Número 88

Pecar no es un crimen*

Ivan Illich y la institucionalización del pecado por la Iglesia

Mahité Breton

Pecar no es un crimen: esto resume la concepción de Ivan Illich sobre el pecado. Ciertamente no hay nada completamente nuevo o absolutamente original en esta idea. Sin embargo, la forma en que Illich combina una perspectiva histórica del tema con una contemplación animada por su fe personal le da una consistencia única y una fuerza de resonancias únicas. Illich fue un librepensador, teólogo, historiador y filósofo. Sus escritos cruzan disciplinas sin tener en cuenta las fronteras entre ellas. Fue más conocido en las décadas de 1970 y 1980 por sus críticas a los sistemas de educación, salud y transporte. Sin embargo, cuando al final de su vida, en una serie de entrevistas con el periodista de la Canadian Broadcasting Corporation (CBC) David Cayley, trató de definir el marco y la postura de su pensamiento, se dibujó a sí mismo dentro de la fe cristiana y, más precisamente, en fidelidad a Cristo y a la figura del samaritano de la parábola del Evangelio.1 Illich era un sacerdote y un profundo creyente, aunque renunció a todo ministerio después de haber entrado en conflicto con las autoridades eclesiásticas a finales de la década de 1960. A pesar de su postura crítica hacia la Iglesia como institución, siempre permaneció fiel a su fe. Su reflexión sobre el pecado refleja esta posición y esta manera de inscribir una fidelidad en su disentimiento, o más bien, de inscribir su fidelidad como disentimiento.

Las siguientes líneas introducen en primer lugar los elementos centrales del pensamiento de Illich, que conforman el trasfondo de su concepción del pecado; luego exponen esta concepción, antes de reflexionar sobre su resonancia actual. Como muchos elementos de la arquitectura cristiana, la noción de pecado continúa circulando, de una manera u otra, entre nosotros. Así pues, las últimas páginas se presentan como un intento de captar esta resonancia, ampliando la reflexión para incluir el perdón y la confesión, y para cuestionar directamente el significado que el pecado puede tener hoy en día en una sociedad laica en la que Dios ya no domina los horizontes de las personas.

 

I.El contexto general del pensamiento de Illich: la encarnación y la parábola del samaritano

El significado que Illich da al pecado surge de su interpretación de la Encarnación y la parábola del samaritano. Para Illich, la Encarnación es un acontecimiento cuyo carácter histórico no puede ser evitado ni siquiera por quienes no se adhieren a la religión cristiana: «La creencia se refiere a lo que supera la historia, pero también entra en la historia y la cambia para siempre».2 Incluso para aquellos que no creen que lo divino se hizo realmente carne, el hecho de que cientos y luego miles y millones de personas hayan creído en ello durante siglos ha cambiado profundamente la faz del mundo y el curso de la historia, porque estos cientos, miles, millones de personas han moldeado sus vidas, sus interacciones y su entorno de acuerdo con una visión del mundo que se basa en la creencia de tal encarnación de Dios, como se afirma en el Evangelio con la frase Logos sarx egeneto (Juan 1:14) (traducida comúnmente como «[Y] el Verbo se hizo carne»), y que luego fue transmitida por la institución eclesial.

Reflexionando sobre el significado de este acontecimiento histórico, Illich vuelve a la frase griega y mira una traducción ligeramente diferente: «Si miras la palabra griega logos en el diccionario, encontrarás que significa proporción o proporcionalidad, o adecuado, antes de que signifique lo que llamamos una palabra. La palabra de Dios era la relación de Dios consigo mismo, como los teólogos dijeron más tarde».3 Para Illich, es esta relación la que tomó forma humana una vez en la historia: Dios se hizo carne como un ser-en-relación, como un ser-con.4 Fue entonces a través de la relación carnal que los humanos pudieron estar con él: viéndolo, tocándolo, sintiéndolo y escuchándolo. Esta posibilidad de tocar a Dios, de estar con él, en el mundo y en la carne, una vez que ha sucedido, permanece abierta. A través de la Encarnación, la carne misma se convirtió en una relación divina. En otras palabras: desde la Encarnación, lo divino existe en este mundo, no en este hombre o incluso en el ser humano como tal, sino en el ser-con (tú-con-yo, uno-con-otro).

