Número 87

Ryūnosuke Akutagawa: la caída del elegido

Haruki Murakami

En Japón, Ryūnosuke Akutagawa es realmente un escritor de estatura nacional. Si se hiciera una encuesta para elegir a los diez «escritores nacionales japoneses» más importantes desde el inicio del periodo moderno, en 1868, Akutagawa seguramente sería uno de ellos. Incluso podría colarse entre los primeros cinco.[1]

Pero, en términos concretos, ¿qué es un «escritor de estatura nacional» en Japón?

Un escritor o escritora así debería, necesariamente, habernos dejado obras de primer nivel que reflejaran vívidamente la mentalidad del pueblo japonés en su época. Ése es el punto más esencial. Por supuesto, las obras mismas —al menos las mas representativas— no deberían ser una excepción; deberían tener el poder y la profundidad para sobrevivir al menos un cuarto de siglo luego de la muerte de su autor.

El segundo punto importante sería que la vida o el carácter del escritor haya inspirado respeto, o una fuerte simpatía. No se trata de que el autor haya sido de un alto carácter moral; algunos escritores excepcionales —a quienes no nombraré aquí— han generado cuestionamientos en torno a aspectos de sus vidas privadas. Pero para tener una estatura nacional, deberían haberse ganado la aprobación y el sentido de identificación de muchas personas con respecto a su dedicación a la literatura y a su visión del mundo en general. Lo importante es si cada uno de esos escritores, como ser humano individual, fue consciente de las grandes preguntas de su época, aceptó su responsabilidad social como artista en la línea del frente, e hizo un esfuerzo genuino para llevar una vida congruente.

Otro punto —y éste debería ser el último— es que un escritor de estatura nacional debería habernos dado no sólo clásicos sólidos, sino obras populares, atractivas para una audiencia más amplia; y para las y los jóvenes, en particular: obras lo suficientemente fáciles de leer como para aparecer en los libros de texto de educación básica y media y para memorizarse por cualquier niño o niña. Botchan (1906), de Natsume Sōseki, por ejemplo, es leído en Japón por prácticamente todo el mundo con educación media. Botchan no es, sin duda, su obra más representativa, pero es una novelita excepcionalmente disfrutable, corta y fácil de leer. Puede decirse lo mismo de «El Dios del niño de la tienda» (1920) —el inocente cuento alegórico de Shiga Naoya— o de La bailarina de Izu (1926), la refrescante novela de juventud de Yasunari Kawabata. Tōson Shimazaki no sólo produjo novelas de largo aliento, también poemas líricos espontáneos en la forma tradicional del tanka.[2] Mōriogai es respetado, sobre todo, por sus novelas históricas eruditas, pero también escribió el cuento de amor «La bailarina» (1890) con un lenguaje sorprendentemente bello. Además, «El intendente Sansho» (1915) es su re-elaboración de un cuento medieval para una audiencia más joven. El número de lectores que han logrado terminar Las hermanas Makiola (1946-1948) —la larga novela de Jun'ichirō Tanizaki— puede ser pequeño, pero la obra ha sido llevada al cine varias veces, con algunas de las actrices más bellas de sus generaciones ocupando los papeles de las cuatro hermanas, dejando imágenes vívidas en la memoria de miles de espectadores. En otras palabras: como la lluvia de primavera, estos trabajos, bajo formas fácilmente accesibles, se han filtrado silenciosamente hasta el interior de la mente de la gente para formar algo parecido a los fundamentos de la cultura o la sensibilidad japonesas.

Seguramente en todas las naciones y en todas las culturas existe ese tipo de campo cultural básico que funciona de manera casi subliminal. Inglaterra tiene a Dickens y a Shakespeare, y los Estados Unidos tienen a Melville y a Fitzgerald, entre otros. Los franceses tienen a Balzac y a Flaubert. Las obras de esos «escritores nacionales» se graban en los corazones y en las mentes de cada ciudadano durante su juventud, de tal forma que adquieren una autoridad casi absoluta y, antes de que nadie se de cuenta, comienzan a formar parte de una percepción común de la literatura y de la cultura de la región, es decir, una identidad común.

