Juan Pablo Cuartas
y Graciela Goldchluk


La fe literaria



¿Por qué nos conmueve la obra de Mario Bellatin? ¿Qué pasa cuando una escritura particular nos obliga a volver la cabeza?

Las novelas de Bellatin conjugan dos características acaso opuestas, pero que definen su literatura. Una es el fácil deslizamiento de las frases, sin bruscas transiciones u oscuridades que exijan detenciones; el otro rasgo, que contraría al anterior, es la emergencia de ciertos objetos y frases enigmáticas que misteriosamente ocupan un lugar privilegiado en la superficie de la escritura y que obligan a “volver la mirada” sobre lo que va quedando. No hay un forzamiento en la construcción sintáctica que dificulte la lectura, ni una torpe descripción de escenas o elementos que caprichosamente el escritor quiera delegar al lector: son objetos, escenas, frases, que entran en el ojo por medio de la misma línea que veníamos recorriendo y que conformaba lo que entenderíamos como un párrafo coherente.

Cuando regresaba a mi casa después de una de esas visitas, a veces pensaba en mi hijo. Desde el primer momento traté de mantenerme inflexible con respecto a su conducta. (Damas chinas).

Así, de un modo sigiloso, Bellatin nos introduce en un lugar que no esperábamos y frente al que nos rebelamos, en un principio, cuando “volvemos la mirada” para no dejar pasar esa frase extraña que, casi con descaro, se deslizó por debajo de nuestras narices, pero a la que poco a poco nos convertimos, con esa ceguera del creyente que repite de punta a punta un texto siendo fiel a los pasajes más extraños. De ese modo y con la cadencia de una oración, nos plegamos a la comunidad de lectores, una comunidad infraleve cuyo objetivo permanente consiste tan sólo en postular, de manera diseminada, la imposibilidad de esos enunciados asimétricos que pueblan los libros de Bellatin. El autor, por su parte, se ha retirado de mil modos, desde los intercambios patronímicos que presentan a Mishima o a Frida Chalé como a las auténticas firmas de Salón de belleza, novela o cuadro según el caso, hasta la proliferación de su propio nombre y de sus biografías en la misma línea que la de escritores apócrifos como Shiki Nagaoka, también fotógrafo, como el propio Bellatin.

Es el tema no únicamente de un capítulo de estas autobiografías, el segundo, sino de algunos libros más que están por aparecer, y los cuales pretendo firmar ya no como Mario Bellatin, el niño desnudo de grandes genitales, el personaje impresionado por la demolición de la casa familiar o el muchacho de lentes cuadrados que soñaba con tener una novia alemana. Sino simplemente como Salam. Abdús Salam más bien, el hijo de la paz. (El gran vidrio).

En su retirarse como autor, padre o dueño de los textos (retirarse también de todo recurso clasificable y de todo rasgo estático y repetible, de todo decálogo), el escritor produce un murmullo que nos habla en una lengua tan radicalmente extranjera que podemos seguir sin dificultad, en tanto es posible apropiarse de ella por no pertenecer a nadie, a ninguna comunidad estable. Un código traducible porque de entrada se presenta como lo que queda de una lengua traducida, una voz que siempre está lejos pero resulta sin embargo audible, monocorde a la vez que polifónica, no necesita mirarnos a la cara y prefiere, en cambio, un complicado mecanismo de máscaras que se van quitando, una a una, y muestran en su insistencia sustractiva la imposibilidad del vacío absoluto, la resonancia infinita de una materia que todavía seguimos llamando literatura.

Esta sustracción es en Bellatin un acto de fe literaria y un mecanismo generador de escritura que tiene su por-venir en el postulado de “escribir sin escribir”, una frase que el escritor ha repetido como un mantra y que es a la vez la descripción de un impulso. Al mismo tiempo, en un acto de fidelidad amorosa, Bellatin no abandona su escritura. Nada de lo escrito es dejado atrás una vez que entra en su universo, y la condición paradójica para que esto suceda es la no-memoria.

Ya con la computadora empecé a imprimir con letra gótica, en tamaño doce, a imprimir chiquitito, a imprimir horizontal. Todo para conseguir el golpe de ojo. Para lograr la opción de leer un texto propio como si fuera ajeno, que es el mayor regalo que le pueden dar a un escritor. (Mario Bellatin).

Escribir en su iPhone, abandonar manuscritos en bolsas destinadas a “sacar la basura”, tachar y descartar más páginas de las que se publican (y después abandonar esas hojas salvo que alguien se las pida, lo que demuestra que tampoco se trata de clausurar un secreto), son sólo algunos caminos por los que transita esa no-memoria institucional. Archivista que trabaja contra el archivo, sabe de la pérdida y sabe también que ese riesgo de desaparición es lo que hace urgente el archivo y el resguardo.