Esto es lo que lleva a Illich a decir que, en la parábola, el gesto del samaritano hacia el hombre apaleado en la zanja prolonga la Encarnación:

Creo, como espero que tú lo hagas, en un Dios que está encarnado, y que ha dado al samaritano, como un ser sumergido en la carnalidad, la posibilidad de crear una relación por la cual un encuentro desconocido y fortuito se convierte para él en la razón de su existencia, al igual que se convierte en la razón de la supervivencia del otro, no sólo en un sentido físico, sino en un sentido más profundo, como ser humano. No es una relación espiritual. No es una fantasía. No es simplemente un acto ritual que genera un mito. Es un acto que prolonga la Encarnación. Así como Dios se hizo carne y en la carne se relaciona con cada uno de nosotros, así tú eres capaz de relacionarte en la carne, como alguien que dice yo, y cuando dice yo, señala una experiencia que es completamente sensual, encarnada y mundana, a ese otro hombre que ha sido golpeado.5

Dado que Dios se encarnó, dio al samaritano —y a cada uno de nosotros, al ser el samaritano una figura bajo la cual cada uno puede reconocerse a sí mismo tomando el lugar del propio samaritano, e Illich a menudo, al discutir esta parábola, pasa de «él» a «yo»— la posibilidad de prolongar la Encarnación estableciendo, en su propia carne, una relación con otro. El discurso de Illich, en su acumulación de negaciones, habla de la dificultad para el pensamiento de captar esta amalgama problemática de lo material (físico, carnal) y lo espiritual. «No sólo en un sentido físico», «no una relación espiritual», «no una fantasía», «no un mero acto ritual»: de hecho, cuando intenta describir la relación, Illich pisotea la frontera entre el espíritu y la materia, y este pisoteo discursivo coloca, en el nivel del discurso que se despliega ante nuestros ojos, la relación en el lugar mismo de la Encarnación.

De su interpretación de la parábola surge la concepción de Illich sobre el ser humano: para él, somos seres constituidos por una relación libre, encarnada y gratuita como la que existe entre el samaritano y el hombre de la zanja. Así lo sugiere el comentario de Illich sobre el «yo», «ego» al final del pasaje citado en el párrafo anterior: con ello se refiere no a un sujeto constituido por su relación consigo mismo, su historia personal o sus características físicas o morales, sino más bien por una experiencia encarnada y sensual de relación con otro hombre. Reitera y amplía esta idea cuando afirma: «Como el samaritano, somos criaturas que encuentran su perfección sólo estableciendo una relación, y esta relación es arbitraria desde el punto de vista de todos los demás, excepto el del samaritano, porque lo hace al llamado del judío apaleado».6

Illich inserta un matiz aquí: esta relación es entre el llamado y la respuesta. Surge de un gesto esbozado en respuesta al llamado de otro, más que dictado por una norma ética o por las reglas que rigen, dentro de un grupo determinado, el comportamiento a adoptar hacia las diversas categorías de «prójimos». Por lo tanto, es probable que parezca arbitraria a los ojos de los demás, mientras que la observancia de las normas es siempre inteligible para el grupo que estructuran. Este matiz proviene de la interpretación de Illich de la parábola del samaritano, una interpretación que, según le dice a David Cayley en una de sus entrevistas, no es la que dominó los sermones religiosos entre los siglos III y XIX:

Una vez, hace unos treinta años, hice un estudio de los sermones que trataban de esta historia del samaritano desde principios del siglo III hasta el siglo XIX, y descubrí que la mayoría de los predicadores que comentaban ese pasaje consideraban que se trataba de cómo uno debía comportarse con su prójimo, que proponía una regla de conducta, o una ejemplificación del deber ético. Creo que esto es, de hecho, precisamente lo contrario de lo que Jesús quería señalar. No se le había preguntado cómo debe uno comportarse con su prójimo, sino más bien, ¿quién es mi prójimo? Y lo que dijo, según entiendo, fue: «Mi prójimo es a quien escojo, no a quien tengo que escoger». No hay forma de categorizar quién debe ser mi prójimo.7

