ventas de los derechos para una película, seguí al frente de Barandal republicano porque Nuria y yo decidimos comprar una casa en Cuernavaca. Pasé mis mejores dos años; nacieron los gemelos, viajé mucho, nadé como un tritón en las frías aguas de Cuernavaca. Un torero, con fama de culto porque se había psicoanalizado, dijo que releería La sombra inacabada hasta que yo escribiera otro libro. Nuria disfrutó mucho este comentario, luego me vio con sus espléndidos ojos negros que a veces se ponen demasiado serios:

–¿Cuándo terminas tu próximo libro?

Con una inteligencia no exenta de piedad, Nuria había separado su amor de la opinión que le merecía mi trabajo. La sombra inacabada la cautivó a tal grado que se atrevió a decirme lo que pensaba de mis libros anteriores. Mandó construir un estudio en el jardín de Cuernavaca y respetó las largas horas que yo pasaba ahí, dormitando ante un video.

El comentario de aquel torero lector y la pregunta de Nuria, marcaron un cambio de clima. De golpe, estaba bajo la lluvia, y mi sombra me perseguía.

Quizá lo mejor hubiera sido abandonarme a un silencio digno y misterioso, rodear mi bloqueo de un halo trágico, despertar toda clase de especulaciones sobre mi escritura postergada, convertirme poco a poco en lo que la gente deseaba en secreto cuando me preguntaba por mi nuevo libro, ser un desperdicio interesante, un caso, un autor con el doble mérito de escribir una obra impar y ser destruido por ella. Sólo los muertos o los genios descalabrados, a los que nadie desea emular, suscitan admiración irrestricta.

Pero no me atreví a representar a un suicida emocional. La culpa se convirtió en un veneno lento hasta el día en que fui a casa de Germán. Por suerte, su madre estaba en su hacienda de Zacatecas.

También él me recibió en el porche, como si la casa no dispusiera de otra zona visitable. Lo encontré más flaco que nunca; el pelo delgadísimo ya era blanco en las sienes.

Encendí un puro y hablé de los viejos tiempos, de lo mucho que le debíamos en Barandal republicano, de novedades editoriales que no le interesaban.

–¿Qué te pasa? –me interrumpió de pronto.

–No puedo más –confesé y la cara se me llenó de lágrimas.

Desde el lejano rechazo de mi entrenador japonés no me sentía tan mal. Cuando al fin me contuve, Germán me miró con fría atención. ¿Por qué cosas habría pasado él? ¿Cómo logró hundirse en sí mismo y salir a flote como si se desconociera? ¿De qué estaba hecho ese amigo siempre lejano que conquistó sus visiones al precio de repudiarlas?

Germán se mordió una uña larga con concentración monomaniaca. Luego hizo un ruido extraño con la boca, como si llamara a un perro o quisiera silbar. Algo cayó al fondo del jardín, tal vez la rama de un árbol o una escoba mal apoyada; ese ruido rasposo rompió el aire como si nos delatara. Nada me pareció más absurdo que estar ahí, al lado de ese enfermo que sonreía en diagonal. Todo en mi trato con él había sido equívoco. En el taller de Edgardo Zimmer entablé una inútil competencia y fui incapaz de reconocer que la vida me situaba en una inmejorable condición de testigo: estaba cerca de los libros potenciales de Germán, de sus historias todavía escondidas. Cuando el mejor de nosotros fue tratable, le dediqué una rencorosa admiración. Ahora visitaba a un lunático que sólo volvía en sí ante ciertas manipulaciones del alfabeto.

Bebí un largo trago de té. Luego de una pausa en la que Germán pareció olvidar mi presencia, recordé que no había ido a indagar su temperamento inasequible sino a solicitarle un favor. ¿Podía corregirme un manuscrito? Esta vez no quise aparentar que se trataba de la obra de una amiga. Necesitaba su perdón y su ayuda. Germán me vio sin parpadear, tomó el cenicero con los restos de mi puro y se dirigió a una maceta:

–Las cenizas ayudan a las plantas.

No dijo nada más. ¿Me hablaba como un gurú? ¿Su genio cancelado era la ceniza y yo la planta?

–Ayúdame, Germán –imploré.

Después de un silencio, habló con voz casi inaudible.

–No quiero leerte. Eres mi borrador, ¿te parece poco?

Creí no haber oído bien y pregunté como un imbécil:

–¿Estás escribiendo sobre mí?

–Ya sabes que no escribo, no así.

–Fue una pendejada traerte mi novela como si no fuera mía –reconocí al fin.

