Número 92

Construir, habitar, usar

La arquitectura como texto

Eric Martínez Tomasini-Bassols

Fundación para las Letras Mexicanas
Área de Ensayo

En 1958, Hannah Arendt relató en uno de los capítulos introductorios de La condición humana una particular observación: la curiosa coincidencia de dos procesos simultáneos en la tercera parte del siglo XIX, a saber, el auge de la novela como género literario y la «sorprendente decadencia de todas las artes públicas, en especial la arquitectura».1 La novela se le aparece a esta teórica de la política como un género notablemente social, que refleja tensiones con el espacio simbólico de lo íntimo; la arquitectura, en cambio, como un tipo de arte que, por definición, vincula lo público y lo privado. Para ella, esta oposición se ha ido difuminando en la modernidad, hasta el punto de que hoy es difícil pensar en algo singularmente público o auténticamente privado, cuando ambas experiencias confluyen cotidianamente en el mismo espacio difuso de lo social.

El hecho de que la arquitectura como arte público esté en declive2 desde el siglo XIX no puede entenderse como un hecho aislado, sino que puede explicarse por un despunte paralelo del urbanismo como forma de administración planificada de la vida citadina. En la literatura de la Belle Époque encontramos una descripción de las sociedades de consumo, organizadas en metrópolis cada vez más articuladas por los principios de eficiencia y velocidad, como fenómenos absolutamente nuevos en la Europa de finales del siglo XX: dentro de ellas, la propia literatura se adscribe progresivamente a la industria del entretenimiento y al mercado del libro. Si seguimos la intuición de Arendt hasta sus últimas consecuencias, parece indicar que hay un pasaje conceptual que une los dos universos, el de la arquitectura y el urbanismo (la gestión del espacio, la autoridad) con el de la palabra escrita (la novela y la literatura, pero también la ley).

La crisis de la arquitectura y el tremendo dominio del urbanismo, a los que se ha asistido en los últimos cincuenta años, tiene unos signos particulares y definitorios. Uno de ellos es el hecho, cada vez más irrefutable, de que en nombre del embellecimiento turístico y de la supuesta esteticidad se ocultan proyectos a gran escala de manipulación biopolítica de la ciudad y sus habitantes. Parece que la arquitectura está cada vez más al servicio de los intereses logísticos de los gerentes y managers de las grandes urbes, y cada vez menos preocupada por el uso público de los espacios.3 Al mismo tiempo, podría decirse que la literatura en todo el mundo se ve afectada por el no menos grave dominio de una fuerza productiva: la industria editorial y sus derivados mercantiles.

Si la escritura ya no alberga la palabra sagrada, como señaló Octavio Paz en La nueva analogía,4 si en su destrucción la palabra se ha vuelto hueca —y atraviesa espectralmente las estéticas vacías, esos «desiertos de formas y contenidos que le devuelven continuamente su propia imagen»—,5 sin duda su crisis interna puede iluminar la crisis actual de la arquitectura. ¿Cuáles son los pasajes invisibles que unen la escritura y el oficio arquitectónico? ¿De qué manera la palabra escrita puede interrogar la arquitectura y cuestionar sus fundamentos, sus desviaciones, sus posibilidades?

El objetivo de esta reflexión es doble: cuestionar los problemas fundamentales a los que se enfrentan hoy en día la arquitectura como arte público y la literatura como arte social (para esto, me centraré en dos ejes de análisis: construir y habitar, memoria y origen); y proponer una nueva visión de ambas, no para resolver el problema arquitectónico mundial, ni para postular un manifiesto literario para el siglo XXI, sino para desdibujar otros modos de habitar los mundos físicos y mentales que recorremos cada día, con otros alcances y otras prerrogativas.

I.

No es posible proponer una definición del término arquitectura sin hacer una mínima referencia a otros dos términos: por un lado, la raíz indoeuropea *dem, que dio origen a la palabra griega dómos, «construcción, vivienda», y a la palabra latina domus, «casa»; por el otro, la palabra griega arché, a la vez «mando» y «principio». Empecemos por el primero.

Según Heidegger, en la conferencia de 1951 titulada «Construir, habitar, pensar», las palabras alemanas bauen (construir) y buan (habitar) están unidas por un vínculo ontológico: el hecho de habitar da todo su sentido a construir, al igual que en la lengua un significado da sentido a un significante.6 Habitar un edificio, por tanto, significa también pertenecer a él: la edificación se realiza no sólo en el sentido material, sino también en el sentido interior, se construye una subjetividad desde el momento en que se habita un espacio que a su vez se ha construido.

Y esta relación, que hoy no es del todo evidente, se complica si consideramos que los humanos son seres de costumbres, de hábitos: en el habitus encontramos la costumbre, la moral, las normas de convivencia, que sólo son posibles a través de la persistencia, de la repetición de gestos y acciones, es decir, a través del habitar. Basta con pensar en la casa burguesa del siglo XIX, estudiada con vehemencia por la sociología, para ver cómo la diferenciación de los espacios, la jerarquía de los cuartos —la sala, un espacio social; el comedor, un espacio familiar; la recámara, un espacio privado; el baño, un espacio íntimo e invisible— generó no sólo nuevas casas, sino también nuevas mentalidades.