Para Illich hay una novedad radical que entra en el mundo con Jesús: la idea de que mi prójimo no está definido por reglas de pertenencia étnica, la idea de que no es el grupo, la familia o la casta lo que determina esta elección. Al contrario: la relación de amor (amistad, caridad, cuidado del otro) es una elección libre. En el relato de Illich sobre la historia occidental de la relación con el otro y la comunidad, hasta la venida de Jesús, el ser-con se determinaba principalmente como una comunidad (familia, clan, etnia, ciudadanía) regida por normas, y los que formaban parte de ella se definían como miembros de esa comunidad. La textura de este ser-juntos se transformó por la llegada de un hombre, en carne y hueso, que era Dios (o fue llamado Dios) y por el efecto de su enseñanza. La parábola narrada por Jesús y la simple noción de que Dios se hizo carne humana, infundiendo así a toda carne humana —cada ser humano como ser singular— una nueva dignidad,8 han trazado un camino fuera del marco que hasta entonces había regido la relación con el otro.

En la Antigüedad, el comportamiento hospitalario, o el compromiso total en mi acción hacia el otro, implica un límite establecido alrededor de aquellos con los que puedo comportarme de esta manera. […] Jesús enseñó a los fariseos que la relación que había venido a anunciarles como la más completamente humana no es una relación esperada, requerida o debida. Sólo puede ser una creación libre entre dos personas, y una que no puede suceder a menos que algo me llegue a través del otro, por el otro, en su presencia corporal.9

Esto es lo que Illich describe como una nueva dimensión del amor, una dimensión abierta por la Encarnación y la predicación de Jesús. Se inaugura una libertad que él enfatizó en una entrevista de radio con Jerry Brown en 1996: «Puedo elegir. Tengo que elegir. Tengo que decidir a quién tomaré en mis brazos, a quién me entregaré, a quién tomaré como a ese rostro en el que miro y al que toco amorosamente con mi mirada dactilar, ante quién acepto ser quien soy como un regalo».10

Esta elección, que puede parecer arbitraria para otros, se basa en una respuesta visceral a un llamado. Illich enfatiza el lado encarnado de la relación. Insiste repetidamente en el movimiento de las entrañas del samaritano mientras es movido por el hombre apaleado en la zanja.11 Vuelve al texto griego, al verbo griego usado por Lucas que transpone el rhacham hebreo, la compasión visceral, el movimiento de las entrañas.

En la historia del Evangelio del samaritano, como te dije ayer, dice que el samaritano se sintió movido en su vientre, en sus entrañas; splágchnon en griego. Que el samaritano se sintiera tocado en sus entrañas sería probablemente la forma más respetable de decirlo en inglés […]. Sintió una sensación de malestar en su vientre cuando miró a ese judío en la zanja. Ese apaleado provocó en él una sensación de malestar corporal. Este malestar fue un regalo del otro. Los teólogos llaman a esto gracia, o gracia santificante, pero no quiero entrar en eso.12

Lo que está dado ya no es una regla de conducta, dada por la comunidad o la tradición, sino un malestar («dis-ease») visceral. Me es dado por el otro o a través del otro por Dios, a quien Illich evoca y revoca en el mismo aliento nombrando la gracia de los teólogos y su rechazo a involucrarla en la discusión. Lo que es dado —fue dado una vez en la historia y nunca deja de darse— es la carne digna, divina, movida por la vista de este otro, carne que es por lo tanto la relación encarnada en sí misma: mi cuerpo como un ser-con. Así, cuando nos presenta (a nosotros mismos, es decir, nos llama a considerarnos a nosotros mismos) como criaturas que encuentran la perfección en una relación con el otro, cuando hace hincapié en que esta relación parece arbitraria para todos excepto para uno mismo, para mí, en el lugar del samaritano que actúa en respuesta al llamado de un hombre herido que se encuentra en mi camino, es esta compasión visceral de la que habla. Forma el tejido de la «nueva dimensión del amor»13 abierta en el mundo por Jesús.


II. El pecado

Sin embargo, lo que se abre en el mundo con la Encarnación y la predicación de Jesús no es sólo una nueva forma de ser-los-unos-con-los-otros, una nueva forma de relación libre, gratuita y plenamente encarnada; es también su inevitable reverso: la posibilidad de su ruptura, su fracaso, su negación. Esta nueva forma de traición es tan personal y encarnada como el amor que ella afirma al incumplirlo:

Al abrir esta nueva posibilidad de amor, esta nueva forma de verse el uno al otro, esta insensatez radical, como la llamé antes, una nueva forma de traición también se hizo posible. Tu dignidad ahora depende de mí y sigue siendo potencial mientras no la ponga en práctica en nuestro encuentro. Esta negación de tu dignidad es lo que es el pecado.14

