Número 90

Fotografía y desaparición

Las dictaduras en América Latina

Márcio Seligmann-Silva

Universidad Estatal de Campinas
Instituto de Estudos da Linguagem

La desaparición de la fotografía

El fin de la fotografía analógica puede considerarse como un momento más en un proceso de digitalización de nuestro universo «real». Desde este punto de vista, Matrix no sería nuestro origen, sino nuestro fin. Parafraseando y cambiando el significado de una frase de Karl Kraus, para Walter Benjamin «el origen es el fin». Este proceso comienza con el ámbito más palpable y «ligero» de la digitalización: nuestro universo comunicativo.

Todas nuestras bases de datos se están digitalizando. Por lo tanto, era de esperar que se produjera la transición a la fotografía digital, al igual que el libro, el periódico, las facturas, los recibos o las cartas pasan al registro digital. Pero en el caso específico de la fotografía, ¿qué perdemos con esta transición a lo digital? En primer lugar, perdemos la película y los procedimientos mecánicos y químicos asociados a ella, en los que destaca el revelado. La película implicaba una dilatación temporal entre el acto fotográfico y la posibilidad de visualizar la imagen capturada. El tiempo de la fotografía digital es vertiginoso e inmediato: es un tiempo sin tiempo. Al igual que la fotografía analógica, captura el aquí y ahora. Pero, a diferencia de la fotografía analógica, presenta inmediatamente la imagen en el visor digital de la cámara. Por otro lado, esta imagen capturada es sólo la base para el futuro trabajo en la imagen. Por lo tanto, la fotografía digital no se limita a superar la dilatación temporal entre el acto de capturar la imagen y el acto de revelarla. Como veremos, desafía la propia unidad espacio-temporal que está en el origen de la fotografía. Este cambio de temporalidad refleja tanto una aceleración general de la vida provocada por el giro digital (lo pone todo en movimiento, acelera las comunicaciones y las transformaciones, sacude todo lo que se supone que es estático), como una consecuencia de esta aceleración: la disolución de identidades y espacios.

El mundo digital está en proceso de licuefacción, de quiebra de identidades y fronteras. Si la fotografía analógica era digital en el sentido estricto de que también tenía que ver con nuestros dedos —que estaban en el origen del acto fotográfico—, también era digital en el sentido de que se le atribuía una estabilización de nuestras identidades. Las fotos de identidad formaban parte de la relación entre la fotografía analógica y el desarrollo de las técnicas de control en una sociedad que todavía atribuía cierta estabilidad a la identidad de las imágenes. No fue casualidad que las fotografías acompañaran a nuestra impresión digital en los documentos de identidad. Este tipo de identificación está siendo sustituido por otros medios, como la lectura de nuestros ojos y los códigos genéticos. En el futuro, será posible prescindir de los documentos de identidad con fotografía.

Por lo tanto, hay un estremecimiento en esta transición de la fotografía analógica a la digital. Un estremecimiento en la credibilidad de las imágenes. Dejan de testificar, o si lo hacen, el testimonio adquiere un nuevo carácter más histriónico, como se vio en el caso de las fotos de la prisión de Abu Ghraib. La omnipresencia de los dispositivos de captación transforma todo lo real en una citation à l’ordre du jour. Se pensaba que la fotografía era un índice capaz de designar y testificar la singularidad física de un aquí y ahora. Este aquí y ahora fue estremecido por la era de las imágenes electrónicas. Las imágenes son ahora más «maleables», más manejables. No es que la fotografía analógica no permitiera manipulaciones, como la eliminación de personajes en las fotos y los retoques, pero está claro que la fotografía digital multiplica estas posibilidades de moldear las imágenes. El «esto sucedió» o «esto fue así» de la fotografía analógica es desafiado por la inscripción digitalizada. Los famosos fotogramas de László Moholy-Nagy y Man Ray (fotos tomadas sin cámara y con la simple superposición de objetos sobre superficies sensibles a la luz) ya no pueden servir como síntesis del funcionamiento de la fotografía digital, como lo hicieron para hacernos pensar en la fotografía analógica. Este estremecimiento puede compararse con el detectado por Benjamin en su texto de 1936 sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Para él, la fotografía significaba un «violento estremecimiento de la tradición», es decir, un adiós a nuestra relación con la tradición . La visión del mundo que corresponde a la teoría de la fotografía de Benjamin presenta ya un universo cada vez más estrecho en su propio presente. Podría decirse que la era digital ha reforzado aún más esta inmersión en el presente.

La fotografía, mientras es técnica, es una máquina para registrar el instante, arrancándolo de la continuidad del tiempo. Al congelar un momento con su mirada de Medusa, puede acercarse a la escena del trauma, tal y como la describe Freud en Más allá del principio del placer, y a la escena del «shock», tal y como la pensó Benjamin en Sobre algunos temas en Baudelaire. Ernst Simmel, autor de Kriegsneurosen und Psychisches Trauma (1918), describió el trauma de la guerra con una fórmula que deja clara la relación entre la técnica, el trauma, la violencia y el registro de imágenes: «La luz del flash del terror acuña una conmoción fotográficamente exacta». 1 Las imágenes del trauma, obsesivamente repetidas e imposibles de asimilar, deben compararse con las imágenes fotográficas y, más aún, con las imágenes electrónicas. El 11 de septiembre de 2001 fue un ejemplo elocuente de la naturaleza traumática de las imágenes mediáticas. Al observar esta relación entre la imagen fotográfica y la imagen traumática —ambas congelan el tiempo, aplastándolo en una bidimensionalidad contraria a la simbolización— podemos pensar también en su capacidad para apuntar a lo real. La era de la fotografía digital corresponde a una concepción de la realidad como lo que se nos escapa: la historia como trauma. 2 Podemos pensar en un paso del paradigma de la historiografía al del psicoanálisis con su despliegue en Ferenczi y Lacan. Se trata de una modalidad de descripción de la realidad —nacida del agotamiento de los grandes relatos y la violencia que marcó el siglo XX— que privilegia lo negativo y lo precario, no la presencia positiva y representable. Como índice, como escritura de sombra y luz, la fotografía es un fragmento del mundo y no su simbolización. Pero el propio Benjamin hizo hincapié en la otra cara de este elemento traumático de la técnica de creación de imágenes. Hablando del cine (que también incorpora el shock como principio estético en el montaje), destacó una capacidad terapéutica a través de este performance estremecedor. Estos dispositivos nos entrenan para una vida marcada por shocks y rupturas. Además, con Benjamin, también podemos ver que tanto el cine como la fotografía son capaces de abrir lo que él llamaba el «inconsciente óptico». Este último revela nuevos e insospechados aspectos de nuestros cuerpos y ademanes. Al valorar la recepción táctil de las imágenes, idea que Benjamin toma de Lucrecio, podemos pensar en su capacidad de crear pilares para nuestro mundo. En otras palabras, las imágenes técnicas y, más radicalmente, las imágenes electrónicas, sirven tanto para reproducir el estremecimiento y la potenciación del trauma como para una terapia de shock. Evidentemente, cada imagen resolverá esta ambigüedad a su manera, según su modo de recepción.

Es cierto que la fotografía digital conserva un origen metonímico que comparte con la fotografía analógica. La fotografía sigue siendo foto-grafía, es decir, una inscripción hecha por la luz. Se mantiene el principio de capturar el mundo a través de una «ventana». Podemos reescribir y reelaborar la imagen a voluntad, pero mientras hablemos de «fotografía digital» seguimos manteniendo el origen de la imagen en el recorte de un trozo del mundo. Si no se cuestiona su relación umbilical con el mundo, la verdad lo es en sí misma. En el límite, es la «verdad del mundo» la que queda en suspenso con esta técnica. Presenta el mundo como ya digitalizado, como parte de un código binario, y puede multiplicarlo (o disminuirlo) y transformarlo como lo desee el agente de la fotografía. Y aquí entramos en otro aspecto esencial de esta revolución digital. El golpe a la capacidad de testimonio de las fotografías implica una transformación de la propia figura del fotógrafo y de su papel en la composición de las fotografías. Antes, la reproducción de fotografías permitía una manipulación cualitativa y cuantitativa mucho menor que con los programas informáticos actuales. Ahora el receptor de las fotografías se convierte en un fotógrafo de segundo orden. Sólo se le encomienda la tarea de capturar la «imagen primaria». Su libertad para intervenir en las imágenes es tan grande que también puede describirse como un agente de la fotografía. La figura clásica del fotógrafo muere junto con la fotografía analógica.

