Philippe Ollé-Laprune


Michaux, Bellatin:
escribir para explorarse



En un famoso ensayo —“El infinito y lo infinito”— que se publicó en el número 61 de la Nouvelle Revue Française, en enero de 1958, Maurice Blanchot se entregó a la singular tarea de provocar un acercamiento entre las obras de dos autores, aunque recalcando el carácter vano y artificial de toda comparación. Allí dijo: “Una de las obligaciones de la crítica debería ser la de imposibilitar toda comparación. Los escritores pueden relacionarse, las obras no”. Blanchot concierta su texto mediante una paradoja arraigada en él mismo: la comparación es inadmisible, pero su práctica puede aportar buen número de claves para revelar algunos aspectos particulares de los creadores. Blanchot se consagra a cotejar la noción del infinito en Borges y en Michaux. Y claro es que descubre elementos nuevos, que los opone entre sí y los relaciona, que provee vitalidad en una especulación que utiliza los textos de aquéllos para concluir en reflexiones personales plenas de ejemplar sagacidad.

Ante la relectura de los libros de Michaux y siempre atento al influjo del sorprendente e insólito trabajo literario y artístico de Mario Bellatin, no pude dejar de ver hasta qué grado diversos pasajes y páginas, así como una multitud de puntos comunes en la trayectoria de estos dos autores aparentemente dialogan entre sí de manera vertiginosa. Me parece inconcebible que Bellatin no haya leído los ensayos de Blanchot, que no tenga una idea precisa sobre la naturaleza de sus argumentos, y que desconozca la mayoría de los escritos de Michaux. Pero el asiduo contacto con estas dos empresas artísticas me ha impulsado a intentar darle forma a una equiparación, que estoy convencido es tan sorprendente como fructífera.

El primer rasgo común se oculta en los sendos inicios de sus vidas: la infancia que constituye el momento de las fracturas y de los juegos, de la soledad, de la pesadez de la familia, de las primicias literarias y del marginamiento geográfico que incita la partida. Y el medio familiar que no ve con agrado el acceso a la literatura y su práctica con intenciones artísticas.

Michaux crece en Bélgica, tierra donde la actividad literaria, a pesar de ser y haber sido brillante y heroica, con frecuencia te obliga a partir a París. Es similar el caso de Bellatin, cuya infancia tiene lugar en Lima, tierra donde la práctica literaria también implica no pocos sacrificios; él, escritor en ciernes, dirige su vista hacia la lejana Habana o el distante México, decidido a divulgar mejor su trabajo y a enriquecerlo con lecturas más accesibles y con experiencias formativas más ricas bajo esos nuevos cielos. Ambos habrían de buscar su residencia en una ciudad del extranjero. Ambos habrían de conservar un marcado gusto por las ventajas de una gran urbe y ambos habrían de mirar hacia ese pasado frecuentemente citado para mejor expresar el lado abyecto de la miseria humana. En los dos, este remontarse al pasado conduce al espacio detestado de la provincia y la época bendita de la infancia en que las ensoñaciones y primicias literarias estaban plenas de promesas y de efervescencias. Ambos redactan sus primeros escritos para experimentar la fuga. La evasión hacia lo desconocido asume en cada uno una forma específica. Michaux habría de declarar: “Mi familia me consideraba un fracasado y me lo repetía”. Su colega latinoamericano hubiera podido pronunciar la misma frase.

Michaux pasa del relato de sus viajes reales a la invención de tierras nuevas y luego al descubrimiento de los espacios internos que él torna alucinantes mediante la ingestión de drogas. Semejante deslizamiento perceptivo aparentemente introduce una distancia entre el autor y el mundo, intentando modificar y corregir la pertenencia a la vida real otorgándole nuevos territorios donde el escritor pueda evolucionar sin sentir el peso abrumante que la vida nos impone. Escribir consiste en otorgarle vida a un espacio que desafíe la pesadez; Michaux es aéreo, y lo es gracias a un talento y un humor cuya aparente ligereza vela el poder y la grandeza.

En ambos autores se da una gran elegancia que recalca el cuestionamiento y la impugnación que se esconden tras el ejercicio de la escritura. No vacilan cuando se trata de develar y mostrar su acercamiento al acto creativo. Y esto muestra otro punto en común: en este deseo de producir escritos se encuentra un remedio contra las carencias que la vida les ha impuesto.