Esas obras pasan de mano en mano del maestro al alumno, de padres a hijos, casi sin cuestionarse, como el adn. Se memorizan, se recitan, se estudian en reportes de lectura, se incluyen en exámenes de admisión universitarios, y una vez que el estudiante crece, se convierten en fuente de citas. Se llevan al cine una y otra vez, se parodian e, inevitablemente, se convierten en el objeto de reclamos y enojos para los escritores jóvenes y ambiciosos. Finalmente, cada obra se convierte en un símbolo o signo autónomo, una metáfora que funciona como la bandera o el himno nacionales, o como los paisajes más reconocibles de un país; en el caso de Japón, por ejemplo, el Monte Fuji o los árboles de cereza. Por supuesto, para bien o para mal, cada uno se convierte en una parte indispensable de nuestra cultura, pues sin la creación de esos arquetipos —sin esa impresión subliminal— es casi imposible tener una consciencia cultural en común.

Por razones como ésta, yo, como la mayoría del pueblo japonés, leí varios cuentos de Ryūnosuke Akutagawa cuando estaba en la escuela primaria. Algunos los leí en libros de texto, y otros como tarea de verano para hacer reportes. No tengo idea de cuánto de la obra de Akutagawa leen hoy los niños en la escuela —o cuánto se les pida—, pero imagino que la situación no debe ser muy diferente a la de mi época. Lo que más leí en ese tiempo fueron los excelentes cuentos que escribió específicamente para niños —«El hilo de la araña», «Tu Tze-Chun», «El arte de lo oculto»— y muchas otras que los niños pueden leer con placer: «La nariz», «Yam Gruel», etc. Cuando fui un poco más grande, quizá en la secundaria, leí algunas de sus historias con un contenido más violento o burlesco, como «Rashōmon», «En el bosque», «El biombo del infierno» y «Kappa». Luego, en la escuela preparatoria, recuerdo haber avanzado a obras más difíciles, introspectivas y, al parecer autobiográficas, obras de «literatura pura», como se conocen en Japón: «Los engranajes», «Vida de un idiota», «Registrador de muerte». Sospecho que seguí el curso habitual a través de la ficción de Akutagawa, al igual que cualquier lector japonés, avanzando desde los trabajos obligados en la juventud, hacia la búsqueda propia de trabajos más difíciles. Así, uno llega a tener una visión general del universo ficcional de Akutagawa, lo absorbe como parte de sus fundamentos culturales y luego —si así lo quiere— se avanza hacia un mundo literario más amplio.

Entre los «escritores nacionales de Japón», mis favoritos personales son Sōseki y Tanizaki, seguidos —con cierta distancia, tal vez— por Akutagawa.[3]

¿Qué es, entonces, lo que hace a Akutagawa especial como escritor japonés?

Desde mi punto de vista, la principal virtud de su literatura es la perfección de su estilo: la absoluta calidad de sus usos del lenguaje japonés. Uno no se cansa nunca de leer y releer sus mejores obras. Akutagawa fue un escritor de cuentos nato que produjo bastantes obras mayores, algunas de ellas más exitosas que otras. De hecho, hay un buen número que parecerían no tener ningún interés especial para el lector moderno, o, al menos, para el lector moderno en general. Esto pudo ser causado, en parte, por la inestabilidad mental de Akutagawa, y por una pérdida de orientación en su literatura. Pero cuando esa dirección es sólida, la pulcritud de su estilo es única e inimitablemente suya.