El estremecimiento detectado por Benjamin, generado por el desarrollo de las técnicas de reproducción, fue para él el reverso de la crisis y la renovación de la humanidad. Hoy también podemos decir que la metáfora fotográfica digital representa sólo un aspecto de la revolución de nuestra visión del mundo. Nos permite visualizar algunas de sus facetas. La fotografía digital en sí misma es sólo un hecho secundario si se coloca al lado de la verdadera revolución que estamos viviendo ahora, que es, en primer lugar, una revolución de nuestro propio organismo. La capacidad de manejar imágenes es sólo un fenómeno menor comparado con nuestra posibilidad de sintetizar la vida. No vivimos en la era de la reproducción técnica, sino en la era de la síntesis técnica no sólo de las imágenes, sino también de los cuerpos, de los organismos. Es este nuevo cambio de la «reproducción técnica» (que se convierte en síntesis) como cambio biológico lo que está en el corazón de nuestras sociedades actuales. Es a partir de esta entronización de lo biológico que fluirán los próximos grandes cambios en nuestras vidas.

No podemos dejar de percibir que la imagen digital sigue estremeciendo la temporalidad asociada a la fotografía analógica en otro aspecto, más allá de la superación del tiempo de revelación. Benjamin observó que, en el caso de la fotografía (analógica), las bases y los soportes materiales de la fotografía ya no son tan importantes como lo eran en el contexto de las artes tradicionales. En una pintura, un dibujo y una escultura, la base material se destruye con el tiempo. Por ello, la escultura es, para Benjamin, el ejemplo máximo del arte aurático, es decir, de aquella forma tradicional del arte que corresponde a un mundo en el que el pasado está ligado al presente como tradición. La unidad de la piedra que da lugar a la estatua sería una manifestación de la existencia de ideas eternas. La fotografía, con su reproductibilidad esencial, correspondería a una sociedad en la que no habría lugar para esta creencia en las ideas eternas. Pero Benjamin, que no pudo ver la revolución digital, no tuvo suficientemente en cuenta nuestro verdadero culto a las fotografías antiguas. El desgaste del papel fotográfico y el color sepia de las fotografías antiguas las convierten en objetos codiciados, verdaderos representantes de una era en la que el tiempo aún podía inscribirse en la base material de la fotografía. Si bien es cierto que el álbum de fotos, como archivo de la memoria familiar, aún no ha sido totalmente desplazado, es difícil imaginar que pueda resistir durante mucho tiempo. Hoy en día estamos viviendo una fase de transición de la inteligencia digital en la que enviamos nuestras fotos para que las «revelen» (de hecho, impriman) en las mismas tiendas de fotografía que todavía encargan los últimos rollos de película analógica. Las colecciones serán pronto totalmente digitalizadas. Los álbumes electrónicos (celulares, relojes y otras pantallas electrónicas, así como nuestras computadoras) seguirán siendo los «ases del papel».

Podemos hablar de una desaparición de la fotografía. Es una desaparición paradójica, de algo que fue creado precisamente para registrar lo que potencialmente desaparece más tarde. La fotografía en papel mantuvo una presencia, una densidad que fue y sigue siendo muy explorada por las artes plásticas. Sin duda, las potencialidades artísticas de la fotografía analógica nunca se habían explorado tanto antes de la fase de su desaparición. Es como si, antes de su fin, la fotografía analógica se volviera aún más elocuente como una metáfora ambigua de nuestra memoria, que es siempre una inscripción de la presencia y su borrado. Ciertamente ya poseemos muchas grandes obras de arte basadas en la tecnología digital, pero los inicios de la fotografía analógica todavía tendrán que producir muchas grandes obras.

Muchos otros elementos de la fotografía tradicional se ven estremecidos, en mayor o menor medida, por la fotografía digital. Por ejemplo, la cuestión de los derechos de autor. Sabemos lo complicado que era este tema ya en la era de la fotografía analógica. Pero con el tiempo, se desarrollaron procedimientos para asegurar que la autoría de las imágenes fuera respetada. Con la fotografía digital, que sólo puede entenderse con la apertura paralela del universo de Internet, esta cuestión adquirió una dimensión sin precedentes. Además de la facilidad de manipulación y multiplicación de las imágenes, la increíble capacidad de circulación de ellas añade otra dificultad al control de los derechos de autor. En la era digital, la autoridad del fotógrafo se pone en tela de juicio. Esta autoridad también se ve estremecida por la fantástica democratización de los aparatos fotográficos. Todos somos fotógrafos ahora, y esto indica no sólo que somos agentes de la fotografía, sino también manipuladores y agentes de su circulación: todos actuamos en la captura misma de las imágenes. Un niño de cinco años tiene ahora su primera cámara digital. Además, la cámara digital, en la medida en que nos permite un acceso inmediato a las imágenes capturadas y no depende de su traducción en un medio duro, fomenta una multiplicación del acto mismo de la captura de imágenes.

Es una banalidad decir que fotografiamos mucho más en la era digital. Si esta multiplicación cuantitativa significa una elevación cualitativa es una pregunta que aún debe ser contestada. En cualquier caso, estas fotografías asumen cada vez más el carácter de post-fotografías: son inscripciones gráficas electrónicas de otra calidad que aún no sabemos exactamente cómo definir. La multiplicación cuantitativa de imágenes puede explicarse no sólo por la facilidad técnica, sino también por una necesidad casi patológica del individuo contemporáneo de registrarlo todo en imágenes. « Glorifier le culte des images (MA grande, MON unique, MA primitive passion) », escribió Baudelaire. Estas palabras también caracterizan al individuo contemporáneo con su sed de construir una casa en un mundo donde todo se licúa. Como sus imágenes también son líquidas, no deja de inscribirlas. Nuestra era de museos y archivos es hija de nuestra separación de la tradición y, más recientemente, de nuestra crisis con respecto a los límites del propio ser humano.

El arte de la desaparición y del renacimiento

El texto que acabo de presentar aquí, con pocos cambios, acompañó el catálogo de la exposición La última foto de Rosângela Rennó, en la Galería Rojo de São Paulo en 2006. Esta artista es una de las que hoy en día consigue llevar más lejos la fotografía como reflexión sobre la memoria, la desaparición y la propia cuestión —para mí fundamental— de la relación entre las imágenes fotográficas y la violencia. Las obras de Rennó pueden ser vistas y leídas dentro de la antigua tradición de reflexión sobre la memoria como una inscripción. Entre los textos más importantes de esta tradición se encuentra un conocido pasaje de Aristóteles. El filósofo nos da elementos para pensar en la actual dilución de las bases de nuestra memoria cultural. Describe nuestro aparato anímico como un dispositivo en el que se inscriben los mensajes con mayor o menor durabilidad, según su constitución. Para él, cada persona poseería una cierta consistencia de superficie mnemónica, que aproximaba a la antigua noción de «tablilla de cera» (la metáfora por excelencia de la memoria en la Antigüedad), lo que determina su capacidad para retener más o menos información:

…en ciertas personas debido a la incapacidad o edad, la memoria no se da incluso bajo un fuerte estímulo, como si el estímulo o sello fuese aplicado al agua que corre; mientras en otras, debido al desgaste, como en paredes antiguas de edificios, o a la dureza de la superficie de apoyo, la conmoción no penetra. De allí los muy jóvenes y los muy viejos tienen memoria débil; están en el estado de flujo: el joven, debido a su crecimiento, el de edad, debido a su decadencia. Por el mismo motivo, ni el muy veloz, ni el muy lento parecen tener buena memoria, los primeros son más húmedos de lo que deberían ser y los últimos más duros; en los primeros la imagen no permanece en el alma, y en los últimos ella no deja ninguna conmoción.3

Nuestra era está en un «estado de flujo» y está marcada por la velocidad de circulación. Rennó construye dispositivos que nos ayudan a reflexionar sobre nuestra paradójica condición de estar inmersos en imágenes y al mismo tiempo en la amnesia. En su catálogo El archivo universal y otros archivos encontramos varias obras de base fotográfica que representan muy bien esta investigación artística sobre el estatuto de las imágenes. Me limitaré a destacar algunos ejemplos.