La escisión entre construir y habitar es el primer signo de la decadencia de la arquitectura de la que habla Arendt: lo que antes debía unir a las personas ahora separa inexorable y dolorosamente.7 ¿De qué manera lo observamos? Podríamos empezar aludiendo al nexo entre lo público y lo privado, que ella describe ampliamente en las páginas de su obra magna como los dos polos en tensión que regían el mundo premoderno. La plaza pública, el ágora, el foro, eran espacios donde los sujetos8 se perdían, es decir, se desprendían momentáneamente de su particularismo, para reencontrarse al término de esta disolución en lo público. La maravilla de lo público, en el sentido antiguo, es que nos permite distanciarnos de nuestra propia historia, situarla en el contexto de la Historia de un pueblo o de la humanidad y, al mismo tiempo, reafirmar o transformar nuestros lazos con la comunidad que está experimentado esas coordenadas de manera conjunta, proceso tras el cual la vida privada recobra su sentido. Al perderse y reencontrarse en los lugares públicos, el ser humano se volvía propiamente humano, se iniciaba en su propia humanidad.9

En la Europa medieval, la catedral era el símbolo por excelencia de ese doble movimiento de separación y unión. La catedral gótica es un intento particularmente recargado de establecer la separación más radical posible entre lo alto del cielo —lo sublime, lo cercano a Dios— y lo bajo de la ciudad, con su mundanidad insoportable, su condición de cuerpo pecaminoso por la caída adámica.10 No cabe duda de que la élite religiosa de la época hizo valer un tipo de poder particular a través de una organización vertical del espacio, en burgos donde las viviendas nunca alcanzaron las dimensiones espeluznantes que cualquier edificio, por insignificante que sea, alcanza hoy. Sin embargo, la configuración espacial de una catedral es precisamente la de una disolución de la identidad en un espacio vacío —el altar— en el que se ritualiza y reinventa la comunión. La separación de lo alto y lo bajo es lo que hace posible su mágica reunión ritual en el espacio vacío de la Eucaristía.

Cuando la arquitectura abandona su vocación pública, empieza inadvertidamente a inaugurar una brecha entre los significados de construir y habitar, concentrándose desde el siglo XIX en la elevación de espacios que no están destinados a ser habitados, sino específicamente atravesados. La estación de tren, el aeropuerto, el metro, el centro comercial son, como diría Marc Augé, no-lugares que empiezan a convertirse en los centros neurálgicos de las ciudades modernas,11 donde el tránsito cuenta más que la formación del hábito, o lo que es lo mismo, el hábito es el tránsito. La velocidad y la aceleración, las dos características de la modernidad que Paul Virilio expuso con más frecuencia en sus ensayos,12 constituyen un modus vivendi destinado a llevarnos cada vez más lejos, cada vez más rápido, pero sin nunca quedarnos ahí, sino siempre moviéndonos ad infinitum.

Podríamos hacer la misma interrogación sobre la escritura, como ejercicio de uso del lenguaje puesto en circulación y que intercambia la condensación poética de sentido por la satisfacción de metas comunicativas e informativas en el sentido más inmediato. Con la popularización de la imprenta, a través del periódico y, más tarde, de la palabra digital —Twitter, WhatsApp, Facebook— que no contempla ningún soporte material y, por tanto, hace palidecer cualquier idea de límites, parece que nuestra experiencia de la escritura es la de una inundación de signos que nos rodean e impactan a todas horas, sin tregua ni descanso. Así describe Roland Barthes su visita a Japón en 1970 en El Imperio de los signos: un naufragio en el océano del significante, sin ningún significado que lo salve.13 La diferencia es que ahora deseamos activamente este ahogo como condición sine qua non de nuestro estar, que se manifiesta en cada apagón digital por la ansiedad que provoca en las sociedades de masas adictas a la telecomunicación.

Si la escritura está ahora profanada hasta el punto de convertirse en instantaneidad, si lo que comunica ya no remite, salvo en casos excepcionales, a una experiencia trascendente de lo inefable —que era su intención primera: comunicar lo incomunicable, la palabra divina—, entonces estamos haciendo un uso colectivo de esta herramienta que, lejos de hacer este mundo más habitable, de devolvernos al mundo, nos lo oculta aún más.14 La revelación del ser, tan apreciada por Heidegger, ha sido vedada en un proceso de simplificación técnica en el que lo escrito no es más que una forma de articular palabras y unirlas para crear un efecto estético de entretenimiento y distracción, renunciando a su potencial de transformación y metamorfosis del alma. La literatura ya no se habita, sino que se atraviesa: de ahí toda la tragedia de la poética moderna, que ha anulado progresivamente la posibilidad de concebir un ars a la altura de lo divino, para dedicarse a replicar la habladuría, das Gerede, la afluencia constante de pensamientos diversos, y su séquito de chácharas y parloteos. La escritura contemporánea y la arquitectura moderna tienen el destino común de alejarse de la experiencia, como si no quisieran hacer el mundo más plenamente habitable, sino sólo más eficazmente transitable.

