Número 87

Sobre la vida en rodajas o el (sin)sentido de la biografía intelectual

Aurelia Valero Pie

Al justificar la escritura de Derrida, libro monumental que reconstruye los vínculos entre la trayectoria y las ideas de este filósofo francés, Benôit Peeters explicó al lector que entre sus manos sostenía, no una biografía intelectual, sino «la biografía de un pensamiento a la vez que la historia de un individuo». La diferencia radicaba en que, sin desatender sus principales retos —como el problema de identificar las influencias y las claves de lectura, las preguntas en torno a la génesis de una obra y la necesidad tanto de atender las polémicas como de determinar la recepción—, sus páginas carecían de las limitaciones asociadas con el género, en su versión tradicional. Entre ellas destacaba el principio organizador que brinda coherencia al término y que impone un desigual interés por las distintas facetas del sujeto. Al enfocar la atención en los vuelos del espíritu, en efecto, dimensiones como la infancia, la familia, el amor y las condiciones concretas que regulan la existencia, pasan a un segundo plano, como si los factores afectivos y materiales fueran accidentales, accesorios o excesivamente elementales y prosaicos. Su exclusión como parte de la narrativa se convertía en una consecuencia natural e incluso inevitable. Por si fuera poco, en esa jerarquía en la escala del saber subyacía una distinción implícita entre vida pública y vida privada, distinción problemática en la medida en que ambas categorías, además de difusas y cambiantes, se sostienen mutuamente. En rechazo manifiesto a ambos presupuestos, «la presente biografía —aclaró el autor— no quiso prohibirse nada».1

Si bien prescindir del adjetivo «intelectual» no basta para sustraerse a los cuestionamientos que ha despertado esta vertiente del género biográfico, las palabras de Peeters apuntan hacia algunas de sus mayores debilidades, en primer lugar la tendencia a presentar a individuos enteramente racionales y, por lo mismo, descarnados, etéreos e indiferentes ante los imperativos del cuerpo y la cotidianidad. A partir de una lógica intelectualista —aquella que dicta, entre sus principales postulados, que las ideas sólo surgen, se desarrollan y se reproducen al contacto con otras ideas—,2 personajes abstractos y argumentos sin tacha han llegado a erigirse en los protagonistas de relatos, cuyo contexto se limita a referir el diálogo, por lo general muy sesudo, con otros tantos autores de excepción. En ese sentido apenas resulta casual que la célebre «lección de cocina» de sor Juana Inés de la Cruz, por mencionar un ejemplo eminente, se interprete únicamente como una metáfora que ridiculiza tanto la ortodoxia católica como la división sexual del trabajo, pero sin apenas discutir la explícita alusión a la práctica y a las vivencias. De ahí que la pregunta, «Pues, ¿qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y por contrario se despedaza en el almíbar», siga despertando sólo una sonrisa de cómplice incredulidad ante lo que sor Juana tildó como «frialdades».3 A causa del olvido o de un implícito desdén frente a la experiencia ordinaria, que junto a los libros existan caminos alternos hacia el conocimiento y la ideación se mantuvo durante algún tiempo, en el ámbito de la historia intelectual, como una posibilidad poco explorada.

Apenas parece arriesgado sugerir que en la voluntad de afirmar la naturaleza exclusivamente intelectual de las ideas se expresa la creencia en el carácter sagrado de la verdad, a la vez eterna y universal. Dicha creencia permitiría entender los esfuerzos por conservar el pensamiento en una esfera ajena a la polvareda del entorno, por elevarlo por encima de la contingencia y por afianzar su autonomía.4 Ante el imperativo de pureza, no sólo se prescribe la presencia de individuos fragmentados, mentes sin cuerpo dedicadas a promover el progreso cultural, sino que incluso hay quienes intentan suprimir cualquier huella del tiempo y todo recuerdo de lo humano.5 Las palabras que el escritor Michel Houellebecq colocó en voz de un personaje, un profesor universitario adiestrado en las convenciones y los códigos característicos de la academia, ilustran bien esta postura, al sostener que «no es que la vida del autor tenga una real importancia; es más bien la sucesión de sus libros la que traza una especie de biografía intelectual, provista de su lógica propia».6 Una vez acallada la voz que le dio origen, la obra puede empezar a hablar por sí misma, sin mediaciones ni distracciones de tipo circunstancial. Se asegura de este modo que los errores, tropiezos y contradicciones que tiñen la existencia concreta no opaquen los logros alcanzados en el ámbito de las ideas ni, mucho menos, interfieran en la valoración de los conceptos enunciados. No faltará así quien afirme, a la manera de Fernando Pessoa, que la literatura es «el arte casado con el pensamiento y la realización sin la mancha de la realidad», o, en lo relativo al reino de la metafísica, que el pensador «se da a leer a través de sus publicaciones y no en sus pormenores».7