La serie «Pared ciega» (1998-2000) agrupa varios marcos, que recuerdan a los marcos fotográficos tradicionales, sólo que sin ninguna imagen. El título «Pared ciega» —una pared sin apertura— hace referencia a la idea de que la fotografía enmarcada en la pared puede verse como una ventana en el espacio-tiempo. Los marcos se presentan como si estuvieran colocados al revés en la pared. En realidad, se trata de fotografías donadas o adquiridas en ferias de segunda mano, 4 que fueron pintadas y colocadas en paneles de espuma y licra y fotografiadas por Vicente de Mello. Pero también podemos interpretar estas fotos pintadas en gris como espejos ciegos: una superficie de inscripción más cercana a la superficie del agua que corre, mencionada en el pasaje anterior de Aristóteles. El color de la obra se refiere al color de un negativo fotográfico. Todo es ciego en esta obra que revela —con el perdón del retruécano— el punto ciego de nuestra visión fotográfica. Cuando vemos esta serie sólo vemos la falta, la desaparición, sin su presencia, sin el enfático «esto fue — esto es» que toda fotografía parece decir. Vemos sólo el «esto no es» o —pensando en términos de una economía sublime, de una estética del silencio y de la falta para indicar lo irrepresentable— vemos en esta obra simplemente el «esto es» o el «how is it» becketiano. Vemos la imagen como puro performance, sin el lastre de la referencialidad. Se trata del dispositivo fotográfico de presentación cegado y que se refiere a una especie de ceguera que también constituye la recepción de la fotografía. Podemos pensar así que el marco de la foto es esta propia ceguera, una falta y un deseo que quiere saciarse en la inscripción de la luz; lo que en este caso no sucede en su totalidad. Sólo encontramos marcos vacíos. Soportes a la espera de una mirada.

En el mismo catálogo, la serie «Cuerpos del alma II » (1990-2003), un conjunto de fotografías de periódico tratadas digitalmente funciona con fotografías dentro de fotografías. La gente sube fotos en marchas o en ambientes familiares. Las personas que se transforman en retratos se presentan en imágenes ampliadas de tal manera que parecen fotos cotidianas con sus puntos fotográficos superdimensionados. Aquí es la foto-presencia, la foto-cuerpo, lo que está en juego. La fotografía se presenta como un Ersatz de personas, ya sean líderes políticos o familiares desaparecidos. La fotografía se presenta aquí como un testimonio (de una fe política), como un testimonio jurídico o incluso como un testimonio de los hechos, tal y como estamos acostumbrados a ver las fotos de los periódicos. Las fotos de fotos sirven para presentar la fotografía como un dispositivo capaz de incorporar otras imágenes. Se trata de una meta-imagen, una imagen de la imagen que apunta a las imágenes como creación y construcción del mundo. Todo esto sucede de la misma manera en que, paradójicamente, las imágenes se presentan como foto-cuerpo, imágenes-personas: casi de carne y hueso.

Ya en la serie «Vanidad y violencia» (2000-2003) vemos textos enmarcados escritos en negro sobre negro, como en Ad Reinhardt, el pintor expresionista abstracto, creador de obras black-on-black, como vemos en su serie Abstract Painting de la década de 1960, que destaca líneas pintadas en negro sobre un fondo negro. El título de la serie es una irónica (auto)referencia a la relación entre imagen, escritura, arte y violencia. En esta serie de Rennó, el texto que actúa como una foto se refiere a fotografías. En el primer cuadro, el texto dice:

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Rosangela Rennó, «Corpos da alma II», 2003.

La imagen que ella dice guardar de su verdugo es la de un hombre que aturullaba a sus interlocutores cuando asumía el comportamiento frío, decidido y muy objetivo en los interrogatorios. Veinte años después, E. M., 41 años, exmilitante del MR-8, se quedó trémula al ver la fotografía reciente del comisario D. P. y no tuvo duda en afirmar: «¡Es él mismo! Esa fisonomía se quedó muy fuerte en mi memoria».

La escena retratada por Rennó es el escenario de un reconocimiento que es a la vez trágico y jurídico. En esta escena, la imagen mental se encuentra con una imagen fotográfica y provoca una reacción similar a la que tenemos delante de la gente. Se trata aquí de una imagen-persona o una imagen-cuerpo, de un torturador, que se inscribió en la memoria de la enunciadora y fue reconocida en la imagen fotográfica. Pero en la obra y en Rennó, la única imagen que vemos es la de palabras en negro sobre un marco y fondo negros que, para ser leídas, requieren el constante movimiento del lector para extraer el texto de la página negra que brilla. Rennó sólo proporciona las iniciales de la mujer torturada y del verdugo, transformando este reencuentro en una especie de evento colectivo que marcó un país, Brasil, ya que el MR-8 es mencionado explícitamente. Esta obra es un dispositivo que permite pensar en las imágenes fotográficas como inscripciones para ser leídas, al mismo tiempo que pretende ser una imagen de la escritura. Cada imagen tiene algo verbal, simbólico, que puede ser interpretado y traducido —de muchas maneras— por el receptor, pero cada imagen también tiene restos no verbalizables. Las imágenes son tanto verbales como mudas. Así como hay ausencia de palabras frente a ciertas imágenes, también hay escenas que dejan imágenes —empañadas, traumáticas— sólo en la mente de ciertas personas. La ausencia de imágenes de tortura es parte del agujero negro en nuestra memoria de la violencia de la dictadura. La violencia de los actos brutales del terrorismo de Estado ocurrió al mismo tiempo que el intento de extinguir sus huellas. Había un tabú de la imagen alrededor de las cámaras de tortura. La imposibilidad de testificar sobre esa escena que tuvo lugar en la cámara oscura también se indica en esta impresionante obra.

Por último, destaco una obra de la serie «Cicatriz» (1996-2003), que forma parte del mismo catálogo. En esta serie vemos en cada página, alternadamente, fotos de fragmentos de cuerpos con sus tatuajes —tomadas de negativos fotográficos del Museo Penitenciario Paulista— y fotos de fragmentos de piel cubierta con inscripciones, como si hubieran sido hechas sobre la piel, quemándola. Los textos, como en la serie «Vanidad y violencia», también hablan de fotografías. En el ejemplo que presento, el texto dice:

Hace unos de cuatro años, un hombre de aspecto triste buscó a C., un restaurador de fotografías, en su estudio. Quería que le restituyera la memoria de la imagen de su madre, que había muerto años antes. Sin embargo, sólo guardaba una foto de ella, muerta, adentro del ataúd. «Aquel señor quería una foto en la que su madre apareciera llena de vida. Sería imposible hacer eso sólo restaurando aquella foto. Le pedí que describiera su pelo, sus labios, sus ojos. A partir de la descripción, la saqué del ataúd, le dibujé un vestido bonito, le abrí los ojos. Quince días después, el hombre volvió y cuando vio la foto, lloró», recuerda el restaurador.

El texto inscrito en la piel de pergamino es una pequeña y contundente narrativa. En ella, la presencia de la elocución en primera persona, en la voz del restaurador, hace que todo sea más gráfico e intenso. El texto se presenta como un acto de memoria y se cierra con la expresión «recuerda al restaurador». Todo el texto se graba en la piel, como una cicatriz, una poderosa metáfora de la memoria traumática. La narrativa de la resurrección de la madre a través de una fotografía se refiere de nuevo a la fuerza vital de la imagen fotográfica: si en la serie «Cuerpos del alma II» las fotos representaban a personas desaparecidas que seguían viviendo sólo en las fotos, aquí vemos, más que la «sobre-vida», vemos el renacimiento mismo a través de la restauración fotográfica. El fotógrafo proclama: «Le abrí los ojos». Esta imagen estremece y hace llorar, al igual que las imágenes de los desaparecidos que sabemos que ya no pueden ser resucitados. Esta madre que cobra vida gracias a la intervención del fotógrafo-artista-dios se refiere de nuevo a esta fuerza presencial de la imagen fotográfica: es casi tan fuerte e intensa como las imágenes reales de las personas. Por eso, desde el siglo XIX se habla de la capacidad espectral de la fotografía para captar fantasmas y personas ausentes.

