Número 90

De las grafías a la fonías1

La voz, lo (in)audible y los lugares de desaparición

Alejandro Castillejo Cuéllar

Departamento de Antropología
Universidad de los Andes

Introducción

 

Para los propósitos de este escrito, me parece imprescindible comenzar recordando estas notas de campo que escribí en el municipio de La Uribe, Colombia, en 2018:

Sobre las materialidades de la desaparición. Objetos extrañados, deslocalizados, des-lugarizados, en busca o de regreso a un hogar. Están, efectivamente, «a medio camino», tirados, abandonados, extrañados incluso de sí mismos, al menos en dos sentidos: han sido hechos extraños, des-familiarizados de sí, reducidos a lo ininteligible, localizados más allá del acceso fenomenológico de nuestro entorno. A ese más allá le llamo, por un lado, «invisibilidad»: en otras palabras, objetos/sujetos hechos «invisibles» por un «régimen escópico» —y esto no significa que no se vean o no se nominen, sino que se ven y se nominan de una manera muy particular, como parte de las inscripciones del poder sobre el cuerpo/territorio del otro—. Esa distancia evoca también las condiciones de su «in-audibilidad», o de lo audible y de lo decible. Sin embargo, las personas y sus objetos son también, en un sentido más íntimo, extrañados: porque se les extraña, como a una vida o un amor ausente o perdido: personas que se extrañan por alguien a través de sus objetos y ausencias. Así, en estas materialidades y objetos cohabitan, se yuxtaponen, se sobreponen, las dos cualidades: la de la intimidad y la de la alteridad radical. Son de hecho sujetos y objetos liminalizados (el participio pasado es muy importante), donde conviven todos y ningún lugar a la vez.  En eso consiste la naturaleza de su singularidad, su cosalidad: en el principio de su incertidumbre, pues son objetualidades inciertas. A esta convivencia y connivencia le podría llamar «rastro», «huella», «ruina», «resto», siendo el investigador por definición un rastreador, un olfateador, un observador, un escucha de lo que queda, de lo que las personas desaparecidas van dejando a través de los ecos: sus objetos, sus silencios, sus ausencias, sus voces, sus intimidades más públicas: las ruinas de lo social.

Este escrito es una reflexión retrospectiva, un álbum fotográfico, un relato de viajes, un documento académico y, por supuesto, un tejido de sonidos. Está compuesto por una serie de fragmentos tomados de mi trabajo como etnógrafo, con el cual busco entender las formas en que las violencias transforman los paisajes existenciales de los seres humanos. Me gustaría explorar aquí la naturaleza de las relaciones e intermediaciones entre las voces y los lugares de esas violencias: la colonia Maclovio Rojas en Tijuana;2 la vida de los desplazados en el barrio El Pozón en Cartagena de Indias;3 el depósito de cuerpos-esclavos desconocidos o desaparecidos en la calle Prestwich en Ciudad del Cabo;4 y la Casa de los Esclavos en la Isla de Gorea en Dakar.5 Si estos fueran lugares de terror, habría muchos más.6

Usando una figura de la acústica, se podría decir que este texto se sitúa en la intersección entre dos tipos de ondas y sus tiempos y velocidades, que son los de la vida: por un lado, los tiempos del trabajo etnográfico de larga duración construido en el espíritu de una epistemología colaborativa, de un trabajar «con», de la misma manera que el sistema auditivo y nuestra audición del mundo (y no «visión del mundo»): en su relación con los objetos-espacio circundantes, los oídos trabajan juntos, en una colaboración estructural, gestando una parte de lo que constituye el habitar.7 Por otro lado, el tiempo y la velocidad del tránsito, la itinerancia contemporánea y la intuición instantánea producida por el nomadismo. Es en la intersección de estas dos ondas, en su momento de interferencia mutua, que espero sus reverberaciones y ecos.

El texto también tiene una estructura temporal particular. Empieza desde lo más reciente hasta lo más lejano. Por un lado, me centro en la relación entre el lugar y la violencia, así como en la implosión de la voz y el testigo, en un momento concreto de la actualidad: «La Pozolería» de Tijuana. Luego, en tiempos de guerra, me muevo hacia un «después», hacia lo que queda de esa violencia, pero en un contexto diferente. Primero, en un «después» reciente: en Colombia, durante una conversación con una superviviente, tras una serie de muertes en 1997. Luego continúo con otro «después», pero esta vez vinculado con las violencias de largos períodos y sus resonancias: primero en Green Point, Sudáfrica, donde en 2002 hice trabajo de campo para un libro sobre el silencio. Termino con el momento primigenio de la esclavitud en Dakar ese mismo año. En otras palabras, mi ensayo va hacia atrás, para entender el «después» con la intención de mostrar su presencialidad, su actualidad, todo vertebrado con los susurros de quienes ya no están. Al final, todo se trata de la voz.

Por último, un apunte sobre lo que aludo como una «transición de las grafías a la fonías». Este ensayo forma parte de una modulación, producto de una inflexión o un desplazamiento sensorial, conceptual y afectivo en torno a la escucha y sus condiciones de (in)audibilidad: un campo que podría denominar etnofonías de la violencia y la memoria. Esto podría leerse en dos sentidos: por una parte, el testimonio de la guerra y el relato de la violencia no sólo se reducen a su dimensión semántica, a lo que significan cuando realizamos una entrevista, por ejemplo, y a la imputación política, antropológica o psicológica de lo dicho, denominándose esa domesticación o encuadre «escucha política» o «escucha psicológica».8 La transcripción, la transliteración de la palabra o la extracción se convierten en una abstracción de significados.9 A menudo, lo que queda de nuestras grabaciones de campo son transcripciones de lo dicho. En segundo lugar, podría decir más bien que la voz, al menos en principio, es también una experiencia sonora que requiere flujos de aire, la respiración y las cavidades intercomunicadas que conectan el olfato, el oído o el tacto, y la fricción producida por el roce del aire en las cuerdas vocales y que dan lugar a los tonos, el timbre, la sensación de profundidad, guturalidad y nasalidad.10 La expresión «las voces de las víctimas» (o «la voz del otro», que se ha convertido en un lugar común hoy en día) nos remite también a los paisajes sonoros, a las dimensiones sociales y culturales del sonido y especialmente del silencio, a los aspectos sonoros de un lugar y, en general, a la experiencia de lo auditivo y sus tecnologías de inscripción, notación, legibilidad y sus dimensiones morales, políticas y estéticas.11

Es evidente que el conocimiento del pasado y la violencia puede ser leído en esta clave tonal y sensorial, sólo que en nuestras formas de entender este conocimiento hay un punto ciego acústico o, por así decirlo, una sordera de segundo orden12 que se establece en el momento mismo de su enunciación en el lenguaje escrito. ¿Cuáles son los ecos del pasado o de la guerra? ¿Cuáles son sus rastros o sus sonidos? Desde el punto de vista de la experiencia, nuestra vivencia de la violencia como sociedad, dondequiera que sea, está plagada de gritos, murmullos, sollozos, sonrisas y carcajadas; de ríos que corren entre los matorrales; del olor del calor y el viento frío que cubre el cuerpo. Este texto es un primer paso hacia la decodificación de lo escrito, a través de su transsonificación (en lugar de transliteración) en el campo heterogéneo del sonido.

¿Cómo transformaría esto los modos académicos de escritura, cómo se redefiniría nuestro lenguaje del mundo en esta transición de las grafías a las fonías? ¿Cómo se transformarían nuestras representaciones de la violencia, cuando nuestra sensibilidad ya está entrenada para mirar escópicamente (ocularmente) y escuchar? Si nos situamos en la intersección de la densidad semántica de la palabra hablada-textualizada y la densidad aural, ¿qué será entonces de la memoria de la guerra, el testimonio y la disonancia que emerge? ¿Cómo indexamos esa violencia? Esta es la pregunta que me gustaría explorar aquí.

Imagen 1
Alto de la Virgen, carretera Bogotá-Choachí, Colombia.
Foto de A. Castillejo Cuéllar.13


¿Epistemologías de la auralidad?

Si quienes nos hablan de violencia lo hacen desde el más allá, desde el reino de la muerte, como nos dice el poeta T. S. Eliot en The Hollowed Men, ¿cómo podemos escucharlos?14 Si nuestra tarea como profesores, intelectuales o escritores (en la sociedad del precariado intelectual y del rendimiento) es entender cómo la violencia implanta sensibilidades complejas en los «mundos-de-la-vida» de quienes sobreviven (en el fondo, es entender los sentidos de habitar el daño, la herida o la cicatriz), ¿qué hacemos entonces con esa sutil modulación entre el mundo de lo sensible y el mundo de lo (in)inteligible que no se sitúa en nuestras vidas ni en nuestros cuerpos, sino que proviene de «otros» a los que ni siquiera reconocemos la existencia o la «sensibilidad»?15 Cuando hablamos de violencia y experiencia, hay una dimensión de conocimiento de la guerra que se transmite a través de los remanentes de las voces de quienes no están. Desde esta perspectiva, la posibilidad de «reconciliación» con el pasado violento se da en el «momento» en que una sociedad aprende a convivir, literalmente, con sus fantasmas o, mejor dicho, con sus antepasados, incluso con lo «in-convivible».