Mantener las elevadas creaciones del espíritu libres de las imperfecciones que caracterizan el mundo sublunar implica, desde esa perspectiva, dejar de lado la trayectoria personal de los autores, transformados en agentes secundarios e incluso indignos frente a la magnitud de su obra. Con el propósito de evitar sumar la vanidad al error, según reza un aforismo de Hegel, se ha desarrollado una singular estrategia que permite infundir tranquilidad a las conciencias. Ésta consiste en reducir el vínculo entre el individuo que escribe y aquel que desempeña el resto de sus funciones vitales a una cuestión de mera homonimia.8 El literato, convertido en fuerza creadora que habita un cuerpo demasiado humano, puede aprestarse a alzarse por encima de la contingencia y recibir el don de la inmortalidad, tal como sugiere un famoso poema en prosa de Jorge Luis Borges:

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel. … Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura, y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizás porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición.9

En la distancia que separa la caducidad de la vida y la perdurabilidad de la obra residiría la prueba de que una y otra pertenecen a lógicas y estratos disociados, sin intermediarios. Si estos razonamientos no bastaran, también se imprimirán los estigmas del ingenuo o el vulgar sobre el incauto que proponga la pertinencia de las res factae para entender el significado de un corpus textual. «Buscar a Rulfo en Luvina, Oaxaca, y no en el cuento “Luvina” de El llano en llamas, ya implica una confusión entre el mapa y el libro», advirtió un comentarista, a quien la idea de explorar cualquier correlación con la experiencia pareció un absurdo y un error.10 Apenas importa que Cristina Rivera Garza, el blanco de esas críticas, intentara vincular realidad y ficción en términos de analogía, por oposición al reflejo, cuando restituir las condiciones laborales y materiales de producción se entiende como un esfuerzo por desacralizar a un autor consagrado. Así, contra el riesgo de viciar la discusión con estériles argumentos ad hominem, se ha querido oponer una suerte de argumento ontológico, es decir, la noción de que, en cuanto sustancias disímiles, vida e ideas son inconmensurables. Su examen correspondería, por consiguiente, a momentos y enfoques igualmente distintos.

Los obstáculos que aguardan a quienes intentan poner en relación la existencia y la obra emergen con mayor claridad cuando bajo la lente biográfica se coloca a los filósofos. La razón es evidente: alcanzar un saber necesario y universal, tal como se pretende en esta disciplina, requiere de la habilidad para omitir la coyuntura histórica y espacial, concebida como meramente accidental. En consecuencia, nada más antagónico a esas ambiciones que los esfuerzos por comprender el acto ideatorio como parte de un desarrollo sociocultural, dado que, según explica con acierto Alejandro Estrella, «los campos intelectuales se han constituido históricamente de tal forma que parte del éxito en sus lances depende precisamente de la capacidad para ocultar que el contenido de sus ideas está vinculado en diverso grado al contexto en el que éstas se produjeron».11 Un caso sintomático es, desde esa perspectiva, el de Henri Bergson, quien en las «Instrucciones referentes a mi biografía» dispuso lo siguiente:

Inútil mencionar a mi familia: eso no le importa a nadie. Decir que nací en París, en la calle Lamartine. Explicar, si es necesario, que no tuve que naturalizarme …. Siempre insistir en el hecho de que siempre pedí que no se ocupen de mi vida, que sólo se ocupen de mis trabajos. Invariablemente, he afirmado que la vida de un filósofo no arroja luz alguna sobre su doctrina y no es asunto público. Le tengo horror a esa publicidad, en cuanto a mí se refiere, y siempre lamentaría haber publicado obras, si esa publicación atrajera la publicidad.12

