Número 87

El ensayo como espacio de diálogo intelectual1

Liliana Weinberg

¿Qué relación guarda el ensayo con la vida intelectual? En cuanto representación de un proceso reflexivo y un recorrido interpretativo desencadenados a partir del punto de vista, la situación y la experiencia personal de un sujeto pensante en diálogo con el mundo, con su época y con una comunidad de lectura, el ensayo está fuertemente ligado al quehacer intelectual. A través de la escritura del ensayo el propio autor va definiendo su perfil y su estilo de pensamiento, proponiendo un modo de interpretación del mundo y consolidando su toma de posición así como su modo de inserción en una tradición y en un campo de debates específicos.

No obstante lo anterior, por muchos años la respuesta a la pregunta arriba formulada revistió un carácter marcadamente contenidista: el ensayo se consideraba un surtidor de ideas y conceptos para la reflexión. Afirmar, como lo hizo Alfonso Reyes (1944), que el ensayo es un «centauro de los géneros» capaz de atravesar y vincular mundos, o decir, como Mariano Picón-Salas, que el ensayo «tiende un extraño puente entre el mundo de las imágenes y el de los conceptos» (1959) —o, para decirlo en los términos contemporáneos de Josep Catalá (2014), que «transita a la vez por los territorios de la imaginación y la epistemología»—,  permitió abrir en nuestro ámbito cultural nuevos y más dinámicos caminos para el tratamiento del género, que se encontraba en plena etapa de normalización a mediados del siglo pasado, como lo muestra su vínculo fuerte con el proyecto «Tierra Firme» del Fondo de Cultura Económica.

Sin embargo, para la década de los sesenta, esta misma consideración de que el ensayo se encuentra, como dice Eduardo Nicol (1961) «a medio camino entre la pura literatura y la pura filosofía» y que se trata de un «género híbrido» que es «casi literatura y casi filosofía», condujo a que siguieran pesando sobre él fuertes críticas tanto respecto de su falta de sistematicidad y rigor demostrativo —esgrimidas éstas sobre todo por representantes de los campos de la filosofía y de las ciencias sociales—, como sospechas de contaminación ideológica del quehacer artístico —planteadas en este caso por parte de distintos miembros del campo literario, que llegaron a considerar al ensayo un antigénero, un género impuro, un género degenerado.

A lo largo de los años mucha agua ha corrido bajo ese «extraño puente» del ensayo, y hoy se le contempla desde nuevas perspectivas que permiten atender de manera más rica, compleja y productiva, a la relación entre esta forma eminente de la literatura de ideas y la historia intelectual. En lo que sigue procuraré ofrecer algunos comentarios al respecto.

 

1. El ensayo como escenario de la reflexión

Comenzaremos por asomarnos a algunos ejemplos significativos de la autopercepción que distintos ensayistas han tenido de la relación fuerte entre su práctica como intelectuales y la apelación al género. Recurriré en primer lugar a un testimonio notable: se trata de las palabras pronunciadas en entrevista radial por Carlos Real de Azúa (1916-1977), ilustre ensayista, crítico, historiador y estudioso del ensayo uruguayo, que transcribo en su homenaje:

Creo haber escrito siempre con un solo fin: aclarar y entender, naturalmente, porque me he dedicado a lo que suele llamarse el ensayismo o el estudio o la crítica, el juicio, como es la crítica etimológicamente. Primero entenderme a mí, o mejor dicho, mis creencias, la puesta en punto y en orden de mis convicciones sobre la vida, el destino y mi contorno. Esto implica también un intento de comunicar ese esclarecimiento a quien pueda interesarse en lo que pienso y, concluyo, esto siempre con miras a la acción y a la conducta. En este sentido, no creo escapar por ningún lado al sentido activista, ético, militante, que según los estudiosos tiene en general el pensamiento en Latinoamérica. Aunque tendría que retocar este autodiagnóstico diciendo que no pude concebir nunca esta inmersión en la circunstancia sin la vivencia alterna de la trascendencia en su sentido más amplio religiosa, ética, y cultural. Soy de los que piensan que en las cosas no está el principio que las ordena, sino fuera de ellas. Pienso también que si algo me ha interesado reiteradamente es la noción precisa de esas ideas y a veces esas meras palabras que cada tiempo entroniza. En este sentido me gustaría considerarme un aprendiz de redefinidor, sobre todo esos términos del orden político y cultural, tipo de compromiso, alienación, imperialismo, democracia, libertad, arraigo, exigen un esfuerzo empecinado de deslinde y desinfección para que sirvan para la comunicación entre los hombres. Esto es un énfasis en la semántica en los países anglosajones. Y si en algo me reprocho es no haberme dedicado bastante a esa tarea […]. Creo que no hay ninguna alegría en el escritor como la de ser bien entendido. Inversamente no hay tristeza mayor que el de serlo mal.2

Real de Azúa nos ha dejado, a través de este reconocimiento del valor de los actos de aclarar y entender, una buena muestra del enlace entre la figura del intelectual y la práctica del ensayo: su vínculo con la experiencia y la situación de quien piensa y escribe en diálogo con el mundo. Real de Azúa nos ha legado además una de las reflexiones más inteligentes que se han hecho en América Latina respecto del género, al que el mismo autor, en un clásico estudio publicado en 1964, comenzó por presentar como «un género ilimitado» y terminó por caracterizar como «un género limitable», siempre ligado al quehacer intelectual. Hay «un trazo», dice, «que el ensayo conserva inflexiblemente»: «ese trazo consiste en que el curso del pensamiento que lo crea, del que lo ordena, esté dado por el pensamiento mismo y no por la espacialidad, la temporalidad o la ficción que suele tejerse en sus telares».3 Ligado al pensamiento, asociado a una perspectiva, a un punto de vista, a una trayectoria reflexiva y a una construcción singular, el ensayo se encuentra en un espacio inestable entre el ámbito de lo literario y lo no literario, y hace gala de rasgos como originalidad, autenticidad, sello de personalidad, libertad formal e intelectual. «Pero si el ensayo no sigue una trayectoria estricta , siempre es discurso en cuanto tipo de marcha, en cuanto capacidad de derivación, de prolongación, de construcción en suma».4 Es así su «estilo de pensamiento», su «curso del pensar», su «apertura y capacidad de amplificación muy ambiciosa de la verdad encontrada, de la afirmación que se postula», lo que acerca en nuestra opinión una y otra vez el ensayo al trabajo intelectual, al que representa en más de un sentido. El ensayo es «más comentario que información ; más interpretación que dato, más reflexión que materia bruta, más creación que erudición, más postulación que demostración, más opinión que afirmación dogmática, apodíctica».5 «¿Qué es el ensayo en suma?», se pregunta. Y responde: «Una agencia verbal del espíritu, del pensamiento, del juicio, situada —ambigua, incómodamente—en las zonas fronterizas de la Ciencia, de la Literatura y de la Filosofía».6

