La política es el reino del engaño y la artimaña

Julien Coupat y Mathieu Burnel

Entrevista con Nicolas Troung, publicada por el periódico Le Monde el 20 de abril de 2017.

Julien Coupat y Mathieu Burnel fueron perseguidos por el poder judicial durante más de ocho años en aquello que se llama «el caso de Tarnac», a propósito del cual la Corte Suprema consideró el 10 de enero de este año que no incumbía ya a un problema de terrorismo. Por lo general considerados como miembros del Comité Invisible, cuya primera obra, La insurrección que viene (La Fabrique, 2007), conoció un éxito rotundo, lanzan esta vez su mirada crítica e irónica a la campaña presidencial de 2017 en Francia, al mismo tiempo que en las librerías aparece publicado, después de A nuestros amigos (La Fabrique, 2014), el nuevo texto de este grupo anónimo y revolucionario, Ahora (La Fabrique, 2017).

¿Cuál es su juicio sobre la campaña presidencial?

¿Qué campaña? No hubo campaña. Hubo sólo una telenovela, con demasiados anhelos ciertamente, repleta de imprevistos, escándalos, tensión dramática, suspenso. Mucho ruido, un tanto de furor, pero nada que sea capaz de perforar el muro de la perplejidad general. No es que falten, en torno a cada uno de los candidatos, partidarios diversamente fanatizados girando en círculos en su burbuja virtual. Pero este mismo fanatismo es el que no hace otra cosa más que acrecentar el sentimiento de una irrealidad política.

Un grafiti, pintado en las inmediaciones de la plaza de la Nación durante la manifestación del 1° de mayo de 2016, decía: «Il n’y aura de présidentielle».* Basta con que pensemos en el día que vendrá después de la segunda vuelta de elecciones para darnos cuenta del contenido profético de esta pinta: sea como sea, el nuevo presidente será tan pelele como el actual, su legitimidad para gobernar será tanto más imposible de encontrar, y él será tanto más minoritario e impotente. Esto no se debe únicamente al extremo desgaste de la política, al hecho de que se ha vuelto imposible creer de forma honesta en aquello que en su interior se hace y se dice, sino al hecho de que los medios de la política son irrisorios con respecto a la profundidad de la catástrofe en curso.

¿Qué puede la política y su universo de proclamaciones cuando se derrumban concomitantemente los ecosistemas y las subjetividades, la sociedad asalariada y el orden geopolítico mundial, el sentido de la vida y el de las palabras? Nada. No hace más que ahondar el desastre. No hay «solución» al desastre que estamos atravesando. Precisamente, pensar en términos de problemas y de soluciones forma parte de este desastre: es sólo una forma de protegernos de todo cuestionamiento serio. Ahora bien, lo que el estado del mundo pone en cuestión no es únicamente un sistema político o una organización social, sino una civilización, es decir, nosotros mismos, nuestros modos de vivir, de ser, de vincularnos y de pensar.

Los titiriteros que suben a los estrados para alabar las «soluciones» que se ufanan que pondrán en marcha cuando sean elegidos, se dirigen bajo la forma de palabras a nuestra pura necesidad de ilusiones. A nuestra necesidad de creer que existiría una especie de cambio decisivo que nos eximiría, que nos eximiría principalmente de tener que combatir. Todas las «revoluciones» que lanzan promesas existen únicamente para permitirnos no cambiar nada en lo que nosotros mismos somos, de no tomar ningún riesgo, ni físico ni existencial. Si son candidatos, lo son únicamente para la profundización de la catástrofe. Desde este punto de vista, parece que entre algunos la necesidad de ilusión es algo imposible de saciar.

Ustedes dicen esto, pero ¿cómo es que nunca hasta ahora una elección ha tenido tantos candidatos que juren «renverser la table»?** Y ¿cómo pueden tener fuera de toda consideración el entusiasmo que ha levantado estas últimas semanas la candidatura de Jean-Luc Mélenchon?

Jean-Luc Mélenchon no es nada, después de que ha sido todo, incluyendo lambertista. No es más que la superficie de proyección de una cierta impotencia izquierdista frente al curso del mundo. El fenómeno Mélenchon se deriva de un arrebato de credulidad desesperanzado. Tenemos las experiencias de Syriza en Grecia o de Ada Colau en el ayuntamiento de Barcelona para saber que la «izquierda radical», una vez instalada en el poder, no puede hacer nada. No existe una revolución que pueda ser impulsada desde la cumbre del Estado. Menos aún en esta época, en que los Estados están sobrepasados o sumergidos, como en ninguna otra época antes de nosotros.

Todas las esperanzas depositadas en Mélenchon tienen vocación de decepción. Los gobiernos de «izquierda radical», que pretenden apoyarse sobre «movimientos populares» terminan más bien acabando con éstos, no con golpes de represión, sino de depresión. La virulencia misma de los mélenchonistas atestigua de modo suficiente su necesidad de convencerse de algo que saben que es mentira. Sólo alguien que no está seguro en lo que cree puede esforzarse tanto en transformarlo. Y en efecto, nunca se ha derribado un sistema con el respeto a sus procedimientos.

Por lo demás, las elecciones nunca han tenido la función de permitir a las personas que se expresen políticamente, sino la de renovar la adhesión de la población al aparato de gobierno, la de hacer que consienta a su propia desposesión. A partir de ahora, las elecciones no son ya más que un mecanismo gigantesco de procrastinación. Nos impiden tener que pensar los medios y las formas de una revolución a partir de aquello mismo que somos, a partir de ahí en donde estamos, a partir de ahí en donde tenemos un punto de agarre sobre el mundo.