La certeza de estar destinado a la gloria postrera y el deseo de controlar el recuerdo más allá de su existencia no son los únicos elementos que aparecen en indicaciones tan puntuales. También se manifiesta la dificultad de identificar los límites entre el derecho a la información y el respeto a la privacidad, entre el interés público y la curiosidad malsana. En relación con el saber sobre el pasado, durante algún tiempo se zanjó el problema mediante la diferencia entre historia general e historia particular, es decir, a partir de una concepción que funda lo «memorable» y, por ende, «lo historiable» en su pertenencia a la esfera pública. En su versión tradicional, esta última tendía a definirse desde una visión jerárquica de la sociedad, de tal modo que los factores explicativos del devenir colectivo se reducían a hechos políticos y militares. No menos se incluía la marcha por el mundo de aquellos «grandes hombres» —y sólo por excepción «grandes mujeres»— que contribuyeron a fraguar las mayores conquistas civilizatorias y a favor de la especie.13 Ahora bien, a la luz de una noción de lo social más amplia e incluyente, constreñir la significación histórica a las acciones y descubrimientos de unos cuantos no sólo resulta inadmisible, sino que coloca a la biografía intelectual en un impasse. ¿Es posible demarcar estrictamente, en efecto, los márgenes del intelecto, por oposición a otras dimensiones de lo humano? ¿El pensamiento se sitúa en un espacio susceptible de ofrecerse a la mirada ajena o, por el contrario, debe considerarse como un momento reservado a la soledad de la conciencia? ¿Dónde colocar los valores, las opiniones y las creencias? ¿Rastrear la gesta de las ideas supone invadir la esfera íntima del biografiado? ¿Es lícito indagar en los mecanismos de subjetivación? ¿Cómo decidir qué resulta relevante para entender un proceso creativo? ¿Es el paso por la imprenta un criterio suficiente para dirimir el carácter que se presta a la escritura?

A título de hipótesis podría sugerirse que de encrucijadas análogas surgió la llamada «biografía intelectual», que no es sino el intento por normar de antemano cuáles elementos resultan significativos al momento de reconstruir una trayectoria individual. Con base en consideraciones morales no siempre del todo esclarecidas, se establecen los parámetros de relevancia y, junto con ellos, las ideas vigentes de ciencia y de un saber válido. Ahora bien, pese a haber sin duda buenos motivos para colocar un freno al escrutinio insaciable del otro, no deja de llamar la atención que durante algún tiempo el concepto de conocimiento estuviera asociado a la capacidad para adentrarse en los misterios del prójimo. Por ejemplo, para los autores de Biographia Britannica, obra de carácter enciclopédico publicada en 1750, la posibilidad de elaborar un juicio informado se supeditaba al ejercicio de un examen crítico. Por ello se entendía, no el gesto de cerner los granos de la vida y depositar cada uno en un distinto costal; la operación consistía, por el contrario, en acumular la mayor variedad al alcance, de tal modo que enseguida se pudiera contrastar. Imposible determinar, a falta de esa suma de noticias, el papel preciso que habían desempañado los grandes nombres de la historia nacional, se tratara de George Berkeley o de Thomas Cromwell. De ahí que en la entrada correspondiente a este último sea posible leer:

…en cuanto a su vida privada, sin duda merece nuestra atención en todas sus diversas ramas y derivaciones, dado que sólo desde ahí podemos instruirnos para determinar, con probabilidad, los principios de sus acciones públicas; puesto que hombres de distinto temperamento actúan de la misma manera, por motivos muy diferentes y de éstos no es posible saber cabalmente sino por la relación de su comportamiento privado y doméstico. Además, hay una curiosidad natural por ingresar, por decirlo así, en la privacidad de las personas extraordinarias, lo cual es como una forma de dar la vuelta al escenario para obtener un mejor y más certero ángulo de su conducta, al entrar al teatro por la puerta de atrás. Los hombres llamados a las altas esferas de la vida se convierten naturalmente en actores y ostentan en público la túnica y el borceguí, de tal modo que apenas podemos juzgar su verdadera disposición a partir de sus acciones, a menos que obtengamos una especie de llave mediante el conocimiento de sus vidas privadas.14

Disipar las apariencias que promueven el engaño y la decepción constituía el objetivo de un estudio ideado para educar, pero también para divertir. Y es que erudición y entretenimiento podían conjugarse sin contradicciones en un contexto en que identificar los móviles de la acción encerraba la clave para comprender el significado de la historia. La distancia que nos separa de una concepción semejante se manifiesta en toda su extensión, al observar, no sólo que conocer las intenciones y el temperamento que albergan los actores difícilmente satisfará nuestras exigencias de sentido; igual o más revelador resulta que esos factores se hayan visto confinados al cajón reservado a las anécdotas. Es ahí donde se acumula todo aquello que carece de un valor causal y, por consiguiente, que no posee un poder explicativo. Ahora bien, que la diferencia entre el detalle sintomático y una curiosidad insustancial sea la capacidad para insertar un elemento en un marco de relaciones, no representa un asunto menor.15 Este hecho nos permite comprobar una vez más que la significación no reside en los objetos mismos, cualquiera que sea su tamaño o naturaleza, sino que depende de los modelos de conocimiento y los regímenes de causalidad admitidos en un momento dado. Aquellos que derivan, ora el descubrimiento de la verdad, ora la explicación científica, de mecanismos objetivos, sistemáticos e intersubjetivos, por necesidad deberán despojar de toda fuerza vinculante a los resortes personales que regulan a un individuo.