El problema, me parece, ha sido reconocerlos como «reales», como agentes en el presente inmediato, deambulantes, incluso conversantes. Me pregunto: ¿hasta dónde debemos nadar en otras epistemologías para darles presencia, para escucharlos? No me refiero aquí a la idea de la ausencia como una forma radical de presencia, una idea que ha estado precisamente en el centro de las diversas discusiones y aproximaciones a lo traumático en los debates sobre los derechos humanos y las reparaciones de los daños codificados en la llamada justicia de transición a través de su evangelio global de perdón y reconciliación.16 Para quienes enseñamos las formas en que las guerras y las violencias transforman los paisajes existenciales de los seres humanos y no-humanos, la transmisión de lo que de otro modo parecería «inenarrable» (a través de nuestras practicas narrativas formales) sigue siendo paradójica: ¿cómo hablar o cómo escuchar lo que se sitúa en el borde externo del sentido? Esta es la pregunta que, en cualquier caso, rodea este relato.

En «El narrador», Walter Benjamin dijo que la muerte «es el sello de todo aquello que el narrador puede relatar. Su autoridad ha sido tomada en préstamo de la muerte». Benjamin se refería no sólo a la autoridad y la sabiduría que emergen frente al abismo definitivo, como diría Paul Celan antes de su suicidio, sino también a las que se transmiten a quien escucha, quien —quizá forzadamente— es habitado por la voz del otro y por su rostro.17 Pero la pregunta es: ¿qué hacemos con su palabra, en ese momento denso e inquietante que es el último aliento antes del fin de la vida? ¿Qué hacemos con sus silencios, sobre todo cuando se nos confían en la intimidad de un encuentro? Quizá uno de los dilemas humanos más profundos tiene que ver con la posibilidad o el derecho que uno se arroga de hablar por los muertos —o incluso a su lado, como ahora— y el derecho a hacerlo cuando no se puede dar testimonio directo del universo que habitan indefectiblemente: ¿será posible, entonces, dar testimonio de lo que parece ininteligible? Escribo con Benjamin, en un ejercicio de calibración permanente con su espectro, en honor de aquellos que ya no están, o están «a medio camino», extrañados.18

La violencia como implosión de la voz (1ª parte)

Condujimos durante una hora desde Tijuana, por una autopista. Fue en la parte noroeste de México, en el océano Pacífico. Fueron más de cuatro años tratando de trabajar seriamente19 como etnógrafo en este país, viajando, hablando, escuchando a muchas personas e instituciones involucradas en la administración del dolor colectivo, y a otras personas hablar sobre sus vidas y experiencias violentadas por la desaparición forzada. Una mezcla de fascinación, amor y conmoción estaba en el aire esa tarde. Curiosamente, estaba listo para hacer de éste mi último viaje académico.

Cuando se vive en el mundo de la academia neoliberal, para darle un nombre, del precariado intelectual,20 del conocimiento-mercancía, del universitario-mercachifle,21 de las inflamaciones del currículum vitae y de los índices de citación de lo irrelevante, es muy difícil tener un pie en el suelo que se considera, al menos en parte, como propio (en mi caso, Colombia)22 y otro en un contexto nacional diferente. En última instancia, nuestras universidades son, por razones que van desde la falta de fondos hasta el cordón sanitario de los territorios académicos, profundamente parroquiales (escribimos sobre nuestros ombligos como si fueran los únicos) y el significado de lo que se llama «internacionalización» no es otra cosa que mirar al hemisferio norte con deseo y sumisión.

Por la mañana, había caminado a lo largo del borde marítimo del muro que separa México y Estados Unidos: una larga hilera de barrotes de hierro que se extiende sin cesar a lo largo del territorio ondulado hasta que incluso penetran en el mar, decenas de metros tierra adentro. En los barrotes, rayones como los que había visto en otros lugares, como en el lager: Auschwitz-Birkenau en Polonia, Les Milles en Francia o Sachsenhausen en Uraniemburgo: personas arañando sus nombres o alguna huella en la superficie de los barrotes que han sido derruidos por el tiempo, mensajes ininteligibles, dibujos y mamarrachos, firmas y signaturas de todo tipo, adagios, frases célebres, declaraciones políticas, testimonios de presencias. Esa tarde me llevé una sensación vertiginosa con respecto al significado de una frontera nacional, en el sentido cartográfico y geográfico de la palabra.

La frontera que vi en Tijuana fue diseñada como una zona de contención en el lado estadounidense, vigilada en todo momento por coches de policía a lo largo de la frontera. Una amplia franja de colinas ondulantes, una especie de estado de excepción originario dentro de una gama de estados de excepción concéntricos se hace más profunda a medida que se penetra en el desierto, donde la ley y la violencia muestran su coexistencia. En esta franja, sofisticadas cámaras de video, carreteras, cercas y púas vinculan el paisaje con el sonido del mar. Así como el tren es la gran metáfora de la penetración de la civilización a comienzos del siglo XX en África, el alambre de púas sigue siendo el elemento central del dominio de «lo salvaje» hasta el día de hoy. En el fondo, un helicóptero se desliza por el aire a unos pocos kilómetros de distancia, mientras también están algunas personas que tratan de cruzar la estructura por debajo del agua.23 Como los ferrocarriles y las carreteras en Sudáfrica que han funcionado como zonas de contención racial-racista entre localidades segregadas o townships, sonoramente, las tecnologías de vigilancia, llenas de contrastes, se superponen a las olas en medio de una sensación tórrida del amanecer espeso con el gris de la contaminación.24

Una gran cicatriz que se conecta con los sentidos y las pulsaciones de la vida. Vista desde el aire, representaría un gran conjunto de marcas en el cuerpo-territorio. Si hiciéramos una inflexión de la escucha, escucharíamos las intimidades y veríamos las cicatrices en forma de palabras y ausencias. Me pregunté: ¿qué quiere decir habitar esas fronteras y cicatrices? ¿Cómo es ese balance entre lo que se siente y lo que se entiende?25¿Qué significa habitar el daño? ¿Y cuál es su epistemología? En el lado mexicano, los barrotes están debidamente decorados por la vida. Parques infantiles, pequeñas áreas de descanso, bancas, murales de flores coloridas, corazones gigantes intervenidos por los dibujos de los niños, jardines empedrados y diseñados con llantas recicladas. Asimismo, vi toda la materialidad de los negocios de migración pegada en postes de luz a lo largo del recorrido de unas pocas cuadras: abogados o licenciados que ofrecían servicios jurídicos en materia de migración y asuntos penales y que prometen la reunificación familiar, promociones comerciales, incluso ventas de bienes raíces. Una pequeña industria de la promesa, si se quiere.

Imagen 2
Vista desde la frontera hacia Estados Unidos. En el fondo, San Diego.


Pero también estaban las imágenes de mujeres desaparecidas: las fotos en blanco y negro de los rostros de Luz Carmen, María Elisa, Augusta, Susana, Milena, Lucía o Alicia se intercalaban con las mantas blancas con los nombres de muchas otras y otros que había visto, meses antes, colocadas en las aceras de la Ciudad de México, o con los carteles conmemorativos impresos artesanalmente en colores pastel y pegados en las paredes de otras necrópolis latinoamericanas como Santiago o Buenos Aires:26 «El recuerdo florece, en memoria de detenidxs y otrxs desaparecidxs». En Colombia, el circuito de la guerra paramilitar deglutía y canibalizaba mujeres en una interminable recurrencia en medio del circuito de la prostitución, las amenazas y la desaparición. Ya ni siquiera nos quedan sus nombres.

La violencia como implosión de la voz (2ª parte)

En mi opinión, el poder se inscribe de tres maneras diferentes, al menos desde una perspectiva que privilegia los paisajes existenciales de los seres humanos: por un lado, hay una inscripción (tomo la metáfora de En la colonia penitenciaria de Kafka) en el cuerpo de otro ser humano: produce corporeidades, cuerpos heridos y dolidos.27 La violencia es un acto o una serie de relaciones que niegan la «projimidad» del otro en su inmediatez. Se signa a través del rastro-herida que queda, marca y obliga la rehabitación del mundo. Es el cuerpo (su alteridad radicalizada), así como sus significados culturales, históricos o sociales, los que se niegan y refuerzan en el acto de la inscripción. En este sentido, la violencia puede ser una forma de administración de la línea que separa la vida de la muerte administrada.

Kafka inmortalizó esta operación cuando, en La colonia penitenciaria, la máquina de castigo, basada en la legitimidad de la ley, marca literalmente el cuerpo del condenado con cuchillas y púas con una inscripción de la norma que violó. Kafka, por supuesto, profundiza en la relación entre la ley (el Estado o el orden público) y la violencia, entre la civilización y la barbarie: aquí la civilización, más que ser un antídoto contra la violencia, está formada por montañas de cadáveres.28 Sin embargo, esta inscripción no es sólo literal, relacionada con la negación definitiva que lleva a la muerte y el abuso de formas desatadas. ¿No puede ser también lentos procesos de ruina? ¿No son la pobreza crónica y la miseria histórica formas de inscripción, de subalternización, de colonización, de poderes sucesivos, estructurales, capilares, entrelazados, múltiples, por obra del tiempo, que moldean los cuerpos? ¿Podemos hablar de esos cuerpos como de ruinas de lo social?

