CARLOS LÓPEZ  BELTRÁN
La verdad esquiva. 
La ciencia vista desde las humanidades 

 

 

 

 

1. Guerreros desorientados

Cuando hace algunos años el físico de la universidad de Nueva York Alain Sokal planeó el golpe contra los editores de la revista Social Text que lo haría célebre en unos cuantos días, como caballero armado en una nueva escaramuza de las Guerras de la Ciencia, éste no tenía una idea clara del barroco berenjenal en el que se estaba metiendo. No sospechaba lo profundo y lo laberíntico que eran las zonas de ruptura de las que Las Guerras de las Ciencias anglosajonas eran sólo una manifestación superficial. Sokal simplemente estaba harto de sus vecinos de los departamentos de arte y humanidades, fastidiado con sus cada vez más abstrusos y, en su opinión, inútiles devaneos teóricos que sólo servían para una danza vanidosa y autocomplaciente, y a fin de cuentas autista.

Podríamos pensar que lo único que Sokal quería hacer era mofarse un poco y tomar venganza sádica de esos arrogantes humanistas de su campus que en las situaciones de disputa coloquial, en charlas informales o en las escasas intentonas de acercar las ciencias y las humanidades, lo aporreaban con estrategias retóricas habilísimas y desplazamientos continuos del quid de las preguntas, para terminar sonrientes y hasta burlones, defendiendo afirmaciones escandalosas que desautorizaban valores preciados como la verdad o la objetividad de las empresas de conocimiento. Habrán sido muchos los chicos y chicas brillantes que se habrán encandilado con los sofistas de enfrente, y abandonado el camino prudente del buen razonamiento para pérdida de Sokal y sus amigos científicos. Como Peter Medawar una generación antes, esta migración de talento le habrá parecido a Sokal no sólo lastimosa sino francamente escandalosa en cuanto al desperdicio de recursos neuronales hacia empresas vacuas, improductivas. Poner en ridículo a los charlatanes mediante la treta que tramó tenía algo de venganza y algo de consuelo, pero el impulso principal era un ingenuo anhelo de detener el tiempo, de revertir los desarrollos del pensamiento humanístico de las últimas décadas. Tan superficial, blandengue y boba le parecía la masa de obras acumuladas por los autores humanistas más famosos en los campus gringos (casi todos franceses) de las últimas décadas del siglo XX, que un simple soplido, en sus sueños, debería poder echarlos al basurero de la historia; su broma, se planeó como una pantomima de dicho soplido que mostraría la desnudez de los reyes franceses y sus lacayos gringos.

Sokal explicó muy pronto sus asideros, sus vértigos por estarlos perdiendo, y sus indignaciones por los culpables. Esa misma explicación revela, en mi opinión, que sus certezas estaban más tocadas de lo que le habría gustado admitir por las estrategias retóricas de sus oponentes. Confesó ser un hombre de izquierda y haber lanzado como tal, y no sólo como un científico ofendido, el ataque contra el postestructuralismo y el postmodernismo imperantes. La izquierda debe exigir de las humanidades y las ciencias sociales compromisos robustos con la verdad, la objetividad, para ser eficaz en sus propósitos de desenmascarar la opresión y señalar las acciones que objetivamente conducirán hacia los estados de cosas deseables para ésta. La izquierda no se puede dar el lujo de coquetear con posiciones intelectualizantes en las que la elección y aceptación de creencias no depende de criterios neutros, independientes de las preferencias y sesgos subjetivos, como son el apoyo de la evidencia correctamente ordenada, y la coherencia interna, jerarquizada desde las verdades analíticas hasta las suposiciones probables pasando por las afirmaciones de hecho, sólidas, bien constatadas. Sólo desde ahí puede transformarse el mundo. Levantar cortinas de humo teórico sólo beneficia a los reaccionarios ya que se esconden las manijas arquimedeanas desde donde se pueden mover las cosas.

La gran suposición que apoya la convicción de Sokal (que es a fin de cuentas la gran base operativa de los proyectos de conocimiento postilustrados) es que las ciencias naturales, y todas las empresas de conocimiento que se alinean con sus estrategias epistémicas, nos brindan una plataforma imprescindible para articular nuestras imágenes del mundo y para construir regímenes metodológicos de higiene teórica y práctica para organizar aún los espacios más reacios y complejos. Renunciar a ella es tirar por la borda cualquier aspiración de que la modernidad avance sus proyectos de reglar la vida y de normar a los hombres racionalmente.

