Número 89

Diseñar la política: espacio público y espectáculo

Eduardo Yescas

Protesta proviene de un verbo del francés medieval compuesto por dos palabras latinas: pro, que puede traducirse como «exponer» o «publicar», y testis, que significa «testigo», «testamento» o «afirmación».1 En conjunto, la palabra indica el acto de hacer pública una afirmación o un testamento. La palabra apareció por primera vez en los enfrentamientos jurídicos del siglo XIV en Europa, lo que muestra que el verbo se utilizaba en referencia a fenómenos estrictamente relacionados con las discusiones ligadas a la ley o al derecho. El concepto se popularizó posteriormente por los conflictos teológico-políticos de la Alemania del siglo XVI y fue utilizado por las autoridades papales para designar a quienes se oponían a los dictados de la Dieta de Espira.2 Desde entonces, «protestantes» fueron quienes negaron la teología del papado y, sobre todo, quienes hicieron visible su disenso en esferas públicas, hasta entonces casi inéditas. En el siglo XIX, la noción de «hacer público un testamento» aparece ligada a otras nociones extrateológicas que, sin embargo, también se refieren al campo político, como una manifestación, una congregación o un ritual, que son herencia de las aperturas de las revoluciones burguesas. Hoy en día, el acto de cantar, una interferencia en las redes sociales, una manifestación en las calles o un espectáculo pueden ser considerados como una protesta.

En suma, esta constelación se asocia con el campo conceptual de la modernidad, como también a la llamada «esfera pública». Es decir, se trata de prácticas muy bien localizables que están situadas alrededor de la expansión de «la política» a un terreno moderno, que comprende no sólo a lo legal sino también a ciertas prácticas como procesiones y performances, así como debates, intercambios de ideas, encuentros intelectuales, entre otros. Es decir, comprende un ámbito de acción donde no sólo la ley «es política», sino también ciertos espacios compartidos como cafés, periódicos, libros, teatros, círculos literarios, o espacios públicos como museos, bibliotecas, plazas públicas y ágoras. Así, una protesta puede ser tanto un reclamo de restitución efectuado dentro de un marco legal —de ahí la expresión «toma de protesta»—, como una declaración por parte de un espacio virtual, ya sea a través de un canto, una manifestación, una procesión, o bien desde la virtualidad de los ámbitos del diálogo contemporáneo en foros web y redes sociales. Es decir, se trata de un concepto con una dinámica histórica muy delimitada.

Pero precisamente por eso, el concepto de protesta también ha sido objeto de escepticismo, principalmente porque su noción de público objetivo se basa en lógicas históricas correspondientes a la dinámica burguesa, y porque más bien indica una cierta tendencia a ser reivindicado por constelaciones redundantes en torno a ella. En este sentido, parece actuar dentro de los mecanismos de subjetivación inherentes a estos últimos términos: ciudadanía, participación cívica o sociedad, donde de igual forma se reconoce mediante una dinámica de exclusión/inclusión aquello que no es protesta como «vandalismo», «terrorismo», «sublevación», etc.. Asimismo, la protesta suele girar en torno a la presuposición de las condiciones de la «esfera pública», que trabaja tanto sobre el presupuesto de capacidades universales como bajo la idea de que existe una comunicación pública horizontal, es decir, similar e igual en política. Se trata de términos que no reconocen consideraciones raciales, de género, materiales o ideológicas.

El cuestionamiento hacia el campo conceptual de la protesta o, más precisamente, de la dimensión ideológica del concepto, puede trasladarse también a la cuestión espacial, sobre todo, desde una hipótesis que sugiere que el espacio es la condición de posibilidad de la política. Esto es de especial relevancia, pues precisamente, existen condiciones materiales que han fundamentado la espacialidad política a lo largo del mundo que se sustentan en una idea abstracta y precalculada de lo público y que paralelamente actúan también como ejercicios de gobierno o de relaciones de poder. Esto quiere decir que, lejos de ser un escenario neutral, el espacio público es de hecho un dispositivo que regula conceptos, pero que también, puede modificar y actuar sobre las conductas de los individuos. Además de eso, es frente a esa idea que existe la tendencia a considerar que hay estrategias como «ocupar», «marchar» o «congregar» que actúan a favor o en contra de esas políticas espaciales.

Pero, así como puede criticarse a la formación histórica de una «esfera pública» y, más aún, puede señalarse una crítica conceptual a la protesta por estar involucrada en esas dinámicas, las tomas o las protestas por el espacio pueden también estar sujetas a una cierta crítica. Dicho de otra forma, si es posible ser escépticos del reclamo por la esfera pública en la medida en que no existe una horizontalidad de condiciones para ello, también se puede dudar de las condiciones horizontales del espacio público.

