Número 75

La generación (como lugar de la memoria)*

Primera parte

Pierre Nora

No hay otra noción que se haya vuelto más trivial y, no obstante, más opaca. No hay otra noción más antigua, con sus referencias biológicas hundidas en la Biblia, Heródoto y Plutarco, y que, sin embargo, adquiera su sentido únicamente en nuestro universo más reciente del individualismo democrático. Totalmente «epidérmica», en la superficie de los jóvenes y los días, a la moda: y no obstante, ninguna otra se sumerge más en el corazón sensible de nuestra percepción histórica del presente. ¿Qué es lo que pertenece, en ella, de modo propio a Francia? ¿En qué sentido es exactamente un lugar de la memoria? ¿Y qué tipo de partición autoriza en este contexto?

Es probable que sin Mayo de 1968 no existiría, en torno a las generaciones, esta efervescencia de interrogantes sociológicas, económicas, demográficas e históricas que se prolongan ya veinte años,1 ni tampoco esta sobreutilización del tema tal y como es promovido por las encuestas. Tema que hay que situar a su vez en la revuelta internacional de los jóvenes en la que Margaret Mead detectaba por primera vez, a escala de la civilización mundial, una «ruptura generacional».2 La amplísima y desafiante indiferencia en la que vegetaba esta noción escurridiza, al menos en lo que respecta a los historiadores, habría de ser sucedida por una proliferación de estudios de todos los géneros, atormentada por el fantasma del 68. Entusiasmo tanto más curioso porque, en la explosión de 1968, en cambio, varias mentes lúcidas3 no pudieron deplorar la pobreza de la investigación histórica rigurosa más que con respecto a la oleada incontrolable de las expresiones de la memoria, y la autocelebración espontánea o provocada por los actores. Como si la deflagración que nadie había visto venir y que ninguna razón bastaría para explicar completamente, se tradujera precisamente, en lo esencial, a través del advenimiento de una «generación».

La fabricación de la sacrosanta generación del 68 no fue algo que se pusiera en marcha con los «acontecimientos». Se realizó al ritmo de las décadas —1978, 1988— y en contextos históricos profundamente diferentes:4 el primero, con el balance nostálgico y la recaída melancólica de la aventura izquierdista, la tristeza de los «años huérfanos»5 tras los cuales un periodista instaba los recuerdos de una «generación perdida»;6 el segundo, durante el tenso fin de la «coparticipación», atenazado en medio de aquello que Serge July, personaje central de la saga, no dudó en llamar la «eyaculación precoz» del movimiento estudiantil de diciembre de 19867 y la doble campaña ya iniciada de las elecciones presidenciales y después legislativas, con el trasfondo de las celebraciones del Bicentenario. Esto no evita que, de las dos celebraciones decenales de mayo, coronadas con la primera obra titulada de manera simple y majestuosa Génération,8 emergiera sobre todo la capacidad de un pequeño número de actores y cronistas ex-trotskistas, ex-maoistas, ex-Gauche Prolétarienne advenedizos y a las órdenes, para instituirse, o para hacer instituir los heraldos de una generación y asumir su representatividad conmemorativa.

Esta manía de celebración es en sí misma algo significativo. No se conformó a través de ningún acontecimiento histórico de contenido fuerte (guerra de 1914, Frente Popular, Resistencia, Liberación). Resulta profundamente reveladora de la naturaleza misma del acontecimiento: su vocación-espejo, su plasticidad simbólica, su elasticidad histórica, la impregnación de su subjetividad sobre la materialidad objetiva de los hechos. La germinación memorial se encuentra en marcha dentro del movimiento mismo. Pues ¿qué otra cosa era, con sus barricadas en forma de cita, y su teatro referencial, que una gestualidad de memoria revolucionaria desprovista de una salida revolucionaria?

Generación, memoria, símbolo. Mayo de 1968 fue para sí mismo su propio aniversario conmemorativo. La edificación de una memoria y la autoafirmación de una generación van aquí de la mano, como las dos caras de un mismo fenómeno. El borramiento del relevo historiográfico sólo contribuye a subrayar, en la dinámica generacional de 1968 y en el contenido meramente simbólico que entonces revestía la expresión: el punto de culminación de un vasto ciclo histórico, iniciado precisamente con la Revolución, y que se cierra con aquel momento. La emergencia de una «generación» en estado puro, intransitivo, fue lo que hizo aparecer la soberanía operativa y retrospectiva de la noción, constituyéndola de esta manera, inicialmente como un juego y en un primer sentido completamente temporal, en un lugar de la memoria.

I. El recorrido de la noción

La culminación sesentayochera de la noción sólo se comprende bien, en efecto, tanto en su contexto internacional como en su especificidad francesa, cuando es brutalmente relacionada con el origen del fenómeno, a saber, la Revolución Francesa: 68-89. Nadie pretende ignorar lo que la comparación puede tener de indecente e incongruente,9 entre el Acontecimiento en estado puro, el advenimiento del acontecimiento moderno, y los «acontecimientos» de los que aún nos preguntamos exactamente por lo que fueron. No obstante, este cortocircuito es esclarecedor. Hace surgir una línea de cresta, y dibuja el arco iris que hace pasar el concepto de generación de una definición de contenido propiamente histórico a un significado de alcance esencialmente simbólico.

1968 hipertrofió la dimensión generacional, pero 1789 la minimizó. A pesar de todo, está presente en todas partes. Restif de la Bretonne lo señalaba ya en el acto:

El Emilio trae consigo para nosotros esta generación traviesa, testaruda, insolente, imprudente, atrevida, que habla alto, calla a los ancianos y muestra con la misma audacia unas veces su locura de nacimiento, fortificada por la educación, y otras su sabiduría inmadura, amarga y severa como el agraz de mediados de agosto.10

Apareció ya, en los veinte años que precedieron a la explosión revolucionaria, con los movimientos y manifestaciones de la juventud, hacía poco tiempo sacados a la luz tanto en París como en provincia.11 Estalló durante el Juramento del Juego de Pelota, primer triunfo del principio de solidaridad fraternal sobre el veredicto de los padres; 12y tal vez habría seguido siendo más evidente si no la hubiera ocultado muy pronto la idea de facción. Se expresó claramente en la reflexión y el pensamiento de los revolucionarios cuando ahondó el vínculo entre la desaparición del gobierno hereditario y la legitimidad representativa, como lo testimonia por ejemplo un curioso opúsculo de Thomas Paine sobre Los primeros principios del gobierno, del 5 de Mesidor del año iii, en el que el publicista anglo-estadounidense se entrega, en la línea del pensamiento jeffersoniano,13 a cálculos eruditos del remplazo de las edades y a una definición precisa de la noción para establecer los derechos de cada una:

Como cada generación es igual en derecho a la otra, de ello se sigue necesariamente que ninguna puede tener el menor derecho para establecer un gobierno hereditario […]. Cada edad, cada generación es y debe ser (en materia de derechos) tan libre de actuar por sí misma en todos los casos como las edades y las generaciones que la preceden […]. Si tenemos sobre este punto otro credo, actuamos como esclavos o como tiranos; como esclavos, si creemos que una primera generación tuvo algún derecho para vincularnos; como tiranos, si nos atribuimos la autoridad de vincular a las generaciones que han de seguirnos.14

La noción de generación sigue estando presente, solemnemente, en los textos fundadores, porque incluso la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793 —la de Condorcet— va a registrar en su artículo trigésimo y último: «Una generación no tiene el derecho a someter a sus leyes a una generación futura».15 Ya implícitamente lo estaba desde la Constitución de 1791, puesto que abolió de un golpe los derechos hereditarios y las coerciones corporativas, para colocar las bases de una sociedad de individuos libres e iguales. De igual modo lo estaba en las medidas que conciernen a la familia y la autoridad paterna, particularmente en aquellas que conceden las reivindicaciones de los más jóvenes, como la abolición del derecho de primogenitura, la fijación de la mayoría a los veintiún años, el matrimonio sin consentimiento paterno, la imposibilidad de desheredar a uno de los hijos. Saint-Just, como representante modelo de la generación en ascenso, podía resumirlas con un solo trazo: «Así pues, ustedes decidieron que una generación no era capaz de encadenar a otra».16 Si la Revolución es intrínsecamente generacional, lo es completamente en su retórica y en su ambición, elevada a la altura de un rito histórico e iniciático de transición, de la noche del despotismo al gran día de la libertad. Generación-Regeneración:17 ambos temas están estrechamente asociados, en todas sus connotaciones biológicas, psicológicas, morales, religiosas y mesiánicas. Pero lo es, bastante más profundamente todavía, en la obsesión pedagógica y el retorno del tiempo, en la escatología de la ruptura, en el breve paso de lo Antiguo a lo Nuevo. Crepúsculo de la legitimidad, alba de la generación. El pasado ya no es la ley: tal es la esencia misma del fenómeno.

Por consiguiente, la Revolución indica el advenimiento absoluto de la noción, aunque de manera invisible. Sin duda se ha subrayado la rapidez de los oficios con los que la aventura revolucionaria y la abolición de los privilegios abría a los talentos, como por ejemplo el de Bonaparte. Pero el carácter juvenil individual, como el de Saint-Just, golpeó más el imaginario de la época de lo que lo hizo el rejuvenecimiento general de los actores históricos. El cuidado puesto por Chateaubriand, por ejemplo, para retrasar un año su fecha de nacimiento —1769 en lugar de 1768— estuvo generalmente relacionado más a su voluntad de alinear su estrella con la de Napoleón que al deseo de tener «veinte años en el 89». Sólo hoy, a la luz retrospectiva del interés por el tema, trabajos eruditos,18 provenientes por lo general de estudios anglosajones, se han dedicado a calcular la edad promedio de los miembros de las asambleas. Así se manifestó la brutal irrupción de la juventud sobre la escena política: la edad promedio de los constituyentes era todavía de cuarenta años, y pasa a veintiséis años en la Asamblea Legislativa. Grandiosa acción de rejuvenecimiento de los actores de la historia. Esta dimensión desconocida de la Revolución merecería una relectura general de lo que es el acontecimiento. Aparece más aún en detalle cuando se constata, por ejemplo, en el interior mismo de las facciones revolucionarias rivales: la juventud de los Montagnards con respecto a los Girondins. Pero esta dimensión fue ampliamente desapercibida porque se fundó en la Revolución misma. La dinámica particular de un grupo, la juventud, se confundió con lo universal de los principios para transformarse, no en su forma extrema o radical de reivindicación, sino en su realidad básica. Es el sentido profundo que tomó, para la historia, la célebre polémica Burke-Paine, en la que no es exagerado ver el bautizo histórico del concepto de generación. A las Reflexiones de Burke sobre los méritos de la tradición, repletas de ironía para esos «usurpadores», esos «jovenzuelos políticos», esas «moscas de un verano» que se «dieron carta blanca para iniciar su comercio sin fondo» y «rechazar el gobierno de los ejemplos (del pasado)», Thomas Paine opone, con fórmulas inaugurales y fundadoras a propósito de «la autoridad usurpada de los muertos», el derecho de las generaciones a disponer de sí mismas: «El hombre no tiene ningún derecho de propiedad sobre otro hombre ni las generaciones actuales sobre las generaciones futuras».19

La Revolución fue así fundadora de la idea misma de la generación; no tanto porque hizo nacer una, cuya constatación será ya un producto de una genealogía retrospectiva, sino porque abrió, permitió, aceleró, inauguró el universo del cambio y el mundo igualitario, a partir del cual pudo nacer una «consciencia de generación». El fenómeno no es propio de Francia (aunque la larga duración de la sucesión monárquica y la brutalidad edípica del asesinato del rey le haya dado, aquí, una intensidad particular); pertenece a la Revolución atlántica y al principio representativo de la democracia. Pero mientras que en los Estados Unidos el problema fue arreglado de un golpe, hasta el punto de que el fenómeno del remplazo generacional nunca se planteó como tal en el marco político, la Revolución abrió en Francia un conflicto de larga duración y engendró un ritmo político cuyo aspecto generacional está lejos de resultar intrascendente. Existe una historia política francesa que puede escribirse en términos y en temas de generación, y que, de Luis XVIII a De Gaulle, pasando por Thiers y Pétain, puede leerse como revuelta de la juventud contra los padres tutelares. Esta historia conformó el basso continuo y la trama de la vida colectiva, los marcos políticos de la memoria francesa, e instaló en todo los casos, en el corazón mismo de la noción francesa de generación, la toma del poder. Y tan sólo esto bastó en Francia, al ritmo de una historia política jadeante y sincopada, para hacer de la expresión misma de generación un sinónimo de generación «dominante».

La colisión de las dos fechas pone así a la luz, en los dos extremos de la cadena cronológica en la escena francesa, como si fuera de dos edades de la representación social, un vasto espectro de las figuras invertidas. En 1789, el acontecimiento absorbió completamente la simbólica generacional, al punto de ocultarla expresándola en su conjunto; en 1968, la dimensión generacional se volvió por el contrario constitutiva del acontecimiento mismo, al punto de que, además del itinerario biográfico y la vida de los actores, es legítimo preguntarse, en el sentido de Ranke, «qué pasó realmente». En términos hegelianos, y a los ojos de una historia que se escribe con letras de sangre: nada.