II.

Además de la problemática del construir y el habitar, hay una segunda, directamente relacionada con la primera: la del uso y la propiedad. Esta discusión, retomada en profundidad por teóricos como Camillo Boano,15 se basa en la relación lingüística entre los verbos ser y tener, que, según Émile Benveniste en su ensayo «“Ser” y “tener” en sus funciones lingüísticas», atraviesa el verbo habitare en su misma etimología.16 La reflexión filológica de Benveniste descifra que habitar resulta ser una modalidad recíproca del tener, una modalidad en la que el ser está absolutamente comprometido; o, en otras palabras, los humanos hacemos uso del mundo y lo transformamos y, al hacerlo, permitimos que esta mutación nos dé forma de regreso y nos transforme.

El uso como categoría de relación con el espacio es un modo del tener que se relaciona más con el sostener y el contener que con el poseer, ya que es perfectamente posible usar algo de lo que no somos dueños. Boano define el uso como algo que «no sólo representa una forma distinta de posesión, sino una teoría de relación con el mundo que es independiente del paradigma de la apropiación».17 La propiedad está cifrada cardinalmente por el derecho, cuyo fundamento es la delimitación, la muralla y la cerca, que Rousseau identificó como el primer momento de la tragedia civilizatoria, y con el trazado de fronteras que separan lo mío de lo tuyo, independientemente de su uso. De este modo, queda claro que el uso, aunque a veces se superpone y coincide con la posesión, es en cierto modo su antítesis, ya que no presupone fronteras sino interacciones fluidas, intervenciones y cambios: es más parecido al deseo amoroso que al matrimonio.

En el momento en que la propiedad sustituye al uso como categoría de relación con el espacio, se establecen una serie de lógicas que otorgan un valor intrínseco al edificio, a la construcción, al terreno: un valor de cambio y, en el capitalismo tardío, un valor de espectáculo, que separa a los seres de una forma de tener que albergue la capacidad de transformarlos interiormente y dotarlos de un ethos, de una forma de vida. El drama de la vivienda desde el punto de vista contemporáneo es que se instala como un problema de gestión social para el Estado, donde la tenencia de una casa o un departamento es un indicador de riqueza y desarrollo, desvinculado de cualquier dimensión ética: ya no se trata de vivir de una determinada manera en un determinado lugar, sino de vivir a secas, de asegurar la permanencia de la vida a toda costa y en cualquier parte.

Una consecuencia extrema pero directa de esta pérdida de la noción de uso, y del dominio irrestricto de la propiedad como categoría de apropiación del mundo, es la llamada «arquitectura hostil», especialmente los ejercicios urbanísticos cuya finalidad primordial es hacer volver inhóspitos ciertos lugares. Diseñar bancas de parque en las que es imposible acostarse, por ejemplo, o colocar elementos visualmente atractivos pero intencionadamente incómodos en los márgenes de ciertos espacios —bajopuentes, cornisas, escalones— para impedir que se utilicen como refugio, es una forma de extender el concepto de propiedad hasta sus últimas repercusiones. En este caso, el individuo que no es propietario de una vivienda es doblemente castigado, ya que se le impide hacer uso habitacional de los espacios comunes al no pagar por el acceso a los mismos.

Pero aunque se trata de casos que rozan la crueldad biopolítica (y no por ello son menos frecuentes), no hace falta llegar a los extremos para entender el problema del concepto moderno de vivienda basado en la propiedad desvinculada del uso y un ethos. No hay más que ver el espíritu del movimiento funcionalista en las décadas centrales del siglo XX. El funcionalismo de Ludwig Mies van der Rohe y sus contemporáneos contó con una larga herencia de una revolución cultural, primero en el campo de la biología, la salud pública y la higiene, y de una nueva cultura del trabajo y el ocio que dominó la posguerra. El llamado «estilo internacional» se inspiró en los principios de eficiencia para construir las «máquinas de vivir» tan queridas por Le Corbusier, que a menudo eran departamentos para proletarios o asalariados asociados a fábricas y oficinas, perfectamente diseñados teniendo en cuenta las cualidades mínimas de iluminación, temperatura y ventilación para hacer la vida satisfactoria en sus aspectos básicos, confirmando el peso que la humanidad, en este lado del mundo, ha dado al trabajo (y a la fuerza vital que es sinónimo de fuerza de trabajo).