Si la dignidad del otro depende en lo sucesivo de mí, de mi capacidad de escuchar su llamado, de responder a él, de aceptar la relación que me ofrece, y si nada garantiza ni la relación (porque ninguna regla o costumbre me obliga a ello), ni tampoco la capacidad de mi parte de comprometerme con ella (porque no es un reflejo, una respuesta automática que siempre vendría); si, en otras palabras, esta relación es verdaderamente libre y gratuita, entonces existe la posibilidad de que se incumpla. De que no escuche. De que vacile, me desvíe, eluda, huya. Éste es el sentido del pecado según Illich: «una traición del amor nuevo y libre»,15 la traición de una vocación que es sólo mía, traída al mundo por la Encarnación y una parábola que cambiaron la historia; es también y sobre todo la sensación íntima de esta falta.

Pero ése no es el sentido que nos ha llegado: «Esta dimensión de fracaso muy personal, muy íntimo —explica Illich— se cambia a través de la criminalización, y a través de la forma en que el perdón se convierte en una cuestión de remisión legal».16 Refiriéndose a la obra de Paolo Prodi sobre el tema, esboza la historia de esta criminalización del pecado, es decir, el proceso por el cual el pecado se convierte en el equivalente de un delito o una infracción de la ley.17 La Iglesia, desde el momento en que obtuvo el estatuto oficial bajo el emperador Constantino (en el siglo IV), siguió un movimiento de institucionalización. En primer lugar, queda dotada de poder legal, de modo que sus líderes disfrutan del mismo rango que los magistrados romanos. Eventualmente, el papa llegó a tener jurisdicción de la misma manera que el emperador. Este poder toma forma y efecto —literalmente: el poder legal de la Iglesia penetra en los corazones y los cuerpos— a través de la imposición de la confesión obligatoria con el IV Concilio de Letrán (en 1215), lo que da una forma institucionalizada y obligatoria a las prácticas que ya habían empezado a arraigarse, aunque de forma desigual según la región.18 Según Illich, la confesión institucionalizada cambia el significado del pecado que prevaleció durante el primer milenio cristiano:

Se convierte en la transgresión de una norma porque debo acusarme ante un sacerdote, que es un juez, de haber transgredido una ley cristiana. La gracia se vuelve jurídica. El pecado adquiere un segundo lado, el de la violación de la ley. Esto implica que en el segundo milenio la caridad, el amor del Nuevo Testamento, se ha convertido en la ley de la tierra y ha puesto en la sombra el lado más horrible del pecado que es el de la ofensa personal: contra Dios, contra mi esposa, contra la mujer con la que rompí mi fidelidad.19

El foco de lo vivido se desplaza: en lugar de ser un fracaso frente al otro, a su llamado, a mi propia vocación de criatura —algo que existe, por lo tanto, sólo en el ser-con—, la experiencia del pecado se convierte en un fracaso ante una regla. El pecado pasa del lugar de la relación a una estructura con reglas y jerarquía (algunos pecados eran demasiado graves para ser confesados al sacerdote local y tenían que ser remitidos al obispo).20 Y esto es, para Illich, una perversión21 de lo que fue traído al mundo por la Encarnación y la enseñanza de Jesús, es decir, esta nueva forma de estar los unos con los otros, que dio sentido al pecado.

Illich no propone un estudio histórico riguroso de la evolución del significado del pecado en las poblaciones cristianas durante la Edad Media. Más bien, se basa en el trabajo de los historiadores para entender «la densidad cultural de nuestro tiempo a través de la exploración de sus postulados formativos que ahora han desaparecido»:22 ésta es su intención. Pero su discurso logra también otra cosa, por añadidura: por la forma en que compromete a la vez su contemplación personal y una perspectiva histórica, saca a la luz, aquí y ahora, lo que se abrió como una posibilidad a través de la Encarnación y la parábola del Samaritano, es decir, que la falta ya no es un incumplimiento a las reglas de mi grupo, sino que adquiere la dimensión y la sensación de un fracaso personal, «esta dimensión de fracaso muy personal, muy íntimo».23

Illich no se preocupa tanto por demostrar o dar pruebas de que esta forma de sentir el pecado realmente dominó durante el primer milenio, como por afirmar la existencia de esta dimensión desde el momento en que se abre por la Encarnación y la predicación de Jesús. Si bien cuenta cómo esta posibilidad ha sido oscurecida por la criminalización del pecado, que lo ha convertido en un delito contra la ley, este relato no mitiga el efecto primario. Más bien, pone de relieve hasta qué punto el significado del pecado como infracción de una ley o norma que debo confesar ante un sacerdote también se está oscureciendo, ya que la estructura institucionalizada de la religión, que mantenía este aspecto jurídico mediante prácticas obligatorias como la confesión, ahora se desmorona.