La famosa frase de Michaux: “Yo nací agujereado”, armoniza con la ausencia del brazo derecho en su colega latinoamericano. El primero siente la carencia en su mismo ser, mientras que el segundo tiene que experimentarla primero en carne propia, para luego sufrir las consecuencias en su alma. El impulso mismo que los empuja hacia la literatura encubre una privación.

La sensación de la carencia frente a la experiencia de lo real, a nuestros dos autores a la vez los conduce hacia la literatura y les da otros puntos en común con relación a los refugios que encuentran. El primero de éstos es su marcada tendencia hacia “la evasión por las alturas”, un cierto respeto perdurable por el misticismo. Michaux, a quien le hubiera gustado consagrarse a dios, frecuentó las obras de los místicos de muchas tradiciones. Además, una especie de ascetismo lo hubo de acompañar a lo largo de la vida, aunque más como una especie de norma de vida que como la aplicación de una fe específica. Asimismo, Mario Bellatin ha insertado en su trayectoria estudios de teología y forma parte de la comunidad sufí de México. También aquí las normas de conducta ayudan a saber cómo hacerle frente al mundo, a darse a sí mismo un marco de contornos precisos y a cultivar la certeza de que el caos nos reserva un sentido oculto o un vacío que el artista está obligado a llenar mediante su trabajo. Dice Bellatin:

Tal vez el fin que busco es demostrarme que, en primer lugar, lo que se dice literario no es sino el impulso que hace posible la existencia de tantas obras que, por más que sean analizadas, hacen imposible el desentrañamiento del soplo de genialidad que las sustenta. Quizás ese punto de vista pueda tomarse como cierta alusión a una experiencia de orden místico.

Pero nada de esto explica la inspiración y tampoco la posibilidad de una fuerza trascendental en la que acaso se nutra la pluma.

Contra la sociedad de los hombres, ambos han recurrido al mundo animal. Este rasgo, más evidente en Bellatin, particularmente en lo que concierne a la presencia de los perros en su obra, encuentra un eco favorable en Michaux, quien inventa seres entre humanos y animales para dar expresión al aspecto incompleto del universo perceptible. Semejante mundo paralelo constituye un recurso contra el espacio reservado para los humanos, en esta forma se expresa también tanto su aspecto inquietante como su aspecto insuficiente. Este repliegue es particularmente evidente en Perros héroes, novela a la que el latinoamericano pone un subtítulo elocuente: Tratado sobre el futuro de América Latina visto a través de un hombre inmóvil y sus treinta Pastor Belga Malinois. Michaux jamás escribió un texto donde se aludiera tan claramente al mundo sensible: su manera de evadirse mediante el reino animal reside más bien en la elaboración de seres, como los Hacs o los Emanglons. Pero el animal es para él también el instrumento del asombro que el escritor provoca a fin de llenar su vida, y por lo tanto el mundo, de encanto. Dice en Lejano interior: “Yo he criado en mi hogar un caballito. Éste galopa en mi recámara. Es mi entretenimiento. […] Mi caballito me mira con dolor, sus dos ojos me miran con furor. ¿Pero de quién es la culpa? ¿Es mi culpa?”.

En sendas obras, cuando aparece un animal, el lector experimenta la mirada acusadora de la bestia como una especie de prueba frente a la inocencia; esa presencia es como una especie de territorio no manchado por la culpa y que por lo tanto puede decirle a la gente hasta qué grado su entorno se encuentra habitado por el mal. El animal representa así un tipo de contrapunto a la sociedad humana, una oferta de afecto en un mundo que lo carece cruelmente. El animal es un refugio para los humanos sensibles y su presencia es como una afirmación de que otra vida es posible, incluso deseable.