 

2. El ensayo y la negociación de su relación con otros discursos

Estas últimas palabras de Real de Azúa nos conducen a otra cuestión central, que es el problema de la situación del género en zonas fronterizas donde se encuentran, entran en tensión y se rearticulan ámbitos de conocimiento, tradiciones de pensamiento, saberes, prácticas y discursos: de allí su carácter vinculante y fuertemente relacional.

Como anota Marielle Macé para el caso francés en Le temps de l’essai, entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX se reabre la discusión en torno al papel del ensayo, en un momento en que la literatura busca un nuevo lugar entre las formas de producción del conocimiento, a partir de la crisis de la prosa del positivismo y la necesaria renegociación en el campo discursivo entre el discurso filosófico, el discurso de las nacientes ciencias sociales, etc. La literatura de ideas renegocia estos espacios en cuanto a su peculiar forma de toma de la realidad y búsqueda de conocimiento, en un momento en que «el intelectual no puede renunciar a la necesidad de dramatizar (o, según otros críticos, de dibujar de manera ficticia) los límites de su quehacer. La dramatización de estos límites será muchas veces suficiente para afirmar la singularidad del territorio del ensayo en el siglo XX».7 Recordemos que desde la propia definición de intelectual que se gesta con Proust y otros escritores franceses a partir de su reacción al caso Dreyfus, se afirma la posibilidad de un peculiar estilo de pensamiento y de intervención en la vida política que es el de la literatura. Recordemos además que desde Nietzsche, Kierkegaard o Bergson la filosofía explora nuevas formas de relación con la literatura, y que a lo largo del siglo XX el discurso ensayístico y el filosófico se asomarán a esa otra gran dimensión que es la del lenguaje. Es entonces que el ensayo reingresa a la lucha simbólica entre distintas formas de la prosa de ideas, renueva la «sintaxis» con otras modalidades discursivas que van del panfleto al tratado filosófico, así como renegocia su papel en cuanto productor de conocimiento y legitimador del trabajo intelectual: metáfora, ironía, paradoja y otras figuras serán también reexaminadas en su relación con la apertura del pensamiento. Se exploran además otras formas que se habían abierto desde el propio Montaigne: la relación entre lo particular y lo general, el lugar que ocupan el sujeto, la conciencia, la experiencia, en la producción de conocimiento, etcétera.

Regresando a los umbrales del siglo XX, este reacomodo en la relación entre el quehacer literario y la generación de conocimiento fue intuido y vivido por los intelectuales latinoamericanos, y en muchos sentidos el modernismo martiano se anticipó a experimentarlo en carne propia. Décadas después otros autores dieron cuenta del fenómeno, y es así que Alfonso Reyes se vio precisado a apuntar su carácter vinculador de mundos (el «centauro») y a su relación con el ejercicio de una «inteligencia americana» (como lo hizo en 1936): es en esta atmósfera que se da el caso de Mariano Picón-Salas y otros autores que explicitaron la posibilidad que tiene el ensayo de tender relaciones entre poesía y filosofía, imagen y concepto.

 

3. Ensayo y vida intelectual en América Latina

Varios de los recuentos históricos y las miradas de conjunto que se ofrecieron de manera retrospectiva y desde esta nueva preocupación del siglo XX procuraron confirmar que existe en los países, regiones y ámbitos intelectuales que conforman América Latina una relación fuerte entre ambas esferas: una relación que no siempre ha sido tersa, y que ha vivido altibajos tale como los que atravesó cuando se debió articular con el discurso proveniente de las ciencias sociales. Más aún, el propio concepto de América Latina —hoy fuertemente sometido a crítica y debate— se constituye como proyecto a partir de operaciones intelectuales que en muchos casos tienen en el ensayo su escenario principal: allí se dramatizan y se resuelven.

El ensayo será contemplado como uno de los escenarios privilegiados para el despliegue de la reflexión intelectual, por parte de los primeros grandes estudios dedicados a rastrear el género en nuestra región: el de Medardo Vitier (1945) y el de Alberto Zum Felde (1954). Así lo confirman también las distintas antologías y colecciones dedicadas al ensayo, verdaderamente programáticas en algunos casos, como la ya mencionada serie «Tierra Firme» o las revistas culturales y literarias en que colindan el artículo y el ensayo.

La relación entre ambos orbes fue también hecha explícita de manera programática hace más de cincuenta años por Germán Arciniegas, en «Nuestra América es un ensayo» (1964), cuando se puso en relación de manera fuerte la prosa no ficcional con la historia de América, y se valoró el lugar del ensayo propiamente dicho en su relación con el despegue intelectual que condujo a los movimientos independentistas.8

Varios son también los autores que recurren a elementos de crítica literaria a la hora misma de caracterizar el «pensamiento hispano-americano», como lo hizo en su momento el filósofo José Gaos para referirse al cruce productivo entre el orden de lo político y lo estético, de lo formativo y lo conversacional.9

La consideración del «pensamiento» como algo ya verbalizado, pero también como algo verbalizable a través de una dinámica productiva nos coloca en un confinium10 entre lo que es a la vez acto y resultado, enunciación y enunciado. Nos encontramos en el ámbito de la literatura de ideas y de la prosa no ficcional, donde se hace evidente el mismo tironeo entre representación e interpretación, entre narración y argumentación, entre puesta en situación y apertura de sentido, entre reflexión y performación, que ha sido una relación muy enriquecedora para el trabajo intelectual y se ha traducido en una forma particular que identificamos con este género. Otro aporte en esta línea es el de Juan Marichal, quien, desde el propio título de uno de sus textos, La voluntad de estilo (1957), adelanta la posibilidad de aplicar la tan productiva como en apariencia superada noción de «estilo» al pensamiento hispanoamericano.11

En las últimas décadas emerge una nueva y brillante generación de estudiosos del ensayo que es a la vez enormemente aportativa para la historia intelectual. Es desde su quehacer mismo como ensayistas que proponen repensar el ensayo en textos tan agudos como «Del otro lado del horizonte», donde Beatriz Sarlo abre el tratamiento del tema a nuevas perspectivas.