Todavía hay una huella de este legado, que puede verse en los borrosos contornos de los esfuerzos por encontrar una ética del vivir-juntos. Ésta se inscribe en códigos de ética que parecen ser cada vez más numerosos; en los esfuerzos, también, por hacer de la ética una ciencia de normas capaces de regular las relaciones sociales, de modo que cualquier fallo en el respeto del otro sea una desviación de una norma basada en un saber. Pero la debilidad de estos intentos hace poco por cubrir el colapso de la religión como la infraestructura organizadora del estar-juntos, y los esfuerzos por establecer reglas para vivir-juntos atestiguan sobre todo nuestra falta de puntos de referencia para encontrar maneras de mantenernos unidos. Habría allí, en esta ausencia de puntos de referencia, un espacio propicio para el surgimiento de un amargo cara a cara con el otro, para el sentimiento de su llamado, así como para la plenitud de la relación o el remordimiento de mi fracaso, si no tuviéramos tantas maneras de evitarlo, de adormecerlo y de distraernos.

Porque la perversión no es erradicación: mantiene una forma de lo que está pervertido, y esto es precisamente lo que revela el discurso de Illich, más allá de su contenido. Una vez se entrevé la dignidad del otro, hecha posible por el acontecimiento histórico de un hombre que fue llamado Dios, de su predicación y del impacto de la transmisión de estas enseñanzas; una vez que se percibe su llamativa singularidad (ya que su «yo», como diría Illich, ya no es únicamente la singularidad de un «nosotros» étnico),24 esta posibilidad permanece incluso después de ser oscurecida por una estructura. Permanece incluso si la fe en Dios ya no existe, o al menos ya no es dominante en las relaciones sociales. Es quizá más probable que se perciba en ausencia de una relación marcada con lo divino. El propio Illich había observado que el impulso visceral, gratuito y libre del samaritano hacia el hombre de la zanja era más probable que se sintiera y reconociera hoy en día porque la fe tradicional en Dios se había desvanecido, dejándonos unos a otros frente a frente: «La fe en la Encarnación puede florecer en nuestro tiempo precisamente porque la fe en Dios está oscurecida, y somos llevados a descubrir a Dios en el otro».25 La apertura no se cierra (se llena, sin embargo, y esto es lo que hacen las instituciones que, al tratar de garantizar la relación, saturan el espacio entre unos y otros). Desde esta perspectiva, lo que Illich describe como un acontecimiento histórico pasado en el que el nuevo mal es el pecado, toma forma de nuevo a través de la resonancia de sus palabras en la textura de nuestro ser-los-unos-con-los-otros actual. Destaca el hecho de que el ser-con, el simple hecho de vivir los unos con los otros y encontrar nuestra plenitud —nuestro sentido, nuestra perfección— en esta relación con el otro, tiene como corolario un fracaso inevitable, porque esta relación no puede ser garantizada, porque es por naturaleza libre y gratuita.

 

III. El perdón y la confesión: resonancias

Sus palabras sobre el perdón y la confesión amplifican y complican esta resonancia. Para Illich, la experiencia del pecado es inseparable del perdón y la misericordia mutua («paciencia mutua», una expresión frecuente en su discurso: nos soportamos y apoyamos mutuamente en nuestra inevitable falibilidad). Pecar, faltar, fallar: «Es una experiencia de confusión ante lo infinitamente bueno, pero siempre encierra la posibilidad de dulces lágrimas, que expresan pena y confianza en el perdón».26

Creer en el pecado, por lo tanto, es celebrar, como un regalo más allá de la plena comprensión, el hecho de que uno está siendo perdonado. La contrición es una dulce glorificación de la nueva relación que representa el samaritano, una relación libre, y por lo tanto vulnerable y frágil, pero siempre capaz de curar, tal como la naturaleza fue concebida como siempre en proceso de curación.27

