Número 89

El cuerpo vocal

Adriana Cavarero

La voz es tan inherente al cuerpo humano que éste puede considerarse como su instrumento. Los pulmones, la tráquea, la laringe, la boca y otros órganos de respiración y alimentación se transforman en órganos de fonación.1 El primer llanto del recién nacido es voz y aliento: un anuncio sonoro y vital de una existencia corporal singular. Al igual que cada cuerpo es siempre único, cada voz difiere de todas las demás. Y como es propia de un ser vivo, cada voz se desarrolla a lo largo de un arco temporal de existencia y marca los puntos fisiológicos de esta trayectoria. Desde la infancia hasta la madurez y la vejez, la voz sigue siendo única, pero cambia a medida que cambia el cuerpo, sobre todo en el caso de la pubertad masculina. El desarrollo del cuerpo, especialmente el del cuerpo con género, se manifiesta vocalmente. Aunque está predispuesto a la percepción del sonido en general, el oído humano está, sobre todo, sintonizado con esta emisión vocal que revela los cuerpos singulares entre sí. A diferencia del discurso, la voz pone en juego el oído incluso antes de la escucha.

 

La voz hablada

La percepción auditiva está tan fuertemente privilegiada que, tanto en las lenguas modernas como en las antiguas, los términos correspondientes al castellano voz (latín: vox, griego: phoné) suelen denotar un amplio espectro de fenómenos sonoros con fuentes animadas o inanimadas. Esto significa que la voz no es principalmente humana y que la «voz del viento» no es necesariamente una metáfora. Sin embargo, la mayoría de los diccionarios modernos definen la «voz» en primer lugar como la voz humana, el conjunto de sonidos emitidos por la laringe y el sistema de órganos de fonación. A continuación, especifican con más detalle que dichos sonidos son producidos por las cuerdas vocales que entran en vibración bajo el efecto de una excitación nerviosa rítmica;2 o que el aparato respiratorio junto con la cavidad nasal y la boca contribuyen a la emisión del sonido;3 o incluso que este tipo de definición se aplica por igual a los órganos de fonación humanos y animales.4 La inclusión del animal es digna de mención no sólo porque la conexión de la voz con el cuerpo acaba subrayando la afinidad fisiológica entre el hombre y el animal —al menos, cualquier animal dotado de un aparato vocal— sino, sobre todo, porque la entrada del animal en la definición primaria y principal de la voz funciona como un signo, si no como un síntoma, de la problemática y apenas evidente decisión de entender la voz como voz humana en primer lugar.

Más que simplemente antropocéntrica, esta elección puede definirse como logocéntrica. Se remonta al complejo punto en el que se considera que la filosofía griega privilegia la conexión entre la voz y el discurso, aprisionando así la voz en el ámbito del logos y en el conjunto de cuestiones que caracterizan el desarrollo de la tradición filosófica como una reflexión continua sobre el lenguaje.5 Dado que el término logos puede significar no sólo «habla» y «lenguaje», sino también «discurso», «número» y, sobre todo, «razón» y «pensamiento», en este contexto la voz está consignada a desempeñar un papel que genera una serie de paradojas. Consideremos la famosa metáfora de la «voz de la razón», un análogo conceptual de la «voz del alma», que se remonta a Platón,6 por no hablar de la más moderna «voz de la conciencia».7 La metáfora ilustra la paradoja por la que, en el contexto de un logos tomado tendencialmente como razón, la voz no sólo se ve privada de su fisicidad sonora, sino que, en su forma incorpórea, se convierte en la voz humana por excelencia, en la medida en que lo humano se define igualmente como un animal racional. Los diccionarios de uso que hacen referencia al acto de hablar en la definición primaria de la voz8 tienen sus raíces en una historia conceptual de la voz basada en una postura filosófica que sostiene que el discurso depende del pensamiento.9 La convicción, típica de la metafísica, de que hablar es vocalizar significados mentales, a los que se da el estatuto de universalidad, ejerce una influencia determinante en el problema del nexo entre voz y discurso.

