Número 90

Vicisitudes de la memoria

Los límites de la representación de las víctimas en Colombia

Ingrid Ríos y Mauro Vega

Universidad del Valle
Departamento de Historia

La memoria y las ciencias sociales

El interés académico por la memoria ha tenido una trayectoria tortuosa. Se ha sometido a los ritmos y las contingencias de la modernidad, respondiendo a las demandas políticas y a las comunidades académicas. Su propia definición desafía las estructuras temporales y subjetivas de la modernidad. Sólo en el marco del posestructuralismo se han reconocido, comprendido y reflexionado mejor sus dimensiones. La memoria no es un objeto de indagación cualquiera: tiene una compleja naturaleza epistemológica, ontológica y fenomenológica, que requiere estrategias que van más allá del escrutinio historiográfico convencional. La memoria, al pasar a formar parte del vocabulario de las ciencias humanas, se utiliza generalmente para analizar la relación entre la cultura y la identidad, la modernidad y la tradición, el pasado y el presente, la violencia y la subjetividad, y los diversos artefactos culturales que forman parte de las experiencias personales y las memorias colectivas.

Con una sensibilidad extraordinaria, varios intelectuales alemanes como Aby Warburg, Carl Einstein y Walter Benjamin analizaron las obras de arte y un repertorio de imágenes como elementos constitutivos de las memorias culturales y los regímenes de representación, o como huellas de la dinámica productiva y comercial del capitalismo. Por su parte, la antropología de las décadas de 1930 y 1940 (Franz Boas, Edward Evan Evans-Pritchard o Lucien Lévy-Bruhl) consideraba la memoria como una propiedad de la mentalidad primitiva, identificándola en el centro de las interacciones cotidianas y en las representaciones culturales que se proyectaban en gestos, narrativas, imágenes y rituales. Sin embargo, en el periodo de entreguerras y posguerra, la memoria apenas formaba parte del campo semántico y analítico de la historia, la antropología y la sociología. Términos como «consciencia colectiva» (Durkheim), «mentalidad colectiva» ( Annales), «inconsciente colectivo» (Jung), «representación» (Husserl, Durkheim, Moscovici) o «ideología» (marxismo) estaban ciertamente mejor adaptados, aplicados y problematizados que el concepto de Maurice Halbwachs de «memoria» a secas o «memoria colectiva».

No fue hasta la década de 1980 que reapareció con fuerza. Pero esta vez en un nuevo contexto académico marcado por el desafío del posmodernismo y el posestructuralismo, así como por el debate sobre el Holocausto, la culpabilidad alemana, el trauma histórico, el sujeto subalterno, el testimonio y la víctima. En general, se intentaba comprender las tragedias colectivas del siglo XX estudiando las experiencias subjetivas, los «acontecimientos traumáticos», el «dolor» y el «sufrimiento social». Así pues, con un fuerte énfasis en el psicoanálisis y la antropología, la historia sustituyó gradualmente las perspectivas marxistas y funcionalistas (Hobsbawm, Charles Tilly, Michael Mann) que habían descrito y explicado un siglo XX de revoluciones, guerras y genocidios en términos estructurales y sistémicos, con un interés limitado por las agencias, las víctimas y los «sujetos de dolor».

Aquí ciertamente se da una inflexión importante: la memoria mostró su potencial y versatilidad heurística, que se ha articulado rápidamente con las «políticas de memoria», las agendas reivindicativas y los nuevos estilos de escritura de la historia (Saul Friedländer, Dominick LaCapra, Frank Ankersmit). En este contexto, varios grupos sociales empezaron a recuperar sus memorias para reconstruir y resignificar sus identidades. Aunque también se hizo patente un llamado al exceso, a lo original, a la victimización, todo ello en la línea de los tropos del posestructuralismo, fascinados por los fragmentos, los mitos y «la imaginación apocalíptica sin esperanza» (Martin Jay), coincidiendo con el «discurso de lo irrepresentable» y los riesgos de una memoria banalizada y sacralizada (Tzvetan Todorov).