Por ello, este ensayo pretende sugerir algunos puntos de partida para considerar al espacio público como un lugar que, lejos de fundamentar una sociedad igual, genera desigualdades, asimetrías y ejercicios de poder. En este sentido, nos proponemos pensar algunas consideraciones sobre el reclamo de ese lugar, lo que creemos nos puede proporcionar también algunas nociones sobre los límites de la protesta, y sobre algunos conceptos análogos en relación al espacio y la política.

 

*

*       *

 

Al igual que todos los conceptos polémicos políticos, la idea de «público» no puede separarse de una expresión espacial. Si bien el interés por diseñar lo público es antiguo, ya que se expresa, al menos en el campo de la arquitectura, con la distinción clásica entre lo público y lo privado en términos de diseño arquitectónico, es sólo con la aparición de ciertos procesos políticos modernos —epistemológicos y político-conceptuales— cuando «el público» comienza a interesar precisamente a nivel de una «esfera», es decir, de un determinado conjunto o universo homogéneo, y también cuando este concepto aparece semánticamente como tal. Esto se remonta, en primer lugar, a un cierto nivel «formal» de las teorías arquitectónicas, ya que fue en esta época cuando se reformó el concepto clásico de tipología para presentar, por primera vez, la idea de que existen ciertas tendencias constructivas que, según ciertas reglas y ejercicios empíricos, pueden crear dinámicas específicas para cada edificio. Así, por ejemplo, lo público y lo privado pueden separarse en términos meramente formales y según reglas internas, una dislocación que probablemente encuentre su primera distinción moderna en los escritos y las utopías renacentistas y que encontró luego, en la teoría arquitectónica de la Ilustración, la posibilidad de distinguir ciertos conceptos asimétricos como masculino y femenino, civil y doméstico, público-político y natural-interior, urbano y rural, entre otros.3 En consecuencia, lo público también se manifiesta en nuevas ideas de tipologías con reglas exclusivas en su construcción, que a su vez se revelan en ideas políticas claramente modernas: el hospital, la prisión, el museo, las bibliotecas, los monumentos, los parques recreativos; así como en algunas otras que articulan el sentido burocrático y secular del poder moderno: plazas públicas, oficinas, mercados, fábricas, palacios legislativos, etc.

Algunos historiadores de la arquitectura han llamado «diseñadores de la esfera pública» al grupo de arquitectos y urbanistas, principalmente a los de las tradiciones francesa, inglesa e italiana, así como a las teorías de la construcción surgidas en el período que comprende el surgimiento de la política moderna burguesa.4 En este sentido, hablamos de una espacialización del público porque a través de estas prácticas se crea un escenario de encuentro material, que presumiblemente funciona bajo los lineamientos conceptuales de un ámbito en el que se crean condiciones de igualdad, en el que la ciudad, el espacio y la arquitectura funcionan como accesos a la horizontalidad de las experiencias. Así, podemos hablar aquí de algunos logros de diferentes tradiciones liberales e ilustradas para espacializar algunos conceptos públicos como «libertad» y «ciudadanía», a partir de la simple idea de un espacio accesible por un sujeto universal. Los conceptos de «arquitectura parlante», de «arquitectura verdaderamente pública» o de la renovada «arquitectura civil» que aparecen en las teorías arquitectónicas del siglo XVIII son una prueba de esto, al igual que las ideas de «espacio público» o «espacios de ciudadanía» que aparecen a partir de entonces. Más concretamente, existe un cierto interés por diseñar ciertas ideas como «apertura», «espacio abierto» o «accesibilidad», que también sirven de pretexto para canalizar ciertos sentimientos políticos, como la libertad, el civismo o la democracia.

En otras palabras, la creencia moderna en la libertad como no-impedimento, que tiene en Thomas Hobbes, por ejemplo, una definición como «la libertad es la ausencia de oposición»,5 encuentra eco en diferentes teorías sobre «la monumentalidad», el acceso o la capacidad de congregación, que van desde las ideas de Étienne-Louis Boullée para su arquitectura pública masiva, hasta los conceptos más recientes de «espacios abiertos» o «espacios democráticos» de plazas y malls contemporáneos. En otras palabras, ésta es la génesis conceptual de las ideas que en los siglos venideros vienen, con espacios diseñados para «las masas» o «los públicos». En este sentido, entendemos cómo es que ciertas espacialidades generan y hacen política, y más aún, por qué ciertas estructuras o lugares muy bien localizados —la plaza, la ciudad, las calles— es que son relevantes como un motivo de reclamo en cuanto a su acceso.