La narración parece proponer una especie de refugio, de espacio, donde el autor puede imponer sus reglas, puede darle vida a lo que quiere de corazón. Ciertamente, en toda creación existe un aspecto lúdico y ambos escritores lo asumen mediante un cierto sentido del humor que pone en evidencia tanto la distancia impuesta con el texto como la aceptación de no poder evadir esta lucidez. Es una característica que impregna sus obras y que se inscribe en contraste con el empeño de la recreación. Como una forma de presentar y realzar sus quimeras sin dejar de señalar el lado risible de tal voluntad. Ellos expresan hasta qué punto la fuerza de la narrativa parece ser irrisoria aunque ni puedan ni quieran abandonarla. No se la puede tomar en serio incluso si por la misma razón precisamente el acto de escribir es el más serio que pueda haber. Cada uno acarrea en sí mismo sus propias limitaciones y las manifiesta ilimitadamente.

Impulsados por la obsesión de describir, intentan darle cuerpo a este juego practicando un simulacro de narración. Aunque jueguen, con una sonrisa en los labios, a revelar mediante las palabras su universo personal. Por lo tanto elaboran narrativas que simulan no serlo. Michaux se divierte con la idea de un diario de viaje en Ecuador, proponiendo un collage de textos que cuestiona la noción de exotismo. Luego, en sus viajes imaginarios a través de territorios poblados de seres desconocidos, refuerza la sensación de insuflarle vida a una literatura que se burla de este arte sin dejar de practicarlo.

Aquí parecería similar a Swift… Es bien conocida la anécdota de la ocasión en que Michaux se cruzó en la calle con Gaston Gallimard, su editor. Cuando éste le preguntó si había avanzado en la novela que habría de publicarle, el autor respondió con una sonrisa indecisa, dando la impresión de que estaba trabajando en ella. Y Michaux jamás la escribió… Bellatin procede de manera distinta. Él se dedica a escribir novelas, textos narrativos, principalmente lineales y sutilmente abstractos, o más bien relatos cuya ubicación geográfica o temporal permanecen en el misterio (Salón de belleza, Flores, La escuela del dolor humano de Sechúan, etc…). Tales universos no están lejanos del país de los emanglones de Michaux.
Sucesivamente, Bellatin se entrega a la redacción de textos que se muestran abiertamente como manipulaciones literarias que han tomado prestado de otras tradiciones o autores su universo y su tono. Una de estas novelas se presenta como si fuera una traducción de un relato japonés (El jardín de la señora Murakami), otra como la biografía de un escritor japonés que jamás ha existido (Shiki Nagaoka: una nariz de ficción).

Bellatin rehabilita a los escritores que admira a fin de reponerlos en escena, plagiándolos, imitándolos, retorciendo sus obras para darles a ellas y ellos nueva vida (Joseph Roth en Jacobo el mutante, Robbe-Grillet y Bohumil Hrabal en Gallinas de madera). Michaux escribe sin tales referencias externas, pero, a su manera, su Plume posee una presencia fantasmagórica que juega también con la gravedad de la Literatura con L mayúscula. Tanto el uno como el otro piensan que la escritura literaria, si pretende ofrecer una representación de la vida, para ser fiel a sí misma debe hacer uso del simulacro a fin de arraigar su presencia.

Detrás de estos juegos y estos relatos que nos hacen sonreír se disimulan ciertos fundamentos que ambos autores comparten: el rechazo de la novela clásica, la voluntad de dirigir su narrativa a partir del mundo que les es propio y una subterránea inclinación a escaparse de los géneros literarios y a fusionarlos.

Es interesante percibir la importancia que nuestros autores otorgan al elemento de la “velocidad”. Michaux con frecuencia menciona su aspiración a describir una emoción mediante un esbozo realizado sin darse el tiempo de meditarlo, impulsado por una cierta actitud que le otorga su certeza de que en la forma que aspira a captar se encuentra el pleno cumplimiento de su arte. En Bellatin vemos una postura similar: pica con dos o tres dedos las teclas de su computadora (y en sus comienzos, el teclado de la máquina de escribir Underwood que frecuentemente cita), con la incesante intención de darle un reposo a su cerebro y de gozar del acto de escribir sin otra finalidad que la de formar rápidamente sus frases. Tanto uno como el otro, mediante la práctica veloz de su arte, exhiben una curiosa intuición común: el vértigo así creado se adhiere al lector, lo deja como atrapado y hundido en la obra. El autor, por su parte, gana en espontaneidad y eficacia, ya que es en el fondo de sí mismo donde se ocultan sus materiales. Más que de una rapidez en la ejecución, se trata de la impresión que nosotros experimentamos ante sus creaciones.