Aunque ejemplos no faltan, detengamos un instante la atención en los razonamientos que en torno al tema de la causalidad desarrolló Georg Lukács en La novela histórica. Al examinar los posibles lazos entre la vida y la obra, problema cardinal de la biografía intelectual, argumentó que el género entero se hallaba cimentado sobre una confusión, a saber, aquella que interpretaba lo casual como producto de lo causal. Se trataba, qué duda cabe, de mucho más que una mera translación de consonantes, dado que de ese error se desprendía una feria completa de equivocaciones. Puesto que éstas amenazaban con enturbiar la comprensión histórica en su conjunto, la advertencia consistía en mostrar que quien deseara «hacer surgir genéticamente el carácter genial de un gran hombre y de sus obras geniales particulares a partir de los hechos y episodios de su vida», no promovería sino un «cortocircuito». Según explicó enseguida, ello respondía a que

…los hechos de la vida en que se manifiesta una propiedad genial, de un hombre extraordinario, en que se enciende su genialidad, y por cuya provocación parecen surgir biográfico-psicológicamente sus obras geniales, no pasan de ser un mero motivo para la revelación de tales propiedades y obras. Y el nexo plasmado entre motivo y obra genial no puede, ni en la elaboración mejor lograda, eliminar la impresión de lo fortuito.16

El problema de intentar establecer las relaciones entre el autor y sus escritos en términos causales era doble: por una parte, un análisis atento demostraba que, además de no ser co-extensivos, uno y otros se insertaban en realidades y lógicas divergentes. Entre la existencia y la escritura se interpone una elaboración creadora, así como un conjunto de reglas —las del arte, por ejemplo— que no actúan a partes iguales en ambos polos. Dado que la simetría está ausente, exclamó Lukács, «hace falta decirlo: no hay camino que lleve de las manzanas podridas de Schiller al Wallenstein, ni del café negro, el busto de Napoleón, el hábito de fraile y el bastón de Balzac a La comedia humana».17 Por otra parte, más grave aún era comprobar que el sentido de la historia se falseaba con ese tipo de inferencias. Sin importar cuán detallada fuera la investigación, «los datos que tenemos por la tradición acerca de la vida de algún gran hombre nos ofrecen en el mejor de los casos el motivo específico de un logro genial, pero nunca la conexión verdadera, la verdadera cadena de la causación».18 Ésta se originaba en las fuerzas económicas, políticas y culturales que mantienen a una colectividad en movimiento, en las condiciones materiales imperantes, en la lucha de clases y, en general, en las grandes corrientes vigentes en un tiempo y lugar. Una vez identificados los auténticos eslabones que vinculan la causa y el efecto, sólo restaba reconocer que el genio no constituye sino una «novedosa evolución, síntesis y generalización de estas principales tendencias vitales de una época».19

Pese a que queda aún por demostrar que en los grandes andamiajes de la sociedad, llámeseles lenguaje o infraestructura, se encuentra el motor omnímodo del acontecer histórico, Lukács identificó con lucidez un obstáculo insalvable del género que aquí nos ocupa. Se trata de la imposibilidad de sustraerse a los efectos de una mirada retrospectiva, aquella que explica un camino a la luz de la meta efectivamente alcanzada. Aunque con otros términos y enfoque, dicha objeción se ha vuelto un lugar común en nuestros días, sobre todo a raíz del conocido ensayo de Pierre Bourdieu, «La ilusión biográfica». Con la finalidad de controlar dicho sesgo, no menos recurrentes han sido los esfuerzos por poner en práctica un ejercicio de orden teórico y metodológico, consistente en poner entre paréntesis el futuro del pasado cuando éste se encuentra aún sin resolver.20 En el caso de la biografía intelectual, sin embargo, cualquier intento por plantear un porvenir abierto y restituir la contingencia se enfrentará con su propia impotencia. Ello responde a que la atención hacia los sujetos de carne y hueso deriva de un interés previo por su obra, punto de arranque sine qua non de todas sus inquisiciones. Desde esa óptica, reconstruir la trayectoria vital de Karl Marx únicamente adquiere relevancia por el papel que en la configuración del siglo XX desempeñó El capital. Y tan absurdo sería decir que el 22 de abril de 1724 nació el autor de la Crítica de la razón pura —a diferencia de un niño de nombre Immanuel—, como imaginar que alguno de sus biógrafos eligió una persona al azar sólo para descubrir, al filo de la investigación, que Kant engrosó con títulos imprescindibles el canon filosófico occidental.