Pero a la luz de una lectura más profunda del tema de la publicidad y el público, podemos hablar de un proceso más complejo que permite asumir las cuestiones espaciales —como la arquitectura, el urbanismo y la geografía— como un espacio de contradicciones y normas. Pues, además de señalar y asignar un lugar adecuado para el ejercicio de las relaciones públicas y de dictar una cierta dinámica unívoca en términos de rituales espaciales, esto también ocurre a través de la inclusión, la institucionalización o el cálculo de múltiples áreas vitales en el campo de la visibilidad y la publicidad. Este fenómeno público se complementa con esa territorialización geopolítica de los conceptos «polémicos», que puede extenderse también a la temporalidad antes mencionada, en la que la espacialidad adquiere una dimensión sumamente importante para el mantenimiento del poder y el gobierno, ya que el espacio es la condición de posibilidad para hacer existir ciertos conceptos políticos que dependen de una referencia territorial (por ejemplo, «nación», «soberanía», «territorio», «frontera» o «Estado»). Pero, además, el público no sólo es posible gracias a un simbolismo virtual en el que se desarrollan procesos también efectivos que regulan a los habitantes en términos «imaginarios» —nacionalidad, raza, identidad, población, estadísticas—, sino porque, de hecho, regulan sus acciones precisas a través de la ejecución (y, al mismo tiempo, a través de la exclusión/inclusión política) de otras áreas: sentimientos, sentidos, salud, espíritus, placeres, sexualidad, etc.

Como se ha argumentado, se podría decir que esta dinámica forma parte del proceso biopolítico de Occidente, ya que una parte importante de estos fenómenos se basa en la idea de que existe un cuerpo que puede ser receptor de las ideas políticas, ya sea a través de procesos de estetización, medicalización, «patologización» o de disciplina.6 Hablando estrictamente de la espacialización del cuerpo como concepto cívico o político, hay ciertas prácticas que se dan en los dominios del diseño de los espacios, principalmente a través de la arquitectura. Desde la aparición de las nociones «modernas» y «científicas» de arquitectura, los arquitectos buscaron diseñar espacios basados en la idea común de considerar al ser humano como un mecanismo, que puede modificarse si se controlan los estímulos externos. A través de varios cambios en la modernización de la arquitectura, por ejemplo, se pueden crear los sentimientos, las emociones, los miedos, el respeto y, más precisamente, la identidad o el respeto al soberano político, a través de meras ideas de diseño, ya sea arquitectónico o urbano.

Podemos pensar aquí en algunas ideas paradigmáticas comunes, como la del académico francés Nicolas Le Camus de Mézières, que pensó en el uso político de la arquitectura como «magnitud combinando con poder»,7 o la de arquitectos románticos como Karl Friedrich Schinkel, quien realmente creó la idea del museo moderno como un mecanismo para «deleitar, para luego instruir».8 Además, también podemos pensar en la idea del espacio y el público como un lugar tanto para la corrección como para la civilidad. Esta idea —que bien podría sintetizarse en la idea de Thomas Jefferson citada por Richard Sennett de que «al aire libre, un ciudadano respira mejor»—9 puede vincularse no sólo a la construcción de una plaza higiénica abierta y cívica en la capital de Estados Unidos por el arquitecto higienista Pierre Charles L’Enfant, sino a otros espacios como el proyecto de reforma de París en el siglo XVIII emprendido por Pierre Patte. En el mismo sentido, la espacialidad del poder a través de la ciudad y la arquitectura se piensa como un material que puede «perfeccionar» la vida pública, eliminando de ella todos los posibles «males» o patógenos.10 Es común encontrar algunas proyecciones constructivas, como la prisión utópica o la Casa del Placer u Oikema del infame arquitecto francés Claude-Nicolas Ledoux, que definió este edificio como un «lugar para albergar a los preciados provocadores de esos ardientes deseos que agotan el cuerpo», pues al mismo tiempo, eliminaba los «males» de la esfera pública, como los vicios y los deseos sexuales. 11

Entonces, podemos pensar que esto funciona sobre la idea de que los cuerpos y las presencias pueden modificarse en un público más ideal. Esto también funciona con la práctica que determina cómo los organismos pueden ser públicos. En otras palabras, existe la idea de que hay un mecanismo de regulación basado en la idea mecanicista del cuerpo como receptor de estímulos externos. Esta idea puede vincularse a la moderna idea correctiva y civilizadora que opera desde la asignación de conceptos políticos a estos últimos, que bien podría expresarse, de manera análoga, en la invitación de un periódico de París al final de la Revolución francesa: «Algo nunca debemos cansarnos de repetir al pueblo es que la libertad y la razón no son dioses, sino parte de sí mismo».12 Por lo tanto, podemos sugerir que es gracias a esta instrumentalización totalitaria del poder que se pone en funcionamiento una metáfora como la del «cuerpo político», también fundamental para la modernidad. Desde este punto de vista, el testimonio de la unión soberana democrática que encontramos en El contrato social de Jean-Jacques Rousseau adquiere un significado no sólo metafórico: «La persona pública, que queda así formada por la unión de todas las demás, antes tomaba el nombre de ciudad, y ahora toma el de república o cuerpo político».13