La segunda inscripción tiene que ver con la espacialización de la violencia. Esa negación del otro como otro, radicalizándolo hasta hundirlo en el estereotipo generalizante, implica la producción de espacialidades, espacios sociales, lugarizaciones y apropiaciones, definidas literalmente por las tecnologías de demarcación, cercado, fronterización, regimentación, reclusión y sus materialidades, como cercos, maderas, alambres, puertas, metales, candados, cerraduras, puntillas y la conglomeración de sonidos y texturas sonoras asociadas: estridencias, chirridos, crujidos, fricaciones, crepitaciones.29 Uno se pregunta si es posible que los objetos sean testigos: los ríos, las selvas, las paredes… ¿Cómo podríamos oírlos? ¿Cuántos puntos de vista podríamos percibir?

Imagen 3
Las aves van ya rumbo al sur.
Mis ojos las persiguen en sus círculos interminables,
como pajarracos alrededor de este inmenso cementerio.
Castillejo Cuéllar, «La gran bóveda (Auschwitz-Birkenau)», en id., Cuarenta y seis poemas


Aquí tenemos un tema central para lo que se ha llamado el «giro espacial» en las ciencias sociales.30 En su obviedad, estudiar las violencias es estudiar el vínculo indisoluble entre los cuerpos y los espacios: el espacio se corporaliza y el cuerpo se espacializa. Incluso la naturaleza del evento en sí, su eventualidad, se sitúa en estos dos registros. En lo que respecta a esta espacialización, la encontramos desde las practicas más macrosociales de biopolítica y necropolítica —como los regímenes coloniales de África— hasta su evisceración legalista durante el régimen del apartheid, pasando por las micropolíticas del inconsciente.31 Desde la racialización de la nación y la regimentación de la vida cotidiana hasta la multiplicidad de espacios concentracionarios o de control, en todas las escalas de la vida humana. La lista es interminable: cárceles, reclusorios, localidades, casas, escuelas, reformatorios, gulags; campos de todo tipo (de concentración, de tránsito, de migración, de refugiados); sus economías y ecologías políticas, morales y afectivas; y los poderes que se entrecruzan.32

 Finalmente, hay una dimensión nominativa del poder que tiene que ver con la asignación de nombres al mundo en general. Nombrar es instaurar un orden de clasificación, es administrar lo sensorial. Es un acto que produce el mundo y está entrelazado con las prácticas que definen la vida cotidiana. Los contextos de violencia en los que la inscripción sobre el lenguaje es evidente están bien documentados. En Ruanda, la política antitutsi que desencadenó en parte el genocidio de 1993 fue precedida por una cadena mediática que definió a los tutsis como cucarachas que debían ser pisoteadas, siendo éste el resultado de una larga historia colonial centrada en un sistema administrativo-étnico. Sin que estas metáforas determinen exclusivamente la naturaleza violenta de un acontecimiento, son sin duda un elemento central. Las numerosas metáforas o asignaciones del enemigo percibido, los términos derogatorios, las imágenes moralizantes, las animalizaciones y las deshumanizaciones a través de escenarios de muerte son comunes. A finales de la década de 1990 en Colombia, los paramilitares solían llevar a sus víctimas a corrales de gallinas y cerdos en el campo para degollarlos, precisamente como animales. Una transgresión radical de lo que llamo «projimidad».

La corporalidad, la espacialidad y la nominalidad funcionan como una tríada mutuamente estructurada en diferentes escalas y capas de experiencia temporal. Desde una perspectiva que estudia las violencias desde el derrumbe de las estructuras del mundo-de-la-vida dislocado por el terror y su normalización, los efectos de esta negación se manifiestan en los parajes existenciales al menos en tres dimensiones: implican la fractura del mundo, instauran el silencio como medio de testimonio y supervivencia y reproducen la ausencia.

La violencia como implosión de la voz (3ª parte)

Llegamos al fin.33

Se llamaba Maclovio Rojas, una colonia fundada en 1988 por familias inmigrantes de campesinos de Oaxaca. Fue nombrada en honor a un líder indígena mixteco del Valle de San Quintín en Baja California. La distancia entre el centro de Tijuana y el oriente, vía Tecate, ya era significativa: casi una hora y media entre colinas, maquiladoras, fábricas, bodegas industriales, tiendas de abarrotes y mucho terreno que parecía baldío o deshabitado.

La ciudad, en medio de mi ignorancia como viajero de paso, no dejaba de parecerme extraña. Una ciudad con múltiples fronteras, desplazamientos y precariedades, cohabitando con ciertas formas de opulencia transnacionalizada que se imponían. Una ciudad que es en parte producto de los flujos donde coexisten formas del exceso y formas de precariedad, ambas mutuamente constitutivas. Por supuesto, el lugar, la aridez, y las imágenes que circulan en los medios de comunicación (normalmente mares de edificios informales en lomas interminables que aparecen en las películas hollywoodenses sobre el narcotráfico y temas inscritos en el Antropoceno) se asocian con violencias aparentemente sin razón, despóticas, irracionales y degradantes, más que con las formas de «capitalismo gore» que surgen en forma de tráfico de materialidades, cuerpos de mujeres, mercancías e incluso imaginarios.34 Parece que en la frontera, todo es una mercancía, pero trajinada de una violencia sin forma ni dueño. Sin embargo, la violencia y el sufrimiento social que causa, en cualquier forma, son un producto histórico, condiciones sociales para la producción de dolor social o colectivo.

De la frontera norte, de la gran frontera norte (extensa, interminable, ininteligible) en Colombia (desde donde escribo), no tenemos ni idea. Aquí tenemos otras fronterizaciones donde el terror opera según una gubernamentalidad: el puerto de Buenaventura —entre el continente y el océano—; el Tapón del Darién en la frontera con Panamá —selva indómita de traficantes, inmigrantes africanos y cubanos desinformados, todos en dirección al hemisferio norte—; la frontera con Venezuela —históricamente compuesta por múltiples conflictos y grupos armados—; la frontera-región trinacional amazónica que Colombia comparte con Perú y Brasil a través del río Amazonas y sus tributarios. Allí vemos imágenes de gigantes árboles que flotan en el río desde y hacia los aserraderos ilegales, el tráfico de especies, los corredores de las guerras del narcotráfico y los conflictos armados, las violencias contra lo que, por falta de una epistemología relacional, llamamos «naturaleza», donde las sociedades indígenas también se enfrentan a la desaparición de sí mismas y sus conocimientos ancestrales. Fuegos energúmenos, agroindustrias de palma africana y soya, ganadería intensiva y sus campos de concentración bovinos se encuentran detrás de las selvas, bajo el amparo de mercachifles y sus ejércitos legales e ilegales. Lugar de raponeo de tierras y apropiación de información genética. Fronteras porosas, donde el Estado, sus formas de exterioridad e interioridad, están constituidas por modos de devenir-Estado. Fronteras translúcidas, teatros de sombras en medio del eterno sonido del motor.35

Tijuana, como un agujero negro, emerge en la conciencia como un archipiélago de objetos violentos y violentados, una masa informe de territorios: el tren «La Bestia», el desierto, los migrantes, los desplazados, los Zetas, los adictos, las drogas, los cárteles, los puentes, los caños, los albergues, todos abarrotados de seres humanos a medio camino entre un «aquí» y un «allá», a veces en un estado de interinidad permanente, esperando lo que no llega, lo que no viene. En medio de todo esto, mi vista y mi oído apenas logran percibir su complejidad. Recuerdo una de esas avenidas largas y anchas, llenas de edificios altos y hoteles de varias estrellas. Dentro, había cuerpos obesos de hombres y mujeres blancas de la ciudad-Estado del norte, de la «tierra de los sueños»:


Ciudad de criaturas enanas y deformes,
        de cristos bicéfalos y sexo misionero.

En sus imaginarias encrucijadas,
        todos los símbolos están ya poblados.

Cuánto tiempo escondido de los aires terroríficos del invierno,
        evadiendo los seres que duermen con ingenua
            placidez sobre sus propios efluvios y emanaciones,
buscando griales en los inexistentes rincones
        sagrados de esta enorme habitación de burdel.

Durante el alba,
        cuando ya los enfermos han esculpido
su miseria sobre las aceras,
        navego entre el ensueño y la muerte voluntaria.

Cada sociedad engendra sus propias monstruosidades.
Una jovencita se disfraza con su propia deformación e
        invade el espacio expirando un orgullo perverso y autócrata.

En ella conviven el exceso y el desperdicio,
            la asfixia de los avisos electrónicos
y la vulgaridad mestiza y paupérrima
        de una imagen especular.

Ciudad de transexuales y falsos nómadas,
        de caricaturas multifacéticas
            y figuras desventuradas.

Sólo eso.36


Todos los días, mañana y tarde, vi el circuito médico-barométrico establecido en Tijuana como otro de los negocios del cuerpo. Hordas de personas de Texas, California o Arizona eran transportadas en grandes camionetas a hospitales o clínicas dedicadas a la gordura mórbida y la obesidad sin fin. Lentos, sudorosos, flácidos, malolientes, el grupo familiar y sus ejércitos de colaboradores arrastraban estas humanidades nacidas del exceso y la comida industrializada, vitaminizada, higienizada con antibióticos y reciclada por el sedentarismo posindustrial. Como en los reality shows más aterradores de la televisión por cable, estas personas colonizadas por el abultamiento, por el crecimiento sin fin en el que se basa la propia economía capitalista contemporánea, iban a Tijuana a buscar una extensión de una vida invivible.

