El título que originalmente se me propuso para este número de Fractal hacía referencia al “destierro” de los catalanes en México. Pedí substituir esta palabra por “exilio”, considerando necesaria la distinción semántica. “Destierro” era, antes y después de la Guerra Civil española, una pena de alejamiento dentro del territorio nacional. En 1924 el dictador Miguel Primo de Rivera, tras privarle de su cargo de rector en la universidad de Salamanca, desterró a Miguel de Unamuno a Fuerteventura a raíz de una carta publicada en Montevideo por el ilustre escritor. En 1947, Franco desterró al destacado falangista, autor de la letra del himno de la Falange y voluntario de la División Azul, Dionisio Ridruejo, durante casi cinco años a Cataluña, pena en extremo benigna en el panorama de los años cuarenta. El propio Franco, destinado cautelarmente a las Canarias tras las elecciones de febrero de 1936, consideró esta medida como un destierro. Sólo cuando Unamuno se evade de Fuerteventura y marcha a París, o Ridruejo, tras participar en el IV Congreso del Movimiento Europeo en Munich en 1962, no puede regresar a España, puede hablarse propiamente de exilio en el sentido que se le da modernamente al término. La distinción no es puramente nominalista, como podría creerse si nos atenemos a la etimología. “Exilio” deriva del latín exilium, de exul (expulsado), palabra compuesta del prefijo “ex” y la raíz indoeuropea “al” (errar), aunque antiguamente la etimología popular la derivara del latín solum (suelo), y el castellano la adaptara con el término “destierro”, que aparece en los orígenes de su literatura. En efecto, el destierro del Cid por el rey Alfonso en el Cantar de mío Cid es una expulsión allende las fronteras del reino. Pero retener este término para el tema que nos concierne podría perturbar su comprensión si llegara a entenderse como un mero desplazamiento geográfico, una pérdida de la tierra salvaguardando las constantes culturales y los referentes colectivos. El exilio catalán de 1939 no fue fruto de una decisión jurídica sino de una huida para evitar el castigo que aquellos que dejaban su país podían esperar de quienes acababan de conquistarlo. Este temor, no menos infundado para los republicanos que se sumaron al éxodo desde todos los puntos de la Península, alcanza en el caso catalán una dimensión y gravedad genuinamente nacionales. Junto a los combatientes, la clase política y los militantes de los partidos, se exilia mucha gente sin perfil político pero de acusada significación catalana, como el gramático Pompeu Fabra, para citar un ejemplo ilustre. No estar comprometido políticamente o haber evitado el radicalismo ideológico no garantizaba la impunidad, y quedarse podía costar la vida, como en el caso del poeta Carles Rahola, fusilado junto a la tapia del cementerio de Girona a las pocas horas de haber sido tomada la ciudad.
Tampoco empleo el término “conquista” arbitrariamente. La Cruzada tenía, entre sus objetivos, la destrucción política, cultural y aún económica de Cataluña, esto es, la solución final more hispano del llamado, por los españoles, “problema catalán”. La España más conservadora (y una parte no desdeñable de la liberal) no toleraba el tímido reconocimiento de Cataluña como sujeto político por el Estatuto de Autonomía aprobado en las Cortes el 9 de septiembre de 1932. Una república, conviene recordarlo, proclamada federal en Barcelona antes de que se constituyera centralista en Madrid. Para apreciar debidamente la singularidad del exilio catalán es necesario partir del hecho de una sociedad considerablemente avanzada en su restitución política y cultural. Desdibujar esta experiencia sumiéndola en la general de los republicanos españoles—con la que no obstante guarda evidentes concomitancias—o confundiéndola con la condición humana en su desarraigo del mundo natural o, lo que en perspectiva metafísica resulta equivalente, de la patria espiritual o de la presencia del Ser, es una manera como cualquier otra de desatender los fenómenos. En el caso de una cultura aún hoy poco reconocida y menos estudiada, existe la tentación de invocar la teoría para saltarse los hechos, omitiendo la circunstancia existencial, la forma y dimensión de lo vivido, y en suma la historia. Ahora que la marea teórica ha bajado y no debemos ya temer a sus comisarios, haríamos bien en recordar la advertencia de George Steiner de que en las letras humanas la teoría no es otra cosa que intuición impaciente. Intuición perezosa, podría añadirse. ¿Cuánto trabajo, cuánta labor de lectura y de investigación se ahorra uno alcanzando de un salto las leyes del conocimiento sin demorarse en la singularidad del fenómeno? Deberíamos releer el Foucault de Las palabras y las cosas, el que sitúa las humanidades en la vecindad de la biología, la economía y la filología sin concederles la objetividad y sistematicidad de estas ciencias, dado que su forma específica de coherencia y la relación con sus objetos las determina exclusivamente su positividad.