En griego antiguo, el término phoné designa, en primer lugar, el sonido en general, es decir, las vibraciones sonoras percibidas por el oído, independientemente de la fuente física que las emita. Como sigue ocurriendo en las lenguas modernas, se hace más hincapié en la impresión auditiva que en su producción: el orden sonoro pesa más que el vocal. Este énfasis en la percepción acústica consigue incluso señalar una diferencia entre, por un lado, las cosas inanimadas, las que carecen de los órganos perceptivos, y, por otro lado, las especies animales dotadas de ellos. Independientemente de su capacidad de hablar, el hombre está en condiciones de forjarse un papel esencial como fuente de emisión sonora y, tal vez incluso por encima de todo, como oído receptor. La naturaleza exquisitamente física de la relación entre la voz y el oído no pasa desapercibida para los filósofos que privilegian la inmaterialidad del pensamiento. Parménides menciona el eco del oído en su lista de facultades sensoriales que impiden a los hombres captar la verdad,10 mientras que, según Platón, el oído es un embudo de carne a través del cual la fisicidad de la phoné viaja directamente al alma, comprometiendo una armonía racional.11 Menos obsesionado con el peligro de los placeres acústicos, Aristóteles discurre sobre la phoné en un famoso pasaje de la Poética,12 donde considera el sonido (phoné) como indivisible en cada uno de sus elementos discretos —es decir, las letras— por los que se articula la voz humana (phoné), especificando que las unidades sonoras indivisibles difieren, entre otras cosas, «según la forma de la boca».13 Aparte de la referencia explícita al cuerpo, aquí se subraya una vez más la bivalencia estructural del término, ya que phoné puede significar tanto el sonido emitido, específicamente en sus articulaciones discretas (las letras), como el fenómeno total de la emisión y producción del sonido. Esto también se aplica, en la lengua griega, al caso de los instrumentos musicales, en los que phoné significa tanto el tipo de sonido (la voz de la flauta) como las notas producidas. El papel globalizador del oído es crucial.

En la Poética, Aristóteles aborda específicamente la capacidad humana de fonación en relación con el discurso, en el contexto de una investigación que pretende separar y clasificar los componentes del logos. Definido aquí como «voz significante» (phoné semantiké), el logos es considerado esencialmente como lenguaje, es decir, como sistema, como estructura compleja de significación. Posicionándose como el precursor de los lingüistas modernos, el filósofo comienza separando los sonidos indivisibles emitidos «por la boca», las letras cuya unión da lugar a las sílabas, que a su vez se ensamblan para formar los nombres, los verbos y, finalmente, las oraciones, culminando finalmente en el logos de tal sistema total de significación, es decir, en el logos como nada más y nada menos que el lenguaje: phoné semantiké por excelencia. En este sistema, como afirma Aristóteles en otro lugar, la phoné coincide sustancialmente con el conjunto de signos acústicos llamados a expresar realidades mentales o entes de pensamiento.14 Reducida a una dependencia de la función de vocalizar significaciones mentales, la phoné se gana así por antonomasia la «voz humana» como su acepción, en la medida en que los sonidos emitidos por el hombre se ponen al servicio de los entes de razón. El animal racional no tiene simplemente una voz; tiene una voz que es en sí misma humana, una voz que es, por su propia naturaleza en cuanto «humana», un instrumento del pensamiento.

Como sabemos, la definición del hombre como animal racional, por muy famosa que sea, no es una traducción precisa. Aristóteles dice en la Política que el hombre es un zoon logon echon: un ser vivo que posee el logos.15 Esta imprecisión es, sin embargo, sólo superficial. Aunque el logos es una «voz significante», lo que cuenta aquí es, sobre todo, el dominio del significado, es decir, la esfera de los entes mentales que pueden clasificarse en un sistema encapsulado muy bien por el término «razón». La oposición jerárquica entre mente y cuerpo es obviamente decisiva aquí.16 En este binarismo, propio del logocentrismo, la corporeidad de la voz tiene un efecto despreciativo, convirtiéndola en un componente secundario y meramente instrumental del lenguaje frente al componente semántico-racional del mismo. De hecho, si se desprende de esta función instrumental, la phoné pierde su especificidad humana y, como explica Aristóteles en la Política, se convierte en una mera capacidad genérica, compartida por hombres y animales, de emitir sonidos que expresan estados corporales y emocionales: pena, placer, etc.17 Lo que distingue al hombre del animal no es ni la voz ni el órgano de fonación, sino la voz significante, es decir, la capacidad del hombre de traducir los acontecimientos mentales en sonidos acústicos que, cuando se refieren a lo justo, lo útil y lo perjudicial, lo identifican como zoon politikon: un animal político.18

