Número 93

Un inspector llama

Rita Felski

 ¿Cuál es la conexión entre crítica y crimen? ¿Cómo es que las historias de detectives arrojan luz sobre los protocolos contemporáneos de la lectura suspicaz? Con frecuencia se ha llamado la atención sobre los paralelismos entre críticos y detectives. Ambos presumen de una aguda mirada y poderes intelectuales especiales; ambos descodifican signos, descifran pistas y reflexionan sobre enigmas irresolubles. Los expertos en literatura han mostrado a menudo una debilidad por los detectives de ficción de diversa índole. Desde Sherlock Holmes hasta Sam Spade, los investigadores privados han servido como figuras de fascinación e identificación, aclamados como compañeros de armas, alter egos y espíritus afines. Tanto a los críticos como a los detectives, para usar una frase de Ernst Bloch, les gusta pescar en aguas turbias.1

Esta afinidad entre detectives y académicos tiene una larga historia y adopta diversas formas. Aunque Edmund Wilson censuró la ficción detectivesca en su ensayo «¿A quién le importa quien mató a Roger Ackroyd?» [Who Cares Who Killed Roger Ackroyd?, resultó que a muchos críticos les preocupaba mucho menos Agatha Christie que la ficción detectivesca en general y la sorprendente afinidad de ésta con sus propios métodos. Como declaró Marjorie Nicholson en 1929: «Los académicos son, al fin y al cabo, solamente los detectives del pensamiento».2Tanto las novelas policiales clásicas como la novela negra dura han suscitado numerosos análisis desde perspectivas filosóficas, ideológicas y formalistas. En el apogeo de la deconstrucción, «La carta robada» de Edgar Allan Poe generó una virtual industria de comentarios y metacomentarios. La ficción detectivesca ha sido a menudo un terreno de experimentación para las teorías de interpretación más novedosas.

No es difícil encontrar explicaciones sociológicas para tales afinidades. Los expertos en literatura se sienten a menudo marginados por los valores del mercado; se quejan de las estructuras burocráticas que los relegan al papel de meros calificadores y funcionarios; propensos a ataques de alienación y anomia. Así que no es de extrañar que se sientan atraídos por las representaciones de solitarios carismáticos cuyo ingenioso razonamiento le da la vuelta a los pesados procedimientos de la policía oficial. Los detectives de ficción, subraya Richard Alewyn, suelen ser excéntricos y marginados; viven solos en habitaciones desordenadas, fumando opio o cultivando orquídeas, y se entregan por igual tanto a exploraciones artísticas como intelectuales.3 Su ingenio es subestimado y sus motivos malinterpretados por las mentes comunes que los rodean. Los paralelismos parecen irresistibles. Los académicos son obsesivos solucionadores de problemas, escribe Dennis Porter, que encuentran en la figura del detective vengador un estilo de heroísmo intelectual con el cual pueden identificarse.4 Las páginas siguientes, sin embargo, adoptan un enfoque más retórico que sociológico. Me interesan menos las identidades compartidas de académicos y detectives —que, como veremos, han sufrido un duro golpe en años recientes—, que los solapados elementos de la interpretación como una actividad en sí misma. En concreto, estoy buscando las analogías entre detección y crítica como estilos de lectura suspicaz que mezclan la interpretación con el juicio moral. Aquí las similitudes proliferan a un ritmo vertiginoso: la afición por interrogar y acusar, la convicción de que el engaño y la decepción son omnipresentes y de que todo el mundo tiene algo que ocultar, el empeño en perseguir a los agentes criminales y la confianza en el lenguaje de la culpa y la complicidad. El practicante de la crítica comparte con el detective un estado de ánimo impuesto por la profesión: una actitud de desconfianza en la atmósfera que se expresa como un rechazo a bajar la guardia. Ahora vinculemos ese estado de ánimo a la moralidad con el fin de arrojar una hipótesis: al igual que el detective, el lector crítico se propone encontrar a un culpable. La sospecha pone en marcha una búsqueda de agentes a los que se pueda exigir responsabilizarse de actos deshonestos. La rendición de cuentas nos conduce a cuestiones de causa y efecto; sólo podemos ser considerados responsables de los acontecimientos si desempeñamos algún papel en hacer que éstos ocurran. Dicho de otra forma, la culpa es inseparable de la narrativa. El crítico, como el detective, debe contar un historia persuasiva: ambos hacen encajar los acontecimientos en una secuencia cronológica, localizando a los agentes implicados en las fechorías y repartiendo culpas. En ambos casos, determinar la autoría del delito requiere establecer los medios, el motivo y la oportunidad. La lectura suspicaz, en resumen, es una forma de conspirar que busca identificar causas y asignar culpables. Forma parte más ampliamente de la historia cultural de la causalidad, en la que diversas fuerzas —desde el lenguaje hasta la sociedad, de la sexualidad al poder y de la ancestralidad a las emociones— han sido celebradas como la explicación última de por qué suceden las cosas.5 Al mismo tiempo, se trata de ejercicios que no sólo producen significado sino que producen moral, no sólo se componen de argumentos sino también de alegorías, pobladas por un elenco de investigadores de buen juicio y sus astutos adversarios. En este sentido, la crítica se inspira en las estructuras maniqueas de la novela policiaca clásica. Solamente al actuar como detectives —interrogando y comparando a los textos de la cultura— podremos evitar que nos confundan con criminales (aquellos acusados de quietismo político, complicidad activa o cosas peores). Nuestras explicaciones sobre la literatura y el arte son también acusaciones tácitas, impulsadas por el deseo de identificar la falta, repartir la culpa, y rastrear el delito.6

Que la narración es una parte integral del razonamiento y el pensamiento es una idea ya conocida. Hace varias décadas, Hayden White profundizó en los vínculos entre explicación y trama, mostrando que la escritura de la historia se basa en los patrones arquetípicos del romance, la comedia, la tragedia y la ironía. Más recientemente, Roger Schrank ha puesto de relieve la función de la narración en la ejercitación cotidiana de la inteligencia. El conocimiento, sostiene, requiere de la puesta en escena de diversos esquemas o guiones, sin los cuales el pensamiento de un nivel superior sería imposible. Sin un repertorio existente de patrones narrativos, que nos permitieran procesar y dar sentido al caótico torbellino de fenómenos que encontramos, nos quedaríamos paralizados. Ser capaz de funcionar dentro de una cultura es, en gran medida, cuestión de estar familiarizado con sus historias principales. La sospecha, desde este punto de vista, es una de las historias con las que los expertos en literatura se orientan para pensar, una de las formas en que se aproximan hacia los textos que enseñan y analizan. Lo que me interesa aquí no es la interpretación de la narrativa sino la interpretación-como-narrativa —los medios por los cuales una sensibilidad crítica hila líneas de la trama que conectan la comprensión con la explicación. ¿Cuáles son las afinidades conductoras entre la sospecha y la narración de historias?7

Hay aquí una notable ironía en juego. Al fin y al cabo, en la teoría literaria y cinematográfica, la narrativa ha sido señalada con frecuencia como archienemiga. Según los críticos, las historias se esfuerzan por simplificar y minimizar un mundo de infinitas posibilidades; pisoteando la complejidad de los fenómenos e imponiendo esquemas que empujan a los personajes por caminos predeterminados que les impiden ver otras opciones. La narrativa, en resumen, ha sido vista como un mecanismo de coerción cultural, una de las estrategias por las que los lectores son inducidos a ciertas formas de actuar y pensar. Esta desconfianza crítica hacia la narrativa se basa en un sentido histórico cada vez más agudo de la naturaleza artificial y arbitraria de las estructuras. Para los modernistas de principios del siglo XX, por ejemplo, la narrativa ya no expresaba la verdad de un orden natural o histórico, sino que se consideraba que imponía ese orden a un mundo en constante flujo, falseando otras formas más sutiles y elusivas de conexión.8

No obstante, el crítico que desconfía de la trama es también un conspirador extraordinario, un consumado hilandero de historias. Lo que D. A. Miller identifica como una estratagema de poder en las novelas realistas —elaboradas redes de causalidad que conectan un detalle aparentemente insignificante con el otro— es también el modus operandi del crítico suspicaz, quien está convencido de que las cosas son peores de lo que parecen y de que lo que parece arbitrario o inconexo está siendo dirigido por una lógica causal encubierta.9 (Piénsese en la popularidad de la frase «no es casualidad que» o «no es un accidente que» en la prosa académica contemporánea; para el practicante de la crítica, a menudo parece que no hay casualidades). Djelal Kadir encauza la sensibilidad de muchos expertos en humanidades cuando escribe que nos encontramos en «una época y un lugar en los que la vigilancia y la perspicacia tienen que ser prácticas autoconscientes revestidas de reflexividad y sospecha, no sea que nos tomen el pelo y nos engañen».10 Este miedo a «ser engañado» inspira al crítico a tomar medidas defensivas, olfateando conexiones invisibles para los demás y coreografiando detalles fortuitos en inquietantes constelaciones de significado. Está preparado para recibir malas noticias y asume que alguien o algo —por muy esquivo o difícil de precisar que sea— debe ser culpable. En resumen, el pensamiento crítico, aun cuando cuestiona la narrativa, es adicto a ella, al tejer conexiones clandestinas y sacar a la luz las estructuras subterráneas. El crítico literario, como buen investigador policial, debe hilar una historia que le permita identificar al culpable.11 Mientras que en otro lado he tratado acerca de los críticos literarios como lectores, ahora me ocupo de los críticos como escritores de determinados guiones narrativos.