La velocidad no es para nada decorativa y no constituye un artificio en el bagaje técnico de cada autor; cuenta con un rol esencial, el de sumir al lector, cómplice aquí, en un estado similar al que el autor ha experimentado en el corazón de creación. Es como una especie de voluntad, de comunión, y como un deseo de crear una cierta resonancia entre el mundo del artista y aquel que se impregna de este mundo; así como de imponer una impresión de la urgencia sin la cual toda creación parece perder su fuerza y atenuar su razón de ser.

Michaux jamás escribiría su novela y los muchos libros que les ofrece a sus lectores son amalgamas de poesías, diarios íntimos; descripciones autobiográficas en un tono frío de sus personales estados de turbulencia; relatos de viajes en territorios por él inventados donde viven seres desconocidos; o reflexiones casi aforísticas, a medio camino entre la meditación y la filosofía. Y le cuesta confesar su falta de confianza en la poesía, cuánto desea no hollar los espacios que otros poetas han frecuentado. Por su parte, Bellatin dice en Underwood portátil, modelo 1915: “Me parece importante constatar que en muchos de mis libros el nivel poético ha quedado de lado”.

Nutridos por una insatisfacción fundamental, ambos desarrollan una obra profundamente original, incluso incomparable, y que tiende siempre hacia otras posibilidades narrativas. El acto de escribir, el gesto mismo, parece ser una necesidad para el latinoamericano, mientras que su lejano colega no parece estar convencido de lo mismo, por lo menos en el dominio de la escritura. Pero comparten la pasión por el acto, por la actividad física que consiste en trazar signos. Bellatin repite con frecuencia cuánto le atrae el ejercicio de mecanografiar un texto. La pasión intelectual de Michaux por darle formas y sentidos nuevos al mundo tienen la misma razón: el trazo de signos o de letras constituye un ejercicio físico que encuentra en sí mismo su razón de ser.

Los dos autores que aquí ponemos en perspectiva producen obras que al parecer no tienen muchos puntos en común, inclusive formalmente, pero sus enfoques y sus instigaciones son extrañamente similares. El impulso procede de un mismo punto de apoyo y en consecuencia la ficción en su totalidad puede desarrollarse mediante misceláneas formas.

El crisol de este encuentro es propuesto por Michaux en su famoso consejo: “¡No imaginéis jamás!”. Parece inusitada la sentencia en el autor de Plume y Emanglones. Pero detrás de esta frase, que podría parecer una provocación, se oculta el arte poético de Michaux, el secreto y la visión de su propio trabajo: todo existe ya y hay que basarse en lo real para avanzar mediante la digresión, la torsión y la reconstrucción, a fin de lograr la elaboración de textos o de dibujos profundamente marcados por su estilo. La existencia consiste en captar lo que la vida propone, para transformar esos materiales en textos, en sustancias inflamadas, preñadas, encontrando en semejante mutación una consistencia cabal que lo real no siempre puede aportar. Pero el autor europeo nos proporciona una clave evidente cuando describe las razones que explican su producción: “Escribo para explorarme. Pintar, componer, escribir: explorarme. Ahí se encuentra la aventura de vivir”. Poco importa entonces la naturaleza del resultado, ya que lo esencial se oculta en el entusiasmo que impulsa al creador hacia el acto creativo, y en la certeza de que el vínculo entre la realidad y la invención sólo es valioso y sólo sirve porque permite la descripción de sus paisajes internos.

También Bellatin ha manifestado sus dudas respecto al deseo de originalidad o al mito de la inspiración. Sus escritos-simulacros son la prueba de ello. Tan sólo el trabajo, el gesto físico de escribir, tiene un valor palpable. Toda su obra se apoya en experiencias personales, imágenes, situaciones, personajes o lugares. Él también recurre a la práctica inmediata de la existencia para transformarla en materia literaria, para trabajarla y restituirla, preñada de una potencia que la hace adecuada para la lectura. Esta labor consiste en tomar una distancia elegante respecto al texto y a cargarlo de una fuerte dosis impersonal, a distanciarlo de los hechos iniciales, como para desviarlo de su existencia, y luego a introducirlo en el campo de la ficción. Así, escribir consiste en mirar en torno a sí mismo, en hundirse en sí mismo, y luego en labrar estos objetos de la observación para darle una textura literaria.