¿Cuántas reputaciones se habrán erigido en la inanidad de una palabrería autotélica, literalmente irresponsable? Dicho con la brutalidad de Josep Pla: “en aquest país l’única cosa que dóna diners és la teoria. La pràctica, que en definitiva és l’important, no en dóna cap”. Aunque Pla circunscribe la observación a la Catalunya del franquismo, bien podría trasladarse a la escena académica anglosajona de las dos últimas décadas del siglo XX, responsable de sumir las humanidades en el autismo y la intrascendencia. Es oportuno recordarlo, porque el exilio catalán de 1939 ni puede subsumirse sin más en el español, ni en la vaguedad de una abstracción que acaba siempre invocando otras expatriaciones, otras ausencias. Las lecciones de este exilio, como sucede siempre que algo es real, provienen no de su generalización sino de sus estrictas coordenadas circunstanciales.
Al exilio catalán del 39 lo distingue la destrucción de la sociedad de origen, la ruina—aparentemente definitiva—de sus referentes colectivos, incluso los más cotidianos, la hecatombe de las instituciones, tradiciones, enseñanza y modelos cívicos, la quema o conversión en pasta de papel de sus bibliotecas, la eliminación, a veces física y otras profesional, de su intelligentsia y su sustitución por otra procedente de fuera del territorio y de ideología explícitamente anticatalana. En la Cataluña de la posguerra, ser catalán se convierte en un demérito y una desventaja, condición que no comparten ni en verdad comprenden los españoles propiamente nacionales. Se comprende fácilmente que esto provoca numerosas conversiones, esto es, españolizaciones—sinceras u oportunistas, no importa—al más puro estilo inquisitorial. Más grave aún es la persecución del idioma, con lo que se rompe el hilo del pensamiento entre las generaciones y se avienta el principio socializador de una sociedad diez veces secular. Entonces la vida catalana cae en un estado de latencia que bien merece llamarse exilio interior. Concepto, este, también generalizado (por Paul Ilie, entre otros) a todos los españoles del interior, cuando en realidad, por políticamente marginados o económicamente explotados que estuvieran, no dejaban de ser españoles en una España quintaesenciada. En cambio, el exilio catalán, tanto el interior como el exterior, lo es respecto de un país desvanecido, al que es imposible volver. Quienes por fidelidad a la memoria intentan el regreso, se encuentran con una realidad extranjera. Bajo el slogan de “Catalunya es España” el fascismo castellaniza, extirpando toda diferencia espiritual con los mismos procedimientos aplicados en la etapa del imperio. En sus memorias o en su correspondencia, Mercè Rodoreda, Joan Sales, y otros recuerdan una Barcelona inconfundiblemente catalana, pero al volver topan con un país que ha sido lingüísticamente sustituido por otro. Sales opta por la resistencia cultural con la fe puesta en la recuperación del idioma en todos sus registros; Rodoreda huye a Romanyà de la Selva en busca de un paraíso natural que también lo sea lingüístico.