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Rosangela Rennó, «Cicatriz», 1996-2003.

En este trabajo vemos varias metamorfosis: la madre que ha muerto y se transforma en una imagen fotográfica que luego, a través de esta foto y de la descripción —ekfrástica— que el hijo hace de ella, vuelve a la vida gracias a la intervención del restaurador, ese artesano que se ocupa del desgaste del tiempo. Más que nunca, en esta imagen de la madre resucitada vemos una indicación de la fuerza vital de la imagen fotográfica, con su capacidad de cobijarnos, como en un útero analógico o electrónico. La bidimensionalidad de la imagen fotográfica no le roba su fantástica fuerza presencial.5 Las fotos con un fuerte contenido indicativo e icónico, con un carácter de foto-presencia, revierten en cierto sentido la función aurática, ya que Benjamin vio en el aura «una pantalla singular, compuesta de elementos espaciales y temporales: el aparecimiento único de una cosa distante, por más cercana que ella esté». 6 El propio Benjamin vio que la fotografía —como arte post-aurático— tenía precisamente la capacidad de aproximar las cosas al individuo, distantes en el tiempo y en el espacio.7 Combina la transitoriedad y la repetibilidad, de la misma manera que las imágenes del trauma mencionadas anteriormente.

Fotografía y post-vida

Benjamin también subraya que el rostro humano habría sido el último lugar de resistencia al valor de culto de las imágenes que, con el estremecimiento de la reproducción técnica, habría migrado hacia el valor de exhibición de las imágenes: «El refugio último del valor de culto fue el culto de la añoranza, consagrada a los amores ausentes o difuntos. El aura hace señas por última vez en la expresión fugaz de un rostro, en las antiguas fotos».8 Las fotos de los desaparecidos en América Latina emanan esta aura. Una de las fuentes de la increíble melancolía que transmiten estas fotos es un intenso deseo de presencia. Por otro lado, son hijas de una era post-aurática. Esto da lugar a una serie de peculiaridades. Benjamin valora las imágenes que el fotógrafo Eugène Atget hizo de París, precisamente porque fotografió esa ciudad vaciada de sus habitantes y transeúntes.

Se dice que Atget fotografió las calles de París «como quien fotografía la escena de un crimen. También este lugar es desierto», comenta Benjamin. «Es fotografiada la causa de los índices que él contiene. Con Atget, las fotos se transforman en actas en el proceso de la historia». 9 Benjamin vio ahí la «significación política latente» de la obra de aquel fotógrafo. Las fotos ahora necesitan subtítulos para ser entendidas. 10 En otras palabras, con Atget las fotos se transforman en verdaderos juegos de emblemas, donde la imagen y la inscripción interactúan, una resignificando a la otra, una complementando a la otra. La insuficiencia de una cuando trata de ser superada por la otra. Los textos nombran las imágenes y éstas dan cuerpo a los nombres. Si para Benjamin, «escribir historia significa dar fisonomía a las fechas», aquí se trata de dar cuerpo y nombres a imágenes-fechas. Así, en las fotos de los desaparecidos vemos el encuentro de la melancolía aurática de los retratos con la función jurídica de la foto de tribunal: la foto-prueba (post)aurática. Hay que recordar también que Atget fotografió un París que, como escribió Baudelaire en su poema «El cisne», « Change plus vite, hélas ! que le cœur d’un mortel». Si Benjamin observó que lo que está a punto de desaparecer toma la forma de una imagen, en las fotografías de Atget de las calles de París reconocemos una total consciencia de este hecho. Detrás de sus fotografías, el fotógrafo anotaba: «Va disparaître».

Teniendo en cuenta que lo que está a punto de desaparecer toma la forma de la imagen, podemos pensar en la fotografía como un arte de la desaparición. En este sentido, la Sábana Santa, como señaló Philippe Dubois, entre otros, puede ser vista no sólo como la primera fotografía, sino también como la primera fotografía de un crimen. En este mito cristiano occidental vemos la realización del deseo de la imagen como un doble que perpetúa lo transitorio. La tela con la imagen icónica de Cristo se transformó en una reliquia venerada hasta hoy. Muestra la fuerza aurática de las imágenes, como un resto que penetra con astillazos la contemporaneidad. Dubois destaca que en 1898 Secondo Pia, al fotografiar la Sábana, habría visto en la foto la aparición del rostro de Cristo, que permanece invisible en la tela. 11 La revelación fotográfica, como en la restauración de la foto de la obra de Rennó antes mencionada, sirve como la resurrección de un muerto. Aquí también vemos aparecer un complejo enmarañado de metamorfosis y traducciones a la base de este renacimiento. La imagen-fotográfica también tendría vestigios de esta capacidad casi mística de provocar el renacimiento.

Pero la post-vida fotográfica de los desaparecidos en las dictaduras civil-militares en América Latina tiene un significado que no tiene nada que ver con este aparente milagro: al contrario, estas fotos están justamente vinculadas a lo que Benjamin llamó una nueva significación política de la fotografía. Creadas a finales del siglo XIX para controlar las poblaciones, las fotos de identificación se transformaron en América Latina en poderosas fuentes documentales para probar la existencia de los desaparecidos. Fueron estas fotos, junto con las tomadas de los álbumes familiares, las que, al ampliarse, pudieron ser anexadas a los laudos presentados incluso durante las dictaduras, exigiendo al Estado la restitución de los cuerpos, el habeas corpus que había sido suspendido en el estado de excepción que prevalecía en muchos países latinoamericanos en las décadas de 1970 y 1980.

En este sentido Carmen Hercio escribe: «En Chile, esta práctica de desaparición forzada de personas, se implementó a partir del mismo 11 de septiembre de 1973, como método de subordinación de la sociedad civil y principalmente de los oponentes ideológicos del régimen golpista». 12 En los años siguientes se mantuvo esta práctica. La Dirección de Inteligencia Nacional, que estaba bajo la dirección del jefe de la Junta Militar de Gobierno, Augusto Pinochet, fue creada por decreto-ley y tenía como objetivo llevar a cabo esta represión política. Sus operaciones se extendieron no sólo a todo el territorio chileno, sino también, a través de la Operación Cóndor, a otros países dictatoriales aliados: Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil. 13 La fotografía jugó un papel decisivo en este marco como medio de resistencia y oposición a la dictadura. Los trabajos de Rennó, que están fuertemente arraigados en el dispositivo fotográfico, fueron creados casi diez años después del fin de la dictadura civil-militar brasileña (1964-1985). Las fotografías a las que me refiero formaron parte de la propia acción de resistencia durante el periodo del estado de excepción de la dictadura chilena.

El estudio de la relación entre la fotografía y las dictaduras en América Latina debe tener en cuenta estos dos momentos a los que se vinculan dos enfoques del dispositivo fotográfico y las fotos: en la dictadura, las fotos tienen un papel de denuncia. Son un testimonio en el sentido jurídico de testis: el fotógrafo (y el público que contempla las imágenes) es como el «tercero» dentro de una contienda entre dos partidos. Evidentemente, esta modalidad jurídica del uso fotográfico se extiende más allá de las dictaduras, tanto en los procesos judiciales como en los trabajos historiográficos. Ya la apropiación de estas imágenes después de las dictaduras está subordinada a un trabajo —siempre conflictivo, político— de memoria. En el choque entre la continuidad del negacionismo —que normalmente se valió de leyes de amnistía, como la de Chile en 1978 y la de Brasil al año siguiente— y, por otro lado, los que luchan por la justicia y con ello por mantener la memoria del mal cometido, se establece también un conflicto entre iconoclastas y defensores de las imágenes. Existe una guerra de archivos, que a menudo se queman o se esconden y se transforman en verdaderos fantasmas, espectros en los que se proyecta una capacidad de redimir el mal: algo que, como sabemos, es imposible incluso en el caso de que se produzcan juicios y hasta condenas, como en Argentina, Uruguay y Chile (pero no en Brasil). El negacionismo de los verdugos y sus cómplices y sucedáneos es un factor importante en nuestra consideración de estas imágenes fotográficas: normalmente el negacionismo va al encuentro de los llamados intereses de Estado, que pretende promover la «reconciliación nacional».

