Número 93

Fantasmagoría y crítica en Walter Benjamin

Jorge Armando Reyes Escobar

Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional Autónoma de México

«Seré crítico, padre», más que la aseveración de una elección vocacional, condensa el destino de una obra que expresa una oposición fundamental e indeclinable al poder del mito que, como el padre de Franz Kafka, opera a la manera de «un padre absoluto, inalcanzable en su lejanía, ineludible en su presencia».1 La alusión a esta imagen del padre tendría que servir para recordar que, a juicio de Walter Benjamin, el mito no es una visión distorsionada, fruto de la ignorancia, y que, por lo tanto, pudiera removerse por medio de la adquisición de conocimientos, sino que se trata de una forma arcaica de percepción que encuentra por doquier fuerzas naturales primigenias, omnipotentes, ante las cuales la única reacción posible es el sometimiento, el cual se manifiesta en comportamientos compulsivos y repetitivos cuya transgresión tiene que expiarse mediante el sacrificio con el fin de reparar el orden natural.

Este modo de caracterizar el mito le permite a Benjamin ofrecer una interpretación de la modernidad que se distancia de las posiciones de inspiración tanto hegeliana como weberiana en un punto decisivo. Estas últimas, a pesar de sus innegables diferencias, comprenden la modernidad como un escenario que demanda un continuo esclarecimiento debido a que el sentido y significado de los acontecimientos que aparecen en aquél no están dados, lo cual requiere, a su vez, un espectador que dé cuenta de la racionalidad del proceso de constitución de la inteligibilidad. Podría sugerirse que esta comprensión de la modernidad consiste básicamente en una forma de concebir lo real a partir del orden, un orden producido por la mirada, que, a la manera de las pinturas de Pieter Saenredam, ofrece una «perspectiva con voluntad de superficie, un plano que lo explica todo y que repercute en la profundidad, no a la inversa».2 En este modelo (en este «régimen escópico», si se quiere) ser moderno quiere decir juzgar todo ser y acaecer en función del lugar que ocupa en el proceso o el procedimiento —su superficie— en lugar de tomarlo únicamente a partir de su apariencia inmediata.

En contraste, el uso que hace Benjamin de la noción de mito presenta la modernidad como una situación que se distingue por la imposibilidad de adoptar una perspectiva. Esto no se debe a una desconfianza en el poder de la reflexión para distanciarse de lo inmediato y poner en tela de juicio sus pretensiones de verdad y validez; al contrario, lo supone. La reflexión hace posible que los seres humanos puedan distanciarse de la naturaleza por medio de prácticas, artefactos y técnicas que, en un primer momento, afirman la libertad y la razón humanas frente a las determinaciones fijas de la naturaleza, pero, en un segundo momento, al desvincularse de todo suelo ontológico, adquieren una apariencia de autonomía y autoridad frente a la cual la adaptación se presenta como la única respuesta viable. El espacio de la ciudad expresa la extrañeza con la cual se vive el encuentro con las propias creaciones:

Las grandes ciudades, cuyo poder incomparablemente apaciguador y estimulante encierra al creador en un recinto de paz, y, junto con la visión del horizonte, también logra quitarle la conciencia de las fuerzas elementales siempre en vela, aparecen penetradas e invadidas por el campo en todas partes […]. La inseguridad, incluso de las zonas animadas, sume por completo al habitante de la ciudad en esa situación opaca y absolutamente aterradora en la que, bajo las inclemencias de la llanura desierta, se ve obligado a enfrentarse a los abortos de la arquitectura urbana.3