En su aportación a este cuaderno, Héctor Hoyos impugna lúcidamente la opinión de José Gaos de que los españoles en México se consideraban “trasterrados” antes que exiliados. Es lícito cuestionar la familiaridad invocada por Gaos en virtud del vínculo lingüístico e histórico entre España y su antigua colonia, aunque yo no cuestionaría su sinceridad cuando afirma sentir mayor afinidad cultural con México que con la Catalunya anterior a la guerra civil. La geografía—la fosa Atlántica—podría fácilmente distorsionar las realidades históricas. El hiato cultural en la Península era—y en ciertos aspectos sigue siendo—muy considerable. A lo largo del siglo XIX España no había llegado a constituirse plenamente en un Estado-nación, y la impaciencia por lograrlo fue causa eficiente sino primera del golpe de Estado y de la Guerra Civil. La misma extrañeza que Gaos sentía, la sentían muchos catalanes al cruzar el Ebro. Conviene recordar que, hasta las primeras décadas del régimen franquista, muchos catalanes no sabían expresarse en castellano, otros lo hacían con dificultad y algunos apenas lo comprendían. Sólo teniendo en cuenta estos hechos se puede ser consciente del grado de “desterritorialización” experimentado por los catalanes en tierras mexicanas y relacionarlo con su sensibilidad para la realidad indígena.
Careciendo de la perspectiva hispanizante, hegemónica entre los republicanos españoles, los intelectuales catalanes abrían sus sentidos a una realidad que para ellos resultaba exótica y que los interpelaba. “Tierras exóticas” es justamente el término empleado por Sales en la reseña citada por Marta Pasqual. Pero el exotismo, lejos de ser un impedimento, fue para ellos un estímulo. Como señala Marcela Junguito, la lengua fue para los narradores catalanes un medio, el único, de preservar la propia cultura, pero a la vez un puente con el país receptor, y no porque el catalán ganara adeptos entre la sociedad mexicana, o porque ésta leyera las muchas revistas catalanas que allí se fletaron (50 según los datos aportados por Martí Soler), sino porque de esta diferencia y de la conciencia que de ella tenían surgían la curiosidad y la empatía con lo otro mexicano. Empatía imposible para quienes eran meramente “trasterrados”, o sea, desplazados dentro de una misma continuidad cultural. En cambio, como afirma Carlos Guzmán Moncada, el desarraigo y el desconcierto—de oficio, dice él con discernimiento—ante la realidad permitiría hablar de una auténtica obra mexicana de Calders, y creo que lo mismo podría afirmarse de otros autores. Bien advierte Junguito, al hilo de las consideraciones de Gayatri Spivak sobre la subalternidad, que la novela de Agustí Bartra, La lluna mor amb aigua ejemplifica una narrativa que habla con el subalterno. Por una sencilla razón, y es que, a pesar de su europeísmo substantivo, los catalanes no estaban en situación de formular discurso teórico alguno “desde la metrópolis”, puesto que ellos mismos procedían de una cultura subalterna. Dicho de otra manera, los catalanes sólo podrían hablar sobre o hablar por el subalterno, esto es, el indígena mexicano, en tanto que se identificaran con la mirada española. Desde el momento en que ingresaban en su propia identidad lingüística, perseguida y anulada en la “metrópolis”, sólo podían hablar desde la subalternidad con un otro igualmente subalterno.
Ahora bien, al margen de la generosidad (o el cálculo político, según sus detractores) del presidente Lázaro Cárdenas al dar asilo a unos 25.000 republicanos españoles, de los cuales una gran parte catalanes, el México oficial no reconoció nunca esta identidad, no obstante el relieve profesional y cultural de una parte del nutrido contingente. La reticencia se hace visible, por ejemplo, en la tarjeta de identificación de Joan Sales extendida por el servicio de migración de la legación mexicana en Ciudad Trujillo, desde donde Sales emigra a México en enero de 1942. En esta tarjeta, el nombre del escritor aparece castellanizado, lo cual podría deberse a la transcripción de su documentación española. De ser así, se hace difícil creer que un catalanista comprometido, que firma el documento con su nombre catalán, habría declarado ser el español su idioma nativo y sólo el francés como lengua adicional, como consta en la tarjeta. Todo hacer pensar que el oficial de la legación decidió que el catalán no era aceptable y le negó carta de ciudadanía. Esta actitud, sólo en parte imputable a ignorancia, persiste aún hoy en las esferas oficiales, como lo reveló el Cónsul de México en su discurso de apertura de un coloquio sobre el exilio catalán, que tuvo lugar en la Universidad de Stanford en octubre del 2011. A pesar de la especificidad del tema, el Señor Cónsul consiguió terminar su discurso sin hacer una sola alusión a los catalanes o a Catalunya, pero eso sí, con repetidas protestas de fraternidad y simpatía hacia España.