El fluir de su lenguaje es la mejor característica del estilo de Akutagawa. Nunca se encuentra estancado; se mueve como una cosa viviente. Su elección de palabras es intuitiva, natural —y hermosa. Educado rigurosamente en lenguajes extranjeros y en literatura china, fue capaz de conjurar —al parecer de la nada— mundos de una elegancia clásica, expresiones que los escritores contemporáneos no pueden usar más, manipulándolos a voluntad hasta llegar a arreglos de una gracia sorprendente. Esto puede ser visto con especial claridad en sus trabajos tempranos, sobre todo en su re-escritura en japonés moderno de historias tomadas de las dos grandes y variadas colecciones de historias populares medievales, las Historias de un tiempo ya pasado —del siglo XII— y La colección de cuentos de Uji —del siglo XII: «La nariz», «En el bosque», «Rashōmon», «El biombo del infierno», «Yam Gruel», «La muchacha Rokuno-Miya». La facilidad con la que logra, a través del puro estilo, traer a la esfera de la vida moderna el mundo fantástico medieval es verdaderamente asombrosa. Akutagawa publicó sus cuentos tempranos «Rashōmon» (1915) y «La nariz» (1916) en revistas universitarias cuando todavía era un estudiante de 23 años. Pero en ellas puede notarse ya su estilo acabado, fluido, elegante y espontáneo. Se leen como el trabajo de un escritor experimentado, y no de un estudiante en formación.

Natsume Sōseki, el «escritor nacional» anterior a Akutagawa, se impresionó cuando leyó «La nariz», y decidió escribirle al novel autor una carta de agradecimiento: «Escribe otras veinte o treinta historias como ésa», le dijo, «y nadie podrá alcanzarte en el mundo literario». Aunque era conocido por ser amable con jóvenes escritores en general, Sōseki no le dirigió palabras tan halagadoras a nadie más. Seguramente, con su profundo entendimiento de la literatura, Sōseki debió haber descubierto un diamante en bruto. Akutagawa debutó, pues, como un escritor ya formado; al menos en lo que respecta al estilo y al sentido literario.

Estilo y sentido literario: ésas fueron, sin duda, las mejores armas en el arsenal de Akutagawa, pero se convirtieron también en su talón de Aquiles autoral. Precisamente porque esas armas eran tan finas y efectivas, le impidieron de algún modo establecer un enfoque y una dirección de largo aliento para su literatura. Es algo similar a lo que le sucede al pianista nacido con un don natural para la técnica: sus dedos se mueven con tanta ligereza y claridad que le resulta difícil detenerse —aun sin darse cuenta— para observar larga y fijamente algo, por ejemplo, las profundidades internas de la música. Sus dedos se mueven con una velocidad y una gracia naturales, y su mente se apresura para alcanzarlos. O, quizá, su mente construye antes, y los dedos se apresuran para alcanzarla. En cualquier caso, comienza a abrirse una distancia infranqueable entre él y el movimiento del tiempo del mundo que le rodea. Es precisamente esa distancia la que se agregó a las cargas psicológicas que llevaron a Akutagawa hasta el suicidio.

Aun así, hay una ferocidad innegable en el estilo desinhibido y fulminante de las historias que escribió en sus primeros cinco o seis años. Para tomar un ejemplo extranjero, bien podría decirse que Akutagawa se parece a F. Scott Fitzgerald. Fitzgerald, también, fue un escritor nato para quien el cuento corto significó el principal campo de batalla de su carrera. Debutó profesionalmente a la tierna edad de veinte años, en la época de la Primera Guerra Mundial, e instantáneamente tomó al mundo por sorpresa con su genio y su estilo firme y fluido. Dejó un buen número de excelentes trabajos para las generaciones siguientes pero, trabajando al ritmo frenético de un autor popular, dejó también el doble de obras que no resultaron particularmente maravillosas. No se trata de restarle crédito. La forma misma del cuento corto está marcada por esa historia. Es un enorme éxito que diez de cada cien cuentos sobrevivan para ser leídos por las siguientes generaciones. Ningún escritor puede lograr que cada uno de sus textos sea una obra maestra, ni debería ser culpado por dejar trabajos fallidos o no completamente realizados. En la vida, es el camino completo lo que cuenta. iito.﷽﷽﷽﷽ de un enorme neraciones cuentos de cada cien sobreviven para ser leal ritmo frenvaca alcanzarlos. O, quiza,la mA veces las cosas funcionan, y a veces no. A veces debes escribir cosas que no te encantan para ganarte la vida. Lo que importa es qué tan grandes son esas diez obras maestras; es por eso que Akutagawa y Fitzgerald continúan siendo autores respetados, y que sus obras se siguen leyendo.