Por consiguiente, estas imágenes son imágenes malgré tout, para usar la expresión de Georges Didi-Huberman: a pesar del negacionismo y a pesar de las limitaciones del testimonio. Porque las fotos fueron en gran parte prohibidas en las dictaduras, a través de la censura o incluso a través de decretos que prohibían la fotografía en público en Argentina, y en Chile su publicación en revistas. En esa ocasión, los editores de la oposición chilena tuvieron que recurrir a las letras para construir las imágenes en sus publicaciones. En estas páginas vemos lo escritural de las imágenes y su relación con la censura frente a Eros: el deseo de vida. Los fotógrafos ya reaccionaban mostrando sus fotos ampliadas, como hombres anuncio, en las calles del centro de Santiago. Las fotos son aquí verdaderos agentes de la oposición.

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Luis Navarro, «Missa por Lonquén», 1979.

Un caso paradigmático en este contexto es el del fotógrafo chileno Luis Navarro. Originario de Antofagasta y perseguido después del golpe de 1973, terminó yendo a Santiago a finales de 1974. Allá comenzó a trabajar en la Vicaría de la Solidaridad. En este cargo fue responsable de las fotografías del importante caso de «Hornos de Lonquén», el primer sitio clandestino descubierto con cadáveres de desaparecidos en 1979. En las conmemoraciones del Te Deum en la Catedral de Santiago, para conmemorar la proclamación de la nueva constitución el 11 de marzo de 1981, Navarro fue encarcelado y posteriormente torturado. Gracias a la intervención del cardenal Raúl Silva Henríquez y de organizaciones internacionales, fue liberado. Esta prisión, como señala el historiador de la fotografía chileno Gonzalo Leiva Quijada, sirvió de impulso para la fundación de la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI). 14 Esta organización desempeñó un papel fundamental durante la dictadura chilena, apoyando el trabajo de importantes fotógrafos, dándoles credenciales y defendiéndolos de los ataques de las fuerzas gubernamentales. Además del propio Navarro, participaron en la AFI fotógrafos como Paz Errázuriz, José Moreno, Helen Hughes, Rodrigo Casanova, Álvaro Hoppe, Claudio Bertoni, Jorge Ianiszewski, Leonora Vicuña, Kena Lorenzini y Rodrigo Ruegas (asesinado y quemado vivo por miembros de la dictadura en 1986, cuando tenía sólo 19 años, junto a la periodista Carmen Gloria Quintana).

Luis Navarro es uno de los responsables de la introducción de las fotos ampliadas de los documentos de identidad y las fotos familiares: estas imágenes no sólo sirvieron para iniciar los procesos contra la dictadura, sino que también fueron parte integral de las acciones de los familiares y amigos de los desaparecidos. Gonzalo Leiva Quijada considera estas fotos como el mayor acontecimiento de la historia de la fotografía en Chile desde su inicio en el país en 1840. 15 En las manifestaciones de fines de la década de 1970, los familiares mostraban estas ampliaciones de fotos. La demanda de los cuerpos se hizo con aquellas imágenes-testimonio. Navarro también fotografió a otras víctimas del gobierno autoritario, los marginados económicamente, así como capturó la vida cotidiana en fotos con una fuerte marca autoral, como señaló Leiva Quijada. La fotografía de su padre, reaccionando a la narrativa de su prisión, cuando sostiene una de sus manos frente a sus ojos, tiene una rara fuerza narrativa. Sus fotografías de la mise en scène del poder también son importantes y señalan una característica de las fotografías bajo las dictaduras: el fotógrafo a menudo trata de captar imágenes de la esfera del poder que, en la misma medida en que documentan, permiten la construcción de alegorías y narrativas críticas Así, la foto de un Te Deum en 1980 capta con cierta ironía la pompa y la austeridad militar que es despreciada por una paloma que camina exactamente en medio de un sendero que va en dirección opuesta a donde regresan los militares. El tiempo fecundo, típico de las imágenes sin movimiento, adquiere un significado mucho más radical en el fotoperiodismo. Aquí el disparo del obturador también puede significar un disparo preciso en el poder.

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Luis Navarro, «Te Deum», 1980.

La fotógrafa Kena Lorenzini también desempeñó un papel importante en la AFI y en la escena fotográfica chilena de la dictadura. Su catálogo publicado en 2006, Fragmento fotográfico. Arte narración y memoria. Chile 1980-1990, es al mismo tiempo un archivo de su trabajo periodístico y estético, y sirve como un trabajo de balance y memoria de los años de la dictadura. Lorenzini también, como Navarro, tiene fotos de impacto tanto de los marginados del sistema económico de la dictadura como fotos irónicas de los representantes del poder. En una ocasión revela un baile de los uniformados, que inevitablemente recuerda a otros verdugos uniformados, a los miembros de la Wehrmacht y de las SS nacionalsocialistas, cuyos uniformes inspiraron los del ejército chileno. La ironía de estas fotos radica en esta sugerencia. Tanto su foto de la Villa Grimaldi (uno de los centros de tortura más importantes de Chile), que fue tomada en pleno funcionamiento de este centro que se alza sobre los hombros de la periodista Marcela Otero, como la foto tomada desde la ventana de su cuarto, son documentos punzantes del estado de sitio experimentado en Chile.

La foto a través de la rendija de la Villa Grimaldi también se hace eco —en el baile de imágenes del terror genocida del siglo XX— de las fotos del prisionero de Birkenau, Alex, marcadas por un encuadre que incluía el lugar donde se encontraba (en el caso, una cámara de gas de puertas abiertas) y desde el cual fotografió escenas de la Shoah. La foto del cuarto de Lorenzini, con su encuadre diagonal y el mensaje contra la tiranía en el interior de la ventana, muestra el vértigo psicológico de quienes vivieron ese momento histórico. Además de las fotos, el catálogo contiene un largo texto de Luis Alegría Licuime, que no sólo presenta las fotos de Lorenzini, sino también la fotografía chilena bajo la dictadura y proporciona un «relato cronológico de la dictadura», suministrando así claramente el contexto para las imágenes del catálogo. 16 En la presentación del catálogo, un texto de Patricia Verdugo también contextualiza el libro en la lucha contra la desmemoria que ella conecta con la lucha contra la impunidad.

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Kena Lorenzini, «Desde mi dormitorio, militares en las calles luego del asesinato del general Carol Urzúa, calle Santa Filomena, Santiago», 1983.

En una impresionante documental de 2006, La ciudad de los fotógrafos de Sebastián Moreno (hijo de José Moreno) —un importante hito en la memoria de la fotografía durante la dictadura chilena—, los fotógrafos y también algunas de las manos de los desaparecidos fotografiadas en las manifestaciones durante la dictadura cuentan cuántas acciones se realizaron entonces con el propósito principal de ser fotografiadas. Debido a la represión y al miedo omnipresente, las manifestaciones a menudo tenían pocos participantes: pero las fotos tenían un efecto multiplicador. Transformaban una acción local en un acontecimiento para el país y, en algunos casos, para el mundo. En una de las escenas más significativas de la película, Ana González, que perdió cuatro hijos a causa de la dictadura, cuenta que posee sólo una fotografía familiar con sus hijos, que fue tomada por casualidad, gracias a un fotógrafo que pasó por su calle y vendía sus servicios. Siendo de una familia pobre, no tenía una cámara en casa.

Esta foto es la única comprobación que tiene de la existencia de sus cuatro hijos. Como afirma de forma contundente su experiencia vivida en propia carne: «No tener foto de la familia es como no ser parte de la historia de la humanidad». Esta foto lleva en sí todas las ambigüedades del testimonio: es testis, es decir, fotografía-prueba, testimonio de la verdad y, al mismo tiempo, imagen de la supervivencia, y de lo indecible: superstes.17 En la escena final de este documental, varios fotógrafos de la AFI —que se terminó en 1993 y que luego fueron mostrados en una ceremonia en memoria de Rodrigo Ruegas— van al centro de Santiago con las fotos de la dictadura que tomaron, repitiendo el ademán de las caminatas de hombres anuncio de la era de la oposición a la dictadura. Ahora muestran estas fotos y este ademán como parte de un nuevo trabajo de memoria y construcción de identidad en una era post-dictadura, pero que aún tienen que enfrentar negacionismos y revisionismos.