Michaux seguramente tenía la misma actitud. En ese juego infinito el problema de la originalidad ya no es planteado por él: las obras producidas son incomparables porque surgen de una existencia única. Todas tienen una manera de expresar que su singularidad reside en la capacidad para deformar las imposiciones, sacándolas de su trayectoria con talento y fecundidad. Lo mismo se podría decir con relación a muchos otros creadores, mas estos dos han expuesto esta precisa visión literaria con una clarividencia poco usual. O incluso, más que con clarividencia, ellos realizan, en este sentido, una especie de reivindicación de esa óptica y esa perspectiva con que ellos entienden y ven el hecho literario.
Si se acepta este postulado, parecería natural que ambos hayan sido poseídos por la tentación de la autobiografía o más bien por la utilización de este género para pervertirlo de mejor modo; puesto que toda su escritura gira en torno a ellos mismos y busca en ellos mismos la razón para escribir y la materia que los guía. Explorarse, recorrerse, no significa narrarse, pero hay allí una faceta de la introspección para el gusto de ellos demasiado simple y que saben emplear enriqueciéndola, haciéndola más compleja.

Bellatin aparece cada vez más en sus textos, asumiendo plenamente el lugar que le reserva esta manera de entender la literatura, el hecho de “explorarse”. El autor se pone en escena con sentido del humor y de la precisión. Su Disecado es particularmente significativo al respecto: se establece un diálogo entre el narrador y él mismo, Mario Bellatin, personaje del libro “¿Mi yo?”. De este modo se propone una trama que lo involucra (¿proveniente de su propio pasado?), utilizando tanto la primera persona como voz narrativa, y la tercera persona, ese ¿Mi yo?, en cuanto personaje del libro.

Este procedimiento poco usual ya existía… en Michaux, que en 1927 publicó un libro con el título de El que yo fui. Así empieza: “Estoy habitado; le hablo a el-que-yo-fui y el-que-yo-fui me habla”. Esta obra reúne textos juveniles, pero el método para ponerse en escena ante el lector es de todos modos singular y muestra muy bien la maestría y la madurez del joven Michaux. Aunque resulta más enigmático el ¿Mi yo? de Bellatin, con sus puntos de interrogación, que introduce una noción de la duda respecto a la validez o el rigor en el seno del diálogo de este modo construido. Pero tiene la misma función y el mismo sentido que El que yo fui de su predecesor belga. 
Éste volvió a escribir en otro registro directamente sobre sí mismo, ya sea sobre los acontecimientos que afectaron su vida —como en Serás un padre o Nosotros dos todavía—, ya sea sobre el meollo de su extravagante incursión en las drogas, la cual relata como analiza. En Miserable milagro, Michaux propone un relato —descripción de las perturbaciones voluntarias de su alma— y, al margen del flujo narrativo puntúa su texto con notas que son observaciones sobre sí mismo, con algo más de distancia, una especie de retroceso que le permite al lector encontrarse consigo mismo allí, sentir un poco de objetividad en ese universo de la subjetividad. La autobiografía asume la forma singular de una trama del “yo” que sin embargo contiene los pensamientos y la mirada que le pertenecen al narrador.

Más que un recorrido en primera persona, una especie de inmersión en sí mismo al estilo de Leiris, estos dos autores transforman el género autobiográfico, entendiéndolo sobre todo como una dinámica entre el observador y lo observado, entre la persona que son o, más bien, han sido, y la voz narradora que da forma a la historia relatada. Y, al igual que en todas las autobiografías, tan sólo cuenta el tenor de sus palabras y poco importa su grado de veracidad. Lo esencial reside en el texto producido, en su coherencia, la cual constituye la única verdad en materia de creación literaria.

