Número 80

Adorno y la justicia en las sociedades posfascistas

Stephanie Graf

El asesinato del criminal puede ser moral… jamás su legitimación.
Walter Benjamin, Calle de sentido único

La justicia de la posguerra: crónica de un fracaso espectacular

En los últimos años se vivieron en Alemania varios procesos penales de carácter particular: una y otra vez hombres y mujeres ancianos fueron llevados al banquillo de los acusados por crímenes que cometieron hace setenta años. Cuando eran jóvenes, y algunos incluso menores de edad, participaron activamente en el asesinato masivo administrado por el régimen nazi. En 2015 Oskar Gröning, quien fue miembro de las SS, era condenado, a sus 94 años, a cuatro años de prisión por complicidad en el asesinato de 300 000 personas.1 De la misma edad era Reinhold Hanning cuando se inició en 2016 un proceso en su contra: fue acusado de complicidad en el asesinato masivo. Hanning, un antiguo miembro de las SS, había servido durante dos años y medio como vigilante en Auschwitz, apoyando el asesinato diario de miles de personas en las cámaras de gas. Murió un año después de haber sido condenado por su participación en el exterminio masivo y antes de empezar a cumplir su pena de cinco años de arresto, puesto que el juicio todavía no entraba en vigor por interposición de recursos.2 En veinticinco casos más, los procesos judiciales fracasaron porque los acusados fallecieron mientras las investigaciones estaban en curso o se encontraban en un estado sin facultades de ser procesados (por demencia u otros problemas graves de salud).3 Las imágenes de ancianos decrépitos situados ante el juzgado por crímenes que cometieron hace más de setenta años, tienen algo desconcertante. Y eso menos por la duda de su facultad de ser procesados o por objeciones por la prescripción de un crimen que fue perpetrado hace tanto tiempo,4 sino por la pregunta sobre la justicia después del nacionalsocialismo: ¿cómo fue posible que durante tantos decenios estos criminales vivieran de manera impune, como ciudadanos respetados entre nosotros?

Esta pregunta apunta hacia una problemática compleja que sin duda se podría llamar el fracaso de la justicia de la posguerra en Alemania. Después de los procesos espectaculares iniciados por los aliados en Núremberg no se oyó mucho de los responsables de las inimaginables atrocidades cometidas durante el nazismo. Proceder judicialmente en contra de miembros de la NSDAP y las SS constituyó una parte crucial de la política de la desnazificación que implementaron los aliados y que apuntaba en esencia a la disolución del nacionalsocialismo organizado, con la finalidad de liberar las sociedades alemanas y austriacas de toda clase de su influencia en las instituciones públicas. Sin embargo, ya en 1951 se aprobó la ley que puso un punto final a la desnazificación, asegurando a miles de exmiembros de la NSDAP la posibilidad del regreso a los cargos públicos de la nueva república.

La Guerra Fría había provocado un cambio de prioridades en la política de las potencias occidentales, ya que se requería una relación amistosa con la República Federal Alemana como aliada fuerte en la región. Konrad Adenauer se esforzó por el apego a las potencias occidentales y simultáneamente por la rehabilitación de exnazis para el servicio público. Es así como Hans Globke, quien como jurista prominente en el ministerio interior nacionalsocialista había participado en la elaboración de las leyes raciales de Núremberg, regresó a la jefatura de la Cancillería Federal en 1953. Su caso sólo es un ejemplo de la continuidad desconcertante permitida por la política de integración durante la década de 1950. El llamado Wirtschaftswunder (el «milagro económico» alemán de esta década) mantenía ocupada y contenta a la población alemana. No sorprende que predominara el deseo de poner un punto final al pasado, ya que se estima que varios cientos de miles de personas participaron en los crímenes; es decir, no solamente como miembros del partido o simpatizantes, sino como artífices activos de los asesinatos, ya fuera como miembros de las SS, de ciertas unidades de la Wehrmacht o como personal en los campos de exterminio.

