CARLOS LÓPEZ BELTRÁN

La fragmentación en las ciencias

La ambición de unidad

 

La ciencia occidental ha tenido como uno de sus dones más preciados el que el conocimiento científico, al crecer, pueda acumularse y agregarse de manera integral, estructurada y jerárquica. Se suele invocar como los grandes sucesos fundacionales de las ciencias aquéllos en los que se consiguió cobijar bajo un mismo manto teórico y metodológico una gran variedad de fenómenos diversos. La síntesis de Newton de lo celeste y lo terrestre inició la nueva mecánica matematizada y con ella la física teórica moderna. La integración de Darwin de la anatomía, la paleontología, la biogeografía, la fisiología, la taxonomía y otros campos, bajo una misma historia y un mismo esquema explicativo, dio acta de nacimiento a la ansiada nueva biología. El grial de la unidad de todas las causas naturales ha movido y conmovido a los físicos teóricos de los dos últimos siglos, y en nuestros tiempos un vasto contingente entre ellos busca con afán pasadizos formales que permitan dar cuenta unificadamente de "todo" el dominio (por no decir demonio) de lo físicamente fundamental.

Casi en paralelo, los filósofos e historiadores de la ciencia han adoptado desde al menos el siglo XVIII el tema de la integración y jerarquización del conocimiento en sus elucidaciones abstractas de la ciencia, así como el de la acumulación y unificación en sus narrativas. Puede así decirse que la gran narrativa de la ciencia occidental fue, durante al menos dos y medio siglos, el de la quimérica construcción final de un sistema único, general, homogéneo, elegante, en el que cada fenómeno natural tuviese su descripción y explicación, y pudiesen verse con transparencia sus vínculos con los demás fenómenos naturales de todas las escalas temporales y espaciales. El progreso de la ciencia, se pensó, se podía medir contra el acercamiento a dicho sueño.

En las últimas décadas del siglo que muere, el consenso en torno de la sensatez y el realismo de esa aspiración se ha quebrado, y se cuestiona cada vez más la objetividad de las descripciones habituales del conocimiento científico como unificado y unificante. Nuevas, vigorosas y más complejas imágenes de la ciencia nos la presentan hoy fragmentada, diversa, proliferante, como mosaicos de formas heterogéneas que se van pegando en direcciones varias, desalineados, que no embonan salvo quebrándolos o rellenando los huecos. Ante estas imágenes de las ciencias, un debate ha crecido que las enfrenta a aquéllos que siguen defendiendo los ideales de unidad y completitud.

Ya se trate, como yo creo, de un sueño quimérico, o de algo realizable, este ideal de unificación, y el valor que los científicos le dan, ha jugado un papel psicológico innegable en el devenir de la ciencia; así sea sólo como una fuente de entusiasmo y esfuerzos. Pero hay que insistir en que aun si se tratase simplemente de un deseable espejismo hacia el cual se imaginan mover los investigadores, ya con motivar su trabajo tiene un sitio insustituible en el funcionamiento y la comprensión de la empresa científica. No es pues la intención de quienes han intentado desconstruir la imagen unitaria, y ver si hay algo sólido detrás, la de eliminar una herramienta útil del terreno de la investigación. Se trata más bien de acercarse un poco más a entender cómo funciona esa herramienta, y si somos capaces de criticarla y de describirla adecuadamente.

Hay que decir primero que el brillo deslumbrante de la retórica unificadora no debe distraer a quienes hacen de las ciencias su objeto de estudio, y están obligados a la objetividad. Los observadores y estudiosos de la ciencia han aplicado en tiempos cercanos lupas cada vez más poderosas y variadas al conocimiento y las prácticas científicas de toda la historia moderna y encuentran, en su mayoría, que la unidad como tema que argamasa la ciencia es en gran medida una fachada. Muchos han ido convenciéndose de que al menos en su dimensión epistémica, se trata de una descripción errada y de una aspiración irreal. Si miramos, afirman, cómo de hecho se busca, propone, debate, establece y justifica el conocimiento científico en las distintas áreas y épocas, lo que vemos es una selva de variedad, y ni trazas de los caminos convergentes de la unificación que otros imaginaron. Cuando se recorre esta selva es difícil no estar de acuerdo con esta apreciación, pero a pesar de tener de su lado éxitos empíricos y teóricos, los resultados de los estudios de las ciencias están siendo fuertemente resistidos, entre otros por los mismos científicos, que suelen tener una especial incomodidad cuando su actividad es sujeto de escrutinio inteligente cuyo fin no es exaltarla sino analizarla y explicarla objetivamente, pues pierden así el control de las imágenes de ésta.

En lo que sigue usaré la plataforma de un reciente y ambicioso ensayo de Edward O. Wilson, destacado biólogo evolucionista y pensador, en el que hace una revisión crítica del tema de la unidad de las ciencias, y desarrolla su propuesta de una unificación final del conocimiento científico. Contra este autor, defenderé la idea de que, dado el estado de nuestro conocimiento sobre las ciencias y su historia, y dado el estado de éstas mismas, la idea de una unidad de las ciencias es hoy por hoy insostenible.

Antes que nada es necesario tener en cuenta que hay numerosos sentidos en los que se habla de unidad de las ciencias. La unidad de métodos de investigación y/o de formas de justificación ha sido discutida por los filósofos en todas las épocas. La unidad de forma o estructura básica de las teorías científicas es una segunda idea. Una tercera noción es la de unidad e integración formal entre los contenidos (las afirmaciones) de las ciencias. Es posible ser partidario de una, de dos, o de las tres formas de unión. O de ninguna. Las dos primeras de éstas son más bien preocupación de filósofos. La tercera es quizá la más ambiciosa y es la que apasiona a los científicos. Trataré primero esta última, según la cual, si la naturaleza es una y está toda interconectada ceñidamente, así debería ser la ciencia, que no es sino su descripción verdadera. Si es cierto que causas simples y últimas están siempre detrás de la complejidad de todo, entonces las ciencias más fundamentales, al develar esas causas simples, podrían al final explicarlo todo.

Consilience y la unidad de las ciencias

Me parece evidente que la imagen de la fragmentación de las ciencias que algunos humanistas y estudiosos de las ciencias defienden hoy como la más objetiva no ha sido comprendida. Con no poco desdén, se piensa que es posible, y aun deseable, mantener una imagen de la ciencia que ignore los resultados de los estudios recientes de historiadores, sociólogos y antropólogos de la ciencia. Es sobre todo la pérdida del entusiasmo entre los estudiosos de la ciencia por la pátina de las grandes ideas (como la unidad posible del edificio del conocimiento científico) la que no ha sido bienvenida por los científicos. En Estados Unidos esto ha generado en los últimos meses una actitud de indignación, que se ha incubado principalmente en los laboratorios y cubículos de los científicos. Se ha llegado a alegar que existe un complot para deslegitimar y desautorizar a la ciencia por parte de humanistas infectados por el virus del relativismo y la posmodernidad, y se propone que debe desenmascararse el intento. La mayoría de tales descripciones de la actividad y resultados de los humanistas que se ocupan de las ciencias es superficial, sería inofensiva si no fuera por sus efectos reales en cuanto a la creación de climas de hostilidad e intolerancia que dañan carreras y relaciones.