Sokal, dije antes, no tenía idea de las trincheras hacia las que avanzaba, ni quienes marchaban junto a él. La caricatura de los roces entre ciencia y humanidades que personajes como Bertrand Russell o Karl Popper promovieron parecían dominar sus simplistas acusaciones y bravuconadas. Las cosas pronto se le revelaron mucho más complicadas, y la falsa Guerra a la que entró resultó más difícil de justificar con puros eslóganes y declaraciones lapidarias. Para los años noventa del siglo XX ni las ciencias naturales ni las ciencias sociales ni las humanidades podían acomodarse en paquetes nítidos bajo criterios ampulosos como su método, su nivel de certeza, su objetividad.

Sin duda durante el siglo XX los reacomodos y desplazamientos en las humanidades y algunas de las ciencias sociales respecto a la idea que hay un polo orientador inevitable en las ciencias naturales, y sus modos de conocer, fueron dramáticos. Pero quizá los desplazamientos más perturbadores para algunos se produjeron en las imágenes que los estudios humanistas y científicos especializados en catar y calibrar las ciencias naturales mismas comenzaron a hacer circular después de los años sesenta. Es ahí de donde emanan las rabietas mayores de los guerreros de las ciencias y otros “anti-posmodernos”, y hacia donde se dirigen los temores mayores por la llegada de nuevos oscurantismos. En lo que sigue trataré de mostrar cómo es la renuncia, en algunas imágenes de las ciencias contemporáneas, a ubicar a las ciencias naturales en una hornacina privilegiada lo que en verdad amenaza con remover la piedra de toque frente a la cual sirios y troyanos se definían y delimitaban. Contar con una imagen de las ciencias naturales sólida, estólida, clara, así fuese un tanto burda o idealizada ha estado en el interés de demasiados durante demasiado tiempo. Tanto para alinearse respecto de esa imagen, como para definirse por contraste, tener ese punto de fuga estable ayudaba a acomodar las perspectivas de todos. De ahí la reacción como ante una anatema o herejía radical, y la profundidad de la desazón que las aparentemente locales y localizadas revueltas en los estudios sobre la ciencia llegaron a engendrar. Al no contentarse ya más con la descripción y calca de la piedra de toque común (la veracidad y objetividad de las ciencias naturales) y haber comenzado mas bien a cuestionar sus rasgos causales (su forma, su capacidad de equilibrar el arco del conocimiento), los filósofos y sociólogos de la ciencia comenzaron a recibir vituperios de todos lados. El malestar cundió, y de pronto ya nadie sabía bien dónde estaba parado.

Volviendo a Sokal: No era en la posmodernidad de sus colegas de los departamentos de estudios culturales donde estaba su némesis, sino en la seriedad y gran capacidad perturbadora (y entre otras cosas y aunque suene paradójico; debido a nuevos estándares de objetividad) que habían adquirido los estudios históricamente basados de las ciencias, y que a pesar de resonar en frecuencias análogas a las de los teóricos franceses, apuntaban en otra dirección: no podemos decir, por ejemplo que Derrida, Lacan o Deleuze hayan estado particularmente interesados en cuestionar o retirar los atributos epistémicos tradicionales de las ciencias naturales.

Quiero entonces hacer una revisión a vuelapluma, y un diagnóstico rápido sobre lo ocurrido en años recientes con la imagen profunda de las ciencias emanada de los estudios humanistas de éstas. Cómo la mirada humanista y científica de finales del siglo XX, con muchas inspiraciones pero análogos efectos, cambió, quizá hasta el punto del no retorno el conjunto de atributos y valores que podemos asociar con las ciencias en general, y con las diversas pencas y racimos disciplinarios en los que están fragmentadas. Haré un recorrido amplio, abriendo el abanico muy atrás, para ceñir de alguna manera el sentido de mi intervención.