Sin embargo y más allá de este plegarse a un mal de archivo que promueve tanto su destrucción como su proliferación, nos interesa otra forma de la no-memoria ligada a la fidelidad amorosa. Bellatin olvida lo que ha depositado en un soporte externo, manuscrito o libro publicado, y de ese modo lo vuelve a encontrar como nuevo. Olvida entonces una regla no escrita que dicta que una vez que se ha contado una historia (digamos, por ejemplo, la realización de fiestas clandestinas, la presencia de un cartel que dice: “Se busca jardinero amoroso”, o la fabricación de zapatos con piel de rata) ya no se puede volver sobre ella salvo para continuarla o citarla en relación a otra cosa, lo que supone que el hecho narrado ya ha tomado una forma definitiva al ingresar en la imprenta. Por el contrario, algunos de los últimos libros de Bellatin parecen volver una y otra vez a contar lo mismo. Esta impresión que pueden tener los lectores más fieles, los coleccionistas de Bellatin, suele llevar a una inconfesada molestia. Es que acaso este gesto sería equiparable al de un escritor que volviera a publicar sus cuentos agregando cada vez un “inédito”, para lograr un producto novedoso que presentar en las librerías. Entonces vale lanzarse a la pesquisa de aquello que ya habíamos leído en otro lado.

En El pasante de notario Murasaki Shikibu, libro que tiene por protagonista a Margo Glantz, donde leemos que “cierta mañana de verano la Dama Murasaki —es decir, una de las facetas de nuestra escritora— se despertó convertida en un joven pasante de notario”, se construye un Gólem, algo que ya había sucedido en Jacobo el mutante, donde la escritora no participa sino desde la dedicatoria: “Para Margo Glantz, que sabe de estas cosas…”. Dejemos de lado rápidamente que en la acción de escritura conocida como “El congreso de dobles de escritores” es un muchacho, acaso un pasante de notario, quien asume el lugar de doble de Margo Glantz. Dejemos de lado que las transformaciones forman parte también de esta no-memoria institucional (donde la supuesta memoria busca preservar las cosas de manera idéntica, la no-memoria opera por transformación, las cosas aparecen una y otra vez, y cada vez son esa y otra al mismo tiempo). Dejemos de lado toda consideración, los conversos somos fieles a los pasajes más extraños y queremos volver a recorrerlos.
En El pasante de notario leemos:

Curiosamente fueron los maestros de la cueva de Ajanta quienes le aconsejaron que no recibiera durante el día a nadie en su casa y le propusieron además que juntara barro de su jardín para construir un muñeco. Sobre la frente debía ponerle tres letras y después dejarlo ir.

Y un poco más adelante:

Una sola vez regó la tierra y obtuvo la materia prima. Después de permanecer algunos días estático en el jardín, semejando el muñeco de alguna navidad negra, el ser comenzó a moverse por sí mismo.

Quienes hayan leído El pasante… recordarán los destrozos incontrolables que siguen a una de las raras ocasiones en que Bellatin condesciende a una sintaxis de la aventura que parece saludar la escritura de ese otro escritor, César Aira. Pero fieles a los pasajes vamos a Jacobo el mutante, libro que como dijimos está dedicado a Margo Glantz. Allí se relatan las siguientes acciones de Rosa Plinianson (quien a su vez no es otra que Jacobo Pliniak, personaje de la novela de Joseph Roth, La frontera), quien realiza abluciones rituales de manera cotidiana, hasta que, una mañana, “Instantes después regresa a la superficie convertido en su propia hija (Rosa Pliniak). Pero no en la niña que hasta ahora se ha conocido, sino en una anciana de más de ochenta años de edad”. Vamos en busca del Gólem y encontramos:

Rosa Plinianson clavó en la puerta un letrero que mandó hacer a un pintor que solía pasear por la ciudad. Después se desnudó y se calzó unos zapatos de tacón alto. Se colocó luego junto a la puerta de entrada en espera de alumnos. Antes había dejado sobre la mesa un puñado de migajas, que pronto cambió por un montículo de barro, con la intención —se lo dijo en voz baja después al reverendo Joshua Mac Dougal— de que los discípulos hicieran un muñeco mientras aprendían los pasos de baile.

Más adelante, en la zona del texto destinada a comentar la supuesta novela no publicada por Joseph Roth, leemos:

Baile, cuerpo desnudo, música sagrada, pedagogía, maldición —simbolizada por la avalancha desenfrenada de academias de baile—. Todos estos elementos concatenados además de tal modo que sólo contemplen una salida posible: la construcción de un Gólem, muñeco de barro dueño de una especie de vida propia capaz de salvar no sólo a ese pueblo sojuzgado sino a toda una tradición religiosa.