Pero hizo falta precisamente este medio histórico vacío para que se desplegara, como un gas, la realidad de una ruptura simbólica que yace en el corazón de la generación, categoría de agrupación representativa, violenta afirmación de identidad horizontal que prima y a menudo trasciende a todas las otras formas verticales de solidaridades. El 68 puso de relieve esta simple y compleja dinámica de la pertenencia que constituye el fondo de la generación. El «movimiento de los jóvenes» se desplegó por todas partes, pero sin experiencia común determinante que pudiera servirle de centro o de experiencia vivida, a no ser que fuera la frustración misma de una historia traumática, la Resistencia o la guerra de Argelia. Este levantamiento revolucionario mimético tuvo una intervención a contracorriente, en la cumbre de un intenso crecimiento económico y en una fase de pleno empleo, en el momento de la total descomposición de las ideologías ortodoxas de la Revolución. Los actores mismos fueron tomados por sorpresa, al igual que la rapidez de la cocción de los núcleos estratégicos de la población. Esta explosión generacional pura pareció tan desconcertante que, independientemente de la «toma de palabra» que la acompañó y de los análisis de conjunto que le siguieron inmediatamente, los comentaristas buscaron todos los medios para abatir el efecto de generación con otro acontecimiento, u otra generación.20 Para los demógrafos, por ejemplo, se habría tratado del efecto acumulativo y detonador de tres estratos de generaciones: aquel, desmovilizado, de la guerra de Argelia (los jóvenes nacidos entre 1935 y 1941), seguido de una generación vacía y poco ideologizada (el estrato que nació durante la guerra) que habría dinamizado la primera ola del baby boom de la posguerra.21 Para los psicólogos de la cultura,22 sensibles a la nostalgia romántica del movimiento y a sus analogías con la revolución de 1848, la ausencia misma de acontecimientos históricos sería el traumatismo detonante, confirmada por el carácter utópico y narcisista de esa acción contestataria adolescente y anarquizante. Para el periodista con mirada de sociólogo,23 la generación de 1968 tan sólo sería la sombra proyectada por la generación de la guerra de Argelia, marcada por el retorno de De Gaulle al poder, diez años antes. Para el observador que se acordaba de sus compromisos izquierdistas,24 sería solamente, por el contrario, la partera de la generación de la década de 1970, marcada por el borramiento de la referencia argelina y la evasión de la fascinación ejercida aún por el Partido Comunista sobre la generación precedente. El péndulo no cesó de desplazarse.

Esta incertidumbre para definir de manera simple, e incluso para identificar la última y sin embargo más visible de nuestras generaciones, no hace más que repetir la dificultad de todos los analistas posteriores a Auguste Comte,25 desde el minuto en el que buscaron pasar de la descripción empírica y sensible de un grupo de edad cimentado por la misma aventura a una definición teórica. En efecto, la noción pareció tener interés operativo y científico sólo si podía dar una respuesta clara y precisa a las cuatro preguntas que planteaba, desde el punto de vista temporal, demográfico, histórico y sociológico. ¿Cuánto tiempo dura una generación, cuál es su ritmo para ser remplazada, considerando que la renovación de los padres por los hijos es un movimiento perpetuo y continuo? ¿Qué fecha de referencia hay que escoger para fijarla: es la fecha de nacimiento, o la fecha concedida del año vigésimo, que supuestamente pone fin a la edad aproximativa de la receptividad máxima del adolescente? ¿Cuál es exactamente el papel y la parte del acontecimiento en la determinación de una generación, considerando que acontecimiento, en sentido amplio, significa a la vez el suceso traumático y las condiciones muy generales de experiencia? ¿La generación es un fenómeno consciente o inconsciente, impuesto o elegido, estadístico o psicológico: dicho de otra manera, quién forma o no forma parte de una generación y cómo se manifiesta ésta, sabiendo que grupos enteros de edades, e incluso diferentes, pueden reconocerse en una generación en cuyas aventuras no han participado?

Recordando también sin ambages estas preguntas, uno percibe de entrada las contradicciones insolubles y las aporías en las que resulta imposible no desembocar. Son tan evidentes que no nos extenderemos en ellas; su discusión ha llenado bibliotecas enteras. Los analistas más innovadores y conscientes del interés de la noción han chocado con ellas; como el sociólogo Karl Mannheim, quien, en su ensayo clásico de 1928, veía en ella «uno de los factores fundamentales de la realización de la dinámica histórica»,26 pero la extraía equivocadamente de una amalgama ambivalente y compuesta. Así la mayoría de sus usuarios han pasado, casi siempre, de una definición flexible, aguda y casi neutra, a una aplicación de un matematismo rígido, o viceversa. François Mentré, por ejemplo, tras la Primera Guerra, veía en ella «un nuevo modo de sentir y entender la vida, opuesto al modo anterior, o como mínimo diferente».27 Y tras la Segunda Guerra, Henri Peyre, historiador de la literatura, la definía como «unida desde su inicio por las mismas hostilidades y porque sufrió las mismas influencias entre seis y veinticinco años, si no es que desde antes». Pero ambos, sin embargo, no vacilaron en establecer interminables y laboriosas tablas recapitulativas según las series consideradas: 1490 para uno (Clouet, Du Bellay, Margarita de Angulema, Rabelais, Marot), 1600 para otro (Descartes, Poussin, Mansart, Corneille, Claudio de Lorena, Fermat), siendo uno de los resultados más sorprendentes en la materia el del español Julián Marías quien, en su voluntad de aplicar sistemáticamente las ideas de su maestro Ortega y Gasset, desembocaba para la serie de las generaciones de los siglos XIX y XX en fechas tan inesperadas a la primera mirada como 1812, 1827, 1842, 1857, 1872, 1887, 1902, 1917, 1932 y 1947.29 Yves Renouard, por el contrario, el primero de los historiadores en saludar en 1953 esa «esfera resplandeciente» que «solamente puede permitir componer el cuadro dinámico de una sociedad», invocaba una definición más precisa: «Un haz de clases de edades, un conjunto de hombres y mujeres que se presentan en las mismas condiciones físicas, intelectuales y orales ante los hechos y acontecimientos mayores que afectan a la sociedad de la que son un elemento». En cambio, aconsejaba prudencia y circunspección antes de aplicarse de manera demasiado estricta.30