Muchos son los autores cuya práctica crítica y forma de abordaje de los textos literarios ha abierto una línea riquísima para el encuentro con la historia intelectual, y a los cuales volveré en las páginas que siguen.

 

4. Un problema de límites

Existen también experiencias y modelos interpretativos compartidos entre ambas esferas. Tanto en unos como en otros casos, se trata de quehaceres sometidos a la tensión entre esos dos polos que Real de Azúa llamó lo «ilimitado» y lo «limitable». Se trata, en efecto, de tareas de alcance «ilimitado», no prefijado previamente, que para poder inscribir su práctica deben cumplir con las exigencias de establecer sus propios límites simbólicos. El ensayo se va construyendo y va constituyendo sus alcances a través del propio movimiento de «toma de la realidad», en un ejercicio que es propio de la actividad intelectual y que puede resumirse en el título de un libro de Julio Ramos: «sujeto al límite».12

Subrayemos que el ejercicio de la palabra permite no sólo participar en distintos ámbitos de discusión, sino además abrir, instaurar, fundar nuevos espacios de reflexión y diálogo: se trata entonces de una intervención crítica y activa en el ámbito de las luchas simbólicas, que puede llevar a su vez a una reconfiguración en los lugares, los medios, las redes de discusión. El trabajo intelectual no sólo se instala en espacios ya dados, sino que es capaz de abrir e instaurar nuevos espacios simbólicos y proponer nuevas tramas interpretativas. Este movimiento se ve en muchos casos confirmado por la práctica: si existe una región donde se haya vivido la rica eclosión de proyectos intelectuales traducidos en formaciones e instituciones (tomo aquí términos de Raymond Williams), ese espacio ha sido el latinoamericano. Más aún, la propia concepción de lo latinoamericano se define en ese entre-espacio donde se retroalimentan prácticas y discursos, proyectos y concreciones, programas y debates, todos ellos apoyados en un tercero que postula la posibilidad de los anteriores: lo «latinoamericano» no es una esencia dada sino un proceso en construcción.

 

5. Representación y representatividad

Por mi parte he afirmado desde mis primeros trabajos la idea de que todo esfuerzo de representación del intelectual, lejos de ser neutral, va siempre de la mano de un intento por defender la representatividad de su discurso. Para empezar, resulta de interés rastrear las distintas «representaciones del intelectual», como lo planteó Edward Said en el libro homónimo, y como lo hicieron en nuestro medio Roberto González Echevarría al hablar de «la voz del maestro» o Beatriz Colombi al rastrear el paso de las distintas voces enunciativas que se inscriben en el modelo del profeta o del maestro en el ámbito latinoamericano. Al hacerlo así, lograron los ensayistas rearticular desde la propia situación enunciativa y dar distintas resoluciones simbólicas a diversas experiencias, prácticas y discursos.

Por otra parte, así lo ha escrito Oscar Terán:

 El análisis de las representaciones no es un tema separado de la historia, sino que las representaciones son parte de la historia, contribuyen a la historia, son elementos activos en los rumbos que toma la historia, en la manera como se distribuyen sus fuerzas, en la manera como la gente percibe las situaciones, tanto desde dentro de sus apremiantes realidades como fuera de ellas.13

 No sólo debe el ensayista negociar sus espacios de intervención en la cosa pública desde el plano de las representaciones, sino que, desde la escritura misma del ensayo, desde el laboratorio mismo en que dichas representaciones se representan, se marcan elementos de la mayor importancia.

La representación del trabajo intelectual se lleva a cabo, se dramatiza, en el ensayo (puesto que, como lo mostró Adorno, éste no sólo representa temas y problemas exteriores al texto sino el propio proceso interpretativo que el ensayista lleva a cabo). Y para el caso de América Latina, encontramos también la exigencia de una doble articulación con la representatividad política de la palabra. He tratado esto para el caso del ensayo político de Bernardo de Monteagudo o los textos del propio Bolívar, cuya prosa está atravesada por un doble movimiento de búsqueda de legitimación del discurso y, a través de él, de su papel en la política. He perseguido estas cuestiones en otras grandes figuras del XIX como el argentino Esteban Echeverría, el mexicano Ignacio Ramírez o el cubano José Martí. Me atrevo a decir que un estudio en profundidad del modo en que se ha manifestado esta dupla, representación y representatividad, nos abriría una riquísima veta para entender uno de los aportes específicos que (pienso sobre todo en los casos eminentes de Alfonso Reyes y Octavio Paz) el quehacer intelectual y ensayístico de nuestra región ha dado al mundo.

Considero oportuno ver al ensayo —y a la familia de la prosa de ideas— como espacios simbólicos de discusión donde el autor realiza varias operaciones: no sólo se trata de desplegar una interpretación, sino también de entrar en diálogo productivo con una tradición de pensamiento, con una genealogía de lecturas, con los antecesores, aliados y contendientes en el campo intelectual, y a partir de allí aportar elementos para la reconfiguración del mismo.

Vistos desde esta perspectiva, los ensayos «representativos» son aquellos que representan a la vez una «inflexión» en el debate de ideas e incluso, a través de nuevos modos del nombrar y del decir, amplían los horizontes de inteligibilidad e instauran nuevas perspectivas en el modo en que una sociedad se contempla y se interpreta a sí misma.

 

6. Una sintaxis de géneros y de prácticas

Se abre ante nosotros a partir de esto una amplia tarea, que es la de volver a revisar las formulaciones que, en diferentes momentos, ha debido atravesar el ensayo, así como sus distintas puestas en relación con otras formas de la prosa de ideas, su «sintaxis» respecto de otras manifestaciones discursivas, y respecto de los nuevos medios, soportes, circuitos, redes, prácticas diferenciales y sistemas discursivos.