En otros términos, la arquitectura y el urbanismo se asumen como capaces de controlar algunos ámbitos que desde otra perspectiva y ejercicio de gobierno podrían exceder el interés público, como los placeres sexuales, las enfermedades y los deseos y, al mismo tiempo, la privatización de determinadas materias, así como la internalización de lo femenino a una especie de lógica privada. Basta mencionar un testimonio del infame Claude Nicolas Ledoux —quien una vez escribió que «lo que un gobierno no se atreve a hacer, lo enfrenta la arquitectura»—14 sobre cómo el control de lo público y lo privado en términos de moralidad forma parte de la soberanía del arquitecto:

Aprovecharé ahora este mismo poder soberano para tocar una serie de temas que a primera vista parecen no tener relación con la arquitectura: […] el conocimiento universal requerido por este arte debe incluir un conocimiento de la administración general, la política de la corte, la moral pública y privada, la ciencia, la literatura, la economía rural y el comercio.15

Por ello, entendemos la metáfora de ciertos aspectos de la ciudad, lo urbano, la arquitectura y el espacio como un correctivo para todas las vidas. Esto parte de la metáfora del edificio y la plaza como «máquina para salvar almas» que encontramos desde el Renacimiento en la proyección utópica de Filarete,16 hasta la idea del siglo XVIII de la arquitectura como «máquina para tratar a los enfermos», como dice el médico francés Antoine Petit,17 o bien, en la «máquina-de-habitar» de Le Corbusier en el siglo XX.18 Es decir, este proceso no sólo se limita a la periodización de la modernidad. Por ejemplo, la idea de un público correcto se extiende a algunos manuales gubernamentales del siglo XX, como el citado por Alex Vitale en el que se menciona el espacio público como un lugar que debe corregir «males contemporáneos»:

Los espacios públicos se encuentran entre los mayores activos de la ciudad de Nueva York. Los parques, las áreas de juego, las calles, las avenidas, las paradas y las plazas de la ciudad son los foros que hacen posible el sentido de vitalidad, emoción y comunidad que son el pulso de la vida urbana. A lo largo de los años, el disfrute y uso de estos espacios públicos se ha visto restringido. Mendigos agresivos, limpiadores callejeros, prostitución callejera, coches con música alta, borrachez pública, ciclistas imprudentes y grafiti se han sumado a la sensación de que todo el entorno público es un lugar amenazante.19

Así pues, lo más importante es que la planificación del espacio delimita la naturaleza de todos los aspectos de la sociedad, incluido el de la idea de público. Es bajo esta autoridad epistemológica y material, no es gratuito ni aleatorio que el espacio público esté vinculado a un ejercicio de gobierno, ni a la idea de que puede ser controlado.

Lo público, pues, es construido y diseñado. Esto involucra que esta esfera no es neutral ni se cimienta en el ideal moderno de una horizontalidad de condiciones, sino que, por el contrario, se dicta desde ciertas ideas que indican ya tendencias o preferencias.


Imagen 1
Étienne-Louis Boullée, diseño para la Biblioteca Nacional de Francia, 1785.


 

*

*       *

 

Una idea que fundamenta los conceptos políticos modernos es la del contrato social. Estos conceptos, incluida la protesta, se dan sobre la presuposición de un cuerpo político que, ya sea de manera preestablecida o mediante un «proceso constituyente», decide lo que mejor le conviene y así genera su propia soberanía. Esto se encuentra en varias definiciones modernas, desde la idea hobbesiana de una «mayoría de voces que reclaman un soberano» hasta la «volonté générale» de Rousseau, y también se extiende a una definición de un filósofo del siglo XX como Jürgen Habermas: «Los ciudadanos se comportan como un organismo público cuando dialogan sin restricciones sobre asuntos de interés general».20 Es decir, esta idea, aunque puede estar ligada a las ideas de un cuerpo-nación y de una voluntad común de nación, también se presenta como el fundamento principal de un fenómeno de «contestación» como la disidencia, en la que de múltiples maneras y a través de distintos medios, un grupo de personas se presenta o conforma a sí misma como «pueblo» o «ciudadanía».

Esta ambivalencia puede llevarnos a algunas críticas del concepto de la volonté générale —y no tanto a las prácticas históricas— porque, como señalan algunos, se trata de un fenómeno complejo que se da dentro de los límites de la política, es decir, dentro de cierto fundamento de lo que es considerado político. En otras palabras, la idea de la volonté générale se encuentra también en el proceso de antagonismo político que decide al amigo y al enemigo. A pesar de los indicadores de democracia, las uniones políticas sirven como criterio para decidir un interior y un exterior: ciudadanos y derechos frente a lo no-legal, lo no-ciudadano, lo «ilegal», etc. Conviene recordar una idea que el historiador Reinhart Koselleck sugirió, a propósito de su consideración de que la voluntad general es el epítome del absolutismo y no las teorías personales del Estado del barroco: «esta soberanía —la voluntad general— simplemente por su existencia, es siempre lo que se supone que es —y totalmente así».21