Según Le Corbusier, la máquina de vivir es una casa que satisface autónomamente las necesidades del individuo, que conserva perfectamente la fuerza vital de los individuos que la habitan.18 Con un drenaje de agua eficaz, un lugar para los desechos, una iluminación «apropiada» y una clara compartimentación de los espacios, el hogar funcionalista del siglo XX aparece simbólicamente como una especie de terrario mecánico en el que se resguarda la permanencia de un cuerpo trabajador, que necesita reposo porque realiza un esfuerzo. La recompensa al esfuerzo es la propiedad: y el trabajador que más se esfuerce verá los frutos materiales de su dedicación convertidos en el título de propiedad de su casa-terrario, según un famoso principio calvinista de revelar la salvación futura a través de signos tan mundanos como el éxito económico.

No fue hasta principios de la década de 1970 que la gente, exhausta de tener sus vidas hacinadas en complejos habitacionales de «estilo internacional», se rebeló contra estos modelos arquitectónicos, dando paso, sin saberlo, a la moda aún más deplorable del edificio blanco, minimalista e inalámbrico. La demolición en 1972 de una de las mayores unidades habitacionales de Estados Unidos, construida en 1954 —en el apogeo del modernismo—, el complejo Pruitt-Igoe de San Luis, Misuri, representó para el arquitecto Charles Jencks la muerte del modernismo arquitectónico.19 Desde entonces, lejos de ser la promesa que un día fue (el retorno afirmativo de la singularidad y el eclecticismo, que los proyectos modernos habían exiliado), el edificio posmoderno ha reducido la supervivencia a sus componentes más básicos, como si, cuando la «máquina de vivir» finalmente se rompiera y se desintegrara en la megalópolis, permaneciera sobre sus restos el esqueleto, la osamenta cadavérica sobre la que realizamos nuestras labores vitales. Con la digitalización total de nuestra existencia en todos sus aspectos, nos abandonamos en cajas de zapatos arquitectónicas a una vida mental congestionada y a una vida corporal reducida a su mínimo necesario.

Pero, ¿qué pasa con la palabra en relación con el uso? Podría decirse que la modernidad ha provocado una insospechada inversión de valores en este ámbito. En efecto, si la escritura es ante todo un pharmakon, según el concepto que Derrida recuperó de Platón en el Fedro, si es una técnica que nosotros, los hablantes, empleamos como artificio mágico para manifestar al logos y permitirle revelar el ser, se podría argumentar sin demasiada dificultad que nos hemos convertido en esclavos de una técnica que nos ha hecho creer que somos el origen y la fuente de los artificios que ella misma produce a través de nosotros. El pharmakon escritural nos ha domesticado para sus propios fines, sometiéndonos a un encanto particular: el del estatuto de demiurgo del artista.

El mito romántico del genio creador del artista, tan extendido en los siglos XIX y XX, es un derivado de esta noción equívoca, que postula al artista como creador de una experiencia que proviene de la razón, del inconsciente o de algo más —quizás de esa conciencia pura tan desesperadamente buscada por Husserl—, pero que sin duda debe residir en las profundidades submarinas de un Yo creador. Así, la noción jurídica de los derechos de propiedad intelectual se basa en la idea, incomprensible para cualquier poeta griego, latino o medieval, de que nuestras ideas nos pertenecen sólo porque les damos una forma material «original». En el mundo antiguo, era precisamente el conocimiento exhaustivo y la reproducción textual no citada de la tradición lo que daba autoridad a un texto. Volviendo a la arquitectura, no es de extrañar que en una época en la que se tardaba siglos en construir una obra de arte (una basílica, un acueducto), ésta fuera vista como el producto de toda una sociedad, el resultado de sus impulsos más profundos y sus anhelos más trascendentes.

Por el contrario, en la era moderna, nos referimos a un edificio como a una colección de un diseñador de moda: hablamos de un Mario Pani, de un Oscar Niemeyer, con la misma actitud con la que hablamos de un vestido de Chanel o de un bolso de Michael Kors, impregnándolos del aura que los objetos heredan del hombre o la mujer que los imaginó. En el imaginario colectivo, la noción de genio vincula al arquitecto y al autor con el artesano que, llevando la práctica de una técnica a su paroxismo, produce obras que llevan la marca de un estilo, ese remanente de genio artístico que las valida.

Los últimos cincuenta años han estado marcados por una serie de exploraciones literarias que, como un Pruitt-Igoe de las letras, apuntan todas a la muerte del autor, la muerte que Michel Foucault identificó como la superación final de un proceso hermenéutico que comenzó con la Ilustración y fue finalmente rebasado por la posmodernidad. El autor de hoy es menos un genio que un miembro de una comunidad literaria o de un consorcio editorial que le apoya o promociona. Hoy, el autor es una imagen, un perfil literario que produce obras cuya calidad es secundaria a la marca, a la red de asociaciones semióticas que la consolidan y legitiman. Si esto es así, debemos preguntarnos: ¿con qué autoridad escribimos cuando escribimos? ¿Y qué fuerzas actúan en la escritura cuando el gesto escritural es un sujeto plástico, múltiple, fragmentado, polifónico? ¿En qué consistiría una literatura «esquizoide»?