De alguna manera, todos los autores que se lanzan valientemente a la aventura, y que se arriesgan aún a partir de una localización aproximativa, quedan inevitablemente prisioneros de aquello que podría llamarse la «dialéctica de lo duro y lo blando». El instrumento generacional no les parece científico ni preciso, pero retroceden a su aplicación precisa ante las incoherencias de la vida. Permanecemos dentro del orden de lo evocador con el esfuerzo mismo que se concede para salir de él, y a él volvemos. Estas valientes tentativas hacen pensar en el célebre aficionado que habría encontrado todas las virtudes en el caucho, de no ser que su elasticidad no lo hubiera vuelto impropio para tantos usos. La noción de generación sería un instrumento de clasificación de una precisión irremplazable si la precisión a la que condena no lo tornara inaplicable para el inclasificable desorden de lo real. ¿De verdad se trata del ritmo de las renovaciones? Se prescinde alegremente, y también legítimamente, del espacio fatídico de los treinta años a los que permanece fiel Albert Thibaudet —cuya Histoire de la littérature française depuis 1789 está completamente construida sobre la idea de generación—31, los quince años de Ortega y Gasset y de Yves Renouard, los diez años de Henri Peyre y de François Mentré, y así entonces algunos hallan desde 1789 doce generaciones literarias justo donde otros no identifican más que cinco. ¿Se trata de la fecha de nacimiento? Ninguno retrocede ante los malabarismos y los trucos de magia, y así entonces Thibaudet, bastante insatisfecho de sí mismo, se obliga a incluir en la misma ola de asalto de 1789 a hombres nacidos aproximadamente en 1766-1769 (Chateaubriand, Napoleón, Senancour, Benjamin Constant, Maine de Biran), pero también a escritores como Rivarol o Joubert, que tenían quince años más que Napoleón o Chateaubriand, y no muestran dudas en aproximar la generación de la guerra de 1917 a Proust y Montherlant, a quienes separaban casi treinta años de distancia. ¿Puede uno atarse a la roca sólida del acontecimiento? Es crucial, entonces, distinguir inmediatamente entre el acontecimiento padecido y el acontecimiento elegido, el acontecimiento formado y el acontecimiento determinante.

Además, todos los acontecimientos son multigeneracionales, y cuanto más masivos son —como la guerra de 1914—, menos son identificables los grupos a los que marcan. Habría así, siguiendo a Yves Renouard, cuatro tipos de reacciones generacionales ante el acontecimiento: la de los ancianos indiferentes y de los niños inconscientes y, entre ambos, los detentadores del poder sobre el acontecimiento y aquellos que se lo disputan. ¿Es preferible conformarse, en fin, con la materialidad estadística? De inmediato uno se ve acorazado entre el punto de vista simple y claro de los demógrafos, quienes definen a una generación por la población nacida durante el mismo año civil, la clase de edad o la multitud, instrumento indiscutible de los economistas y los estadistas; o por otra parte, la cuestión indecidible de la representatividad generacional, es decir, el criterio que permite llamar «generación de Hernani» o de la Resistencia a gente que nada supo de la famosa representación o que jamás participó en la guerra. ¿Tenemos el derecho, en efecto, de identificar históricamente a una generación con sus portavoces, mediante un deslizamiento natural que volvió particularmente rica y fecunda su aplicación a los círculos de expresión, artísticos, intelectuales y literarios?

Ante el punto muerto de todas estas soluciones —donde cada una conlleva, hay que reconocerlo, su porción de aproximaciones concluyentes, pero que se emplea para forjar un instrumento de análisis fino y de recorte tenaz únicamente para desafilar casi de inmediato su punta—, uno comprende que los historiadores más responsables, a la vez que sienten el irremplazable resplandor que permitiría subsumir en una generación a la inteligencia de cada tiempo, hayan rechazado globalmente este concepto como esquemático, ineficaz, burdo, y en definitiva menos enriquecedor que reductor. Los fundadores de los Annales, en particular, que no dejaban de encontrárselo por su voluntad de tomar en cuenta lo concreto social, permanecieron con una actitud severa hacia ella, viéndola meramente como un artefacto, una ilusión de los actores sobre sí mismos. Marc Bloch le concedía solamente, de la punta de su pluma, la virtud de un «primer replanteo».32 Lucien Febvre, por su parte, no dudó en formular el veredicto: «¡Lo mejor es dejarla caer por sí misma!».33 Y a pesar de intentos recientes y a menudo felices para dar vida histórica al fenómeno y extraer con sutileza constelaciones generacionales en el dominio político34 o intelectual,35 el juicio de fondo no ha variado.36

Ocurre que, queriendo darle a la generación una definición precisa, o lo que conlleva de precisión todo tipo de definición, uno se tropieza sin excepción con la trampa que esconde la noción misma, una trampa doble. Por un lado la generación, por su naturaleza, es un fenómeno puramente individual que sin embargo sólo tiene un sentido colectivo, por el otro, la noción, por su origen continuista, tiene pese a todo únicamente un sentido de discontinuidad y de ruptura.37 Nace del biologismo elemental para convertirse en una escansión simbólica del tiempo sin relación alguna con una edad real. Cada uno de nosotros sabe que pertenece a varias generaciones, se siente más o menos vinculado a cada una de ellas, no forma parte forzosamente de la generación a la que el nacimiento habría de asignarle; y que el fuerte interés de esta categoría bastante especial de periodización, la única en no incumbir a la aritmética, no reside en la determinación material y temporal a la que condena, sino en la dinámica de pertenencia que autoriza. Aquí se dan ciertamente, con respecto a la generación, dos actitudes de principio, por no decir dos filosofías radicalmente contrarias. Una ve en ella por su esencia un principio de encierro, de asignación social y de limitación existencial, un aumento de esa finitud que hace decir a Heidegger, en la estela de la filosofía romántica alemana, que «el hecho de vivir en y con su generación consolida el drama de la existencia humana».38 Otra sólo comprende la increíble potencia identificatoria que la noción carga consigo, en la base y en el marco del igualitarismo democrático, a través del espacio de libertad que postula y la desmultiplicación de uno mismo. La solidaridad generacional pura, en la que consiste enteramente la esencia de la cosa, es una libertad, en la medida en que la horizontalidad que postula es como la imagen ideal e idealizada de la democracia igualitaria. La generación encarna y resume ese principio de igualdad del que nació. No cabe duda de que esto es lo que le proporciona su radicalidad simplificadora. Borra de un golpe todas las demás diferencias. O mejor dicho: la generación resuelve la cuadratura del círculo de toda democracia, trastorna lo padecido en deseado, lo dado simple del nacimiento en reivindicación de existencia. Es posible que hoy éste sea el único medio para ser libre, perteneciendo a algo.

