JUAN ANTONIO MASOLIVER

Sergio Pitol

 

El escritor veracruzano Sergio Pitol (1933) ha ocupado durante muchos años una posición muy especial en el panorama literario mexicano. Unánimemente elogiado por la mejor crítica, ha sido asimismo un apasionado difusor de la literatura centroeuropea y el brillante traductor de autores como Conrad, James, Gombrowicz o Andrzejewski. Sin embargo, varios factores han contribuido a que no pasara de ser, durante muchos años, un escritor de culto. Su narrativa es visceralmente mexicana, pero sin los modelos literarios ni la temática que ha marcado a los escritores mexicanos, obsesionados por la identidad nacional y por la revolución traicionada. Desde la publicación, en 1959, del libro de cuentos Tiempo cerrado, su obra fue, a lo largo de dos décadas, muy escasa, dos décadas en las que vivió casi ininterrumpidamente fuera de su país. Durante sus últimos años en el extranjero, sin duda los más fértiles, escribe Juegos florales (1982) y, sobre todo, El desfile del amor (1984) y Domar a la divina garza (1988), tríptico que se cierra, tras su regreso definitivo a México en 1988, con La vida conyugal (1991). Pitol, celoso de su independencia, se recluirá en Xalapa para convertirse pronto, pese a su aislamiento, en una figura central de la narrativa mexicana.

 














A pesar de que en la obra de Pitol pueden detectarse dos momentos narrativos, con un intermedio o puente, el de Juegos florales, desde el principio nos sorprende el rigor de su prosa, un rigor ajeno a la tradición mexicana dominante y del que surgen las distintas tensiones. Tensiones todavía casi exclusivamente dramáticas y que más tarde se apoyarán en la farsa. Ahora el mundo cerrado es el mundo del propio Pitol si bien, cualidad que el admirará más tarde en Antonio Tabucchi, la autobiografía se proyecta hacia el exterior para adquirir una voz impersonal. Es decir, un mundo personal pero proyectado impersonalmente y en el que se desencadenan ya, como ocurrirá de forma acentuada más tarde, las fuerzas de la locura, el odio y la maldad. Estoy pensando muy especialmente en dos relatos magistrales, "Víctor Ferri cuenta un cuento" y "Los Ferri".


Otro rasgo notable ya en el primer Pitol es la especial concepción de los géneros. Relatos que reflexionan sobre el relato, conscientes de su naturaleza textual, y al mismo tiempo cuentos fieles a la realidad, y fieles asimismo a una tradición. En una literatura como la mexicana donde, a diferencia de lo que ocurre en España, el cuento ha gozado siempre de un enorme prestigio, Pitol ocupa un lugar privilegiado. Otra característica peculiar es el proceso de elaboración a que los somete. De libro en libro asistimos simultáneamente a la depuración y a la reincorporación, como si cada libro fuese una nueva propuesta que queda siempre abierta. Basta ver este proceso a través de tres ediciones: Infierno para todos, publicado por Seix Barral en 1971, durante los años barceloneses de Pitol; Asimetría, publicado en 1980 por la Universidad Nacional Autónoma de México, que podría considerarse como la recopilación provisional de todos sus relatos; y Nocturno de Bujara (Vals de Mefisto en la edición española), publicado en 1981, donde a dos textos conocidos añade dos nuevos: "El relato veneciano de Billie Upward" y "Nocturno de Bujara". "El relato veneciano de Billie Upward" es interesante por varias razones. Hay un autor omnisciente que parafrasea (es decir, interpreta) y comenta un cuento; un texto se apoya, pues, en otro texto. El relato de Billie Upward se titula Closeness and Fugue, exacta definición de la escritura de Pitol, lo que explica su carácter fragmentario y su aspiración a una unidad o armonía absolutas. La acción tiene lugar en Venecia, tan prodigiosamente reconstruida en "Todo está en todas las cosas" de El arte de la fuga (México, 1996).

El narrador omnisciente nos dice que "hay algo de libro de viajes, de novela, de ensayo literario. De la fusión o choque entre esos géneros se desprende el pathos, continuamente interrumpido y con reiteración diferido del relato", y entre las influencias evidentes señala a autores muy cercanos al propio Pitol: James, Borges, el Orlando de la Woolf.
Pero lo más extraordinario es que la nouvelle de Billie reaparece íntegramente en Juegos florales, novela cuyo centro es el proceso creador. El narrador trata de describir una novela inspirada en la realidad, pero esta realidad se le revela compleja y contradictoria, tan inaferrable como el personaje en el que se inspira, Billie, bruja y pajarraco, crítica implacable que lo castró como escritor. Es, pues, una relación textual que subraya una de las obsesiones dominantes de Pitol y que reaparece en El arte de la fuga: la relación entre arte y vida, entre lo autobiográfico, la realidad visible o aparente y lo sobrenatural. Hay frecuentes referencias a las posibilidades del relato, posibilidades que se van modificando. Los escenarios son, de nuevo, familiares al escritor: el ingenio azucarero donde pasó sus vacaciones en la infancia, Xalapa, Roma, Venecia o Londres, si bien "jamás podría ser un escritor de viajes en el sentido clásico de la palabra".