Más allá de su importancia para la historia de la filosofía política, esta línea de argumentación es crucial para quienes consideran el carácter patriarcal y sexista del logocentrismo. Además de distinguir al hombre de los animales, la «voz significante» se posiciona de hecho para trazar una distinción, enteramente dentro de la especie humana, entre hombres y mujeres. Sólo los primeros, según Aristóteles, poseen el logos en sentido pleno, mientras que las segundas se limitan a vocalizar significados cuyo orden racional apenas son capaces de dominar.19 El término «hombre» —tanto en el griego antiguo como en las lenguas modernas— asume al varón como paradigma universal de la especie humana.20 Dado que el hombre se define como zoon logon echon, la posición de la mujer dentro de la especie humana está dotada de una conexión con una phoné semantiké que enfatiza lo vocal por encima y en contra del componente semántico. La economía binaria que opone la mente al cuerpo también opone el hombre a la mujer y, en un movimiento lógico integral, la racionalidad de lo semántico a la corporalidad de lo vocal. En la historia del imaginario occidental, no es raro encontrarse con una brecha extrema que divide los dos componentes del logos, representados, por un lado, por las figuras femeninas que encarnan la voz pura (las sirenas, la ninfa Eco, las divas), y, por el otro, por la figura del pensador solitario que contempla en silencio sus Ideas, como el filósofo de Platón.21

 

La voz y la diferencia sexual

La diferencia sexual podría proporcionar los medios necesarios para remontar una historia de la voz que, en contraste con la dada por el logocentrismo, valorara sus raíces en el cuerpo.22 No se trata de despreciar la facultad humana del habla, sino, como sugiere Zumthor, de desarrollar «una ciencia de la voz» que investigue en última instancia «el conjunto de actividades y valores que son propiedades de la vocalidad, independientes del lenguaje».23 Las sirenas son, en este sentido, emblemáticas. En la Odisea su voz, aunque es una emisión sonora fatalmente poderosa, está relacionada con el discurso: las sirenas homéricas cantan una narración y son, de hecho, incluso narradoras «omniscientes».24 En el desarrollo del imaginario occidental, sin embargo, tienden a perder su capacidad de habla, ya que su voz se convierte en una inarticulación, un gemido, un grito: expresiones vocales de una profunda corporeidad, a la vez seductora y peligrosa, intrínsecamente ligada a la animalidad inscrita incluso en su apariencia híbrida.25 La voz de las sirenas es una voz no-semántica, cuyo efecto peligroso y fascinante apunta a una corporeidad aún no —o ya no— dominada por la razón y, por lo tanto, al ámbito de los impulsos sexuales y del goce en general. Criaturas del agua que son capaces de generar un fluido maternal, amniótico, las sirenas representan el nexo entre el principio del placer y la pulsión de muerte. Al igual que la ninfa Eco en las Metamorfosis de Ovidio,26 que reverbera sonidos, repite, tartamudea, llaman a la regresión infantil, es decir, a un estado en el que la voz como emisión sonora aún no está conectada a la palabra y está desligada del sistema de significación. Se trata, según Horkheimer y Adorno, de una voz de goce corporal que se opone a la racionalidad del yo induciéndolo a fundirse en la dicha de su prehistoria.27