En contra de esto, el número de responsables que el Tribunal Militar Internacional convocó a rendir cuentas por vía judicial se perfilaba como ridículamente pequeño: treinta y un criminales nazis de alto rango fueron condenados en el proceso de Núremberg y alrededor de ciento cincuenta fueron condenados en los procesos sucesivos. La gran mayoría de los responsables del genocidio continuaron sus vidas sin ser perturbados, y sólo algunos se vieron forzados a pasar a la clandestinidad en el extranjero o a vivir en Alemania con algún nombre falso.

En la década de 1960 se llevó a cabo otro esfuerzo para llevar a los responsables del genocidio al banquillo de los acusados. La captura de Adolf Eichmann en Argentina y su condena en Israel fue tal vez lo que provocó un giro en el manejo del pasado nacionalsocialista, también en Alemania, planteando la necesidad de poner un alto a la impunidad. En tres procesos que se llevaron a cabo en Fráncfort se pretendía hacer responsables al personal de alto rango que mantuvo funcionando la maquinaria de exterminio.5 El fiscal Fritz Bauer, responsable de los procesos de Auschwitz, fracasó en su intento de llevar a Eichmann a un proceso en Alemania. Su esfuerzo de llevar a otros responsables del genocidio a juicio fue retrasado y saboteado por la misma continuidad personal en los cargos públicos. La investigación de los criminales nazis fue dificultada por el aparato administrativo de la propia fiscalía alemana. Bauer no confiaba en el sistema alemán de justicia: el interés de muchos exnazis que ahora ocupaban puestos en el servicio público radicaba en disimular y encubrir a los criminales. El fiscal declaró que incluso en su propio departamento se filtraba información relevante, se desaparecieron actas y se saboteó el curso de las investigaciones.6 Por ende, los logros de los procesos de las décadas de 1960 y 1970, alabados por la opinión pública internacional, fueron limitados.

Si el fiscal Fritz Bauer subrayaba la intención educativa de los procesos, hay que tener presente que en Alemania y Austria el ambiente público estaba cargado de hostilidad frente a los procesos, empezando por el proceso contra Eichmann:7 una sociedad de cómplices y simpatizantes con el nazismo tendía a justificar o a negar las atrocidades cometidas por funcionarios del régimen, argumentando que las acciones de estos criminales en el momento en que fueron perpetrados estaban autorizadas por la autoridad legal de este momento. Si es verdad que estaban ejecutando meras órdenes, no se les podía acusar de haber tenido la intención de asesinar; o, en otras palabras, se argumentaba que no tenían libertad de decisión sobre sus acciones. Si bien se pudo comprobar que ningún miembro de las SS fue forzado a matar a presos y ningún soldado de la Wehrmacht fue amenazado si se negaba a disparar a la población civil, la pregunta por la libertad de decisión queda vigente: nuestro sistema legal se basa en la suposición de que sólo se puede hacer judicialmente responsable a alguien que actúa bajo libre voluntad.

¿Libre albedrío o El triunfo de la voluntad?

Si se toma en cuenta que en todos los sistemas jurídicos modernos se contemplaba la pregunta sobre la imputabilidad jurídica, el código penal alemán prevé restricciones en caso de que no se compruebe esta libertad. El artículo 20 del código penal sostiene que:

…actúa sin culpa quien, en el momento de cometer el crimen por una perturbación mental, por una perturbación del conocimiento, por debilidad mental o por otra anomalía mental, no sea capaz de reconocer lo reprochable de su acto o comportarse según este reconocimiento.8