La nostalgia, el paso del tiempo, "una tristeza por la juventud perdida", la brutal conciencia de la muerte, "la descomposición de la materia orgánica y la putrefacción de la carne", la memoria, la transformación, la desintegración de la conciencia, el mal y la locura, la presencia de lo lineal y lo onírico, la necesidad de depurar la prosa para alejarse de una vida "tan malgastada, perdida, hueca y mentirosa, como hueca y mentirosa era la retórica que asfixiaba a la nación", la intertextualidad, el deseo de expresar la realidad "en su simplicidad, en su pura extrañeza", de abarcar todos los tiempos en un solo tiempo de modo que cuentos y novelas se conviertan en "perfectas y estremecedoras parábolas del Universo" son aspectos que conforman el tejido narrativo de la escritura de Pitol. Sin embargo, lo brujeril no sólo remite a lo sobrenatural sino también al carnaval, a la farsa, a lo grotesco y a la aberración. Billie es capaz de imitar el chillido de los pájaros y acaba por transformarse en uno de ellos. Asimismo, hay "un deseo subterráneo de sucumbir a lo abominable" y una clara presencia de elementos goyescos, especialmente en el aquelarre, con "una mujer inmensa con rostro de mandril" y otra muy flaca, "de mandíbulas trabadas y boca muy arrugada": dos monstruos obscenos y procaces.

Sin abandonar ninguna de las propuestas estéticas que han alimentado hasta ahora a su obra, se insinúa ya el audaz y radical cambio que se dará en el tríptico constituido por El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal, en el que se funden o confunden la gracia y la abyección. Ante la reproducción de un cuadro de Cranach, el narrador observa cómo "si cubres a la vieja con la mano, el rostro de su joven acompañante se transforma. Puede ser un místico, un iluminado, un ‘inocente’ en el sentido puro de la palabra [...] Sería interesante fotografiar parejas, aislar luego los rostros y ver qué queda de ellos, en qué se transforma su expresión".

En la escritura más feliz de Pitol se da, pues, el paralelo,

la simultaneidad, el antes y el después, la superposición y la transformación. Si no fuésemos testigos de este proceso, la escritura se limitaría a ser sublime, es decir, una vacía idealización, o grotesca, es decir, una vacía deformación, una caricatura sin alma, cuando la cualidad más notable de estas novelas es que los personajes más repugnantes poseen una fuerza trágica. Por eso en el tríptico se nos puede hablar del esplendor y la escoria, la creación y los despojos, la redención y el pecado, para revelarnos "una personalidad subyacente" que nos arrastra a un vertiginoso viaje al fondo de sí mismo, allí donde conviven el carnaval, el excremento y la locura.

Este cambio radical y brutal, este ahondarse morbosa y cruelmente en la vulgaridad humana, va acompañado de un cambio de énfasis en los intereses literarios y artísticos de Pitol, muy especialmente su fascinación por Goya, la pintura expresionista alemana, el realismo decimonónico de Dickens y Pérez Galdós y, primus inter pares, el teórico ruso Bajtín. En este sentido, El arte de la fuga tiene un valor incalculable como iluminador de muchos aspectos de la obra de Pitol. Pero su interés, el que convierte a este libro en una joya literaria, es mucho más amplio y variado. Todavía mucho más que en sus novelas resulta difícil definirlo como género: tiene mucho de memorias, de diario, de autobiografía, comparte la reflexión, las ideas estéticas, el ensayo literario o el apunte psicológico, y puede ser divertido, sarcástico, crítico o tierno, escéptico o apasionado. Los registros son infinitos y hay un desarrollo narrativo muy acentuado y una espléndida elaboración de carácter circular tanto en cada uno de los capítulos (puesto que no pueden considerarse como simples textos independientes) como en el conjunto del libro, que se abre con una Venecia estéticamente prodigiosa vista a través de los ojos de un miope, y se cierra con la no menos prodigiosa iglesia de chamula, en el estado de Chiapas, vista con la mirada del lúcido vidente.