Así, por ejemplo, no es lo mismo pensar en el lugar social que ocupa el ensayo a principios del siglo XIX, cuando se establece una pugna entre una forma legitimada y «oficial» de la prosa, en parte heredera del modelo dieciochesco del cristianismo ilustrado de un Feijoo, una incipiente formación discursiva crítica ligada a viajeros,  exploradores y exiliados (pensemos en los jesuitas), y la llegada de una prosa de contenido político e ideológico vinculada a los textos que ingresan «de contrabando» (Rousseau, Voltaire), así como también a los nuevos circuitos de ideas que, ayudados por la expansión del periodismo, circulan provenientes de la Francia revolucionaria y de los Estados Unidos, para décadas después rearticularse con prácticas como el «discurso patriótico» y con figuras como la del «publicista». El ensayo vive señaladamente a lo largo del siglo XIX fenómenos de expansión, reacomodo, renegociación, respecto de otras formas afines, en un proceso que algunos estudiosos han determinado como la aparición de «géneros mixtos».

Peculiar es, a mediados del XIX, el caso de Sarmiento y su Facundo (1845), que es en sí mismo teatro de una pugna y reajuste de formas discursivas, ya que incluye ensayo, discurso histórico, narrativa de corte romántico, debate político, incluso prosificación de poesía popular, además de que incorpora y pone en tensión dos formas de figuración del escritor que alimentan y son alimentadas a su vez por dos perspectivas: la que es propia de la narrativa romántica y la que está ya anunciando la exposición diagnóstica de los males sociales, dirigida a su vez a los distintos tipos de destinatario cuya existencia el propio texto anticipa y postula, en el trazado de un nuevo y original espacio de inteligibilidad.

En un trabajo dedicado a estudiar el problema del género en el Facundo, Miguel Gomes pasa revista a las distintas versiones del texto, desde su primera aparición como una serie de folletines hasta su consolidación textual a través de distintas ediciones, y al hacerlo así muestra cómo la propia reflexión metatextual del autor sobre la obra publicada por primera vez en 1845, y a la que ya en la segunda edición de 1851 califica como «ensayo y revelación para mí mismo de mis ideas», permite ir descubriendo una paulatina toma de conciencia genológica por parte del autor, unida a su reflexión sobre la intervención en las luchas ideológicas. Gomes nos recuerda además cómo esta conciencia de género se va perfilando a través del intercambio de cartas con Adolfo Alsina. Dicho de otro modo, la reflexión sobre los términos de la escritura, los límites entre narración, poesía, drama y diagnóstico de la vida argentina se dan de manera contemporánea a la propia inserción de Sarmiento en las luchas ideológicas y, más aún, las representan. El análisis de Gomes puede ponerse en productivo diálogo con el precedente fundamental del estudio de la obra de Sarmiento y el discurso romántico por parte de Carlos Altamirano, quien prefiere, en lugar de reducir a ensayo otras formas, apelar a la designación más amplia de «prosa de ideas» y al hacer un recuento de la recepción crítica del Facundo sintetiza la tensión básica que se estableció entre quienes ven el gran texto sarmientino como «obra del pensamiento» donde se puede buscar la doctrina y la interpretación histórica o los elementos de una sociología y aun una filosofía nacional, contra otra posible visión del mismo como un texto con propiedades literarias, y en tal carácter como trabajo de la imaginación y prosa en que se manifiesta una serie de atributos y procedimientos retóricos que articulan el discurso. Elementos recuperados por Altamirano como la autodesignación de Sarmiento como «escritor público» o su apelación a la imagen del «campo de batalla de la civilización», nos permiten llevar agua a nuestro molino en cuanto muestran al autor en situación y a la palabra como una forma de instaurar campos de batalla ideológica.

 

7. Entre la literatura y la ley

La mención del Facundo y su particular modo de legitimación en el ámbito discursivo de su época me conduce a otro elemento fundamental: el de la relación entre la palabra y la ley. En efecto, otro elemento enormemente productivo para explorar ensayo y vida intelectual en América Latina es el de la relación entre ensayo, producción intelectual y marco jurídico: se trata de la relación del discurso con aquello que James Boyd llama «la imaginación legal». La relación entre la palabra del ensayista y el marco jurídico se hace particularmente evidente en las tensiones de los siglos XVIII y XIX, a lo largo del cual la palabra del ensayo se irá paulatinamente articulando con una retórica laica que defiende el lugar del publicista en la vida social y busca permanentemente su legitimación como tal.

El estudio de la relación entre la letra y la ley ha dado lugar a originalísimos acercamientos a cuestiones jurídicas, como el realizado por Gisèle Sapiro, quien estudió cómo escritores que fueron llevados al banquillo de los acusados (tal por ejemplo el caso de Flaubert y Madame Bovary), debieron defender su postura y al hacerlo lograron pensar desde otro nivel su propio quehacer. A partir de ello se evidencia cómo particularmente a fines del siglo XIX y principios del XX presenciamos una renegociación del lugar del escritor, en cuestiones que se tocan con el ámbito de lo jurídico. Es por ello que quiero aquí meramente dejar esbozada la necesidad de que se abra una nueva vía para estudiar estos fenómenos, y apelo al ejemplo eminente de autores como José Martí, en quien se evidencia y dramatiza —con adelanto respecto de Europa, y con una tempranísima comprensión del lugar del intelectual— la recolocación del ensayo en el cuadro de los géneros, la reformulación del trabajo intelectual como quehacer en que concurre la poesía (ese trazo de «tramas imaginales» a que alude Miguel Gomes), la exigencia de una prosa «centelleante y cernida, cargada de idea», y desde el propio ensayo se rediseña el lugar del intelectual, entre el quehacer nocturno del creador y el quehacer diurno de quien interviene en la cosa pública. El ensayo contribuye así no sólo a la interpretación del mundo desde la propia situación del escritor, sino también a ampliar sus alcances y con ello ampliar los límites de lo inteligible. En un análisis admirable, Julio Ramos ha mostrado cómo «Nuestra América» es respuesta no sólo a la interpretación de lo americano a partir del modelo sarmientino de «civilización y barbarie», sino de toda interpretación que acríticamente se importara de Europa, y muy particularmente de los diagnósticos racistas de los males de nuestra América que desde el positivismo formulaban autores como Francisco Bulnes. En esta renegociación entre diagnósticos y figuras de lo americano, Martí inaugura un nuevo lugar para el pensamiento crítico, que no prescinde del trabajo sobre el estilo, o de la posibilidad de elaborar un diagnóstico político a partir de la intuición poética, y que encuentra en la apelación al modelo de la naturaleza un criterio de autenticidad de la palabra para el reingreso a la lid de las ideas y la intervención en el espacio público.