La generación es hija de la democracia y de la aceleración de la historia. La identificación a través del acontecimiento correspondía a una época de cambios lentos y de escansiones claras, que se imponían por sí mismas al reconocimiento de los actores. La ausencia de una referencia masiva de memoria verdaderamente colectiva, al mismo tiempo que la rapidez de los cambios, han conducido a la situación inversa: la identificación del flujo temporal a través de la noción misma de generación. Esto no significa que los grandes acontecimientos hayan desaparecido, al contrario; pero han cambiado, ellos también, de régimen: banalizados por su multiplicidad misma, no percibidos por la manera en que son recibidos y vividos, descentralizados en la población sobre la que hacen sentir sus efectos. El medio histórico de su aparición ha estallado en el mundo entero. Francia, que vivió por mucho tiempo de una historia auto-centrada, tiende a vivir una historia hetero-centrada. Las conmociones de la sociedad trabajaron, desde hace veinticinco años, en el mismo sentido, a través de la generalización de las clases medias además de la uniformización de los géneros de vida y de los hábitos de consumo:39 el acento de la novedad se desplazó, por tanto, a micro-acontecimientos de innovación técnica o social. La evolución demográfica, por último, acentuó la transformación del fenómeno, con, por un lado, un envejecimiento de la población provocado por la prolongación de la duración de la vida y por la disminución de los nacimientos y, por el otro, un aumento relativo del número de los jóvenes, provocado por el retraso del acceso a la vida y por la aparición de la «post-adolescencia».40 En la sociedad francesa, el incremento simultáneo de la presión de los viejos y la presión de los jóvenes entorpeció de manera sensible una situación de enfrentamiento en la que todo lo que no es «joven» es inmediatamente percibido como «viejo». La historia, la sociedad, la demografía han conspirado de manera potente para democratizar un fenómeno en esencia democrático. Con la generación ocurrió, en suma, una subversión interna análoga a la que se puede definir como el acontecimiento moderno y mediatizado.41 La generación como generación dominante y fenómeno histórico total se ha atomizado, y es la cotidianidad social en su conjunto la que se examina a través de la generación. En otro tiempo se contaban tres generaciones por siglo. Hoy se cuentan casi una por día. ¡Tan sólo el mes de mayo de 1989, cuando yo escribía estas páginas, pudo ver aparecer el expediente de un semanario, Le Nouvel Observateur, consagrado a los «Treinta años, retrato de una generación»; un gran diario, Libération, titula su suplemento literario: «Generación Vernant», la cual está jubilada; una revista, L’Infini, bautizar a un conjunto de jóvenes autores «Generación 89»; un número especial de la revista Vingtième Siècle dedicarse completamente a «Las generaciones»; y la obra de dos graduados de la Escuela Nacional de Administración de la asociación «Generación 1992» publicar a propósito de la Generación Europa! La imaginación periodística y publicitaria hace ondular la generación, como el franco en el sistema monetario europeo, desde el registro técnico —la generación Moulinex, o Pampers— hasta el registro psicológico: la generación X, del rap, de los solterones. El último engreimiento o vanagloria fue el cartel de la «Generación Mitterrand», que no se sabe si nació, en la mesa del publicista, de un reflejo conjuratorio o de la devoción irónica. En esta inflación seductora, obsesiva, en esta utilización «desviada», como decían los situacionistas, se pudo ver, con buena razón, la usura precoz de una noción bien adaptada a la inteligencia de un largo y sofocante siglo XIX, pero que se tornó caduca por la ligereza provisional de los tiempos.42 Esta usura no es evidente. La atomización de la noción e incluso su banalización de ninguna manera limitan su sacralización, su radicalización, su vocación transgresiva; al contrario.

La verdadera cuestión que plantea esta metamorfosis contemporánea de la noción, su uso y su difusión, es en definitiva la siguiente: ¿por qué y cómo, a medida que se acelera el cambio, la identificación horizontal del individuo mediante la mera igualdad de las edades ha podido llevar la delantera sobre todas las demás formas de identificación vertical? La generación se experimentaría de otro modo en el marco restringido de la familia, de la clase, social o escolar, de la carrera, de la nación: a todas éstas las ha hecho estallar para afirmarse más fuertemente. Para que la noción despegara y adquiriera a la vez todo su peso, para que se impusiera con toda su fuerza y liberara su potencial de eficacia clasificatoria y desclasificatoria, hizo falta, precisamente, que los otros parámetros se tornaran indistintos y que se agotaran las otras formas de identificación social tradicional. No obstante, esto no equivale a que estos modos de filiación y afiliación hayan desaparecido; pero sí a que éstos han perdido parte de su energía estructurante. La generación creció en este vacío. Consiguió, como lo indican los trabajos de los sociólogos más sensibles a lo contemporáneo, como Paul Yonnet,43 simplificar y complejizar a la vez el tejido de las pertenencias sociales, para tomar oblicuamente las otras formas de solidaridades y sobreimponerles un cuadro, dúctil y rígido, que supone otras formas de transgresión y limitación. Es su plasticidad misma la que constituye su eficacia, el vacío que llena lo que es, en última instancia, su plenitud. Y es aquí donde una noción floja, imprecisa, sobreañadida, ha llegado a ser un instrumento con efectos duros, esenciales y precisos. Curiosa inflexión: la generación afirma su hegemonía clasificatoria a medida que se debilita su función histórica.

Semejante inflexión no es en sí misma inteligible más que a través de la inversión piramidal del prestigio de las edades. Es ahí donde se impone el espinoso problema de la autonomización progresiva del continente juventud, que se aceleró brutal y espectacularmente desde hace un cuarto de siglo.44 Una juventud que se emancipó, también ella, de una etapa transitoria de la vida, liberada de una realidad sociológica y de una minoría social, liberada incluso de una simbólica de la edad para volverse un principio ordenador de la sociedad en su conjunto, una imagen mental distribuidora de los roles y los lugares, un fin en sí. Ahora está bien establecido: después de tantos estudios sobre la infancia y la juventud, este estatuto de la juventud, que no es «sólo una palabra»,45 ha conocido, esquemáticamente y en esbozo rápido, tres grandes fases. En un primer momento, el que encarna precisamente la ruptura del ciclo revolucionario y la apertura de un mundo en plena conmoción, fueron los jóvenes quienes asumieron realmente el papel de adultos. Son ellos quienes tomaron ampliamente a cargo la dinámica de la transformación política y social. Detalle revelador: es en 1825 —¿corresponde a Béranger la invención del neologismo o al publicista J. J. Fazy?—46 cuando aparece la palabra misma de «gerontocracia», es decir, en pleno comienzo del asalto liberal contra la crispación del mundo antiguo de la Restauración. Todas las revoluciones del siglo XIX aparecerán como insurrecciones de la juventud. La instalación progresiva de la sociedad proveniente de la revolución, la nueva organización familiar que instala, la dispersión de las herencias que favorece y el conflicto padre-hijo que agudiza, la apertura de las profesiones que ofrece a los méritos, la criba de los talentos por las grandes escuelas, condujo a una segunda etapa en la que la iniciación de la juventud a la responsabilidad social de los adultos se operó al ritmo violento o regular, fácil o desquiciado, de la renovación de las generaciones. Es el tema del que se alimenta una buena parte de la literatura del siglo XIX y de inicios del XX, de Balzac a Jules Romains y de La educación sentimental de Flaubert a El orden de Marcel Arland y al Aplazamiento de Jean-Paul Sartre.47 Es el tema que estudia hoy de manera científica la literatura económica y sociológica de los «ciclos generacionales».48 En esta larga estabilización, en donde se cristalizó precisamente la noción de generación, todos los movimientos u organizaciones propios de la juventud de finales del siglo XIX y del XX no fueron, más o menos, sino redes de dependencia o de integración de la juventud a la sociedad adulta, a sus estructuras, a sus ideologías, a su partidos, desde los movimientos scout hasta las juventudes católicas o comunistas.49 Y casi siempre después, la secesión y la democratización del fenómeno. ¿Sería deseable asignarle un momento preciso? Podría datarse sin riesgo de error entre 1959, fecha en que la aparición de los blousons noirs marca esta inversión negativa del mito de la juventud en los sondeos y las representaciones sociales, y 1965, cuando las estadísticas señalan el cambio de tendencia de la tasa de fecundidad que, en diez años, caerá por debajo del umbral de reemplazo de las generaciones, mientras que Roger Daltrey canta, aquel año, My G-generation con sus ojos azules de proletario londinense. Brutalmente, la juventud emerge para la conciencia pública50 como un universo aparte, con sus leyes, su ropa, su vocabulario, sus señales de reconocimiento, sus ídolos —Kerouac, Johnny Hallyday—, su mitología (de Planète a Salut les copains) y sus grandes misas entre las cuales la primera, la memorable Nuit des copains, en la plaza de la Nación, atrajo, el 21 de junio de 1963, a más de ciento cincuenta mil jóvenes y permanece en los anales como una revelación.51