En este contexto, es de destacar la aparición del ensayo Consilience, de Edward O. Wilson, donde de un modo serio e inteligente, que no del todo caritativo, se critica los resulta- dos de los estudios de las ciencias realizadas últimamente. Se trata de la más reciente obra del eminente biólogo evolucionista en la que se intenta reintroducir al eje del debate sobre la comprensión del conocimiento científico la idea de unidad y armonía total entre todas las ciencias naturales, y entre éstas y las demás actividades humanas. El proyecto es hacer tangible una última, completa y elegante imagen del mundo natural, en donde las explicaciones de todos los fenómenos fueran interdependientes, y pudieran jerarquizarse y encajonarse unas dentro de las otras de modo que los objetos y sucesos de escalas espacio-temporales menores sirvan de base, de sustento no sólo existencial sino también representacional y cognitivo, de aquéllos de escalas mayores. Se trata entonces del tipo más ambicioso de unidad, el tercero en mi lista. Aunque no las requiere necesariamente, esta idea de unidad suele presuponer las otras dos; es decir las unidades de método y de estructura lógica de las ciencias.

Después de repetidos fracasos para convencer a los humanistas y científicos sociales de que la biología evolucionista debe ser la base de una comprensión científica del fenómeno humano en todas sus dimensiones, Edward O. Wilson vuelve a intentarlo con un argumento nuevo y general, que intenta abarcar todo el conocimiento humano. Consilience es de algún modo la rama de olivo que Wilson extiende a sus críticos con la intención de darse cabalmente a entender. En él presenta las razones elaboradas por las que piensa que hoy más que nunca las comunidades interesadas honestamente por el saber deben unirse para continuar y concluir el proyecto de los sabios de la Ilustración. La naturalización y secularización de nuestro conocimiento del mundo natural promovidas por la revolución científica deben, bajo sus luces, completarse con una final unificación en una gran malla de explicaciones que integre lo microfísico con lo cósmico, y sobre todo lo físico-biológico con lo histórico-humano. Es de la descripción de cómo ve Wilson esta enorme malla metafórica de lo que se ocupa en este libro. Sobre todo de la articulación más problemática; la que integraría nuestra comprensión del fenómeno humano en todas sus dimensiones al campo más amplio de la vida estudiado por la biología.

Consilience es una obra relativamente breve para la extensión del arco que surca. Sus capítulos recorren desde la historia de la ciencia griega, la filosofía cientificista del siglo XVIII, la reacción romántica, las revoluciones en astronomía, en física, en biología y en química, la integración en curso del conocimiento biológico y físico, los análisis filosóficos de las ciencias y sus interrelaciones, las neurociencias recientes y sus promesas, la factible forma de la co-evolución de genes y cultura, la biologización de las ciencias sociales, la función biológica del arte y su aporte a nuestra calidad de vida, el sentido de la vida social y de la ética, el sentido del conocimiento científico unificado en la vida contemporánea y futura de la humanidad.

Todo el despliegue de conocimiento de Consilience es un muy detallado y bien construido manifiesto a favor de hacer de la biología un eje unificador de nuestras representaciones y de nuestra vida en general. Además en éste se intenta apuntalar una propuesta de atractivas avenidas de investigación futura. La invitación que el libro contiene se podría resumir diciendo: asumamos franca y abierta, pero cuidadosamente, las consecuencias de que el ser humano es sólo y simplemente una especie biológica, cuyos rasgos y predisposiciones de todo tipo son producto de su historia evolutiva. Que hay una malla causal que va desde la historia de los eventos selectivos que sortearon los genes que confluyeron en homo sapiens, hasta las manifestaciones más sutiles y elaboradas del espíritu humano. Bajo esa suposición podemos ver entonces cómo la ciencia está aprendiendo a describir y recorrer esa malla, y que cuando lo logre sabremos todo lo que se puede saber de nosotros mismos.

Wilson está convencido de que es inútil y aun retrógrado apostar por otros rumbos de investigación, y derrotista negar la existencia de la malla. Hacer investigación científica que no presuponga la unidad final es para él desperdiciar recursos y retrasar el avance. Es ahí donde siente la necesidad de traer a juicio por traición a filósofos, científicos sociales y humanistas en general, quienes se niegan a ver las virtudes de orientar las ciencias jóvenes (como lo son las sociales) con base en las regiones probadas de nuestro conocimiento, y se resisten a la biologización.

Uno de los principales defectos de Consilience, que ha sido señalado entre otros por el filósofo John Dupré, es que Wilson maneja a lo largo de su texto sentidos tan diversos y hasta contrarios de la idea de unificación del conocimiento que llega a producir irritación o confusión, sobre todo entre quienes tienen un temple analítico y no comparten con él las intuiciones y emociones que lo motivan. Esa impresión subjetiva (o intuición) de que la naturaleza tiene que ser capturable bajo una única (y hermosa) visión conceptual es sin duda popular entre los científicos naturales. Mas no por eso ha dejado de haber siempre una minoría de pensadores y científicos notables que han vivido bajo la impresión opuesta, a menudo igualmente subjetiva, de que al surgir nuevas ciencias, que delimitan, parcelan y recortan aspectos del mundo natural y social de modos esencialmente distintos, se generan islas de conocimiento y prácticas refractarias entre sí tanto sincrónica como diacrónicamente, de modo que no hay reducción, fusión o asimilación posible. La única regla normativa que bajo esa descripción es aceptable para relacionar creencias anidadas en espacios conceptuales distintos es la relación débil de coherencia.