Era obvio lo que estaba sucediendo: lo que no podían pagar en los desastrosos servicios médicos privados de Estados Unidos, lo hacían en Tijuana. Taxis barométricos, turismo médico, mercado hospitalario, bulevares de la salud y servicios asociados hablan de una industria de lo corporal, de los rastros que deja el hiperconsumo en el organismo: en cierta medida, esos cuerpos son ruinas tecnológicas producidas por mezclas farmacológicas, intervenidas químicamente. Son como Chernóbil, Fukushima o Bhopal a escala sanguínea. Para los visitantes y pacientes de Estados Unidos, la obesidad es una figura del exceso, una metáfora que persigue a esta sociedad como un fantasma maléfico. Todo allá es hinchado, inflamado, engordado artificialmente: la fama, la riqueza ficticia compuesta por deudas imposibles de pagar, el tamaño de las comidas rápidas, la extensión geográfica del país, un arsenal nuclear suficiente para acabar la tierra decenas de veces, su imperialismo de bases militares en todo el planeta, la escala de la ambición, la hipocresía del discurso de la paz mundial, la sumisión sin fin de sus «aliados» estratégicos en el continente, la superioridad militar, el arrasamiento de regiones enteras con bombas cada vez más grandes, que desafían el concepto de armas de destrucción masiva. Estas personas son sólo un síntoma.

Los excesos del Norte en el Sur (en relación con la frontera) se han extendido a otras industrias. La de los tráficos de cuerpos y el turismo sexual hecho a la medida de los visitantes. Las historias de la calle Coahuila, amarillenta, abarrotada e iluminada de neón, y por supuesto las risas soterradas de los hombres, algunos de los cuales son académicos en medio de una cena, insinuando sus historietas en el Hong Kong, el mayor burdel de la ciudad y una de sus aparentes atracciones. Nunca he sentido tanta vergüenza ni he oído tanta precariedad. ¡Qué abigarrado y letal es el machismo! Según decían los encumbrados profesores, no menos de cuatrocientas mujeres que vendían sus cuerpos operaban simultáneamente en el lugar que, como truculentas discotecas, albergaba varias «atmosferas» o «ambientes» en sus recovecos y pisos.

 

La violencia como implosión de la voz (4ª parte)

La subida a La Pozolería fue como entrar en un laberinto: vueltas, curvas, más vueltas entre calles destapadas y sin pavimentar. Lentos procesos de formalización de las viviendas mostraban casas hechas de materiales pesados, con una estética fracturada, incluso hechiza, que recuerda el trabajo del tiempo en medio del desplazamiento o la inmigración urbana. No lo voy a negar. Había una cierta excitación perversa. A veces me pregunto si nuestra sensibilidad como investigadores no está condicionada por la adrenalina que proviene de trabajar en estos lugares. Confieso que era un necro-turista.

En el mapa mundial de los horrores, hay lugares que parecen absorber, como producto de una gran implosión, lo humano, como si la violencia se iconizara en ellos, en una especie de jerarquización que fagocita la existencia: proyectos de olvido total, como diré más adelante, donde la desaparición hace desaparecer la voz, el rastro, donde las ruinas no parecen ruinas. Una vez más, en su capacidad de indexación: Auschwitz en Polonia, Mapiripán en Colombia, S-21 en Camboya, Villa Grimaldi en Santiago, Nyamata al sur de Kigali, Vlakplaas al oeste de Pretoria, Srebrenica en Bosnia. La lista que tengo es muy larga: han sido, en todo caso, más de veinte años de escucha. Para mí, los «lugares» más importantes siempre han sido los aparentemente «invisibles», las escalas pequeñas que no se leen como violencias, las relaciones ruinadas, los lazos fracturados, los amores desviados en odios, las projimidades despedazadas.

Después de algún tiempo, llegamos a la casa de doña Rosa,37 una líder comunitaria que se había echado a sus espaldas, acompañada de un grupo de amigas y amigos «activistas» (a falta de una palabra mejor) organizados en torno a un grupo de acompañamiento, la construcción de un memorial comunitario en el lugar que terminó llamándose La Pozolería. La señora nos contó la historia del barrio y nos llevó al lugar, a unas pocas cuadras de distancia. No hay mucho que decir, y al mismo tiempo mucho. Era un lugar donde un albañil conocido como Santiago Meza López se dedicaba a disolver en soda cáustica a los secuestrados-retenidos del cártel de los Arellano Félix. El hombre fue arrestado en 2009.

En el lugar había un gran tanque de cemento sellado donde se depositaba lo que los investigadores llamaron «emulsiones humanas», formas no identificables de restos, hasta el punto de que la palabra «restos» era técnicamente inutilizable. El grado cero de la desaparición, las imposibilidades de identificación propias de las fosas comunes llevadas al extremo.38 El lugar explotó el lenguaje forense: más o menos once mil litros de emulsiones, unas novecientas personas, fueron derretidas ahí. Las cifras, por supuesto, son señales de incertidumbre, incalculabilidad e inenarrabilidad, a pesar de los quince mil fragmentos óseos encontrados. Los productos químicos se preparaban en la «cocina» y los cuerpos se disolvían en canecas, barriles o tambos y luego se vertían en la poceta-fosa-tanque. En mi opinión, el término «fosa común» carece de sentido. Como he dicho antes, parte de las operaciones del terror es resemantizar y rehabitar el mundo, donde lo íntimo y lo familiar se superponen a la alteridad radical que es el producto del miedo. La trivialización de la muerte en el lenguaje de la familiaridad: el mensaje era claro.

Además de La Pozolería, el lugar albergaba una casa de seguridad donde los narcos encadenaban a los secuestrados. Muchos y muchas de quienes estuvieron ahí, incluyendo doctores y odontólogos, formaban parte del circuito médico de la ciudad. Ahí, esas formas de la corporalidad se intersectan, aunque en sus opuestos, producto de la masividad del exceso. Esa tarde vi un comedor comunitario en la misma casa, un depósito y todo un esfuerzo para reapropiarse del lugar. Sin embargo, en un lado, las marcas y las cadenas que aún colgaban en las paredes evidenciaban la historia del sitio. Las paredes y las puertas aún estaban taponadas con tablones de madera clavados en los marcos de las ventanas. En el interior, la oscuridad era casi total. Afuera, cerca de la cocina, los rastros de guantes de caucho para manipular la soda cáustica y los pedazos de empaques del material químico estaban todavía escondidos bajo la tierra y la arena del suelo.

La reapropiación de este lugar había formado parte del trabajo de una iniciativa artística comunitaria. Una vez que «El Pozolero» fue capturado, los narcos que habían tomado el predio, junto con su «Gallera», se retiraron. Figuras, dibujos, carteles de personas desaparecidas, mandalas por la reconciliación, imágenes de Gandhi, grafitis y paredes pintadas con colores vistosos codificaban visualmente los mensajes de justicia y las exigencias de memoria. Muralismo comunitario, hecho en su momento por jóvenes del sector. Por supuesto, las metáforas de la reconstrucción, de la paz (por muy difusa que esta palabra sea) fueron objeto de una exposición y un breve documental que surgieron en este proceso.

En retrospectiva, quizá lo que más me impresionó fue la comparación entre las fotos del lugar incluidas en el pequeño texto que eventualmente publicaron y la realidad que encontré. «La Gallera» ya había vuelto. En el borde del lote, rodeado de altos muros infranqueables, las cámaras completaron los círculos de vigilancia en todo el barrio, proporcionando un contorno del conjunto, en medio de esta guerra de drogas, territorios y precariedades. Según doña Rosa, los narcos y sicarios repoblaron el lugar: generaciones de jóvenes dedicados a la ilegalidad y que glorifican la violencia. El lote, con todo y sus mandalas, se sentía fagocitado por «La Gallera» y sus habitantes: blanqueo de dinero ilegal, lugar de negociaciones fraudulentas, espacios de reproducción de los valores de la virilidad violenta, lugar de distribución, extensiones fálicas de la hombría, escenificaciones del estatus de los propietarios de gallos.

El día de la visita, las paredes coloreadas se habían vuelto pálidas, el viento seco soplaba por el lugar, que parecía abandonado a su ley. Una mirada a los alrededores nos mostró ese paisaje sobrepoblado, densamente poblado pero solitario al anochecer, y atravesó mi cuerpo como un arpón. Al fondo, en una colina, una estructura monumental que parecía un gigantesco tanque de agua. En realidad, no quedaba mucho de las fotografías vistas en la publicación. Algunas de las imágenes reproducidas seguían presentes, pero la sensación de desolación era imperante. Habían sido tomadas en el momento más álgido de la agitación social. Ahora un lugar de memoria social que desaparece lentamente. Parecía que la desaparición de la desaparición creaba raíces, recolonizando el lugar.

Me conmovió profundamente, como dije, el trabajo solitario de estas mujeres y hombres: las que viven allá, las que asumieron retomar el lugar, las que acompañan. Casi siempre son mujeres las que ofician los duelos, las que mantienen en lo posible el tejido de lazos, enlazando, juntando. Son nodos de projimidad, es decir, conexiones donde la figura del otro se enlaza con lo íntimo, con la cercanía fenomenológica; donde la urdimbre, el pegante, es literalmente el amor, la confianza, la solidaridad, la intimidad, el reconocimiento, el rostro. En este lugar se han creado ciertas condiciones de inaudibilidad, donde las operaciones de terror enmarcan las ausencias y la violencia como una implosión de la voz. Sin embargo, como me gustaría seguir relatando, esa implosión se ve problematizada por el encuadre de otras voces, de otras concepciones del testimonio, no centradas en el sujeto que habla, sino en el vínculo social con el pasado a través de otras figuras —como espíritus, fantasmas o ancestros—extraídas de los recursos culturales a la mano.