Una forma acentuada de determinismo se inserta, por ende, en las raíces mismas de la biografía intelectual, dado que todo estudio de esta naturaleza se origina en un resultado comprobado para remontarse, a continuación, hacia el individuo que lo hizo posible. Cada momento en el itinerario vital se presentará así como el preludio de la obra, bajo cuya luz cobrará significado cualquier etapa anterior y se identificarán los signos que anuncian la siguiente. No parece haber, por lo demás, una estrategia que permita atenuar este rasgo, en la medida que el adjetivo «intelectual», implica una selección previa, relativamente acotada, y una orientación predeterminada. Ello se debe a que, más que un atributo descriptivo, el término instaura un modelo normativo que regula de antemano los criterios de relevancia y significación. De nada servirá replicar que el género no hace sino calcar el privilegio que el biografiado había acordado, en su propia vida, a las emanaciones de la mente, puesto que en esa respuesta se cifra otra de las críticas recurrentes contra esta variante biográfica. Se hace así referencia a los cuestionamientos en torno al gesto de elegir como objeto de análisis a personalidades señeras del ámbito cultural. Aunque por fortuna muy pocos se atreverán a afirmar abiertamente que el mundo del espíritu es privativo de las minorías egregias, la práctica resulta reveladora en sí misma, al centrarse de manera exclusiva en filósofos, científicos, artistas y, en general, en los mayores creadores y exponentes de la llamada alta cultura. Por consiguiente, el escollo radica, no sólo en que hasta tiempos muy recientes la palabra escrita representó la principal vía para preservar y conocer las ideas y creencias de los actores del pasado; de manera implícita, con ello también se sugiere que el acto de subrayar la dimensión intelectual, por encima de cualquier otra, carece de sentido cuando se lidia con personajes ajenos a las élites letradas.21

Si bien las facultades humanas —razón, imaginación y memoria— se distinguen por su universalidad, el carácter excluyente de la práctica biográfica explica que esta rama del género se haya convertido en un sinónimo de «vida del intelectual», sustantivo con que el siglo XX designó a quienes fundaron su autoridad para pronunciarse en la arena pública en su prestigio en el ámbito de las letras, las artes y las ciencias. Dos procesos paralelos se conjugaron para alcanzar esta definición. Uno se enraíza en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, momento en que se concibió a los portavoces de las luces como una variante moderna de los antiguos philosophes.22 El contexto exigía redefiniciones, dado que tanto los desvíos de la tecnología como la ceguera de las ideologías en aquel conflicto habían quebrantado la confianza en la potencia del espíritu y en su poder regulador. Con esos acontecimientos a la vista, resultaba necesario reevaluar el papel que desempeñaron las clases ilustradas en la contienda, así como el que les correspondería en el ya visible horizonte de reconstrucción. En un futuro marcado por una colectivización creciente, era menester absolverlas de su carga individualista, precisar sus tareas y características, examinar su radio de movimiento y determinar la naturaleza de sus derechos y obligaciones. Se trataba, dicho en pocas palabras, de adecuar sus funciones a los ritmos y necesidades del mundo contemporáneo.

A esa reconfiguración en el orden de las estratificaciones sociales habría que añadir el desarrollo de los medios de comunicación, elemento cardinal para comprender el lugar asignado a la figura del intelectual. Periódicos, revistas, editoriales, radio, espectáculos e instituciones constituyeron los espacios en que algunos individuos y sus redes se posicionaron y determinaron los criterios de validez o invalidez, de canonización o insignificancia, de los temas por discutir en la esfera pública. Así se entiende que de igual o mayor peso que el tenor de las ideas fuera el acceso a los foros que se abrían camino, junto con la progresiva amplitud de las diferentes tecnologías informáticas y de masas. Se iba de este modo apuntalando la idea del intelectual como conciencia crítica, es decir, como alguien provisto de la autoridad que el saber confería para orientar los más variados destinos colectivos. Ahora bien, la novedad que encierra esta figura se desprende de dos elementos en concreto, a saber, que el surgimiento del término, en su expresión sustantivada, se remonta únicamente a los primeros años de la pasada centuria. Igualmente determinante resulta observar los procedimientos que emplearon los miembros de las élites letradas para fabricar su propia ascendencia y tradición. En un certero balance inscrito en las coordenadas de la historia conceptual, Guillermo Zermeño destacó los factores que contribuyeron al desarrollo y desplazamiento semántico de la noción a lo largo del siglo XX: la expansión de los medios de comunicación y el proceso de mistificación a que dieron lugar los relatos de los propios actores. Al filo de uno y otro se verificó la «emergencia de una nueva esfera de opinión pública, enfocada en convertirse en la conciencia moral de la sociedad». Más aún, advirtió el autor,