La ambigüedad enorme de las ideas de unidad (o fragmentación) permite sin embargo que sea difícil esclarecer el territorio de la disputa. En los extremos hay acuerdo. Es difícil dudar que hay una unidad inevitable en cuanto a los materiales básicos de que están hechas las cosas del universo. Lo que sea que digan los físicos sobre las fuerzas básicas y las partículas elementales se aplica a toda porción del mundo natural, sea ésta parte de un mamut fósil, una estrella enana o un diamante de la reina. En el otro extremo, se tiende a considerar ingenuo el esperar que sea posible atrapar y representar de manera adecuada toda la historia de los objetos interesantes (galaxias, cometas, continentes, ríos, ballenas, virus...) a partir de las leyes fundamentales de la física, y se asume que una serie de conceptualizaciones locales, con ciertas restricciones históricas, espacio-temporales (y no necesariamente traducibles entre sí) se necesitan para ello. El conocimiento real de las cosas, el que de veras las nombra, las describe y las explica, necesita estar situado y articulado respecto a contextos, y la idea de una teoría única y final sin más es una quimera. Entre estos dos extremos, exigidos por la ontología y la epistemología, se permiten sin embargo un sinnúmero de posiciones cercanas o alejadas del unitarismo. Por periodos se ha pensado que la unidad ontológica tendría como reflejo una unidad en el orden del saber, de modo que las ciencias más fundamentales, como la física, terminarían por cobijar explicativa y descriptivamente, a todas las demás empresas de conocimiento, en una especie de encajonamiento secuencial como el de las matrushkas. Los positivistas lógicos fueron los últimos eficaces abanderados de este sueño de reducción cabal. Wilson elude sabiamente la tentación de retomarlo (ya que es insostenible bajo el testimonio de la historia y la lógica) apelando estratégicamente al famoso concepto del filósofo decimonónico inglés William Whewell de "consilience of inductions". Whewell usó esta idea para mostrar cómo los hallazgos científicos adquirían objetividad al converger, desde distintos ángulos, en los mismos resultados, las mismas regularidades de fondo. Esta confluencia, pensó, señala las rutas hacia la integración (que no necesariamente reducción) de dominios distintos bajo esquemas explicativos unificados. Recordemos que Whewell escribió en la primera mitad del siglo XIX, quizá la época más optimista respecto a la unidad de las ciencias; y fue en consecuencia totalmente reacio a la introducción de esquemas explicativos refractarios a la unidad. Famosamente se opuso a un esquema que apelaba a causas probabilísticas e indirectas, el de la selección natural de Darwin, que amenazaba su visión monolítica del método. Wilson rescata aquella sagaz noción de "consilience" (de traducción difícil al español) y trata de mostrarla como la alternativa a la implausible "reducción" total, así como algo superior la simple y democrática relación de "coherencia" que otros preferimos.

Wilson parte de la creencia de que en gran medida ha sido ya posible integrar una gran parte del conocimiento científico. Está además seguro de que si seguimos sus consejos terminará por integrarse del todo, de modo que "las explicaciones se unan en el espacio desde la molécula hasta el ecosistema, y en el tiempo desde el microsegundo hasta el milenio". La imagen que lo motiva es hermosa, pero es sólo eso, una imagen, y él parece a veces pensar que es posible (o deseable) de veras articular efectivamente en una descripción específica, accesible a un ser humano, los detalles causales que llevan, por ejemplo, de los eventos cuánticos en un átomo de una molécula de ATP en una mitocondria en una célula en un niño que patea una pelota en un campo de fútbol de su primaria mientras su familia lo observa orgullosa porque representa a su escuela que está en un distrito pobre de la ciudad más contaminada del mundo donde los efectos climáticos del otro "Niño" han ocasionado inundaciones que revelan la corrupción del Estado lo que hará que el regente pierda las elecciones del año entrante y cambie la historia del país... Exagerada como toda caricatura, esta retahíla no está lejos de la retórica de Wilson.

Para ser justo hay que reconocer que la parte sustancial del alegato de Wilson está centrada en la presunta integración de las ciencias sociales y las humanidades a la perspectiva y estrategia explicativa de la biología evolucionista. En opinión de Wilson, la barrera más reacia a la integración y convergencia general de nuestros conocimientos está ubicada precisamente en esa espesa y confusa interfase. Las recurrentes y estériles disputas entre humanistas y científicos, entre culturalistas y hereditaristas, entre fragmentadores y unificadores, se deben –según él– a los espejismos y confusiones que pueblan esos espacios. La interacción entre biólogos, médicos, antropólogos físicos, por un lado, y sociólogos, antropólogos sociales, economistas, filósofos, por el otro, podría ser mucho más constructiva si se establecieran clara y objetivamente los términos de las relaciones causales entre sus respectivos objetos de estudio. Para Wilson esto significa aceptar la acción forjadora de la evolución por selección natural de nuestras predisposiciones innatas; que "los genes paleolíticos... se quedaron en su sitio y han seguido prescribiendo las reglas fundamentales de la naturaleza humana... han cargado la naturaleza humana hasta traerla al caos de la historia moderna". Aceptar el rol de esos genes en construir nuestros cuerpos y constituir nuestros espíritus posibilita –piensa– elucidar las tendencias y reglas adquiridas en nuestra prehistoria que son las bases comunes sobre las que se construyen y despliegan esos deslumbrantes y polimórficos edificios de nuestras costumbres y culturas. La co-evolución de genes y cultura, es decir la manera en que las culturas han desplegado, ahondando o restringiendo, las reglas interiorizadas ("cableadas") de nuestra humanidad, es el conocimiento que nos falta. Y Wilson hace un esfuerzo brillante por hacer ver cómo podría teorizarse con cada vez mejores resultados sobre ese fenómeno. Hay una dosis de voluntarismo en su forma de plantear los problemas y proponer soluciones a futuro, pero su erudición e inteligencia logran sugerir caminos y abrir alternativas realistas, que aceptan honestamente la posibilidad de un fracaso estruendoso.

Polémicamente, Wilson asume que, a final de cuentas, hay sólo una clase de explicaciones científicas básicas, las físicas, que los científicos consiguen escalar hacia todos los niveles de complejidad y por sobre todos los acotamientos temporales. La compleja y asombrosamente diversa fenomenología que nos enfrenta está –según él– siendo exitosa y progresivamente explicada por la unificación de las descripciones básicas de hechos superficialmente disímbolos; esto por medio de consiliences entre lo que vemos ocurrir y la afinación sucesiva de las explicaciones que le damos. Al ir tejiendo una malla uniforme de hechos y conexiones explicativas, cada nueva consilience robustece y afianza nuestro conocimiento global, y nos acerca hacia la meta.

Esta visión, sin que Wilson lo aclare, resulta de una posición epistemológica que filósofos de todas las épocas han intentado hacer plausible. Es esa posición que pretende que hay un acercamiento progresivo de nuestro conocimiento del mundo a una única verdadera representación de éste. Esta es precisamente la tesis que ha perdido credibilidad en el curso de este siglo. El problema de Wilson es que no la distingue de la tesis metafísica de que todo está hecho de lo mismo. Que todo es finalmente materia y energía como lo entienden las ciencias físicas. Para él, el anidamiento de los objetos del mundo en niveles de complejidad desde lo microfísico hasta lo cósmico orienta necesariamente hacia un anidamiento descriptivo y explicativo. Varios conocidos ejemplos de reducciones de una teoría a otra en la historia de la ciencia son invocados por él para justificar esta creencia. Es muy conocido que, la termodinámica clásica y sus conceptos fenomenológicos de calor y entropía, fue reformulada completamente en el último tercio del siglo pasado en términos de la física estadística de movimientos moleculares. Pero éste que es el más defendible de los casos de reducción de una teoría a otra, sigue sin ser plenamente elucidado en cuanto tal, y menos claros aún son otros ejemplos que Wilson y otros aluden, como la reducción de la genética mendeliana por la genética molecular. Pues como ha quedado claro en los trabajos recientes de historiadores del tema, lo que ha pasado ahí se parece más a una dilución y desplazamiento descriptivo, que a una verdadera reducción. La conclusión inevitable es que no es posible seguir manteniendo creencias tan firmes basadas en ejemplos tan poco generalizables.