El arte de la fuga está dividido en tres secciones: Memoria, Escritura, Lecturas, con un Final (final de un conjunto rigurosamente estructurado, que no hay que confundir con un epílogo) dedicado a Chiapas. La mayor parte de los textos de cada sección están escritos en Xalapa, entre marzo de 1993 y junio de 1996, por lo que es fácil deducir lo que ya el tempo narrativo sugiere: que están concebidos como un libro. Al conjunto se añade el dramático y jubiloso "Diario de Escudillers" sobre sus primeros meses en Barcelona, de junio a septiembre de 1969, "Y llegó el desfile", breve diario escrito en México, Madrid, Praga y Mojácar entre 1980 y 1984, sobre la gestación y desarrollo de El desfile del amor, y "Borola contra el mundo" y "El narrador", ambos escritos en la ciudad de México en 1991. El título del conjunto procede de "Prueba de iniciación", escrito en Xalapa en diciembre de 1994, y en él se reafirma su pasión y entrega a la literatura: "esa inmersión en la inmundicia que caracterizó su confrontación, a fines de la adolescencia, con la palabra impresa, la suya, ha condicionado la forma más personal, más secreta, más ajena a la voluntad de su escritura, y ha hecho de ese ejercicio un gozoso juego de escondrijos, una aproximación al arte de la fuga". A lo largo del libro son muchas las frases que podrían haber definido con la misma intensidad el espíritu del libro: "la herida del tiempo", "los infiernos o edenes del pasado", "lo que oculta y revela la memoria", "el ejercicio de la libertad", "la memoria turbada", "la calidad de la inteligencia", "la abyección y la gracia", "el testimonio de una insumisión" o "viaje hacia el fondo de mí mismo". En todo caso conviene recordar que el título de la nouvelle de Billie Upward (en "El relato veneciano de Billie Upward", que incorporará más tarde a Juegos florales) era Cercanía y fuga, la mejor definición no sólo para la escritura de Pitol, sino para todo arte (el de los pintores y escritores con los que Pitol se identifica a lo largo del libro) que hurga en la más miserable realidad para descubrir lo sublime o para iluminar el misterio.

Un libro que no está hecho solamente de cercanía y fuga sino también de sensibilidad personal y sensibilidad social o colectiva, aunque en muchas ocasiones sería más apropiado llamarlo hipersensibilidad. Lo cual explica que pueda hablarse aquí de una educación sentimental y una educación civil, y explica asimismo el interés de Pitol por una peculiar expresión del realismo: no la del naturalismo, que concibe la realidad como algo objetivo, sino la del expresionismo que la concibe como un pathos. En todo caso, esta interiorización del yo y su proyección exterior explican los centros más visibles del conjunto: la autobiografía física, moral y espiritual, los amigos, los viajes, las lecturas y la escritura. No centros que se desplazan sino, por el contrario, que se funden como en un sistema de vasos comunicantes para encontrar su armonía final. Final no porque la encontremos en las últimas páginas sino porque la encontramos en el instante final de la escritura. Como en sus novelas, la brutalidad, el abatimiento, el júbilo, el hedonismo, la indignación, el humor cómplice, el feroz sarcasmo, el éxtasis ante la belleza o el desprecio hacia la mediocre vulgaridad encuentran su expresión en una prosa limpia, rigurosamente controlada, y alimentada por una inteligencia exigente y serena, por una nobleza moral pura y púdica, y por una generosidad y tolerancia de la que sólo quedan excluidos la mayoría de los políticos mexicanos, es decir, el poder corrompido y corruptor, aquí gráficamente ilustrado por el salinismo.

Los datos autobiográficos son escasos. A Pitol sólo le interesa ilustrar lo que ha marcado a su sensibilidad personal y a su sensibilidad artística, que en él tenemos que ver como algo inseparable, de la misma forma que tenemos que ver como inseparable al lector del escritor. La infancia no ocupa aquí un espacio muy amplio, pero sí muy intenso, desprovista de la banalidad de lo anecdótico. Hay una sensibilidad veracruzana, la de muchos de sus cuentos y que en cierto modo comparte con Juan Vicente Melo, que procede de su infancia. Una infancia no nostálgicamente evocada sino recuperada. Así, en "Todo está en todas las cosas" nos dice que en los últimos tiempos empieza a ser consciente de que tiene un pasado, por la edad y por conocer fragmentos de su infancia que hasta hace poco le estaban vedados: "comienzo a recordar la juventud, la mía y la de los demás, con respeto y emoción, por lo que contiene de inocencia, de ceguera, de intransigencia y de fatalidad. Eso mismo me hace concebir el futuro como una zona infinita, desconocida y promisoria". Las imágenes del pasado, incluso las de un pasado no vivido, pueden aparecer inesperadamente en un viaje, como en "Siena revisitada", donde unos parientes le llevan a conocer los alrededores, "las márgenes del río, donde mis tías y mi abuela habían paseado tantas veces a principios de siglo [...] Viví esos días arropado por una emoción muy intensa. Percibía en aquellos parajes la presencia de mi abuela, mi abuela niña, mi abuela adolescente, mi abuela en vísperas de volver a México".

