Número 88

La literatura en las sombras de Mariana Enríquez

Alina Rodríguez S.

Nuestra parte de noche, Premio Herralde de Novela 2019 y la más reciente obra de la argentina Mariana Enríquez, es, entre otras cosas, la historia de las confrontaciones internas de una familia inmersa en las artes oscuras.1 No se trata únicamente de los padecimientos cotidianos que les provoca una miseria sutil y meramente circunscrita a la vida doméstica —que también los hay—, sino que son frontales, implican una violencia visible, de vida o muerte: guerras declaradas entre madre y yerno, odios añejos entre madre e hija, agresiones físicas de padre a hijo. La novela se desarrolla a lo largo de tres décadas de horror sostenido, casi cíclico: como en otras historias familiares de la literatura, ciertos patrones parecen repetirse en las aparentemente inevitables confrontaciones entre las generaciones más jóvenes y sus predecesores de sangre o de ideas, o en las batallas heredadas que no han sido pedidas. El relato se desarrolla alrededor de la relación entre padre e hijo, el vínculo entre ellos, la familia extendida y la organización en la que están afiliados, o más bien atrapados, por sangre o privilegio: la Orden, que se encarga de procurar el contacto de sus miembros con la fuerza demente y a la vez divina a la que le rinden culto, la Oscuridad. El contacto, la posibilidad de presenciar una fuerza divina, se considera a la vez causa y consecuencia del enorme poder político y económico del que disfrutan los miembros de la Orden. Si bien la familia y el poder son temas centrales —parecería que se eligió la familia poderosa para hablar efectivamente de ambas—, nada sucede en el vacío. Los años postrimeros de la dictadura argentina no sólo envuelven, sino que atraviesan este drama familiar: sus últimos años con sus horrores tardíos y el tránsito hacia su paulatina conversión en memoria disputada. Tres décadas se le presentan al lector entre Corrientes, Londres y Buenos Aires; entre la selva, las ciudades y sus periferias; con breves saltos hacia atrás por el África invadida y el Londres imperial.

Aunque cíclico y narrado desde perspectivas similares —más la de sus damnificados que la de sus perpetradores—, el horror tiene también muchas intensidades. Puede ser el del colonizador, el de la pobreza y la miseria, el de la dictadura, el de la jaula de oro, el de la violencia intrafamiliar, el de la tortura. Una de las formas del horror aparece como la conspiración y el cierre de filas de unos pocos de arriba, la Orden, encarnando la dimensión espectral del poder. Como sugiere Enríquez, quizá la maldad es de todos, pero la impunidad parece entenderse como un lujo del que pocos disponen, que es ejercido sólo para mostrarse, como un reloj caro. La tragedia aquí es finalmente, cualquiera que sea la variante, la de verse despojado de opciones y decisiones, a veces incluso hasta de la alternativa de entregarse voluntariamente a la muerte o a la normalidad. Es saberse la carne que consumen otros, ya sea a través del trabajo casi esclavizado (o ya de plano esclavizado, para qué irse con tecnicismos), de las obligaciones familiares de las que no se puede escapar, o de la enfermedad. Enríquez aborda este consumo sin piedad, describiéndole al lector las heridas, incisiones que reciben los cuerpos y sus partes, siendo minuciosa con los retazos que quedan después. Un trozo de alguien, ¿qué es? ¿Sigue siendo alguien? ¿Por qué resulta tan impresionante una mano por ahí, unos dientes como cuentas, un patrón hecho de torsos? El desmembramiento es la forma más brutal, pero no la única, de despersonalizar. Es en este caso la impotencia de verse, sentirse como herramienta, y tan pero tan disponible para el dolor. La novela casi se regodea en el dolor, pero es de ahí de donde viene el goce de imaginarse libre de él. Ese goce es el de la diferencia y la posibilidad del desafío ante el dolor, la frustración y los aparentes callejones sin salida. Las historias de la dictadura, de las esclavizadas, de los enfermos y los desaparecidos, sus anónimas muertes y sus nombres olvidados, parece insinuar Enríquez, traen no sólo las historias de su tragedia, sino también la de sus decisiones y deseos. La experiencia del miedo y el dolor trae consigo la del deseo. ¿Qué deseo? El de vivir como se quiere, que muchas veces toma en esta historia la forma de amar y coger con quien se quiere.

Dividido en seis partes, cada una con una voz narrativa distinta —salvo en un caso— la novela se mueve con poca ambigüedad respecto al cauce de la acción. Hablando desde la poca experiencia con literatura de terror, desde esa ingenuidad lectora o quizá desde una tendencia personal a hundirse en el pánico, puedo decir que la novela realmente espanta. En momentos clave, lentamente cocinados, se le muestran al lector imágenes que no son fáciles de ver u olvidar. También, tiene su fair share de detectivesca adolescente, fiesta decadente en la década de 1960, sexo placentero, diciéndonos que uno también se puede divertir en su miseria.

Si revisamos el universo que ha construido Enríquez, nos encontramos con temas ya antes explorados. Hay poco miedo a repetir, al contrario, en la repetición se pueden encontrar peores angustias que en la novedad. ¿Qué es el trauma, finalmente? Está por un lado la referencia —más bien expansión— al cuento «La casa de Adela» de Las cosas que perdimos en el fuego2 con esos precisos momentos en que las cosas empiezan a ir realmente mal. Está también la fascinación por los cementerios, por lo que la gente conjura y hace con los cuerpos, con las construcciones de la muerte de Alguien camina sobre tu tumba.3 La arquitectura, en general, actúa como elemento ominoso: casas vivas, casas hechas para perderse o simplemente casas que resultan ser el diametral opuesto de lo que llamaríamos hogar, la manera de organizar el espacio que habitan los personajes es en la narración en ocasiones más aterrador que las acciones mismas. Hay también hombres y mujeres jóvenes, pálidos y atractivos, en unas páginas teniendo sexo, en otras muriendo. Un constante recordatorio de que el deseo sexual no es lo opuesto al memento mori, sino su otra cara. Esto también está presente en la profusa descripción de una affaire juvenil y la erótica escultura fúnebre en «La muerte y la doncella», crónica de Alguien camina sobre tu tumba y retomado en la novela en todo momento, pero quizá con más fuerza cuando se relata la tristeza y el miedo alrededor de esos primeros años de la epidemia de VIH.

Así como se nos muestra y recuerda que deseo y muerte no son opuestos, también nos queda la certidumbre de que no hay realmente una antípoda de la oscuridad. La noche y la parte de ella que se está contando no tiene un opuesto que sea la luz, y quizá lo más devastador de todo es que no hay un espacio cálido y luminoso al cual correr. Esto no es tan malo. Ya Tanizaki, en Elogio de la sombra, exigía que, ante el avance de la arquitectura occidental con su obsesión por iluminar, la luz artificial que quería despojar al mundo de sus misterios, lo mínimo que se podía pedir era que se dejara a la literatura quedarse en las sombras y dedicarse a contemplar las tonalidades sombrías, lo tenue que sólo se puede admirar en la casi-oscuridad. Esta novela parece cumplir con ese capricho: aquí no hay día, pero hay literatura.

 

1 Mariana Enríquez, Nuestra parte de noche, Barcelona, Anagrama, 2019.

2 Cf. M. Enríquez, Las cosas que perdimos en el fuego, Barcelona, Anagrama, 2016.

3 Cf. M. Enríquez, Alguien camina sobre tu tumba, Buenos Aires, Galerna, 2013.