Ya dije que el proyecto que apasiona de veras a Wilson no es el de conectar todo con todo, sino el de lograr en los próximos años una unificación conceptual y explicativa de las ciencias naturales y las ciencias sociales, a través del puente que pueden establecer las neurociencias y la sicología evolucionista. El conocimiento de cómo funciona el cerebro para predisponernos a pensar, sentir, actuar de ciertas maneras, iluminado a su vez por el conocimiento de por qué se seleccionaron tales funciones y estructuras y no otras, permitirá, según Wilson, articular sobre la biología a las ciencias humanas que merecerán tal apelativo en el futuro. La estructura conceptual que emergerá es impredecible en sus detalles, pero según Wilson, algunas de sus propiedades ya pueden delimitarse. Será una ciencia eminentemente biologizada, donde las propiedades y determinaciones fundamentales detrás del bosque de las diversidades culturales, históricas e individuales de los hombres, serán catalogadas y entendidas según las funciones para las que fueron seleccionadas.

El recorrido causal de los genes (o poligenes) hacia la cultura, la historia, la ética, el arte, exige –piensa él– una apertura hacia definir y delimitar espacios de amortiguamiento causal, e independencia relativa. Wilson lo reconoce y postula soluciones interesantes como la existencia de distintos tipos de "reglas epigenéticas" controladas a menor o mayor distancia por la "correa epigenética", reglas que a su vez establecen el menú de las predisposiciones y preferencias de la especie humana. Haciendo confluir en este tipo de conceptos la información empírica de lo genético por un lado y de lo cultural por el otro, tendremos una idea cada vez más precisa de la compleja trama causal. Wilson usa en todo esto un poderoso pensamiento analógico y a menudo peca de apresurarse a sustancializar sus metáforas.

Hay creo yo muchísimo espacio para interpretar de otras maneras los casos y ejemplos discutidos en Consilience y para cuestionar la confianza de Wilson en la eficacia de su aproximación. Las conclusiones generales que intenta extraer de aquí son por ello frágiles, pues en ningún momento pareciera que está realmente delimitando una vía causal consistente y fructífera para conectar la biología con todo lo humano. Y la impresión que queda a fin de cuentas es que resulta prematuro e injustificado el masivo traspaso de poder explicativo que –sin realmente explicar por qué– está pidiendo, desde el ámbito de las (muy heterogéneas) representaciones sociohistóricas hacia el de la neurobiología y psicología evolucionistas. En suma, la actitud de Wilson sigue siendo pasmosamente ambiciosa y, por qué no decirlo, arrogante e ingenua.

El mosaico ineludible

"Las ciencias naturales han construido una malla de explicaciones causales que hacen todo el recorrido desde la física cuántica hasta las neurociencias y la biología evolucionista", postula Edward O. Wilson en Consilience. La metáfora elegida es atractiva, pero ¿tiene algún referente objetivo? ¿Qué podría ser esa malla, y dónde podría estar escondida? Ciertamente no en las ciencias tal cual ellas son y se practican hoy día. Una imagen elegante de la ciencia como un cuerpo único, orgánico y vital, que se teje y crece armónicamente expandiendo los bordes de la objetividad puede mantenerse, con cierta justicia, en los sitios donde es importante engalanarla por algún buen motivo; en las invitaciones a acercarse a la ciencia a los jóvenes o un público amplio; o en las discusiones grandilocuentes sobre el hombre moderno y su circunstancia. Pero cuando se trata de mirar con ojo menos propagandístico lo que las ciencias en su dispersa totalidad hacen, y cómo, no resulta aceptable ser tan simplista.

¿Qué nos muestran los estudios de las ciencias hoy en día? Recorrer con ojo analítico la historia de las ciencias de la vida, o de las ciencias de la tierra, o aun de la física experimental, por dar sólo esos ejemplos, nos revela una gran diversidad de comunidades, de prácticas, de instituciones, de revistas, de estrategias, de métodos, de lenguajes, etcétera, que difícilmente pueden orquestarse y analizarse bajo esquemas o imágenes analíticas simples. El hecho es que en los dos últimos siglos en las ciencias ha habido una creciente proliferación de nuevas y cada vez más disímiles tribus científicas. Ciencias, disciplinas, subdisciplinas, cada una con sus comunidades, sus rituales, sus métodos, sus niveles descriptivos y formas de representar sus recortes fenomenológicos; es decir, sus peculiares formas de modelar, idealizar, abstraer, teorizar, observar, medir, cuantificar, experimentar, analizar datos, de verificar sus afirmaciones y modificarlas. Según el caso, las prácticas de cada grupo se parecen más o menos a las de disciplinas similares sin deberles necesariamente alianza o subordinación; es común que las inclusiones y exclusiones, las fronteras (más o menos móviles y permeables) y las autonomías se basen precisamente en las diferencias; en las tradiciones asumidas o cuestionadas.

El resultado es que las explicaciones que se dan de los diversos fenómenos y dominios no están unidas ni argamasadas de un modo único y simple. Las simulaciones computacionales de los geo-químicos no afectan ni caben de un modo "natural" en las teorías de los sismólogos, e insertarlas en ellas implica adecuaciones y cambios nada evidentes. La farmacología habitualmente sólo toma de la etnobotánica aquéllo que le interesa (plantas con posibles sustancias activas) y le tiene sin cuidado dar cuenta o considerar los aspectos históricos o antropológicos de esa disciplina. La economía usa éste o aquél resultado de la sicología o de las ciencias cognitivas, sin preocuparse demasiado por su fecha de caducidad, ni por la coherencia global entre sus teorías internas y aquéllas que piratea.

Así se procede y así se avanza. No hay una integración de imágenes. Las explicaciones no están unidas, ni hay una angustia especial por ello. Sólo cuando hay motivos específicos se intentan las conexiones, las interacciones, la puesta en común de aquéllo que pueden compartir dos o más disciplinas.