La infancia se nos revela asimismo a través de los sueños o, como ocurre en lo que es para mí el texto más prodigioso de todo el libro, "Vindicación de la hipnosis", a través de "la experiencia más profunda que he conocido en mi vida adulta", para llevarnos a otro río. En unas fotos aparecen su madre con un rostro severo, pues "había tomado decisiones que cambiarían su vida, y la nuestra", y su hermana Irma, fallecida una semana más tarde. "La contemplación de esos retratos me vuelve a cargar de una furia y un dolor no apaciguados." De ahí pasa a las fotografías considerablemente ampliadas del estado hipnótico en las que "me acerco y me alejo en el tiempo sin el menor sentido. Me veo niño, adolescente, viejo, alumno de primaria, estudiante en la Facultad de Derecho, diplomático, maestro, laborioso, haragán, feliz, preocupado, colérico, enfermo". De pronto surge una imagen aterradora que no se deja desplazar por ninguna otra: la de su hermano Ángel y él sentados en la terraza. "Ángel tiene un aspecto cadavérico. Su rostro es terrible: sus ojos están desmesuradamente abiertos. Se levanta y va a sentarse a mi lado y yo me hecho a llorar [...] En ese momento comienzo a dejar de ser el paciente hipnotizado que busca librarse del tabaco. Me siento penetrado por el niño que fui y al que tengo ante mis ojos. Sigo llorando. El dolor es atroz." Eso le lleva a la ocasión en que fue a Potrero con su madre, su hermano y su hermana Irma. Un día de extrema felicidad que concluye en el río Atoyac. De allí su tío tratará de sacar del agua el cuerpo de su madre. "Mi papá está ya muerto y ahora también mi mamá."

El regreso al pasado tiene, pues, una significación trágica en la que no cabe la nostalgia. "La herida del tiempo" es un texto fundamental para entender lo que representa el pasado, recuperado a través del recuerdo y de la memoria en este libro y en toda su obra, se añaden además nuevas significaciones y se refuerza la razón por la que no hay espacio para la nostalgia. "La memoria puede, a voluntad de su poseedor, teñirse de nostalgia, y la nostalgia sólo por excepción produce monstruos. La nostalgia vive de las galas del pasado." Revisando algunos de sus libros para su reedición, a Pitol le sorprende que un lugar de su infancia en el que jamás se le había ocurrido pensar aparezca en varias ocasiones. Ahora el río Atoyac no es el espacio de la tragedia sino de la decepción marcada por el degradante paso del tiempo. Al recordar las excursiones que hacía de niño, irrumpe en su conciencia "uno de los episodios más deslumbrantes de mi infancia, el lugar es el Ojo de Agua donde nace el río Atoyac". Muchos años más tarde, decide recuperar lo que oculta y revela la memoria, y regresa "al jardín encantado de la infancia". "La atmósfera de misterio se ha desvanecido [...] El mundo natural que existía hace apenas unas cuantas décadas y que tardó siglos en constituirse, es ya sólo memoria." Esta conciencia ecológica reaparece en otras páginas del libro, especialmente en "Viajar y escribir", y explica entre otras cosas su huida (gran parte de la vida de Pitol ha estado hecha de huidas y de encuentros y reencuentros) a Xalapa. Cuando en 1988 decide regresar definitivamente a México, encuentra un país muy distinto del que abandonó en 1961, con una sociedad civil impensable cuando salió pero también "con imágenes de profunda devastación: una ciudad inhabitable, un paisaje degradado, un cielo casi inexistente. En Coyoacán, en la Plaza de la Conchita, al abrir la puerta de mi casa he visto caer palomas como frutos podridos, envenenados por los ácidos que emponzoñan el aire". Parafraseando a Carlos Fuentes, el aire de "la región más transparente" se transforma en la visión apocalíptica de "Cristóbal Nonato".

El pasado lleva, pues, a una visión pesimista del presente, no sólo por la contaminación ambiental sino también por la contaminación moral. En "Borola contra el mundo", al señalar todo lo que le debe a Gabriel Vargas, el creador de La familia Burrón, comenta que en este mundo de "insoportables yuppies el nombre de Borola es un anacronismo. Evocarla me remite a una vitalidad ambiental ya desaparecida", de la misma forma que encuentra una insalvable distancia entre el radical proyecto educativo y cultural de Vasconcelos y el panorama de corrupción de los últimos años, que sólo el estallido revolucionario de Chiapas ha modificado por completo. En este sentido no se trata de un idílico pasado sino de una visión crítica, pesimista y aun apocalíptica del presente: "Revisar el pasado significa, entre otras tristezas, contemplar un mundo que es, y al mismo tiempo ha dejado de ser, el mismo. Sitúese usted en México, reflexione sobre los cambios ocurridos en el último medio siglo: la devastación de la capital, la degradación de la atmósfera, la contaminación moral, y tendrá una visión próxima de la catástrofe", una visión muy cercana a la del Octavio Paz de La llama doble: "Si pensamos en términos históricos, vivimos en la edad de hierro, cuyo acto final es la barbarie; si pensamos en términos morales, vivimos en la edad del fango". Un presente que sólo los cambios más recientes, estremecedores y luminosos, parecen empeñados en negar en nombre del futuro. Por eso, y regreso a una cita que adquiere ahora un nuevo y más pleno significado, puede "concebir el futuro como una zona infinita, desconocida y promisoria".