 

Voces desde el sepulcro

Hay proyectos de olvido total. Donde el objetivo es hacer desaparecer la desaparición, cremar el crematorio una vez hecho el daño, deseventualizar el evento. Donde los cuerpos incluso habitan el lugar sin rostro y sin voz, como Hurbinek, «el niño de Auschwitz» en la obra de Primo Levi.39 Violencias como las que encontré en Maclovio Rojas, que «implosionan» o colapsan sobre sí mismas obliterando el mundo, hasta el punto de normalizar una innombrabilidad que se teje, paradójicamente, en el marco de una ecología de espacialidades y corporalidades. Ahí no es posible ningún testimonio porque, como Zygmunt Bauman escribió sobre la muerte, nadie regresa para dar testimonio del otro lado. Sin embargo, en lo que queda de este ensayo y para dar peso al sociólogo polaco, me gustaría proponer una cierta ética de la escucha y el encuentro, un punto de inflexión, un punto de no retorno, una crisis en el sentido clásico del término. Ética: el vínculo que, como seres humanos situados, establecemos con los demás, y que constituye la frontera entre lo audible y lo inaudible, definiendo lo político.40 Aunque las violencias busquen obliterar, los ecos del mundo de los muertos y los sin rostro emergen socialmente. Me gustaría dirigirme a las condiciones de su audibilidad.

 

La violencia como implosión de la voz (5ª parte)

El hogar no es un simple objeto o un edificio, sino un estado difuso y complejo que integra recuerdos e imágenes, deseos y miedos, pasado y presente. El hogar es también un escenario de rituales, de ritmos personales y de rutinas del día a día […]. Tiene una dimensión temporal y una continuidad, y es un producto gradual de la adaptación al mundo de la familia y del individuo. […] Es el escenario de la memoria personal, un mediador complejo entre la intimidad y la vida pública.
Juhani Pallasmaa, Habitar

 

Ha pasado un tiempo. Veinte años exactamente. Aún recuerdo la mañana en que hablé con doña Elvira, una mujer desplazada de Urabá, una región colombiana que experimentó una gran efervescencia política en la década de 1980 gracias a movimientos políticos progresistas como la Unión Patriótica. Al final, fue literalmente exterminada a través de una siniestra colusión entre agentes del Estado y paraestatales y criminales. Fue el caldo de cultivo, el laboratorio, para el paramilitarismo. Doña Elvira vivía en El Pozón, en la «periferia» de Cartagena de Indias, quizá la ciudad colombiana más racista, donde la relación entre el centro (histórico) y la periferia (negra y «sin historia») adquirió una magnitud caricaturesca pero dramática. El barrio acogió a personas que habían huido de las amenazas derivadas de la degradada confrontación armada.

Esa mañana, finalmente había logrado sentarme con ella. El Pozón era un lugar hecho de hileras de cambuches a medio hacer. Las chabolas estaban construidas de fragmentos, pedazos de cartón, plástico, retazos de madera pegados y entechados con una lámina de zinc que hacía de estos hogares un invernadero en el apabullante calor caribeño. El trabajo de campo no era fácil: el silencio imperaba como medio de supervivencia y la pobreza extrema como precedente.41 Pequeños espacios, pequeños hogares, de diez o doce metros cuadrados, donde la cama cohabitaba con la cocineta de gasolina y una mesa hechiza que servía como comedor impromptu. Yo escribía sobre lo que significaba habitar esta herida que llamamos «desplazamiento forzado».

Las paredes de la casa de doña Elvira estaban desoladas, lo que no es lo mismo que estar vacías. No había gran cosa, salvo una foto de la hija asesinada. Pasamos buena parte de la mañana conversando mientras la grababa. Recopilamos historias de desplazamientos, que incluían en este caso, por supuesto, la letanía de muertes de la mayoría de sus hijos e hijas. La señora ponía en escena, e incluso performaba, su propia historia, haciendo ademanes, reproduciendo conversaciones, yendo y viniendo en el pequeño lugar. Se había quedado sola en el mundo. La gran pregunta que me hice en ese momento giraba en torno a lo que llamé «cartografías del terror»: la forma en que se mapean socialmente las fracturas del orden mundial, colonizando las formas del habitar y creando territorios. La resemantización de los lugares, las metáforas del horror, la forma en que el miedo paraliza. Durante tres horas, la señora Elvira relató con gran detalle los momentos de la muerte de sus hijos, los momentos previos, las conversaciones, las sílabas pronunciadas, las actividades que realizaban en esa época y una multiplicidad de otras minucias. Llamo a estas historias letanías porque, de alguna manera, eran súplicas e invocaciones dialogadas de lo sagrado, ya no de Dios, sino de la vida, de sus hijos e hijas.

En medio de estas invocaciones, ya cansados a causa de la escucha, después de una cascada de muerte ante un mundo que ya no es el mismo, doña Elvira me interpeló con un último relato, que surgió como por arte de magia, de su propio «suplicio»: «Un amigo tuvo una vez un extraño problema en El Purgatorio la antigua finca La Correría]. Él era un bultero.42 Una vez lo vi entrar a la finca, quitarse el sombrero, apagar su tabaco y persignarse». La señora con su bata larga gesticulaba mientras movía su mano en forma de cruz, simulando el instante antes del Credo. Y como una ráfaga interminable de recuerdos, continuó ansiosamente:

Un día [el amigo] dejó de acudir al trabajo y me preguntó:
—Qué siente usted cuando está en esa finca? ¿No siente nada?
—Nada —dije. [Contestándose a sí misma y asumiendo el doble papel de conversadora imaginaria con dos voces diferentes].
—Se lo pregunto porque una vez me sentí tan mareado que no fui capaz de trabajar en ese lugar —dijo el amigo.

En ese momento, el sudor corría por mi cara y mi cuerpo, empapando mi ropa. No estaba seguro de a dónde iba con este relato. Tras un momento de silencio, y ante mi extrañeza y curiosidad, doña Elvira siguió relatando.

Sucedió que el viejo había pisado una planta y al hacerlo escuchó una voz que salía de debajo de la tierra donde él estaba […]. La voz pronunció su nombre:
—Señor Eucario [dice doña Elvira encarnando la escena], no me pise […].
Entonces, él me dijo que había corrido a la casa todo pálido, santiguándose varias veces antes de contarle a Mercedes, su esposa, lo que había sucedido […]. Mientras se santiguaba una vez más me dijo que [él] conocía esa voz.

En medio de esta historia, de repente, un viento indecente trajo consigo un aroma perturbador, una especie de almizcle nauseabundo que penetraba la nariz con potencia. En ese momento, las llamadas «ollas comunitarias» eran mecanismos que, cuando no eran utilizados por la «comunidad», eran utilizados por las alcaldías locales, en un acto de humanitarismo mediocre, para mitigar los efectos de la guerra y el desplazamiento, del hambre y la miseria histórica. A veces obtenían restos de animales en los mataderos informales de los alrededores, carcazas de caballo y tendones de pollos a medio podrir que servían de alimento para estos «condenados de la tierra», como les llamaría Frantz Fanon. Una evocación recorre la memoria. Montañas de esqueletos, deshuesaderos de seres vivos, caravanas de camiones sin enfriamiento, repartidores de carne en batas de médico ensangrentadas, subían y bajaban los cuerpos distorsionados: a mitad del camino, como si estuvieran disfrazados para Halloween, entre los sepultureros y médicos hechizos, eran testigos inminentes de la microscópica extinción. Dentro de los pequeños camiones, como un niño que se esconde en la noche frente a una película de cuerpos desnudos, asomé la cabeza por la puerta trasera. A través de sus olores, pude ver las marcas en las paredes interiores de camioncito repartidor. Huellas, signaturas, hecatombes, rastros de la muerte.

Continúa su historia:

Una mañana se fue [el amigo] para el pueblo, y cuando regresó por la tarde, me dijo:
—Doña, ¿sabe qué? Yo creía que el señor Martínez era la voz que me había hablado, pero esta mañana lo vi en el mercado.
—Eso me sucedió porque yo no sabía que ellos [los cadáveres] estaban allá debajo, enterrados, hombres y mujeres.
A la finca la llaman ahora El Purgatorio, y nadie quiere trabajar allá.

Sabemos que el terror perturba, que rompe los órdenes del mundo-de-la-vida: el tiempo se curva, el espacio se rediseña en otros códigos, los sujetos se derriten, se estiran, se moldean para la supervivencia. Los vivos parecen habitar purgatorios, mientras que los que no están, y que emergen sólo como voces, parecen seguir vivos en su deslugarización, en su intermedialidad. Esta historia me recordó los relatos de los cuerpos-sin-cabeza flotantes —abandonados, según los lugareños, luego de haber sido abducidos por extraterrestres— en los ríos amazónicos en la década de 1980 durante el ascenso de la cocaína, o las narraciones de niños robados —por hombres blancos que cultivaban órganos— en camionetas negras con vidrios polarizados cuando Rodesia se convirtió en Zambia y Zimbabue en 1980.43 Historias de dráculas chupasangre que, a la manera de teodiceas seculares, trataban de explicar el sufrimiento, la miseria y la vulnerabilidad de los seres humanos. Son formas de articular la experiencia.