Si bien la restricción de la culpabilidad que aquí se presenta no se aplicó a los acusados responsables del genocidio (ya que no se les diagnosticó en lo general ningún trastorno mental), en esto se puede reconocer sin dificultad que el sistema legal se basa en la asunción del principio de la libre voluntad —conectada a la comprensión de la injusticia— para condenar a un criminal. Se contempla la posibilidad de que un perpetrador no sea culpable por falta de voluntad para perpetrar un crimen. Tomando la legislación del código penal como punto de partida para pensar el problema de la responsabilidad por crímenes cometidos colectivamente y bajo autorización legal, podríamos imaginar una defensa de Eichmann y compañía bajo el argumento de que no habría sido «capaz de reconocer lo reprochable de su acto o comportarse según este reconocimiento». Si bien estos criminales no estaban mentalmente enfermos, actuaban bajo una fe ciega en la autoridad y motivados por un antisemitismo extremo. Fácilmente uno se puede imaginar al defensor astuto que apela a estos argumentos como restricciones de la conciencia y la libertad de decisión, recurriendo a las investigaciones practicadas por la psicología social bajo signos inversos: modelos que explican el antisemitismo como una psicosis colectiva de ninguna manera se pueden desechar como abstrusos o apologéticos de los criminales;9 pero, al ser integrados en un debate que no va más allá de las definiciones sutiles de la argumentación legal, podrían servir incluso para exculpar a los genocidas. Ese tipo de paradojas confirma una observación formulada por Theodor W. Adorno en Dialéctica negativa: ni el derecho penal, ni todo el sistema legal que se erigió basado en la hipóstasis de individuos libres y autónomos, están a la altura de responder a esas preguntas sin recurrir a la filosofía.10

Hoy en día, la reflexión sobre la problemática de la voluntad que se mueve en la tensión entre los polos de la libertad y del determinismo suenan casi como de otra época. No obstante, Adorno opone resistencia a los que declaran el problema de la libre voluntad como un problema simulado, basado en conceptos imprecisos. El aparente defecto de esa imprecisión llevó a que la pregunta se dejara en manos de las ciencias particulares y que su respuesta no estuviera exenta de arbitrariedad, muchas veces según la adhesión a ciertas tendencias políticas. Sin embargo, no se puede prescindir de la pregunta de si la voluntad es libre. De la respuesta a este problema sigue dependiendo todo sistema de justicia en un Estado de derecho, y en un plano más general, toda consideración en torno a los problemas de la moral y la ética. La solución no puede residir en negar la imposibilidad de una definición limpia de los conceptos de «voluntad» y de «libertad». Más bien, esa imposibilidad tiene que ser integrada en su propia determinación, y en eso consiste una de las tareas que se propone explorar Adorno en Dialéctica negativa.

El hecho de que ni la voluntad ni la libertad se dejan fijar como algo existente o algo óntico, en otras palabras, el hecho de que no tengan un sustrato natural, no significa que momentos particulares de la actividad humana no se dejen captar bajo esos conceptos. La solución de la epistemología pre-dialéctica no es suficiente, critica Adorno: la presuposición de la estructura monadológica de la voluntad y de la libertad le otorga cierta elegancia, pero se queda en una abstracción que no le puede hacer justicia a los problemas reales. Ésta es una de las tesis a las que llega Adorno a través de su crítica monumental al sistema moral de Kant. El sujeto que toma las decisiones frente a las cuales nos podemos preguntar si son decisiones libres o no libres, es un sujeto empírico. Es el comandante del campo de concentración, el soldado del ejército alemán que dispara a la población civil, el espectador indiferente que pretende no haber sabido de nada. Todos ellos son sujetos históricos concretos, insertos en un contexto, en una sociedad. Suponerlos como sujetos en sí, transcendentales y abstractos, negaría su mediación por todos los demás sujetos y su dependencia a su entorno social. Este dilema tampoco se resuelve afirmando una falta de libertad, porque esa falta también se localizaría en el individuo disociado; pero el individuo, en esencia, no es alguien disociado de la sociedad.11

No se puede hablar de una libertad existente, ni ontologizar la falta de libertad como condición esencialmente humana; una contradicción real y no sólo conceptual que ha ocasionado el desplazamiento del problema de la libertad de los debates académicos. Adorno se opone vehementemente a este desplazamiento, convocando a retomar el debate. El hecho de «que la libertad pasa de actualidad sin haberse realizado no se debe aceptar como una fatalidad».12 En resumen, si reconocemos que la contradicción entre la libertad y la determinación del individuo es una contradicción en el nivel de la sociedad y no de los conceptos, su resolución se tiene que llevar a cabo en el nivel de la sociedad.