Afirmaciones de este tipo pueden invitar a pensar que la postura de Benjamin retoma y prolonga el tema hegeliano y marxista de la alienación (Entfremdung), una suposición que no es del todo incorrecta, siempre y cuando se observe que la lente del mito no enfoca este extrañamiento como una discrepancia ontológica entre aparecer y ser, sino a partir de la relación paradójica entre movimiento y reposo, la cual se hace visible sólo desde la descripción de la experiencia vivida. En la situación mítica, la percepción se siente inmersa en un incesante movimiento de irrupción de novedades (nuevas teorías, nuevos lenguajes, nuevas identidades; en fin, nuevas mercancías), pero su relación con éstas se reduce a comportamientos compulsivos y circulares que no tienen otra finalidad más que la reproducción de la vida en su sentido más orgánico. Así, el capitalismo, por más que se reclame legítimo heredero de los ideales de la Ilustración y la Revolución francesa, es radicalmente mítico: «El capitalismo fue una manifestación de la naturaleza con la que le sobrevino un nuevo sueño onírico a Europa y, con él, una reactivación de las energías míticas».4 Este carácter mítico del capitalismo consiste en ser una forma de relación social que se mantiene estructuralmente a través del vértigo que produce, entendiendo por éste «una perturbación de la percepción del espacio combinada con una ilusión de movimiento».5 La perturbación proviene de la impresión de que no es posible situarse como espectador, que no hay una perspectiva adecuada para la comprensión global de los procesos en los cuales se está inmerso, debido al caótico bombardeo de lo nuevo que se toma como una «aceleración [en la que] ya no hay el aquí y el allá, sólo la confusión mental de lo cercano y lo lejano, el presente y el futuro, lo real y lo irreal»,6 pero en la que no cabe la posibilidad de que emerja algo distinto.

Esta comprensión del mito a partir del efecto de vértigo que produce ilumina el camino que ha de tomar la crítica. Su tarea fundamental no está en señalar los obstáculos para realizar y coordinar los intereses tanto individuales como colectivos, sino en interrumpir el monótono frenesí de su repetición que los hace aparecer como la única forma de vida concebible. Sin embargo, esta otra vida cuya posibilidad abre la crítica no significa volver a la corporalidad, a las emociones, a los vínculos comunitarios, consiste, más bien, en pensarse a partir de la historia; es decir, en reconocer que el problema de la modernidad es no haber cumplido su promesa de vincular razón y libertad, una relación íntima que sólo es posible dentro de la historia. La historia es la destrucción del mito:

…la cuestión no es ampliar lo que es el dominio de la vida […] ni tampoco definir la vida haciéndolo a partir de los momentos […] de lo animal […]. Al concepto de vida sólo se le puede hacer justicia reconociendo vida a todo aquello de lo que hay historia, y una que no es sólo su escenario. Pues, al fin y al cabo, el perímetro de la vida hay que trazarlo a partir de la historia, no a partir de la naturaleza.7

El recurso a la historia llama la atención si se tienen en cuenta las constantes objeciones que dirige Benjamin al historicismo de Keller y Von Ranke, reparos que podrían resumirse en tres puntos:8 en primer lugar, la clausura histórica que efectúa este movimiento al pretender que el propósito de una historia universal es viable debido a que el pasado es un objeto de observación estático e inerte que sólo espera la intervención de los historiadores para ser organizado en una trama inteligible. En segundo lugar, Benjamin critica la suposición de que el conocimiento histórico se obtiene por medio de un acto de «empatía» (Einfühlung), el cual consiste en situarse retrospectivamente en la perspectiva de los participantes en acontecimientos del pasado. Por último, se encuentra la que probablemente sea la impugnación más familiar al historicismo: el mito del progreso, el cual, con base en la concepción estática del pasado mencionada en el primer punto, afirma que la conexión entre éste y el presente tiene que entenderse como un continuum ininterrumpido en el cual la forma del presente es el resultado en el que desembocan de manera inequívoca los acontecimientos pasados. Como sugiere Ranke al respecto: «no puede negarse que a través de toda la historia actúa una especie de poder histórico ejercido por el espíritu humano; es un movimiento que arranca ya de los tiempos primitivos y que puede seguirse a lo largo de la historia con ciertas características de continuidad».9

De manera inicial, parecen claros los motivos de las objeciones de Benjamin al historicismo. En la medida en que la historia se concibe como un discurso cuya objetividad consiste en tomar a los hechos tal y como verdaderamente fueron con el fin de discernir sus relaciones de causa y efecto, el presente se muestra como una situación legítima por completo, pues, aun sus formas de violencia y de dominación, pueden justificarse como el último eslabón de un proceso cuya continuidad puede documentarse mediante fuentes. De tal forma, el presente no sólo exhibe una estructura racional que no podría haber ocurrido de otra manera, sino que ni siquiera podría ser interpelado debido a que la persecución y exterminio de los disidentes, de los vencidos, suele ir acompañada de la desaparición de la marca de historicidad por excelencia para esta concepción objetiva del discurso histórico: el texto. Así pues, los vencedores, al borrar toda huella que pudiera contar como fuente, más que privarlos de un bien, les quitan la posibilidad misma de tener historia.