«Un regalo más allá de la comprensión plena»: es decir, que no puedo comprender, captar por mi intelecto, para ser perdonado. Haber sentido el llamado de este otro y haber vislumbrado su abierta y vulnerable dignidad, sólo para fallarle y que esto me sea perdonado, no puedo imaginarlo. ¿Así que esto sería una cuestión de fe? ¿Sólo hay que creerlo? Pero la fe no es una confianza ciega y tonta. Es la virtud de llevar la presencia al límite (de mi entendimiento, de mi remordimiento) y continuar más allá de él sin renunciar a la lucidez.28 Los gestos que hago lúcidamente cada día que sigo viviendo sin aturdirme son una confesión de que acepto este perdón; son, incluso, una actualización de este perdón que es (retomando aquí las palabras de Illich) no la anulación de una deuda, sino la expresión del amor y la misericordia entre nosotros,29 del reconocimiento mutuo y la tolerancia de la falibilidad. Esto es lo que Illich (siguiendo en esto la tradición católica) llama contrición: el corazón aplastado,30 pero sostenido y vivo. La falta no se anula; cualquier contabilidad sería absurda, devolvería la relación con el otro al ámbito de lo medible, lo contable, lo intercambiable, incompatible con la gratuidad esencial de la relación en cuestión aquí. Como estado de ánimo o atmósfera («mood, or ground tone»),31 la contrición es la experiencia de la existencia simultánea, en el ser-con-el-otro, de mi pecado (fracaso, falta, traición) y su perdón, de la falibilidad y la misericordia.

¿Qué pasa entonces en la confesión? Pongo mi culpa en palabras delante de un tercero. La hago pasar por el lenguaje; la llevo a la existencia en el mundo compartido de los hombres, fuera de mis entrañas. Se hace inmediatamente comparable (y se haría comparable aunque no existiera ninguna institución, ninguna norma o clasificación de los pecados), al menos en su expresión verbal (pues nada puede hacer que la falta que resiento, aquella que trato de nombrar y describir en la confesión, corresponda a la que se escucha; y entonces la falta nunca es totalmente compartida). Esto es lo que sucede en la confesión en su más desnuda implementación. Pero cuando la autoridad eclesiástica, en su esfuerzo por establecer su poder y dominio en el mundo, hace de la confesión un ritual obligatorio con una periodicidad, una jerarquía y un sistema de normas, cumple algo más y ligeramente diferente: la ley se vuelve prioridad.

La palabra con la que me acuso ya no se basa en el sentimiento de culpa, sino en la evaluación de mi propio comportamiento en relación con las normas establecidas por mi religión. En otras palabras, no se origina en el movimiento de mis entrañas, sino en el forum internum, el tribunal interno donde me instituyo como acusador de mis propios crímenes, en una réplica internalizada del Tribunal de Justicia imperial o eclesiástico. En palabras de Illich, refiriéndose a las ideas de Paolo Prodi, «la ley ahora rige lo que es bueno y lo que es malo, no lo que es legal e ilegal».32 Lo que importa ya no es cómo me siento por mi prójimo y lo que he hecho, sino cómo este gesto (mi pecado, sea cual sea) se sitúa en relación con lo que ordena la ley de la Iglesia. Sin embargo, Illich menciona en este análisis histórico y crítico otra dimensión de la confesión, que se superpone como una marca de agua:

Considero —dice en defensa de cualquier malentendido sobre su posición en el debate a favor o en contra de la confesión— el sabio uso del confesionario durante los últimos 500 años como, con mucho, el modelo más benigno de asesoramiento del alma, de atención pastoral y de creación de un espacio interior para una conversación profunda, centrada en mi sentimiento de pecaminosidad.33

Más acá o más allá del tribunal interiorizado, aparece el otro forum internum: el para-sí que abro al otro (otro real o imaginario) se convierte en un espacio de diálogo profundo; un espacio del entre (entre tú y yo), del ser-con, ofrecido y sostenido un momento por el otro, donde puedo sentir el fracaso, la falta, la falla y la misericordia.