Podemos pensar en esto desde un punto de vista histórico-espacial, principalmente porque la idea de público está controlada y es diseñada, lo que se puede extender a varias «voluntades generales» en el espacio. Como hemos visto, diversas tradiciones en la historia de la arquitectura y de los diseños de los espacios se asumen capaces de espacializar esos proyectos, bajo la idea de que los espacios pueden servir para efectuar conceptos políticos, e incluso corregir la ciudadanía. Pero a la par de eso, el espacio puede ser también coercitivo y un fundamento de la vigilancia o de exclusiones e inclusiones. Es decir, la capacidad de dar forma a ese espacio público puede leerse también como una regulación de la participación y de la comunidad, no sólo porque determina físicamente una materialidad de reunión de un cuerpo cívico, sino porque, a consecuencia de éste, se generan también criterios específicos de género, salud o raza. Más aún, se podría decir que desde el esquema de los conceptos políticos como polémicos, en el espacio se dicta esto. Dicho de otra forma: los espacios, al mismo tiempo que pueden servir para la manifestación o la toma de protesta de los gobernantes, sirven también para la «contestación».

Los ejemplos bien pueden ser enunciados sin restricciones temporales o geográficas. Richard Sennett, por ejemplo, considera la adecuación de los espacios a plazas abiertas que sucedió después del triunfo de la Revolución francesa como una medida de hecho contrarrevolucionaria que, en lugar de permitir la participación activa, la limita y la orienta:

En lugar de la pesadilla de una masa de cuerpos corriendo juntos, ellos controlan un espacio ilimitado […] la Revolución mostró cómo las multitudes de ciudadanos se aquietaban cada vez más en los grandes volúmenes abiertos donde sus eventos públicos más importantes fueron escenificados. El espacio de la libertad apaciguó al cuerpo revolucionario.22

En otras palabras, desde el espacio se dicta aquello que es el lugar de la participación popular a partir de la creación de una condición material. Esto es auspiciado no sólo porque existe una dimensión física que es capaz de albergar congregaciones masivas y que, desde una cierta «haussmanización», controla sus fluidos, sino porque aquí se refiere lo correcto de esa dimensión política. Por ejemplo, la primera enmienda de la Constitución estadounidense establece ciertos «foros públicos designados» como los lugares en los que la protesta puede suceder: «Sus derechos son más fuertes en lo que se conoce como “foros públicos tradicionales”, como calles, aceras y parques».23 Bien podríamos citar también un documento presentado en 2013 para regular la protesta en la Ciudad de México, donde podemos observar el mismo interés, cuando se dice que:

No se podrá coartar el derecho de asociarse o reunirse pacíficamente con cualquier objeto lícito, es decir, cuando se persiga un fin que no sea contrario a las buenas costumbres o a las normas de orden público. […] Las manifestaciones públicas sólo podrán tener lugar entre las 11 y las 18 horas […]. En el caso de las manifestaciones que invadan áreas prohibidas, la autoridad apercibirá a los manifestantes a dejar de realizar esta conducta y, en caso de negativa, la autoridad tomará las medidas conducentes para reencauzar a los manifestantes a las zonas permitidas, haciéndose efectivas las sanciones previstas en la presente Ley.24

Este fenómeno puede explicarse a partir de nuestra primera hipótesis, que sugiere que la «protesta» forma parte, de hecho, de la política moderna en la medida en que actúa sobre su definición. Por eso, la mera ocupación de estos espacios puede leerse simplemente como el resultado de la necesidad de proclamar o reclamar todo lo que se encuentra bajo el horizonte de la soberanía, que sucede desde un diseño espacial construido con ese único propósito. Es decir, en cierto sentido, existen dimensiones que, por su mera posibilidad física o por el sentido simbólico o nominal asignado a él, son «políticas». Más aún, dentro de ellos se concreta un proceso de creación de ese campo político. Vale la pena citar los aportes de Judith Butler, quien pensando la práctica de la asamblea, nos siguiere pensarla también como parte de un cierto sentido normativo:

Las asambleas pueden ser en términos de significación una expresión de la voluntad popular, e incluso re-clamar la voluntad general del pueblo, indicando así la condición indispensable de la legitimidad estatal, generalmente son manejadas por los Estados como un instrumento de legitimación que les permite exhibir ante los medios de comunicación el apoyo popular del que manifiestamente gozan.25

En este sentido, el acceso a un cierto lugar asignado bien puede ser parte también del cálculo, como de hecho sucede con la planificación de lugares y plazas. Por ejemplo, un documento sobre los planificadores de la ciudad contemporánea dice que:

Como planificadores, es importante examinar la relación entre los individuos, el grupo y los lugares, para investigar, por ejemplo, las formas en que las interacciones entre los individuos pueden verse influenciadas por los lugares/espacios y cómo, a su vez, los individuos y los grupos interactúan con los lugares/espacios mismos. Después de todo, toda forma de conversación cívica o acto de protesta o celebración está contenida en un lugar o espacio específico, ya sea un parque público o un foro en línea.26

Imagen 2
Fra Carnevale, La ciudad ideal, ca. 1480-1484.