Más importante que la proporción de trabajos mayores y menores es la forma en la que el autor madura su genio juvenil para transformarlo en un mundo literario de mayor profundidad y aliento. Por naturaleza, Fitzgerald era incapaz de aprender de otra cosa que no fuera su experiencia personal, y esa experiencia fue, sobre todo, de tragedias domésticas. Su esposa Zelda sucumbió ante una enfermedad mental, su matrimonio se vino abajo, vino la Gran Depresión. Durante todo ese tiempo se ahogó en el alcohol, por lo que su popularidad se desplomó. Todo ello contribuyó a profundizar su literatura. En sus últimos años, logró crear obras llenas de angustia, completamente distintas en tono del estilo lírico y refinado de su juventud; aunque nunca alcanzaron el mismo nivel de éxito.

¿Y Akutagawa? Cuando acabó con su vida a los treinta y cinco años, había estado activo como escritor apenas por doce años, pero durante ese periodo intentó varias transformaciones literarias.

Al comienzo de su carrera, escribió un gran número de historias bajo el molde de eventos históricos o de la ficción clásica, cuyo genio estilístico le valió un gran reconocimiento. Esos cuentos son los que continúan leyéndose hoy como clásicos. Nadie podía competir con Akutagawa en su fino retrato de la psicología, y en su ingenio para el aforismo. Por un tiempo, incluso se convirtió en el favorito de su época. Luego, a partir de 1922, aproximadamente, vino su periodo intermedio, en el que podemos observar cierto grado de estancamiento y confusión. Las dudas comenzaron a acecharlo: ¿debía continuar haciendo transcripciones de piezas históricas, piezas supernaturales alejadas de la realidad y con anécdotas ingeniosas? En efecto, críticas de ese tipo comenzaron a aparecer en los círculos literarios. Comenzó a tomar forma una imagen del trabajo de Akutagawa, definido por un colega suyo: sus obras «parecen jugar con la vida con un par de pinzas de plata». Otro autor lo llamó «un escritor que no puede escribir sin andamios».[4] Esas posiciones no eran completamente equivocadas. Una suerte de alejamiento de la realidad comenzó a apoderarse de la escritura de Akutagawa, como si viera al mundo desde lejos, a través de un cristal. Esa postura provocó naturalmente críticas negativas en el mundo literario. Los trabajos tempranos de Akutagawa no tenían nada que ver con lo que tiene lugar en las novelas de Sōseki, que mantienen distancias aunque desciendan a la tierra y, con gran perspicacia, muestran los corazones de los humanos que la habitan.

Es verdad que Akutagawa pudo haber reaccionado a sus dudas personales y a las críticas externas con una actitud desafiante, insistiendo en que ésas eran las cualidades únicas de su escritura, nos gustara o no; es verdad, por cierto, que nadie antes o después de él ha logrado escribir así. Pero no era la reacción de un talento mediocre: Akutagawa ya había sido reconocido como un autor de primer nivel y había pagado también las consecuencias de ello. Como un escritor de primera línea, estaba plenamente consciente de los problemas de su época, y reaccionaba ante ellos con responsabilidad y con un sentido de misión. Para bien o para mal, pues, era una estrella, uno de los elegidos. Una elegante admisión de su derrota, un retiro silencioso, una renuncia del lugar que había ganado: ninguna de éstas era una opción de vida que pudiera tomar. Debía permanecer donde estaba: en la primera línea. Y, para hacerlo, debía abrir un camino nuevo y más ambicioso. No se trataba, sin embargo, de una tarea fácil: nunca pareció encontrar esa cosa singular de la que tenía que escribir.