El pensamiento de Illich es uno en el que el cristianismo se deconstruye a sí mismo, en el sentido que Jean-Luc Nancy le da a esta palabra,34 aunque el mismo Illich nunca pensó en estos términos. Los elementos de la religión, como el pecado o la confesión, se repiten aquí con un profundo apego a la tradición, pero sin concesiones a su significado dominante, un significado que a menudo se ha confundido o reducido a su propia caricatura para una gran parte de sus contemporáneos. Es este impulso —un despiadado impulso de curiosidad, fe y amistad— el que anima sus reflexiones sobre el pecado. Es así, al permitir que las piedras sueltas se pongan de nuevo en juego, se revivan, que el pensamiento de Illich alimenta el necesario diálogo en torno a lo común, la comunidad, la relación con el otro y con el mundo.

 

Traducción del francés:
Alan Cruz


© Mahité Breton, «Pécher n’est pas un crime: Ivan Illich et l’institutionnalisation du péché par l’Église», en Laval théologique et philosophique, vol. 73, núm. 3, pp. 361-371.

 

Bibliografía

Jean Delumeau, L’aveu et le pardon, París, Fayard, 1990.

_____, Le péché et la peur. La culpabilisation en Occident, XIIe-XVIIIe siècles, París, Fayard, 1983.

Barbara Duden, «The Quest for Past Somatics», en Lee Hoinacki y Carl Mitcham (eds.), The Challenges of Ivan Illich. A Collective Reflection, Albany, State University of New York Press, 2002.

Michel Foucault, La volonté de savoir, París, Gallimard, 2006.

_____, Mal faire, dire vrai, Louvain-la-Neuve, Presses universitaires de Louvain, 2012.

Ivan Illich, The Rivers North of the Future. The Testament of Illich as told to David Cayley, Toronto, House of Anansi Press.

_____, «We the People» (entrevista con Jerry Brown), en KPFA, 22 de marzo de 1996. Consultado el 1 de marzo de 2017 en http://www.davidtinapple.com/illich/1996_illich_and_brown.html.

Jean-Luc Nancy, Être singulier pluriel, París, Galilée, 2013.

_____, L’adoration, París, Galilée, 2010.

_____, La déclosion, París, Galilée, 2005.

Paolo Prodi, Christianisme et monde moderne. Cinquante ans de recherches, París, Seuil, Gallimard, 2006.

Notas

1 Ivan Illich, The Rivers North of the Future, pp. 146-152. Este libro, redactado por David Cayley, es esencialmente una transcripción, aunque no literal, de las entrevistas realizadas por el periodista durante la última década de la vida de Illich. Illich aceptó publicar un libro basado en estas discusiones, pero murió antes de poder revisar el manuscrito. La traducción francesa, aunque generalmente buena, a veces enmascara importantes matices en mis observaciones, por lo que citaré el texto en inglés. El inglés no era la lengua materna de Illich, que nació en Dalmacia (en la actual Croacia) y se crió en parte en Viena. Sin embargo, fue el idioma en el que más escribió.

2 Ibid., p. 48.

3 Ibid., p. 205.

4 Este sustantivo se refiere a la obra de Jean-Luc Nancy sobre el ser-los-unos-con-los-otros, principalmente en Ser singular plural (1996), en la que ya se encuentran las raíces de la reflexión sobre la deconstrucción del cristianismo que desarrollaría más tarde, y que presenta muchas similitudes con el pensamiento de Illich. Para mis propósitos, sin embargo, basta con entender esta palabra en su sentido más simple, es decir, apuntando literalmente a la experiencia de estar los unos con los otros en el mundo. Más que las palabras «relación» o «interrelación», que podrían designar un vínculo externo (en cierto modo añadido, independiente) con dos entidades que existen fuera de él, la noción de ser-con o ser-los-unos-con-los-otros designa el hecho de que yo sólo existo en este vínculo, a través de este vínculo; de que el vínculo y lo que vincula son inseparables. Cf. Jean-Luc Nancy, Être singulier pluriel, París, Galilée, 2013, pp. 54-55; y L’adoration, París, Galilée, 2010, pp. 122-123.

5 I. Illich, op. cit., p. 207.

6 Ibid., p. 177. Illich, en su discurso sobre la parábola, habla a menudo del samaritano y del judío, aunque es una forma inexacta de distinguirlos, ya que los samaritanos son en sí mismos judíos. Además, el «llamado» que evoca aquí, «el llamado del judío apaleado», se debe enteramente a su interpretación, ya que el texto bíblico no dice nada al respecto.