Esta explicación de la importancia de la crítica benjaminiana a cierta forma de hacer historia, aunque plausible, tiene un problema: concibe la historia como un instrumento al servicio de una voluntad violenta y dominadora, con lo cual pierde de vista dos puntos esenciales. Por un lado, que la violencia y la dominación, en especial en el capitalismo tardío, tienen una base que rebasa el ámbito de las buenas o malas voluntades de poder; así que al llamar la atención a la historia la crítica, más que identificar una de las herramientas de la clase dominante, pretende identificar la estructura mítica que se expresa en las relaciones de poder. En breve, el mito no es un haz de proposiciones creídas a ciegas, sino cierta forma de articular el tiempo histórico, es decir, la relación pasado-presente, que anula la posibilidad misma del futuro a través de la saturación de lo nuevo. Por otro lado, al considerar la historia como un instrumento cuyos efectos morales dependen de la voluntad de inclusión de quien la practica, se desvanece el porqué de la insistencia de Benjamin en la necesidad de trazar la vida a partir de la historia como la única forma plausible de extirpar el mito. Si es válida la hipótesis conforme a la cual este último opera en lo fundamental como una forma de articular el tiempo histórico, entonces sólo puede desmontarlo una forma radicalmente distinta de plantear la relación pasado-presente que abra la posibilidad del futuro. Como sugiere la tesis VIII: «la tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en que vivimos es sin duda la regla. Así, debemos llegar a una concepción de la historia que le corresponda enteramente».10

¿Cómo podría ser esta concepción de la historia? Aquí es donde entra el concepto de fantasmagoría. La primera referencia, pero no la única, para entender el uso benjaminiano de este término remite a Marx:

Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquéllos […] los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres.11

Benjamin recurre al concepto de fantasmagoría para describir la condición general de la modernidad:

…a consecuencia de esta representación cosista de la civilización, las formas de vida nuevas y las nuevas creaciones de base económica y técnica que le debemos al siglo pasado entran en el universo de una fantasmagoría. Esas creaciones sufren esta «iluminación» no sólo de manera teórica, mediante una transposición ideológica, sino en la inmediatez de la presencia sensible. Se manifiestan como fantasmagorías.12

El tratamiento de esta noción ha sido considerado con frecuencia el punto de encuentro de la teoría marxista de la ideología, el psicoanálisis, la crítica literaria y los estudios urbanos en la obra de Benjamin. Si bien este último habría admitido la crítica de Marx al fetichismo de la mercancía, se habría distanciado de su explicación mecánica, conforme a la cual la imagen de la que el valor es el resultado de una relación entre cosas, y que ésta es el resultado de una inversión ilusoria en la que se toma a la apariencia como si fuera la realidad, y, en cambio, valiéndose de la noción freudiana de inconsciente, habría planteado que «el sueño colectivo ponía de manifiesto la ideología de la clase dominante»13 en imágenes que, lejos de meramente distorsionar la visión de lo real, crean una realidad propia, en la cual deseos, necesidades y aspiraciones se concatenan en un orden de perfecta coherencia. Esa apariencia de realidad sería la fantasmagoría, la cual se manifiesta en el espacio de la metrópoli contemporánea, la cual anhela presentarse como un espacio racional, aséptico, cuya planeación responde a las exigencias de comodidad y eficiencia de la vida moderna, pero que en realidad es la condensación de todos los sedimentos míticos de la sociedad que la produjo. En tal medida, la metrópoli, más que ser el espacio en el que se proyecta el movimiento fantasmagórico de las mercancías en los pasajes comerciales, es la fantasmagoría misma: «El término que utiliza Benjamin para referirse al carácter expresivo del entorno urbano, cuyos orígenes sitúa en el París del Segundo Imperio, es la fantasmagoría».14 La tarea de la crítica será hacer un corte transversal a esta apariencia de objetividad con el fin de exhibir las fuerzas irracionales que la animan. Tal exposición, sin embargo, no puede llevarse a cabo por los medios argumentativos del discurso conceptual porque ella misma no se presenta en proposiciones enlazadas en argumentos, sino en imágenes que, como los camellones y avenidas de la gran ciudad evocan opulencia y espíritu emprendedor (o como el confort e intimidad que sugieren los interiores que exhiben bajo una luz tenue los escaparates de las mueblerías). Suponer que la crítica pueda realizarse desde una perspectiva externa que hace una criba de nuestra experiencia para separar su contenido inmediato de las razones de su manifestación sería olvidar que ya estamos inmersos, incluso en nuestras actitudes más reflexivas, en el vértigo de las apariencias. Como apunta Rolf Tiedemann:

Si la fantasmagoría supone un espejismo, es también al mismo tiempo […] la representación artística del engaño; la fantasmagoría es parte integrante de la sociedad que hechiza al hombre, y conjuntamente con esto contiene la verdad sobre tal apariencia, cuyo develamiento es tarea de la crítica del arte.15

Si la crítica se efectúa como crítica del arte es porque ésta, como ocurre en las descripciones que hace Baudelaire de París, deja que en la sucesión de los fenómenos descritos emerja la inadvertida ley de su orden; esto es, que a partir de las propias imágenes mediante las cuales el mundo burgués representa la comprensión que tiene de sí mismo se haga visible que esta última es una proyección deformada de procesos reales. En suma, la fantasmagoría mostraría, por un lado, la imposibilidad de concebir la distancia requerida por la crítica en términos de un corte reflexivo ejecutado por la conciencia; y, por otro lado, la necesidad de la crítica de sobrevivir adaptándose a la forma expresiva de la fantasmagoría. Como propone Margaret Cohen: «como no puede acceder de manera directa a lo real soleado, el pensamiento crítico compensa el encierro en la caverna de la ideología mediante la producción de espectáculos tecnológicos propios».16 Es decir, el ocaso de la reflexión no equivale a la muerte de la crítica, sino que convoca a la apropiación de la forma del movimiento propio de la fantasmagoría —la inversión no dialéctica de un concepto en su opuesto: el interior en exterior, el reposo en movimiento, la distancia en cercanía, la pobreza en saturación— para reconfigurar el presente rompiendo su imagen de conclusión e inmovilidad.

Hasta este punto parece que la historia sólo entra en relación con la fantasmagoría de manera indirecta, como si se tratara de la superficie dentro de la cual aparecen fantasmagorías y en la cual pueden hacerse valer contra éstas sus propios recursos mediante una reconfiguración que haga estallar el supuesto historicista de un continuum de hechos que desembocan en el presente. Sin embargo, si se procediera de ese modo, se pasarían por alto una consideración fundamental: que mientras se suponga que una concepción distinta de la historia consiste en reconfigurar los hechos de forma no necesariamente lineal para darle cabida a momentos olvidados o proscritos con el propósito de abrir la posibilidad de abrir nuevos sentidos de nuestra relación con el pasado es un movimiento que permanece aún en el juego de la evidencia propio del historicismo porque concibe la relación con el pasado como un encuentro con un sentido ya formado, que se sabe que afecta al presente, pero que todavía falta desentrañar; y cuando se logre clarificar este sentido, entonces cambiarán las posibilidades de acción en el presente. En contraste, la idea de Benjamin no es ofrecer configuraciones diferentes dentro de la historia, sino despertar de la ilusión de que no puede haber historia mientras no haya una actividad que dote de vida y sentido a hechos inanimados (sea mediante la teleología proyectada desde un principio subjetivo, por medio de un proceso negativo en el que el espíritu se reconoce en lo que inicialmente le resultaba extraño o a través del establecimiento de relaciones causales entre hechos). Despertar de esa ilusión es realizar un nuevo giro copernicano que Benjamin describe del siguiente modo:

El giro copernicano en la visión histórica es éste: se tomó por punto fijo «lo que ha sido», se vio el presente esforzándose tentativamente por dirigir el conocimiento hasta ese punto estable. Pero ahora debe invertirse esa relación, lo que ha sido debe llegar a ser vuelco dialéctico, irrupción de la conciencia despierta. La política obtiene el primado sobre la historia.17