Doña Elvira, luego de refregar sus palabras contra el tiempo personal, volvió su decidido rostro hacia un pequeño espejo a la altura de la cabeza. Lo miró con atención, casi sin fin. Guardó un silencio sepulcral, y antes de cerrar la conversación, retumbó lapidariamente —con las letras de su soledad y las ruinas analógicas de mi grabadora —una última frase: «El problema es que no sé quién soy, ni dónde estoy, ni para dónde voy». En el exterior, el sonido del calor, los niños que gritan, las madres que hacen alarde de sus acentos costeños. La comida estaba lista. Me llevó una década entender esa frase, reinventar mi forma de hacer ciencias sociales y preguntarme cómo habitar una herida en un cuerpo-mundo.

 

El tremor de los espíritus

Un enfoque sobre la violencia que privilegie los paisajes existenciales de los seres humanos y la relación entre la subjetividad y la cultura encuentra tres efectos distinguibles. Primero, las fracturas. Como dije al principio, la violencia rompe, fisura todo tipo de lazos. De igual manera, instaura silencios, no sólo como modalidades de inscripción del sujeto, sino también como modos de testificación. Y finalmente, reproduce la ausencia, la soledad y el exilio interior. Fracturas, silencios y ausencias. Sin embargo, en su intento de restablecer el orden de los sentidos (en su triple acepción cartográfica, sensorial y semántica), las comunidades de dolor habitan el espacio gris que intersecta la ausencia como experiencia y vivencia y el silencio como forma del testimonio. En ese tejido conectivo, surge otra forma de tiempo y voz, modulada por la cultura, por los recursos de los que dispone una sociedad para hacer inteligible lo que de otra forma parecería ininteligible. En ese momento, la tierra tiembla.

Los fragmentos que transcribo a continuación de mi diario de campo en Sudáfrica continúan esta reflexión sobre la voz de los ausentes, en este caso los desaparecidos históricos; una forma diacrónica, insipiente, modulada y justificada por el llamado proyecto civilizatorio. Aquí, en cierta forma, los restos de los esclavos traídos al sur del continente africano constituyen una masa informe de seres humanos que los colonialismos y los imperialismos europeos se encargaron de producir en siglos anteriores. La globalización contemporánea nace con este desplazamiento masivo. Repito: cuerpos extraídos, deslugarizados, sin nombres y sin rostros. La fosa común de los esclavos es otro proyecto casi completamente olvidado, donde el testimonio se hace inaudible.44

Para los sudafricanos, la década de 2000 fue un periodo post-comisional. La Comisión para la verdad y la reconciliación funcionó oficialmente entre 1996 y 1997. Luego de sesenta años de apartheid, la voz de las víctimas silenciadas se convirtió en el leitmotiv de la narrativa restaurativa. Se basaba en un presupuesto subyacente: cuando una sociedad se enfrenta a su pasado violento, es posible avanzar hacia el futuro. Así es como el evangelio mundial del perdón y la reconciliación comenzó a tomar forma.45 En cierta forma, el testimonio y la enunciación pública de los daños se convirtieron en un certificado de la reconciliación. Audiencias públicas de todo tipo, víctimas sollozando en los medios de comunicación o autores de delitos graves figuraron en las fotografías de los periódicos locales. Una sociedad se volvió hacia las voces de las mujeres, las madres y las hijas. Sin embargo, para la Comisión sólo eran reconocibles (cuantificables y «reparables») ciertas formas de violencia, especialmente las que se centraban en la integridad corporal de quienes habían participado en décadas de confrontación política: la tortura, el asesinato o la desaparición. Se dejaron de lado las millones de personas desplazadas recientemente y las violencias de largas temporalidades que vinculaban el régimen racista con el colonialismo, el capitalismo y la esclavitud (y, por qué no, con el patriarcado), con la larga historia del cuerpo-mercancía. Un proyecto imposible para una Comisión para la verdad, sin duda, pero una realidad concreta. No obstante, la fe en la palabra hablada —en un claro subtexto religioso que libera al ser humano del trauma, el mal o el pecado— se encuentra a medio camino entre el confesionario y el diván. Aquí se gestan las condiciones de audibilidad del esclavo, del testimonio imposible. Al final, es la restitución de la palabra lo que permite el ritual prospectivo del porvenir. Aquí también, los que no están, los sin-nombre, los extrañados, adquieren una voz.

 

La violencia como implosión de la voz (6ª parte)

En una esquina de la calle Prestwich, Green Point en Ciudad del Cabo. La ciudad más suroccidental del continente africano. Lugar de trata de esclavos, despensa de los colonizadores: desde su magistral Montaña de la Mesa y sus rocas primitivas, el Polo Sur imaginado a la vista. Archipiélagos raciales rodeados de desierto. El racismo floreció en parte debido a la insularidad del lugar.

Un antiguo cementerio de esclavos sin nombre, enterrados antes de 1818, fue hallado durante la construcción de un edificio en junio del 2003. Hombres y mujeres traídos de Asia, probablemente de Ceilán y la India. El sector es un bullicioso barrio del centro de la ciudad y está en el camino hacia las famosas playas de Camps Bay. Nuevas construcciones corrían a lo largo de Main Road. En lo alto de la avenida, hermosas casas victorianas y edificios de apartamentos se encuentran a ambos lados de la calle, que se extiende a lo largo de la costa. A pesar de su carácter residencial (donde en un tiempo vivía buena parte de la comunidad judía de Ciudad del Cabo), ahora era un abrigo de la prostitución y la droga y un enclave para las mafias de nigerianos. A lo largo de Main Road, el vecindario del cementerio, algunos hoteles elegantes convivían con los habitantes de la calle: los herederos de esos esclavos. Hijos de poblaciones khoikhoi y san (del desierto del Kalahari), fueron «emparentados» en condiciones de dominación y violencia con esclavos traídos por el sistema de trabajo forzado. Sus hijos fueron educados en la religión y el idioma del colonizador, que es el suyo hoy en día: se les llama coloured, ni negros ni blancos, hablando en términos raciales.

¿Cómo puede una sociedad ser tan ciega como para no reconocerse en un pasado poco glorioso? Rara vez he visto tanta miseria en una sola mirada. Harapos humanos, andrajos vivientes, «fantasmas» deambulando por las calles. Nadie los nota, son parte de la rutina, de las ruinas del mundo social. Condensan las relaciones estructurales de las violencias de larga data, de sus daños históricos. Hordas de niños y diminutas personas embriagadas y ebrias de pegante y ácidos. Los blancos parecen más altos, más gruesos. Los herederos de los esclavos, por otro lado, parecen pequeños, delgados, casi insignificantes a los ojos de los demás. Ciudad del Cabo: una ciudad de esclavos, un puerto de explotación y tráfico de personas, desde el siglo XVII.

Cuando se encontraron los restos humanos, el «Hands Off Prestwich Street Committee» exigió que los constructores «no desenterraran los huesos de los muertos» y que los arqueólogos «no los removieran». Por supuesto, no se trataba sólo de «restos humanos»: eran fosas comunes que atestiguaban la naturaleza histórica del trauma, la naturaleza endémica de la violencia que las transiciones políticas no reconocen. A veces la idea de trauma nos engaña con la ficción de un pasado que queda atrás y no un presente que sigue continuamente dañado. Como si, en algunos casos, no existiera una genealogía más profunda en el momento del suceso traumático, como si no fuera más bien una mutación: la vida después de la vida.

En algún momento, los huesos también fueron arrancados del silencio histórico. Una «vidente» o «médium», especialista en lo sagrado, habló a los ancestros enterrados allí:

Algunas de sus voces están pidiendo ser escuchadas […]. Muchos fueron sepultados sin dignidad […]. Estas personas están contentas de haber sido desenterradas; especialmente porque lo ven como una oportunidad para ser reconocidas. Tiene que haber honor y dignidad […], dicen. Los espíritus piden que se les permita descansar, y al contar su historia, eso sucederá.

La restitución de la voz. Muchos vieron en esta conversación entre la médium y los muertos una pura superchería primitiva. Pero, ¿qué hace una sociedad con sus fantasmas, especialmente cuando los ha producido a nivel casi industrial? Cómo convivir con lo espectral: este es el tema central que subyace a la posibilidad de «sanar», «restituir», «reparar», «tejer» o «suturar». Sean cuales sean las metáforas que se utilicen en una sociedad para hablar de la fractura o de la violencia, sanar significa aprender a cohabitar con quien no está, y para eso debemos escucharlos.

El cementerio fue desenterrado, a pesar de la presión de los grupos y las iniciativas sociales de memoria. Terminó en los cajones universitarios de los arqueólogos.

 

El sueño del esclavo retornado46

De camino a Dakar, desde la pequeña ciudad de Saly, crucé un gran jardín de árboles baobab en medio del desierto. Nunca los había visto antes. Ngaparou, Somone y otros pequeños poblados proporcionaron el telón fondo de este borde occidental del Sahara que colinda con el océano Atlántico. Los famosos árboles invertidos del Principito.47] Se puede sentir la presencia de las arenas de Malí y Mauritania. En medio de la emoción, un hombre negro camina con un bellísimo turbante de color morado oscuro por las calles de la ciudad, como una especie de fantasma venido al mundo, una presencia andante. El desierto siempre me ha aterrorizado. Crecí en medio de montañas, entre el Amazonas y el Caribe. Las calles arenosas tenían su magia, las mezquitas, el llamado musulmán a la recitación, el extraño acento francés de los senegaleses, el mercado pirata y, a lo largo de las avenidas, hileras de gente durmiendo en las aceras sobre colchones improvisados. Venía de Johannesburgo, donde se siente un miedo constante en las calles. Dakar fue distinto.