Se trata de un interesante proceso de «subjetivación» (en el sentido de Arturo Roig), que así caracteriza Julio Ramos y, dada su importancia, cito in extenso:

En términos del campo literario —cuya especificidad y relativa autonomía se constituye precisamente en el interior de tales transformaciones— ese proceso de racionalización moderna sometió a los intelectuales a una nueva división del trabajo, impulsando la tendencia a la profesionalización del medio literario y delineando la reubicación de los escritores ante la esfera pública y estatal. Pero más importante aún, puesto que cruza diagonalmente y a la vez desborda los marcos del análisis sociológico e institucional, el proceso de autonomización produjo un nuevo tipo de sujeto relativamente diferenciado, y frecuentemente colocado en situación de competencia y conflicto con otros sujetos y prácticas discursivas que también especificaban los campos de su autoridad social. Este sujeto literario se constituye en un nuevo circuito de interacción comunicativa que implica el repliegue y la relativa diferenciación de esferas con reglas inmanentes para la validación y legitimación de sus enunciados. Más allá de la simple construcción de nuevos objetos o temas, esa autoridad discursiva cobra espesor en la intensificación de su trabajo sobre la lengua, en la elaboración de estrategias específicas de intervención social. Su mirada, su lógica particular, la economía de valores con que ese sujeto recorre y jerarquiza la materia social demarca los límites de la esfera más o menos específica de lo estético-cultural.14

 En cuanto a «las contradicciones que marcan la inflexión latinoamericana de ese proceso de autonomización», dice:

 Al no contar con soportes institucionales, el proceso desigual de autonomización produce la hibridez irreductible del sujeto literario latinoamericano y hace posible la proliferación de formas mezcladas, como la crónica o el ensayo, que registran, en la misma superficie de su forma y modos de representación, las pulsiones contradictorias que ponen en movimiento a ese sujeto híbrido, constituido en los límites, en las zonas de contacto y pasaje entre la literatura y otras prácticas discursivas y sociales.15

8. Sociabilidad intelectual y producción textual

Apelo por otra parte a los trabajos que yo misma he venido realizando desde hace ya muchos años para tender puentes entre uno y otro de los ámbitos del conocimiento, como lo muestran los dos volúmenes colectivos de Estrategias del pensar (2010) y los dos volúmenes de El ensayo en diálogo (2017), en los que participaron varios de los más connotados estudiosos del ensayo y de la historia intelectual en América Latina.

Estos trabajos me llevaron a confirmar la necesidad de incluir otro ingrediente fundamental en la discusión: el de la sociabilidad y el diálogo intelectual como elementos fuertes en la conformación de los textos, y que permiten además encontrar puntos de encuentro y tejido entre esas dos líneas a que se refirió Carl E. Schorske (2011): «La línea diacrónica es la urdimbre de la tela de la historia cultural, y la línea sincrónica, la trama».16 Considero que se trata de los mismos materiales con que el ensayista, así como el historiador de la cultura y el historiador intelectual, contribuyen a tejer proactivamente una tela en la que confluyen tradiciones culturales, líneas de diálogo y debate intelectual, significados y apelaciones tropológicas.

En los últimos años se ha expandido el concepto de «red intelectual», que muestra hasta qué punto un sujeto de pensamiento no es una mónada aislada, sino que su producción y sus ideas son profundamente relacionales y dialógicas, y no sólo eso, sino que, además, para decirlo con Bourdieu, existen rasgos de su desempeño que no pueden entenderse sin su función dentro del campo, como efecto del campo.

De allí que leer la correspondencia entre intelectuales, sus encuentros y desencuentros, sus intervenciones y sus polémicas, su participación en revistas y proyectos editoriales, reuniones de ateneos, cursos y conferencias, resulte particularmente útil a la hora de entender su pensamiento y sus propuestas. El estudio del diálogo intelectual es un campo en expansión, como lo prueba el creciente fortalecimiento de nuevos campos de interés, como el estudio de las revistas, las editoriales, las bibliotecas, las redes sociales y las distintas formas de sociabilidad intelectual. A ello hemos esperado contribuir en los libros colectivos arriba mencionados.

           

9. Táctica y estrategia

Por otra parte, el ensayo representa, a través de una táctica escritural, la propia práctica intelectual, sus movimientos y operaciones estratégicas. En un libro admirable, Réda Bensmaïa se dedica a pensar el ensayo como táctica antes que como estrategia, ya que, siguiendo a Barthes, ve como predominante el trabajo en el orden de la escritura, en la que la presencia del autor y de las condiciones exteriores del texto quedan subsumidas por el puro despliegue de la relación entre el escritor y el lenguaje. Sin dejar de reconocer las bondades de este enfoque, no podemos omitir que el estudio del ensayo latinoamericano nos envía, precisa y permanentemente, a la articulación entre el discurso y la práctica, y de allí a pensar que, de manera directa o indirecta, toda táctica escritural está ligada a una toma de posición y a una estrategia simbólica en el campo.