En su mayor parte, el impacto de estos patrones narrativos es subliminal; dirigimos nuestra atención a las proposiciones que nuestros colegas críticos nos presentan, antes que a las narrativas que estas afirmaciones sostienen. Y los críticos, por supuesto, no son libres de inventarse cualquier tipo de historias que quieran. Si comentan un texto literario, deben referirse a él con frecuencia y basar sus afirmaciones en pruebas. El rol de estas fuentes textuales es ofrecer un plenipotenciario de rastros, pistas o síntomas; la labor del crítico es interpretar estas pistas situándolas dentro de estructuras de significado más amplias (un procedimiento que se refina pero, como veremos, en absoluto se suprime, en las lecturas deconstructivas).

En este sentido, la crítica suspicaz, se hace las mismas preguntas que el detective; ambos participan de lo que Carlo Ginzburg denomina el paradigma conjetural: un análisis del signo que pasa de un efecto a la reconstrucción de su causa, de la observación a la explicación, de lo que está hecho a la identificación de su autor. El influyente ensayo de Ginzburg sitúa la noción moderna de indicio dentro de una larga historia de interpretación de los signos. Hace miles de años, los cazadores aprendieron a descifrar huellas de animales, mechones de pelo, ramitas dobladas y plumas enmarañadas; a olfatear, interpretar y clasificar. Estas prácticas son las antecesoras lejanas de formas modernas de conocimiento y regímenes de verdad: el historiador del arte, el psicoanalista y el detective se fijan todos en el rastro insignificante como la puerta de entrada a una realidad oculta.12 Entre la basura de los detalles pasados por alto se esconden los tesoros secretos que se revelan a sí mismos, a través de la magia de la corazonada inspirada, y hasta la mirada del investigador experto. En la actualidad, el crítico se une así a una comunidad transhistórica de intérpretes, descodificadores y lectores de signos.

Hay una diferencia patente entre la ficción detectivesca y la crítica académica: en esta última, el malhechor no es un individuo anómalo —un trastornado vicario del pueblo, un jardinero rencoroso—, sino alguna entidad mayor a la que el crítico apunta como causa última: la sociedad victoriana, el imperialismo, el poder/discurso, la metafísica occidental. La imagen de la transgresión en la ficción criminal clásica ha suscitado comentarios de desaprobación por parte de la crítica literaria. Critican su enfoque en el delincuente individual como una evasión vergonzosa, una negación de que la delincuencia es sistémica y generalizada, en connivencia con la ley en lugar de en conflicto con la ley. «La ficción detectivesca —declara Franco Moretti— existe expresamente para disipar la duda de que la culpabilidad pueda ser impersonal y, por tanto, colectiva y social».13 La práctica de la crítica adopta la postura contraria, insistiendo en que la culpa es siempre colectiva y social; resultado de estructuras anómicas más que de personas inmorales. La policía y la política (y a menudo una fuerte dosis de filosofía) se unen para dar forma al impulso narrativo de una hermenéutica de la sospecha.

Este escrito toma su título de una obra del dramaturgo británico J. B. Priestley, muy apreciada en el teatro aficionado en las escuelas secundarias de Inglaterra, aunque menos conocida en Estados Unidos. Un inspector llama [An Inspector Calls] es un apasionante drama de detección al servicio de fines sociales, un sorprendente ejemplo de lo policiaco como forma política. Un misterioso agente de policía se presenta en la casa de una próspera familia eduardiana y saca a la luz, a través de un interrogatorio a cada uno de sus miembros, su complicidad mutua en la reciente muerte de una mujer joven de la clase trabajadora. Haciendo caso omiso de sus escandalosas protestas de inocencia, el inspector desgarra con calma la fachada de la respetabilidad burguesa. Como un ángel vengador, él pone al desnudo las consecuencias de las acciones de una familia de clase media-alta al tejer una narrativa social en la que todos están implicados. Es el lector suspicaz por excelencia, que peina la historia a contrapelo para descubrir conexiones inadvertidas y causas ocultas: aquellos que parecen más alejados de la maldad resultan estar profundamente implicados en la creación del sufrimiento social. Las inquisitivas preguntas del inspector, casi como por arte de magia, arrancan confesiones tartamudeantes y tímidas admisiones de complicidad, dejando expuestas las llagas supurantes y las úlceras que se ocultan en el corazón de la vida burguesa. El agente teje una historia en la que todo está conectado, todos son culpables y nadie —incluidos los miembros de la audiencia— queda libre de culpa.14

De manera similar, los actuales inspectores de los estudios literarios llegan a la escena con la intención de transmutar la aparente inocencia en una culpabilidad política. Como el protagonista de Priestley, ellos pisotean el vestíbulo de la cultura con sus botas embarradas, al tiempo que ponen al descubierto su complicidad en una historia de fechorías. El método de la crítica, con su inspirada mezcla de deducción y política, suscita una narración acerca del crimen y la extracción de una confesión. La crítica literaria imita los métodos de la detección; no sólo en el desciframiento de pistas, sino también en su compromiso de seguirle la pista al partido culpable. La línea argumental de la sospecha cobra vida propia, predisponiendo a los lectores a acercarse a un texto con un espíritu de desconfianza exaltada y a buscar por doquier indicios de actividades reprobables. Analizaremos ahora cómo es que una hermenéutica de la sospecha organiza la lectura y el razonamiento sobre determinadas líneas y, a continuación, consideraremos qué más —además del justo impulso de denunciar a un malhechor— está en juego en tales actos de narración de historias.

Crímenes, pistas, criminales

Un punto de partida útil para el análisis son los bloques de construcción de la novela policial: el criminal, la pista, el crimen. ¿Cuál es el papel de estos tres elementos y cómo se unen para crear una determinada constelación de significado? ¿Cómo se reconstruye este patrón cuando el investigador resulta ser un crítico literario en lugar de un detective? ¿Qué tipo de cambios sufren estos elementos? ¿En qué se parece la estructura de la crítica a la estructura de la novela negra? ¿Y en qué sentido se entrelazan la dependencia de la crítica en la narrativa con la formulación de un juicio moral?

Que la novela policiaca tiene una forma argumental parece evidente. El atractivo del género reside en la industriosidad y sagacidad con que despierta y luego apaga nuestra curiosidad. En esencia, declaran Glenn Most y William Stowe, «la novela detectivesca es casi pura narrativa».15 Leer una novela así es someterse a un tentador ritmo de retención y despliegue, de progresión y digresión. Como si se tratara de un striptease cerebral, los detalles se van desgranando ante nosotros, los arenques rojos se amontonan sobre los arenques rojos, la información se reparte dolorosamente fragmento por fragmento, hasta que finalmente se levantan los velos y la verdad queda al descubierto. Después de que Poirot ha conducido al elenco de personajes reunidos hasta el vestíbulo y haya explicado ceremoniosamente quién hizo qué y a quién, los cabos sueltos se atan y las sombras se disipan. La muerte que es convertida en narración es una muerte que ha sido despojada de su extrañeza, un misterio que ha sido resuelto. Además, la ficción detectivesca no se basa en una única trama, sino en una trama doble: cuenta la historia del crimen frente a la historia de la investigación. En palabras de Tzvetan Todorov, el primero está ausente pero es real, el segundo está presente pero es insignificante.16 Es decir que, la novela detectivesca se organiza en torno al desenterramiento de una historia oculta: un acto de violencia originario que pone en marcha el texto y la explicación del cual es su telos o finalidad. En la novela detectivesca clásica nada significativo sucede que no esté ligado a esta primera transgresión, a este telos o preludio totalmente omitido. Lo que distingue al género es su retrospectivo modo de narración; que procede de un efecto (cadáver) a la deducción de una causa (asesino). El trabajo del detective es pues el de razonar en retrospectiva con el fin de sacar a la luz una constelación de eventos pasados.

Una doble estructura similar define el trabajo del lector crítico, quien comparte la preocupación del detective de exponer las conexiones ocultas moviéndose de los efectos a las causas; aquí, las fuerzas sociales ocultas que residen detrás de las misteriosas o contradictorias características del texto literario. A través del proceso de interpretación, el crítico resuelve un enigma intelectual, ilustra al lector, y traza un movimiento de la ofuscación al entendimiento. Tanto en la crítica como en la novela negra, entonces, la unión de las pistas crea conocimiento en el presente a través de la explicación del pasado.