La visión del pasado y su proyección hacia el futuro marca en cierto modo el hilo narrativo del libro y le da su unidad. Esta concepción temporal es la que une no sólo los géneros sino también los registros expresivos y los centros que he mencionado al principio, de modo que amistades, viajes, lecturas, escritura, conciencia cívica y hasta los rasgos de su personalidad, su educación sentimental, están marcados por esta tensión temporal. En "Todo está en todas las cosas" parece hacer una clara distinción entre dos etapas de su vida: "en el momento en que escribo estas páginas puedo dividir mi vida en una fase larga, gustosa y gregaria, y otra, la más reciente, en que la soledad me parece un regalo de los dioses". Esta etapa reciente es mucho más breve que la larga etapa en la que luchan o se reconcilian dos fuerzas, la de su pasión por la literatura y la de su pasión por la vida, condicionadas asimismo por la relación entre sentimientos y razón, relación difícil de definir, sobre todo porque la parte más oscura de nuestros sentimientos rechaza toda definición. Es de esta irreconciliable conciliación de donde surge el mejor arte, y sin duda o sobre todo el de Sergio Pitol. Por un lado nos habla de su vida vertiginosa, de "mis peores épocas, las más dilapidadas de mi vida", de este "ansiado pozo del desorden, de donde lo más probable es que no logre emerger sino hasta la hora del desayuno", por el otro, de la disciplinada entrega a su oficio. Cuando encuentra el equilibrio, vive hedonísticamente una maravillosa armonía; cuando este equilibrio se rompe, vive con un intensidad que a veces se le hace insoportable. Al regresar a Roma y ver que ha desaparecido la librería de Via del Babbuino, "sentí la herida del tiempo, su malignidad con una intensidad terrible". Como hemos visto, la contemplación de las fotos de su madre y su hermana "me vuelve a cargar de una furia y un dolor no apaciguados". La visita a la tierra de sus antepasados lo llena de "una emoción intensa". En Nueva York conoce buena parte de las tendencias del arte contemporáneo, y quedé ganado, alterado (que viene a ser lo mismo) por algunas de ellas". Y, acompañado por la lectura de Sostiene Pereira de su querido y admirado Antonio Tabucchi, en Chiapas comienza a sentir el surgimiento de un nuevo yo: "Bastaron cuatro días en Chiapas para sacudirme treinta o más años de encima. Emoción, estupor, entusiasmo, dolor y zozobra fueron algunos de los sentimientos vividos".

Sentimientos que están marcados por una personalidad que rechaza todo convencionalismo tanto en su vida cívica como en sus lecturas, sus reflexiones estéticas y, para lo que más nos interesa, su escritura. El arte de la fuga, en un país crispado por tensiones entre distintos grupos rivales de opinión que acaban por salpicar a sus intelectuales más prestigiosos, está inspirado por la tolerancia, la independencia y el compromiso con ciertos principios éticos, tres cualidades que él consigue hacer compatibles y que aparecen perfectamente definidas en "Todo está en todas las cosas", donde nos dice, a propósito de la tolerancia, que "no hay virtud humana más admirable. Implica el reconocimiento a los demás, otra forma de conocerse a sí mismo". Una virtud que no le impide reaccionar al observar el deterioro de la vida mexicana: "me pongo a pensar en la soberbia, la arrogancia, la corrupción de algunos conocidos y me altero, comienzo a hacer el recuento de las actitudes que más me irritan de ellos, descubro la magnitud del desprecio que me inspiran, y al final debo reconocer lo mucho que me falta para poder considerarme un hombre civilizado". En cualquier caso, "la conexión entre el escritor y el Príncipe ha estado desde el principio de los tiempos minada por el equívoco; es una amistad peligrosa. Un novelista tiene que aprender a mantener un diálogo con los demás, pero sobre todo consigo mismo".

En Sergio Pitol hay un pesimismo y un escepticismo que nacen de la experiencia y del sentido común, porque, "nada puede darse nunca por seguro o confiable". También su conciencia social se apoya más en convicciones morales que ideológicas. Si se siente identificado con el protagonista de La segunda casaca de Pérez Galdós es porque "el radical Monsalud, al principio un personaje meramente literario, acabó por ser nuestro contemporáneo. Nos unía a él un mismo afán de justicia, de asco, de decencia", una actitud que le permite denunciar el inmovilismo y la corrupción de la política nacional, en una progresiva toma de conciencia. Así, ante la represión desmedida de los últimos años de la década de los cincuenta, "en mi caso personal, aquello me ayudaba a desprenderme de un sentimiento de sobreprotección que empezaba a estorbarme. Entendíamos vagamente que el país requería cambios, que las instituciones políticas estaban oxidadas, que era insano que una nación estuviese perpetuamente regida por un partido único", escribe en "Con Monsiváis, el joven". En "El narrador" insiste en esta toma de conciencia: si durante años ha utilizado en su escritura los escenarios por donde ha ido desfilando (basta pensar en su primera novela publicada en 1971, El tañido de la flauta), "el exotismo de pacotilla que los rodea apenas cuenta, lo importante es el dilema moral que se plantean, el juicio de valor que deben emitir una vez que se encuentran desasidos de todos sus apoyos tradicionales, de sus hábitos, de las coartadas con que durante años han pretendido adormecer su conciencia". A propósito de los personajes de Chéjov nos dice que si algún mensaje moral puede desprenderse de ellos "es el de resistirse a sucumbir ante la inmisericordia y la vulgaridad que destilan los tiranos domésticos que pueblan los infiernos donde están atrapados". En "Nuestro Ulises", uno de los textos más reveladores de la capacidad de Pitol para combinar tolerancia, independencia y compromiso, lo que admira de Vasconcelos es, entre otras cosas, su "transgresión a las formas" y su "irreductibilidad a formar manada". Para concluir: "queda de él, sobre todo, el testimonio de una insumisión. El ejemplo de una individualidad que se resistió a cualquier regla impuesta desde el exterior [...] Y todo eso, en un mundo donde la sumisión ha sido regla, nunca se lo acabaremos de agradecer suficientemente". Lo que nos lleva inevitablemente no sólo a Tabucchi sino a su personaje más polémico y celebrado: Pereira. En "Sostiene Pereira" elogia el hecho de que Tabucchi haya escrito "una novela política, pero diferente por todos conceptos al relato ideológico del realismo socialista", para romper "una férrea modalidad contemporánea del pensamiento políticamente correcto". Pero lo interesante aquí no es tanto la identificación con el escritor como con el personaje. Pereira, "a medida que cumple su destino se va cargando de realidad, de una realidad trágica. Al final lo encontramos transformado en un personaje extraordinariamente vivo, uno de los más queribles de la narrativa contemporánea", "Pereira es, a secas, un hombre bueno, inmerso en un mundo que cada día le repugna más".

