CARLOS LÓPEZ BELTRÁN
Lo que la red no recoge
(líneas para Beatriz Ezban) 

 

En esta operación de imaginar a Dios, el primer recurso es la figura humana, el término último es la luz, y dentro de la luz el esplendor. No sé si la imaginación puede ir más lejos, pero el espíritu prosigue cuando ella se detiene. Joubert

 

 

“Voy en un auto por el desierto. Es media noche y sólo yo surco la carretera. Horizonte infinito en todas direcciones. Estrellas. Todas las estrellas. Lo único que se oye es el ronroneo suave del motor derramarse como una onda expansiva que va ocupando el universo mientras el auto, imperceptiblemente, devora kilómetros. Mi mente se ha acoplado hipnóticamente a esa expansión y ha comenzado a ocupar la inmensidad. La superficie adivinada de la arena, su textura aserrada y seca e ilimitada, es la cama sobre la que el tumulto imponderable, afelpado de mi pasmo crece. He dejado de percibir la cinta negra del asfalto.

He dejado de estar aquí tras el volante para disolverme en la sutil marea del motor. Soy esa vaguedad sin linde que se amplía y amplía y amplía hasta que el levísimo, soterrado trac trac trac de una falla mecánica la rompe y súbito me concentra en un punto severo, filoso y angustiado entre el estómago y el corazón.”

He recordado este sueño mientras cavilaba sobre los vínculos entre estos luminosos lienzos de Beatriz Ezban y las extrañezas de la física cuántica, a la que aluden el nombre general de la exposición y los títulos de varios de los cuadros. El sueño mimetiza el “colapso de onda” que nos dicen ocurre cuando una partícula interactúa con un detector obligándola a definir su posición o alguna otra de sus propiedades (que antes al parecer estuvieron difuminadas en la urdimbre de lo probable por la expansión de la ecuación de onda) y que somete a una crispación a nuestra imaginación. Pero también nos da un andamiaje para ayudarla a enmarcar el eterno hiato entre la intuición de que tendría que haber algún acceso a los tejidos ocultos que sustentan la existencia (la material, la mental) y el reconocimiento de nuestra modesta, acotada, situación perceptiva y epistémica. Irreducible siempre, dicha fractura le es común a los científicos y a los artistas. De ahí la astucia de, cada tanto, trasladar atisbos y herramientas de uno al otro frente. La creadora de estos cuadros lo hace. Mas no de una manera repetitiva, lineal. Un equívoco torpe sería pensar que hay en esta obra el intento de ilustrar, o de dialogar directamente con el contenido o la referencia de los términos que toma prestados de las ciencias. Las continuidades y extensiones para con su trabajo previo proscriben esa opción. También lo hace una atención al juego de espejeos que los nombres de los cuadros instauran, análogos a su modo a los esplendores retinales, y sus resonancias, con que nos deja la visitación de las imágenes. Ambos juegos remiten a trayectorias y nexos si bien no oscuros tampoco invariantes. No es entonces en una posible superficie de significados estables donde hay que buscar la ilación de esta exposición. Sino en las mutaciones (y nutaciones, claro) que su recorrido impone. Hay alusiones a partículas fantasmales ( neutrinos ), a capacidades íntimas de la materia ( gravitación, fuerzas fundamentales ), a efectos físicos disímbolos ( resonancia, tensión superficial ). Estos son sin embargo ambiguados un tanto con contrapuntos de malicia epistemológica: límite del significado , ... de la idea ; ... del pensamiento . Y bastante más con señales sensuales, no teóricas, como inmersión, inasible, insubordinación ...

Lo que fue una avenida abierta para el artista de la primera mitad del siglo xx (aventurarse a reaccionar directamente a los acertijos y retruécanos que proponían para la imaginación las realidades reveladas por la mecánica cuántica o la teoría de la relatividad) dejó de serlo. Hay un efecto “Pierre Menard” entre llamar a un cuadro abstracto principio de exclusión en el 2003 y haberlo hecho en 1950. Beatriz Ezban lo sabe muy bien y utiliza con gracia ese deslizamiento en la ironía, o mejor dicho ese desdoblamiento en la conciencia de una frontera nueva, recién abierta hacia el misterio, que el paso del tiempo ha instaurado.