Por lo tanto, Adorno no exige la abolición de la pregunta de si la voluntad es libre, sino su vuelta de tuerca mediante la filosofía de la historia: la reflexión misma en torno a la libertad y el determinismo es de naturaleza histórica y habría que preguntarse también si la libertad misma es esencialmente histórica; y con eso Adorno no se refiere solamente al concepto de libertad, sino también a su contenido, a su referente:

A épocas y sociedades enteras les hacía falta, del mismo modo que el concepto de libertad, también la cosa. […] Antes de que el individuo se formara en el sentido moderno que Kant daba por sentado, el cual se refiere no solamente al individuo biológico, sino al constituido como unidad por la autorreflexión de éste […], hablar de libertad, sea real o exigida, es anacrónico.13

Suponer que existe un desarrollo cronológico y lineal que lleva las sociedades de una voluntad comunitaria a una voluntad libre e individual conduciría a un error: la confianza en tal progreso fue desmentida violentamente por la ideología nacionalsocialista que construyó una noción de voluntad que expresa la puesta en práctica de un proyecto colectivo. Una película de propaganda como El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl, de una belleza estremecedora pero alarmante, estetiza tal noción: la voluntad se disocia de la noción del individuo libre que toma decisiones autónomas y se construye como la canalización del interés de todo un pueblo. Bajo este concepto de voluntad, personas concretas sólo sirven como instrumentos que manifiestan la voluntad del pueblo.14 Bajo este régimen crecieron seres humanos particulares que de ninguna manera se constituyeron como individuos en el sentido de consolidarse «como unidad por la autorreflexión». Este lema, que resume los rasgos de la subjetividad moderna en una frase, de ninguna manera fue el ideal que esta sociedad se propuso. La sociedad nacionalsocialista, e incluso la sociedad que le precedía, exigía a sus miembros constituirse de manera completamente diferente, y esa exigencia se empezaba a transmitir desde la temprana infancia: la exigencia apuntaba a consolidarse como encarnación de la voluntad del pueblo. Categorizar a esas personas bajo el marco legal que se basa en individuos reflexivos, autónomos y dotados de libre albedrío representa para Adorno un problema.

Ni en la sociedad nacionalsocialista ni en la nuestra se puede hipostasiar la autonomía del individuo. Pero, como subraya Adorno, eso no se debe malentender: la individuación, es decir, la separación real del individuo de la sociedad, sí existe. El principio de la individuación, que se presenta en forma del aislamiento de cada uno de los miembros de la sociedad, no produce libertad real, sino solamente libertad aparente. En palabras de Adorno, ese principio es el velo bajo el cual la libertad y su ausencia aparecen como lo primario.15 Así, simula autarquía del sujeto y encubre el carácter no-reconciliado de lo interior y lo exterior. Una vez que se entienda eso, la libertad y la no-libertad se conciben no simplemente como contrapuestas, sino una en otra (ineinander): «los seres humanos son “no-libres” en cuanto pertenecen a lo exterior, y este exterior es a su vez ellos mismos».16 La tarea del pensamiento consiste, según esto, en hacer transparente esa determinación. No se prescinde del concepto de libertad, pero se tiene que comprender la libertad como un momento o un punto de unión, y no como un sustrato inamovible.