Sin embargo, existen diferencias en cómo se desarrolla este patrón en la experiencia de la lectura. La cronología de la novela policial clásica sigue una secuencia del tipo crimen-pistas-criminal. Al principio nos enfrentamos con el hecho bruto de la muerte: el cadáver abierto y con los ojos en blanco es el acontecimiento discordante que pone en marcha la trama, ocultando en su persona el tentador secreto de cómo y porqué ha muerto la víctima. El descubrimiento del crimen desencadena la búsqueda de pistas, del detalle aparentemente insignificante —un botón extraviado, el talón roto de un billete, la ceniza esparcida de un cigarrillo— que revelará su mensaje oculto a la mirada experta. La ficción detectivesca convierte los restos y detritos aleatorios de la vida diaria en jeroglifos que brillan con un significado misterioso. Son estas pistas las que sustentan el andamiaje de las deducciones del detective y las que allanan el camino para el desenmascaramiento final del asesino, quien puede ser cualquiera en principio pero debe ser alguien en particular. Si bien las pistas están esparcidas por todas partes, el asesino no se encuentra por ninguna parte. En una novela policial clásica, la identidad del criminal se oculta hasta las últimas páginas; debe ser retenida, dado que un afán por averiguar «quién fue el culpable» nos obliga a pasar las páginas. Adquirir este conocimiento antes de tiempo —gracias a una pista dejada por un amigo o un crítico incrédulo— es arruinar el placer de leer. Como lectores, esperamos que se nos mantenga en la oscuridad sobre el funcionamiento interno de la mente del detective; el narrador suele ser un compañero torpe (Watson, Hastings) que comparte nuestro propio desconcierto y perplejidad.

Sin embargo, cuando pasamos a la práctica de la crítica, las cosas se ven bastante diferentes. El papel de narrador e investigador se fusionan en la figura del crítico académico, y el lector escucha a hurtadillas el proceso de razonamiento y deducción que tiene lugar. A diferencia de la novela policial, no se experimenta un suspenso sin aliento, ni se retiene información crucial subrepticia. Tampoco hay una «doble hermenéutica», un juego de ingenio en el que el lector se esfuerza por competir, o por superar en previsión, al investigador experto. De hecho, los críticos a menudo dejan salir el gato del saco desde el comienzo al invocar un culpable. La identidad del criminal rara vez es un misterio, que precede los detalles de cualquier crimen individual.

En una dura crítica de Henry James, por ejemplo, Mark Seltzer observa en la segunda página que existe una «continuidad criminal» entre las técnicas de representación literaria y las tecnologías del poder; que la novela es culpable no sólo de ejercer el poder, sino de hacer todo lo posible por ocultar este hecho.17 «Una razón para sospechar de este vínculo entre arte y poder —prosigue— es que James se esfuerza con tanto esmero en negarlo». Cuando más enfáticamente protesta el texto por su inocencia, más vigorosamente se agita en la pegajosa red de sus propias falsedades y revela su culpabilidad. Este truco de convertir una negación en una confesión tácita es deudor de los métodos freudianos que he analizado en otra parte, pero también toma prestado de las técnicas de detección, con su transmutación de aparente inocencia en culpabilidad definitiva. Como veremos, el paradigma de la pista proporciona al lector crítico una racionalidad para demostrar que los textos significan algo muy distinto de lo que parecen significar. De este modo, el culpable queda desenmascarado al comienzo mismo de la argumentación, y la secuencia más típica es la de criminal-pista-crimen.

En este sentido, la cuestión clave que plantea la crítica académica no es tanto «quién lo hizo» sino cómo se hizo. El interés de los lectores no se dispara por una curiosidad ardiente sobre la identidad del villano; un género, una estructura discursiva o un sistema social cuyas fallas ya son, en su mayor parte, bastante conocidas por los colegas críticos. Los ensayos académicos no son conocidos por sus desenlaces de morderse las uñas, y la revelación del culpable rara vez es una sorpresa. En cambio —en el mejor de los casos— nos cautivan por el ingenio y la inventiva de sus interpretaciones críticas, la agilidad y el arte con que tejen conexiones entre el texto y el mundo.

Hay que tener en cuenta que la parte agresora suele ser un texto, un género o una estructura lingüística, y no, por ejemplo, un escritor en concreto. Hace varias décadas, Chinua Achebe declaró, en un conocido ensayo, que Conrad era un racista, y no cabe duda de que hay críticos dispuestos a reprochar a los autores sus opiniones políticas. Muchos expertos en literatura, sin embargo, prefieren mantener la crítica biográfica a cierta distancia, insistiendo en que los significados de un texto van mucho más allá de los objetivos e intenciones de su creador. Esta inclinación recibió un impulso de las teorías estructuralistas y posestructuralistas que hacían hincapié en el poder formativo del lenguaje antes que en la conciencia, repudiando cualquier forma de crítica centrada en el autor como último suspiro de un humanismo desacreditado. Como resultado, el papel del individuo —punto de referencia esencial tanto para la ley como para la ficción detectivesca— se minimiza o se niega con frecuencia.

Al mismo tiempo, el argumento de la detección, con su presunción de culpabilidad, desencadena la búsqueda de agentes empeñados en hacer daño. Los juicios morales están ligados a presunciones de motivo: un elemento clave, como hemos visto, en una hermenéutica de la sospecha. Como consecuencia, la personificación es habitual en los estudios literarios, en los que los críticos imputan intenciones, necesidades, o deseos a fuerzas no-humanas. Las estructuras lingüísticas o sociales están dotadas de muchas de las cualidades de los seres humanos de carne y hueso a los que se supone que sustituyen; los textos literarios sirven de protagonistas o cuasi-personajes en el desarrollo de un drama de acusación e incriminación.18 El acto de la lectura escenifica así una lucha entre el crítico y un agente personificado —el poder, el inconsciente, la ideología, la textualidad— que desempeña el papel de malhechor secreto en el drama de la detección. La interpretación se convierte en moral al mismo tiempo que en una ejercitación política de la detección de culpa. En su influyente libro Critical Practice, por ejemplo, Catherine Belsey hace hincapié en que no le interesa acusar a autores concretos, sino en mostrar cómo es que las estructuras formales de la literatura sirven a fines políticos. Uno de sus objetivos es desinflar las pretensiones de verdad de la ficción del siglo XIX; el realismo literario, declara, es un proyecto ideológico que busca encaminar al lector a aceptar la naturalidad e inevitabilidad de una particular visión del mundo. «El texto realista —explica— es una estructura que pretende transmitir relaciones inteligibles entre elementos» y busca «crear un mundo ficticio coherente e internamente consistente». Es decir, las obras literarias realistas se esfuerzan por engañar a sus lectores pretendiendo ofrecer explicaciones plausibles de cómo son realmente las cosas. El realismo es parte de un sistema de ideología «disfrazado de coherencia y plenitud» que trata de ocultar su propia agenda política. Al presentarlos como la Verdad, el realismo desvía la atención de sus propios relatos incompletos e inconsistentes de la realidad. Las historias de Sherlock Holmes le sirven a Belsey como un ejemplo perfecto de esta manipulación; su proyecto es «disipar la magia y el misterio para hacer todo explícito, consecuente y sujeto a análisis científico».19 Estos relatos tapan así sus propias evasivas y omisiones apelando a la pseudoobjetividad de la razón y la ciencia. Es precisamente porque la obra de ficción es «aparentemente inocente» que puede ser «ideológicamente eficaz».

Esta fachada de inocencia es traspasada por el crítico, quien, al imputar una intención al texto, lo trata como una cuasipersona dotada del deseo de engañar. La obra realista está acusada de fraude y fabricación de evidencia, de enmascarar las contradicciones sociales engañando a los ojos del lector. Sin embargo —y aquí la narrativa crítica se convierte en una espiral cuasitrágica que traza un escenario recurrente de ambición fallida—, este engaño está condenado al fracaso. El cisma entre lo que el texto dice y lo que no puede admitir o afrontar, hace que la ideología del texto no pueda ser desentrañada por el experto lector-interrogador. Así, según Belsey, La isla secreta de Julio Verne contiene un «elemento imprevisto y contradictorio» que tiene el efecto de irrumpir la «ideología colonialista que informa el proyecto consciente de la obra». De manera similar, mientras que «el proyecto de las historias de Sherlock Holmes es disipar la magia y el misterio, hacer que todo sea explícito, consecuente y sujeto al análisis científico», esta intención se ve socavada por las mujeres sombrías y misteriosas en los márgenes del texto quienes subvierten su adopción consciente de una racionalidad patriarcal. El texto es condenado de su propia boca por una confesión involuntaria, dejando escapar sus «incoherencias, omisiones, ausencias y transgresiones».20

El crítico ensambla una línea de argumentación en correlación con las claves textuales y las condiciones sociales más amplias que la obra está ansiosa por ocultar. Como vimos en el último capítulo, el motivo de la represión tiene el efecto de convertir lo que parecen asociaciones contingentes en conexiones enterradas en una lógica narrativa de causa y efecto.21 Nada es aleatorio o accidental; cada detalle textual alberga un propósito oculto y late con un significado fatídico y, sin embargo, la culpabilidad del texto precede a cualquier acto específico de interpretación; es la presunción de culpabilidad la que permite que las ausencias u omisiones se transformen en evasivas sospechosas. La crítica no expresa la culpa sino que la genera a partir de los axiomas de su propia práctica interpretativa. Así, la verdad contenida en las historias de Sherlock Holmes no es ningún tipo de verdad sobre la realidad humana o social, sino «la verdad sobre la ideología, la verdad que la ideología reprime, su propia existencia como ideología».22

En tales apelaciones a la ideología se reconoce la culpabilidad del texto pero también se matiza. El trabajo individual no actúa solo, por así decirlo, sin que está dirigido por fuerzas más grandes que trabajan en silencio detrás de escena. El escenario creado por tal trama nos transporta desde el mundo pastoral del asesinato en la vicaría hasta las escenas sombrías de la ficción policiaca dura o el cine negro, con su violencia endémica y corrupción generalizada. Detrás del único sinvergüenza se encuentra reunido un poder más turbio y amenazante: políticos coludidos con el crimen organizado, sórdidos peces gordos con su cordón de matones y sicarios. La sospecha, comenta Frederic Jameson, satura la atmósfera de las novelas de Raymond Chandler, presente no sólo en la actitud del detective privado, sino en las miradas atentas del administrador de la pensión, del criado y del espectador casual.23 Un estado de alerta similar impregna el seminario de teoría crítica: la convicción de que ningún texto es inocente y que cada frase tiene algo que ocultar. Al igual que Holmes o Poirot, los críticos literarios utilizan técnicas de interpretación y raciocinio para averiguar cosas; como Philip Marlowe, saben que el crimen es ubicuo e ineludible, cubierto enteramente por el tejido social.