A esto hay que agregar, como en todas las elecciones presidenciales en este país, una especie de reaparición enfermiza del mito nacional: autismo colectivo que se imagina una Francia que nunca ha existido. El plano nacional se ha convertido en el plano de la impotencia y de la neurosis. Nuestra potencia de actuar se sitúa más acá y más allá de este peldaño desbordado por todas partes.

Pero entonces, ¿qué proponen ustedes? ¿Dejar que Marine Le Pen acceda al poder?

Es patente que Marine le Pen tiene una función precisa en el interior del sistema político francés: forzar, mediante las amenazas que representa, la participación en estos procedimientos que nadie cree, hacer votar a unos y otros «tapándose la nariz», derechizar hasta el absurdo los términos del debate público e imaginar que en el interior del sistema político existe una falsa salida de éste — aunque constituya su piedra angular.
Evidentemente, la cuestión no es la de salir del euro, sino la de una salida de la economía, economía que hace de nosotros ratas. Evidentemente, el problema no es la invasión por los «extranjeros», sino el vivir en una sociedad donde somos extranjeros unos frente a otros y frente a nosotros mismos. Evidentemente, la cuestión no es restaurar el pleno empleo, sino acabar con la necesidad de que se haga todo, y sobre todo cualquier cosa, para «ganar la vida». Evidentemente, no se trata de «hacer política de forma diferente», sino de hacer otra cosa distinta a la política — ya que se ha vuelto evidente que la política no es, en todos los niveles, sino el reino del engaño y las artimañas.

Ninguna revolución puede ser más chiflada que el tiempo que vivimos — el tiempo de Trump y de Bashar, el de Uber y del Estado Islámico, de la caza de Pokémon y de la extinción de las abejas. Hacerse ingobernable no es ya una extravagancia de anarquistas, se ha vuelto una necesidad vital, en la medida en que aquellos que nos gobiernan sostienen, con toda evidencia, el timón de una nave que se dirige al abismo. Los observadores más moderados admiten que la política se descompone, califican esta campaña de «escurridiza», por no decir inexistente. No tenemos ninguna razón de sufrir un ritual que se ha vuelto evidentemente nocivo. Estamos agotados de comprender por qué todo va mal.

Entonces ¿ustedes piensan que no hay nada que esperar de estas elecciones?

Por supuesto que lo hay: su desbordamiento. Hace un año, bastó con algunos youtubers y un puñado de estudiantes de Liceo para impulsar un intenso conflicto de varios meses con motivo de la ley del Trabajo El Khomri. Lo que en ese momento se tradujo en enfrentamientos callejeros regulares no era más que el extremo descrédito del aparato político, y como consecuencia el rechazo a dejarse gobernar.

¿Ustedes creen que un día después de las elecciones que, en esta ocasión desde la primera vuelta, toman la forma de un chantaje a la democracia, el hastío de la política será menor que ahora? ¿Creen que todos van a continuar con calma constatando ante su pantalla la demencia del espectáculo de la política? ¿Creen que no le vendrá a nadie la idea de ocupar la calle con nuestros cuerpos antes que como los candidatos lo hacen con nuestras esperanzas? ¿Creen que estas elecciones tengan alguna oportunidad de aplacar la inquietud de las almas? Hace falta ser un ingenuo para pensar que la generación que se formó políticamente en los conflictos de la primavera pasada, y que desde entonces no ha dejado de formarse, va a avalar esta superchería, porque le proponen ahora productos orgánicos en el comedor y una asamblea constituyente.

Desde hace varios meses, no han pasado más de dos semanas sin que algún enfrentamiento estalle en los cuatro rincones del país. Por Théo,*** contra la policía o contra tal o cual mitin del Frente Nacional. Evidentemente, esto sigue siendo minoritario, y las elecciones, en cuanto no-acontecimiento, sin duda ocurrirán. La cuestión es por lo tanto la siguiente: ¿cómo hacer para que el vacío intersideral que estallará tras las elecciones, cualquiera que sea el vencedor, no sea sólo la obra de los «jóvenes», inmediatamente reducidos por un despliegue policial desmesurado?
Para esto, nos hace falta urgentemente rearmar nuestras percepciones y nuestra imaginación políticas. Conseguir descifrar esta época y detectar los posibles que ella contiene, los caminos practicables. Y mantener que no hubo elección presidencial, que todo este circo ha durado demasiado, que este mundo debe ser detenido con la mayor rapidez en dondequiera que nos encontremos, sin aguardar el abismo. Por lo tanto, dejar de esperar. Retomar una confianza en nosotros mismos. Entonces podremos decir, como Benjamin Fondane (1898-1944): «El mundo se acabó. El viaje comienza».

Traducción del francés:
León A. Barrera


* «No habrá presidencial». Junto con «2017 no tendrá lugar», se trató de una consiga impulsada por muchos grafitis durante las manifestaciones del conflicto político de la primavera de 2016 en Francia. Es perceptible el eco de un deseo de detenimiento del tiempo como el que advertía Walter Benjamin en toda revolución. Tras haber llegado el 2017 y tras haber sido elegido un nuevo presidente, los entrevistados no dan muestras de fracaso de la revolución por el «desmentido de los hechos», sino que éstos precisamente confirman el no-acontecimiento al que se reduce toda acción impulsada por la esfera de la política clásica indistinguible ahora de un «puro espectáculo» donde el elemento político precisamente está ausente. [N. del T.].

** Literalmente «voltear, tumbar la mesa». Expresión francesa que fue bastante utilizada durante la campaña presidencial, de la izquierda a la derecha, pensando en un cambio radical del estado de cosas. [N. del T.].

*** Joven de 22 años que fue víctima de una penetración anal por policías con una macana durante su arresto en Sena-Saint Denis, Francia, el 2 de febrero de 2017. [N. del T.].