El hecho es que las representaciones y afirmaciones sobre el mundo de los diferentes dominios casi nunca son transformables (analítica o sintéticamente) en descripciones y asertos de otros niveles, de otros dominios, de otras disciplinas. Las maneras en las que cada campo puede interactuar con el conocimiento proveniente de otros campos no pueden describirse a priori, como relaciones verticales de dependencia explicativa, u horizontales de traducibilidad y coherencia. Los pocos ejemplos de reducciones "exitosas" de una teoría a otra son avasalladoramente contrapesados en la historia de la ciencia por otro tipo de transformaciones y reacomodos producto de la interacción. Muchas de éstas son efectuadas a través de la creación de lo que Peter Galison ha llamado trading zones (zonas de comercio, es decir, de negociación, de intercambio), en las que cada comunidad de científicos aporta lo que tiene y toma lo que le sirve de otras comunidades, y donde cambian de valor, significado y sentido, los objetos, los conceptos, las prácticas. Los estudios concretos señalan que en cada caso las transformaciones y traducciones que las comunidades científicas realizan y aceptan son de naturaleza particular, que sólo puede entenderse de manera local.

Si se piensa con cuidado, no resulta sorprendente que las interacciones más variadas, inesperadas y creativas se den entre disciplinas y dominios que se ocupan, más o menos, de entidades y fenómenos de niveles de complejidad similares, entre las que puede decirse que existe una relación horizontal, u oblicua. Este tipo de disciplinas (digamos la bioquímica vegetal y la toxicología) se acercan, tocan, se unen en ciertos nodos, se hibridizan para inaugurar áreas nuevas, se reproducen, para volver a aislarse. La "bipartición" o la "fusión" son sólo dos modelos simples para describir lo que ocurre. Hay también fusiones, contaminaciones, interfecundaciones, horizontales, tanto en cuestiones teóricas como de técnicas de investigación y análisis. En ningún caso ocurre espontáneamente, sino que siempre es necesario efectuar "trabajo" para consolidar y completar la influencia. Hay, si seguimos la literatura descriptiva de la historia reciente de las ciencias, un sinnúmero de vías por las que las diversificantes y proliferantes subdisciplinas se constituyen, aíslan, o se hacen estratégicamente impermeables, influenciables ante otras disciplinas o ciencias, con el fin de avanzar.

Para capturar la multiplicidad que se da, los esquemas sencillos de los filósofos con sus puentes y relaciones interteóricas de coherencia y dependencia lógico-semántica (en los que se encapsulan o ignoran las dimensiones prácticas, fluidas, del quehacer científico, y la acción de las tradiciones, estilos, e intereses locales) sencillamente no alcanzan a ser mínimamente fieles a lo que la observación de la actividad de las ciencias nos revela. La riqueza de los movimientos que caracteriza las dinámicas representacionales y justificatorias del conocimiento científico requiere de herramientas metacientíficas más ricas y flexibles; como las que se han comenzado a desarrollar en años recientes. A estas alturas de nuestro conocimiento sobre las lógicas, los métodos, las historias, las sociologías y antropologías de las ciencias, es posible creo yo afirmar que la factibilidad de tener una serie simple de reglas descriptivas (analíticas) con las cuales capturar la diversidad de las conexiones, influencias, resistencias, zonas de negociación y conflicto, etcétera, se vuelve cada vez más ínfima. Y además cada vez menos interesante a medida que se vacía de sentido.

Por tanto creo que dar un listado exhaustivo, producto de una u otra elucidación filosófica de tipos generales de vínculos entre teorías, y entre éstas y prácticas de investigación es, para estos tiempos, una ociosidad, y lo que es peor un obstáculo para la comprensión de las ciencias.

No se concluya por lo anterior que defiendo una imagen en la que las ciencias viven en un desorden babélico donde impera la incomprensión y la discordia. Los científicos viven comunicándose eficazmente no sólo hacia adentro de sus tribus, sino también hacia los distintos sectores exteriores, tanto de otras disciplinas, como de grupos ajenos, como los políticos y la sociedad amplia. Para hacerlo necesitan sin embargo realizar esfuerzos constantes de traducción y negociación, nada fáciles ni automáticos.

Es necesario mapear localmente esos esfuerzos, la creación de puentes y zonas de negociación, antes de intentar cualquier afirmación general. Lo contrario es apresurada temeridad.

Edward O. Wilson está seguro de que es posible, a partir de deducciones teóricas, localizar sin error, anticipadamente las avenidas por las que pasarán nuestros progresos futuros. Las descripciones y explicaciones causales que conecten y afiancen esa malla que tejemos –según cree– entre todo lo existente para completar nuestra representación del mundo natural y social. Al parecer piensa que como hay una serie única de caminos que la naturaleza utiliza para dar sitio a sus efectos, es también única la manera de representarlos. Que la tarea es distinguir y resaltar esas vías regias de las causas naturales, capturarlas y ceñirlas con nuestras teorías, de modo progresivamente preciso que implica inevitablemente la unificación de todo el conocimiento digno de tal nombre.

Está seguro por ejemplo de que los recortes y modelos histórico-probabilísticos de la teoría de la selección natural deben conectarse funcionalmente con los espacios descriptivos y explicativos de la sicología y demás ciencias humanas a través de la elucidación de un proceso que necesariamente debió tener lugar entre genes y "cultura". Esta extensión del alcance explicativo de una teoría más básica, biológica, le parece la única estrategia de avance verdadero. Pero es la misma teoría de la selección natural la que nos da el mejor ejemplo de la falsedad de tal apreciación. Lo que hoy aceptamos como objetivamente establecido sobre cómo y por qué los seres vivos son como son, y han tenido la historia que han tenido (de diversificación y adaptación a distintos y cambiantes ambientes), se lo debemos al esquema inaugurado por Darwin. Y es más que probable que casi todo ese conocimiento permanecería incólume ante una total revolución conceptual de las ciencias físicas fundamentales. Con tal de que las regularidades fenoménicas fisicoquímicas que sustentan los procesos de la vida sean de hecho las mismas (aun bajo descripciones distintas), los procesos de orden mayor que describimos como variación, heredabilidad, selección y adaptación biológicas, podrían seguir siendo descritos y explicados por básicamente las mismas teorías que hoy empleamos. No es que sea inconcebible que debamos en un futuro cambiar de imágenes sobre la historia de la vida; y que la motivación para tal cambio no pueda venir de donde sea. Sino que es un hecho que existe un real desacoplamiento entre nuestras imágenes de los procesos físicos y las de los procesos biológicos, de modo que unas puedan caer o sostenerse independientemente de las otras. Nada impide que lo mismo no sea el caso entre las ciencias biológicas (y su selvática complejidad) y las ciencias sociales (aún más complejas). En realidad hablar así, en general, de bloques de ciencias tan disímbolas es ya de suyo un error. Y la de Wilson no puede entonces ser sino una enorme petición de principio sin visos de tener alguna factibilidad. No pasa por su atención la idea de que pueda haber desa-coplamientos, grandes regiones de aislamiento, desconexión o amortiguamento causal entre las entidades que describen (o construyen) las ciencias biológicas, y aquéllas de las ciencias sociales; menos aún entre las de diversas parcelas de cada una de éstas. Su ingenuo realismo metafísico contamina su visión epistemológica hasta nublarla del todo.