Hemos fracasado. Lo que creímos recordar no está ahí. Para colmo, en este caso el Gólem no se llega a construir, aunque sí, lo sabemos, pero no en la versión que vemos impresa, que termina:

Las figuras quedan en suspenso. La piel de los hombres perpetuamente mojada. Un Gólem. Una docena de huevos cocidos. La empleada de la editorial Stroemfeld, buscando borrar las huellas del texto. No se produce ninguna mutación. Tan sólo aparece la imagen de unas ovejas pastando en un roquedal.

Pero lo que importa acá es que ese malestar inconfesado (o comentado en alguna reseña baladí) obliga al lector informado a volver, si no materialmente sí con su memoria, sobre los textos que han sido dejados atrás, abandonados como los griegos a Filoctetes por la mordedura infame de una serpiente, por la marca de tinta que imprime una edición en este caso. Textos o fragmentos que se revelan necesarios por su precisión para ganar la batalla al sopor de la literatura establecida, así como el arquero homérico fue requerido para matar a París con su flecha. El arco de la frase impacta en la letra que discurre frente a nuestros ojos, pero al mismo tiempo, con el mismo instrumento, pone al descubierto que aquellos lugares comunes literarios de los que creímos estar a salvo —la separación entre forma y contenido, la originalidad como valor— siguen modelando expectativas. ¿Qué pasa cuando aparece una y otra vez aquello que ya fue consumido? ¿Me están vendiendo el mismo producto? ¿Bellatin hace pasar gato por liebre? (tal vez sí, en este intercambio de animales, ¿cuál sería, para la literatura, el más valioso?). El resultado de la lectura muestra que es justamente lo contrario. Bellatin dice que está publicando lo mismo mientras publica otra cosa, en un mercado que dice que está publicando novedades cuando publica siempre lo mismo. (¿Importa acaso que en El libro uruguayo de los muertos se repitan efectivamente pasajes enteros? No nos ilusionemos, ese recurso no hace más que poner al descubierto nuestros prejuicios, porque el fragmento da en el blanco cada vez).

Un archivo siempre menguante

Una manera de abordar este misterio llamado Mario Bellatin es a través de su archivo de manuscritos conservados en la Universidad de La Plata por voluntad del autor. Buscaremos en esos papeles un sentido posible, pero no una significación establecida ni a punto de establecerse. Se trata de ver qué función tienen esos papeles en sí mismos, sin olvidar que sólo existen en tanto la literatura de Bellatin existe, pero sabiendo de antemano que el manuscrito no explica la obra. Si bien este es un principio de la crítica genética, herramienta indispensable para abordar manuscritos de autores modernos, en el caso de nuestro escritor resulta evidente hasta provocar el desaliento de quien buscara en estos manuscritos un momento inicial epifánico, algún tipo de explicación tranquilizadora sobre la obra de Mario Bellatin. Por el contrario, el manuscrito no alberga huellas visibles de un futuro previsto, ninguna huella que colabore en una lectura de los manuscritos como partes de un proyecto pensado, meditado, y que desde un comienzo asigne papeles a cadauno de los diferentes momentos de escritura. Por el contrario, cada manuscrito contiene en sí una plasticidad que exige, primero, tomar la forma o caer bajo la jurisdicción de un conjunto mayor y, segundo, afectar de alguna manera ese conjunto mayor al que lo vinculamos. Esto no significa que cada hoja de papel no contenga alguna marca, una inscripción, nombre o sinopsis de relato que nos guíe para su vinculación. No se trata, de ningún modo, de prescindir del conocimiento de las obras publicadas para el estudio de sus manuscritos (como Pierre Menard, por ejemplo, se obligó a olvidar el Quijote para poder escribirlo), sino de reconocer que la única manera de hacer hablar un documento de escritura es abandonando el camino teleológico. En tanto pensemos en un manuscrito como el nacimiento de aquello que será la obra, de manera más o menos ineludible, cualquier divergencia con lo establecido entrará en el campo ciego de nuestra mirada. Es el caso de los enfoques textológicos, que van a buscar en los manuscritos las pruebas de la cultura del escritor, de su trabajo artesanal para llegar al mejor texto posible o, incluso, el punto único donde esa única obra literaria tuvo lugar.