Si la descripción de los términos involucrados en este giro copernicano es correcta, entonces puede plantearse la hipótesis de que la historia moderna es una fantasmagoría; mejor dicho, que tiene la forma expresiva de la fantasmagoría. Este último matiz tiene como objetivo subrayar que la conjetura que se hace no afirma que aquélla sea una sucesión de engaños y distorsiones. En cambio, a lo que la presunción apunta es que, en la modernidad, tanto la escritura de la historia como la reflexión acerca de ésta, ha consistido en un vértigo, en producir la ilusión de movimiento de lo inerte a partir de la introducción de una intención, la cual no tiene por qué apuntar forzosamente a un «fin de la historia» o a una historia universal; sólo basta con hacer encajar el ámbito de lo posible dentro de la esfera de lo necesario. Esto quiere decir que en la construcción del relato histórico es legítimo atribuir intenciones a los agentes (sean Estados, individuos, organizaciones políticas, etc.) mientras estas atribuciones sean posibilidades que efectivamente hayan estado a su disposición en el terreno de la realidad efectiva. Cuando la posibilidad queda circunscrita al ámbito de la necesidad acontece un segundo movimiento: lo particular se entiende como un caso, una instancia de un concepto universal. Si se entiende el concepto universal, se entienden las posibilidades de acción que necesariamente están a disposición de los particulares. Con tal movimiento, sin embargo, se llega a la difícil situación en la cual la conciencia de las condiciones objetivas de sujeción y dominio parece hacer superflua o imposible la acción política debido a que no puede concebir posibilidades que estén fuera del ámbito de la realidad efectiva.

Por ese motivo, la primacía de la política sobre la historia, por la cual pugna el giro copernicano que propone Benjamin, tiene que desmontar la estructura fantasmagórica de la historia «revelando una verdad interpretativa que es la muerte de la intención».18 ¿Pero acaso es posible escribir historia sin intenciones? Este ensayo apuesta a dar una respuesta afirmativa a esta pregunta. La filosofía de Walter Benjamin es un rechazo a los intentos de dar cuenta de la inteligibilidad que toman la experiencia humana como hilo conductor y que se expresan en la noción de conciencia, en particular la conciencia histórica. Por ésta se entiende un movimiento, un proceso, cuyo ritmo sólo se hace discernible cuando puede constatarse una distancia, una diferencia, entre lo que yace patente frente a nuestros ojos y el recuerdo de lo que, ausente, pertenece al pasado; caer en la cuenta de tal diferencia, y de que ésta constituye aquello que nosotros somos, es la conciencia histórica. Su nombre, sin embargo, no nos debe llevar a suponer que se trata de una forma adicional de conciencia, la cual tendría como característica su remisión a acontecimientos del pasado, en lugar de referirse a objetos del mundo externo, pues si se adoptara tal suposición, el asunto de la conciencia histórica sería demasiado estrecho como para decirnos algo sobre cómo se ordenan y estratifican los antagonismos de las reglas. Más bien, la conciencia histórica consiste en caer en la cuenta de que la posición básica desde la cual juzgamos el mundo y a nosotros mismos es una perspectiva contingente pero que, al mismo tiempo, en la medida en que establece el límite dentro del cual se forman nuestros conceptos y vocabularios, su condicionamiento opera de manera necesaria. Gadamer describe esta paradoja constitutiva de la conciencia histórica, en la que la contingencia de su manifestación (es decir, la situación cronológica, geopolítica, a la que pertenezco, podría haber sido completamente distinta) opera como la condición necesaria desde la cual se inquiere por todo aquello que aparece:

Entendemos por conciencia histórica el privilegio del hombre moderno de tener plenamente conciencia de la historicidad de todo presente y de la relatividad de todas las opiniones […] La conciencia histórica no oye más bellamente la voz que le viene del pasado, sino que, reflexionando sobre ella, la reemplaza en el contexto donde ha enraizado, para ver en ella el significado y el valor relativo que le conviene.19

La conciencia histórica es una conciencia extraña porque, en sentido estricto, carece de objeto, no capta nada fijo ni permanente dentro de la experiencia y sería incapaz de hallar una justificación universalmente válida de la perspectiva con base en la cual cada uno de nosotros se orienta en el mundo debido a que sabe que ésta es diferente respecto de otras perspectivas, aunque no mejor ni peor. Sin embargo, precisamente en esta última característica, la diferencia, en la que la conciencia empírica no vería más que la entrega al relativismo y al escepticismo, la conciencia histórica pone de manifiesto que la perspectiva, la pertenencia a un horizonte histórico particular es el punto en el que se anudan de manera concreta y efectiva las reglas a las que se refiere la idea normativa de razón. Es decir, el conflicto que surge entre éstas es resultado de una posición que, al mismo tiempo en que es consciente de que el campo de nuestra experiencia está constituido por reglas, se asume como un espacio absoluto y capaz de contener todas las normas posibles; por eso se preocupa del antagonismo, porque supone que todas las reglas concebibles concurren simultáneamente en el mismo espacio. En contraste, la conciencia histórica desempeña el papel de una ilustración mediante la cual se expone que la presentación y coordinación de reglas nunca es inmediata y exhaustiva, sino que siempre tiene lugar de modo mediato y particular porque depende de cómo nos movamos en relación con diferentes perspectivas.