Una impresionante foto de Luis Weinstein, otro exmiembro de la AFI, muestra a un muchacho tomando, frente a La Moneda, una foto de este edificio cuando fue atacado en el golpe del 11 de septiembre de 1973. Vemos aquí cómo la memoria migra a la era digital, transformando el pasado en fotografía de fotografía de fotografía. Weinstein está detrás de una vertiginosa serie de imágenes y reproducciones, para mostrar el proceso de «telescopía» del tiempo, de presentificación del pasado que se convierte en una imagen electrónica. Por otra parte, Weinstein tiene innumerables fotografías de la dictadura que revelan a los adeptos del poder de manera sorprendente como verdaderos retratos de la banalidad del mal. 18

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Luis Weinstein, «Foto de Antonio Larrea
fotografiada por un ciudadano», 2005.

En Argentina también encontramos un espacio para la publicación de catálogos cuyas fotografías documentan las luchas contra la dictadura y por la justicia, las cuales revelan una cultura de la memoria prácticamente inexistente en Brasil19 (a pesar de trabajos como los de Rennó y, evidentemente, de un gran número de fotógrafos de la época de la dictadura, que también tuvieron que luchar contra las fuerzas del poder con su furia iconoclasta ante todo lo que podía traer a tono lo que ellas no querían ver). Como señaló Leiva Quijada, las fotografías de denuncia tienen algo de Unheimlich: muestran lo que la censura había enterrado, impedido. Un fotógrafo como Luis Humberto, que trabajó en el Jornal de Brasilia entre 1973 y 1979,20 tomó una fotografía autoral profundamente crítica con los dueños del poder. 21 Sus fotos también pueden ser leídas como imágenes-acción, para retomar la expresión de Horst Bredekamp, que indica el efecto de activación y vivificación de las imágenes de manera general. Evidentemente, esta noción de imagen-acción tiene un valor más eficaz cuando se habla de dictaduras y de fotógrafos que se oponen a ellas y denuncian sus atrocidades por medio de fotografías. Las fotos, como vemos, tienen una fuerza convincente de lo real derivada de su característica icónico-indicial.

Finalmente, me gustaría comentar algunas obras del fotógrafo y artista argentino Marcelo Brodsky. Este autor es una personalidad destacada en la memoria de la dictadura militar argentina de 1976-1983 y es uno de los iniciadores del Parque de la Memoria. Este parque es resultado de la iniciativa de diez organizaciones de derechos humanos que ingresaron con una solicitud a tal efecto ante el Ayuntamiento de Buenos Aires, que dio lugar a la Ley 46 el 21 de junio de 1998, que destina «en la franja costera del río de la Plata un espacio que será adaptado para uso como paseo público donde se localizará un monumento y un grupo poliescultural en homenaje a los arrestados-desaparecidos y asesinados por el Terrorismo de Estado en los años 70 e inicio de los 80 hasta la recuperación del Estado de Derecho».22 Más allá de este ambicioso proyecto —que, a pesar de encontrarse fuera de los principales ejes de la memoria de Buenos Aires, se encuentra justamente frente a las aguas del río que sirvió de escenario para la desaparición de cadáveres durante la dictadura—, Brodsky tiene algunos proyectos fotográficos destacados. El más conocido de ellos dio lugar a la exposición y el catálogo Buena memoria de 1997, y que hasta 2006 se presentó en más de un centenar de salas de exposición en veinte países. Este proyecto tiene en su centro una gigantografía que presenta una típica clase de primer año del Colegio Nacional de Buenos Aires en 1967 y por su tamaño también indica su valor como materia de memoria. Brodsky está entre estos alumnos. La exposición es el resultado del trabajo de memoria de Brodsky, desencadenado por su regreso del exilio en España en la década de 1980. Mirando sus fotos, la encontró de su clase de 1967. La amplió e invitó a quienes pudo encontrar de ese viejo grupo a una reunión. En ésta, los fotografió usando la gigantografía como fondo: una especie de contraplano, en el que destacan sus colegas en el regalo de la fotografía post-dictadura. Entre una foto y la otra, las décadas de 1960 y de 1990, toda una historia de violencia había marcado la vida de estos exalumnos del Colegio Nacional. Algunos de ellos fueron encarcelados y torturados, dos desaparecieron en manos de los verdugos: Claudio Tisminetzky (el único que también lleva su apellido junto a la reproducción de la foto de 1967, como en un epitafio) y Martín, el mejor amigo de Marcelo, que recibe una sección especial en el catálogo con fotos y textos que dan testimonio de esta amistad.

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Marcelo Brodsky, «Buena Memoria», 1997.

Para los colegas que no pudieron ir al encuentro, Brodsky los buscó y les tomó fotos tomando una copia pequeña de la foto de la clase de 1967. De esta manera, desdobló el juego de la fotografía de fotografía, en el que se duplican personas, pero con diferentes edades. Dos chronotopoi se encuentran de esta manera, de un modo que la fotografía es especialmente adecuada para provocar. La foto es un paradójico campo arqueológico bidimensional. El tiempo es su tercera dimensión. En el catálogo también vemos una sección en homenaje a Fernando, hermano de Marcelo Brodsky, que también desapareció a los 22 años de edad. La exposición y el catálogo asumen así claramente la función no sólo de un trabajo de memoria para Brodsky —para sus compañeros de clase y, de cierto modo, para una generación—, sino también de un trabajo de luto: de un luto que siempre en suspensión debido a la desaparición forzada del cuerpo de Fernando. Si la exposición puede ser vista como un acto funerario de memoria, un intento de reconstruir la identidad robada de Fernando y de despedirse de él, el catálogo debe ser leído también como un trabajo de luto y de construcción de una tumba de papel. Estamos ante unos rituales en los que se convocan imágenes para revivir el pasado y a los muertos y permitir una despedida digna, que ellos no pudieron tener. Aquí las imágenes también son cuerpos vivos y cadáveres. Parafraseando a Paul Celan, que escribió en el poema «Nächtlich Geschürzt» los versos «Una palabra — tú sabes: / un cadáver» (« Ein Wort — du weisst: / eine Leiche»), podemos escribir: «Una imagen — tú sabes: un cadáver».

Después de este trabajo inicial de fotografiar a los excolegas, Brodsky hizo una intervención gráfica en la gigantografía, nombrando a los colegas y haciendo algunos comentarios. Los dos colegas desaparecidos están resaltados con un círculo rojo y una línea sobre ellos. En una exposición posterior de esta fotografía, en 1998, Brodsky fotografió a los alumnos del entonces Colegio Nacional que visitaron la exposición y sus imágenes se reflejaron en el cristal que protegía la gigantografía: una vez más, el fotógrafo trabajó con el aparato fotográfico como metonimia, realizando así una topografía de la memoria. Treinta años pasan por este agujero en el tiempo que la fotografía hace posible. Espectros del «porvenir» visitan el pasado, en imágenes que recuerdan algunos fotogramas de la película La Jetée de Chris Marker.

Ya su catálogo de 2001, Nexo, contiene varios proyectos y está presentado por una figura clave en los discursos actuales sobre la memoria, Andreas Huyssen. Comento sólo algunos de los proyectos de este catálogo, destacando que, aunque no todos son explícitamente fotográficos, en todos ellos encontramos ciertos principios como la copia, la ampliación y el montaje, todos ellos típicos del aparato fotográfico y su capacidad no tanto de reproducir, sino de crear chronotopoi similares. Son, repito, imágenes-acción, ademanes, construcciones gráficas con fuerza performativa. La primera imagen del catálogo —fuera de la portada— es de un «siluetazo» en Buenos Aires. Esta foto y su título evocan la fuerza de esta forma de protesta, que fue común en Argentina durante la dictadura, y que aún hoy se utiliza, como en el campo de la investigación arqueológica en un antiguo centro clandestino de detención y tortura, el Club Atlético. La silueta es una marca común en la zona donde se produjo un asesinato, y marca la escena de un cadáver. Al mismo tiempo, es un contorno que también marca una ausencia: una alusión al propio origen del arte que, en la leyenda griega de Butades, habría sido inventado por esta mujer que decidió pintar la imagen de su amado, antes de que éste se fuera a la guerra, con su sombra proyectada en la pared.