 

2. Fundaciones

La ciencia moderna fue posible en parte porque sus creadores acertaron en construirle una serie de diques protectores y aduanas epistemológicas que le permitieron negociar con los suspicaces poderes mayores que la rodeaban (la religión, el Estado) los espacios de autonomía que requería. A pesar de sus diferencias sobre cómo hacer y apuntalar el conocimiento sobre el mundo natural, cartesianos y baconianos (por nombrar a las sectas más notorias) en los siglos XVII y XVIII coincidían en que era necesario cimentar robustamente la ciencia natural de modo que las voluntades, primero de los naturalistas y después del resto, convergieran dócilmente ante la fuerza epistémica conseguida. Si en el origen de esa fuerza estaban los puros y duros hechos (un arreglo peculiar de la “evidencia”), o si había por debajo que ponerle una capa de aprioris aún más sólida, era un asunto relativamente menor, frente al interés común de demarcar un territorio exclusivo para la razón. Las disputas en torno al método y por el método, o aquellas en torno al estatuto de certeza del conocimiento mismo, de aquellos siglos no tocaban nunca el acuerdo fundamental: que el conocimiento debía gestionarse con una normativa que tuviese alcance máximo, que trascendiese todo peculiarismo nacional, cultural, racial. Cualquier cosa que se pudiera saber sobre el mundo (cualquier cosa a la que estemos dispuestos a llamar saber) debía poderse saber por todos, desde cualquier lugar y tiempo. Estoy pensando aquí en los acuerdos de raíz que nos permiten incluir a Boyle y Leibniz, a Whewell y Goethe, a Comte y Helmholtz en el mismo espacio, bajo el mismo espíritu científico.

Es sabido que en el siglo XIX el oleaje que se había ido apoderando de las empresas de conocimiento del mundo natural desde dos siglos antes tocó finalmente con toda su fuerza las costas de los proyectos de conocimiento del hombre. Esta llegada fue relativamente tardía por varios motivos ideológicos y estratégicos, y reveló lo que ya algunos sospechaban: las extrañezas epistemológicas, metodológicas y sicológicas que ipso facto brotaban de tal extensión de la empresa científica. ¿Cómo podían convertirse en objeto neutro de investigación, causal, regulada y regular, la acción humana, las pasiones del alma, las intenciones, los deseos? Así como la Biología debió unas décadas antes (con Lamarck, Cuvier, Bichat, von Baer, Bernard, Darwin...) luchó por establecer una especificidad para la vida, versosímil y coherente por encima de un sustrato de fuerzas físicas y químicas básicas, las ciencias y sociales y los estudios humanistas debieron dar la pelea por establecer sus cotos, sus aduanas, sus normativas internas, frente a la oleada imperialista de las ciencias naturales.

Hay dos fenómenos que me interesa destacar de este periodo: 1) el afán por incorporar el conocimiento de lo humano a la onda expansionista de la Revolución Científica (cuyos gérmenes podemos rastrear hacia Descartes y hacia muchos pensadores ilustrados) vino tanto más de adentro que de afuera; en éste resultó siempre importante tener como linde, como referente, una clara, respetable y robusta imagen de las fuentes del éxito contundente de las ciencias naturales (o duras), para negociar con o contra ésta. 2) –y más importante para mis fines hoy- la existencia de un acuerdo tácito (que luego se hizo explícito con gente como Durkheim y Weber) de que las prácticas exitosas de producción de conocimiento científico (es decir, aquellas en las que se verificaba adecuadamente las teorías) estaban excluidas por principio de cualquier intento de explicación (hoy podríamos decir desconstrucción) histórico-humanista que fragilizase el estatus epistémico del conocimiento mismo. En otras palabras, el conocimiento de la fuente de verdad y objetividad de las teorías científicas naturales no estaba al alcance de las humanidades ni de las ciencias sociales, por más que este conocimiento debía reconocerse como un producto de la actividad humana. Esto generó un espacio de excepción, una especie de grado cero de la objetividad, que permitía proseguir con la tarea de sortear los complejos problemas metodológicos y epistemológicos del conocimiento sobre lo humano, sin correr el riesgo de desbarrancar la empresa colectiva de la modernidad.