Queda entonces abierta la pregunta ¿cuál es la lección a tomar –desde los estudios de la ciencia– de la fragmentación de los discursos y de la disgregación de las prácticas científicas? En palabras de Jerry Fodor: "la parte más dura ahora es reconciliar una ontología fisicalista con la en apariencia ineliminable multiplicidad de discursos que requerimos cuando intentamos decir cómo son las cosas".

El desalíneo de las ciencias biológicas

En el clima menos idealista respecto de las ciencias que el desenlace de los debates filosóficos post-kuhnianos ha creado, un creciente número de estudios empíricos muestran que los procesos por medio de los cuales se produce, se negocia, se debate, se modifica o se desecha el conocimiento científico le da a éste un carácter fuertemente vinculado a las historias locales de las tradiciones y disciplinas; es decir, ligado a la pragmática de los intereses y valores locales, de los recursos descriptivos y materiales accesibles y aceptables por cada comunidad específica. El contexto de producción o construcción de las representaciones y prácticas científicas se ha comenzado a ver como crucial para la cabal comprensión de lo que son y hacen las ciencias por nosotros. El caso de las ciencias biológicas es particularmente importante pues en la segunda mitad de este siglo han pasado de ser el patito feo (o el hermano torpe) de las ciencias físicas para ocupar un lugar protagonista tanto en el desarrollo del conocimiento científico mismo como en la actividad de investigación y comprensión del fenómeno científico.

Así, es posible encontrar en la obra reciente de destacados filósofos de la biología la conclusión bien apuntalada de que en este tipo de ciencias los traspasos de fronteras descriptivas, disciplinarias y prácticas, cuando se dan como estrategias para avanzar nuestro conocimiento, nunca adoptan formas ni soluciones que podamos describir con justicia como reducciones de un nivel a otro, ni como integraciones horizontales no problemáticas. Los préstamos conceptuales y las integraciones de elementos de una disciplina a otra deben negociarse y estabilizarse de un modo penosamente constructivo. Lo que finalmente termina generando espacios descriptivos de investigación impredecibles antes de la interacción y donde continuamente surgen desarreglos, heterogeneidades y distancias que deben salvarse con mucho esfuerzo y transformación de ambos lados en las ya mencionadas zonas de comercio.

Algo similar ha ocurrido, significativamente, en un gremio de estudiosos de la ciencia más conservador y escéptico respecto de los estudios empíricos de las ciencias. Así, si vemos hacia donde han ido llevando los filósofos de la biología la canónica discusión de la posibilidad de reducción de las teorías genéticas del siglo XX anteriores a la revolución molecular (o genéticas de transmisión) a las nuevas visiones de la transmisión hereditaria que se basan en la biología molecular, veremos que la idea de unificación de las ciencias biológicas ha perdido, ahí también, mucho terreno. Desde posiciones franca y diametralmente opuestas casi todos los autores importantes han concluido que no tiene ni tendrá sentido hablar ya nunca de una secuencia natural, coordinada y progresiva, entre los diversos tipos de genéticas que se han dado en el tiempo. Y se concluye que por ejemplo el concepto mismo de "gene", tan atrincherado en el habla científica y popular, tiene una historia semántica compleja, para nada convergente en dirección a referir adecuadamente una entidad biológica esencial (existente independientemente de las teorías), hacia la que todos los usos de la palabra apuntaban, así fuese por balbuceos. Y que más bien puede resultar que la idea clásica de "gene" no sea sino un accidente histórico, del mismo tipo que lo fueron el flogisto en la química o el éter en la física.

John Dupré, por ejemplo, desde un realismo interno pragmatista y una lúcida postura que acepta una pluralidad indefinida de posibles recortes ontológicos, dependientes de aspectos pragmáticos de los programas de investigación, concluye que todo apuntalamiento de lo macroscópico basado en lo microscópico será siempre contingente y parcial. Philip Kitcher por su lado ha discutido a favor de la autonomía y la intraducibilidad de los patrones explicativos de los distintos niveles descrip-tivos, debido a que partiendo del puro nivel molecular jamás reconstruiríamos las regularidades y clases naturales (mole-cularmente heterogéneas) que nos permiten hacer las infe-rencias de la genética de transmisión.

En un bando rival al de los dos filósofos mencionados, Alexander Rosenberg, quien asume lo que podríamos llamar una visión instrumentalista "obligada" de las teorías biológicas, se ve forzado a aceptar la irreducibilidad entre ellas, con el aparte de que es sólo para entes con nuestras débiles capacidades cognitivas. Algún marciano con cerebro supercomputador podría –piensa Rosenberg– derivar todo el conocimiento significativo de los niveles complejos de agregación biológica partiendo de las moléculas y sus propiedades. Filosofía ficción, si la hay. El hecho es que para todo fin interesante o relevante, aun él ve que la reducción es, en todo sentido terrestre, una quimera.

Ahora bien, desde mi punto de vista, en esta disputa el peso de la prueba se ha ido desplazando hacia el lado de los reduccionistas, pues incluso los ejemplos otrora más sólidos y convincentes en biología (como la reducción de la genética mendeliana a la molecular) se han encontrado inadecuados.

Esta discusión, de alcurnia entre los filósofos de la biología, sigue y seguirá dando peras por un rato. Pero de ella y su discurrir hasta el momento, creo yo, ya podemos derivar algunas conclusiones robustas. Una es que las descripciones que los filósofos hacen de las teorías científicas, sus estructuras, sus funciones, sus vínculos con otros conocimientos y con las parcelas del mundo hacia las que apuntan, dependen crucialmente de las virtudes y valores epistémicos, que han elegido situar los filósofos en el centro de su reconstrucción de la ciencia. La unidad o la unificación de algún tipo sigue siendo epistémicamente virtuosa para algunos de los filósofos. Mas la unidad ideal (o desunidad contingente) de un empirista adecuacionista como Rosenberg, será distinta de la unión local y contingente, y la desunidad profunda, de un realista interno como Dupré. A su vez ambas serán distintas de la unidad metodológica bajo una diversidad descriptiva de Kitcher, quien sitúa el poder explicativo de las teorías en el sitio de privilegio.

Hay que decir ahora que lo que comparten, en mayor o menor grado, todos ellos es una visión de las ciencias biológicas filtrada por sus anteojeras relativamente ahistóricas, que opacan o dejan en el rincón los hallazgos de los innumerables estudios empíricos de la ciencia recientes. Incorporando esa dimen-sión las conclusiones antirreduccionistas se ahondan y tornan casi inevitables.