III.

Para responder a estas preguntas, detengámonos por un momento en el arché de la arquitectura. La palabra griega arché tiene varios significados, de los cuales retendremos aquí el principal, a saber, la instalación de un orden o autoridad originaria. La arquitectura sería ese arte, esa producción técnica de los humanos, que establece directamente un cierto orden en el mundo, moldea el paisaje para que se adapte a sus propios deseos. El mundo se aleja de la mera presencia anónima (el «estar ahí delante», Vorhandenheit) y pasa a «estar a la mano» (Zuhandenheit). Pero esto nunca sucede de forma unívoca; al contrario, se establece una relación de pertenencia mutua con ese pedazo de mundo que se ha vuelto nuestro: hay un cuidado (lo que Heidegger llama Sorge) que lo atraviesa.

En su arché, la arquitectura es una apropiación del espacio que instala un ordenamiento consciente, una indicación que dice: «Aquí sí, aquí no; esto sí, esto no». Así, la autoridad que impone puede incluso ocultarse bajo sus propias órdenes y camuflar su voluntad de poder: es lo que concluye André Glucksmann en Los maestros pensadores cuando analiza la inscripción a las puertas de la abadía de Théleme en las novelas de Rabelais: «Fay ce que voudra».20 Esta prescripción paradójica de libertad constriñe tanto como libera a los monjes. Cuando la palabra escrita alcanza su cenit, decimos que hace invisible su artificio, que lo disfraza de naturalidad, que produce su encanto con tanta eficacia como para hacernos creer que la verdad se funde con lo que es, en realidad, un mero pasaje hacia la verdad, un sofisticado performance. La urbe perfecta es la que oculta sus mandatos de ordenamiento detrás de la estética, configurando el deseo y la necesidad de pertenecer a ella, de someterse a sus leyes.21

Desde esta perspectiva, sería un tanto hiperbólico, pero no por ello menos acertado, postular que un indicador fidedigno del grado de delirio colectivo se halla en el tipo de edificios que una sociedad produce y en aquello a lo cual están destinados, lo que elige controlar por medio de la técnica y lo que decide dejar intacto, abandonándolo al dominio de lo natural. Como un barómetro, diríamos entonces, por ejemplo, que tal o cual sociedad medieval construyó una catedral, edificó con grandeza la catedral de Notre Dame de París, sí; pero las ciudades se hundieron a menudo en medio de la masa informe de casuchas, murallas, ruinas, palacetes, desechos, mercados, cadáveres y animales que las poblaban. Sólo una sociedad premoderna habría sido capaz de concebir Notre Dame y que eso tuviera sentido. Lo que hoy nos parece sucio e incluso grotesco en el llamado Tercer Mundo era la norma en cualquier ciudad europea anterior al siglo XVIII, lo que también es un testimonio de la capacidad de sus habitantes para integrar el caos, la suciedad y la muerte como parte de la vida, del mismo modo que la sacralidad hermética de un atrio gótico.

Sólo después de la Reforma protestante se empieza a observar paulatinamente, con el absolutismo moderno y el Estado sustituyendo gradualmente a la Iglesia, los signos de un dominio creciente de la urbanística, que alcanza su apogeo con Georges-Eugène Haussmann y sus bulevares, grandes avenidas y paseos iluminados por la noche para simular la luz del día y su claridad: empezamos a sentirnos vigilados a todas horas, primero por los gendarmes, luego por las cámaras de seguridad que ahora son nuestro pan de cada día. La ciudad se convierte en un panóptico a gran escala y se nos confina en la recámara y sus intimidades como único lugar legítimo de oscuridad. Los demonios se exorcizan en el hogar, no en la plaza pública.

Sin embargo, es importante señalar que no son los ordenamientos que impone la arquitectura lo que es problemático en sí mismo, sino la mentalidad que los anima, que debe ser siempre cuestionada. Esto explica en parte que la gentrificación haya sido criticada en los últimos tiempos, ya que combina a la vez un embellecimiento semiplanificado de los barrios marginales y un sinfín de externalidades negativas (aumento de los precios de las rentas, sustitución del ethos popular o comunitario por dinámicas de convivencia pequeñoburguesa). Esto también ha ocurrido con la introducción de plantas decorativas sin tener en cuenta el medio ambiente, lo que genera alteraciones a veces irreversibles en los ecosistemas urbanos. Un ejemplo clásico es el eucalipto en la Ciudad de México, que tanto daño ha causado a los mantos acuíferos a pesar de su belleza.