¿Cuál es, entonces, el delito del que se acusa al texto? En algunos casos la acusación es de engaño: la obra literaria parece ignorar lo que no puede dejar de saber. Al hacerse de la vista gorda ante las desigualdades del statu quo, aprueba tácitamente las fechorías de los demás. El texto no es, en primera instancia, responsable de las estructuras de dominación que el crítico achaca a las fuerzas materiales. Y, sin embargo, al tolerar esas desigualdades sin afrontarlas —optando por blanquear, pasar por alto o ignorar realidades desagradables— desempeña el papel de cómplice injusto. Es un colaborador en la fechoría, un miembro asociado en el crimen.

En otros casos, sin embargo, no sólo se alega engaño sino también coacción directa. El texto literario ya no es un espectador cómplice, sino un perpetrador activo. Este aumento de la culpabilidad puede explicarse por el auge de las teorías que otorgan al lenguaje un papel determinante, incluso con un poder dictatorial. En lugar de servir como medio de comunicación de la autoexpresión, el lenguaje se encargaba de circunscribir el pensamiento y dictar los límites de lo que se podía decir. Se trataba de un agente primordial en la imposición de jerarquías, la imposición de heridas sociales y del silenciamiento perentorio de los excluidos o los marginados. Dando voz a esta percepción del lenguaje como una forma de violencia simbólica, Barthes pudo declarar, a finales de la década de 1970, que hablar no es comunicar, sino subyugar.24

Los críticos foucaultianos insistieron en que el poder no es algo que los individuos o los grupos sociales ejerzan de forma autocrática. Por el contrario, éste se difunde por toda la sociedad a través de capilares de control indetectables: una micropolítica del discurso que moldea los contornos de la personalidad en todos los niveles. En uno de los ejemplos más influyentes de este tipo de análisis, D. A. Miller se preguntaba: «¿Cómo es que la novela participa sistemáticamente —como un conjunto de técnicas de representación— de una economía general del poder policial?». En la actualidad, el término «policía» va mucho más allá de las instituciones judiciales para describir procesos de regulación y vigilancia cultural que no conocen límites. La novela victoriana, a través del despliegue de diversas técnicas —la mirada panorámica de un narrador omnisciente, la explicación mecánica de la trama y las representaciones de lo doméstico y lo desviado—, se dedica sigilosamente a regular y disciplinar a sus lectores, instruyéndolos en modos de conducta apropiados. La eficacia de esta estrategia radica sobre todo en su hábil autoexculpación; la novela niega cualquier relación con la vigilancia, postulándose como un fanzine libre de poder, una esfera redentora de libertad, imaginación e incluso anarquía. El poder disciplinario, señala Miller, «es el poder policial que nunca se hace pasar por tal, sino que es invisible o visible sólo de incógnito bajo el disfraz de otras intencionalidades más nobles o simplemente más inocentes: educar, curar, producir, defender».25

La invisibilidad es clave; funciona como premisa de la crítica que el acto y el hecho de la coerción se camuflan y se ocultan de la simple vista. El académico suspicaz se distingue de otros no sólo por su capacidad para resolver crímenes, sino, lo que es más importante, por saber que se ha producido un crimen en primer lugar. Los actos atroces perpetuados por los textos literarios —en contraste con el cadáver flagrante sobre la alfombra del vestíbulo— pasan desapercibidos tanto para los lectores profanos como para los eruditos y estetas de la vieja escuela. Mientras que otros destacan por un estilo de prosa exquisito o una exploración profunda de la experiencia humana, los críticos profesionales están alerta ante los encubrimientos sistemáticos y los dramas ocultos de la prevaricación. Insisten en que estas irregularidades no son anómalas, sino endémicas, y apuntalan las injusticias estructurales del statu quo. Otra diferencia clave entre la ficción detectivesca clásica y la crítica académica: en la primera, el crimen es visible y anómalo; en la segunda, es invisible pero omnipresente.

¿Cómo afecta este reconocimiento a nuestra tercera categoría, la pista? Simon Stern ofrece una definición admirablemente sucinta: una pista es un detalle significativo que no se hace visible hasta que un experto lo reconoce e interpreta.26 El sólo ser un detalle —algo menor, tangencial, aparentemente incidental— explica por qué el espectador ordinario o el lector profano lo pasan por alto con facilidad. Las pistas no son evidentes; no saltan a la vista ni se imponen a la conciencia. Ocultas a plena vista, exigen un hábil manejo de la lupa de joyero. Nos encontramos en el reino de lo micrológico y lo infinitesimal; como le dice Watson a Holmes: «Tienes un genio extraordinario para las minucias».27 Aunque claro, no todos los detalles cuentan como pistas; sólo en determinadas condiciones los primeros se metamorfosean en las segundas. Y aquí destaca el estatuto del intérprete; el detalle necesita el imprimatur del conocimiento profesional para que su verdad sea desplegada. La pista es producto de un conocimiento especializado: un jeroglifo del que sólo el experto tiene la clave.

Podemos ver aquí por qué los paralelismos entre la detección y la crítica literaria resultan tan tentadores. Porque, ¿quién es el detective sino un lector, un crítico con otra apariencia para quien el mundo de los objetos mundanos y las acciones cotidianas —una cerilla desechada, una mancha de tinta, un vaso roto, un lapsus linguae— sirven de texto primario? El dispositivo de la pista tiene el efecto de recubrir detalles mundanos o irrelevantes con un brillo de significado exacerbado. «Si estás buscando pistas —escribe Moretti sobre el lector de ficción detectivesca—, cada frase se vuelve significativa, cada personaje interesante; las descripciones pierden su inercia; todas las palabras se vuelven más agudas, más extrañas».28 La lectura-como-detección, engendra una sospecha que descansa en lo profundo de la realidad cotidiana, también tiene el efecto de hacer que esa realidad vuelva a ser apasionante y digna de atención; cada detalle está preñado de un propósito potencial, aureolado de una intensidad de significado exacerbada, incluso alucinatoria. ¿Acaso se refiere también Moretti, conscientemente o no, a su propia historia como crítico marxista? Para un crítico así, tampoco hay pasajes muertos, ni descripciones que induzcan al bostezo y que haya que saltarse, ni molestas subtramas que no merezcan atención. Por el contrario, cada detalle literario tiembla con un significado secreto; cada frase alberga un doble sentido potencial; cualquier personaje secundario puede saltar de repente a la palestra como prueba irrefutable de la agenda oculta de un texto. Incluso se puede hacer hablar a los silencios; que no se mencionen ciertos temas no hace sino confirmar las omnipresentes negaciones y el cinismo de la ideología capitalista. Una atención similar a los subtextos obstruidos puede encontrarse en el trabajo de los críticos poscoloniales que intentan desenterrar las ansiedades del imperio. En un libro reciente, por ejemplo, Yumma Siddiqi se refiere directamente a los temas de este capítulo al establecer un paralelismo entre el detective y el académico poscolonial: «la labor de análisis emprendida aquí —escribe— puede compararse con el proceso de detección. Mi metodología es la del detective que investiga la cultura leyendo pistas y reconfigurando los hechos literarios e históricos del caso en un todo inteligible».29

Como Siddiqi lo reconoce a continuación, este procedimiento tiene riesgos potenciales: el uso de categorías inapropiadas, de explicaciones forzadas, conclusiones apresuradas. Su objetivo, ella escribe, es esquivar estas trampas siguiendo el ejemplo de Sherlock Holmes, olfateando los textos y haciendo, «conjeturas acerca de las ansiedades del Imperio sobre la base de la evidencia que aportan».30 Siddiqi es admirablemente lúcida y consciente de sus propios procedimientos, sin embargo, nos quedan algunas preguntas difíciles y sin resolver acerca del estado de la evidencia. Como veremos, el significado de la pista está lejos de ser directo en la novela policial. Parece aún más turbio en el caso de la lectura de síntomas, donde una ausencia se alquimiza fácilmente en una presencia y los detalles textuales pueden ser leídos a contrapelo para respaldar las convicciones prestablecidas del crítico sobre las estructuras psíquicas o sociales a gran escala. Esto es lo que Lawrence Grossberg llama el método de lectura del «mundo en un grano de arena»: la creencia de que los textos individuales sirven como microcosmos de un todo social más grande y que, leídos correctamente, revelarán la verdad oculta de ese todo. La pista infinitesimal conlleva pues una responsabilidad de probar mucho más pesada, como signo de una maldad sistémica más que individual.31