Siguió un periodo de prueba y error, hasta 1925, donde la distancia entre sus obras con y sin éxito se hizo cada vez más grande. Ya no escribía solamente historias bajo la forma de obras clásicas, trabajó duro con diversas formas para producir un universo ficcional más contemporáneo y, a la vez, más propio. Aun así, no parecía encontrar ese tipo singular de cuento que encajara perfectamente con su mentalidad y su sensibilidad natas. A las historias que escribió durante ese tiempo les faltaba intensidad: nunca fueron más que cuentos «bien hechos». No transmitían un aura de necesidad al lector; nunca había un sentido claro de que el autor necesitaba comunicar algo. Construyó perfectamente bien cada historia, pero la destreza misma con la que lo hacía parecía limitarlo.

Akutagawa siempre apuntó al modernismo. Cuando nació, en 1892, casi 25 años —toda una generación— habían pasado desde que Japón había superado los dos siglos y medio de aislamiento del régimen Tokugawa y desde que había pasado por esa profunda cirugía conocida como «modernización». En otras palabras, Akutagawa fue un niño de la modernidad. La civilización y la educación occidentales podían darse ya por sentadas. Estudió en el sistema educativo moderno, dominaba lenguajes extranjeros, avanzó por el camino de las élites y consiguió una hoja de registro impecable durante su paso por la institución más respetada del sistema educativo: la Universidad Imperial de Tokio. Leyó a muchos de los más importantes escritores de la época —Tolstoi, Dostoievski, Anatole France, Maupassant, Strindberg— en sus lenguas originales o en su traducción inglesa, e internalizó sensibilidades occidentales. Vestía trajes occidentales, fumaba puros, bebía café, comía steaks, conversaba de vez en cuando con extranjeros y disfrutaba de la ópera. Ese estilo de vida occidental era, para él, completamente natural y cómodo.

Durante los años en que Akutagawa escribió activamente, 1915-1927, la Primera Guerra Mundial provocó un boom en la economía japonesa. Fue también la época conocida como «democracia de Taishō» (en el periodo Taishō, 1912-1929), que podría llamarse también la Era de Weimar de Japón. Luego de la amarga experiencia de las guerras Sino-Japonesa (1894-1895) y Ruso-Japonesa (1904-1905), Japón había solidificado su posición en el orden mundial y, como consecuencia, logró sofocar las tensiones del periodo Meiji (1868-1912): crecieron en su lugar tendencias liberales, y el pueblo celebraba las virtudes del modernismo. El impacto de la revolución rusa impulsó el movimiento socialista de trabajadores. Las faldas se hicieron más cortas y comenzó el movimiento de liberación de las mujeres. Este clima liberal fue absolutamente destrozado por el crack del mercado financiero en 1929, la Depresión global consecuente y el auge del militarismo y el fascismo. Pero todo eso sucedió cuando Akutagawa ya había dejado este mundo. Con él, seguimos en la era de la Democracia de Taishō, el liberalismo y el modernismo.

Sin embargo, si nos alejamos un poco de Tokio, donde todos estos cambios revolucionarios tenían lugar, los aspectos más básicos de la vida de los japoneses seguían gobernados por la vieja cultura local. En realidad, un mundo en trajes premodernos cubría aún las formas modernas de la ciudad que Akutagawa representaba. No se trata de algo sorpresivo: apenas cincuenta años atrás, los samuráis caminaban libremente con sus espadas y su pelo recogido. Por 220 años, los japoneses habían estado encerrados en sus pequeñas islas, prácticamente sin contacto con otros países, preservando su singular cultura en un sistema similar al feudalismo. Sólo había pasado una generación desde el final de esa era, apenas el tiempo suficiente para darle una nueva forma a los paisajes interiores de la gente. Aspectos superficiales, como un nuevo sistema, podían aceptarse sin chistar —o con recelo en algunos casos—, pero algunas cosas básicas no cambiaron: la sensibilidad, los valores, las imágenes mentales arquetípicas. De hecho, el gobierno Meiji promovió abiertamente una política que apoyaba precisamente esa distinción, como decía su slogan «espíritu japonés, tecnología occidental». Se buscaba incorporar el progresismo tecnológico y la eficiencia de los sistemas occidentales, pero también querían que el pueblo siguiera siendo confucionista, bueno y sumiso. Eso les facilitaba gobernar el país. En otras palabras, hasta cierto grado, los retales del feudalismo se mantuvieron expresamente. En medio de este mar de cultura local, la cultura urbana se aisló, y Akutagawa no era más que el miembro de una élite diminuta. Antes de que pasara mucho tiempo, esto comenzó a afectarlo.