*

*       *

 

La noción de público puede estar ligada a un cierto sentido normativo, que incluye una delimitación del público en términos de una participación idealizada y correcta. Eso se ejemplifica en ciertos perfiles espaciales que están presentes en las ciudades modernas y contemporáneas. Por otro lado, desde este perfil se puede entender una cierta condición de la política, que en conjunto actúa bajo el ideal de una comunidad o una voluntad general, a veces expresada en ciertos diseños como plazas públicas o en lugares «correctos» donde las congregaciones por mera autorreferencia son ejecuciones de lo público.

Ahora bien, bajo este esquema de pensamiento, se podría decir que la «protesta», al menos desde su marco histórico conceptual, es un mecanismo redundante que parece estar anclado en ciertas nociones hechas desde el poder y el gobierno, ya que entra en una relación paradójica con estas instancias a las que parece rechazar y, al mismo tiempo, afirmar. La situación puede describirse en los siguientes términos: la protesta se inscribe en la lógica moderna de la soberanía popular, es decir, en la lógica de incluir algo dentro de los marcos legales a través de la eliminación sistemática de lo que está fuera de ella. En consecuencia, las protestas se reconocen generalmente como derechos y son reconocidas dentro de un marco legal. Es significativo que, contrariamente a la «protesta pacífica» o a la «protesta ciudadana», existen otros conceptos como «vandalismo», «delito», «traición», «insurrección», «terrorismo», etc. Además, esto va unido a la idea que criticamos al inicio: la reivindicación del espacio sólo puede ocurrir en ciertas condiciones, no sólo en el sentido ideológico, sino también en el histórico, porque «las protestas se desarrollan en lugares donde la democracia ya ha echado raíces, y no se consideran necesariamente como un desafío directo al régimen democrático».27 Si bien no se trata de restar valor a los movimientos históricos de protesta, que bien han ganado un lugar en las esferas legales para los más necesitados, sugerimos que existe entonces una limitación estrictamente conceptual de esta noción.

Precisamente frente a esto, algunos intelectuales como Butler han invitado a pensar los fenómenos análogos a las protestas no en términos de su adscripción a cierto espacio de inclusión/exclusión, sino como un fenómeno que «sucede antes de la palabra». Butler lo sugiere en los siguientes términos:

Que un grupo de personas manifiesta su existencia a base de ocupar el espacio y de persistir allí es en sí mismo un acto expresivo, un acontecimiento significativo en términos políticos y que puede tener lugar sin palabras en el curso de una congregación impredecible y provisional».28

Hablando en términos espaciales, esto puede vincularse a un fenómeno «espontáneo», en el que la política de los espacios políticos se disputa una posición autárquica en la que se encuentra, por ejemplo, la materialidad de los cuerpos, un nuevo «cuerpo político» que actúa por sí solo, es decir, sin necesidad de referirse a una voluntad general externa. En este sentido, existiría un principio diferente de la política que, sin adscribirse a la lógica de la protesta, se presentaría como una dimensión diferente de la comunidad.

Por otro lado, hay quienes ven en la lógica de la protesta una lógica completamente legal y burocrática que, a la luz de ciertas consideraciones (como la lucha obrera), necesita ser eliminada y superada. Un ejemplo que podemos citar desde esta perspectiva es el llamado del marxista italiano Mario Tronti a ir tanto más allá de la protesta como del espontaneísmo. Tronti criticó tanto la idea de espontaneidad como la de protesta, porque consideraba que el fenómeno de la reunión espontánea que busca manifestar su politicidad no depende de un proceso de organización. Asimismo, no le parecía efectivo para los trabajadores, ya que no conduciría a la eliminación total de la esfera de poder burguesa:

El espontaneísmo pertenece siempre y tan sólo a las «masas» en sentido genérico, nunca a los obreros de la gran fábrica. El pueblo trabajador ama con frecuencia explotar en actos improvisados de protesta desordenada, la clase obrera no: el pueblo tiene tan sólo que defender sus derechos, la clase obrera debe exigir el poder. Exige ante todo, por lo tanto, que se organice la lucha por el poder.29

Éste es un argumento que también puede rastrearse hasta el espacio y su historia, ya que todos los espacios están construidos por los poderes hegemónicos y los aparatos estatales, de los cuales podemos esperar que no pueda haber un movimiento «destituyente» por el simple hecho de reclamarlo. Es decir, la protesta es un fenómeno históricamente delimitado y con un cierto perfil burocrático. Este funciona a partir de una lógica que funciona desde el presupuesto de una «esfera» que, como hemos visto, se puede localizar en tiempo y espacio. A partir de estos ejemplos y problemas, podemos entonces pensar que la protesta, en términos conceptuales, tiene limitaciones, pero también, que existen otras posibilidades, aunque también conceptuales, fuera de él.