Siguiendo el razonamiento de Adorno, el ensayo podría considerarse representación y expresión textual del proceso reflexivo y de las condiciones de una práctica intelectual: a la vez teatro y laboratorio del propio acto de interpretar. Para ello no tenemos sino que asomarnos a la obra de Mariátegui, quien ha tematizado una y mil veces el vínculo de su obra con el mundo social, desde las meditaciones con que se abren los 7 ensayos hasta su famoso «Testimonio de parte», donde no sólo rompe la barrera entre el adentro y el afuera del texto, sino que reviste esta decisión de un fuerte contenido jurídico y lo refuerza con la imagen de un acto de juicio: «Mi testimonio es convicta y confesamente un testimonio de parte», escribe Mariátegui en el comienzo de «El proceso de la literatura». Con ello ha contribuido a hacer explícito el carácter crítico del ensayo, y lo ha equiparado con un proceso jurídicamente abierto:

La palabra proceso tiene en este caso su acepción judicial. No escondo ningún propósito de participar en la elaboración de la historia de la literatura peruana. Me propongo, sólo, aportar mi testimonio a un juicio que considero abierto. Me parece que en este proceso se ha oído hasta ahora, casi exclusivamente, testimonios de defensa, y que es tiempo de que se oiga también testimonios de acusación.17

 Este pasaje es por lo demás uno de los más claros y contundentes ejemplos del enlace entre el yo privado y el sujeto público, del paso de aquello que Said llama una «filiación» de origen a una «afiliación» como asunción de un destino, y del interés del intelectual por hacer de sus escritos formas de intervención en el debate: se trata exactamente del lugar en que concurren discursos y prácticas. Mariátegui asume abiertamente una posición de compromiso con el discurso, al punto de llegar a considerarse a sí mismo «testigo de parte».

 

10. Figuraciones de autor

Emprender una relectura del ensayo desde los problemas acuciantes que acompañan a nuestros intelectuales, atenazados entre aquello que Ricardo Piglia —a partir de Benjamin y Wittgenstein— llama la tensión entre «el decir y el mostrar», dota de particular fuerza y dramatismo a sus textos y da nueva vida a nuestra lectura de su lectura de la realidad. Dicho de otro modo, si por muchos años se ha tendido a establecer comparaciones entre la prosa no ficcional del ensayo y la ficción, o entre el tratamiento de imágenes que proporcionan el ensayo y la poesía, o entre el discurso académico y el discurso ensayístico, hoy se atiende también a la veta performativa del ensayo y a esta fuerte constitución de un personaje representativo del escritor de carne y hueso que se mueve además entre el diálogo, la presentación de sí y el soliloquio abierto a los demás, entre la representación, la presentación, la construcción de una voz autoral, en esto que Julio Premat llama la «construcción de una figura de autor», y que confirma, con Edward Said, que el texto es un espacio a través del cual un intelectual construye su propia afiliación.

Así, por ejemplo, un estudio a fondo de la reseña que Mariátegui, autor de los 7 ensayos, hace a los Seis ensayos de Henríquez Ureña, nos muestra cómo esa reseña es en sí misma una toma de posición, la asunción de un destino para la crítica profesional, y en tal sentido una afiliación del propio Mariátegui como crítico construida en diálogo con la obra de Henríquez Ureña. Y a la vez, sólo el rastreo de la correspondencia entre Mariátegui, Henríquez Ureña y Samuel Glusberg, amigo y editor de ambos, permite descubrir que la cercanía en los respectivos numerales contenidos en el título de ambos autores no es casual, sino que obedece a un mar de fondo dado por el diálogo intelectual.

Y ya que me he referido al gran autor dominicano, toda su obra —comenzando por su tesis de derecho, dedicada a la Universidad— puede leerse en esta clave: la construcción de su propia figura intelectual en diálogo con los temas, problemas, pares y antagonistas estratégicamente incorporados a su discurso. El carácter particularmente «apolíneo» y «controlado» de la prosa del dominicano deja de todos modos traslucir sus pasiones intelectuales, sus compromisos políticos y sus políticas textuales de alianza y propuesta de movimientos y programas estratégicos de acción e intervención. En una operación doblemente abismal, a la vez que construye su figura de intelectual, Henríquez Ureña construye un mapa cultural de América y una tradición de pensamiento. Basta con asomarse a su Rodó para ver el deslinde que él está haciendo permanentemente entre un Rodó adoptado como modelo del juvenilismo y el arielismo, de inmediato opuesto a la mirada positivista, para poco después él mismo deslindar a la figura dinámica del maestro del Rodó cristalizado que debe revisitarse para poner al día las propias rutas.

Quiero ahora retomar el diálogo con Carlos Altamirano, quien en su conferencia sobre historia intelectual recupera tres autores centrales: Carl Schorske, Hayden White y Pierre Rosanvallon, además de otro amplio número de nombres clave para la constelación de la historia intelectual, entre quienes menciona a Skinner y Pocock en el ámbito de la Escuela de Cambridge o Meinecke, Koselleck, Karl Löwith y Hans Blumenberg en el ámbito germano. Y concluye:

 …creo que el breve repaso de las posiciones de Carl Schorske, Hayden White y Pierre Rosanvallon basta para advertir que la nueva historia intelectual se declina en plural. ¿Qué elemento común se halla en todas las variedades de historia intelectual, sean nuevas o viejas? La atención privilegiada que se presta a las significaciones, se hable de ideas, representaciones o discursos, y al «trabajo» de esas significaciones en un área de alcance variable (una ciudad, un país o unidades espaciales más amplias) y en un tiempo histórico determinado […], la historia intelectual mantiene relaciones con disciplinas más o menos vecinas, relaciones de alianza, de préstamos, de fertilización mutuas. Como la filosofía y los estudios literarios también la historia política figura entre esas disciplinas contiguas.18

11. La radical dialogicidad del quehacer intelectual

Si revisamos distintas definiciones de intelectual, notaremos que pocas son las que incluyen como rasgos determinantes la dimensión de la sociabilidad y la relacionalidad, y muchas persisten aún en una concepción que gira en torno al sujeto aislado, a riesgo de caer en nominalismos o esencialismos.19 Si bien en la práctica se acude de manera creciente a la consideración de la dimensión sociológica, en muchos casos todavía se extraña un mayor énfasis en el estudio de la inserción del intelectual en climas de debate, en redes intelectuales, en proyectos compartidos, etc., y pocas veces se lo piensa como nodo en que confluyen dichas redes y proyectos o se admite que la propia producción y la propia figuración como intelectual se ven íntimamente afectadas por ellos. Esto contrasta con el estudio de revistas o proyectos editoriales, para cuyo tratamiento sí se tiende de manera cada vez más generalizada a indagar aquellos ámbitos de sociabilidad que Prochasson denomina lieux, milieux y réseaux, esto es, lugares, medios y redes.

Otro tanto sucede cuando, en la línea de los estudiosos del lenguaje, se procura analizar significados sin prestar atención a la dimensión del sentido. Apelo aquí a la expresión de Tomás Segovia: todo decir es un querer decir, y no me cansaré de insistir en las consecuencias radicales de esta afirmación. No se trata aquí de ninguna consideración metafísica del «sentido», sino de sus connotaciones pragmáticas de uso y direccionalidad u orientación, que tan decisivas son a la hora de comprender la inscripción de los discursos.