Se podría decir entonces que el surgimiento de la memoria fue una respuesta a las marcas indelebles dejadas por los profundos conflictos sociales, políticos, ideológicos y culturales del siglo XX, en particular con el «Gran Trauma» de la modernidad: la Shoah. 1 Según Traverso:

La reactivación del pasado que caracteriza nuestra época es sin duda consecuencia de este eclipse de las utopías: un mundo sin utopías vuelve inevitablemente su mirada hacia el pasado. El surgimiento de la memoria en el espacio público de las sociedades occidentales es el resultado de esta metamorfosis. 2

El fin de las utopías creó las condiciones para la aparición de las víctimas. Ciertamente, los procesos históricos han producido víctimas, pero al privilegiar su entrada en los relatos actuales se corre el riesgo de obsesionarnos, como nos advierte Traverso, y de reducir la comprensión histórica al «enfrentamiento entre verdugos y víctimas: hay multitud de actores que resultarían marginados por esa focalización de las víctimas como únicos héroes del pasado». 3 Por su parte, Andreas Huyssen señala el peligro de «que una política de la memoria degenere en “victimología” y en una competencia por la memoria entre distintos grupos». 4 Esta tentación de reducir el espacio político, social y simbólico de la víctima abre el camino a su revictimización, lo que lo convierte en un espectáculo público y en un estatus oportunista, listo para los intereses hegemónicos o de resistencia.

Víctimas y duelo

Los monumentos y los rituales conmemorativos han estado generalmente en manos del Estado, cuya pretensión es institucionalizar una memoria nacional que proyecte un sentido de unidad y un destino común. Estas elaboradas estrategias y ejecuciones no siempre coinciden con las expectativas, intereses y puntos de vista de las víctimas. Estas últimas han intentado con sus memoriales mostrar una imagen alternativa. Esto abre un proceso intenso de competencia, conflicto y negociación entre las políticas de memoria, los medios de comunicación y las iniciativas de «una amplia gama de grupos políticos y sociales que pretenden representar a múltiples identidades. Organizaciones populares están creando exposiciones conmemorativas para visualizar sus reivindicaciones y demandas». 5

En el caso de la política del duelo transmitida por los medios de comunicación en Estados Unidos, se refuerzan los gestos de empatía e identificación cuando las muertes son estadounidenses, pero cuando las víctimas son ciudadanos de otras culturas, como árabes y musulmanes, se les califica como no-humanos, bárbaros y terroristas. Para Judith Butler, tanto la pérdida como la agresión se sitúan en una «zona gris», lo que finalmente crea mecanismos de censura. ¿Qué es lo que la gente ve y escucha?

Sostengo que el borramiento de la representación pública de los nombres, imágenes y narraciones de aquellos a quienes los Estados Unidos han asesinado va seguido de una melancolía a escala nacional, entendida como un duelo reprimido. Por otro lado, las pérdidas de los Estados Unidos son consagradas en obituarios públicos que constituyen actos de construcción de la nación. Algunas vidas valen la pena, otras no. 6

En estos contextos, la relación entre la pérdida y la agresión ha instituido una distribución diferencial del dolor, que decide qué clase de sujeto merece un duelo y qué clase de sujeto no, reproduciendo así ciertas concepciones («orientalistas», en el sentido de Edward Said) excluyentes y extremas, que ponen en duda la condición humana de los señalados como otros. El borrado radical pretende eliminar cualquier rasgo, signo e imagen que den cuenta de la experiencia humana de los otros, de manera que se pueda decir «que allí nunca hubo nada de humano, nunca hubo una vida, y por lo tanto, no ha ocurrido ningún asesinato». 7

Años antes, Peter Novick8 ya había reflexionado sobre las estrategias de las organizaciones judeoestadounidenses para integrar la «memoria colectiva» del Holocausto en el discurso público y la cultura popular de Estados Unidos. Este proceso coincidió con una serie de acontecimientos como los conflictos de Israel con sus vecinos, la expansión de las políticas de memoria, el surgimiento del neoliberalismo y el ascenso de la derecha judía, interesada en cambiar las percepciones del Holocausto. En efecto, entre las décadas de 1970 y 1980 se pasó de las explicaciones sociohistóricas («totalitarismo», «era del fascismo») a la mitificación y la arquetipación, reduciendo las posibilidades de representación (Adorno ya lo había previsto) y suponiendo que el Holocausto es el acontecimiento absoluto y límite de la historia. Novick estaba convencido de que la simpatía por las víctimas y los supervivientes del Holocausto había sido manipulada cínicamente para evitar las críticas a la política israelí contra los palestinos. Por consiguiente, existen riesgos en el uso y abuso de la memoria y las víctimas, que son susceptibles de tergiversación, manipulación, mitificación y sacralización.