Ahora bien, hemos hecho un breve análisis de cómo el espacio da forma a los conceptos políticos. En la medida en que los conceptos necesitan un campo semántico para operar, el espacio es la propia organización del mismo: «No existen ideas políticas sin un espacio al cual sean referibles», tal como afirmaba el jurista Carl Schmitt. Además, hemos visto que, dado que los conceptos políticos modernos dependen de un espacio de autorreferencialidad, la ciudad, la planificación y la arquitectura lo crean de alguna manera, estimulando un espacio de espectáculo que es a la vez un espacio de reivindicación y de contestación. Este proceso suele darse con cierta politización del espacio que incluye la política a través de su conceptualización, desde la higiene, la corrección, la sexualidad, el género, las dinámicas públicas o privadas, etc. Por eso, podemos considerar el espacio y su dimensión pública, como el resultado del cálculo de todos los aspectos de la sociedad, e incluso de la disidencia.

Por lo tanto, necesitamos pensar que las relaciones espacio-poder siempre se dan dentro de sus propios marcos conceptuales, por lo que es necesario pensar más allá de ellos. De ahí que, como sugiere Andrea Cavalletti, podemos pensar en un afuera de esta situación, una tarea que, según él, sólo puede ser proporcionada por una historia de los espacios y la política: «Sólo una historia de los espacios que sea al mismo tiempo historia de los poderes podrá abrirse quizás un horizonte no ya reconducible a un concepto político-espacial».30 Quizá esta vocación se encuentre fuera del limitado campo de acción de un cierto concepto.




Imagen 3
Carta de Robin Morgan a Richard S. Jackson, alcalde de Atlantic City, solicitando permiso para protestar, 2 de agosto de 1968. Duke University Librarie, Colección Women’s Liberation Movement Print Culture.

 

Bibliografía

Moisés Arce y Roberta Rice, Protest and Democracy, Calgary, University of Calgary Press, 2019.

Antonio di Pietro Averlino, Treatise on Architecture, New Haven, Yale University Press, 1965.

Barry Bergdoll, European Architecture 1750-1890, Nueva York, Oxford University Press, 2000.

Marc Bielas, «Ideal Cities of the Renaissance: Two Models of Utopia», en el blog de Marc Bielas, 20 de diciembre de 2016. Consultado el 27 de diciembre de 2020 en http://marcbielas.com/blog/2016/12/20/Ideal-Cities.

Judith Butler, Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea, trad. de María José Viejo, Barcelona, Paidós, 2017.

Andrea Cavalletti, Mitología de la seguridad. La ciudad biopolítica, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010.

Meriwether Clarke, «The Etymology of Protest», en el sitio web Entropy, 20 de enero de 2017. Consultado el 27 de diciembre de 2020 en https://entropymag.org/37259-2/.

Marc Grignon y Juliana Maxim, «Convenance, Caractère, and the Public Sphere», en Journal of Architectural Education, vol. 49, núm. 1, 1995, pp, 29-37.

Jürgen Habermas, «The Public Sphere: An Encyclopedia Article (1964), en New German Critique, núm. 3, 1974, pp. 49-55.

Brian Hracs, «Places/Spaces of Celebration and Protest: Citizenship, Civic Conversation and the Promotion of Rights and Obligations», en Canadian Journal of Urban Research, núm. 17, pp. 63-81.

Elizabeth Holt (ed.), A Documentary History of Art, vol. 3, New Haven, Yale University Press, 1966.

Reinhart Koselleck, Critique and Crisis. Enlightenment and the Pathogenesis of Modern Society, Cambridge, Massachusetts Institute of Technology Press, 1988.

Nicolas Le Camus de Mézières, The Genius of Architecture or the Analogy of That Art With Our Sensations, trad. de David Britt, Chicago, University of Chicago Press–Getty Center for History of art and Humanities, 1992.

Le Corbusier, Hacia una arquitectura (1923), Barcelona, Apóstrofe, 1998.

William Owen Chadwick, Roland H. Bainton y James C. Spalding, «Protestantism», en Encyclopaedia Britannica, 27 de noviembre de 2020. Consultado el 27 de diciembre de 2020 en https://www.britannica.com/topic/Protestantism.

Paul B. Preciado, «Restif de la Bretonne’s State Brothel: Sperm, Sovereignty and Debt in the Eighteenth-Century Utopian Construction of Europe», en South as a State of Mind, vol. 6 (documenta 14), no. 1, 2015. Consultado el 20 de diciembre de 2020 en https://www.documenta14.de/en/south/45_restif_de_la_bretonne_s_state_brothel
_sperm_sovereignty_and_debt_in_the_eighteenth_century_utopian_construction_of_europe.

Richard Sennett, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, trad. César Vidal, Madrid, Alianza, 1997.