Este análisis se aplica con mayor facilidad al canto, en el que la musicalidad —en la medida en que constituye una expresión particular y exclusiva de los límites del sonido— tiene el mérito de aludir a los ritmos internos del cuerpo, como los latidos del corazón o las cadencias de la respiración. Bien conocida es la teoría que sitúa los fenómenos acústico-vocativos en el hemisferio derecho del cerebro, sede de las emociones, en contraste con el hemisferio izquierdo, sede del pensamiento lógico y racional.28 La voz en general, y la voz de la canción en particular, despierta la esfera emocional en detrimento de la esfera lógica. Esto explica que las divas y otras cantantes líricas estén inequívocamente vinculadas a las sirenas. En la soprano, y en el canto operístico en general, la voz no sólo alcanza las cimas de su poder expresivo, sino que domina la palabra, convirtiéndola en algo secundario incluso cuando la transmite. El aria del segundo acto de la Reina de la Noche en La flauta mágica de Mozart ejemplifica lo que tan a menudo encontramos en la ópera: una voz que, persiguiendo las alturas expresivas de su material puro y sonoro, se expande hasta el punto de disolver el significado de las palabras. En este sentido, la ópera ha sido interpretada como un teatro en el que, a pesar de la inevitable misoginia del libreto, el principio femenino de la vocalidad prevalece, de vez en cuando, sobre el principio masculino de la racionalidad.29 Evidentemente, esta tesis gana cada vez más fuerza cuanto más se bifurcan los dos componentes del logos en, por un lado, el polo de la voz pura, tradicionalmente atribuido al binomio mujer-cuerpo, y por el otro, el polo del pensamiento puro atribuido al binomio hombre-razón. Llevada a un extremo radical, la tensión dentro de la phoné semantiké aristotélica conduce a un escenario en el que la voz asume un papel antagónico con respecto a la semántica.

 

La voz y la escritura

Que la voz está en condiciones de asumir un papel antagónico con respecto al sistema de las lenguas es una tesis compartida, de diversas maneras y según diversos enfoques disciplinarios, por algunas de las perspectivas teóricas más innovadoras de finales del siglo XX. Sin embargo, lo que las une no es un interés específico por la cuestión de la diferencia sexual, sino una reflexión diversamente articulada pero compartida sobre el tema de la escritura. El interés del siglo XX por la escritura es un fenómeno notoriamente bien documentado y complejo. Para simplificar, se podrían separar estas reflexiones en dos grandes grupos: en primer lugar, el amplio abanico de estudios sobre la oralidad o, más en general, sobre la comunicación;30 y, en segundo lugar, los estudios que, junto a Derrida,31 siguen una cierta vertiente del pensamiento francés nacida del posestructuralismo. Sin embargo, es sintomático que los estudios sobre la oralidad se arraiguen en el interés por la epopeya homérica, que analizan según su dimensión de interpretación vocal. La tesis fundamental aquí es que existe una diferencia esencial, atribuible a una transición histórica específica, entre la cultura oral y la civilización textual, en la que la primera se centra en la voz y la segunda en el ojo.32 La sociedad sin escritura —bien ejemplificada por la figura de Homero— se caracteriza por un tipo de conocimiento y comunicación en el que la voz no sólo desempeña un papel esencial, sino que influye en la propia estructura de la palabra y, por lo tanto, del lenguaje, que ahora se pliega a las exigencias rítmicas y sonoras de la vocalidad.

La civilización textual —ejemplificada por Platón y, más genéricamente, por el nacimiento de la filosofía— depende, en cambio, de la centralidad del ojo y de una relación desapegada con un lenguaje que, al tener que ser puesto en signos visualmente perdurables, se condensa con el tiempo en una forma objetiva y permanente, favoreciendo el pensamiento analítico y la posibilidad de atribuir una realidad mental al discurso. Las culturas orales se apoyan en el flujo del sonido, fugaz y temporalmente irreversible, en una esfera acústico-vocal que pone en comunicación a los cuerpos y los une físicamente. La escritura es, por el contrario, una actividad solitaria. En cuanto a la etimología, se destaca que la epopeya se refiere a un epos, cuya raíz indoeuropea, wekw-, es la misma que el latín vox, el castellano voz, el italiano voce, el inglés voice, etc.33 Una etimología igualmente interesante es la que se deriva del término latino para boca —os, oris— que significa tanto orificio como origen, lo que sugiere que la voz vive en las regiones viales por las que entran los alimentos y la respiración atraviesa el cuerpo.34 Esta cuestión crucial aflora con regularidad en los estudios contemporáneos e interdisciplinarios sobre la voz, especialmente los realizados desde un punto de vista antropológico.35 Siguiendo el giro judaico hacia lo espiritual, esta sonoridad originaria se relaciona con el poder creativo del aliento divino (rouah) —que será sustituido en la tradición cristiana por un Dios que crea en cambio a través de la Palabra, el Verbum— y, más genéricamente, con prácticas vocales como el canto gregoriano o la meditación sobre la vibración de la sílaba om.