la evolución del intelectual en el siglo XX no estará definida preponderantemente por el medio universitario, sino por su relación con los medios masivos de comunicación. Esta relación es la que convierte propiamente al «intelectual» del siglo XX en una figura pública y no tanto su pertenencia a un centro académico. Es la expansión de los medios de comunicación la que transformará al «intelectual clásico» en un comunicador.23

Ahora bien, en una época que ha anunciado el fin de las certidumbres y, junto con ellas, del siglo de los intelectuales, quizás resulte pertinente volver a definiciones más amplias e incluyentes.24 Podríamos retomar así aquellas que aluden, como en la sociología de Robert Merton, a «las personas en la medida en que se dedican a cultivar y formular conocimientos». Puesto que refiere «un papel social y no la totalidad de una persona», cualquiera desarrolla esa función en distintos momentos de su trayectoria, a reserva de que su actividad no se limite al mero gesto de reproducir noticias e informaciones.25 Se revertiría de este modo el proceso que, como por un efecto de la metonimia, hizo de una característica común a la especie la máxima expresión de un grupo reducido de personas, quienes, a su vez, se vieron despojadas de otros atributos distinguibles. Más aún, observar esta transformación semántica como resultado de una transferencia reciente en el orden de las representaciones conllevaría consecuencias de peso para los propósitos de la biografía intelectual. En primer lugar, ello nos recuerda que dicha dimensión constituye una propiedad colectiva, por lo que nada, en principio, proscribe que esta clase de estudios se centre en individuos distintos de aquellos que suelen integrar las filas de la intelligentsia, en su acepción tradicional. Desestimar el género por su pretendida naturaleza elitista se convertiría así en una crítica sin sustancia ni fundamento.

Además de responder a las crecientes exigencias por ocuparse de estratos más amplios de la sociedad, devolver la palabra «intelectual» a su función adjetival también permitiría, en segundo lugar, abrir un espacio a las nuevas concepciones del sujeto que emergieron tras advertirse el papel constituyente del lenguaje. Éstas ponen de relieve el carácter social, construido y negociado, de las representaciones del yo, así como los equívocos que subyacen en el gesto de interpretar a un actor como una conciencia autónoma, encapsulada en sí misma e independiente de las exigencias provenientes del mundo circundante. Pese a que en nuestros días pocos definirán al individuo como un «léxico encarnado», según la expresión de Richard Rorty, dichas propuestas, colocadas por lo general bajo el signo del estructuralismo, igualmente apuntan hacia el potencial error de presuponer una coherencia al interior del sujeto y emplear la narrativa como un medio eficiente para presentar, al filo de la cronología, una personalidad unitaria.26 Por el contrario, en la medida en que reacciona a las necesidades de su propio presente, a las opciones disponibles en los sucesivos escenarios y a las expectativas de otros, el individuo aparece como un enunciante en un entramado dialógico complejo. El reto consiste, por consiguiente, en descubrir los mecanismos que intervienen en la construcción identitaria, entendida como un proceso constante, pluriforme y multivectorial.27

Situada ante los desafíos de entender la constitución social de las identidades, tanto individuales como colectivas, y de examinar las prácticas discursivas, la biografía intelectual se emparienta, en términos de sus problemáticas centrales, con aquella rama de la disciplina histórica que se ha mostrado más sensible a las propuestas y elaboraciones originadas en el llamado giro lingüístico. Desde su surgimiento en la década de 1980, en efecto, la historia intelectual se ha caracterizado por el interés en dejar atrás la antigua historia de las ideas, asimilada con el idealismo filosófico y con el pensamiento abstracto. A contracorriente de aquellas posturas, ajenas a los hombres y a sus circunstancias concretas, también se ha esforzado por restituir los soportes materiales en que se producen las obras, al igual que sus condiciones sociales de emergencia. En esa línea igualmente se inscribe la voluntad de desprenderse de ciertas concepciones —como aquellas que revisten a los grupos ilustrados con los ropajes de la excepcionalidad— y la progresiva tendencia a atender las redes de sociabilidad, los circuitos de comunicación y las instituciones culturales que van moldeando cualquier diálogo intelectual. A ello se debe que este tipo de abordajes, sin descuidar o minimizar las dificultades inherentes al formalismo teórico, posea la virtud de mostrar que los modelos de conocimiento y los criterios de validez que prevalecen en un momento dado están ligados a los cambios que se suceden en el medio, junto con sus realineaciones, antagonismos y redes de alianzas.28

