Nuestras vidas ya no caben en sus urnas*

lundimatin

Nosotros que, ya desde jóvenes, miramos las elecciones con despecho, sin comprender siquiera la mitad y sintiéndonos desposeídos por el contenido de los debates. Nosotros que cada cinco años recibimos la orden de elegir por obliteración antes que por entusiasmo una posición que supuestamente nos representa. Que vimos a la izquierda morir en 2002 y que percibimos el miedo al fascismo, que vivimos el sarkozismo desatado y que nos conmovimos ante discursos repletos de promesas al mismo tiempo que veíamos cómo se desvanecían frente a la «complejidad de lo real».

En todas estas ocasiones perdimos mucho más que nuestras ilusiones, fisuradas o reemplazadas por amargura, cólera o resignación. Incluso desde ahora experimentamos esta tristeza por aquellos de nosotros que vivirán en esta ocasión su primera elección. Una tristeza verdaderamente evidente.

¿Qué puede haber en común entre nuestras existencias y los palacios del poder? ¿Cómo es que, a través de una simple papeleta, vamos a sentir que ejercemos una influencia en aquellas decisiones que impactarán sobre nuestras vidas?

La sociedad del Smecta

Nos han hecho tantas veces la misma jugada que ya no tendríamos que sorprendernos. Una y otra vez las mismas fórmulas, repetidas eternamente.

Debates en mítines, carteles pegados en todas las esquinas, panfletos distribuidos en los mercados: las mismas exhortaciones estériles y seniles que mil veces hemos escuchado, con el mismo tono de un moralismo indecente. Un viejo primer ministro se pasea con trajes que cuestan un año de salario y, al mismo tiempo, nos invita a apretarnos el cinturón y a trabajar más para reabsorber la deuda. Un viejo banquero de la casa Rothschild pretende saber qué significa «acabar un difícil fin de mes» y, tras haber sido ministro de Economía apenas con un año de distancia, publica un libro que se llama Revolución. Una fascista que se ha vuelto «respetable» habla de que armará masivamente a la policía y dividirá las fronteras. Un exmiembro del Partido Socialista, histérico y autoritario, sueña con ser el portavoz «antisistema» apoyado en una retórica populista para vendernos como horizonte «revolucionario» una VI constitución…

Por todas partes, el mismo vacío político. Cada candidato intenta retomar por su cuenta las ideas de su adversario, aspira a llevar la delantera, aúlla más fuerte imaginando seguramente que se volverá más audible. Todo el mundo habla del «pueblo», de la «gente», como si se tratara de una masa homogénea que hay que seducir y conquistar. Sin embargo, las cosas ya no corresponden unas a las otras. Vivimos tiempos en los que decirse de «izquierda» o de «derecha» ya no significa nada, teniendo en cuenta que las fronteras han sido nubladas. La extrema izquierda retoma como propia la idea de una «Francia para los franceses», mientras que Le Pen se ve a sí misma como la vanguardia de la lucha por las mujeres. ¿Acaso se nos cayó encima el cielo, o todo esto significa simplemente que la clase política se está muriendo y busca de manera desesperada los medios para sobrevivir?

Más allá de las personas que irán a votar a causa de la ausencia de una perspectiva diferente más seductora, los únicos que todavía parecen ver un horizonte en la elección por venir siguen siendo aquellos y aquellas que tienen algo que proteger y salvaguardar. Pequeños comerciantes, empresarios, propietarios, partidarios del orden y militantes de la economía. Mientras tanto Francia se caga sobre sí misma e intenta mantener el statu quo, se conserva en primera línea y tiene lugar la gran movilización para elegir a un nuevo amo. En cuanto a los demás, los excluidos de los grandes discursos, aquellas que tienen una existencia negada, aquellos que sueñan con que las cosas cambien, no importan nada.