Debemos señalar, además, que el parentesco entre crítico y detective se ha desgastado en los últimos años. Es menos probable que los críticos de la actualidad piensen en los investigadores como aliados y espíritus afines antes que como síntomas que necesitan ser desmitificados. Holmes ha recibido, especialmente, un trato duro. El hecho de que se trate de un aficionado en lugar de un profesional, de un bohemio excéntrico en lugar de un burgués serio, ya no influye ni aplaca a sus críticos. Más bien, su aparente desviación de las normas sociales simplemente refuerza su profunda complicidad con esas normas. Se considera que las técnicas de detección holmesiana presagian características de una sociedad carcelaria moderna empeñada en registrar y rastrear los movimientos de sus ciudadanos. El detective, declara Moretti, es la figura del Estado, y la novela policial «es un himno a las capacidades coercitivas de la cultura . Cada historia reitera la idea del Panóptico de Bentham: la prisión modelo que señala la metamorfosis del liberalismo en una total escrutabilidad».32 El Estado y el detective se unen para descifrar cada detalle de la existencia individual, convirtiendo el cuerpo del sospechoso, y todos somos sospechosos, en un texto legible. Mark Seltzer interviene con una línea de argumentación similar: «El crimen, en el sentido de Holmes, se ha redefinido para incluir una gama cada vez mayor de actividades, un cambio que avanza hacia la colocación de todos los aspectos de la vida cotidiana bajo sospecha».33 Holmes ya no es un bicho raro ni un forastero carismático, pues se convierte ahora en un presagio de las técnicas de escucha telefónicas, videograbaciones y extracción de datos que caracterizan a nuestra propia sociedad de vigilancia.

Esta perspectiva alterada surge de un creciente desencanto de la crítica con la maquinaria de la ley; la ejecución política de las cuestiones de ley con frecuencia tiene muy poco que ver con cuestiones de justicia. Mientras tanto, el pensamiento foucaultiano inspiró una nueva y dolorosa autoconciencia acerca de las formas en las que el conocimiento experto puede servir como un mecanismo de poder. Las relaciones entre crítico y detective, antes que ser de solidaridad y sentimientos compartidos, se convierte en una de desaprobación y desidentificación activa. En cambio, el crítico puede preferir ponerse del lado de la figura del criminal, tomando el papel de los diversos sinvergüenzas y forajidos que se encuentran esparcidos por las páginas de la novela policial. Entonces, al nivel del contenido, ella cambia su lealtad del detective hacia el transgresor y, sin embargo, al nivel del método, continúa leyendo como un detective. Es decir que ella se niega a tomar los significados al pie de la letra y se aboca sobre el desapercibido y no obstante revelador detalle; el texto, en cuanto sospechoso criminal, que debe ser interrogado y obligado a revelar sus secretos ocultos. Lo que los críticos suspicaces cuestionan en las historias de detección —al colocar todo bajo escrutinio y vigilancia, de modo que el detalle más insignificante sea potencialmente incriminatorio— es también el corazón y alma de su propio método. Los lectores ordinarios, como el desafortunado Watson, se dejan engañar por la evidencia que tienen ante sus ojos: ven pero no observan. Las estructuras de la ficción son producidas, declara Moretti, y sus significados más profundos están fuera del alcance de los autores y lectores comunes. Es sólo el intérprete experto quien puede presionar debajo de las superficies que distraen los significados ocultos de los signos, el que es capaz de trazar una cadena de razonamiento que apunta inexorablemente a una parte culpable. Tanto los detectives como los lectores críticos, para citar a Bloch una vez más, tienen como objetivo «sacar los hechos a la luz».34

Sacar a la luz, como he venido diciendo, es una forma de contar historias, de crear una narrativa convincente. El detective debe razonar hacia atrás, de un efecto a una causa, de un cadáver a un asesino, entretejiendo fragmentos dispares de información en una secuencia coherente. La clave es indispensable para este proceso y, sin embargo, las claves hablan con muchas voces y sus mensajes son ambiguos y a menudo opacos. Como señala Pierre Bayard: «Lo que constituye una pista para una persona puede no tener sentido para otra. Y una pista es llamada como tal sólo cuando sirve como parte de una historia más general».35 De hecho, las pistas sólo se ven como pistas —en lugar de como detalles aburridos o distractores que se espantan como las moscas— una vez que el comienzo de una explicación ya ha está teniendo lugar. Una pista, en palabras de Bayard, es una elección: una decisión de enfocar ciertas cosas mientras que otras pistas virtuales que se ciernen en los márgenes de la atención son ignoradas, pistan que podrían sumarse a una explicación muy diferente. (En su libro, Bayard pone estas ideas en práctica al reabrir el caso de El sabueso de los Baskerville, explicando, con la lengua firme, exactamente cómo y por qué Holmes estaba equivocado).

En ese caso, tanto en la detección como en la crítica, la historia dicta lo que cuenta como una pista tanto como las pistas determinan la forma de la historia. Es la narrativa la que convierte los signos en pistas; sólo cuando el detective tiene ya alguna idea sobre la naturaleza del crimen o un posible criminal, aparece una pista potencial. A través de una técnica que Peter Brooks describe como «profecía en retrospectiva», el detective razona hacia atrás a partir de una supuesta conclusión para encontrar pistas que apuntan a la naturaleza inevitable de tal conclusión.36 Lo mismo ocurre con el crítico cultural cuya presunción de culpabilidad acompaña o precede al desciframiento de los detalles textuales. No es sorprendente, entonces, que estas pistas revelan sus significados anticipados, alertándonos sobre los engranajes ocultos y el funcionamiento opaco de la máquina social. El paradigma de la pista, tal y como lo presenta Elisabeth Strowick, convierte la sospecha en un método de conocimiento.37

Hay un cuento de Witold Gombrowicz que captura muy bien esta cualidad circular de la interpretación suspicaz. «El crimen premeditado» es narrado desde el punto de vista de un magistrado que viaja al campo para una reunión de negocios, sólo para descubrir que el hombre con el que se suponía que se reuniría acaba de morir de un ataque al corazón. Éste se vuelve cada vez más desconfiado de los miembros de la familia del difunto, convenciéndose de que se está encubriendo un terrible crimen. Después de todo, señala, la idea de un cadáver rima perfectamente con la idea de un magistrado: cada uno necesita y llama al otro. Es su trabajo, insiste, «enlazar la cadena de los hechos, crear silogismos, tejer hilos y buscar evidencias». Al empujar más allá de las apariencias y despreciar lo que parece obvio, se dedica a rastrear signos de auténtica culpa. Que el hombre haya muerto indiscutiblemente de un ataque al corazón es un detalle menor que puede descartarse perentoriamente. «Levanté mi dedo y fruncí el ceño. “Un crimen, señores, no viene por sí solo; debe trabajarse mentalmente, pensarse bien, pensarse hasta el final —las albóndigas no se cocinan solas”».38 Tras intimidar al hijo del muerto para que deje sus huellas digitales en la garganta del cadáver, el magistrado finalmente logra convertir una muerte accidental en evidencia de un asesinato astutamente planeado. Su deber profesional ahora se cumple para su propia satisfacción. La sospecha evoca un flujo interminable de señales-para-leer y conclusiones-para-sacar. ¡El crimen es premeditado no sólo por el criminal sino también por el investigador industrioso y siempre vigilante!

Metasospecha

Pero entonces, ¿aquel que practica la crítica está condenado a jugar para siempre al detective? ¿Es posible leer críticamente sin investigar, interrogar e inculpar? Como hemos visto, el posestructuralismo instigó una mayor sensibilidad sobre el lenguaje cargado de poder de la interpretación: una lamentable toma de conciencia de que la lectura suspicaz estaba imputando los mismos signos de culpa que pretendía descubrir. En respuesta, varios críticos se unieron en defensa de la literatura, deseosos de establecer su inocencia y limpiar su nombre, de protegerla de la apropiación y salvaguardarla de las acusaciones de intérpretes demasiado entusiastas. Mientras que la obra literaria es exonerada y se le concede inmunidad ante la persecución, ahora es la propia crítica la que se convierte en un crimen.