Akutagawa logró importar exitosamente su tendencia al modernismo al mundo ficcional bajo la forma prestada del cuento popular. En otras palabras, logró darle a su modernismo una «historia» adaptando con habilidad lo premoderno: la forma del cuento medieval que había florecido casi mil años antes. En lugar de crear una literatura puramente modernista, primero transformó su modernismo bajo una forma distinta. Éste fue su punto de partida literario, y lo hizo con un enfoque elegante e intelectual. Al emplear esta estrategia, logró capturar las simpatías de más lectores. Si hubiera elegido escribir literatura modernista como un modernista puro, es muy probable que sólo hubiera logrado el éxito de un escritor de salón, con un número muy limitado de lectores intelectuales, y es probable que su literatura se hubiera enfrentado a sus propias limitaciones. Akutagawa tenía el sentido instintivo —o, quizá, estratégico— de evitar ese callejón sin salida. En «Un mundo en decadencia», el lector puede disfrutar de varios ejemplos de obras de Akutagawa que adaptan los materiales premodernos para fines modernos.

Algo que quisiera dejar en claro aquí es que Akutagawa no fue simplemente un modernista con afectaciones occidentales. Creció en la «ciudad baja» (Shitamachi), el viejo lado este de Tokio donde la gente común había vivido desde que la capital del Shogunato Tokugawa se llamaba Edo y donde las raíces del periodo Edo (1600-1868) aun se conservaban fuertes. (La nueva clase media, con sus fuertes tendencias individualistas, generalmente prefería vivir en la «ciudad alta», conocida como Yamanote).[5] Desde su niñez estuvo inmerso en el kabuki, el drama popular que siguió floreciendo en la ciudad baja, y había disfrutado los ingeniosos textos de los literatos de Edo. Tenía también un conocimiento rico de la lengua y la literatura chinas, indispensable para cualquier persona educada en las épocas premodernas. (La belleza visual de los personajes chinos de Akutagawa merece una mención especial, aunque desafortunadamente sea inapreciable en traducción).

Así, el fuerte choque entre lo moderno y lo premoderno ocurrió no sólo en las relaciones con el mundo que tenía alrededor, sino en lo más profundo de su interior. Lo mismo puede decirse de los gigantes literarios del periodo Meiji que lo habían precedido, por ejemplo, Natsume Sōseki y Mori Ōgai. Oriente contra Occidente: para la incipiente élite cultural japonesa, cuya posición aún no se fijaba definitivamente, podía ser fatal tender demasiado hacia alguno de los dos polos. Como si se tratara de una suerte de póliza de seguros, debían intentar internalizar la alta cultura oriental y occidental en dosis iguales para estar listos, en cualquier momento, de cambiar de una a la otra. Hay una expresión que se usa para caracterizar a los japoneses mejor educados: Ko-kon-tō-zai ni tsū-jiru («ser versado en lo viejo-nuevo-oriental-occidental»), que era, para ellos, la esencia de la corrección política. Era precisamente porque había absorbido completamente esa forma de educación «vieja-nueva-oriental-occidental» que Akutagawa podía moverse con tanta libertad entre lo premoderno y lo moderno cuando construía su propio mundo ficcional. Podía transponer con facilidad las formas literarias occidentales al japonés, y esa técnica era otra de las mejores armas del Akutagawa temprano.

La pura técnica, sin embargo, aunque se aplique con destreza, no equivale necesariamente a literatura original. Un mundo ficcional que no es verdaderamente propio, y que usa moldes prestados, eventualmente alcanzará un impasse y se enfrentará con un enorme muro. Una búsqueda mayor de método ficcional sólo podría dar como resultado una técnica más pulida. Y no sería sorpresa que la novedad se diluyera y que los lectores se cansaran de ver los mismos procedimientos.