En sus raíces mismas las ciencias sociales decimonónicas injertaron una ansiedad de método similar, pero más insidiosa, a la que anteriormente habían acomodado a sus prácticas los diferentes disciplinas naturalistas. Aunque menos dependientes y más capaces de resistir y responder, las humanidades más clásicas (como la Historia o la Filología) no dejaron a partir del siglo XIX de verse afectadas por este malestar. Palpable aún hoy, esta ansiedad requería, y por lo revelado en situaciones como el affaire Sokal, requiere aún, de la constante insistencia en que hay a la raíz de toda la construcción teórico-científica occidental, una instauración epistemológica, metodológica común a todas las ciencias, y capaz de estirarse indefinidamente (adaptándose, claro) hacia los más variados dominios. La filosofía de la ciencia, como se sabe, nace, crece, se desarrolla y envejece, tomando como tarea central la explicitación, realce, pulido y engrasado de dicha instauración. El filósofo de la ciencia es por antonomasia el vigilante de ese coto común. Desde Bacon hasta Nancy Cartwright, pasando por figuras señeras como Herschel, Comte, Mill, Neurath, Popper, o Laudan, los filósofos de la ciencia han sentido que persiguen un objeto elucidable filosóficamente, que la tradición occidental logró forjar colectivamente (y ha estado perfeccionando) y poner en el fondo normativo de las prácticas de producción de conocimiento verosímil, objetivo, valioso. Los debates y diferencias, claro está tienen que ver con la clase de objeto que se cree se está develando, pero es raro entre los filósofos de la ciencia el que no crea que hay una jerarquía natural entre las disciplinas científicas que pone a las más robustas y poderosas como la física teórica y/o la física experimental en el escaño más alto, y no piense que es en ellas donde más fielmente se encarna la normativa común profunda. Está en mi opinión por escribirse aún una adecuada historia de la influencia de los filósofos de la ciencia natural en las depresiones y suicidios de los teóricos de otras disciplinas. En la Inglaterra victoriana soñar con que un ceñudo Whewell o un irónico Mill desautorizaban las teorías de uno (como le pasó a Darwin) debió tener el mismo índole pesadillesco que en algún periodo del siglo XX tuvo para los economistas o sociólogos soñar con que Herr Professor Popper agitaba la cabeza diciendo ¡no! ¡no! ¡no!

Entre las herramientas valiosas para los ansiosos de método los filósofos forjaron con las décadas lindezas como criterios “de elección de teorías”, “de asertabilidad”, “de objetividad”, “de probabilidad”. Para el tema de esta charla destacan los criterios de demarcación, y la famosa distinción neopositivista entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación. Demarcar nítidamente aquellos pronunciamientos sobre estados de cosas, sus causas y sus devenires, que pueden incorporarse al mundo de la objetividad intersubjetiva. Purgar entre otros estorbos las reminiscencias metafísicas. Dar con las costuras que separan las afirmaciones universales (o candidatas a serlo) de las ciencias de los lastres prácticos, contextuales debidos a sus medios materiales y sociales de producción. Forjar y afilar el bisturí conceptual capaz de hacer los limpios tajos requeridos. Esa es la promesa encarnada en la filosofía científica para los aspirantes y suspirantes de las ciencias sociales y humanidades formalizadas de la primera parte del siglo XX. Y aún quienes se resistieron al encanto y vieron que las brechas epistemológicas y metodológicas eran insalvables, rara vez hicieron una labor complementaria de menoscabar las grandilocuentes afirmaciones de los filósofos de la ciencia.

Es revelador el hecho de que en las polémicas clásicas en torno a la posibilidad o imposibilidad de unificar a las ciencias bajo un mismo paraguas metodológico, la premisa compartida siempre fue que en las ciencias naturales las cosas funcionan bien, con acumulación de verdad, progreso conceptual, crecimiento en capacidad de control, predicción, y certeza. Dilthey, Gadamer, Habermas, podían negar que las ciencias del espíritu fuesen como las ciencias naturales; pero no dudaron que estas últimas estaban bien servidas por los filósofos de Viena, incluyendo a aquí a Popper.

 