«En casos tremendos…»

Siguiendo las reflexiones que emprende Adorno en Dialéctica negativa, los criminales nazis fueron educados en una sociedad autoritaria y represiva y, como seres humanos, mutilados de su libertad de decisión desde su temprana infancia. Quizás sorprenda que Adorno le conceda la razón a Bertolt Brecht, afirmando que el problema no consiste en que los seres humanos libres actúan de manera mala, sino el problema es que aún no haya un mundo en el que no tienen que ser malos. En este contexto, trae a colación el verso de Karl Kraus «Was hat die Welt aus uns gemacht!» («¡Qué es lo que el mundo hizo de nosotros!»). En otras palabras, es la sociedad la que hace de los individuos lo que son; una exclamación que suena peligrosamente apologética si se aplica a los responsables de los crímenes masivos cometidos por el nazismo. Pero Adorno no sería Adorno si se hubiera quedado en el plano de la justificación.

Dorothea Razumovsky, periodista alemana que junto a su esposo frecuentaba a Adorno en privado, cuenta un episodio interesante ocurrido durante una velada amigable poco después de la captura de Eichmann en Argentina en 1961. Todavía no se dictaba su sentencia, y la cuestión sobre una condena apropiada estaba en el contexto del debate en todo el mundo. Adorno y Horkheimer estaban presentes esa noche en la que se desató una discusión acerca de la legitimidad de la pena de muerte. El hecho de que implementar la pena de muerte podría significar una carga grave para el Estado joven de Israel se constató por unanimidad. No obstante, las razones con las que fundamentaron esta crítica diferían. Según lo que reporta Razumovsky, Adorno subrayaba la obligación de la corte de comprobar la culpa individual del perpetrador y la pregunta sobre la imputabilidad jurídica, tal y como se abordó anteriormente. Claramente Adorno dudó de la capacidad de distinguir entre lo justo y lo injusto por parte de alguien inserto en el sistema delirante del nacionalsocialismo. En ese contexto, comprender la condena como intimidación se presentaría como un sinsentido, y considerarla como una especie de penitencia sería problemático. Horkheimer aparentemente le contradecía vehementemente: no se trataba de un individuo que se encontraba en el banquillo de los acusados, sino de todo el régimen nazi, incluso del antisemitismo mismo. No sería suficiente condenar al perpetrador individual, incluso podría ser contraproducente por sugerir que se haya efectuado justicia y con eso podría poner el punto final que se esperó durante tanto tiempo. Su propuesta era entonces tratarlo como un símbolo, «marcarle a fuego el signo de Caín y dejarlo correr como un perro sarnoso».17

Razumovsky interpreta esa discrepancia de opiniones con el hecho de que Horkheimer seguía una concepción moral que correspondía al Viejo Testamento, mientras que Adorno se inclinaba más a una argumentación conectada al Nuevo Testamento. Si bien esa interpretación es sugerente, se queda corta, tal vez por quedarse en unos comentarios que Adorno y Horkheimer dejaron caer espontáneamente bajo la impresión de los sucesos alrededor del proceso Eichmann. Si regresamos al texto de Dialéctica negativa, encontramos una reflexión mucho más elaborada sobre la pena de muerte en conexión con los responsables del genocidio:

Fritz Bauer hizo notar que los mismos personajes que demandaron con cientos de argumentos dudosos la absolución de los verdugos de Auschwitz, eran partidarios del restablecimiento de la pena de muerte. En esto se concentra el estado más reciente de la dialéctica moral: la absolución sería la injusticia desnuda, la expiación justa se dejaría contaminar por el principio de la violencia sancionadora [zuschlagende Gewalt], mientras que sólo resistir a éste significaría humanitarismo. La frase de Benjamin de que la ejecución de la pena de muerte puede ser moral, pero nunca su legitimación, profetiza esta dialéctica. Si se hubiera fusilado enseguida a los encargados de la tortura junto con sus jefes y sus patrocinadores adinerados, eso hubiera sido más moral que procesar a algunos de ellos.18