Éste es precisamente el punto en que la posición de Benjamin va a contracorriente de las nociones contemporáneas de racionalidad. A su juicio, ésta no consiste en fundamentar una noción de racionalidad mediante la cual sea posible justificar argumentativamente nuestras convicciones, teóricas y prácticas, frente a objeciones escépticas; tampoco se trata de subrayar la huella de nuestra finitud remitiendo el conjunto de nuestros actos individuales al horizonte de condiciones previas a toda intencionalidad y racionalidad. En contraste, la filosofía es para Benjamin ante todo una interrupción, el acto mediante el cual se rasga la continuidad de las narraciones a través de las cuales entendemos las razones constituyentes de nuestro presente como el resultado determinado por las tendencias abiertas en el pasado y, al mismo tiempo, nos comprendemos a nosotros mismos como pertenecientes a los consensos, prácticas e instituciones formadas por el desenvolvimiento de tales razones.

Este gesto de interrupción aparece por doquier en la obra de Benjamin. Lo emplea para describir la manera distintiva en que la fotografía presenta su objeto, como señala en su ensayo «El surrealismo» (1929): «La fotografía hace de las calles, de las puertas y plazas de la ciudad, ilustraciones de una novela por entregas, despoja a esta arquitectura centenaria de lo que es sólo su evidencia banal para dirigirla con intensidad al acontecimiento ahí representado».20 La figura de la interrupción aparece de nueva cuenta al considerar, en «La tarea del traductor» (1923), que lo propio de la traducción no es preservar en su máxima pureza posible el sentido «genuino» del original en el medio cultural en el que surgió intercambiando cuidadosamente las palabras del nuevo lenguaje al que será traducido, sino introducir una fractura respecto a su entorno primario por la cual simultáneamente se le distancia del horizonte vital de su recepción pública y se le presenta en una configuración nueva en la que sólo sobrevive el modo específico de referirse a algo; casi podría decirse, su intencionalidad:

Mientras de hecho en el original lo que es el contenido y el lenguaje forman una unidad equivalente a la del fruto y la cáscara, el lenguaje de la traducción va rodeando a su contenido a la manera de los amplios pliegues del manto de un rey. Pues el lenguaje de la traducción alude a un lenguaje superior y es en consecuencia inadecuado, y violento y ajeno a lo que es su propio contenido. Esta fractura impide en consecuencia la mera transferencia, mientras al mismo tiempo, la vuelve superflua.21

Por último, esta interrupción —que, como lo sugiere la parte final de la última cita, no se trata de una mera acotación, ni es el paso de una etapa a otra en un desarrollo orgánico, sino un movimiento «inadecuado y violento y ajeno a lo que es su propio contenido»— es también la imagen que expresa la condición necesaria de todo intento de presentar el devenir histórico, como lo expone en este fragmento de «Parque Central» (1939):

El curso de la historia, tal como se presenta bajo el concepto de catástrofe, en realidad no puede ocupar al pensamiento más que el caleidoscopio en la mano del niño que, con cada giro, derrumba todo lo ordenado haciendo un nuevo orden. La imagen tiene su buena razón fundada. Los conceptos de los dominantes han sido siempre el espejo gracias al que surgió la imagen de un «orden». Hay que romper el caleidoscopio.22