Permítaseme que regrese a Chiapas. No sólo no me importa repetirme sino que me parece necesario. Repetir es también recuperar. Pitol recibe Sostiene Pereira unas horas antes de salir de Xalapa: "El libro me estaba predestinado, e hice su lectura en el momento más afortunado, cuando comenzaba a sentir las pulsiones que preludian el surgimiento de un nuevo YO. Vería cuando me enfrentara a los signos de una nueva realidad si aquello era cierto o mero wishful thinking". Esta nueva realidad, la de la insurrección de los zapatistas y, con ellos, de los chiapanecos, nos remite al heroísmo de un grupo de revolucionarios, representados en la novela por Monteiro Rossi, que provocan en Pereira el surgimiento de un nuevo yo: el del compromiso político. La coincidencia no es casual. Tabucchi reivindica a Camus, clara víctima de la intransigencia ideológica, quien nos dice al final de La peste que lo que se aprende en medio de las calamidades es que "hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio". Pitol termina El arte de la fuga recordándonos que "si bien es cierto que vivimos tiempos crueles, también es cierto que estamos en tiempos de prodigios".

Chéjov, Vasconcelos, Tabucchi, Camus son simplemente algunos de los nombres que marcan la conflictiva y estrecha relación que hay entre vida y literatura, como la hay entre lector y escritor. La literatura está vista como una pasión, sólo equiparable (si tenemos en cuenta que la pasión amorosa está púdicamente aludida y eludida) a la amistad. He hablado hasta la saciedad de la importancia que tiene para mí la literatura", nos recuerda en "La lucha contra el Ángel". En "Todo está en todas las cosas" menciona "mi relación con la literatura ha sido visceral, excesiva y aun salvaje". "Donde vislumbro una potencia superior a toda razón es en la lectura", escribe en "Fetiches". En "¿Un Ars Poetica?" confiesa que "mi aprendizaje es el resultado de una lectura inmoderada de cuentos y novelas, de mis empeños como traductor y del estudio de algunos libros sobre aspectos de la novela escritos por narradores". Y está convencido, nos dice en "Droctulft y demás", de que "ni siquiera la inexistencia de lectores podrá desterrar la poesía. Sin esa convicción resultaría intolerable seguir viviendo".

Esta pasión por la literatura explica la profunda identificación de Pitol con determinados escritores. El rigor y la coherencia de sus gustos responden a razones simultáneamente estéticas y vitales, expresadas con lúcida y precisa convicción. Sus lecturas abarcan un amplio espacio histórico, pero en ningún momento cae en la trampa de las clasificaciones históricas, por escuelas o por modas. No habla de calidad, algo que pertenece al limitado, subjetivo y pasajero terreno de las corrientes estéticas, sino de grandeza, esa grandeza propia de los escritores capaces de ahondar en la condición humana y proyectarla a la problemática del momento: una atemporalidad de lo clásico que no niega la temporalidad de lo moderno. Hay una serie de escritores que reaparecen a lo largo del libro, formando una verdadera constelación, un tejido en el que se inscribe la obra del propio Pitol. Y una serie de brillantes comentarios que nos acercan a la obra de Pitol y la iluminan. Destaco aquí a Pérez Galdós y Goya en "¿Un Ars Poetica?", a Thomas Mann en "Dos semanas con Thomas Mann", a Jarziy Andrzejewski en "Dos semanas con Thomas Mann" y en "Las puertas del paraíso", a Jaroslav Hasek en "Schveik", a Antonio Tabucchi en "Sostiene Pereira", a José Vasconcelos en "Nuestro Ulises", a Alfonso Reyes en "¿Un Ars Poetica?", a Bajtín en "El narrador" o en "Schveik", y al pintor Max Beckmann en "El narrador". Además de las sagaces observaciones sobre Borges, cuyo lenguaje "constituye el mayor milagro que ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma" y cuya lectura "me permitió darle la espalda tanto a lo telúrico como a la mala prosa de la época, sobre Henry James, ese gran narrador de quien "debo reconocer que algunas de las lecciones decisivas sobre el gran oficio las debo a su lectura", o sobre Berenson, "cuyos libros, conocidos y estudiados en México, me acompañaron siempre en mis recorridos por Italia".