Me explico: La abstracción en estos cuadros, parece decirnos su autora a través del atrevido gesto de su bautizo, no es de ida. Es decir, no parte de la materia y de la forma tal como la percibimos y se aleja de ella a través de alguna fórmula de destilación o de difuminación de los bordes. Es mas bien una abstracción de vuelta; una que asume la extrañeza y la amputación radical de lo dado frente al sentido común y a las sensaciones comunes, y parte desde allá para encontrar los enveses, los continentes, las moldes internos de la materia y de la forma. Acercarse a los registros de la física moderna, a los anodadamientos que inducen, a las inseguridades que siembran en nuestra intuición, a las capacidades poéticas y poiéticas de su lenguaje, es sólo una manera de declarar que pinta apuntando hacia el misterio de la materia, hacia las profundidades del ser que nunca acaban de ser barridas por las sutiles escobillas de la ciencia. Eddington, famosamente, igualó las construcciones teóricas de la física con redes de pesca, cuyos entramados, debido a la forma y dirección de sus mallas, sólo capturan el tipo de animal para el que están diseñadas. Siempre se cuelan otras presencias, más pequeñas o sutiles. Ninguna teoría lo es de todo. Lo otro, lo que se escapa de la red, debe barrerse, rastrearse de otro modo.

Al pintar, Beatriz Ezban empieza por el otro lado. Pareciera situarse en un nodo oculto, personal, a partir del cual sondea, palpa, descubre y recorre las marcas, las grietas, los gérmenes de cristalización por los que ciertos ademanes estructurantes devienen a veces derrames, otras veces fracturas, otras campos. Su obra es resultado de la tinción, la revelación, la encarnación de las arborescencias, delicuescencias, vórtices, espasmos que ante su avance se despliegan. En esa tarea se puede adivinar que los brazos, los trazos, los colores coinciden, reinciden, se agregan e integran en un continuo de materia sensible, que al crecer explora el entorno y, palmo a palmo, descubre sus formas para integrarlas. Nada se añade que no abra a pulso su sitio en ese todo creciente, íntegro.

Diderot en El sueño de d'Alembert regala a la falsamente ingenua madame l'Espinasse una bella metáfora vitalista para definir la conciencia encarnada en la materia y fusionada con el mundo de un modo continuo, orgánico: la pequeña araña en el centro de su sedosa y sensitiva telaraña; hecha ésta de materia que ha sido parte de sus tripas y que volcada sobre el mundo la integra indisolublemente a él. Bordeu elogia la metáfora y la asimila a su idea de que las meninges cerebrales (donde se haya la “araña” del yo) están vinculadas sin solución de continuidad a las partículas más menudas de las estrellas más distantes, reciclando de ese modo las viejas cosmogonías organicistas que la ciencia moderna aparentemente quiso arrumbar.

Y el aparentemente es importante porque el arte, como heurística vital complementaria para integrar una noción total del mundo, sólo es asediado y arrinconado por aquella idea de ciencia parcial, monótona y gris que algunos regidores aliados con los teólogos han querido imponer. Campaña, hoy lo sabemos bien, destinada al fracaso, pues aún los apóstoles de la continencia y el recato epistemológico más severo de la ciencia moderna en su origen, cuando, como Newton y Boyle, eran a la vez hombres intuitivos, consintieron el vértigo al acercarse al abismo insondable de la alquimia. Así cuando ante su imaginación se abrían los racimos de cuestiones sobre las capacidades íntimas de la materia se hicieron alegres a las aguas de la especulación. Y hubiesen deseado tener modos de acceder a las temperaturas y condiciones en las que la materia finalmente cede, se desparrama en flujos de partículas endemoniadas y exhibe el origen de sus sensuales efectos (de dónde sus filos quemantes, de dónde sus sedosas oleosidades) para dar amarres más firmes a sus cabalgaduras teóricas. Aquello que nuestros contemporáneos físicos experimentales consiguen con sus gigantescos aceleradores (y con la rigurosa álgebra de la que brotan constructos como spin ) era, en cierto sentido, con lo que soñaban.