Un menor interés por los aspectos antropológicos y religiosos de la emisión vocal caracteriza, en cambio, a la mencionada vertiente del pensamiento francés contemporáneo que, aunque de forma diferente a los estudios sobre la oralidad, también reflexiona sobre el entrelazamiento de la voz y el texto. Kristeva sostiene que la esfera vocal (a la que llama «chora semiótica»), donde rigen los impulsos rítmicos e inconscientes, precede y supera al sistema simbólico del lenguaje, manifestándose especialmente en el texto poético.36 Insistiendo en un placer del texto desvinculado de la urgencia de la significación, Barthes propone escribir en voz alta, una práctica que podría hacer sensible el nervio mismo de la garganta, la voluptuosidad de la voz y todos los estereotipos flácidos de un lenguaje cubierto de piel.37 Hélène Cixous habla de una écriture féminine vinculada explícitamente a la figura materna, en la que canta una voz que es aliento y alimento, un goce infinito, una música corporal que rompe con la prisión falogocéntrica de la sintaxis.38 Estas perspectivas, todas ellas influenciadas por el psicoanálisis, hacen hincapié en la materialidad sonora y en la corporeidad de una voz que se convierte en antagonista del sistema racional de significación o, al menos, lo desbarata. Su insistencia en el texto y la escritura, sin embargo, conduce al problema de una esfera acústica que corre el riesgo de quedar atrapada en lo visual. En referencia a la aceptación de la voz por parte de la fenomenología,39 este problema se ve confirmado por la complicada posición de Derrida, quien, desde el punto de vista de una escritura que se esforzó por entender como différance —el campo de la postergación y de la proliferación infinita de signos— critica paradójicamente el logocentrismo metafísico como fonocéntrico.40 Aunque Nancy revocaría esta tesis,41 pero con argumentos derridianos y en nombre del sonido más que de la voz, la afirmación de Derrida se opone directamente a la idea más extendida de que la metafísica se basa en la centralidad del ver, en detrimento del oír.42 Más interesantes para una recuperación de la corporeidad vocal en el lenguaje son los experimentos contemporáneos sobre la voz que valoran la actuación teatral43 o poética.44 En contra de los códigos del logocentrismo, sostienen que, incluso antes de representar la corporeidad del discurso,45 la voz es sonido, vibraciones de una garganta carnal que, brotando de las profundidades del cuerpo, se expande en el aire y penetra en el oído.

 

La singularidad de las voces

En el relato «Un rey escucha», Italo Calvino escribe que la «voz proviene ciertamente de una persona, única, inimitable, como cada persona una persona viva, garganta, pecho, sentimientos, que envía al aire esta voz, diferente de todas las demás voces».46 Rutinariamente ignorado por la filosofía, con algunas raras excepciones,47 el fenómeno de la singularidad de la voz no escapa al escrutinio del narrador de Calvino. Reconocer a alguien por el sonido de su voz es una experiencia cotidiana para todos nosotros: el análisis vocal electrónico, que se hizo famoso por su uso en las investigaciones policiales, se basa en este hecho elemental. El bebé reconoce la voz de su madre en sus primeras semanas de vida. Este reconocimiento, que al fin y al cabo es mutuo, representa también la comunicación de una corporeidad que, por ser única e insustituible, se expresa vocalmente. Incluso antes de comunicar algo a través de la palabra —ya sea un significado mental o un estado emocional— los seres humanos se comunican con sus voces.