Volvamos a la virtuosa y muy citada lectura de Shoshana Felman de lecturas anteriores sobre La vuelta de tuerca de Henry James. En su ensayo, Felman recurre a los estilos de pensamiento deconstructivo y lacaniano con el fin de ensartar el propio método de la interpretación-como-detección. Su punto de partida es el conocido análisis freudiano de la historia de James por Edmund Wilson: prueba A en su exposición de la lectura suspicaz. Wilson explicó célebremente los fantasmas de La vuelta de tuerca —las apariciones de los criados de mala reputación Peter Quint y Miss Jessel— así como las alucinaciones febriles de la joven institutriz que sirve de narradora. Mientras que los críticos anteriores habían tomado estos aspectos sobrenaturales del texto por sentados, Wilson reformula el significado de La vuelta de tuerca de un sólo plumazo, transformándolo en un caso de estudio sobre la neurosis y la represión sexual. Lo que parecía ser una manifestación fantasmagórica resultó nada más que las proyecciones histéricas de una mujer joven y reprimida infatuada con su patrón. Sin embargo, Felman no se deja convencer ni conmover. Tal táctica interpretativa por parte de Wilson, declara, es un ejemplo atroz de cómo el psicoanálisis intenta dominar la literatura traduciéndola a las categorías de su propio código hermenéutico. El crítico freudiano es un protodetective empeñado en resolver un misterio, en dar con las respuestas, en explicar la ambigüedad literaria mediante el desciframiento de signos. Es la quintaesencia del lector desconfiado que quiere poner la zancadilla al texto y obligarle a develar sus secretos vergonzosos.

Felman insiste una y otra vez en que este intento de dominar el texto está condenado al fracaso, en que la obra literaria engaña al crítico freudiano que se enorgullece de no ser engañado. «La vuelta de tuerca —escribe— constituye una trampa para la interpretación psicoanalítica al grado de que construye una trampa, precisamente, para la sospecha misma». Es decir que el lector sofisticado que lee a contracorriente del texto para descubrir sus significados reprimidos es sobrepasado por la novela de James, la cual ofrece un comentario de corrido sobre la locura de dichos actos de decodificación. Su protagonista central, después de todo, es la lectora desconfiada por excelencia; quien se niega a confiar en nada y se esfuerza frenéticamente por llegar al fondo de los desconcertantes acontecimientos que tienen lugar a su alrededor. «Como lectora —escribe Felman— la institutriz desempeña el papel del detective: desde el comienzo intenta detectar, mediante inferencias lógicas y pruebas decisivas, ambas la naturaleza del crimen y la identidad del criminal».39 Sin embargo, este frenesí de interrogatorios detectivescos no aporta una resolución satisfactoria sino que en la historia de James acaba en catástrofe, con uno de los jóvenes pupilos de la institutriz expirando en sus brazos. Para Felman, esta escena final cristaliza los peligros patentes de la interpretación crítica. La vuelta de tuerca, señala, advierte explícitamente contra el método de lectura que Wilson le impone; aun cuando él permanezca ajeno a sus advertencias.

En su lectura de la historia de James, entonces, Felman asume el papel de la defensa más que el de la acusación. Hace todo lo posible por hacer justicia a la vertiginosa riqueza y las múltiples ambigüedades del texto literario. Demuestra una y otra vez que La vuelta de tuerca es un enigma que no puede resolverse, un artefacto del lenguaje que excede los límites de la aprehensión racional y el argumento analítico, un laberíntico salón de espejos en el que los lectores sólo pueden perder la orientación. Puede que creamos «saber» de qué va La vuelta de tuerca, pero nuestra confianza es prematura; resulta que el texto de James ya nos lleva mucha ventaja, ofreciendo una lectura clarividente de sus propias lecturas críticas y sorteando las torpes maniobras del crítico testarudo. Sus palabras desbordan por doquier las categorías que buscamos imponerle, escapando a la red de nuestros conceptos analíticos. Con la gracia del exceso de sutileza y sofisticación lingüística, la literatura está libre de toda fechoría.

Aquí el enfoque deconstructivo de Felman marca su diferencia con el freudismo ortodoxo, así como con la tradición de la crítica de la ideología. Y, sin embargo, la sospecha no se elimina ni se erradica, sino que se intensifica un poco más y se aplica con renovado celo a su siguiente objetivo. Ya no se acusa al texto de actividades delictivas, sino a la exégesis del texto. En palabras de la propia Felman, «no es sino el mismo proceso de detección el que constituye el crimen». Un lenguaje moral y jurídico de culpabilidad se dirige ahora a la propia práctica de la crítica. Acusa a los críticos psicoanalíticos de pretender «“explicar” y dominar la literatura», a la vez que se les censura por «matar en la literatura aquello que la hace literatura». Al presionar al texto para que confiese sus secretos, Edmund Wilson comete un acto de violencia atroz, una aniquilación voluntaria de la alteridad del texto. La interpretación freudiana, declara Felman con florituras retóricas, es «un arma homicida peculiarmente eficaz».40

¿Qué hay detrás de esta asociación empática, incluso melodramática, del acto de leer con el acto de asesinar? ¿Por qué adopta el crítico deconstructivo el papel de detective de homicidios? Como una diligente policía, Felman desentierra pistas para apoyar sus acusaciones, pero su lectura de estas pistas está dictada por su suposición de que se ha producido un crimen. El paralelismo que construye es seductor por su simetría: dentro del texto, la institutriz enloquecida por la verdad asesina a su pupilo; fuera del texto, el crítico freudiano enloquecido por la verdad mata a la literatura. No obstante, el final de La vuelta de tuerca es más cauteloso sobre las circunstancias de la muerte de Miles de lo que sugiere esta lectura, permaneciendo deliberadamente mudo en cuanto a la causa y la culpabilidad. Felman, sin embargo, proporciona el eslabón perdido, señalando una causa, un malhechor y un motivo. La institutriz es culpable, gracias a un deseo imperioso de llegar al fondo de las cosas, de conducir a la muerte a su propio pupilo. La búsqueda de la verdad se condena por su propia mano; la racionalidad queda expuesta como peligrosa y destructiva; el texto de James nos muestra que «un niño puede ser asesinado por el acto mismo de comprender».41 Así como la institutriz mata a Miles, la crítica freudiana —y Felman sugiere, cualquier forma de lectura en busca de significado— inflige una violencia mortal sobre el texto literario. La interpretación no es sólo torpe sino brutal.

Así, también, aunque Felman insiste en la indeterminación radical de la literatura, el efecto de su comentario es la transposición de la historia de James con una alegoría moral acerca de la violencia de la interpretación. Su ensayo permanece obsesionado con los fundamentos de la novela policial: ¿quién lo hizo y quién es el culpable?42 A pesar de su severo juicio contra la interpretación, ella se involucra en un torbellino de actividad hermenéutica, sondeando las profundidades del comentario académico sobre la novela de James con el fin de sacar a luz un drama oculto de desconocimiento y asesinato. Felman construye un drama moral —un melodrama— de culpa e inocencia, de acusación y juicio. La sospecha cede así ante lo que podrá llamarse la metasospecha: un riguroso ajuste de cuentas con las historias de la interpretación crítica.

Los críticos deconstructivos y foucaultianos se han sentido especialmente atraídos por este tipo de estrategias metacríticas. Las historias sobre las depredaciones de la lectura han proliferado en las últimas décadas, a medida que la crítica vuelve la mirada a su propia historia, escudriñando sus propios motivos en un bucle autorreflexivo de desconfianza en espiral. El fiscal se encuentra ahora en el banquillo de los acusados; la hermenéutica de la sospecha se pone a prueba. Las explicaciones del crítico quedan desenmascaradas como endebles racionalizaciones: en lugar de iluminar una obra de arte, se acusa a la crítica de forzarla a someterse, de intimidarla para que devele sus secretos. La historia de la crítica está llena de neologismos—logocentrismo, epistemofilia—que describen la razón crítica como un ejercicio furtivo de coerción y dominación. Al fomentar estilos de lectura suspicaz, declara Elisabeth Strowick con florituras foucaultianas, las ciencias humanas son cómplices de una sociedad de vigilancia y «actúan como agentes de la microfísica del poder».43 El detective-crítico queda ahora al descubierto como el máximo malhechor.

Las implicaciones más amplias de tal «crítica de la crítica» tendrán que esperar, pero podemos vislumbrar la naturaleza extrañamente paradójica y autocanceladora de esta línea argumental. Si la lectura suspicaz es una cuestión de «mirar detrás» del texto, ¿cuál sería la lógica de un mirar detrás del mirar detrás? ¿Acaso ponerle los tornillos a la sospecha la desactiva o más bien le infunde una nueva vitalidad y fuerza? Al fin y al cabo, cuanto más enérgico el cuestionamiento de la crítica, más parece que reforzamos el mismo estilo de pensamiento que intentamos evitar. La metasospecha no mitiga la desconfianza, sino que la aumenta y la intensifica. Así pues, la hermenéutica de la sospecha resulta ser una bestia excepcionalmente resistente; que parece notablemente impermeable a los ataques directos. Aparentemente indestructible e invulnerable, se adentra en las entrañas de sus oponentes más implacables; como una fabulosa hidra, le salen nuevas cabezas tan rápido como los críticos se las cortan.

El arte de la crítica

Un cambio de táctica se hace claramente necesario. Como he mencionado en otro lado, Ricœur distingue entre una hermenéutica de la sospecha y una hermenéutica de la confianza, entre una lectura que desmistifica y una lectura que restaura. Tal vez podamos manejar mejor la lectura suspicaz tratándola con cierto grado de generosidad, concediéndole algo de la simpatía que tiende a negar a los demás. En lugar de tratar de ocultarla, enfrentémonos a ella y consideremos las intenciones y los motivos que pone de manifiesto. La fenomenología, como observa Ricœur, es un método muy adecuado para este tipo de enfoque, que se expresa como un cuidado o preocupación por los fenómenos, una preferencia por la descripción sobre la explicación, una voluntad de atender en lugar de analizar. Emprender en una caracterización fenomenológica no equivale a exponer un subterfugio o castigar una ilusión, sino a tratar de averiguar cómo significan las cosas y cómo importan.