3. Siglo de revueltas

Viéndolo en retrospectiva podemos darnos cuenta de lo irreal, e injusto que era la pretensión de desprender el conocimiento científico del mundo natural de sus raíces históricas y culturales. Irreal puesto que el ejercicio reconstructivo de los filósofos e historiadores domesticados arrojaba conjuntos de descripciones y modelos delgados, utópicos, triplemente destilados, en los que a la postre resultaba imposible reconocer la sustancia viva de la que se partía. Injusto porque se condenaba sumariamente a un ámbito entero de la actividad creativa humana jamás tener el privilegio de ser recreada, en todas sus dimensiones y sutilezas, por un Michelet o por un Braudel. Los historiadores, sociólogos, antropólogos, artistas interesados en la ciencia podían sin duda movilizar para sus fines materiales exteriores, contextuales, circunstanciales, pero debían consultar con los expertos (i.e. científicos y filósofos de las ciencias), y seguir sus dictámenes, si de tocar la sustancia, los contenidos, las teorías mismas, se trataba. Grandes historiadores del siglo XX, como Koyré o Roger, o grandes sociólogos como Merton o Ben-David, sentían continuamente la presencia censara de los dictados normativos de los filósofos. La situación se volvió más y más incómoda e insostenible conforme avanzó el siglo XX y la profusión de los hallazgos de éstos y muchos otros estudiosos de la ciencia revelaba lo artificial de las restricciones, y lo contundente e inconfundible de la dependencia dramática de las elecciones teóricas y prácticas de los científicos, y de los colectivos de éstos, de la malla histórico social en la que estaban inmersos. Podríamos citar numerosos episodios de la historia de los estudios sobre ciencia de la primera mitad del siglo XX en los que se muestra el efecto de atender más y mejor a las ciencias a partir de las humanidades. El médico polaco Ludwick Fleck mostró por ejemplo la naturalidad con la que podía, y debía, extender la sociología del conocimiento continental para una necesaria comprensión social de la instauración de hechos científicos colectivamente negociados. El segundo Wittgenstein demolió sin piedad los cimientos del edificio logicista que él mismo había ayudado a construir, y afectó profundamente la imagen de las prácticas científicas de sus alumnos seguidores como Stephen Toulmin y Thomas Kuhn. Las críticas de Quine al empirismo minaron el barco. En 1950 la vieja imagen positivista de la ciencia parecía una estatua de Lenin en 1988. Pero sin duda lo que más influyó en el ánimo de los estudiosos de la ciencia después de la segunda guerra mundial es los deslucida y escuálida que empezó a parecer, por contraste, la presentación que de las ciencias (sobre todo de un subconjunto muy reducido de teorías científica canónicas) hacían los mejores filósofos de la ciencia. En ninguno de ellos había sino retazos de esquemas desencarnados, ejemplificaciones simplonas de sus generalizaciones. Esquematizaciones de libro de texto de las ideas de Newton, Darwin, Lavoisier. O si no retahílas de seudoejemplos como aquellos de los cisnes blancos o el de los tornillos de auto de Pérez. El contraste al que me refiero es con la creciente y cada vez más detallada, inteligente y sutil presencia de estudios históricos y sociológicos en los que el conocimiento científico se presentaba de cuerpo presente y envuelto en sus circunstancias reales. Contextos históricos detallados y juiciosamente desplegados. Individuos con varias dimensiones. Polémicas reales. Grupos y trincheras de verdad, no sólo con intereses sublimes y cuasi teológicos de tan puros, sino capaces de desplegar cúmulos de aspiraciones, intereses, intenciones complejas que daban un mayor realce a las situaciones concretas en las que las propuestas científicas eran forjadas. A la generación de magníficos historiadores y sociólogos de la ciencia a la que pertenecieron Merton y Koyré, siguió otra aún más ambiciosa y detallista. A. Crombie. J. Roger. Robert Young. Marjorie Grene. El mismo Toulmin. Por solo mencionar a unos pocos. En Francia ya estaba hecha la notable labor crítica de Bachelard y Canguilhem que ayudaría a detonar el fenómeno Foucault. Es sabido que la obra de Kuhn fue el catalizador que echó a andar la reacción en cadena que acabó transformando irreversiblemente el panorama de los estudios de la ciencia. Ya nunca más los filósofos llevarán la voz cantante. Ya nunca más las virtudes epistémicas fundacionistas (la verdad, la certeza, la objetividad) ni las estrategias de solución unidimensionales (lógicas, sintácticas, semánticas) serían el modo exclusivo de otorgar cientificidad. La imagen de la ciencia, después de Kuhn, es demasiado compleja para ser controlada por una sola mirada, por una sola fuente de preguntas, por un solo conjunto de atributos y rasgos. La ciencia toda (no solo su anémico “contexto de descubrimiento”) se inundó de historicidad, de contingencia, de estados sicológicos y, horror, de política. La nuez preciada de occidente, el grial orientador de la modernidad, la fuente misma de la verdad mundana asequible por la razón pura hacía agua por todos lados. El agua la limpiaba sin duda de sus falsas máscaras, pero también de las falsas ilusiones y promesas que tan buen servicio habían dado a muchas generaciones de humanistas y científicos de izquierda como Sokal.