Mario Tronti, Obreros y capital, trad. Óscar Chaves Hernández, David Gámez Hernández y Carlos Prieto del Campo, Madrid, Akal, 2001.

Alex Vitale, City of Disorder. How the Quality of Life Campaign Transformed New York Politics, Nueva York, New York University Press, 2008.

Anthony Vidler, El espacio de la Ilustración. La teoría arquitectónica en Francia a finales del siglo XVIII, Madrid, Alianza, 1997.

«Schinkel und Waagen über die Aufgaben der Berliner Galerie» en Museumsgeschichte. Kommentierte Quellentext 1750-1950, Berlín, Reimer, 2010, pp. 26-36.

Documentos

Propuesta de Ley De Manifestaciones Públicas en el Distrito Federal, 2013. Consultado el 20 de diciembre de 2020 en
http://sil.gobernacion.gob.mx/Archivos/Documentos/2013/10/asun_3013511_20131003_1380814630.pdf.

American Civil Liberties Union, «Know Your Rights. Protesters’ Rights». Consultado el 20 de diciembre de 2020 en https://www.aclu.org/know-your-rights/protesters-rights/.

«Plaza Design Guidelines», en City of Vancouver Land Use and Development Policies and Guidelines, Vancouver, 1992.

Notas

1 Cf. Meriwether Clarke, «The Etymology of Protest». Los datos, a su vez, son proporcionados por el Oxford English Dictionary.

2 William Owen Chadwick, Roland H. Bainton y James C. Spalding, «Protestantism».

3 Cf. Marc Grignon y Juliana Maxim, «Convenance, Caractère, and the Public Sphere».

4 Barry Bergdoll, European Architecture 1750-1890, p. 44.

5 Cf. Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, cap. 21.

6 La referencia obligada es el trabajo de Michel Foucault, en particular, Vigilar y Castigar, que trata directamente al problema de la arquitectura. Sobre esa misma línea, hay dos trabajos más amplios, que incorporan la noción de «biopolítica» a un análisis general. Por un lado, el estudio de Sven-Olov Wallenstein, quien en Bio-Politics and the Emergence of Modern Architecture hace un recuento de las principales teorías que surgen entre los siglos XVII y XVIII, argumentando el interés «biopolítico» de los arquitectos. En un sentido análogo, destaco el trabajo de Andrea Cavalletti en Mitología de la seguridad.

7 Nicolas Le Camus de Mézières, The Genius of Architecture or the Analogy of That Art With Our Sensations, p. 94.

8 «Schinkel und Waagen über die Aufgaben der Berliner Galerie», p. 26.

9 Richard Sennett, Carne y piedra, p. 292.

10 Cf. Paul B. Preciado, «Restif de la Bretonn’s State Brothel: Sperm, Sovereignty and Debt in the Eighteenth-Century Utopian Construction of Europe».

11 Claude Nicolas Ledoux, «Architecture Considered in Relation to Art, Moral and Legislation (1804)», en Elizabeth Holt (ed.), A Documentary History of Art, p. 233.

12 Citado por R. Sennett, op. cit., p. 302.

13 Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, libro 1, cap. 6.

14 Ledoux citado por P. B. Preciado, op. cit.

15 C. N. Ledoux, op. cit., p. 240.

16 Filarete citado por Marc Bielas, «Ideal Cities of the Renaissance: Two Models of Utopia». La referencia completa se encuentra en Antonio di Piero Averlino, Treatise on Architecture.

17 Antoine Petit citado por Anthony Vidler, El espacio de la ilustración. La teoría arquitectónica en Francia a finales del siglo XVIII, p. 98.

18 Cf. Le Corbusier, Hacia una arquitectura. La referencia a este concepto aparece en varias ocasiones en ese tratado.

19 «Police strategy No. 5: Reclaiming the Public Spaces of New York», citado en Alex Vitale, City of Disorder. How the Quality of Life Campaign Transformed New York Politics, p. 12.

20 Jürgen Habermas, «The Public Sphere: An Encyclopedia Article», p. 49.

21 Reinhart Koselleck, Critique and Crisis, p. 164.

22 R. Sennett, op. cit., p. 317. Las cursivas son mías.

23 Cf. American Civil Liberties Union, «Know Your Rights. Protesters’ Rights».

24 Cf. Propuesta de Ley De Manifestaciones Públicas en el Distrito Federal.

25 Judith Butler, Cuerpos aliados y lucha política, p. 26.

26 Brian Hracs, «Places/Spaces of Celebration and Protest: Citizenship, Civic Conversation and the Promotion of Rights and Obligations», p. 69.

27 Moisés Arce y Roberta Rice, «The Political Consequences of Protest», en id., Protest and Democracy, s/p.

28 J. Butler, op. cit., p. 25.

29 Mario Tronti, Obreros y capital, p. 88.

30 Andrea Cavalletti, op. cit., p. 15.