Este enfoque, en apariencia ingenuo pero tributario de los sentidos establecidos, provocará decepciones entre quienes se asoman por primera vez al archivo de escritura de una obra admirada, de un autor interesante. Toda la lucha por el sentido no aparece en los pasajes en los que la buscamos, lo que se descarta no es algo que quisiéramos ver publicado, y para empeorar las cosas el desciframiento de la secuencia de escritura resulta o demasiado lineal o imposible de reconstruir con seguridad. Una vez que, en cambio, nos decidimos a enfrentar el problema del archivo en cada archivo de manuscritos, éste comienza a menguar. Al examinar cada documento que vinculamos a un conjunto mayor, vemos que se generan lagunas entre los manuscritos. Cuando enfrentamos su desciframiento y transcripción los vemos dispersarse hacia direcciones que no se continuaron y, por lo tanto, no pueden imputarse al nacimiento de algo. Lejos de completar un rompecabezas, los manuscritos abren espacios de vacío y hacen del archivo un territorio en continua disminución que sólo sobrevive por el deseo de unos textos. No es menguante porque desaparezcan los manuscritos; al contrario, la domiciliación del archivo en condiciones propicias funciona como un centro gravitacional que atrae más documentos. En ese sentido el archivo prolifera. En lo que mengua es en su camino hacia la completitud, ya que su naturaleza es el hueco. Lo que aparece entonces como evidencia es que el manuscrito no es un nacimiento ni un comienzo, mucho menos un origen. Es el testimonio de múltiples nacimientos posibles, algunos de los cuales se imprimen en el libro al que se los vincula, mientras otros quedan a la espera de los muchos futuros posibles que una obra de arte desencadena.

Son, por lo tanto, “figuras que quedan en suspenso” como los exvotos anatómicos que analiza Catherine Malabou en La plasticidad en espera, esculturas de cera o metal en los que los fieles reproducían heridas u órganos enfermos, y que depositaban en el interior de las iglesias, o cerca de divinidades benefactoras, a la espera de la curación. Lo que Malabou aprovecha en esta práctica es un concepto de plasticidad que va más allá de la pura inscripción en la cera o la pura pasividad de la cera para receptar el síntoma: la cera capta la forma del síntoma pero, al mismo tiempo, la consagra, y lo hace captando “el tiempo del síntoma, e incluso la entera inscripción del síntoma como economía temporal, pura articulación entre un estado de hecho, pasado o presente, y la espera abnegada de un porvenir, transformación o sanación”, (p. 86). La cera, y para Malabou, toda escritura, tiene la capacidad inherente de revelar lo invisible.

Decíamos al comienzo que los libros de Bellatin nos obligan a volver la cabeza, un gesto que puede relacionarse con la lectura de un libro en el que pasamos las hojas con un movimiento imperceptible de barrido en la mirada, pero que en ocasiones nos pide que avancemos y, al mismo tiempo, que regresemos (seguramente se nos pasó algo, en algún momento esto cambió o lo que estoy leyendo ya lo leí unas páginas antes). Este movimiento, la lectura de un libro, se encuentra en ese tiempo del síntoma que implica “la espera abnegada de un porvenir”. Pero sin duda esto no sucede con todos los libros, en todo caso no sucede con cualquiera y menos con esos libros que apuestan al presente, que muestran una urgencia por registrarlo o que constatan lisa y llanamente un tiempo de la anemia. Por el contrario, el vacío que resuena en los libros de Bellatin y en sus otras formas de acciones literarias, el “anillo de vacío” que provoca esa literatura en el conjunto de lo que sospechosamente puede llamarse “Literatura Latinoamericana”, según advirtió Jorge Panesi, extrae todo registro localizable en algún “aquí y ahora”, sabe que el presente no existe e intuye que postular que el futuro llegó es constatar un estado de hecho que, al contrario de lo que podría parecer, reclama su no clausura. En ese camino de lo que no está clausurado, en el terreno de la pura virtualidad, es que los manuscritos —en un sentido amplio que no difiere mucho de otras marcas que puede reunir un archivo— tienen algo para decir.

Y una vez más, ¿por qué nos conmueve? ¿Por qué volvemos la cabeza? ¿Por qué no lo dejamos pasar, como si fuera un artista experimental, otro más? Aventuramos una hipótesis, ­

 

Bibliografía

M. Bellatin, (1986), Las mujeres de sal, Lima, Lluvia.
_____(1995), Damas chinas, Lima, El Santo Oficio.
_____(2002), Jacobo el mutante, México, Alfaguara.
_____(2007), El gran vidrio, Barcelona, Anagrama.
_____(2010), El pasante de notario Murasaki Shikibu, Santiago de Chile, Cuneta.
_____(enero de 2014), Conversación con el autor, referida al manuscrito cuya imagen se presenta.

Otros textos:

R. Antelo, (2008), “Una crítica acéfala para la modernidad latinoamericana”, en Cedeño, J. y Trigo, A. (coord. dossier), América Latina, la modernidad, pp. 129-136. Disponible en: http://www.iai.spk-berlin.de/fileadmin/dokumentenbibliothek/Iberoamericana/2008/Nr_30/30_Antelo.pdf
W. Hamacher, (2011), 95 tesis sobre la filología / Para la filología, Buenos Aires, Miño y Dávila Editores.
C. Malabou, (2010), La plasticidad en espera, Santiago de Chile, Palinodia.