Ian Hacking por ejemplo ha hecho ver que si acaso hay encarnaciones de la idea de unidad de las ciencias que han jugado (y lo siguen haciendo) un papel epistemológicamente relevante, éstas son las que los científicos mismos han generado en su práctica a lo largo de los siglos. La mayoría de las discusiones filosóficas de este siglo sobre el tema, al adquirir un carácter totalmente desprendido de la ciencia como de hecho se practica, han terminado por no tener relevancia alguna para el desarrollo de nuestro conocimiento. Si acaso es el afán unificador el que a veces (o a menudo) mueve a la ciencia, no por ello el filósofo y el historiador están obligados a asumir que el resultado de ese afán es inevitable; el sustrato empírico con el que trabajan, la historia misma, suele mostrar otros desenlaces.

Así, Hacking nos enseña cómo es que hacer una epistemología histórica que rastree de cerca el surgimiento, difusión y estabilización de estilos de razonar, a lo largo de la historia de la ciencia, nos lleva tanto a ver con más minucia las líneas de unificación o hibridación de disciplinas, como al establecimiento de fronteras, desarreglos y heterogeneidades. Su idea es que no son sólo las representaciones que las ciencias engendran (teorías, modelos) los elementos significativos para revelar sus procesos de desarrollo y cambio, y piensa que los filósofos en general han perdido de vista mucho de lo sustantivo en el devenir real de las ciencias.

A mi entender está claro que los estudiosos de la biología están obligados a desprenderse de los enfoques simplistas que separan a las representaciones científicas de sus hábitat na-turales (usando la ecología como metáfora) y las trasladan a laboratorios conceptuales, donde se les homogeneiza y desnaturaliza al traducir a jergas técnicas o generalizaciones cada vez más vacías de contenido real (léase: "todos los cisnes son blancos"). Desde aquella distancia no sólo perdemos todo contacto con el objeto mismo que estamos intentando conocer (que en el caso de las ciencias biológicas son los conocimientos que sobre los seres vivos hemos de hecho tenido, tenemos y estamos queriendo tener), sino que fomentamos el trabajo en torno de una serie de preguntas y respuestas abstractas, altamente fantasiosas, como la de la existencia inmanente de una unidad (elucidable por los filósofos) del conocimiento biológico.

La sana desunidad

La tarea de unificar el conocimiento científico bajo descripciones simples, analíticas, únicas es, hasta donde puede verse desde aquí, una ambición ilusoria. El estudioso de la ciencia debe aceptarlo así puesto que: 1) Nuestras prácticas y representaciones científicas no forman bajo ningún criterio una clase natural, o algún tipo de jerarquía de clases vinculadas. 2) Tampoco forman una familia de semejanza bajo criterios descriptivos puramente analíticos; su localización y adjetivación como científicas requieren de la incorporación de historias, contextos, determinaciones locales, contingentes. 3) Las ciencias en cualquier momento dado producen recortes, clasificaciones, taxonomías y presupuestos ontológicos refractarios entre sí. Aún incongruentes. 4) Los objetos y sucesos que construyen, aíslan y describen las distintas ciencias dependen en grados variantes de la orografía social en la que están insertos. La posibilidad de que ciertas clasificaciones de objetos y fenómenos surjan de la interacción entre las comunidades de investigadores y las potencias y disposiciones causales del mundo es circunstancial y contingente, y el grado de "cemento social y psicológico" que algunas de ellas requieren es variante. Las descripciones posibles no preexisten, ni el mundo, al menos en una mayoría de sus dominios, tiene "puntitos" señalando por dónde deben hacerse las incisiones descriptivas, y los recortes de cosas y eventos. Más bien, de un mismo espacio es posible producir esquemas descriptivos varios y heterogéneos. Es a través de la intervención material y representacional que se generan y estabilizan tales esquemas, cuya dinámica de cambio, por otro lado, apenas comenzamos a descubrir. Es decir, las ontologías posibles de las ciencias son mucho más ricas de lo que es dable suponer a partir de un puro fisicalismo reduccionista.

Es claro que si consideramos el ideal de unificación como un valor entre otros que se pone en juego en el terreno de la investigación científica, al que podemos ver actuar de distintos modos (como estímulo o freno), es en la investigación empírica interpretativa de los historiadores donde encontraremos las ubicaciones y formas que adquiere dicho ideal.

Ahora bien, es otro el terreno cuando se trata de anticipar si nuestras ciencias, por algún tipo de necesidad, o afortunada coincidencia, terminarán unificándose, o no. El debate ahí se torna más apriorístico e ideológico; es una disputa interesada por imponer una u otra imagen de las ciencias.

En mi opinión la actitud más honesta (y modesta) es reconocer el estado actual de fragmentación epistémica y ontológica de las ciencias, y en todo caso suspender el juicio sobre un futuro cambio de rumbo hacia la unificación. Considerar tal situación como positiva abre un espacio de descripción e investigación de las ciencias más interesante, complejo y fructífero, en el que diversas preguntas provenientes de ámbitos varios (sociología, psicología, antropología, lingüística) pueden convivir e interactuar.

Hay además razones importantes para estar alerta ante demasiado entusiasmo apriorístico por la unidad, como el que muestran algunos científicos, bien representados por Edward O. Wilson. A menudo su sentimiento (o intuición) de la bondad de la unidad va acompañado de la creencia en "ácidos metafísicos" que todo lo homogeneizan en una ontología bien ordenada y predeterminada. Ya sea de origen divino o natural, tal presunción, que hace presuponer redes o mallas de conexiones causales, capaces de finalmente explicarlo todo, tiene semillas de dogmatismo en ella. Tal tipo de actitud a menudo es inocente, pero además de poco objetiva, puede resultar nociva si se vuelve la base de una imagen pública cientificista, poco crítica de la ciencia, y de una autoimagen arrogante y enceguecida de los científicos de su actividad y sus capacidades.