Lo más importante no se encuentra aquí. Está en el hecho de que lo que permitió precisamente el vuelco de la generación sobre todas las edades y su explosión en todos los sentidos, fue el endurecimiento de la noción a través de su fijación en la edad y su aplicación exclusivista y discriminatoria. Ya que el triunfo del principio de horizontalidad, que no proporciona ninguna seguridad y no promete ninguna expectativa, si bien pudo asegurar la autonomización de la juventud, no garantizó, a pesar de todo, la preeminencia efectiva de la juventud y su monopolio de la generación. Al contrario, preparó solamente la apropiación de la noción por todas las clases de edades y la interiorización del fenómeno por la sociedad en su conjunto. El incremento de la duración de vida ayudó en esto, y desmultiplicó la generación hasta el infinito de la escala de las edades, y nadie tendría problemas, por ejemplo, para identificar un interminable deterioro generacional entre los jóvenes-viejos y los viejos-viejos. Es el resultado último y la señal de lo que la noción de generación se ha tornado: un lenguaje puramente psicológico, individual y privado, una identidad de uso interno. En un mundo consagrado a la atomización democrática, la generación no es solamente el medio para ser libre; es también el único medio para no estar solo.

(continuará)

Traducción del francés:
Alan Cruz


1 Existen bastantes títulos de referencia, ellos mismos provistos de referencias bibliográficas, a partir del artículo «Génération» de la Encyclopœdia Universalis, por Philippe Parrot y S. N. Eisenstadt, a su vez autor del clásico From Generation to Generation, Glencoe, Ill., 1956, cf. Hans Jaeger, «Generations in history, reflections on a controversial concept», en History and Theory, n° 2, 1978, pp. 273-292, que desarrolla una historiografía de la noción. Alan B. Spitzer, «The historical problem of generations», en American Historical Review, n° 78, diciembre de 1973, pp. 1353-1385, extrae sus alcances y analiza la abundante bibliografía sociológica estadounidense.
         Cf. igualmente Claudine Attias-Donfut, Sociologie des générations, París, PUF, 1988, y Pierre Favre, «De la question sociologique des générations et de la difficulté à la résoudre dans le cas de la France», cap. viii de Générations et politique, bajo la dirección de Jean Crète y Pierre Favre, París, Economica, 1989, versión modificada de su ponencia en el coloquio «Générations et changements politiques» de la Universidad Laval de Quebec en junio de 1984 y de su introducción «Génération : un concept pour les sciences sociales ?», en la mesa redonda organizada por Annick Percheron en el congreso de París de la Association Française de Science Politique, Génération et politique, 22-24 de octubre de 1981. Una bibliografía de 277 libros y artículos fue preparada para esta ocasión.
         La actualidad del concepto para la historia de la Francia contemporánea queda atestiguada por el número especial de Vingtième Siècle, sobre «Les générations», n° 22, abril-junio de 1989.
         La explotación de la noción por la psicología, la etnología, la economía y la demografía, aparecerá en las siguientes notas.

2 Margaret Mead, Culture and Commitment: A Study of the Generation Gap, Londres, The Bodley Head, 1970.

3 En particular Antoine Prost, «Quoi de neuf sur le Mai Français ?», en Le Mouvement social, n° 143, abril-junio de 1988, pp. 81-79 dedicado a las «Mémoires et histoires de 1968», aborda la cuestión.

4 Cf. Jean-Pierre Rioux, «À propos des célébrations décennales du Mai français», en Vingtième Siècle, n° 23, julio-septiembre de 1989, pp. 49-58, rico análisis que sigo aquí puntualmente.

5 Jean-Claude Guillebaud, Les Années orphelines (1968-1978), París, Seuil, 1978.

6 Jacques Paugam, Génération perdue, París, Robert Laffont, 1977. Conversación con Fr. Lévy, J.-P. Dollé, Chr. Jambet, J.-M. Benoist, M. Lebris, J.-É. Hallier, M. Butel, J.-P. Faye, B. Kouchner, B.-H. Lévy, M. Halter, Ph. Sollers, A. de Gaudemar.

7 Serge July, «La Révolution en creux», en Libération, 27 de mayo de 1988.

8 Hervé Hamon y Patrick Rotman, Génération, París, Seuil, 1987-1988, 2 vol.

9 La comparación es esbozada en «Concevoir la Révolution, 89, 68, confrontations», en Espaces-Temps, n° 38-39, 1988.

10 Nicolas Restif de la Bretonne, Les Nuits de Paris (1788-1794), París, Patrice Boussel, 1963, p. 193.

11 En función, precisamente, del interés renovado por la idea de la generación, cf. Jean Nicolas, «Génération 1789», en L’Histoire, n° 123, junio de 1989, pp. 28-34.

12 Cf. Mona Ozouf, «Fraternité», en Dictionnaire critique de la Révolution française, bajo la dirección de François Furet y Mona Ozouf, París, Flammarion, 1988, pp. 731-750; así como, después de la redacción de este artículo, Antoine de Baecque, «La Révolution française et les âges de la vie», en Âge et politique, bajo la dirección de Annick Percheron y René Rémond, París, Economica, 1991, cap. ii, pp. 39-59.

13 Es bajo la pluma de Jefferson que se encuentra el derecho de las generaciones para que dispongan de sí mismas en su formulación más clara: «Los muertos no tienen ningún derecho. Ellos no son nada. Y quien no es nada no puede poseer algo». Carta a Samuel Kerchevol, julio de 1816, en Writings, 1924, p. 1402. Y de nuevo: «Podemos considerar cada generación como una nación distinta, con un derecho que posee voluntad de la mayoría para vincular a sus miembros respectivamente, pero ninguno para vincular a aquella que le sucede no más que a los habitantes de otro país». Carta a Th. Earle, 24 de junio de 1823, ibid., p. 962. Cf. Patrick Thierry, «De la Révolution américaine à la Révolution française», en Critique, junio-julio de 1987. Jefferson incluso consideraba que cada ley tendría que ser reelegida cada diecinueve años.