No se trata de negar la afirmación de Aristóteles de que la particularidad humana es inherente a las palabras, sino de cuestionar la reducción de la voz a un instrumento del discurso. Al comunicar la singularidad corporal, la voz precede, hace posible y supera cualquier forma de comunicación lingüística. La musicalidad de la canción, en este sentido, no es más que una extensión natural de la musicalidad de cualquier lenguaje, en la medida en que cualquier lenguaje ya lleva en sí mismo la resonancia rítmica de las voces que, como en los intercambios vocales entre la madre y el bebé, entre la variación y la repetición, se llaman entre sí. La primera música es el Eco: un eco, sin embargo, en el que el rebote de la voz proviene de cuerpos individuales que, como ya mencionó Calvino, transmiten «el placer de dar una forma personal a las ondas sonoras».48 Tal placer, vinculado en última instancia a la emisión del sonido y no sólo a la recepción auditiva —a la voz personal y no sólo al oído del otro, como diría la fábula de las sirenas—, lejos de suscitar una pulsión de muerte, demuestra la vitalidad de un cuerpo individual. En la emisión del sonido que sale de las profundidades del cuerpo y se escapa al exterior para penetrar en el oído del otro, evocando así otra voz en respuesta, la reciprocidad de la comunicación es una revelación, una relación y una (inter)dependencia. El tono y la expresividad emocional, así como la musicalidad e incluso el discurso, están siempre contenidos en esta relacionalidad primaria de la voz humana. No es casualidad, pues, que la voz se considere tradicionalmente femenina; la voz alude a un cuerpo, singular pero no encerrado en su autosuficiencia individual, que se abre y acoge a otro, afinando la música del cuerpo a los ritmos de la vida.

 

Traducción del inglés:
Alan Cruz

© Adriana Cavarero, «The Vocal Body: Extract from A Philosophical Encyclopedia of the Body», trad. Matt Langione, en Qui Parle, vol. 21, núm. 1, verano-invierno de 2012, pp. 71-83.

 

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Notas

1 Cf. Alfred Tomatis, L’oreille et le langage.

2 Cf. Alain Rey, Dictionnaire historique de la langue française.

3 Cf. Giacomo Devoto y Gian Carlo Oli, Dizionario della lingua italiana.

4 Cf. Oxford English Dictionary.

5 Cf. Martin Heidegger, On the Way to Language.

6 Sofista, 263e.

7 Cf. Fabrizio Desideri, L’ascolto della coscienza.

8 Cf. Jacob y Wilhelm Grimm, Deutsches Wörterbuch; A. Rey, op. cit.; Tullio de Mauro, Grande dizionario italiano dell’uso.

9 Cf. Richard Broxton Onians, The Origins of European Thought.

10 Sobre la naturaleza, B7.

11 República, 411a.

12 Poética, 1456b 20-57 a 30.

13 Ibid., 1456b 31.

14 Sobre la interpretación, 1.

15 Política, 1253a10.

16 Cf. Adriana Cavarero, Stately Bodies.

17 Política, 1253a10-12.

18 Ibid., 1253a3.

19 Ibid., 1260a14.

20 Cf. Luce Irigaray, This Sex Which Is Not One.

21 República, 516a-c.

22 Cf. A. Cavarero, For More Than One Voice.

23 Cf. Paul Zumthor, «Prefazione».

24 Odisea, 12.181-200.

25 Cf. Loredana Mancini, Il rovinoso incanto.

26 Metamorfosis, 3.339-510.

27 Cf. Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialectic of Enlightenment.

28 Cf. Julian Jaynes, The Origin of Consciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind.

29 Cf. Catherine Clément, Opera; Wayne Koestenbaum, The Queen’s Throat.

30 Cf. Albert Lord, The Singer of Tales; Eric Havelock, Preface to Plato; Marshall McLuhan, The Gutenberg Galaxy; Walter Ong, Orality and Literacy; Paul Zumthor, Oral Poetry.

31 Cf. Jacques Derrida, Voice and Phenomenon.

32 Cf. E. Havelock, op. cit.

33 Cf. W. Ong, op. cit.

34 Cf. P. Zumthor, op. cit.

35 Cf. Corrado Bologna, Flatus vocis.

36 Cf. Julia Kristeva, Revolution in Poetic Language.

37 Cf. Roland Barthes, The Pleasure of the Text.

38 Cf. Hélène Cixous, Entre l’écriture.

39 Cf. Don Ihde, Listening and Voice.

40 Cf. J. Derrida, Of Grammatology y Voice and Phenomenon.

41 Cf. Jean-Luc Nancy, Listening.

42 Cf. Hans Jonas, The Phenomenon of Life.

43 Cf. Carmelo Bene, Nuestra Signora dei Turchi.

44 Cf. Edward Kamau Brathwaite, History of the Voice.

45 Cf. R. Barthes y Roland Havas, «Listening».

46 Italo Calvino, Under the Jaguar Sun, 53-54.

47 Cf. J.-L. Nancy, «Sharing Voices».

48 I. Calvino, op. cit., p. 54.