Este breve recuento de elementos y propuestas sugiere la pertinencia de entender la biografía intelectual a partir de un conjunto de métodos, herramientas y enfoques, a diferencia de una discriminación temática o de objetos. Al colocar el acento en las condiciones sociales de producción y en los mecanismos de recepción, este tipo de investigaciones se hallarán en la posibilidad de contrarrestar la tendencia a tratar las ideas como entes «flotantes que se desarrollan con orgullosa indiferencia ante la cruda realidad».29 No menos se podrá ofrecer interpretaciones más complejas acerca de los actores que guían el relato, se trate de los protagonistas habituales o de un repertorio amplio de la sociedad. En el fondo, en la necesidad de intentar comprender, no sólo teoremas y principios abstractos, sino por qué un autor pensó como lo hizo, así como los móviles de su actuación y pensamiento, se encuentra una noción del saber más abarcadora, una que se interesa por lo ideal y lo mundano, por lo que perdura y lo perecedero. Y es que sólo al colocarse en un punto intermedio entre el discurso y las prácticas que lo acompañan, la biografía intelectual recobrará su pertinencia como forma de conocimiento y la habilidad para responder a los retos del mundo contemporáneo.

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Notas

1 Benôit Peeters, Derrida, pp. 15-16.

2 A este respecto, cf. Randall Collins, Sociología de las filosofías, pp. 1-17.

3 Sor Juana Inés de la Cruz, «Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz», pp. 459-460. A propósito del estudio que dedicó a la monja jerónima, Octavio Paz mencionó los equívocos en que incurre toda biografía, en la medida en que «la vida no explica enteramente la obra y la obra tampoco explica a la vida. Entre una y otra hay una zona vacía, una hendedura». El prejuicio intelectualista se manifiesta, sin embargo, cuando líneas más adelante define el contexto en términos exclusivamente literarios: «aunque nos parezca única —y aunque, en efecto, lo sea— es evidente que la poesía de sor Juana está en relación con un grupo de obras, unas contemporáneas y otras que vienen del pasado, de la Biblia y los Padres de la Iglesia a Góngora y Calderón. Esas obras constituyen una tradición y por eso se le aparecen al escritor como modelos que debe imitar o rivales que debe igualar. El estudio de la obra de sor Juana nos pone inmediatamente en relación con otras obras y éstas con la atmósfera intelectual y artística de su tiempo, es decir, con todo eso que constituye lo que se llama “el espíritu de una época”», Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz, pp. 19-20.

4 De acuerdo con los análisis oriundos de la teoría crítica, en este gesto se expresa una faceta del espíritu administrativo, que desde la era ilustrada tiende a vaciar la cultura de su dimensión pragmática y, con ello, de sus funciones políticas y de resistencia. «Mientras se desarrolle de alguna manera algo ajeno, no aprovechable —escribió Theodor W. Adorno—, ha de iluminar por ello mismo la praxis dominante en su aspecto cuestionable: el arte ha tenido en otro tiempo un impulso polémico, secretamente práctico, y ello no, ante todo, gracias a intenciones prácticas manifiestas, sino justamente mediante su modo de ser impráctico», Theodor W. Adorno, «Cultura y administración», p. 61. La distinción entre lo «útil» y lo «inútil», así como la desigual valoración de cada uno, se encontraría en la base de las delimitaciones que definen el campo «intelectual».

5 Las aporías que rodean la empresa biográfica aparecen en que igualmente problemático es sostener una hipotética unidad del sujeto.

6 Michel Houellebecq, Soumission, p. 48. Mi traducción.

7 Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, p. 36; François Dosse, El arte de la biografía, p. 377.

8 Véase en este sentido Emilio Uranga, ¿De quién es la filosofía?, en donde se sirve de la teoría de las descripciones de Bertrand Russell para distinguir entre el autor y la obra.