Dos aspectos de la biografía de Pitol marcan una huella decisiva en su escritura: los amigos y los viajes. De una forma o de otra, casi todos los amigos mencionados en El arte de la fuga tienen una estrecha relación con la escritura o con la cultura: Hugo Gutiérrez Vega, Juan José Arreola, Luz del Amo, José Donoso, Augusto Monterroso, Bárbara Jacobs, Jorge Herralde, Lali Gubern, Félix de Azúa, Juan Villoro o Enrique Vila-Matas. Pero hay dos que ocupan un espacio privilegiado: Luis Prieto y, muy especialmente, Carlos Monsiváis, el protagonista de "Con Monsiváis, el joven" y personaje de numerosos textos. Con él comparte la pasión por los libros, la pasión por la lectura y "un mismo sentido de justicia, de asco, de decencia". Monsiváis decide iniciar una lucha contra la solemnidad, lucha que no abandonará nunca. El y, en una dirección muy distinta, Augusto Monterroso, se convertirán en los antisolemnes por excelencia. Pitol se une encantado a esta empresa: hay que comenzar a reírse de todo y sobre todo de los políticos, "ridiculizarlos, hacerlos sentir desamparados, sólo así se podría cambiar algo", "es necesario que todo el mundo aprenda a reírse de esos monigotes ridículos y siniestros que dirigen a la nación como si por su boca se expresara la historia". Por eso podemos deducir que el origen remoto de la trilogía que se inicia con El desfile del amor, estimulada por las lecturas de Gogol y de Bajtín, de Gombrowicz o del excéntrico Gabriel Vargas no se remonta simplemente a la contemplación del primer tríptico de Beckmann, como nos dice Pitol en "El narrador", sino también o sobre todo a una amistad "que en esos días se volvía casi hermandad". El desfile del amor lo introduce en una zona que hasta entonces sólo había rozado: la parodia. "A medida que el lenguaje oficial escuchado y emitido todos los días se volvía más y más rarificado, el de mi novela, por compensación, se animaba más, se hacía zumbón y canallesco [...] Todo aquello que tuviese aspiraciones a la solemnidad, a la sacralización, a la autocomplacencia se desbarrancaba de repente en la mofa, la vulgaridad y el escarnio".

Ya he dicho que Pitol se identifica con muchos de sus escritores más admirados. Lo que celebra de un escritor lo encontramos en su propia obra: la percepción crítica se convierte en percepción autocrítica, como si un texto fuese al mismo tiempo un espejo. Es el diálogo que se establece entre los verdaderos artistas. Para la Olga Mijailovna de La fiesta onomástica de Chéjov, "la imposibilidad de hablar, de comunicarse, se va posesionando de ella, hasta que su interior no puede resistir la carga y se desborda en un estallido que roza la locura. Triunfan el rencor, el despecho y la cólera. El final es trágico". Andrzejewski "sólo apreciaba los verdaderos retos y la busca de la gran forma", del mismo modo que "Tabucchi asume riesgos que pocos autores están dispuestos a correr". Y no es poco homenaje al amigo que esta identificación lo lleve a escribir una de las mejores páginas que se han escrito sobre Monsiváis, en uno de los más resplandecientes espejos en los que se ha contemplado Pitol: Monsiváis ha escrito, nos dice, "libros iluminadores, eso se sabe; son un testimonio del caos, de sus rituales, su limo, sus grandezas, abyecciones, horrores, excesos y formas de liberación. Son también la crónica de un mundo rocambolesco y lúdico, delirante y macabro. Son nuestro Esperanto. Cultura y sociedad son uno de los grandes dominios. La inteligencia, el humor y la cólera han sido sus mejores consejeros". Sobra todo comentario.