Por otro lado, este mito griego presenta la imagen como algo secundario, derivado platónicamente de una luz que emanaría de fuera de la imagen. Ya en estas imágenes fotográficas que estamos tratando aquí, la luz parece provenir de la imagen misma. Ya no somos platónicos: como en la versión deconstructiva de la imagen de Butades y la caverna platónica de la pareja Tim Noble y Sue Webster. Sabemos que las sombras somos nosotros mismos y nuestra cultura de escombros y abyección. En otra obra, Brodsky presenta la foto que tomó de una crónica en forma de anuario de calamidades, encontrada en la catedral de Erice, inscrita en mármol de Carrara y que abarca el siglo XVII. Cada año corresponde al acontecimiento más destacado: peste, lluvia, guerra o invasión. Junto a esta foto, como en un espejo, reproduce un mármol muy parecido, pero con los años de 1905 a 2001, destacando los acontecimientos más importantes de su memoria en términos personales, colectivos y nacionales: la llegada de su abuelo, su nacimiento en 1954, los golpes militares de 1955, 1966 y 1976, la desaparición de Martín, su exilio, el secuestro de Fernando, etc. La última entrada es un political statement a favor del juicio de los culpables de la Guerra Sucia: «La desaparición continúa impune».

Las historias de dos regiones y épocas diferentes son aproximadas, transformando la historia de Brodsky y de Argentina en la historia de las catástrofes humanas. La justicia sigue siendo un horizonte intangible. Hay todavía muchas otras obras importantes en esta exposición y catálogo para comentar, como la reconstrucción por parte de Brodsky del depósito El Pañol que existía en la Escuela de Mecánica de la Armada ( ESMA), donde se guardaban los objetos robados de las casas de los opositores que habían sido secuestrados por miembros de los cuerpos represivos. Este impresionante depósito reconstruido tiene el aspecto desolado de un archivo-cementerio, donde de cada objeto emana tanto la vida de quienes lo poseían como la violencia a la que estas personas fueron sometidas. Lo más impresionante es que este efecto es puramente ilusorio, ya que Brodsky nos dice que estos objetos no eran de hecho los mismos que se encontraron en la ESMA, sino una (re)construcción de ese depósito que de hecho existía. Como en la fotografía, estamos frente a copias de nuevo, de reproducciones que crean el pasado, la vida, el dolor y la muerte.

Por último, unas palabras sobre el libro Memoria en construcción publicado en Argentina en noviembre de 2005. Este libro es uno de los más importantes en el contexto del debate sobre la memoria de la dictadura argentina. El subtítulo del libro deja claro de qué se trata: «el debate sobre la ESMA». La ESMA fue el mayor de los 520 campos de detención clandestinos que funcionaron durante la dictadura al servicio de aterrorizar y eliminar a los opositores al régimen. Cerca de cinco mil de ellos pasaron por la ESMA. En 2004, el gobierno de Néstor Kirchner llegó a un acuerdo con la ciudad de Buenos Aires, en el que estableció la transformación del edificio de la esma y su área en un «espacio para la memoria y la defensa de los derechos humanos». La dictadura en Argentina fracturó profundamente aquella sociedad. La discusión en torno a la ESMA refleja la dimensión de la violencia que entonces ejercían los militares y sus aliados civiles. Se estima que alrededor de 30 000 personas desaparecieron en manos del Estado durante la dictadura en aquel país. Alrededor de 300 000 argentinos tuvieron que exiliarse. Si una de las características del terror militar era borrar sus marcas y vestigios (el último presidente de la dictadura, Reynaldo Bignone, ordenó la destrucción de todos los documentos que comprometían al régimen militar), ahora es apropiado, en el espacio de la ESMA, presentar lo que se intentó ensuciar.

El libro tiene tres partes. En la dedicación de los ensayos presenta la historia de la dictadura, ponderaciones sobre la ESMA y su futuro como centro de memoria. La parte dedicada a las obras de arte contiene docenas de obras de artistas argentinos cuyos temas son la violencia de la dictadura. Ésta es sin duda una de las secciones más sorprendentes del libro. La diversidad y la calidad de muchas de las obras reflejan los esfuerzos de una cultura que llevó muy lejos los desafíos de representarse el horror: precisamente una de las cuestiones más delicadas de retratar cuando ese horror atravesó nuestra propia carne. Muchos de los artistas representados trabajan con intervenciones urbanas, como el Grupo de Arte Callejero y el Grupo Escombros. Los trabajos individuales están marcados por estilos que van desde el expresionismo hasta el trabajo más conceptual (como es el caso de Diana Aisenberg). Como no podía ser de otra manera, la fotografía desempeña un papel fundamental en este arte de recordar a los desaparecidos forzados.

La tercera parte contiene textos y fragmentos sobre la memoria de la dictadura, la relación entre el arte y la memoria y la cuestión de la transformación de la ESMA en museo. Autores importantes, como Horacio Gonzalez, Pilar Calveiro, Enzo Traverso y Hebe de Bonafini, suman sus esfuerzos en torno a un debate sutil. Existe la preocupación de no «museificar» el pasado, de mantener la memoria del mal como una memoria activa. Algunas propuestas, como la de las Madres de Plaza de Mayo, llegan a negar totalmente la necesidad de recordar el pasado en este lugar y proponen aprovechar el espacio para la creación de escuelas de arte para niños necesitados. También podemos ver en esta propuesta una manifestación radical de memoria activa en oposición a la rumiación del pasado.

Las primeras catorce páginas del libro son completamente negras. Podemos ver en ellas una metáfora del camino que estamos tomando para acercarnos a este pasado que representa las páginas negras, impregnadas de muerte, de la historia de ese país. O también podemos recordar «Cuadro negro sobre fondo blanco» de Kazimir Malévich, un ícono del arte contemporáneo, que nos remite a los retos estéticos del siglo XX. A continuación, vemos una secuencia de fotos de personas que fueron encarceladas en la ESMA. Estas fotos, que habían sido debidamente separadas para ser destruidas, fueron guardadas incluso durante la dictadura por Víctor Basterra, un fotógrafo prisionero que trabajó como «esclavo» de los militares en el «casino» de la ESMA. Arriesgando su propio pellejo, Basterra se las arregló para sacar de contrabando muchas de estas fotos fuera de la ESMA. Guardó —escondiéndolos en sus ropas íntimas— negativos con las fotos de prisioneros. Se vio obligado a fotografiar a muchos de los propios verdugos para hacer documentos falsos y también escondió algunas de estas imágenes, importantes pruebas para los procedimientos legales.

Brodsky encontró entre las fotos de los prisioneros tomadas por Basterra una de su hermano, Fernando Rubén Brodsky: prueba incontestable de su paso por la ESMA. Como escribe Guido Indij en su nota editorial, estas fotos «son el texto principal de este libro». En la mayoría de ellas, en los pies de foto, después del nombre del fotografiado, leemos las palabras: «continúa desaparecido». A partir de estas imágenes de prisioneros y desaparecidos y de su interpretación como inscripciones, rastros y vestigios que prueban la existencia y la desaparición de estas personas, todo el libro y todo el debate adquieren su debida dimensión. Como las cuatro fotos tomadas por Alex, mencionadas arriba, las únicas tomadas durante la guerra que representan la incineración masiva de los judíos por la máquina de matar nazi, estas imágenes tomadas por Basterra desde el interior del infierno tienen un valor inestimable. Son auténticas imágenes de la desaparición, son auténticas imágenes de la presencia.

Sin olvido

Habiendo hecho este periplo a través de algunas de las estaciones fotográficas en su relación con las dictaduras de América Latina, me parece importante concluir de modo anticlimático, para evitar apelaciones emotivas fáciles ante una temática tan cargada de emociones, injusticias y desilusiones. Vuelvo entonces rápidamente a las observaciones iniciales sobre la fotografía. Como vemos, los registros de luz y sombra de las fotos adquirieron un nuevo significado en la era de las imágenes técnicas electrónicas. La foto de Weinstein de la fotografía engullendo otra fotografía apuntaba a esta situación. La bidimensionalidad de las fotos como trauma puede adquirir volumen y vida en el curso de su recepción y reintegración en un nuevo contexto. De cierta manera, es este volumen casi narrativo el que los artistas que trabajan con las fotografías imaginan, o incluso los llamados autores de antimonumentos, como Horst Hoheisel y Jochen Gerz. Pero nuestra sociedad se está convirtiendo cada vez más en una imagen de la imagen, y el dispositivo fotográfico electrónico está canibalizando la propia memoria, a la que antes estaba subordinada.