Sin embargo, muchos trabajos sobre la fenomenología de la lectura son extrañamente incruentos, carentes de afecto e intensidad. La interpretación se trata como un ejercicio puramente cerebral, todo es cuestión de rellenar huecos, imponer esquemas y descifrar ambigüedades, algo así como hacer un crucigrama los domingos por la mañana. Pero, ¿qué hay de esa repentina oleada maníaca de energía exegética, de la prolongada agonía de golpearse la cabeza contra un muro impermeable de palabras, seguida de la dicha de ese momento del «¡ajá!» en el que las cosas encajan? Leer —incluso la lectura académica— es menos una seca y desapasionada actividad de lo que frecuentemente se imagina. «Nada despierta más a la inteligencia que una apasionada sospecha», escribe Stefan Zweig en su novela maravillosa Ardiente secreto, recordándonos que la sospecha no se opone a la pasión, sino que es un tipo de pasión, que ensombrece y sostiene obsesiones intelectuales de muchos tipos.44

Hace algunos años, por ejemplo, me encontré luchando por articular una crítica a cierta idea de la feminidad (como artificio, performance, juego de velos) que abrazaban los artistas e intelectuales masculinos del fin de siglo. Durante varias semanas, daba vueltas infructuosamente en torno a las mismas preguntas, rumiando un corpus de textos irresoluble en una niebla de ansiosa curiosidad e irritabilidad exacerbada. Mis objeciones no podían, por así decirlo, arraigarse; las obras que estaba estudiando parecían, como la superficie lisa de un glaciar, repeler todo intento de establecer un punto de apoyo. Entonces llegó por fin ese añorado momento en que un esquema interpretativo coherente, sin previo aviso, encaja de repente en su sitio. Es la pura euforia de ese momento —el triunfo delirante de haber ganado el premio gordo tras un gran esfuerzo— lo que ayuda a mantener activo el negocio de la crítica. En los relatos freudianos sobre la interpretación, el deseo de saber está vinculado a una curiosidad sexual sublimada o a una pulsión inconsciente de dominación. Sin embargo, quiero prestar atención a los placeres que están a plena vista: el satisfactorio clic de ver cómo una idea encaja en su sitio; la omniabsorbente naturaleza de un intrincado rompecabezas textual; la embriagadora experiencia de «fluir» cuando el trabajo y el juego se funden mágicamente en uno.

La hermenéutica de la sospecha, en resumen, ofrece la promesa del placer además del conocimiento. ¿Qué es lo que atrae al crítico de esta forma de leer? Algunas respuestas posibles: el placer intelectual de detectar figuras y diseños bajo la superficie del texto, el deleite de elaborar explicaciones ingeniosas y contraintuitivas, el reto de unir lo que parece dispar e inconexo en un patrón satisfactorio. La hermenéutica de la sospecha es tanto un arte como una ciencia: la composición de signos para crear nuevas constelaciones de significado, un paciente desenredar y volver a tejer los hilos del texto. Sus conjeturas deben mucho a la inventiva, a los saltos de fe y a las corazonadas inspiradas; la lectura suspicaz, en el mejor de los casos, no es un árido ejercicio analítico, sino una inspirada mezcla de intuición e imaginación. La conjetura, señala Ginzburg, no está tan lejos de la adivinación, y el desciframiento de las pistas difumina la línea que separa la razón de la irracionalidad. Cuando Edmund Wilson aventura que una historia sobre fantasmas es en realidad una alegoría de la sexualidad femenina frustrada, o cuando D. A. Miller insiste en que las historias conmovedoras de la vida doméstica victoriana están empeñadas en disciplinar y castigar a sus lectores, es la audacia desgarradora de tales afirmaciones lo que garantiza su impacto. El efecto es el de un interruptor gestáltico, una sacudida en la perspectiva que permite ver patrones previamente insospechados.

Reconocer el arte y el ingenio de la crítica no significa negar otras influencias y presiones. La crítica funciona como una forma de acreditación académica, un «escepticismo claro» que se define a sí mismo frente a los placeres menos artísticos y sin aliento de la lectura profana.45 Sin embargo, esas prácticas no «calarían» —no se entrelazarían tan profundamente con nuestros repertorios de pensamiento— si no consiguieran también generar apegos. Su impacto es tanto fenomenológico como sociológico. Las historias de sospecha que nos atrapan; nos animan y motivan, nos dan ideas y se nos meten en la piel. «Una vez que las historias se meten en la piel de la gente —señala Arthur Frank— afectan a los términos en los que la gente piensa, conoce y percibe. Las historias enseñan a la gente lo que hay que buscar y lo que se puede ignorar; enseñan lo que hay que valorar y lo que hay que despreciar».46

Un valor primordial asociado con la trama de la crítica es político: su desafío a la jerarquía tradicional de escritor y lector. En un famoso ensayo, Roland Barthes declaró que la muerte del autor libera al lector para que haga del texto lo que quiera, para que se despoje, de forma revolucionaria, del yugo represivo del significado dado por Dios y promulgado por el autor. Para Michel de Certeau, el lector es como un cazador furtivo que roba y reinterpreta las palabras de los demás, asaltando una propiedad que no le pertenece. Esta imagen del lector como iconoclasta rebelde y fuera de la ley es un poco estrafalaria, pero es difícil fijar las satisfacciones de leer textos a contracorriente. Al rechazar las obligaciones de reverencia y fidelidad, los críticos afirman su derecho a crear algo nuevo a partir de las palabras de la página, al reformularlas y reutilizarlas a la luz de su propio compromiso. Esta reescritura nunca está exenta de arrogancia en su pretensión de conocer el texto mejor de lo que se conoce a sí mismo, pero también promete una reconstrucción creativa que permita el despliegue de perspectivas inesperadas. La lectura suspicaz puede aportar una nueva mirada sobre textos antiguos, una estrategia especialmente atractiva para feministas, críticos postcoloniales, teóricos cuir y otros recién llegados a la academia. Como dice Kate McGowan, haciendo eco de las opiniones de muchos otros críticos: «El valor de la interrogación implacable es el valor de la resistencia».47

Este beneficio político se examina con más detalle en el capítulo siguiente, pero hay otros motivos en juego que no se recogen en estos razonamientos de orden superior. Aunque a menudo se desconfía del placer, la lectura suspicaz genera sus propios placeres: la sensación o destreza en el ejercicio de la interpretación ingeniosa, la sorprendente elegancia y economía de sus esquemas explicativos, el zumbido competitivo de suscitar la admiración y el aplauso de colegas expertos. El placer que genera es, en parte, un placer lúdico, el placer de crear diseños complejos a partir de fragmentos de texto, de conjurar ideas inventivas a partir de detalles pasados por alto. Para muchos críticos, este tipo de lectura no es sólo un mandato profesional, sino una afición, una invitación irresistible a poner a prueba su ingenio y ejercitar sus habilidades. La interpretación-como-detección ofrece una forma de estimulación intelectual absorbente y vigorizante; con la promesa de lo que Holmes llama célebremente «exaltación mental».

La crítica, en otras palabras, es una forma de juego adictiva y gratificante: un juego de lenguaje en sentido bastante literal. Como la mayoría de los juegos, combina reglas y expectativas con la posibilidad de movimientos inesperados y cálculos ingeniosos. Leer así es maniobrar contra un adversario imaginado, realizar cálculos de estrategia determinados y precisos, desempeñar un papel dotado de ciertos requisitos. Estas cualidades lúdicas no anulan otras dimensiones de la lectura, pero suelen ser especialmente destacadas en un contexto universitario, en el que se recompensa a los académicos por sus ingeniosas formas de crear y resolver rompecabezas. Elizabeth Bruss destaca las cualidades de esta forma de leer:

En una situación de juego, la comunicación debe considerarse una táctica, un intento de limitar las expectativas de otro jugador. Hay que responder tácticamente, con un escepticismo cauteloso, tratando los recursos narrativos o el abanico total de referencias de una obra como evidencia de los recursos del adversario/colaborador… Uno se sumerge en un juego literario sin «creer» en él. Su emoción no depende de la empatía ni de la ilusión, sino del desafío que plantean los dilemas estratégicos: cuándo confiar, en qué confiar, si confiar o no y cómo proceder con la lectura a la luz de este riesgo e incertidumbre.48

Las obras de metaficción (Pálido fuego) anuncian y se deleitan abiertamente con estas características de interpretación parecidas a juegos, pero todos los textos pueden leerse de manera similar al ser tratados como oponentes imaginarios a los que vencer en lugar de voces en las que confiar. Escaneamos el texto en busca de puntos débiles y áreas vulnerables que cederán a nuestras sondas y alicates críticos. La recompensa de tal enfoque incluye el deleite de desplegar habilidades y trazar una estrategia; los críticos se esfuerzan por idear movimientos intelectuales que se ajusten a los protocolos de la lectura académica mientras buscan nuevas formas de burlar a un adversario. Se involucran en una serie de movimientos que fusionan la convención y la innovación, esforzándose por convertirse en jugadores cada vez más hábiles, para superar no sólo la lealtad a los valores éticos o políticos sino también a los criterios estéticos de destreza, ingenio, sofisticación, complejidad y elegancia. El crítico, como señala Matei Calinescu, está «involucrado en un juego competitivo en el que él o ella quiere ser el primero en haber hecho ciertas observaciones interesantes, sutiles, convincentes y citables».49