Por otra parte, ya desde el momento en que el intelectual asume una firma responsable por la palabra empeñada y por la propia autoría, aparece un marcador social fuerte y una obligada apertura de toda filiación de origen a una afiliación y destinación de la palabra.

Retomo, ya para concluir, la pregunta que dio origen a mi reflexión, y respondo que desde una consideración radical del ensayo como un texto-en-diálogo se haría posible completar, reforzar, añadir un mayor énfasis, al elemento dialógico que está en la base del trabajo intelectual. Volvamos al propio Montaigne, quien retoma las distintas tradiciones de revivificación del diálogo (la tradición platónica y la tradición humanista), pero a su vez las pone en abismo, al introducir el componente de la conversación viva, amistosa, del debate, del conférer como conversar, como discurrir, como discutir, como polemizar, como esgrimir razones, como enjuiciar, como examinar y sopesar las ideas, para repensar la noción de diálogo abierto, vivo, en tiempo presente, regido por una sola forma reguladora: la búsqueda de la verdad, y por un solo árbitro posible: la verdad siempre perseguida, como una presa viva y escurridiza que tienta al perseguidor y se escapará siempre del mejor cazador. Montaigne hace explícita una nueva forma de cacería: la persecución intelectual de la verdad en un mundo cada vez más amplio, más complejo, más incierto, a través del discurso abierto, que en mucho se asocia al viaje, la exploración, el recorrido por el ámbito de las ideas. Ciertos rasgos básicos del género como apertura interpretativa, carácter exploratorio, postura crítica y toma de distancia del escritor respecto de la propia cultura, así como relación de la prosa con el concepto de viaje y exploración del mundo en pos de una ampliación del horizonte de sentido, son todos elementos que contribuyeron a perfilar el ensayo.

Existe también un importante componente, que acompaña al género como su marca de agua: la relación entre responsividad y responsabilidad por la palabra. Como ya mostró Bajtín, todo enunciado es a su vez respuesta al denso y complejo concierto del discurso social, integrado por innúmeras, infinitas y cambiantes voces. En el caso del ensayo se hace evidente la responsividad de la palabra en él pronunciada y escrita, pero también la adopción responsable de la misma, en cuanto todo ensayo lleva una firma y en tal sentido es la asunción de un nombre y de una toma de posición en el debate intelectual y en el mundo social.

De los puntos cardinales inaugurados por Montaigne (retomo aquí en parte la propuesta de Walter Mignolo):20 el subjetivo, el objetivo, el ideológico y el crítico, el ensayo latinoamericano se ha volcado por mucho tiempo hacia el tercero, para retomar de todas maneras, en distintas épocas y conforme se fue dando una más fuerte configuración de los campos, los restantes modos de la preocupación por el yo, el sujeto y el ejercicio hermenéutico y creativo (hoy característico del ensayo literario), la preocupación por la indagación del mundo en que el «yo» que envía a la experiencia del sujeto se combina con un «se» impersonal, vaciado de rasgos particulares (característico del ensayo científico y del discurso académico), un yo que realza su capacidad para el ejercicio crítico (el ámbito de la crítica es uno de los campos de más marcada diferenciación en nuestros días).

En el caso del ensayo ideológico, que incorporó desde fines del siglo XVIII las ideas de las Luces y la Revolución Francesa, animado por Voltaire, Montesquieu, Rousseau, y que implica una permanente toma de distancia crítica y reflexiva del ensayista respecto de las costumbres, la cultura, la política, las instituciones, el lenguaje, no cabe duda de que constituye la tradición vertebral de nuestro trabajo intelectual, aunque no sólo, en cuanto, insisto, hoy se prodiga en distintas modalidades, reviste distintas formas y, sobre todo, rompe barreras, cruza fronteras, permea y es permeado por otros géneros y formas, desde la ficción hasta la crónica, así como se apoya en otros soportes, como el documental.

La apelación al diálogo intelectual envía, por una parte, a un imaginario apoyado en la construcción de un espacio de lectura y una concepción del lector apoyados a su vez en la figura de la amistad textual muy bien estudiado por Kuisma Korhonen. Para el caso de América Latina, conduce también a enfatizar la profunda dialogicidad y la rotunda relacionalidad que todo texto instaura y restaura. Todo texto está en situación, envía a un lugar de enunciación, y en cuanto enunciado comunica y se inscribe en un amplio marco en que confluyen horizontes interpretativos, debates de ideas, tradiciones y valores, lecturas y conceptos, motivos y rumores en los que el ensayo abreva en busca del sentido pero que al mismo tiempo resignifica y reinterpreta en el acto de su escritura. Pierre Glaudes caracteriza al ensayo como “discurso situado”.

Es recomendable recordar la relación del ensayo con las prácticas discursivas epocales, reforzando su vínculo con las condiciones de enunciación que dejan marca en el mismo, y recordar que el ensayo ha permitido, retomando la elocuente expresión de John Austin, hacer cosas con palabras: incidir en debates intelectuales, marcar posiciones en el campo cultural. Por fin, para tomar el tan productivo concepto de «horizonte discursivo» planteado por Said, se hará posible entender el ensayo a la luz de un horizonte social de sentido, históricamente variable y ligado a una comunidad interpretativa. El ensayo ingresa en la arena de los debates intelectuales, artísticos y políticos de su época. A través del ensayo un autor marca posiciones, incide en debates, propone nuevas perspectivas para inscribirse en las luchas simbólicas, así como también para influir de manera más o menos directa en el acontecer social.21

El estudio del ensayo ha atravesado distintos momentos fundamentales, uno de los cuales es, a partir de Lukács, su puesta en relación con la crítica, como más tarde, a partir de Barthes, será su puesta en relación con la escritura. Por mi parte regreso, para finalizar, a otro de los autores clásicos: Theodor W. Adorno, quien, como ya se dijo, mostró de manera notable que el ensayo no sólo es representación del mundo sino representación del proceso intelectual que lleva a cabo su autor. En años recientes, Kuisma Korhonen ha propuesto también que el ensayo se apoya en el proceso de construcción de una figura de amistad intelectual nunca colmada. Mi propia experiencia crítica me ha conducido a proponer que todos estos aportes son fundamentales para pensar la relación entre ensayo e historia intelectual en América Latina, e insistir en que en el ensayo se representa también el proceso de diálogo y tejido de redes de sociabilidad intelectual: de allí la necesidad de repensar el ensayo y releer a los grandes autores desde esta perspectiva de diálogo y la figura de una amistad abierta, que está en la base de todo proceso de autoconstrucción y autofiguración intelectual.