En el centro de la experiencia moderna, sus artefactos ideológicos y políticos (como la «patria», el «héroe», el «mártir», la «nación», el «soldado desconocido», la «víctima» o el «Holocausto») se convierten en una especie de «religión civil» (Giovanni Gentile, Reinhart Koselleck, George L. Mosse), que legitima y alimenta las historias oficiales, las ideologías y los sentimientos nacionalistas. Estos discursos del bien contra el mal, del «nosotros» contra los «otros», conducen a una inevitable demonización del otro, a la construcción de relatos históricos retrospectivos y narrativas radicales que estimulan comportamientos de odio y venganza. Estos excesos y manipulaciones de las políticas de memoria pueden llegar a debilitar el horizonte crítico y secular de las ciencias humanas, sustituyéndolo por una fuerte presencia de un lenguaje cuasirreligioso («piedad», «apocalipsis», «pureza», «sacrificio», «alma», «redención», «mesiánico», «pasión», etc.), así como por una ideologización del pasado y el predominio de discursos y relatos fundacionales, heroicos, apocalípticos y redentores.

Por otra parte, las psicólogas Estela Schindel 9 y Elizabeth Lira están de acuerdo en que las experiencias traumáticas y de dolor producen un sujeto martirizado y enajenado que sigue pautas de comportamiento orientadas a la preservación, la prudencia y la culpa persecutoria. Fue precisamente en las posdictaduras de Argentina y de Chile que se fomentó el miedo a través de los discursos de la clase política indiferente a las experiencias traumáticas. En este sentido, la experiencia psicoterapéutica con personas directamente afectadas por la represión política muestra serias limitaciones de recuperación porque no va acompañada de un proceso de reparación social, que debería implicar a la sociedad en su conjunto. «La reparación individual como producto de la intervención terapéutica, queda necesaria e inevitablemente inconclusa. La reparación social implica un proceso colectivo que involucra a la sociedad en su conjunto». 10 En un contexto de violencia política, el daño social consiste en que «la amenaza externa pasa a ser parte de la organización psíquica de las personas, transformándose en un elemento relevante de la subjetividad social». 11 El sistema represivo ocupa un lugar en la organización psíquica individual y social, y determina que la amenaza permanezca vigente incluso más allá de su presencia objetiva. Desde otro ángulo, Carolyn Dean advierte que el exceso de información y la saturación de imágenes en torno al sufrimiento social, en lugar de estimular la sensibilidad, tienen el efecto contrario, que se expresa en la apatía, la negación, la indiferencia, la incredulidad, la «fatiga empática», la normalización de la atrocidad y la sobreexposición a la violencia. 12

Aunque estos riesgos existen, Butler, LaCapra, Theidon y Das ven el duelo como una oportunidad para la afirmación ética y política de sujetos y comunidades traumatizadas. En la medida en que se reconozca la vulnerabilidad y el dolor compartido, la repetición compulsiva, la angustia y el silencio pueden contrarrestarse reconstruyendo los lazos comunitarios, emocionales y simbólicos. En este sentido, Theidon señala: «Lo que está en juego en los contextos de posguerra es la reconstrucción de las relaciones sociales, de las formas culturales y de las redes económicas, y la reinvención de la vida ritual que le permite a una comunidad dar sentido al sufrimiento experimentado y causado». 13 La superación de las secuelas de las experiencias violentas requiere estrategias para afrontar el recuerdo, el dolor y el miedo:

Ello significa facilitar y promover la inclusión de todos los grupos sociales y posibilitar que se realicen los procesos de duelo que la verdad requiere. […] En la propuesta democrática futura la percepción de este problema debiera estar presente. Si nos resignamos al silencio, o a la postergación del conflicto, nos aseguramos su perpetuación abierta o subterránea, para toda la sociedad, tal como la historia de este siglo ha sido pródiga en señalarlo. En este contexto, el desafío ético y político está concentrado en asumir el conflicto del dolor y la violencia, sin soslayarlo y haciéndonos cargo de toda su magnitud. 14