Se podría argumentar que la dominación implícita del concepto de arquitectura alcanzó históricamente su punto álgido en dos ocasiones, con proyectos inconclusos, o imaginarios, que se conjugan hábilmente con las aberraciones totalitarias del siglo XX que no logramos olvidar: el estalinismo y el nazismo. En Moscú, los pasillos espectrales de la VDNJ, con sus fuentes doradas y sus arcos neoclásicos, pertenecen a una ciudad fantasma concebida como sala de exposición de los logros de la Unión Soviética, llevando la fantasía de control absoluto a sus consecuencias más delirantes. El hecho de que ahora sea un parque de atracciones indica algo sobre el futuro lejano de ciudades como Brasilia, diseñadas según principios formalistas cuyo valor es esencialmente funcional y expositivo. Pero el proyecto de ciudad Germania de Albert Speer, con sus perfectas dimensiones geométricas, sin errores ni atolladeros, se concibió para hacer realidad el sueño del Leviatán: una ciudad sin habitantes, diseñada por una soberanía absoluta, en este caso el Tercer Reich, en la que un millón de cámaras observarían cada día la ausencia de vida, es decir, la limpieza y el orden totales, sin posibilidad de ninguna «degeneración», en medio del esteticismo más fríamente refinado: una ciudad de espectros.

Una ciudad apolínea sin habitantes —la fantasía arquitectónica de un régimen de control absoluto— es lo contrario de la idea clásica de la polis. Esta última es, desde Tucídides, el organismo vivo que sobrevive al espacio en el que se asienta: es la victoria implícita de los atenienses que, incluso en la derrota absoluta frente a los espartanos, mantienen su ciudad intacta en la latencia de una posible reconstrucción: su ciudad habita en ellos, por ellos, a través de ellos. Las ciudades perfectas de la era moderna, en cabio, son las que se autoerigen, se perpetúan indefinidamente, no cambian nunca, acaban por no tener nada que ver con la experiencia vital de los seres humanos —con la techné como forma de creación impredecible y de juego con la latencia— para convertirse en puro arché, en pura autoridad.22 Una ciudad se vuelve fantasmal una vez que está en ruinas (y entonces hacemos la labor arqueológica de buscar los principios originales que la animaron en su día); pero si nace muerta, es decir, si es puro espectro desde el momento de su concepción, entonces no queda más que un arché incontrolable, desmesurado, irrefrenable.

El principio originario del ordenamiento extendido hasta sus últimas consecuencias —conviene recordarlo— no es otro que la ley: el arché posee un segundo significado etimológico, no sólo como autoridad fundadora, sino como origen, en el sentido de lo que está siempre presente, aunque invisible o silencioso, y que sostiene históricamente las estructuras vigentes. El origen de la escritura fue la ley: las tablas de Moisés están redactadas en piedra, al igual que los edictos de Ashoka y el código de Hammurabi, el texto escrito más antiguo. La ley escrita doblega el tiempo vivo de la oralidad y somete la discusión política a las cadencias de lo inmóvil.

En la ley, la orden se fija en piedra y se sitúa por encima incluso del soberano, del rey. Por eso el rey Thamus, a quien se le presentó por primera vez la primera tablilla de arcilla que contenía las leyes escritas, se rehusó a recibirlas del dios Thot, pues nada, ni siquiera sus propias palabras, podía estar por encima de él.23 Lo que la escritura hace posible es ese artificio por el que una orden puede tener existencia propia, y el mandato se convierte en un soberano por sí mismo. Aquí se abre de nuevo la paradoja del soberano de Hobbes, que está a la vez por encima de la ley y sometido a ella: la funda y al mismo tiempo es fundado por ella. Pero, aún más preocupante, en su aspecto de ley, la palabra escrita anula su posibilidad de ser poesía: se convierte, con una literalidad apabullante, en Verdad y deja de ser condición de posibilidad de la verdad.

IV.

Es hora de retomar la idea de Arendt que dio origen a este ensayo y entenderla a la luz de estas afirmaciones. Escritura y arquitectura coinciden en el nexo invisible entre el principio y la autoridad, y ambos presuponen un olvido de sus fundamentos para mantenerse vivos. La escritura, concluye el Fedro, es un artefacto del olvido cuya magia consiste en presentarse como un recurso de la memoria. Si la autoridad oculta sin cesar su fundamento en la ley, si anula su propia violencia fundadora a través del espejismo de la arquitectura,24 si la ciudad es fruto de un asesinato originario, la escritura proporciona a su vez el olvido de que en sí misma no contiene ninguna verdad, sino que sólo es un medio para manifestarla.

El declive de la arquitectura pública a finales del siglo XVIII es un suceso que se corresponde en el tiempo con el auge de la novela, y ambos se inscriben en un proceso de separaciones en Occidente: entre uso y propiedad, entre construir y habitar, entre olvidar y recordar. Este último punto me parece decisivo para el sentido de la domesticación que el lenguaje escrito opera en el ser humano. Si la novela es el género literario por excelencia del triunfo de lo social, esto significa que la escritura, para sobrevivir, se ha orientado hacia los modos de lo social y se ha configurado a partir de ahí, configurando a su vez a los lectores y sus formas de narrar el «yo». La arquitectura moderna refleja a su manera el triunfo de lo social y, por tanto, sigue conformando las subjetividades, que hoy se vuelven liminales, uniformes, desenraizadas y dislocadas de sí mismas.