La teoría de juegos, sin embargo, tiene la tendencia defectuosa de concebir a los jugadores como actores puramente racionales. En una encuesta reciente sobre la crítica victoriana, Anna Maria Jones se pregunta por qué el campo ha sido tan invadido por estilos foucaultianos de lectura suspicaz. Su respuesta: una hermenéutica de la sospecha es también una hermenéutica de la sensación. Es decir que, la criba de claves textuales y la indagación de verdades ocultas por parte de un crítico ofrece placeres que no son sólo intelectuales sino también emocionales. La lectura suspicaz genera una trama atrayente en la que la experiencia del suspenso es seguida por los placeres últimos de la revelación y la explicación. Aquí, como Jones propone, la crítica toma prestado no sólo de la novela negra sino también de la novela victoriana de sensación, un género que dispara respuestas emocionales y viscerales en sus lectores. Los críticos foucaultianos, así como los textos decimonónicos que ellos analizan, se deleitan con la revelación de secretos impactantes, la persecución de partidos culpables, y la detección de crímenes ocultos. En ambos casos, la respuesta más obvia nunca es la correcta, y la explicación contraintuitiva es la que recibe la mayor recompensa. No sólo escribimos y leemos de manera suspicaz con la esperanza de adquirir un conocimiento más crítico sino también porque somos adictos a la descarga de la revelación y el suspenso narrativo. Descubrir la importancia oculta de pistas aparentemente intrascendentes impulsa el placer tanto de la ficción como de la crítica.50

Como estamos empezando a ver, el tono de la lectura suspicaz es mixto y multicolor, sus motivos son a menudo ambiguos y equívocos. Por un lado, la práctica de la crítica alberga un núcleo inconfundible de antagonismo, ya que procedemos a armarnos contra adversarios imaginarios a los que imputamos intenciones maliciosas u hostiles. La prosa crítica puede adoptar un tono triunfalista, en el que nos enorgullecemos de deshacernos de nuestra antigua ingenuidad, nos felicitamos por nuestra recién adquirida perspicacia, nos sentimos más agudos, más astutos, más sabios, menos vulnerables. La lectura suspicaz, como señala Sedwick, gira en torno a un sentido de autoreivindicación orgullosa, una confianza en los méritos inherentes de la exposición crítica. Incluso podemos darnos el gusto de regodearnos y frotarnos las manos: gracias a nuestro trabajo crítico, el texto finalmente recibe su merecido.

Sin embargo, tal antagonismo también deja espacio para un tributo a nuestro objeto de atención, una admisión que contiene más de lo que parece. Después de todo, sólo se puede encontrar una exigua satisfacción al señalar los prejuicios de un trabajo abiertamente sesgado y tendencioso. Al igual que Holmes enfrentándose a Moriarty en las cataratas de Reichenbach, buscamos poner a prueba nuestro ingenio contra un oponente digno, desenterrar verdades astutamente ocultas en lugar de verdades incidentales y participar en una ardua batalla de voluntades de la que esperamos salir triunfantes. Una lectura suspicaz hábil es, en este sentido, también una lectura cercana, que requiere un conocimiento íntimo de su objeto. De hecho, las palabras que estamos diseccionando pueden ser palabras que una vez nos sedujeron y embelesaron, en un momento anterior de nuestra historia de lectura. Debemos habitar el texto, llegar a conocerlo a fondo, explorar todos sus rincones, si queremos lograr desentrañar sus secretos ocultos.

La oposición esquemática del desapego crítico y del entusiasmo aficionado, en otras palabras, no logra hacer justicia a los motivos mixtos y las complicadas pasiones que impulsan la argumentación académica. Robert Fowler lo expresa bien:

Muchos de nosotros hemos encontrado en la crítica nuestra revelación o nuestro éxtasis, porque por primera vez, con la obtención de la distancia crítica, pudimos ver los rasgos del texto que hasta entonces nos había leído a nosotros, de modo que quedamos encantados y liberados por lo que vimos.51

La lectura suspicaz proporciona sus propios momentos de placer y pasión, sin los cuales nunca hubiera alcanzado tal protagonismo. En lugar de sumergirse en un texto, los críticos se sumergen en técnicas de desciframiento y diagnóstico del texto, se enamoran del acto mismo del análisis. Puede haber un verdadero placer en abrazar una disciplina y ser disciplinado; puede haber un placer en recuperar información recóndita y participar en una interpretación meticulosa y detallada. La razón crítica suele estar imbuida de momentos de encantamiento, y la sospecha resulta con ello no estar tan alejada del amor.

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Notas

1 Ernst Bloch, «A Philosophical View of the Detective Novel», p. 246.

2 Marjorie Nicholson, «The Professor and the Detective», p. 126.

3 Cf. Richard Alewyn, «The Origin of the Detective Novel».

4 Dennis Porter, The Pursuit of Crime, p. 239.

5 Véase Stephen Kern, A Cultural History of Causality.

6 Sobre el vínculo entre explicación y acusación, véase Bruno Latour, «The Politics of Explanation: An Alternative».

7 Véanse Hayden White, Metahistory; Roger C. Schank, Tell Me a Story.

8 Peter Brooks, Reading for the Plot, p. 113.

9 D. A. Miller, The Novel and the Police, p. 30.

10 Djelal Kadir, The Other Writing, p. 2.

11 Peter Brooks, Troubling Confessions, p. 41.

12 Véase Carlo Ginzburg, «Clues: Roots of an Evidential Paradigm».

13 Véase Franco Moretti, Signs Taken for Wonders.

14 Véase J. B. Priestley, An Inspector Calls. Para una discusión sobre la puesta en escena de la obra en Broadway, véase Wendy Lesser, A Director Calls.

15 Glenn W. Most y William W. Stowe, «Introduction», en id. (eds.), The Poetics of Murder, p. xii.

16 Tzvetan Todorov, The Poetics of Prose, p. 46.

17 Mark Seltzer, Henry James and the Art of Power, p. 14.

18 En este punto, véase James Simpson, «Faith and Hermeneutics: Pragmatism versus Pragmatism», p. 228.

19 Catherine Belsey, Critical Practice, pp. 107 y 111.

20 C. Belsey, op. cit., pp. 108, 107 y 111.      

21 Erik D. Lindberg, «Returning the Represssed: The Unconscious in Victorian and Modernist Narrative», p. 76.

22 C. Belsey, op. cit., p. 117.

23 Frederic Jameson, «On Raymond Chandler», en G. W. Most y W. W. Stowe (eds.), The Poetics of Murder, p. 132.

24 Roland Barthes, Leçon, citado en Antoine Compagnon, Literature, Theory, and Common Sense, p. 91.

25 D. A. Miller, op. cit., pp. 2 y 17.

26 Simon Stern, «Detecting Doctrines: the Case Method and the Detective Story», p. 363.

27 Arthut Conan Doyle, The Sign of the Four, p. 7.

28 Franco Moretti, «The Slaughterhouse Literature», p. 218.

29 Yumna Siddiqi, Anxieties of Empire and the Fiction of Intrigue, pp. 15-16.

30 Ibid., p. 16.

31 Véase mi discusión sobre esta cuestión en «Modernist Studies and Cultural Ctudies: Reflections on Method», p. 512, y la observación de Lawrence Grossberg en Bringing It All Back Home, p. 107.

32 F. Moretti, Signs Taken for Wonders, p. 143.

33 M. Seltzer, op. cit., p. 34.

34 E. Bloch, op. cit., p. 246.

35 Pierre Bayard, Sherlock Holmes Was Wrong, p. 49.

36 Cf. Peter Brooks, «“Inevitable Discovery”—Law, Narrative, Retrospectivity».

37 Elisabeth Strowick, «Comparative Epistemology of Suspicion: Psychoanalysis, Literature, and the Human Sciences», p. 652.

38 Witold Gombrowicz, «The Premeditated Crime», pp. 47 y 52.

39 Shoshana Felman, «Turning the Screw of Interpretation», pp. 189 y 175.

40 Ibid., pp. 193 y 176.

41 Ibid., p. 16.

42 Véase Heta Pyrhönen, Mayhem and Murder.

43 E. Strowick, op. cit., p. 654.

44 Stefan Zweig, «The Burning Secret» and Other Stories, p. 52.

45 Véase Frank Kermode, The Sense of an Ending.

46 Arthur Frank, Letting Stories Breathe, p. 48.

47 Kate McGowan, Key Issues in Critical and Cultural Theory, p. 26.

48 Elizabeth Bruss, «The Game of Literature and Some Literary Games», p. 162.

49 Matei Calinescu, Rereading, p. 151.

50 Véase Anna Maria Jones, Problem Novels.

51 Robert M. Fowler, «Who Is “the Reader” in Reader Response Criticism?», p. 9.