Lira insiste en que pretender el olvido sin ninguna reparación política, jurídica y simbólica, o su mitigación de manera sosegada y armónica, se superpone con el desconocimiento de las condiciones que ocasionaron y siguen ocasionando el daño. Negarse a reconocer esto cierra la puerta a los causes democratizadores y a los procesos de reparación, reconciliación y establecimiento de la verdad. 15

Colombia y la institucionalización del olvido

La experiencia colombiana no ha estado exenta de estas tensiones ideológicas y discursivas en torno a las políticas de memoria. Castillejo observa que en Colombia la reflexión sobre el pasado violento es un fenómeno muy reciente, lo que resulta paradójico en un país en el que la violencia política y social tiene una larga historia. 16 Este silencio puede atribuirse a la estructura política, en particular al monopolio político que ha estado en manos de los dos principales partidos (el Liberal y el Conservador), que han llegado a consensos y acuerdos (como el Frente Nacional en 1954) para no asumir la responsabilidad de la violencia e imponer una visión que institucionaliza la impunidad, el silencio y el olvido.

Siguiendo esta posición, el Estado colombiano establece una relación con las víctimas exclusivamente en términos burocráticos y legales: produce leyes para «clasificar», «certificar», «jerarquizar» y «oficializar» a las víctimas. El Estado asume su representación y vocería sólo en este marco formal; no le interesa reconocer a otros interlocutores y menos aún escuchar los testimonios de las víctimas. Sin embargo, en los últimos años, ante la creciente presión internacional, las demandas de las víctimas y los movimientos sociales, y la expansión del discurso de los derechos humanos, se creó la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), que nace con la Ley 975 de 2005 —o Ley de Justicia y Paz—, para administrar «la reincorporación de miembros de grupos armados organizados al margen de la ley». Y como parte integral de la CNRR, el Grupo de Memoria Histórica fue establecido en 2011. Es una institución pública adscrita a la Presidencia de la República, cuyo propósito es recuperar, conservar y analizar todo el material relacionado con «el conflicto armado interno colombiano». 17

Esta iniciativa proporcionó el impulso institucional más relevante del Estado para reconstruir las memorias traumáticas del país. Sus investigaciones, expresadas en más de 150 informes, 18 han tratado de historizar, contextualizar, identificar y reconocer las experiencias y las voces de las víctimas. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), «la memoria se afincó en Colombia no como una experiencia del posconflicto, sino como factor explícito de denuncia y afirmación de diferencias. Es una respuesta militante a la cotidianidad de la guerra y al silencio que se quiso imponer sobre muchas víctimas». 19 Estos informes, rigurosamente elaborados por un equipo destacado de investigadores, se han convertido en una referencia imprescindible para cualquier investigación sobre la violencia, la memoria y las víctimas en Colombia. Además, el interés investigativo del CNMH se ha caracterizado no sólo por la contextualización y la identificación de los agentes involucrados en los eventos y hechos de violencia, sino también por el intento de comprender las secuelas y las heridas en la psique y sus formas de representación cultural.

Siguiendo esta línea de análisis, Manuel Vallecilla, inspirado en el término «poéticas del duelo» acuñado por Víctor Vich, 20 considera que esta perspectiva es relevante para Colombia en la reconstrucción del universo simbólico de las víctimas, destacando sus capacidades e iniciativas para construir sus relatos y memorias, con el objetivo de mitigar el sufrimiento, rehabilitar el tejido comunitario y elaborar el duelo. 21 Las poéticas de duelo se articulan con procesos organizativos en el marco de las «comunidades de duelo». En Colombia, estas iniciativas están generalmente dirigidas por mujeres, que tratan de reconstruir la confianza del andamiaje simbólico de sus comunidades. A través de representaciones simbólicas y estéticas (cantos, pintura, murales, versos, teatro, música, danzas y bordados) es posible visibilizar sus recuerdos, reorientar sus acciones y resignificar sus identidades como un desafío al olvido, la injusticia, la fragmentación y el silencio.

Sigue siendo sorprendente que la historiografía colombiana no haya abordado sistemáticamente el problema de la violencia, la memoria y las víctimas. ¿A qué se debe este silencio? ¿Es el resultado de un «trauma histórico» o de un «trauma estructural», como sospecharía LaCapra? ¿Se debe a la falta de empatía y compromiso ético con las víctimas? ¿Se utilizan epistemes y marcos teóricos que no hacen inteligibles a las víctimas? ¿Por qué no ha habido una «obsesión por la memoria» en Colombia? ¿Se debe a la vigencia de metanarrativas anteriores al posestructuralismo?