«No puedes engañar mil veces a la misma persona»

Se trata de una banalidad, y sin embargo, en cada campaña electoral se nos vuelve a servir la misma receta que se articula sobre dos ejes sustanciales: por un lado, el perdón, por el otro, la promesa. Dicho de otra manera, cada discurso se basa de forma sensible en el mismo estribillo: «Perdón por lo que tuvimos que hacer, pero prometemos que la próxima vez será diferente». Se nos persuade a que continuemos confiando en una casta que se ha mostrado miles de veces sin ninguna capacidad para comprender nuestras aspiraciones. Pero esta incomprensión no viene de la nada. Nuestros gobernantes se esfuerzan en querer administrar una población como monarcas por encima de su reino, sin querer captar que el «cuerpo social» es una completa ficción, que existen diferencias económicas, culturales, lingüísticas, y que los «franceses» no son nada más que una abstracción. Como ostentación con respecto a esta desconexión total, unos se contentan con encontrar excusas a lo que han hecho, otros prometen hacerlo «mejor».

Estas dos formas de discurso se agitan para hacer pasar al mundo político como un espacio fuera de la historia, donde sería posible borrar los desaciertos, las decepciones, las cóleras y los rencores, despidiéndose de todo esto «para seguir adelante». Y lo peor reside sin duda en la odiosa estratagema que consiste en que nos sintamos culpables y en hacernos pasar por idiotas si no aceptamos pasar la página.

Mientras que los socialistas intentan borrar lo que fue el mandato de Hollande jurando que no harán las cosas así de nuevo, los republicanos intentan ahogar sus escándalos detrás de una cortina de humo. Macron nos promete por su parte moralizar la vida política, mientras que Le Pen nos vende su nuevo «horizonte», en una Francia que está ya bajo estado de emergencia.

Así, la única pregunta que merecería ser planteada de forma indudable sigue siendo: ¿hasta cuándo soportaremos esta farsa?

El bufón, la bestia y los rufianes

Lo que aquí se trata es de una novedad que nos dice mucho de la época en que vivimos. Por primera vez en la historia de la Quinta república, los dos partidos tradicionales del tablero político francés son referidos como los grandes perdedores de la elección. ¿Hay algo de qué sorprendernos con este anuncio? Ciertamente no, pero esto marca un giro mayor en la concepción de la política clásica tal como la hemos conocido desde hace sesenta años. El Partido Socialista ha comenzado a naufragar desde hace mucho tiempo, a pesar de su victoria ilusoria durante el último llamado a las urnas. Sin duda comenzó a morir una tarde de abril de 2002, pero prefirió imponernos indecentemente su lenta agonía. Hollande mismo creyó enternecernos en 2012, cuando declaró no tener más que «un solo enemigo, las finanzas». Hemos visto lo que esto ha dejado. Tomamos la píldora, constatamos que raramente un gobierno de «izquierda» podía haber llevado de manera tan excesiva una política de «derecha». Expulsiones masivas de inmigrantes sin papeles, medidas de austeridad, daños sociales que son abiertamente asumidos, estado de emergencia… A priori, hemos comprendido. En cuanto a los republicanos, por mucho que cambien de vez en cuando su nombre, no se desmiente el hecho de que ya no saben visiblemente dónde posicionarse, ni qué discurso adoptar. Su adversario tradicional camina sobre sus propios pasos, y el Frente Nacional ocupa ya ese mismo espacio que ellos buscan vanamente (re)conquistar. Pero que no cunda el pánico: frente a estos dos cadáveres en descomposición el relevo está asegurado. Nos encontramos ahora frente a una nueva elección en absoluto atractiva y cabalmente repugnante. Por un lado, la hipótesis de un gobierno puramente técnico y administrativo, falsamente agrupador de los escombros de la izquierda y la derecha; por el otro, la encarnación de un fascismo que pretende ser contemporáneo, pero que juega todavía con los mismos resortes reaccionarios y xenófobos. Parece que los puntos de referencia se precipitan repentinamente, pero no es así.