Para quien se pregunte honestamente hacia dónde se han desplazado los hornos del misterio que incitaba a los alquimistas, la tentación siempre estuvo y estará ahí, al alcance del que ponga atención, como Beatriz Ezban hace.

Vale la pena retrazar la deriva de esa mancha. En el siglo ilustrado la revuelta romántica y los disturbios experimentalistas frente a las restricciones permitieron una abundancia de presencias activísimas como el flogisto, los fluidos vitales, eléctricos y magnéticos, que además de las hipótesis explicativas de la fisicalla y de la fisiología, poblaron las obras de arte y la imaginación popular. En la física teórica al menos, el siglo xix marcó una clara ruptura hacia la abstracción matemática y el abandono de intuiciones que Bachelard denominó los obstáculos sensualista y sustancialista. Michel Serres ha hecho ver cómo la observación de los fluidos, desde Lucrecio hasta Leonardo y Descartes, marcó un imaginario mecanicista y atomista que se revela en la pintura (y en las hipótesis) en forma de remolinos, borrascas, turbulencia con límites. Y luego cómo es simultánea a la aparición de abstracciones potentes en las teorías físicas (como la termodinámica estadística) el debut, con Turner, en pintura de la ausencia de límites, de las difuminaciones meteorológicas, de los colectivos de partículas atomizadas que la luz ya no define sino desdibuja en resplandores y opacidades profundos. El subsecuente acompañamiento decimonónico de la abstracción en la física matemática (que como es sabido derivó en las grandes revoluciones teóricas del siglo xx ) y el de la abstracción en la pintura ha sido explorado recientemente por el historiador Georges Roque. La luz de Turner sobre la materia estallada es para la pintura el mismo límite que se ubica en el epígrafe de este ensayo... el término último es la luz, y dentro de la luz el esplendor. Una vez trascendido ese umbral, nos dice Joubert, la imaginación, cegada, se detiene pero el espíritu prosigue.

¿Qué ocurre entonces en siglo xx cuando la física se adentra en tierras hondamente abstractas y obtusas? Resurge la prohibición de imaginar. El sentido y la intuición común desvían, engañan, entorpecen, y la recomendación comienza a ser: suspender las imágenes y treparse ciego al caballo de la inferencia matemática que llevará a la comprensión blanca, precisa, despoblada. Pero no todos se conformaron. Los poetas y los pintores del siglo xx han creado poco a poco el espacio alternativo en el cual el espíritu (para usar otra vez el término de Joubert) puede seguir la exploración paralela que ya ni el cuerpo humano ni la luz (material) pueden encarnar. El mismo Bachelard, recordemos, volvió de su trayecto rigorista, anti-intuicionista con una convicción complementaria que sugiere recanalizar lo sensual y creativo a través del arte para explorar lo que el espíritu intuye detrás de las opacidades de la abstracción y la teoría. Hemos dado ya la vuelta entera y estamos donde empezamos.

Podemos ubicar así el intento de Beatriz Ezban de alinearse, a contrapié, ortogonalmente, con los despliegues de la física de hoy. Aquellas construcciones y ficciones, rigurosamente vigiladas en su propio territorio, emanan, y no pueden evitarlo, un éter incitante, un misterio. Éste no es el hecho de que los científicos sean capaces de explorar, delimitar, nombrar, controlar, vehicular, las capacidades íntimas de la materia, con tanta fineza y eficacia (eso, en todo caso, es un milagro). El misterio es el de siempre: la fuente de los latidos, el motor de los pulsos, la persistencia y sutileza de la trama de efectos en la que nuestra sensibilidad se descubre inmersa, fundida, arrobada. Nada suple, al menos en nuestra tradición, el acceso que nos da la pintura a indagar esa región. Hemos avanzado pero siguen apareciendo territorios. Hay más detrás, y más. Eso nos enseñan los cuadros de Principio de Incertidumbre .