En adelante, Bellatin inserta al final de sus escritos un resumen fragmentado del relato, como si quisiera exponer el esqueleto del texto. Una vez más resuena su “odio narrar”, que significa cuánto ama el acto de redactar y que, a pesar de que no le plazca mucho contar una historia, se ve obligado a hilvanarlas y, por así decirlo, a pagar sus cuentas. Por un lado, se dedica a darle brillo y esplendor a su escritura con un evidente placer que se hunde en el presente y, por el otro, termina por darle forma a un relato que da la sensación de desenvolverse sin la intervención del autor, sin deleitarse en esa trama que tiene el aspecto de serle extrañamente lejana. O a lo menos, es éste el efecto que el distanciamiento del autor termina por imponer en el alma del lector. Esa serie de frases al final del texto se parece a una especie de índice y resumen del relato. Allí él menciona los eventos más notables de su historia, como expresando lo poco que le importa el desenvolvimiento en sí de los hechos. En esta sinopsis él deshilvana un texto sin párrafos, un bloque que se desenlaza ante los ojos del lector ininterrumpidamente, especie de flujo continuo marcado por una puntuación insólita. Este procedimiento se aproxima mucho al que Michaux emplea en Miserable milagro, donde sus notas al margen del cuerpo del texto tienen una función similar.

Ambos autores se rencuentran una vez más en el ejercicio del discurso fragmentario, aunque la evolución con respecto a la forma que asumen sus textos difiere. Bellatin pasó de una estructura clásica (cf. Salón de belleza) a la práctica del simulacro de un texto, para utilizar en adelante un procedimiento ya sea continuo, con un resumen al final del libro (como en Disecado), ya sea fragmentario. Había comenzado a utilizar esta forma de narrar hacía tiempo, en Flores, por ejemplo. Allí propone párrafos breves que son autosuficientes y cuyo ordenamiento proporciona el progreso de la trama. Al explorar esta modalidad, él logra (particularmente en El libro uruguayo de los muertos) interrelacionar varias historias cuya imbricación tiene sentido, como si semejante embrollo explicara mejor la complejidad que impone la realidad. Esta práctica también le permite escaparse del encierro en un sólo género literario, la “novela”, y le aporta a su narrativa una resonancia que se relaciona con la poesía, el relato o el ensayo.

Michaux no tardó en recurrir a este procedimiento, como si hubiera entendido que esta escritura intencionalmente quebrada le ofreciera un campo de exploración particularmente amplio; a él que también se había decidido a no escribir en conformidad con las reglas de un género aceptado. Sucesivamente, lo habría de utilizar con una constancia cada vez mayor. En Poteaux d’angle o Par des traits, al final de su vida, él ofrece textos cercanos al aforismo, encontrando en la brevedad la posibilidad de una densidad más decisiva que la que le podría aportar un tratamiento más largo y más lento.

Más que una simple técnica, esta utilización de la pluma revela el deseo de avanzar a tientas, de demostrar que “explorarse” no es para nada el resultado de un movimiento lineal y regular. Hay en esta búsqueda la voluntad de encontrar la falla y, también, más que en cualquier otra manera de relatar, el deseo de contrastar el texto con la nada. La interrupción no consiste en una simple ruptura: es el surgimiento de una nada que desafía al texto. En La conversación infinita, el mismo Blanchot examinó ampliamente este fenómeno. Dice, entre otras cosas: “¿Cómo escribir de tal forma que la continuidad del movimiento de la escritura permita la intervención de la interrupción como sentido y de la ruptura como forma?”. La evolución del libro así quebrada nos recuerda el reto que éste constituye frente al silencio, como si el hecho de llenar un vacío no pudiera realizarse sin que se siguiera dando vida a esta oposición, nutriéndose de ella.

En otro nivel, ambos publican libros poco voluminosos (generalmente con los llamados “editores pequeños”) que luego se reúnen en compilaciones que circulan más extensamente. Gallimard, en el caso de Michaux; Alfaguara, Anagrama o Sexto Piso, en el caso de Bellatin. De esta manera pretenden otorgar un espacio exclusivo a un texto, a fin de no obligarlo a cohabitar con otros, en su primera presentación, mediante una unión que no responda a una lógica rígida o una necesidad. De la misma forma en que el ordenamiento de los fragmentos le da un sentido al relato, la combinación de los libros se lleva a cabo a fin de revelar el aspecto general de la obra. Crear se convierte así en un juego de construcciones y combinaciones. Palabras, frases, fragmentos, libros.