7 Ibid., p. 51.

8 Ibid., p. 107.

9 Ibid., p. 51.

10 Cf. I. Illich, «We the People».

11 Véase el testimonio de Barbara Duden sobre la importancia de esta interpretación en el pensamiento de Illich al final de su vida: «Buscó las condiciones de la amistad (philia) y la hospitalidad hoy en día. En el invierno de 1998-1999, intentó una exégesis de los sentimientos carnales encontrados en la misericordia. Volvió continuamente a los términos hebreos para acercarse al samaritano que se conmueve, se conmueve en su vientre, cuyas entrañas tiemblan en el rhacham, que en su esplanchna se ve afectado miméticamente por el judío apaleado. Illich interpretó al samaritano como la parábola fundacional para la revelación de un nuevo reconocimiento, libre, voluntario, carnal y de amor mutuo entre el “yo” y el “tú”», Barbara Duden, «The Quest for Past Somatics», p. 226.

12 I. Illich, The Rivers North of the Future, p. 222.

13 Ibid., p. 47.

14 Ibid., p. 62.

15 Ibid., p. 168.

16 Ibid., pp. 93-94.

17 Cf. ibid., pp. 80-94 y 186-293. Refiriéndose a la obra de Paolo Prodi, del que se dice amigo y alumno, Illich afirma en primer lugar que se toma libertades «que no son ni académicamente legítimas ni necesariamente bondadosas». En francés, encontramos algunos de los análisis de Prodi retomados aquí, en: Paolo Prodi, Christianisme et monde moderne, especialmente en los capítulos 12, 14, 15 y 16, que tratan de la cuestión de la confesión, la conciencia, el pecado y el delito. También sobre el tema del pecado y la confesión, aunque desde otros ángulos, véase la obra de Michel Foucault (en particular en La volonté de savoir y Mal faire, dire vrai) y la de Jean Delumeau (L’aveu et le pardon y Le péché et la peur).

18 Cf. J. Delumeau, Le péché et la peur, p. 222.

19 I. Illich, op. cit., pp. 189-190.

20 Ibid., p. 90.

21 Illich sigue volviendo a este leitmotiv en sus entrevistas con David Cayley: Perversio optimi quae pessima est, la perversión de lo mejor es la peor, para hablar de la institucionalización de lo que fue traído al mundo por la Encarnación y el Evangelio. Para él, las grandes instituciones contemporáneas, y en primer lugar la propia Iglesia como entidad institucional, son una forma pervertida de esta apertura, un intento de utilizar la técnica y la organización para garantizar lo que debía seguir siendo una vocación personal, libre y gratuita. Para una declaración sucinta de esta idea, cf. ibid., p. 56.

22 Ibid., p. 126.

23 Ibid., p. 93.

24 «Con estas palabras [“Adorarás sólo a Dios, no al poder”], el Nuevo Testamento crea la atmósfera cósmica en la que el samaritano puede atreverse a salir de su cultura, y los espíritus guardianes que vigilan su “nosotros”. Puede afirmar que aunque, como samaritano, su “yo” es el singular de un “nosotros”, puede trascender esta limitación y llegar al judío», ibid., p. 99.

25 Ibid., p. 176.

26 Ibid., p. 93.

27 Ibid., p. 54.

28 Me baso aquí en la bellísima fórmula de Jean-Luc Nancy, que me parece la mejor manera de describir la fe tal como la anima Illich: «La fe no es un conocimiento débil, hipotético o subjetivo, inverificable y admisible por sumisión, no por razón. No se trata de una creencia en el sentido ordinario del término; al contrario, es el acto de la razón que se relaciona por sí misma con lo que sucede infinitamente», J.-L. Nancy, La déclosion, p. 40.

29 «Y este perdón no fue concebido como la cancelación de una deuda sino como una expresión del amor y la paciencia mutua en la que las comunidades cristianas estaban llamadas a vivir», I. Illich, op. cit., p. 53.

30 Una imagen simplemente sugerida por la historia y la etimología de la palabra «contrición».

31 Idem.

32 Ibid., p. 90.

33 Ibid., p. 91.

34 «Deconstruir significa desmontar, desarmar, dar juego al ensamblaje para dejar jugar entre las partes de este ensamblaje una posibilidad de la que procede pero que, como ensamblaje, recubre», J.-L. Nancy, op. cit., p. 215. Nancy también menciona que la deconstrucción, en este sentido, sólo es posible dentro del propio cristianismo.