Macron representa la síntesis moderna de los viejos partidos con un toque de management completamente actual. Una sonrisa Colgate en la cara y una práctica de empresario. Un títere plano que sólo es «capaz» de actuar en el dominio de la comunicación y con una imagen de yerno ideal liso y sin emociones.

Nos dirigimos hacia un aplanamiento total de la política, dominada por una figura activa que nos presenta un programa en forma de patchwork de las diferentes medidas emblemáticas que tiene cada uno de los principales partidos. Al final es meramente la continuidad de lo que se ha hecho anteriormente: prioridad a las nuevas tecnologías, el discurso sobre la seguridad, ponernos a trabajar con la amenaza de una suspensión de las prestaciones en caso de «insuficiencia de esfuerzos de búsqueda de empleo», elogio del espíritu de empresa. También nosotros tendremos derecho a una versión local del mito estadounidense del self made man como winner social. Pero al final, el único objetivo sigue siendo el de administrar la catástrofe antes que proponer una vía de salida.

Por su parte, el Frente Nacional (FN) emprendió desde hace una decena de años una gran operación de lifting. Ahora se ha vuelto un interlocutor responsable y posible. Desde los medios de comunicación hasta los consejos municipales, sus políticos electos y militantes están bien establecidos en las calles y agarrados del hueso. Desde que Le Pen padre pasó a la segunda vuelta presidencial en 2002, los otros grupos políticos tradicionales han buscado limitar su auditorio con el objetivo de volver a captar a su electorado a través del uso de la misma retórica, del mismo vocabulario, del mismo discurso sobre la seguridad, las fronteras, el «peligro» representado por los extranjeros, sin darse cuenta de lo vano de esta empresa. En lugar de oponerse a él de una manera frontal, han permitido que el FN se instale en el paisaje político y, hoy en día, esto casi pasa por algo normal. Sin embargo, el acceso al poder del FN nos sigue provocando temores. Pero lo que hay que temer no es tanto en la instauración de un nuevo régimen nazi —como se esfuerza en pensarlo una parte de la extrema izquierda—, sino antes bien en la liberación de una violencia fascista en la sociedad y la cotidianidad. Una plaza ha sido entregada a los militantes del orden reaccionario para que se desaten en la calle, apaleen sin más a marginados y extranjeros, una legitimidad suplementaria para los vecinos vigilantes que sueñan con formar milicias de lucha contra la «delincuencia», una omnipotencia acordada con los policías, los cuales no esperan más que esto. Los perros de la república, que de cualquier modo ya gruñían y mordían, ahora van a romper sus correas. Si ya se comportan como una banda rival, ahora podrán creerse los amos de la calle. A nuestra existencia sólo le queda transformarse esencialmente en una cadena de atropellos.

Al final, tras las elecciones, sin importar cuál sea la opción elegida, podemos afirmar desde ya que el capitalismo se pondrá a las espaldas de los ganadores para seguir conservando el control. Los precarios serán siempre precarios, los pobres siempre pobres, los excluidos seguirán estando fuera, la carrera al consumo pautará siempre el ritmo de nuestra vida, el horizonte de una existencia del trabajo duro seguirá intacto, o empeorará. La misma miseria afectiva y material, la misma soledad, el mismo estado de crisis en nuestra relación cotidiana con el mundo.

«No estamos aquí simplemente para constatar que ya no queda nada por hacer»