9 Jorge Luis Borges, «Borges y yo», p. 808.

10 Alejandro Toledo, «Había mucha Rivera Garza o Juan Rulfo o no sé qué».

11 Alejandro Estrella, Libertad, progreso y autenticidad, p. 13.

12 Henri Bergson, «Instructions concernant ma biographie», apud François Dosse, El arte de la biografía, p. 377. Cursivas en el original.

13 Cf. Mónica Bolufer, «Multitudes del yo», pp. 89-96.

14 Biographia Britannica, p. 1575-1577. Mi traducción.

15 En términos estrictos, recuerda Lionel Gossman, una anécdota es la «narración de un incidente inconexo o de un acontecimiento singular, relatado como si fuera en sí mismo interesante y sorprendente», Lionel Gossman, «Anecdote and History», p. 148. Acerca de la diferencia entre detalles y curiosidades, apuntó José Enrique Ruiz-Domènec: «Un detalle se inserta en una realidad compleja y es posible dedicarse a estudiar sólo el detalle …. Nos interesa perseguir hasta el fondo ese detalle y, al perseguirlo, lo insertamos en el río. Ésa es la labor del historiador. Cuando lo dejamos colgado, se convierte en una curiosidad», José Enrique Ruiz-Domènec, «La historia en perspectiva», p. 290.

16 Georg Lukács, La novela histórica, p. 381. Cursivas en el original.

17 Ibid., p. 384.

18 Ibid., p. 385.

19 Ibid., p. 382.

20 Se trata, en particular, de aquellos lineamientos que Max Weber expuso en «Estudios críticos sobre la lógica de las ciencias de la cultura».

21 A ello responde, en palabras de Edward Acton, que «entre la década de 1950 y la de 1980, el prestigio de la biografía como género gradualmente decayó entre los historiadores profesionales. Parecía burdo. En parte era porque la preocupación de la disciplina por los procesos económicos, sociales, políticos y culturales más amplios le dio a las historias de las vidas individuales un aire anticuado, agravado por el hecho de que se ocupaban predominantemente de hombre blancos privilegiados. Pero el declive en el estatus también reflejó la creciente comprensión de que incluso la biografía más detallada no puede hacer más que escasa justicia a las oscilaciones de la persona y, dada la incapacidad psicológica hasta el momento para proporcionar una metodología creíble, fracasa en penetrar en algún yo interno inalterable», Edward Acton, «La biografía y el estudio de la identidad», p. 197.

22 A este propósito resultan de interés las reflexiones de Hans-Ulrich Gumbrecht, «¿Quiénes fueron los philosophes?».

23 Guillermo Zermeño, «La invención del intelectual en México», p. 382.

24 Cf. Ilya Prigogine, El fin de las certidumbres.

25 Robert Merton, «Papel del intelectual en la burocracia pública», p. 289. Cursivas en el original.

26 Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, p. 119.

27 En opinión de Hans Erich Bödecker —de quien retomo el balance sobre las perspectivas abiertas a la biografía tras el giro lingüístico y a raíz de las propuestas de corte estructuralista—, a ello se debe, que «la historia de la escritura biográfica esté vinculada de manera indisociable con la historia social de la individuación. La biografía sería entonces el espejo de las interpretaciones dominantes en cada momento de la individualidad. En ese sentido, los enfoques biográficos no sólo afirman la individualidad, no sólo representa lo que ha sido, sino que también historizan el proceso de llegar a ser», Hans Erich Bödecker, «Biographie. Annäherungen an den gegenwärtigen Forschungs- und Diskussionsstand».

28 Para un panorama sintético sobre las principales escuelas y corrientes que se han desarrollado desde mediados del siglo XX, es posible consultar François Dosse, «La historia intelectual después del linguistic turn».

29 Richard Fox, «Did Friedrich Schelling kill August Böhmer and does it matter? The Necessity of Biography in the History of Philosophy», p. 135.

Sobre la autora
Aurelia Valero Pie es licenciada en Filosofía por la Universidad París I, Sorbonne-Panthéon. Obtuvo la maestría en Historia de la filosofía en la Universidad París IV, Sorbonne, y en Filosofía contemporánea en la École Normale Supérieure. En el año 2012 se recibió como doctora en Historia por El Colegio de México. Es autora del libro José Gaos en México: una biografía intelectual, 1938-1969 (2015); coordinadora de Los empeños de una casa. Actores y redes en los inicios de El Colegio de México, 1940-1950 (2015); y editora de Filosofía y vocación (2012), volumen que reúne ensayos de José Gaos, Ricardo Guerra, Alejandro Rossi, Emilio Uranga y Luis Villoro.