Por lo tanto, es inadmisible esta omisión de la historia de Colombia. En la actualidad existen tres riesgos principales: en primer lugar, que los estudios patrocinados por el Estado sobre la memoria y la violencia estén condicionados por los cambios en el régimen gubernamental y sus respectivas ideologías. En segundo lugar, hay una tendencia a reducir las víctimas a cifras y datos estadísticos. En tercer lugar, que las múltiples formas de representaciones mediáticas minimicen y banalicen el sufrimiento de los subalternos y glorifiquen la violencia estatal (y paramilitar). En este sentido, la memoria no es un fin en sí mismo, sino que debe proveer las herramientas y las estrategias que impulsen la transformación de las experiencias sociales traumáticas hacia al menos cierto grado de curación, reconocimiento, cierre y distancia crítica.

Bibliografía

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Judith Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Buenos Aires, Paidós, 2006.

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Grupo Nacional de Memoria Histórica, ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, Bogotá, Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013.

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Peter Novick, The Holocaust in American Life, Boston, Houghton Miffin, 1999.

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Víctor Vich, Poéticas del duelo. Ensayos sobre arte, memoria y violencia en el Perú , Lima, IEP, 2015.

Notas

1 Enzo Traverso, El pasado, instrucciones de uso, p. 15.

2 E. Traverso, «Europa y sus memorias», p. 29.

3 Entrevista a E. Traverso, en el sitio web de Campus digital de la Universidad de Murcia: https://www.um.es/campusdigital/entrevistas/Enzo%20Traverso.htm .

4 Entrevista a Andreas Huyssen, en Revista Ñ. Consultado en
http://edant.revistaenie.clarin.com/notas/2010/05/16/_-02195548.htm .

5 Katherine Hite, Política y arte de la conmemoración, p. 22.

6 Judith Butler, Vida precaria, p. 16.

7 Ibid ., p. 183.

8 Cf . Peter Novick, The Holocaust in American Life.

10 AA. VV., Derechos humanos, p. 113.

11 Ibid ., p. 116.

12 Carolyn Dean, «Empathy, pornography, and suffering», p. 94.

13 Kimberly Theidon, Entre prójimos, p. 89.

14 AA. VV., op. cit., p. 16.

15 Ibid ., p. 172.

16 Alejandro Castillejo, «Iluminan tanto como oscurecen: de las violencias y las memorias en la Colombia actual», p. 29.

17 Ministerio de Justicia y del Derecho, Decreto 4803 de 2011 Ministerio de Justicia y del Derecho, «Por el cual se establece la estructura del Centro de Memoria Histórica» , p. 2.

18 Centro Nacional de Memoria Histórica, inicio, publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República. Consultado en http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/memoria-historic .

19 Cf . Grupo Nacional de Memoria Histórica, ¡Basta ya!.

20 Cf . Víctor Vich, Poéticas del duelo.

21 Cf . Manuel Fernando Vallecilla Franco, Los estudios sobre memoria e historia.

Ingrid Esperanza Ríos B. es psicóloga e historiadora. Es egresada de la Universidad del Valle y es miembro del grupo de estudio «Memoria, violencia y subjetividad» adscrito al departamento de Historia de la misma universidad. Cuenta con investigaciones realizadas desde la psicología cultural y el psicoanálisis sobre la incidencia de la violencia en los niños y, desde el enfoque del análisis crítico del discurso, sobre el lugar del lenguaje en la construcción de realidades. Su experiencia laboral se enfoca en el diseño e implementación de propuestas de desarrollo humano y acompañamiento psicosocial a poblaciones en situación de alta vulnerabilidad social.
Correo electrónico: ingridesperanza2904@hotmail.com

Mauro Vega Bendezú es historiador egresado de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga (Perú). Magister en Historia andina por la FLACSO (sede Ecuador) y doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Zaragoza (España). Sus trabajos han girado en torno a la historia social, la historia cultural, los estudios culturales y la teoría de la historia. Actualmente es profesor en el Departamento de Historia de la Universidad del Valle (Colombia).
Correo electrónico: maurobendezu@hotmail.com