Otro aspecto estrechamente relacionado con la figura humana y literaria del escritor son los viajes. "El viaje era la experiencia del mundo visible, la lectura, en cambio, me permitía realizar un viaje interior." De todos modos, es bien sabido que la mejor literatura, la que supera la mera crónica o el intimismo narcisista, está hecha de esta relación entre lo interior y lo exterior, del exterior que se oculta y del interior que se insinúa. Al fin y al cabo, fue la literatura la que despertó su vocación viajera: "las lecturas de Julio Verne habían alimentado en mí cierta desesperación de recorrer el mundo y perderme en él", nos dice en "El narrador"; para añadir más tarde, en el mismo texto, que "el impulso de viajar, después de mis primeras salidas, en vez de atenuarse se volvió obsesivo". Apenas llegar a Roma, "por primera vez me sentí sano e inmensamente libre" y, para lo que nos importa, el resultado de esa estancia fue su vuelta a la escritura: "una noche, en un café de medio pelo, comencé a esbozar un relato que, para bien o para mal, continúo todavía escribiendo. Aquel viaje que debía durar unos cuantos meses se prolongó por veintiocho años, los mismos que tenía yo al llegar a Europa". En "Viajar y escribir" traza la historia de este largo itinerario, que se inicia a mediados de junio de 1961, cuando sale de Veracruz en un barco alemán, un viaje que es también una huida: "me enfermaba la retórica hueca del discurso oficial, así como el conformismo de grandes sectores de la población ante la estrechez de nuestra vida democrática y el atraso del país". Y no es por azar, sino por fidelidad a las exigencias biográficas y narrativas, por lo que el libro termina con otro viaje, esta vez a Chiapas. Lo que en 1961 fue huida de México se transforma, en 1994, en el viaje al encuentro de un nuevo México, donde la realidad exterior es asimismo una "peregrinación que de alguna manera me proponía dirigir hacia el fondo de mí mismo".

El viaje, para Pitol, no tiene el sentido de exploración, aventura o recorrido que ha tenido tradicionalmente, desde la Odisea hasta los grandes viajeros ingleses ni, naturalmente, el sentido bastardo que ha adquirido en nuestra civilización, que ha convertido al mundo en una tienda de souvenirs y de tarjetas postales. Las suyas no son ciudades visitadas (puesto que se habla de ciudades y raramente de países) sino vividas. El escritor más cercano a este tipo de exploración es, naturalmente, Tabucchi, con las islas Azores de Dama de Porto Pim, la India de Nocturno hindú, la Génova curiosamente nunca nombrada de Línea del horizonte, el Portugal de Réquiem, la Lisboa de Sostiene Pereira o el Oporto de La cabeza perdida de Damasceno Monteiro. Son, en ambos escritores, espacios de espléndida belleza, de dolor y de tragedia, intensamente humanos y, asimismo, experiencias interiores. En el caso de Pitol, las ciudades de sus cuentos y novelas reaparecen en El arte de la fuga. En México, los lugares de su infancia o de su formación: Xalapa, "una capital de provincia rodeada por paisajes de excepción", Córdoba, Veracruz o la ciudad de México. Ya fuera de México, Viena, Budapest, los años en Praga que "coincidieron con una intensidad de energía interior", Varsovia, Moscú, Pekín o Estambul. Muy especialmente, Venecia, tan bellamente recreada en "Todo está en todas las cosas", y Barcelona, tan dramáticamente recreada en "Diario de Escudillers", ciudad que al principio encuentra "excesivamente ruidosa, ensordecedora, delirante en su hiperactividad", y en la que el tiempo se le deshace en las manos, "un desperdicio que me recuerda mis peores épocas, las más dilapidadas que he vivido, y las supera", para convertirse en una ciudad que no cambiaría por ninguna del mundo: "en vez de las tres semanas que preveía pasar en Barcelona, me quedé tres años. El recuerdo de aquellos tiempos, de algunos espléndidos amigos, de constantes sorpresas me emociona aún hoy. Mi estancia en esa ciudad, a pesar de los tropiezos iniciales y de uno que otro de esos aparatosos sobresaltos que en su momento parecen aproximaciones del Juicio Final para acabar desvaneciéndose en el aire, constituyó un día ejercicio de libertad".

Sergio Pitol no es un escritor autobiográfico, empeñado en revelarnos los vericuetos de su vida y de su alma. Es, sin embargo, como ya he señalado, un escritor en el que su biografía se proyecta poderosamente en su obra: su infancia, sus viajes, sus lecturas, su sensibilidad, su hedonismo y su rabia, la fidelidad a los amigos y el desprecio por los corrompidos enemigos de la dignidad humana. Su inteligencia está iluminada por una lúcida armonía y en el interior de esta armonía se agitan las infinitas contradicciones y los infinitos, inestables estados de ánimo. También la relación entre vida y escritura conoce parecidos vaivenes, como es fácil advertirlo a través de las páginas luminosas y atormentadas, esperanzadas y apocalípticas de El arte de la fuga y muy especialmente en el texto de significativo título "La lucha con el Ángel": "el esfuerzo por conciliar la experiencia de la vida con el ejercicio de la escritura me hizo sentir durante muchos años oprimido, desvertebrado, empequeñecido. Ahora, cuando el Mundo se me ha adelgazado hasta casi desvanecerse, esa aparente contienda me resulta de una trivialidad desconcertante. De cualquier manera, ha marcado mi vida. Ha sido una fuente de agonías, pero, también, secretamente, el estímulo creador más extraordinario". Pero es, posiblemente, en el tantas veces citado "Todo está en todas las cosas" donde encontramos resumida la aventura de una vida y de una obra y la aventura de esta obra excepcional que es El arte de la fuga:

Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios.

 

Juan Antonio Masoliver, "Sergio Pitol", Fractal n°10, julio-septirmbre, 1998, año 3, volumen III, pp. 63-74.