En la medida en la que estas dos artes exigen que olvidemos y recordemos, ha sido imperativo reconsiderar lo que las precede para repensar sus posibilidades abiertas. A la luz de la reciente pandemia de covid-19 y sus múltiples efectos sociales y culturales, veo dos movimientos simultáneos en este sentido que podrían explorarse para una reformulación de las potencias creativas y críticas tanto de la arquitectura como de la literatura.

El primero aborda la cuestión de qué hacer con la construcción —el problema de la expansión urbana— y si existe una necesidad real de construir más edificios, en lugar de reapropiarse de ellos. La situación del mercado mundial inmobiliario, que empezó a descomponerse con la crisis financiera de 2008, sigue mostrando su peor cara, especialmente en lo que respecta a la cuestión de las viviendas vacías —artificialmente, para sostener la especulación— en una era de continuo aumento de la población sin techo.

La museificación actual de las ciudades, el estado espectral de algunas de ellas mencionado anteriormente, es un fenómeno que las fija en una especie de tiempo inmóvil, como las palabras en el texto, y las preserva como en una escenografía a costa de su propia habitabilidad, de su potencial de uso y distorsión. Se trataría entonces de abrir la posibilidad de uso público de los edificios que actualmente están vacíos o en estado de conservación —de momificación, podríamos decir— y aceptar la idea de que puedan cambiar, transformarse, desaparecer o convertirse en otra cosa, como siempre ha ocurrido.

El gesto escritural correspondiente a este movimiento es el del copista medieval que, por falta de papel, superponía su propia copia de la Biblia a los textos antiguos. Una costumbre de la antigua China era destruir periódicamente los libros, quemando masivamente las bibliotecas, inaugurando así una nueva era histórica. Es el borrado periódico de la memoria lo que permite refundarla, empezar de nuevo. Sólo si estamos dispuestos a repensar un nuevo y diferente uso de los espacios urbanos se puede evitar un nuevo encierro: el confinamiento como medida biopolítica nos obligó a introyectar más lo social en lo íntimo, a difuminar las casi inexistentes barreras entre lo privado y lo público. Por lo tanto, sería necesario restituirlas, reabrir la cuestión de los modos de comunicación entre los seres humanos y poner en entredicho el dominio casi absoluto de la palabra escrita. Podríamos entonces frenar la museificación y conformar espacialidades instaladas sobre las ruinas del presente, y reescribir sobre los libros, reescribir nuestra propia historia, quemar nuestras ataduras al pasado refundándolo periódicamente.25

Otro movimiento rizomático sería una reapropiación política de la transitoriedad que implica el estatuto liminal de los espacios transitables. Transitar como acto inconsciente puede replantearse: veríamos la conformación de espacios liminales construidos con el objetivo consciente de impulsar la suspensión momentánea de la identidad, la confluencia del sujeto y el objeto en una disolución provocada de las barreras dualistas del ego, como alternativa a la actual liminalidad de los centros comerciales y otros no-lugares. Construir o reconstruir los lugares para despertar estas potencias sagradas, que permanecen ocultas y se buscan en lugares equívocos, albergaría la esperanza de un reencuentro con las dimensiones divinas y animales que los templos y la naturaleza pudieron ofrecer en su día: la arquitectura podría entonces poner su vocación de ordenamiento al servicio de fines de trascendencia y autorrealización humanas.

Tal ejercicio implicaría una reconsideración absoluta del papel de la palabra escrita y la literatura, y de sus fines y metas. Como mínimo, supondría un ejercicio colectivo de phronesis o prudencia, que por momentos desarticule el imperio de la escritura y deje espacio a la experiencia abierta. La existencia de espacios públicos y privados dedicados al silencio y a la contemplación, respetando estas fronteras y su importancia para el mantenimiento de lo humano como tal, sería quizás la mejor alternativa a la ansiedad digital vivida en su punto álgido durante la pandemia, cuando era casi imposible reconocer las fronteras entre adentro y afuera, trabajo y ocio, sociedad e intimidad.

Estos espacios tendrían naturalmente un rango fuera del derecho: en ellos, el cuerpo volvería a ser el único sitio de la ley. A la manera de los indígenas guayakis, que no se tatúan palabras sino símbolos e imágenes de su pertenencia simbólica a la comunidad como rito de paso a la edad adulta,26 el único imperativo que podría existir en estos lugares sería la certidumbre de pertenecer a un mismo mundo, de compartir una experiencia previa a cualquier discurso. El Verbo volvería a su estado anterior a la Carne, y la chair vivante sería por momentos nuestro único medio de habitar el mundo compartido.