Fue un largo exilio. Gracias a la política antisoviética de Churchill primero y de los Estados Unidos después, el franquismo se prolongó durante 26 años y en cierto modo se sobrevivió a sí mismo. Algunos regresaron, convirtiéndose en símbolo de claudicación para los que se quedaban. Muchos se adaptaron, casaron, se establecieron, tuvieron hijos y nietos mexicanos, pero jamás olvidaron la causa de su salida de Cataluña, rechazando que su ingreso en México fuera una inmigración. Como recordaba Claudi Esteva en 1981, “el origen de nuestra llegada a México no era económico, era un origen politico”. Obviarlo sería traicionar su gesta y falsear la historia. En el verano de 1975, pocos meses antes de la conclusión política de esta historia, visité el Centro Republicano en la Ciudad de México y hablé con su secretario, un catalán. Aquellos restos humanos de la guerra y del éxodo vivían en una realidad paralela, convencidos de que a la muerte del dictador España restablecería la república. Todo volvería a ser como siempre debió haber sido. El tiempo se anularía y la historia emitiría su dictamen justo y definitivo. Entre tanto, muchas familias se habían ido mexicanizando en una lenta aclimatación social y biológica. En muchos casos la catalanidad acabó desapareciendo, reducida a un recuerdo genealógico. Este resultado era la suma de las desapariciones individuales que, como informa Dolores Pla, afectaron sobre todo a los sectores populares del exilio. La lengua se perdió en muchos casos ya en la segunda o, a más tardar, en la tercera generación. Hijos y nietos de los exiliados se convirtieron en intelectuales y escritores que escriben en español y son, para ellos mismos y para el mundo, escritores mexicanos. Si por azar o necesidad regresan al país origen de sus apellidos, a veces reproducen los criterios que impidieron que el catalán hiciera pie en México, y que son, poco más o menos, los mismos con que se le combate en la Cataluña autonómica. El criterio de la lengua hegemónica y el criterio del Estado nación. Puesto que el catalán no ha recuperado su antigua hegemonía, ni España se resigna a aceptar en la práctica el fin del Estado nacional que decreta la teoría, Cataluña sigue siendo, en lo relativo a su idioma, un referente del exilio interior. No es necesario cuestionar la exactitud de la frase de Héctor Hoyos de que los inmigrantes a Catalunya “no siempre consiguen aprender catalán”, preguntando, por ejemplo, hasta qué punto es significativo que sean los hispanohablantes los que menos lo consiguen. En cambio no creo ocioso dudar de su receta plurilingüe como único camino viable. ¿Viable para quién y con qué objetivo? Si tomamos esta receta con toda su carga propositiva, esto es como promoción de un plurilingüismo participativo y no en el sentido de una sociedad dividida en guetos lingüísticos, sólo podemos concluir en la obviedad del poder. Las propuestas de apertura de los mercados (comerciales, financieros, culturales, o lingüísticos) se hacen siempre desde posiciones de fuerza. Por lo general las lenguas dominadas no luchan por abrirse mercados exteriores sino por conservar sus espacios vitales. Volviendo del revés la propuesta, ¿se tomaría alguien en serio la idea de convertir México o la España castellana en sociedades donde fuera imprescindible dominar con idéntica fluidez el catalán, el castellano, las lenguas indígenas, y ahora también el árabe, el chino, el urdu o el amazic? Si algo podemos aprender del exilio intelectual catalán en el México de Cárdenas, es la respuesta agradecida del huésped, manifiesta en el aprecio activo de una realidad inconmensurable, a la que era preciso adaptarse sin exigir al anfitrión una deformación de su esencia, que es la forma en que los encuentros entre culturas violentan los sagrados vínculos de la hospitalidad.