14 El interés de este texto raro, que Marcel Gauchet me indicó, radica en la toma de consciencia de las consecuencias prácticas que planteaba el paso de una definición natural de la generación a una definición social y política, que «comprende a todos los individuos que están por encima de veintiún años en el momento en que hablamos», y conserva la autoridad durante el espacio de catorce a veintiún años, «es decir, hasta que el número de los menores consolidados en edad sea más grande que el número de los sobrevivientes de la primera clase».

15 Marcel Gauchet, La Révolution des droits de l’homme, París, Gallimard, 1989, p. 328. Cita igualmente, p. 193, una carta de Condorcet del 30 de agosto de 1789 felicitando al conde Mathieu de Montmorency por haber tenido la idea, uno de aquellos nuevos en la política en quien él se maravillaba de ver a «un joven hombre educado para la guerra, que da a los apacibles derechos del hombre una extensión que hubiera asombrado a filósofos hace veinte años». Cf. Condorcet, Oeuvres, t. ix.

16 Le Moniteur, t. xvi, p. 215.

17 Cf. Mona Ozouf, el artículo «Régénération», en Dictionnaire critique de la Révolution française, op. cit., pp. 821-831, así como L’Homme régénéré, París, Gallimard, 1989.
         Cf. Antoine de Baecque, «Le peuple briseur de chaînes, fracture historique et mutations de l’homme dans l’imaginaire politique au début de la Révolution française», en Révolte et société, Actas del 4° coloquio de historia en el presente, t. i, París, mayo de 1988, Publications de la Sorbonne, febrero de 1989, pp. 211-217; y «L’homme nouveau est arrivé. L’image de la régénération des Français dans la presse patriotique des débuts de la Révolution», en Dix-huitième Siècle, 1988.

18 Marie-Hélène Parinaud, Membres des assemblées et volontaires nationaux (1789-1792) ; contribution à l’étude de l’effet de génération dans la Révolution française, tesis e.h.e.s.s., 1985, 2 vol., multigrafiada.

19 Edmund Burke, Réflexions sur la Révolution de France, rica presentación de Philippe Raynaud, París, Hachette, 1989. Thomas Paine, Les Droits de l’homme, París, Berlin, 1988.
         Sobre la controversia, cf. Robert B. Dishman, Burke and Paine, on Revolution and the Rights of Man, Nueva York, 1971, y más recientemente, Marilyn Butler, Burke, Paine, Godwin and the Revolution Controversy, Cambridge University Press, 1984, 1988.
         Cf. Judith Schlanger, «Les débats sur la signification du passé à la fin du xviiie siècle», en Le Préromantisme, hypothèque ou hypothèse ?, Coloquio de Clermont-Ferrand, 29-30 de junio de 1972, París, Klincksieck, 1975.

20 Cf. en particular «Le mystère 68», mesa redonda organizada por Le Débat, nos 50 y 51, mayo-agosto y septiembre-octubre de 1988.

21 Lo que sostiene por ejemplo Herbé Le Bras, ibid.

22 Por ejemplo Didier Anzieu, Les Idées de mai, París, Fayard, 1969; André Stéphane, L’Univers contestationnaire, París, Payot, 1969; Gérard Mendel, La Crise de générations, París, Payot, 1969.

23 Pierre Viansson-Ponté, «La nouvelle génération perdue», en Le Monde, 6 de septiembre de 1976, retomado en Couleur du temps qui passe, ii, París, Stock, p. 247. Es esta crónica lo que ha inspirado las emisiones de noviembre-diciembre de 1976, de Jacques Paugam, op. cit., a la vez que él prologa Génération perdue, op. cit., que lleva el subtítulo «Ceux qui avaient vingt ans en 1968 ? Ceux qui avaint vingt ans à la fin de la guerre d’Algerie ? Ou ni les uns ni les autres ?»: «No discutamos para saber si ustedes forman o no una generación, eso es accesorio. Pero perdidos, sí, ¡lo están! Perdidos con una llave en el bolsillo: su identidad, incluso magisterial, su seguridad».

24 Éric Vigne, «Des générations 68 ?», en Le Débat, n° 51, septiembre-octubre de 1988, pp. 157-161.

25 Es en efecto a Auguste Comte a quien corresponde la prioridad de la reflexión sobre la importancia del ritmo de renovación de las generaciones para el progreso de la evolución social y del espíritu humano. Cf. Auguste Comte, Cours de philosophie positive, París, 1839, t. iv, lecc. 51.

26 Cf. Karl Mannheim, «The Problem of Generations», en Essays in the Sociology of Knowledge, Londres, Routledge y Kegan Paul, 1959, pp. 278-322.

27 François Mentré, Les Générations sociales, París, Bossard, 1920.

28 Henri Peyre, Les Générations littéraires, París, Boivin et Cie, 1948.

29 Julián Marías, El método histórico de las generaciones, Madrid, Revista de Occidente, 1949.

30 Yves Renouard, «La notion de génération en histoire», en Revue historique, 1953, pp. 1-13, retomado en Études d’histoire médiévale, 2 vol., París, Sevpen, 1968.

31 Albert Thibaudet, Histoire de la littérature française de 1789 à nos jours, París, Stock, 1936. Thibaudet dedicó una de sus crónicas a la crítica de François Mentré, op. cit., La Nouvelle Revue française, 1 de mayo de 1921, retomada en Réflexions sur la littérature, París, Gallimard, 1938.

32 Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou métier d’historien, París, Armand Colin, 1961, p. 94.

33 Lucien Febvre, «Générations», en Revue de synthèse historique, junio de 1920.

34 Cf. en particular los análisis de Annie Kriegel sobre las generaciones comunistas, en Les Communistes français, essai d’ethnographie politique, París, Seuil, 1968. La Guerre d’Algérie et les intellectuels français, bajo la dirección de Jean-Pierre Rioux y Jean-François Sirinelli, Cahiers de l’i.h.t.p., n° 10, noviembre de 1988.

35        Especialmente Jean-François Sirinelli, Génération intellectualle. Khâgneux et normaliens dans l’entre-deux-guerres, París, Fayard, 1988, así como bajo la dirección del mismo, Générations intellectuelles, Cahiers de l’i.h.t.p., n° 6, noviembre de 1987.