Llegué al día siguiente a la Casa de los Esclavos en la Isla de Gorea. Como su homóloga en Ciudad del Cabo, este lugar se convirtió en el centro del comercio de esclavos durante siglos. Museo, lugar de memoria, sitio histórico. Al entrar a la casa, se encuentra el patio central y una doble escalera que lleva a la segunda planta del edificio donde operaban los administradores. En la primera planta está la oficina del «conservador en jefe» Boubacar Joseph Ndiaye, el guía de la casa. Archivista y narrador polémico, entrado en años y rodeado de fotos colgantes tomadas con celebridades internacionales como Bill Clinton o Nelson Mandela, papeles sobre la mesa, libros polvorientos. La primera planta contiene varios recovecos semioscuros y los socavones donde se guardaban los esclavos para ser enviados al Nuevo Mundo. A un lado, en una habitación de paso, hay una salida sin puerta al mar. Sobre ella se deslizaba una corta plancha de madera que se unía al barco que se los llevaba. Aquí caminaban con los ojos fijos en el infinito del sufrimiento, como reza la placa sobre la puerta: «De cette porte —dice Ndiaye— pour un voyage sans retour, ils allaient les yeux fixés sur l’infini de la souffrance». La pared rojiza junto a este túnel del tiempo está rayada y firmada con cientos de nombres.

A la salida, antes de irme, un grupo de unos veinte estadounidenses negros había llegado en una peregrinación. Regresaban al lugar del que habían «salido», reconstruyendo lazos y pasos perdidos con sus «hermanos» esclavizados. Ndiaye contó la historia con pasión teatral mientras un traductor hábil traducía todo al inglés. El grupo era musulmán, como los senegaleses, e interpelaban con una Allahu akbar colectivo y una larga oratoria como respuesta al discurso del traductor. Son los hermanos retornados que tratan de restituir los lazos con quienes no están, no sólo en el sentido histórico sino en el sentido literal. Que tratan de hablar con los espíritus. Para ello, por supuesto, si de los invisibles se trata, tendrían que explorar las religiones africanas que hablan con sus muertos, los sangomas en Sudáfrica, por ejemplo; tendrían que hablar con una médium como lo hicieron en Ciudad del Cabo; tendrían que ir a Cuba para un toque de tambores; o a Brasil o Colombia donde los santeros, los babalaos, los paleros, los vudúes y el candomblé son su línea directa.


Comentarios finales

Me gustaría volver a algunas preguntas, quizá un poco tautológicas, sobre la localización y la definición de la «herida» (del «trauma», para usar la acepción latina), sobre sus múltiples registros (sonoros, táctiles, oculares, olfativos, etc.) tanto existenciales como comunales y sobre la instancia en que se da (es decir, a través del trabajo del tiempo), incluso literalmente, un nombre a la violencia. Entonces pregunto: ¿dónde se localiza el «daño» y cómo se define la «violencia»? ¿En la subjetividad? ¿En el cuerpo? ¿En la «comunidad»? ¿En la «sociedad» o en su «estructura»? ¿En la «nación» o en las «naciones minoritarias»? ¿En la historia de la exclusión crónica y sus largas temporalidades?

Pero, puesto que podemos «ver» u «oír» la «herida» en todos estos registros, ¿dónde y cómo «suturamos»? ¿Quién dice qué es una «herida» o un «trauma»? ¿Quién «certifica» el dolor? La pregunta se hace aún más apremiante: ¿cómo indexar ciertas formas de violencia y descartar otras (si son descartables), reconfigurando el «archivo» e incluso sus «documentos» y el «museo»? ¿Cómo se le asigna un nombre o contenido a una imagen o un sonido, a una experiencia, a ese «daño», a los rastros que produce? Y ¿cómo los hacemos legibles, audibles? ¿Cómo aprenden las sociedades a reconocer y escuchar las heridas como heridas, es decir, aquellas experiencias humanas que, en su multiplicidad de posibilidades vitales, fracturan la vida y el orden mundial en el que navegamos diariamente?48

 

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Notas

1 Según el Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana de Joan Corominas, gráphō (grafía desde el siglo XX) hace referencia a la «escritura» como inscripción y es utilizado como sufijo en español: geografía, epígrafe, ágrafos, lexicografía, etc. Phōnḗ, por otro lado, significa «voz» así como phōnētikós hace referencia a «lo relativo al sonido». En el sufijo -fonía (desde el siglo XX) se entreteje genealógicamente «lo sonoro» y «la voz». La transición a la que hago referencia tiene que ver con la recodificación de lo sensible: de la permanencia de la inscripción ocular a la transitoriedad y lo efímero de lo aural. Este tránsito nos implica pensar el lenguaje de las ciencias sociales, de la memoria, de la violencia en función de lo «sónico» más que de «inscripciones».

2 Esta es una ampliación de mi texto «La metástasis del terror: meditaciones intempestivas sobre la violencia en México». También es una ampliación de mi etnografía en preparación Tras los rastros del cuerpo: Etnofonías, (in)materialidades y la vida sensible de la desaparición en Colombia (iii). Fragmentos de este texto fueron publicados inicialmente por el Centro de Memoria Histórica en Colombia en su informe Justicia y paz. Se trata del tercer volumen de una trilogía etnográfica sobre la fractura, el silencio y la ausencia.

3 En el marco de mi trabajo sobre desplazamiento forzado en Colombia, cf. A. Castillejo Cuéllar, Poética de lo otro.

4 Como parte de mi trabajo de campo en África del Sur (2001-2003 y 2004), cf. A. Castillejo Cuéllar, Los archivos del dolor.

5 Cf. parte del ensayo «El genocidio explicado para niños: de Auschwitz a S-21», en A. Castillejo Cuéllar, La palabra nómada. Fragmentos y relatos sobre la violencia y las pedagogías de lo irreparable (en preparación). Este texto forma parte del proyecto fotográfico-sonoro Los lugares obliterados, una serie de relatos de viaje sobre lugares de necropolítica. Algunos aportes fueron publicados en A. Castillejo Cuéllar, «Utopía y desarraigo».

6 Mi reflexión sobre el lugar y el terror, cf. A. Castillejo Cuéllar, «The Courage of Despair: Fragments of An Intellectual Project» y «Del ahogado el sombrero, a manera de manifiesto: esbozos para una crítica al discurso transicional».

7 Cf. Martin Heidegger, «Construir, habitar, pensar»; Juhani Pallasmaa, Habitar.

8 Ciertamente, la exploración de las formas en que las palabras o los testimonios habitan estos marcos requiere un examen de cómo los procesos de reconfiguración histórica producen y refuerzan una serie de ausencias que se producen, paradójicamente, en el momento mismo de la enunciación del lenguaje, en el sentido más amplio. En el testimonio, la densidad semántica de lo que se narra está sujeta a presiones discursivas y limitaciones teóricas que definen, en cierta medida, la naturaleza de la palabra y lo que intenta transmitir. Es importante subrayar las presiones y los múltiples usos por los que, como diría Emanuel Levinas, la verdad de lo otro —y la violencia impuesta en su cuerpo— está atrapada por otra forma, tal vez paradójica, de violencia epistémica. Llamo a este proceso domesticación, en su sentido etimológico. El verbo «domesticar» tiene una doble etimología en latín. No sólo evoca la idea de «tener bajo control» (o «convertir a los animales para fines domésticos») al tener más poder sobre algo, sino que también significa «acostumbrarse a la vida de hogar», «adaptarse a un ambiente». El término evoca la posibilidad de familiarizar o introducir en la esfera privada lo que se percibe como radicalmente otro. Poder, control y calidez hogareña habitan en este término. Domesticar es transformar algo extraño e inasible en algo familiar. Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La domesticación del testimonio: audibilidad, performance y la descolonización de la palabra».

9 Mi definición de voz depende en parte de esto: «una articulación de la experiencia vivida». Sin embargo, tal articulación puede darse en términos orales, a través de la palabra hablada o de cualquier otra forma de representación, como las llamadas artes. Cf. ibid., p. 115; A. Castillejo Cuéllar, Los archivos del dolor, p. 67.

10 Cf. «Reverberación 1. Cuando los pájaros no cantaban» (grabaciones realizadas como parte del acompañamiento de la Agenda Caribe durante el proceso de retorno de familias desplazadas a la finca La Alemania en Costa Caribe, Colombia). En este ensayo, utilizo la palabra «Reverberación» seguida de un numero a manera de «cita sonora» de una fuente o espacio grabado, sin editar. Estas grabaciones forman parte de una lista de reproducción pública cuyo título es De las grafías a las fonías y que puede consultarse en https://soundcloud.com/alejandrocastillejo/sets/de-las-grafias-a-las-fonias. Eventualmente, una serie de fragmentos sonoros serán editados o montados en una sola pieza que se publicará en formato de radio-arte digital en una emisora. En este sentido, con estas reverberaciones, el «texto» se «escribe» en tres lenguajes simultáneos, configurando una especie de trenzado sensible entre escrituras (palabras), imágenes visuales (fotos) y sonidos, cada uno capaz de ser entendido independientemente, formando su propia narrativa. Asumo esto como un método exploratorio de investigación etnofónica. Debido a la sutileza de los silencios, los audios deben escucharse preferentemente con audífonos supraurales.

11 Cf. «Reverberación 2. La vida social del sonido». Material recogido en el proyecto «Relatos del futuro: sentidos, creatividad y las artes de la supervivencia en Colombia», expedición sonora en río Atrato (Medio), Quibdó-Bojayá-Vigía del Fuerte.