Además de los ajustes y reajustes respecto a la forma, “explorarse” acarrea tres características particularmente visibles en la trayectoria de nuestros dos autores. En primer lugar, se resalta la búsqueda de los límites. La creación conserva un aspecto lúdico mediante desnudamientos frecuentemente crueles y siempre honestos, sin rehuir a un sentido del humor que indica que todo no es más que ficción. La progresión del texto demuestra el amor por las fronteras del ser, por los desequilibrios, por las zonas más inaccesibles de la conciencia y de las barreras que se yerguen ante el autor (los tabús sociales de todas las especies). Y luego la descripción de la aparición de las fisuras, de los abismos en el curso de este periplo. “Explorarse” solamente puede tener un valor real cuando, en este camino, se elevan asperezas que hacen que sea digno de un relato el trayecto. Los dos escritores, inclusive cuando no estén presentes en el meollo del libro, encuentran sus propias zonas sombrías y las traducen mediante un texto que le da cabida a tales trastornos. “Explorarse” consiste también en mostrar las sorpresas y la vitalidad que tal empresa engloba. A final de cuentas esto le da a la obra un carácter incomparable, ya que los trayectos son por naturaleza personales. Los comentarios que acompañan las obras de Michaux o de Bellatin señalan insistentemente su personalidad singular, el hecho de que no se parecen en nada a sus contemporáneos. Ellos evolucionan internándose cada vez más profundamente en una veta que los hunde en su propia obra, al tiempo que ésta se conforma; no necesitan mirar en torno suyo para hacer comparaciones o para inspirarse. No tienen rivales porque permanecen solos en ese territorio que exploran y describen.

En esta incursión a través de sí mismo la escritura se encuentra con sus propios límites. En esta búsqueda el autor se lanza a una carrera desenfrenada y, delimitado por el vocabulario y la carrera misma, impacta las fronteras de la expresión. Su empresa, por esencia, no admite las trabas; ambos se ven obligados a rechazar la distorsión entre su voluntad y la herramienta de que disponen. Acaso la sensación de lo absoluto que acompaña su proyecto únicamente puede llevarlos a buscar otros medios de expresión para continuar con su trayecto. Ambos se acercan a las artes visuales, de acuerdo con las modalidades propias de su cultura y de la sociedad en que viven.

Michaux dibuja y pinta desde el decenio de 1920. Al principio confidenciales, sus obras habrían de convertirse en un aspecto esencial de su actividad y de su producción. Haría exposiciones en muchas partes del mundo y era considerado por todos como un pintor y un artista de tiempo completo. Ocupando así su alma de manera creciente, alternaba el tiempo que dedicaba a su labor de escritor con el que se centraba en el dibujo y la pintura. Pero son muchos los observadores que han mencionado hasta qué punto la pluma de Michaux realizaba un trabajo continuo, y que las formas que como pintor descubría respondían a las palabras de sus textos. Los dibujos mescalinianos, por ejemplo, constituyen un todo junto a los libros que relatan esas experiencias, revelando su alma de modo distinto a como aparece en los escritos. Se vuelven necesarios porque saben decir más que las palabras, o lo dicen de otra manera. Están al servicio de esta constancia: “explorarse”, un acto que puede pasar por estas diferentes formas de expresión, con el deseo de formar parte de sus propios paisajes internos. Bernard Noël dice de esta aventura:

[…] Evidentemente, allí se pierden sus palabras porque expresar supone un derramamiento que va en busca del suspenso; además, ¿cómo expresar lo que está allí, formidablemente allí, no estando todavía allí, o no estando ya allí? ¿Cómo expresar lo que a la vez está presente y ausente? Henri Michaux tuvo el genio de hacer con sencillez la cosa más simple: saltó dentro de la vibración, y puesto que la escritura no podía transcribirla, él tuvo que inventar una contra-escritura, la cual es la vibración misma.

El pintor-escritor encuentra en esta expresión la forma ideal para expresar esos pasajes, esos deslizamientos, esa vibración que se señala en esta cita.