36 Cf. por ejemplo, Raoul Girardet, «Remarques perplexes sur le concept de génération et les virtualités de son bon usage», ponencia en el 1er congreso de la Association Française de Science Politique, 22-24 de octubre de 1981, retomadas y desarrolladas en «Du concept de génération à la notion de contemporanéité», en Revue d’histoire moderne et contemporaine, t. XXx, abril-junio de 1983, pp. 257-270. Y Jacques Le Goff: «Me sigue provocando desconfianza el uso de la noción de generación en historia, pues ¿qué es una generación, cuándo se puede hablar de generación?», en Essais d’ego-histoire, bajo la dirección de Pierre Nora, París, Gallimard, 1987, p. 238.

37 Cf. el punto de vista de un semiólogo, Eric Landowski, «Continuité et discontinuité : vivre la génération», ponencia en el 1er congreso de la Association Française de Science Politique, 22-24 de octubre de 1981, retomada en La Société réfléchie, París, Seuil, 1989, pp. 57-73.

38 Martin Heidegger, Être et temps, trad. de Jean-François Vezin, París, Gallimard, 1986, p. 449. Uno de los intereses del pasaje es referirse a W. Dilthey, el primero en haber explotado históricamente la noción.

39 Cf. Henri Mendras, La Seconde Révolution française, París, Gallimard, 1988.

40 Cf. en su conjunto «Entrer dans la vie aujourd-hui» de Le Débat, n° 25, mayo de 1983, Hervé Le Bras, «L’interminable adolescence ou les ruses de la famille», y André Béjin, «De l’adolescence à la post-adolescence, les années indécises».

41 Me permito remitir a mi artículo «Le retour de l’événement», en Faire de l’histoire, vol. i, bajo la dirección de Jacques Le Goff y Pierre Nora, París, Gallimard, 1974.

42 Es la tesis del importante artículo de Annie Kriegel, «Le concept politique de génération : apogée et déclin», en Commentaire, n° 7, otoño de 1979.

43 Paul Yonnet, «Faits de génération, effets de génération», sin publicar.

44 Michel Philibert, L’Échelle des âges, París, Seuil, 1968. Philippe Ariès, «Les âges de la vie», en Contrepoint, n° 1, mayo de 1970, pp. 23-30, así como su artículo «Generazioni», en Encyclopedia Einaudi. John Gillis, Youth and History, Nueva York, 1974, y Kenneth Keniston, «Youth: a “new” stage of life», en American Scholar, n° 39, otoño de 1970. Rapport au temps et fossé des générations, Actas del coloquio c.n.r.s.-Association des âges, Gif-sur-Yvette, 29-30 de noviembre de 1979. Nada esencial escapará gracias a las Actas del coloquio internacional Historicité de l’enfance et de la jeunesse, Atenas, 1-5 de octubre de 1984, Archives historiques de la jeunesse grecque, n° 6, Atenas, 1986, dotado de un importante archivo bibliográfico. Se agregará a Olivier Galland, Les Jeunes, París, La Découverte, 1985, y los resultados de dos coloquios sostenidos en 1985 con ocasión del año internacional de la Juventud: «Classes d’âge et sociétés de jeunesse», en Le Creusot, 30 de mayo-1 de junio de 1985, resumido en el Bulletin de la Société française d’ethnologie, n° 12, 1986, así como las Actas del coloquio del ministerio de la Recherche et de la Technologie, 9-10 de diciembre de 1985, Les Jeunes et les autres, contribution des sciences de l’homme à la question des jeunes, 2 vol. presentado por Michelle Perrot y Annick Percheron, Vaucresson, C.R.I.V., 1986. Cf. igualmente Gérard Mauger, Tableau des recherches sur les jeunes en France, rapport p.i.r.t.t.e.m.-c.n.r.s., 1988.

45 Cf. Pierre Bourdieu, «La “jeunesse” n’est qu’un mot», en Questions de sociologie, París, Minuit, 1980, pp. 99-102.

46 El diccionario Robert atribuye la palabra a Béranger en 1825. Por lo demás, se puede leer, bajo la pluma del publicista J. J. Fazy, De la gérontocratie ou abus de la sagesse des vieillards dans le gouvernement de la France, París, 1928: «Esta palabra nueva, que he formado con la lengua de los griegos».

47 Cf. Las anotaciones de Jean-Yves Tadié sobre «Le roman de génération», en Le Roman au XX e siècle, París, Belfond, 1990, pp. 99-102.

48 Cf. Dominique Strauss-Kahn, Économie de la famille et accumulation patrimoniale, París, Cujas, 1977; Accumulation et répartition des patrimoines, Actas del coloquio internacional del c.n.r.s., 5-7 de julio de 1978, París, Economica, 1982; Claude Thelot, Tel père, tel fils ? Position sociale et origine familiale, París, Dunod, 1982, así como Cycles de vie et générations, bajo la dirección de Denis Kessler y André Masson, París, Economica, 1985.
         Cf. igualmente Xavier Gaullier, «La mutation des âges», en Le Débat, n° 61, septiembre-octubre de 1990.

49 Cf. en particular Antoine Prost, «Jeunesse et société dans l’entre-deux-guerres», en Vingtième Siècle, n° 15, enero-marzo de 1987, pp. 35-43.

50 El fenómeno encuentra de inmediato su expresión entre los economistas y demógrafos (Alfred Sauvy, La Montée des jeunes, París, Calmann-Lévy, 1959), los historiadores (Philippe Ariès, L’Enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime, París, Plon, 1960), los sociólogos (Edgar Morin, L’Esprit du temps, París, Plon, 1962; «Salut les copains», en Le Monde, 6-8 de julio de 1963; Georges Lapassade, L’Entrée dans la vie, París, Minuit, 1963).
         La cronología de «L’aventure des idées» preparada para Le Débat (n° 59, mayo-agosto de 1988) por Anne Simonin y completada en libro de bolsillo bajo el título Les Idées en France, 1945-1988, une chronologie, París, Folio-Histoire, 1989, proporciona para aquellos años una rica serie de referencias convergentes.

51 Cf. Paul Yonnet, «Rock, pop, punk, masques et vertiges du peuple adolescent» y «L’estéthique rock», en Le Débat, n° 25 y 40, retomado en Jeux, modes et masses, París, Gallimard, 1986.

 

Sobre el autor
Pierre Nora (1931-) es un historiador nacido en París, Francia. Es miembro de la Academia Francesa y es conocido por su trabajos sobre los «lugares de la memoria». Realizó estudios de Filosofía e Historia. Fue director de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Su carrera de editor comenzó en 1964 en la editorial Julliard y en 1965 se sumó a Gallimard para desarrollar su área de ciencias sociales. Entre sus obras más importantes destacan Les Français d’Algérie (1961), Faire de l’histoire (con Jacques Le Goff, 1974), Les Lieux de mémoire (1984, 1986 y 1992) y Présent, nation, mémoire (2011). En Vigilar y castigar, Michel Foucault hizo un amplio reconocimiento de su obra. François Hartog desarrolló una extensa reflexión sobre su obra en Regímenes de historicidad.