Quizá el problema más serio de las imágenes modernas asociadas a las ciencias y a las técnicas sea la ilusión del control completo. La enseñanza de las ciencias naturales induce en sus practicantes un espacio de representaciones en donde la parametrización de las variables es la mitad de la solución de cualquier problema, y en el que el modelado de los fenómenos parece asegurar el acceso al cableado causal simple que está detrás de la sucia profusión de excepciones en las que la naturaleza y las sociedades humanas suelen embrollarse. El corolario ineludible del éxito en las ciencias (como quiera que lo definamos) es la pretensión ilusoria e ilusa de tener en la yema de los dedos (en nuestras ecuaciones, gráficas, bases de datos) los botones del tablero de control del aspecto del mundo en el que se es experto. Inducir estados del alma con fármacos de diseño inteligente, teledirigidos a receptores específicos en la corteza cerebral; diseñar una red de captura lo suficientemente sutil para entrampar al elusivo monopolo magnético; o determinar el futuro de los genes de las especies biológicas (incluida la nuestra) son el tipo de intervenciones que en nuestros tiempos mueven a las comunidades científicas. La acumulación de poderes (eficacia técnica, retórica y de cabildeo político) que siguen haciendo los científicos en nuestras sociedades ha tendido a reforzar la convicción de que esa visión simplista de partir todo en sus unidades causales menores y representarlo en ecuaciones o diagramas de flujo es todo lo que hay que hacer para entender y controlar las naturalezas, la humana y la otra; de ahí la impaciencia y arrogancia de los científicos y técnicos ante quienes toman cierta distancia e intentan ejercer la actividad crítica (que ellos por otro lado dicen respetar) sobre sus pretensiones de verdad, objetividad y control totales. Y no me refiero aquí a quienes desde un disgusto romanticoide alientan las hogueras de la anticiencia sino a quienes desde las sólidas tradiciones críticas de la filosofía y los estudios sociales de la ciencia han hecho ver repetidamente la falsedad y el peligro de la autoimagen que comparten nuestras ciencias y técnicas. Finalmente ideológica (que no necesariamente perversa) la ilusión de una objetividad universalizable, basada en la construcción progresiva de un edificio monolítico, es una de las que debemos vigilar con la mayor de las atenciones en nuestro mundo. Hay por todos lados síntomas de que del dicho de los modelos y teorías científico-técnicas, al hecho de lo que en nuestro entorno ocurre hay un trecho muy grande y poblado de múltiples opacidades. Nuestras representaciones científicas del mundo, con todo lo eficaces, precisas, elegantes, bellas, productivas que puedan ser, no forman una malla de verdades eternas que se acumulan. Son racimos de disciplinas y tradiciones. Son un delta de teorías, modelos, objetos epistémicos que cambian, se reproducen, fenecen. Y nos dan una visión compleja del mundo hecha de mosaicos diversos, algunos bien enfocados y definidos, otros más desenfocados y en elaboración; fragmentos que en partes embonan bien, en otras apenas se acomodan, y en otras más chocan y se raspan mutuamente transformándose siempre.

Notas

1 Para la visión del progreso y la unificación en la historia de las ciencias ver Larry Laudan, Progress and its Problems, y D. Gillespie, The Edge of Objectivity.

2 Descripciones adecuadas de las nuevas visiones de las ciencias pueden encontrarse en Steve Woolgar, Science: The very idea, Harry Collins, Chang-ing Order y Bruno Latour, Science in Action. Para discusiones detalladas sobre las fragmentaciones y negociaciones que en distintas ciencias se dan ver Peter Galison y David Stump (eds.), The Disunity of Science: Boundaries, Contexts and Power, Stanford: Stanford University Press, 1996. Para conocer las polémicas que esto ha ocasionado sobre todo en el medio académico anglosajón ver Andrew Ross (ed.), Science Wars, Durham, NC: Duke University Press, 1996.

3 Una excelente colección reciente recopila varios trabajos fundamentales de esta nueva manera de analizar las ciencias: Mario Biagioli (ed.), The Science Studies Reader, New York: Routledge, 1999.

4 El episodio de los últimos años que en el mundo anglosajón se ha dado por llamar Science Wars, es la encarnación de este malestar en una campaña de desprestigio de las humanidades, sobre todo de aquéllas que hacen de las ciencias su objeto, y que han intentado comprender la influencia de todo tipo de factores causales, sociales, económicos, políticos, éticos y estéticos, en la producción del conocimiento científico. Entre los episodios más conocidos (y menos comprendidos al ser leído fuera de contexto) es el mentado affaire Sockal, que algunos científicos y divulgadores de nuestro país ahora intentan importar sin que tenga sentido. Entre otras cosas porque aquí estamos lejos de conocer bien el tipo de imágenes de la ciencia que los mejores estudios de las ciencias han construido. Ocurre así que esgrimiendo de manera ignorante y palurda adjetivos como "posmoderno" y "hermeneuta" algunos científicos asokalados locales creen poder eliminar su necesidad de conocer de verdad los estudios humanistas de las ciencias.

5 Además de Science Wars (nota 2), ver también Andrew Pickering (ed), Science as Culture and Practice, Chicago: Chicago University Press, 1992. Para críticas a los estudios de la ciencia ver Paul R. Gross, Norman Levitt, Martin Lewis (eds.), The Flight from Science and Reason, Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1997. Una evaluación más informada está en Ian Hacking, The Social Construction of What?, 1999.

6 A sus casi 70 años Edward O. Wilson debe contarse entre los hombres más sabios de nuestro tiempo. Su trayectoria como científico y pensador es a la vez asombrosa y ejemplar. Es uno de esos individuos que en una sola vida de investigación y reflexión obtiene resultados de una cantidad y calidad que otros no acumularían en diez. Y no uso el apelativo sabio ligeramente, pues detrás de todos sus afanes e ideas hay una auténtica búsqueda, bien despegada de intereses y recompensas superficiales. El suyo es también un camino lleno de accidentes y de malos entendidos, debido por un lado a la singular tenacidad con la que ha perseguido su íntima necesidad de esclarecer, para él y quien quiera seguirlo, la naturaleza del mundo en el que le tocó nacer; y por otro lado debido a su rasposa impaciencia respecto a la actitud de quienes por buenas o malas razones se resisten a seguirlo, y aun le ponen piedras críticas en el camino

7 Wilson es autor de Sobiología, Sobre la naturaleza humana, Hormigas, La coevolución de los genes y la cultura, El fuego de Prometeo, Biofilia, entre varios importante libros.

8 Es visible la certeza que siente Wilson de que los relativistas, fragmentadores, contextualistas, escépticos y demás habitantes del "cauto" mundo donde hay que tomar la ciencia con pinzas están equivocados; pero parecen agradarle los retos que presentan, cuando son inteligentes. Sin embargo, no siempre logra ubicar la dirección ni la fuerza de los argumentos que ataca; y se pelea con molinos de viento que etiqueta, a la usanza de los participantes en las "guerras de las ciencias" recientes, como posmodernistas. Es importante señalar que Wilson, a diferencia de otros belicosos científicos como Steven Weinberg, sí lee atentamente las obras de los autores que critica.

9 Se han propuesto varias opciones de traducción: convergencia, confluencia, conciliación, concordancia. Ninguna de ellas captura el aura antigua y un tanto teológica de la palabra inglesa.

10 Son recomendables H.J. Rheinberger, The History of Epistemic Things, P. Galison, Image and Logic, I. Hacking, Reshaping the Soul, B. Latour, The Pasteurization of France.

11 Lo que filósofos como W. Wimsatt y J. Dupré han discutido analíticamete ha sido también mostrado con ejemplos por autores empíricamente orientados como H.J. Rheinberger o J. Fujimura.

 

Carlos López Beltrán, "La fragmentación en las ciencias", Fractal n° 14, julio-septiembre, 1999, año 4, volumen IV, pp. 151-180.