La opinión de que fusilar a los responsables inmediatamente hubiera sido un acto más cercano a la idea de justicia que un proceso legal, puede parecer a primera vista poco sostenible. ¿Dónde quedaría la división de poderes, el registro de pruebas, el derecho del acusado a defenderse? ¿Acaso Adorno propone renunciar a los principios fundamentales de un Estado de derecho? De hecho, con esa pequeña frase Adorno se ganó la reputación de argumentar en el mismo nivel que los adeptos del linchamiento. Sin embargo, si se lee bien el argumento presentado en este párrafo, se entiende precisamente todo lo contrario: Adorno parte de la observación de que la institucionalización de la pena de muerte es propagada por los fascistas mismos, y eso no es una mera coincidencia. Arrogarse la facultad de juzgar que la pena de muerte sea la condena justa contagia a la institución que actúa de la misma manera: adopta el principio de la violencia punitiva como suyo y se convierte por su parte en una institución represiva. Además, pasaría por alto la imposibilidad de una penitencia en el sentido compensatorio: no hay castigo posible para una persona que contrapesaría la tortura y la muerte de millones de personas inocentes. Para estos muertos, no hay justicia posible, e implementar el castigo sería sólo un simulacro.

Si Adorno trae a colación la frase de Benjamin, del texto Calle de sentido único, de que el asesinato del criminal pueda ser moral, pero jamás pueda ser moral su justificación,19 es para confirmar la diferencia entre el acto de matar y su institucionalización. También expresa una duda profunda frente a cualquier sistema abstracto que subsume y juzga un acto particular bajo su red de categorías sin asumir las contradicciones que puedan resultar de tal aplicación. Esa crítica se entiende aún mejor echando una mirada a otro texto de Benjamin donde se hace una afirmación parecida: se trata del ensayo temprano Zur Kritik der Gewalt (Para una crítica de la violencia). Aquí, Benjamin afirma que sería equivocado fundamentar la condena de un asesinato de un hombre por otro en la prohibición de matar: la prescripción «no figura como medida para el juicio, sino solamente como modelo de conducta para la persona actuante o la comunidad, quienes tienen que ahondarse en ella en su soledad y quienes, en casos tremendos, tienen que asumir la responsabilidad de prescindir de él».20 Detrás de esas reflexiones hay una crítica profunda a dos prejuicios que por lo regular se oyen en todo debate sobre la posibilidad de asesinar al criminal. Primero la noción de la sacralidad de la vida desnuda, y segundo, la noción simplificada de la ley moral como medida del juicio sobre la acción. En lo que concierne a la primera, Benjamin insiste que no se puede hablar de la sacralidad de la existencia desnuda del ser humano. De ninguna manera, argumentará en ese texto, se puede declarar que la existencia humana en condiciones de injusticia y terror es más o igualmente sagrada que una existencia apegada a la idea de justicia. Por tanto, condenar el asesinato del criminal apelando a la sacralidad de toda vida, le parece un argumento reaccionario. En lo que concierne a lo segundo, Benjamin explica que la prescripción, y aquí se refiere a la prescripción bíblica, no sirve como fundamento para un juicio sino más bien debe servir como pauta para la acción. Concede la existencia de casos tremendos en los que se ha de prescindir de la prescripción, en ese caso, de la prohibición de matar.