Este mundo se viene abajo, y nosotros no somos más que otras de sus víctimas. De hecho, es su política la que se viene abajo. No diremos qué bueno que sea así, incluso si a veces somos felices de ver cómo se enredan con sus propios pies al caminar. No diremos qué bueno que sea así, puesto que sería demasiado fácil vender un proyecto revolucionario como otros lo han hecho, y afirmar que hemos abandonado el barco. No es nuestro caso, no estamos por encima de la contienda, y no tenemos ninguna alternativa completamente elaborada que proponer. El viejo proyecto republicano ha muerto, y con él la idea que lo acompaña. No hay más que Mélenchon y su movimiento que hacen todavía el intento de reanimarlo, a través de una oferta clientelista que tendría que responder a todos los problemas de la vida. No tenemos nada que ofrecer, pero sí tenemos mucho que compartir. Hoy mismo se construyen mundos muy reales en torno a la ayuda mutua, los cariños, las manos tendidas y las confrontaciones. La mentira que nos dicen consiste en hacernos creer que, en este mundo que se desliza y se resbala, la alternativa es posible cuando se mantiene estática. Pero por debajo de la pendiente, están aquellos que están muriendo ya en el fondo del barranco. Y en toda su extensión, aquellos que luchan por proteger su lugar a la luz del sol, por defender la idea de un vivir mejor. ¿Quién es capaz de afirmar que la felicidad con la que nos encontramos no la pagamos a veces con monedas mugrientas?

There is no alternative, decía Thatcher. Nosotros no creemos que sea así; más bien creemos que la ruptura con este mundo existe ya en bastantes sitios, a veces insospechables, incluyendo en el ser de cada quien. Cuando un pastor aloja a migrantes al pie de la frontera, cuando territorios enteros son ocupados contra proyectos mortíferos, o cuando agricultores se ponen a fabricar por sí mismos sus máquinas estropeando los planes de los constructores de la agroindustria.

La apuesta de la autonomía

Tenemos el sentimiento de que nuestras vidas nos están siendo robadas, y queremos retomar su control. Esto es lo que nosotros llamamos autonomía. Se trata de aquello que ya está en cada uno de nosotros y, a veces, hasta en los gestos más insignificantes de nuestras vidas diarias. Son éstas las relaciones que existen sin mediación, sin intermediarios, por amor hacia los compañeros o la familia, y que no necesitan un interés material, o un miedo fabricado con respecto a sufrir represalias de la policía, el profesor o el patrón. Son relaciones que rehusamos abandonar, porque de ningún modo queremos que nuestro colega se encuentre en la mierda, porque conocemos su historia y porque tenemos ganas de cuidar su porvenir. Todo esto se da en la calle, entre vecinos, entre amigos, entre camaradas o entre colegas. Son vínculos de los que nos sentimos orgullosos, que no podemos abandonar sin más, porque constituyen aquello que somos. Estos vínculos son autónomos. Se tejen sin ser validados por una autoridad que nos sobrevuele. No se plantea ninguna pregunta cuando se trata de visitar a un compañero en el hospital. En una oficina, dos colegas no necesitan de expertos en Recursos Humanos que les indiquen lo que deben hacer para encontrar los gestos de ayuda mutua en el día a día de su trabajo. Estos vínculos no se inscriben en el campo de competencias de un CV, y es por esto que son una energía increíble. Se trata del punto en que no dejamos desaparecer lo que creemos en beneficio de un pretendido interés general. Es aquí también donde cultivamos nuestra potencia: abriéndonos poco a poco a la medida de nuestra fuerza.

Estas prácticas, estos vínculos, están presentes en todas partes. A veces nos permiten respirar y emanciparnos, a veces es lo que nos hace quedarnos en la mierda que vivimos. Los organizadores del control lo han comprendido bien y buscan recrear de manera ficticia estos vínculos: de los «tragos entre colegas», de las rebanadas de pastel repugnantes «ofrecidas» por el boss para desear un año nuevo, sillones «simpáticos» y alfombras de «descanso» que son instalados al lado de la máquina de café, o veladas de integración por cuenta de la empresa.

Las prácticas autónomas siempre han sido intolerantes al orden e intolerables al Estado y al trabajo capitalista. Por lo menos, cuando no son controladas y, por consiguiente, falsas. Son intolerables porque rechazan ser gestionadas por alguien más que por aquellos que las viven. En este sentido, contienen esa reserva de explosión de los controles que sufrimos o que a veces ejercemos. Es aquí donde nos sentimos bien, es aquí donde encontramos una belleza, es aquí donde vivimos. Pero es también aquí donde podemos hacer que la olla estalle.