Sin embargo, tal interrupción no irrumpe a partir de un conocimiento privilegiado en posesión del filósofo y con base en el cual se exhibiera el carácter erróneo e ilusorio de toda opinión que hasta entonces hubiera presumido la apariencia de razón justificada. Si por conocimiento se entiende la capacidad de tomar conciencia reflexiva de las condiciones mediante las cuales se justifica la pretensión de verdad de ciertas proposiciones, entonces el asunto del filósofo benjaminiano no es el conocimiento. Más bien, la convicción básica de su noción de crítica es que es posible y necesario concebir la realización de la idea de razón sin tomar como hilo conductor el desarrollo de sus determinaciones a través de los procesos adaptativos de nuestra especie, los cuales se caracterizan por el sacrificio, el conflicto y el antagonismo de los individuos. En contraste, la realización de la unidad que anima y hace posible a nuestra experiencia toma como punto de partida el registro y montaje de fragmentos (los cuales pueden ser de naturaleza vivencial, visual, lingüística, arquitectónica, etc.) cuya pretensión trastoca simultáneamente la unidad de sentido imperante —dentro de la cual éstos ocupan un lugar menor o marginal— y hacen legible una afinidad estructural que no sólo cohesiona estos fragmentos, sino todo el campo de experiencia.

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Notas

1 Hans Blumenberg, Literatura, estética y nihilismo, p. 38.

2 Ramón Andrés, El luthier de Delft, p. 15.

3 Walter Benjamin, Dirección única, p. 34.

4 W. Benjamin, Libro de los pasajes, p. 396. Como ha sugerido Graeme Gilloch: «La línea de producción industrial es la manifestación moderna de la repetición», Graeme Gilloch, Myth and Metropolis, p. 11.

5 Danielle Quinodoz, Emotional Vertigo, p. 2

6 Paul Virilio, El arte del motor, p. 45.

7 W. Benjamin, «La tarea del traductor», p. 11.

8 En este punto me apoyo en la presentación del tema que realiza G. Gilloch, op. cit., p. 107.

9 Leopold von Ranke, Pueblos y Estados en la historia moderna, p. 38.

10 W. Benjamin, «Sobre el concepto de historia», p. 309.

11 Karl Marx, El capital, t. I, vol. 1, p. 89.

12 W. Benjamin, Libro de los pasajes, p. 50.

13 Susan Buck-Morss, Walter Benjamin, p. 101.

14 Christina Britzolakis, «Phantasmagoria: Walter Benjamin and the Poetics of Urban Modernism», p. 77.

15 Rudolf Tiedemann, «Introducción. Baudelaire: un testigo en contra de la clase burguesa», p. 28.

16 Margaret Cohen, «La fantasmagoría de Walter Benjamin», p. 230.

17 W. Benjamin, op. cit., p. 394.

18 Christine Buci-Glucksmann, La raison baroque de Baudelaire a Benjamin, p. 25.

19 Hans-Georg Gadamer, El problema de la conciencia histórica, pp. 41 y 43.

20 W. Benjamin, «El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea», p. 307.

21 W. Benjamin, «La tarea del traductor», p. 14.

22 W. Benjamin, «Parque Central», p. 266.

Sobre el autor
Doctor en filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha realizado estancias posdoctorales en La Trobe University (Melbourne, Australia) y en el Seminario de Hermenéutica del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Es profesor titular B de tiempo completo adscrito al Colegio de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es autor de los libros El lenguaje de la alteridad Ensayos sobre la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 1.
Correo electrónico: reyesacademico@gmail.com


Resumen
Este ensayo distingue en la obra de Walter Benjamin el imperativo (kantiano-kafkiano-paterno-superyóico) del «deber ser» crítico como impronta y destino. Sobre esta base, lee en esta obra una oposición radical al mito y a sus poderes absolutos, inalcanzables e ineludibles como parte o tarea de la realización teórica e histórica de la modernidad. Así, el Libro de los pasajes y ensayos de Benjamin como «El surrealismo» y «La tarea del traductor» aparecen como una confrontación permanente con una forma arcaica de percepción, para la que el sometimiento compulsivo y repetitivo del pensamiento y la conducta es la reacción necesaria de la experiencia humana del mundo, de lo otro y de los otros. Esto se propone a través de una formulación en la que la percepción generada por el capitalismo como mito irrebasable (re)produce las condiciones reales a partir de las cuales se generan la transgresión y la precipitación del pensamiento en ésta como condena patológica e irremediable del sujeto moderno, así como los medios eficaces para evitarlas y perder la experiencia de pensar (en) el mundo como costos que el sujeto debe pagar para evitar el riesgo de hacerlo en clave crítica.