¿Es el caso de los criminales nazis un caso tremendo de esa dimensión? Responder a esa pregunta de manera abstracta caería en la justificación que, según Benjamin, no tiene posibilidad de ser moral. No se emprenderá aquí, y tampoco era la intención de Adorno, asegurar en bloque que todos los criminales nazis se hubieran tenido que fusilar. Sus consideraciones están hechas retrospectivamente, frente al escándalo en el que se convirtió la alternativa: dejarlos vivir impunes durante decenios, concederles derechos de los que sus víctimas en los campos ni siquiera se permitieron soñar, poner en escena procesos espectaculares que abiertamente se instrumentalizaron para propósitos distintos que la justicia, la insolencia de negociar sobre los números de asesinados, la posibilidad de que murieran de viejos antes de tener que justificarse frente a un tribunal. Visto desde su futuro, desde el lugar de las alternativas malas, Adorno puede ver relampaguear, como un momento de su crítica, un acto que nunca tuvo lugar en la luz de su justicia: fusilar a los responsables por aplicación de la ley marcial. No se detiene en ese momento ni lo convierte en una agenda o intenta deducir reglas abstractas para otros casos por venir. Se mantiene incansablemente en la crítica, en la denunciación de lo que hay de falso en las posibilidades que se eligieron. Para una teoría de la justicia, eso significaría lo siguiente:

La contradicción de pregonar determinismo empírico y al mismo tiempo condenar a los monstruos normales — según esto, lo que quizá se debería hacer es soltarlos— no puede conciliarse por ninguna lógica de orden superior. Una justicia teóricamente reflexionada no debe temer. Si no la apoya ella misma a tomar conciencia, entonces empuja, como cuestión política, a la continuación de los métodos de tortura, que el inconsciente colectivo espera de todas maneras y cuya racionalización acecha; sea como sea, hasta aquí concuerda con la teoría de la disuasión. En la ruptura confesada entre una razón del derecho, que concede a los culpables por última vez el honor de una libertad que no merecen, y la comprensión de su real no-libertad, la crítica del pensamiento identitario de la lógica de la consecuencia [am konsequenzlogischen Identitätsdenken]se vuelve moral.21

Acaso la ponderación de Razumovsky sobre la posición de Adorno fue algo precipitada: el argumento que escuchó en esa conversación acerca de la imputabilidad de la culpa se puede entender a la luz de Dialéctica negativa, más que como moral neotestamentaria, como una crítica inmanente de los fundamentos del sistema del derecho. Según sus propios criterios éste tendría que comprobar, además de la culpa individual del procesado, que el acusado dispone de imputabilidad jurídica. Pero como el nudo entre libertad y determinismo no se puede cortar tan fácilmente, se abre un abismo entre el ser humano histórico concreto y el sujeto del derecho abstracto.

Conclusiones

Es difícil aceptar que las atrocidades que se cometieron durante el nazismo en su gran mayoría quedaron impunes. Está de más profundizar nuevamente en las condiciones geopolíticas que no privilegiaron la persecución de los criminales y la falta de interés desde la propia sociedad posnazista. La participación masiva de grandes partes de la población en los asesinatos dificultó la identificación de personas a las que se les pudiera comprobar culpa individual, y en sentido estricto no podemos hablar de individuos libres como el sistema de derecho los presupone. Todas estas situaciones convirtieron a la justicia de la posguerra en una farsa de tal magnitud que se burla de cualquier idea de justicia para las víctimas. Desde esa comprensión Adorno reconoce que si la condena de muerte le hubiera seguido inmediatamente a la caída del régimen, esto se hubiera acercado más a una idea de justicia.

Sin justificar el linchamiento o ponerlo en su agenda, a partir de esa comprensión emprende una crítica al pensamiento jurídico que encubre las contradicciones reales: que trata a los responsables del genocidio como individuos dotados de razón y libre albedrío aunque no lo fueran, que pretende que exista una condena justa cuando no existe castigo imaginable para este crimen; en otras palabras, una crítica de una lógica encubridora de las contradicciones reales. Su demanda consiste en reconocer la ruptura entre la razón del derecho, que se basa en la suposición de sujetos autónomos e independientes, y la comprensión de que el ser humano concreto (aún) no se constituye con tal libertad. Sólo a partir de un reconocimiento de las contradicciones reales se puede avanzar hacia una teoría del derecho más cercana a la justicia.

Bibliografía

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1 Cf. Heinrich Wefing, «Strafzumessung in Grauzonen».