Cuando esto sucede, los pulpos del control tienen todas las de perder para retomar la cima. Éste ha sido el caso en muchas revoluciones, en muchos campos y en muchos barrios, tal es el caso en Notre-Dame-des-Landes o entre los zapatistas en México.

Los islotes alternativos no representan ningún peligro para el poder si se les conserva como una prisión dorada. Sólo vinculándonos llegamos a ser peligrosos. Porque son estas interdependencias las que nos vuelven indispensables los unos a los otros y que vuelven, en efecto, completamente inútil e inoperante el ejercicio mismo del poder. ¿Quién necesita ir al supermercado cuando se produce uno mismo sus vegetales y aprovecha ya los cereales del vecino? ¿Quién necesita llamar a la policía durante un conflicto cuando se conoce el barrio propio, la historia de cada uno de sus habitantes, sus familiares, sus hijos? Lo que se sitúa entre los seres, lo que los separa y los aísla, es precisamente lo que buscamos reconstruir y lo que pensamos que es el elemento primario de una perspectiva revolucionara.

Si retomamos el ejemplo de la ZAD1 en Notre-Dame-des-Landes, descubriremos el hilo lógico de su territorio: un fuerte anclaje campesino vinculado a la creación de la confederación campesina en la región, una historia obrera de luchas en el siglo XIX y la Comuna de Nantes en 1968, una tradición libertaria en la ciudad durante todo el siglo XX. Es vinculando estos mundos, haciendo cuerpo juntos, como pudimos ver en aquella manifestación de reocupación después de las expulsiones de 2012 a 40 000 personas y alrededor de cincuenta tractores enlazándose en torno al lugar que ese día fue tomado. Y es a partir de esta experiencia, de esta ruptura con lo existente, como una sociedad hace el intento de reconstruirse. Estas realidades habitan ya numerosos territorios, los cuales no se traducen necesariamente en reivindicaciones de lucha ni tampoco tienen forzosamente el eco de una lucha contra un aeropuerto. Esto mismo es lo que el rapero Fianso produce cuando da conciertos en todas las ciudades de Francia, de la Castellane a Les Mureaux, recibiendo siempre una acogida calurosa, más allá de las divisiones. Es lo que se vive en algunos rincones lejanos, del departamento de Creuse al País Vasco, y es esta diversidad de vinculaciones y de sensibilidades lo que nosotros llamamos también autonomía.

«Vivimos tiempos interesantes»

Hoy todo un conjunto de personas rechaza la farsa que viene. Pastelazos y arrojar harina a políticos, perturbaciones de mítines, ataques a oficinas electorales, grafitis, textos, discusiones, manifestaciones, banquetes. Atacar a la clase política y poner trabas a nuestros futuros dirigentes ciertamente no representa un fin en sí, pero nos parece que constituye un buen medio para encontrarnos.

No hay nada más inverosímil, más imposible, más fantasioso que una revolución una hora antes de que estalle; no hay nada más simple, más natural y más evidente que una revolución cuando ha librado su primera batalla y ganado su primera victoria.
Rosa Luxemburgo


* Texto redactado por «jóvenes lectores» de lundimatin, publicado en el número 100 del 17 de abril de 2017, dentro del contexto de las elecciones presidenciales en Francia (cuya primera vuelta fue realizada el pasado 22 de abril).

1 La ZAD, siglas que significan originalmente para el gobierno francés «zone d’aménagement différée» (zona de ordenamiento a largo plazo), es un conjunto de 1650 hectáreas que conformarían el proyecto de un nuevo aeropuerto para la ciudad de Nantes, Francia. Desde 2009 las convocatorias de campesinos de la región comenzaron a agrupar a todo tipo de personas para ocupar ilegalmente estas tierras e impedir así la construcción del proyecto. Desde entonces la ZAD ha sido rebautizada como «zone à défendre» (zona a defender). [N. del T.]