Sólo una arquitectura y una palabra nuevamente planteadas en adecuada tensión con el silencio y lo efímero estarían a la altura del siglo XXI y sus prerrogativas. En un mundo así, transitaríamos por las ruinas de los shopping malls convertidos de repente en centros de meditación colectiva. En el silencio impenetrable de sus muros aprenderíamos quizás a recordar el lenguaje de la Verdad que precede a las letras; las voces interiores hablarían y, liberadas por fin de su fijeza, las palabras se despedazarían al vuelo en miles de significados abiertos, destapando por un instante la estrecha relación que tienen con las cosas. Entonces dejaríamos por un momento de nombrar las cosas y empezaríamos a convertirnos en ellas: en la fusión total y absoluta con lo real, ya no se trataría de escribir poesía, sino de ser poesía.

 

Bibliografía

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Notas

1 Hannah Arendt, La condición humana, p. 50.

2 Cuando hablo, con Arendt, del declive de las artes públicas y, en particular, de la arquitectura, me refiero a una decadencia en términos de complejidad simbólica de sus funciones.

3 Aunque la definición de lo público ha evolucionado a lo largo del tiempo para adaptarse a diferentes contextos, abriendo o cerrando sus accesos, me refiero aquí a la definición propuesta por Arendt, que se refiere al espacio de la vida común en una polis determinada donde es posible una visión múltiple de las cosas.

4 Cf. Octavio Paz, La nueva analogía. Discurso de ingreso.

5 Giorgio Agamben, El hombre sin contenido, p. 94.

6 Cf. Martin Heidegger, «Construir, habitar, pensar».

7 Cf. H. Arendt, «La esfera pública y la privada», en id., La condición humana, pp. 37-95.

8 Es decir, aquellos que eran considerados individuos, los hombres libres.

9 Éste es, por ejemplo, el sentido del teatro en la polis, como decía Nietzsche, y también de los rituales eleusinos, donde el ser humano se perdía en lo viviente para reecontrarse en lo divino, como señalan Agamben y Roberto Calasso.

10 Cf. Georges Duby, Le Temps des cathédrales. L’art et la société (980-1420).

11 Cf. Marc Augé, Non-lieux. Introduction à une anthropologie de la surmodernité.

12 Cf. Paul Virilio, Estética de la desaparición.

13 Cf. Roland Barthes, El Imperio de los signos.

14 Tal vez por eso Edmund Husserl encontró necesario, con su método fenomenológico, realizar un ejercicio de suspensión que llamó epoché, y que consiste en poner un intervalo de silencio, como dos paréntesis que no contienen nada o que contienen la nada («(…)»), para devolvernos a una experiencia directa, no tamizada por el discurso.

15 Cf. Camillo Boano, The Ethics of a Potential Urbanism. Critical Encounters Between Giorgio Agamben and Architecture.

16 Cf. Émile Benveniste, «“Être” et “avoir” dans leurs fonctions linguistiques».

17 C. Boano y Giovanna Astolfo, «Un nuevo uso de la arquitectura. El potencial político del uso común de Agamben», p. 18.

18 Cf. Le Corbusier, Urbanisme.

19 Cf. Charles Jencks, El lenguaje de la arquitectura posmoderna.

20 Literalmente «haz lo que quieras». Cf. André Glucksmann, Los maestros pensadores.

21 El concepto japonés de iki, que ha influido en las estéticas japonesas durante siglos, se basa precisamente en la ambición de simular la naturalidad con la mayor veracidad. Para más referencias, véase Shūzō Kuki, La structure de l’iki.

22 Dos casos excepcionales de esta condición de ordenamiento casi espectral son Taskent, Uzbekistán, y Putrajaya, Malasia.

23 Cf. Jacques Derrida, «La farmacia de Platón».

24 Así lo relata Maquiavelo sobre la fundación de Roma en su Discurso sobre la primera década de Tito Livio.

25 Los mandalas, creados con gran esfuerzo y destruidos después de cierto tiempo, son un buen ejemplo. Pretenden integrar lo efímero en lo bello, como la vida misma.

26 Cf. Pierres Clastres, «De la tortura en las sociedades primitivas».

Sobre el autor
Eric Martínez Tomasini-Bassols tiene una maestría en Filosofía budista por la Universidad de Pune, India. Licenciado en Ciencia política por el ITAM y miembro del «Seminario permanente de teología política y paleocristianismo» de la UNAM, institución en la que también ha dado cursos sobre Historia del arte y Mitología indoeuropea. Ha publicado en las revistas Opción y Este País, y es coautor del libro El camino de la práctica. Yoga, barro y movimiento (2020).
Correo electrónico: tomasini.bassols93@gmail.com

Resumen
Este artículo pretende interrogar la arquitectura desde la palabra escrita, reflexionando sobre la imbricación de la literatura con el gesto urbanístico-arquitectónico a través de una discusión filosófica sobre los verbos «construir», «habitar», «usar» y «poseer», apelando también a las nociones de memoria y mandato presentes en la etimología de la palabra «arquitectura» para cuestionarla y repensar sus posibilidades actuales. En última instancia, el artículo trata de proponer nuevas formas de habitar estas estancias conceptuales y de ofrecer alternativas tanto escriturales como arquitectónicas a los problemas que tales disciplinas conllevan.