2 Cf. «Früherer Auschwitz-Wachmann Hanning ist tot».

3 Cf. Denise Peikert «Aufklärung der NS-Verbrechen – Das Scheitern des letzten Versuchs»; Sonja Jordans, «Deutschland und die letzten NS-Prozesse».

4 El problema de la prescripción de crímenes cometidos durante el régimen nacionalsocialista ocasionó un debate público de gran magnitud en la década de 1960. El Bundestag decidió en 1969, después de una controversia dura y en contra de la opinión pública, que la prescripción de crímenes en relación con genocidio se suspendía. Desde 1979 también se excluía todo asesinato y la asistencia al asesinato de la prescripción. Para más detalles véase la página web del Bundestag:
https://www.bundestag.de/dokumente/textarchiv/24031343_debatten04/199958.

5 Bajo el nombre «procesos Auschwitz» se subsumen seis procesos penales, en los años 1963-1965 (primer proceso Auschwitz), los años 1963-1966 (segundo proceso Auschwitz) y 1965-1966 (tercer proceso Auschwitz) y tres procesos sucesivos en la década de 1970. También fuera de Alemania se llevaron a cabo procesos similares, un ejemplo es el proceso Auschwitz de Cracovia.

6 La situación inquietante de alguien como Fritz Bauer, quien, siendo el mismo sobreviviente de los campos de concentración, se dedicó a la prosecución penal de criminales nazis dentro de un aparato judicial que está infiltrado por exnazis llegó del sabotaje de las investigaciones hasta amenazas de muerte. La película El caso Fritz Bauer (Der Staat gegen Fritz Bauer), dirigido por Lars Kraume en 2015, consigue captar el ambiente paranoico al que estaba expuesto el fiscal, oponente solitario de la impunidad en el seno de una sociedad que sólo en el papel se declaraba como postnacionalsocialista.

7 La oposición en contra del proceso de Eichmann se alimentó también de sutilezas legales que sostenían la ilegalidad de la captura de Eichmann en Argentina por la falta de un acuerdo de extradición entre Israel y Argentina.

8 Artículo 20 del Código penal alemán, según https://dejure.org/gesetze/StGB/20.html.

9 El reconocido psicoanalista Ernst Simmel, que colaboró con Adorno, Horkheimer y otros en el estudio monumental sobre la personalidad autoritaria promovido por el Instituto de Investigaciones Sociales, había desarrollado el modelo de la psicosis colectiva para explicar el antisemitismo: si los trastornos individuales de personalidad fuerzan al individuo a negar la realidad y apartarse de ella, el antisemitismo constituye una especie de refugio para regresar a la realidad, debido a que su delirio persecutor es compartido por muchas personas más. De esa manera, el individuo afectado puede mantenerse en una posición de integración social y funcionar normalmente dentro de la sociedad. Cf. Ernst Simmel, Antisemitismus.

10 Theodor W. Adorno, Negative Dialektik. Jargon der Eigentlichkeit, p. 215.

11 Ibid., p. 213.

12 Ibid., p. 215.

13 Ibid., pp. 217-218.

14 La pelicula El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens) de 1935, dirigida por la célebre Leni Riefenstahl, registra el congreso del partido nacionalsocialista en Núremberg, que fue atendido por más de 700 000 simpatizantes de los nazis. La puesta en escena de desfiles, marchas y uniformes, llevada a cabo de manera magistral, se puede interpretar como una celebración de la disolución del individuo en el colectivo.

15 T. W. Adorno, op. cit., p. 218.

16 Ibid., p. 219.

17 Dorothea Razumovsky, «Der Alte Bund und das Neue Testament».

18 T. W. Adorno, op. cit., p. 282.

19 «El asesinato del criminal puede ser moral… jamás su legitimación», Walter Benjamin, «Einbahnstraße», p. 138.

20 W. Benjamin, «Zur Kritik der Gewalt», pp. 200-201.

21 T. W. Adorno, op. cit., pp. 282-283.