Cartas, artículos, manifiestos, conferencias, participaciones públicas, discusión en redes, proyectos políticos y de política cultural (editoriales, revistas, etc.) son algunas de las formas que no sólo pueden recibir un tratamiento como fuentes «ancilares» para complementar el estudio de los ensayos particulares, sino que pueden abrirnos a la posibilidad de lecturas «a contrapelo» capaces de agitar la aparente mansedumbre de los textos y, más aún, llegar incluso a repensar el estatuto de la representación y la representatividad en el ensayo, así como el vínculo entre responsividad y responsabilidad por la palabra.

 

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Notas

1 Texto originalmente presentado en el III Congreso de Historia Intelectual de América Latina, reunido en El Colegio de México, Ciudad de México, 8 ,9 ,10 y 11 de noviembre de 2016.

2 Carlos Real de Azúa, entrevista radial en archivo sonoro de El Sodre de Montevideo, Uruguay, circa 1964.

3 C. Real de Azúa, Antología del ensayo uruguayo contemporáneo, p. 15.

4 Ibid., p. 18.

5 Ibid., p. 21.

6 Ibid., p. 26.

7 Marielle Macé, Le temps de l’essai. Historie d’un genre en France au XXe siècle, p. 42.

8 Por mi parte he procurado dar otra vuelta de tuerca a la cuestión, al mostrar que las reflexiones y polémicas despertadas por el descubrimiento del nuevo mundo americano, así como el sentido de viaje y apertura, están ya en la base misma de la obra de Montaigne, como lo está la lectura que éste hace de la obra del padre Las Casas. Ciertos rasgos básicos del género como apertura interpretativa, postura crítica y toma de distancia del ensayista respecto de la propia cultura, trazo de un espacio de inteligibilidad y debate, relación del ensayo con el concepto de viaje y exploración del mundo en pos de una ampliación del horizonte de sentido, son todos elementos que formaron el perfil del ensayo e hicieron del nuevo mundo del ensayo un ensayo del nuevo mundo. Cf. Liliana Weinberg, Biblioteca Americana. Una poética de la cultura y una política de la lectura.

9 «Entre todos estos temas (estéticos, políticos, pedagógicos, ocasionales) y formas (conversatorias) se hace patente una unidad que viene a ser la característica radical del pensamiento hispano-americano, aquella sobre la cual gravita su significación suma. Puede formularse así: una pedagogía política por la ética y más aún la estética; una empresa educativa, o más profunda y anchamente, “formativa” —creadora o reformadora— de los pueblos hispano-americanos por medio de la “formación” de minorías operantes sobre el pueblo y de la directa educación de éste; por medio, a su vez, principalmente de temas específicamente bellos y de ideas, si no específicamente bellas, expuestas, como aquellos temas, en formas bellas, entre las cuales se destaca la de la palabra oral en la intimidad, la de la conversación. Es posible que toda empresa de tal índole haya de ser […] obra, por su objeto y fin, de pensamiento “aplicado” —en el sentido de la dirección y de la fijeza e intensidad— a “este mundo”, “esta vida”, “el más acá”; obra de un pensamiento ametafísico; en suma y cifra: un “inmanentismo”». José Gaos, Antología del pensamiento de lengua española en la edad contemporánea, pp. 87-88.

10 Tomo este término del semiólogo alemán Max Bense, quien por su parte se refiere al “confinium entre poesía y prosa, entre creación y tendencia, entre el estadio estético y el ético”. Sobre el ensayo y su prosa, p. 22.

11 «El prosista siempre está en compañía —recordaba también Amado Alonso—. No hay estilo individual que no incluya en su constitución misma el hablar común de sus prójimos en el idioma, el curso de las ideas reinantes, la condición histórico-cultural de su pueblo y de su tiempo». Juan Marichal, La voluntad de estilo. Teoría e historia del ensayismo hispánico, p. 10.

12 Julio Ramos, Sujeto al límite: ensayos de cultura literaria y visual.

13 Oscar Terán, Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810-1980, pp. 10-11.

14 Julio Ramos, «El reposo de los héroes: las “Dos patrias” de José Martí y la legitimidad de la poesía», p. 150.

15Idem.

16 Carl Schorske, La Viena de fin de siglo. Política y cultura, p. 19.

17 José Carlos Mariátegui, «El proceso de la literatura», p. 229.

18 Carlos Altamirano, «Sobre la historia intelectual», p. 23.

19 Coincido con la preocupación de Guillermo Zermeño, quien al estudiar el concepto de intelectual desde la historia conceptual plantea que este enfoque “permite identificar las variaciones que ocurren en la evolución de un mismo término sin descuidar el contexto sociológico de su aparición” y “De esa manera se evita caer en el «nominalismo», por un lado y, por el otro, se escapa a la tentación de ver y utilizar las palabras como si fueran esencias”, «El concepto intelectual en Hispanoamérica: génesis y evolución», p. 778.

20 Cf. Walter Mignolo, «Discurso ensayístico y tipología textual» y Teoría del texto e interpretación de textos.

21 L. Weinberg, op. cit., p. 31.

Sobre la autora
Liliana Weinberg es una ensayista, crítica literaria e investigadora mexicana de origen argentino. Doctora en Letras Hispánicas por El Colegio de México. Investigadora Titular en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC) de la Universidad Nacional Autónoma de México y catedrática en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. A lo largo de su carrera se ha especializado en la teoría y crítica del ensayo en general, y se ha orientado en particular al estudio del ensayo hispanoamericano de los siglos XIX y XX. Autora de los libros Ezequiel Martínez Estrada y la interpretación del «Martín Fierro» (1992), Pensar el ensayo (2007) y Seis ensayos en busca de Pedro Henríquez Ureña (2015).