12 La idea de «no ver que no vemos» la extraigo de Heinz von Foerster, «Visión y conocimiento: disfunciones de segundo orden». Von Foerster llamaba a este punto ciego, a esta aplicación recursiva de conceptos a sí mismos, «ceguera de segundo orden». Yo traslado el concepto al mundo auditivo: «no escuchar que no escuchamos».

13 Esta imagen es de un antiguo vertedero de cadáveres, un bosque tropical nublado que permitía a los agentes del Estado colombiano arrojar a personas y disidentes políticos sobre el risco aledaño sin ser vistos. La foto sugiere una estética de lugares de desaparición y terror, en particular una estética del vacío en forma de túnel, de hueco sin fin. Representar el vacío es una preocupación de artistas, escritores o periodistas. Gracias a esta forma de representación de la ausencia, uno podría imaginar sonidos asociados a la figura del túnel-calle-sin-fin. La «Reverberación 3. Túnel» evocaría tal figura, en la medida en que nuestra mirada o escucha de la violencia y el terror está domesticada. Sin embargo, cuando pasamos a una representación sonora, descubrimos una especie de diferencial, incluso de obliteración, del túnel a través de la normalización auditiva del lugar. Los sonidos de «Reverberación 4. Altos de la Virgen» son los originales. A la misma hora, en el mismo lugar. Hay una diferencia entre el «vacío» codificado fotográficamente y su inusual codificación sonora: aquí no pasó nada. ¿Qué significaría entonces una construcción de narrativas sonoras del terror? ¿El terror deja huellas aurales? Cf. Barbie Zelizer, Remembering to Forget; Ulrich Baer, Spectral Evidence.

14 T. S. Eliot, «Los hombres huecos». Ésta ha sido una pregunta recurrente en mi trabajo reciente. En cierta forma, la tomo de otro contexto, de un ensayo sin publicar titulado «Remendar lo social: espíritus testimoniantes, arboles dolidos y otras epistemologías del dolor en Colombia», que se centra en el diálogo que comunidades indígenas en Colombia mantienen con seres incorpóreos (los espíritus de los árboles) y a través de los cuales leen sobre la curación de las heridas del territorio. Tomo las mismas preguntas, literalmente y hacia el final, y aquí pongo un énfasis y unas condiciones de audibilidad diferentes. Algunas frases tomadas de este ensayo se repiten en este documento, como una voz interior que regresa constantemente a lo mismo.

15 Un comentario sobre la investigación itinerante de lo que llamaría itinerarios de sentido: evoco la palabra «sentido» en tres registros diferentes pero íntimamente articulados: 1) cuando se refiere al tránsito corporal por un territorio y sus modos implícitos de pensamiento geográfico o cartográfico, a través de un sistema de coordenadas espaciales o sociales: una forma particular de situar el cuerpo en el espacio, por ejemplo, cuando se dice «la calle va en sentido sur-norte» y nuestra disposición corporal lo muestra; o su metaforización, cuando se abandona el zapato «de camino a» la frontera. El abandono, la ruina-en-tránsito, son operaciones cartográficas, tanto dinámicas como corporales. 2) Cuando se hace referencia al significado, a lo inteligible, por ejemplo: «ahora sí, tu testimonio y tu vida tienen sentido para mí». 3) Finalmente, cuando se refiere a lo sensible, a lo que se siente del mundo a través de los sentidos, a través de sus modos y órganos particulares de captar información.

16 Cf. Patrick Bracken, Trauma.

17 Cf. Jean Bollack, Poesía contra poesía; John Felstiner, Paul Celan; Walter Benjamin, Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos, pp. 189-199.

18 Gracias a Gabriel Gatti, con quien hemos hablado de las relaciones entre representación y desaparición a lo largo de los años en diferentes proyectos y momentos. Este documento es parte de ese diálogo.

19 Estoy hablando de lo que llamo «epistemologías colaborativas», esfuerzos político-intelectuales de larga data, no de la lógica «extractivista» y la economía política del testimoniar a través de la sustracción quirúrgica de narrativas de guerras. Cf. A. Castillejo Cuéllar, Los archivos del dolor, pp. 15-48.

20 Cf. Javier López Alós, Crítica de la razón precaria.

21 Cf. A. Castillejo Cuéllar, «De asepsias, amnesias y anestesias».

22 Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La biblioteca familiar»; Mary Evans, Killing Thinking.

23 Cf. Jason De León, The Land of Open Graves.

24 Cf. Reviel Netz, Alambre de púas; Adam Hochschild, King Leopold’s Ghost.

25 Llamo «sentidos del habitar» a este pendular y esta calibración.

26 Cf. Julia Estela Monárrez Fragoso y María Socorro Tabuenca Córdoba (coords.), Bordeando la violencia contra las mujeres en la frontera norte de México; Rita Laura Segato, La guerra contra las mujeres.

27 Cf. Franz Kafka, «La colonia penitenciaria».

28 Cf. Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto; W. Benjamin, Tesis de filosofía de la historia; Ricardo Forster, Los hermeneutas de la noche.

29 Cf. «Reverberación 5. Fricciones A/B».

30 Cf. Barney Warf y Santa Arias, The Spatial Turn.

31 Cf. Caroline Elkins, Britain’s Gulag; Suely Rolnik, Esferas de insurrección.

32 Derek Gregory y Allan Pred (eds.), Violent Geographies.

33 Quiero agradecer a Liliana Paola y Alfonso Díaz del colectivo RECO, que me permitieron conocer su trabajo en Maclovio Rojas. Me conmovió profundamente. Cf. Liliana Paola Ovalle y Alfonso Díaz Tovar, reco. Arte comunitario en un lugar de memoria.

34 Cf. Sayak Valencia, Capitalismo gore.

35 Cf. «Reverberación 6. Ruinas A/B». Grabado en la antigua Bella Vista, Bojayá, en el Rio Atrato (Medio), 2019. En el año 2002, en medio de un combate, las farc lanzaron un «cilindro bomba» contra los paramilitares que cayó sobre la iglesia, matando a un centenar de personas. El lugar, aunque es un sitio de memoria, está deshabitado y en ruinas.

36 Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La ciudad de los sueños», en id., Cuarenta y seis poemas.

37 El nombre ha sido cambiado. Algunos de los datos son tomados del texto de Carolina Robledo Silvestre, Drama social y política del duelo.

38 Cf. Adam Rosenblatt, Digging for the Disappeared; Élisabeth Anstett y Jean-Marc Dreyfus, Human Remains and Identification.

39 Primo Levi, «La tregua», p. 34.

40 Cf. Z. Bauman, Mortality, Immortality, and Other Life Strategies.

41 En ese momento, el desplazamiento forzado no había capturado la imaginación de las ciencias sociales, en particular la antropología. Más allá de los politólogos, sociólogos o historiadores del conflicto colombiano y sus causas —que ya constituían una hegemonía entonces— estaban los dedos de una mano trabajando en los efectos humanos de la violencia, la guerra y el conflicto armado. Fue un momento decisivo que costó la vida a colegas como Hernán Henao Delgado en Medellín y Alfredo Correa de Andréis en Barranquilla.

42 «El Purgatorio» es el nombre que tomó ese lugar luego de descubrirse lo que contenía. «Bultero» es un cargador de bultos en los mercados mayoristas. En esta viñeta, me interesa la sensorialidad del dolor, una tensión entre lo epistemológico y lo sensible.

43 Cf. Luise White, Speaking with Vampires.

44 Cf. Dwight A. McBride, Impossible Witnesses; Paul Gilroy, The Black Atlantic.

45 Cf. A. Castillejo Cuéllar, La ilusión de la justicia transicional.

46 Los elementos discutidos aquí también formaron la base de mi seminario de verano «The Archives of collective Pain: Ethnographic perspectives on Violence and Remembering» en la Universidad de Bayreuth, Centro de Estudios sobre África, 2018.

47 Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La muerte del Principito».

48 Cf. «Reverberación 7. Susurros». Material grabado durante el Encuentro de Víctimas de las farc, de Crímenes de Estado (Cali, Colombia, 2016) como parte del proceso de negociación de los Acuerdos de La Habana. Arengas contra infiltrados que buscan desestabilizar el escenario.

Sobre el autor
Alejandro Castillejo Cuéllar es comisionado de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad de Colombia, profesor del Departamento de Antropología y director del Programa de Estudios Críticos de las Transiciones Políticas de la Universidad de los Andes, Colombia. Ha sido profesor e investigador invitado en instituciones universitarias en Alemania, Inglaterra, Sudáfrica, Dubái, Colombia y México. Fue investigador y codirector de investigaciones del Centro para la Paz y la Memoria (2001-2004) e investigador invitado del Instituto para la Justicia y la Reconciliación (ambos en Ciudad del Cabo, Suráfrica). Asimismo, fue lector para el Gobierno Sueco del proyecto de Audiencias Públicas de la Comisión Peruana de la Verdad y consultor del Grupo de Memoria Histórica en Colombia, donde estudió de cerca las relaciones entre los olvidos estructurales y la ley de Justicia y Paz. Actualmente trabaja en dos libros: Tras los rastros del cuerpo. Etnofonías, (in)materialidades y la vida sensible de la desaparición en Colombia La palabra nómada. Fragmentos y relatos de la violencia y las pedagogías de lo irreparable
Correo electrónico:  alecastillejo@gmail.com