El enorme y largamente retrasado favor que las humanidades y las ciencias del espíritu le hicieron a la ciencia –el de darle finalmente rostros humanos creíbles- se pagó así. Emiliy Dickinson escribió que “el marinero no puede ver el norte, pero sabe que la brújula puede”. Esa fue durante algunos siglos la relación de los humanistas frente a las ciencias naturales: no veían la verdad pero sabían que la ciencia natural sí lo hacía. Pero la brújula que sabía señalar el norte resultó ser tan ignorante como el marinero.

 

4. La verdad esquiva

La ciencia no ha perdido sino aumentado sus capacidades de expansión en las décadas recientes. Como sabemos su capacidad de modificar nuestra vida no tiene límites claros, y si los tiene aún estamos lejos de conocerlos. La ciencia es cada día más importante y no menos. La humanidades, al voltear su ojo crítico sobre las ciencia nos han ayudado mucho. Habrá muchos nostálgicos todavía (como Sokal o Bunge) que anhelen volver a las imágenes estólidas, graníticas. Pero para el que atienda y lea los dictámenes de los estudios recientes de la ciencia se dará cuenta de que no hay vuelta para atrás. La promesa de una definición simple y transparente de verdad, y de otras virtudes epistémicas fundacionistas otrora deseables para nuestro conocimiento es impronunciable. ¿Quiero eso decir que ya no hay modo de dar cuenta de las virtudes palpables de las ciencias? ¿ Que el hecho de que puedan afectar nuestra vida como lo hacen debemos atribuirlo a la buena suerte o a la pura inspiración inexplicable de los científicos? No. Lo que tenemos a cambio es un paisaje profuso, casi barroco, de diversidad de prácticas científicas distribuidas en el tiempo y en el espacio, con estrategias disímiles y recursos variados para atender sus fines y preservar sus trayectorias, que no se pueden contener en unas cuantas fórmulas. Tenemos una fragmentación pasmosa de muestras, de estudios locales. Con ellas hemos acumulado narrativas y recursos descriptivos muy ricos y variados. Hoy somos capaces de entender la práctica científica en muchas de sus dimensiones. Podemos situar el conocimiento con lupa fina y adentrarnos en las múltiples influencias materiales, sociales, culturales que lo moldean. Los recursos de las humanidades, estilísticos, metodológicos, estratégicos han multiplicado la malicia y la belleza que encontramos en la actividad y el conocimiento científico. A cambio de la verdad apuntalada con los clavos de plata de la evidencia incontrovertible, hemos obtenido una serie de verdades situadas, deslizantes, esquivas. Verdades que necesitan el constante cuidado de los consensos, la convergencia no sólo de las inducciones sino de las convicciones. La verdad ya no flota en el éter, sin mancharse en el pantano. Está localizada y depende del ámbito social y cultural que le da sentido para permanecer. El trabajo de mantenerla es así más arduo que sólo demostrarla con un experimento. El carácter moral del investigador, tan caro a Merton y a Popper ahora no sólo juega un papel en sus ethos, sino también en su logos. Las virtudes de la ciencia ya no son, como nunca debieron serlo, exclusivas de éstas. Mencionemos algunas de las virtudes de la ciencia que las crónicas contemporáneas ponen de relieve: la de organizar las empresas colectivas de modo que se regulen y balanceen los distintos “espíritus animales”. Establecer diversos tipos de control de calidad. Permitir cierto juego a la heterodoxia y no aniquilar del todo lo marginal o lo estorboso. Aceptar la fragmentación y la incompletitud como inevitables y hasta deseables. Balancear tradición y novedad en distintas dosis.

Hoy podemos reconocer que el afán de certeza y protección que echó a andar el proyecto científico moderno hace tres o cuatro siglos perdió sentido cuando la ciencia misma se volvió una presencia más poderosa que sus rivales. El vigor y la capacidad de adaptación de la empresa científica sin duda sobrevivirá esta adecuación y enriquecimiento de las imágenes de la ciencia que la humanizan y bajan del olimpo.

La pregunta que queda por responder es ¿y ahora cómo entendemos nuestras empresas de conocimiento todas sin la presencia orientadora de las ciencias duras? Ahora que el hombre, lo humano, ha vuelto a ser la medida de todas las cosas ¿en qué vamos a basar nuestras pretensiones de saber?