Mientras nuestras memorias se acercan y son tragadas por las de nuestras computadoras, nuestro cuerpo, que para Freud y el psicoanálisis es una extensión del inconsciente, se está convirtiendo en materia plástica, sin posibilidad de inscripción en el tiempo. La novedad es que lo que siempre pareció imposible, el arte del olvido, es la gran promesa de nuestro regalo. El dispositivo fotográfico se consume así por el contenido traumático que siempre trajo consigo. Pero Benjamin —un admirador de Baudelaire, a quien definió como «traumatófilo»— vislumbró en la capacidad de olvidar una ganancia en Spiel-Raum, en espacio de juego, de libertad. En América Latina vivimos el punto muerto de que habitemos al mismo tiempo la modernidad técnica analógica, con su deseo de memoria, y la era de las imágenes electrónicas, con su deseo de poshistoria. Con Borges —uno de los mayores especialistas de todos los tiempos en el campo de las imágenes mentales— aún insistimos en decir: «Sólo una cosa no hay. Es el olvido». Los desaparecidos de este continente nos enseñan a no sucumbir al olvido, ya sea el llamado olvido feliz o simplemente el olvido oportunista.

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Notas

1 «Das Blitzlicht des Schreckens prägt einen photographisch genauen Abdruck», citado por Aleida Assmann, Erinnerungsräume , pp. 157 y 247.

2 Cf . Márcio Seligmann-Silva, «A história como trauma».

3 Aristóteles, De la memoria y la reminiscencia, 450b 1-10.

4 Cf . Rosângela Rennó, O arquivo universal e outros arquivos, p. 62.

5 En este sentido podemos recordar que hoy vemos en Estados Unidos la difusión de flat-daddies y flat-mummies que son ordenados por los familiares de soldados que están en Irak y en otras misiones patrióticas, para reducir los efectos de la ausencia de estos padres y madres. Estos padres de papel tienen la función de producir una proximidad a lo distante. Es un arte de la memoria vaciada de la fuerza política que encontramos en las fotos de América Latina. Otros contextos, otros juegos gráficos y trágico-compasivos.

6 Walter Benjamin, Obras escolhidas. Vol. 1, p. 101.

7 Ibid ., p. 168.

8 Ibid ., p. 174.

9 Ibid ., p. 174.

10 Cf . ibid., p. 129.

11 Philippe Dubois, O ato fotográfico e outros ensaios, p. 227.

12 Carmen Hertz, «Desaparición forzada de personas: método de terror y exterminio permanente», p. 48.

13 Ibid ., p. 49 y ss.

14 Cf . Gonzalo Leiva Quijada,Multitudes en sombras, AFI y Luis Navarro.

15 Cf . ibid., p. 15.

16 Con relación a la historia de la fotografía bajo la dictadura chilena, cf. G. Leiva Quijada, Multitudes en sombras, AFI.

17 Con relación a estos dos términos tenemos para pensar el testimonio, cf. Émile Benveniste, O Vocabulário das Instituições Indo-européias. Volume 2, p. 278.

18 Otra cuestión que valdría la pena desarrollar es la relación de estas fotografías con la violencia contra la dictadura y por su memoria. Kena Lorenzini, tanto en el texto como en la introducción de su catálogo, y en la película de Sebastián Moreno, afirma que cuando vio a sus colegas fotografiando a un muchacho al que un carabinero le había arrancado el ojo, quedó paralizada: «En ese instante decidí parar, no quería sentirme como un buitre, lo siento pero así lo pensé en ese instante. Decidí alejarme de ese tipo y fotografía», Kena Lorenzini, Fragmento fotográfico. En la película, Oscar Navarro, uno de los fotógrafos que había tomado la foto de este evento, comenta que, de hecho, en medio del trabajo de fotoperiodista en la dictadura, él y sus colegas necesitaban cada vez más la violencia para vivir: es como si se hubiera convertido en una parte importante de sus vidas. De ser observadores críticos de la violencia, se contaminaron más o menos por ella. Esta escena de la parálisis de la fotógrafa, narrada por Lorenzini, es un momento de reversión autorreflexiva: en lugar de congelar ese momento, el momento la paralizó. La fotografía de violencia tiene la capacidad tanto de generar un escudo de Perseo para escenas que de otra manera nos paralizarían, como también, de cierta forma, termina adquiriendo la capacidad de conmocionarnos y marcarnos de por vida, como narra Susan Sontag en relación al shock que las fotos de los campos de concentración nazis dejaron en ella cuando las contempló por primera vez. No toco en este ensayo el trabajo de artistas chilenos que trabajan, como Rennó en Brasil, con el dispositivo fotográfico. Hay mucho que decir sobre los trabajos de Alfredo Jaar, Luz Donoso, Carlos Altamirano, entre otros. Me limito aquí a referirme a Jean-Louis Déotte, «El arte en la época de la desaparición» y a Georges Didi-Huberman et al., Alfredo Jaar. La política de las imágenes.

19 Vale la pena recordar la exposición «MemoriAntônia», en el Centro Cultural Maria Antônia de la Universidad de São Paulo, que tuvo lugar en 2003. Una excepción en nuestra pequeña cultura de la memoria de la dictadura. La sala principal de la exposición fue ocupada con la memoria del edificio de Maria Antônia de la Facultad de Filosofía de la Universidad de São Paulo refiriéndose a la época de la resistencia contra la dictadura. Había piezas del edificio adyacente que funcionó durante muchos años —después de la transferencia de la Facultad al Campus en el Butantã— como la administración del sistema penitenciario de São Paulo. Estos fragmentos arrojaban a los visitantes a un campo de ruinas donde estos cacos pedían un significado imposible de atribuirles. La operación realizada en esa sala fue precisamente la recuperación de un pasado «amputado», legado por la dictadura en forma de torso. Los artistas se propusieron revivirlo, reunir a los cacos: dar un rostro y una voz a un pasado traumático, difícil de representar, pero que clama por un espacio y un diálogo. Fulvia Molina construyó cilindros de dimensiones humanas con las fotos de los estudiantes asesinados durante las luchas de 1968. También realizó una serie de entrevistas con participantes del movimiento estudiantil de la década de 1960 (ella misma formó parte de este movimiento). En medio de su investigación, descubrió una lista de más de trescientas firmas de participantes en una asamblea de 1966. Este documento también se exhibió en una vitrina horizontal y se reprodujo y superpuso en las fotos de los cilindros: construyendo enigmas de memoria, mezclas de imagen y texto. Además, los artistas Horst Hoheisel y Andréas Knitz, de Alemania, y el fotógrafo argentino Marcelo Brodsky participaron en la instalación. Cf. M. Seligmann-Silva, «A arte de dar face às datas: A topografia da memória na arte contemporânea».

20 Cf . Rubens Fernandes Junior, Labirinto e identidades, p. 156; Marcelo Barbalho, «O fotojornalismo político no contexto da ditadura militar».

21 Al igual que en Chile con la AFI, también en Brasil surgieron asociaciones y agencias para apoyar la difícil actividad de fotógrafo en medio de las tinieblas. Cf. R. Fernades Junior, op. cit., p. 158 y ss.

22 Comisión Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado,Escultura y memoria, p. 11.

Sobre el autor
Márcio Seligmann-Silva es doctor en Literatura comparada por la Universidad Libre de Berlín. Fue profesor invitado en la Universidad de Yale y en el Zentrum Für Literaturforschung (Berlín). Desde 2000 es profesor titular de Teoría de la Literatura en la Universidad Estatal de Campinas (São Paulo). Sus publicaciones incluyen varios libros y ensayos en revistas de América Latina, Estados Unidos y Europa sobre temas como Walter Benjamin, Vilém Flusser, estudios sobre el trauma, los medios y la traducción sobre la representación de la violencia con enfoque en la Shoah y en las dictaduras latinoamericanas.
Correo electrónico: m.seligmann@uol.com.br