Mario Bellatin también se interesó de manera temprana en las artes plásticas y en particular puso su atención en la imagen. Inicialmente se escapó de la página blanca con un happening humorístico y esencial: un congreso de dobles de escritores realizado en París, en el cual cuatro actores toman el lugar de los escritores que el público esperaba ver y oír. Responden a las preguntas de la gente como si fueran los escritores, tras un trabajo de preparación realizado entre todos los cómplices. Este desplazamiento en su obra no es una broma: mediante dicho simulacro, Bellatin cuestiona la sacralización del artista en nuestra sociedad, se burla de los discursos convencionales de esos congresos demasiado uniformes y le exige al lector determinar con precisión cuál es su relación con el texto leído. Y además, Bellatin practica la fotografía a partir de una manera muy personal. Él también ve en la imagen una prolongación de su trabajo literario. Para empezar, hace intervenir la imagen como contribución al texto. Esto se ve, nuevamente en una forma humorística, en textos como Jacobo el mutante, Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, o La clase muerta. Ahí las imágenes participan con la intención del libro y refuerzan la manipulación, aportando pruebas suplementarias a los enunciados del texto, en este caso portadoras de falsas apariencias. En Perros héroes, Bellatin introduce fotos fieles a la realidad y que son como una prolongación de las palabras. Pero sea cual fuere la función de las imágenes, o más bien su grado de realismo, las fotos son siempre una prolongación y un desarrollo del texto.

Más adelante, Bellatin ofrece imágenes que valen por sí mismas, y se convierte inevitablemente en un fotógrafo, aunque cuidándose de hacerlo a su manera, con un equipo fotográfico poco común. Elige deliberadamente la producción de imágenes anodinas, de grado “amateur”, cuya fuerza reside en la coherencia del conjunto y en una cierta desolación, cercana a la impresión que nos dejan algunos de sus libros. También se encuentran en ellas la sensación de la distancia y un sentido del humor refinado que permite la aparición penetrante de una desesperanza fundamental.

Bellatin realiza seguidamente un film, Bola negra, una representación de la creación de una ópera, inspirada en uno de sus textos. Sin ceder a la tentación de la facilidad, pone en escena, en Ciudad Juárez, la devastación y el vacío. Y la trama del texto de partida se diluye para dar lugar a las imágenes, sin un proyecto de continuidad lineal o de una historia a seguir. Allí ya no existe la obligación de narrar; Bellatin se concentra en las impresiones dejadas por la acumulación de visiones descarnadas. Tras el rostro de los niños que forman parte del coro se percibe el miedo, la desesperación y la tentación del abandono. Pero también las ganas de cantar, de adelantar una creación que niegue el horror vislumbrado y plantee la acción creadora como remedio contra ese abandono siempre posible. Con una cierta crueldad, Bellatin logra que se reúnan, encuentren y crucen el impulso vital y el horror más perturbador. Y de esta manera propone una de las puestas en escena más fieles de aquella siniestra realidad.

La prolongada comparación que he librado aquí ciertamente tiene sus límites y limitaciones, ya que las sendas obras de ambos autores poseen también características muy particulares y específicas que no se corresponden entre sí. Por ejemplo, Michaux desarrolla una obra poética arraigada en el género, y Bellatin emprende un trabajo de reciclaje de sus propios textos excepcionalmente singular e incomparable. Sin embargo, los puntos de encuentro son particularmente numerosos y algunas de estas inquietantes coincidencias justifican la realización de la visita al seno de sus obras. Éstas emanan de un mismo impulso, ven en la escritura una herramienta susceptible de posibilitar la revelación de sí mismos. Habiendo surgido de un punto de partida similar, ambas avanzan en la misma dirección, con la misma idea de utilizar la escritura para explorarse con lucidez, exigencia y probidad. Si no fuera éste el caso, si las obras no fueran más que un montaje artificial, no hubieran podido resistir tan bien el paso del tiempo y la lectura. No se trata de vivir para escribir, sino de escribir para vivir. Más allá de los años y de la distancia geográfica, los libros de Michaux y de Bellatin encuentran un inquietante eco en el cotejo de su obra. Habiendo partido hacia una valiente búsqueda de sí mismos, estos dos escritores siguen una trayectoria singular y producen cada uno libros incomparables, sin puntos comunes con sus contemporáneos. La resonancia, tan obvia e impresionante, entre estas dos producciones, permite profundizar en las ideas e impresiones que hemos encontrado en el curso de su frecuentación. Como poseídos por una vida propia, estos libros establecen un diálogo que parte del fenómeno de su inminencia esencial. Y este intercambio nos provoca y nos incita, invitándonos a tomar parte en la discusión.

Traducción: Mariano Sánchez Ventura.