Me costó trabajo entender la vacilante respuesta de Germán:

–No te preocupes, estaba en la trama.

–¿Cuál trama?

Sonrió de un modo descolocado; la boca se le alargó varias veces, como si obedeciera a diversos recuerdos. Sus manos débiles me encuadraron, al modo de un director de cine:

–Ésta es la trama. Eres la trama.

Salí de ahí como de una alucinación. Los únicos contactos de Germán con la realidad eran el metro que tomaba rumbo a Can Barceló y las galeras que leía con insólita dedicación; sin embargo, en su casa me trató con hermética superioridad. Destruido por la droga y la demencia, se entregaba a una soberbia desmedida. ¿Cómo había sido yo capaz de rechazar su época de plenitud y convivir con sus despojos?

Esa misma semana le propuse a Jordi Llorens que buscáramos a un sustituto para Germán, pero él me demostró que se había vuelto irremplazable.

Durante días evité la Sala de Juntas. No supe de Germán hasta la tarde en que me visitó una desconocida. Sus ojos verdes estaban irritados de tanto frotarlos. El corrector había vuelto a hacer de las suyas. Por primera vez, la tristeza de una colaboradora me dio rabia. ¿No se daba cuenta del privilegio del que gozaba? Hubiera hecho lo que fuera por ponerme en su sitio. Le tuve una envidia absoluta, de borrador a borrador. Fue entonces, al asumirme como una de las infinitas versiones corregidas por Germán, que entendí lo que dijo en el porche de su casa.

Dejé a la desconocida de los ojos verdes en compañía de Jordi Llorens y decidí escribir este relato. Germán me había dado un tema. Un escritor menor es narrado en vida por otro de talento. El protagonista no advierte que su existencia sigue un dictado ajeno, o lo advierte demasiado tarde.

Un incisivo rumor de fondo recorre esta narración: "eres mi borrador". Sé que se trata de una metáfora –la borrosa licencia poética de quien confunde el entorno con un texto–, pero la frase me molesta. Germán provocó buena parte de la trama, pero no es mi autor sino mi único lector. Estas cuartillas irán a dar a su espantosa carpeta de plástico.

Hace un par de días me asomé al ambiente mortecino de la Sala de Juntas. En un rincón, un rayo de luz dorada caía sobre Germán y daba a su piel un tono recuperado. Extrañamente, leía el periódico.

Cuando escuchó mis pasos en las duelas, apartó las páginas (creí reconocer la sección de cultura). Me vio con una expresión de gusto que no dependía de mi llegada sino de algo que había leído:

–Los escritores son cada vez más ridículos –dijo.

No hizo otro comentario. Cerró los ojos, disfrutando la tibia luz que se filtraba por el vitral. Un ruido agudo llegó de la calle. Germán se movió en su asiento, como si padeciera un escalofrío. ¿Aún era capaz de dejarse afectar por lo que ocurría allá afuera? Vi la carpeta en la mesa de caoba, la meta final de mi relato. Él abrió los ojos y se colocó la mano a modo de visera:

–¿Cómo vas? –me preguntó–. ¿Avanzas?

Era obvio a qué se refería.

Germán espera que concluya la historia, como si deseara cerrar un ciclo abierto hace más de veinte años. Desde los tiempos de Edgardo Zimmer mis textos sólo le han provocado desinterés y, en cierta forma, me sé protegido por su indiferencia. ¿Es posible que la confesión de mi estafa y de mi trato con las mujeres afectadas por sus correcciones le provoque otra respuesta?

No deja de intrigarme la cruel inversión de nuestros destinos: yo debería ser el relator de sus proezas, el albacea de sus papeles dispersos, su intercesor ante el mundo, la sombra que rindiera testimonio de su estatura; en cambio, es él quien dispone de estas páginas y se convierte en mi custodio. Es común que un escritor se condene por sus palabras; lo es menos que se condene por la ayuda de otro. Germán aún puede concederme la acerba justicia que me negó en el taller de Edgardo Zimmer. ¿Le importo lo suficiente para desenmascarar mi impostura?

Con agraviada satisfacción, lo imagino chupando una perita de anís; una sonrisa le cruza el rostro mientras me lee; soy, al fin, su asunto de interés; el relato lo toca lo suficiente para desear mi destrucción: decide publicarlo.

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* Este relato forma parte del libro La casa pierde que publicará próximamente editorial Alfaguara.

Juan Villoro, " Corrección", Fractal n°10, julio-septirmbre, 1998, año 3, volumen III, pp. 11-37.