Para Akutagawa, sin embargo, era imposible luego de 1925 avanzar en la dirección de una ficción puramente modernista. Ya era demasiado importante —y demasiado viejo— para escapar a los juegos intelectuales sofisticados. Su tiempo, además, había cambiado desde su debut. Los grandes temblores de la Revolución rusa habían llegado a Japón y la sombra densa del marxismo había comenzado a extenderse sobre la tierra. El espíritu de la época pedía una «literatura con sustancia». La atención de la gente comenzaba a virar hacia una literatura que reflejara las cargas de la vida con precisión realista. En Japón, esta nueva literatura se llamó «marxista» y luego «proletaria».

También había que tener en cuenta la «novela del yo» (watakushi-shōsetsu), una forma que había tomado fuerza desde principios del siglo, y que se ganó el respeto de la crítica convirtiéndose en la corriente principal de la ficción japonesa moderna. En la novela del yo (o, quizá, «ficción del yo», puesto que el estilo se empleó en novelas largas y en cuentos ensayísticos pequeños), el autor provee una descripción escrupulosa de las trivialidades que le rodean, con un énfasis exhibicionista en los aspectos negativos de su propia vida y personalidad. Fue la forma en la que Japón adaptó el naturalismo europeo para el consumo local.

De este modo, la ficción modernista se convirtió en objeto de un feroz ataque, tanto de la novela del yo como de la literatura marxista, que compartían un énfasis inflexible en el principio del realismo. Akutagawa, con su cualidad nata para alejarse del mundo, no podía contribuir fácilmente a alguno de los dos lados. Nunca logró aceptar ninguna de las dos formas de realismo crudo. Lo que Akutagawa eligió hacer fue sumergir la vergüenza humana en el mecanismo de la narración y en la técnica estilísticamente sofisticada: así vivía y así escribió. El método literario en que se basaban tanto la novela del yo como la ficción proletaria era fundamentalmente distinto a su estilo de vida. Preocupado por las fuerzas de su época, sin embargo, y sintiendo que era necesario decidir entre el método de la novela del yo y el marxista según su propia medida, Akutagawa se inclinó inevitablemente por el primero. Era demasiado escéptico, demasiado individualista y demasiado inteligente como para creer que podía convertirse en un vocero intelectual para la clase trabajadora.

La última estrategia de Akutagawa fue tomar el estilo de la novela del yo, pero «de cabeza», por decirlo de algún modo, para insertar confesiones artificiales en su molde al parecer neutro. Era una estrategia sofisticada y altamente peligrosa. Pero para Akutagawa, quien «necesitaba de andamios», era probablemente una elección ineludible.

Las obras de sus últimos dos o tres años se incluyen aquí en la última parte, «La historia propia de Akutagawa». Juntos forman un grupo de cuentos introspectivos, neuróticos y sorprendentemente depresivos. Su carácter sombrío nunca se convierte, sin embargo, en un simple vómito de emociones, sino que se asienta firmemente sobre una base al estilo de Akutagawa. Algunas narraciones pueden tener momentos forzados o previsibles, pero cada obra mantiene su autonomía artística. Podía estar escribiendo cosas cercanas a los hechos de su propia vida, pero su control estilístico era fuerte, y su escritura revela suficiente diseño literario como para poner al lector en guardia. «Nunca sabrán», parece estarnos diciendo, «cuánto de esto es verdad y cuánto de esto es ficción».

La opinión está dividida sobre si estos experimentos de Akutagawa son exitosos en cuanto literatura. Hay quien dice que estas obras tardías son obras maestras, mientras que otros sostienen justo lo contrario. No creo que ninguno de los dos grupos de obras sea superior o inferior: cada uno fue concebido de forma distinta, cada uno constituye una rueda del carruaje que llamamos Ryūnosuke Akutagawa y cada uno merece ser evaluado según sus propios méritos. En lo que respecta al nivel de perfección literaria, los trabajos tempranos tienen méritos a los que los del segundo grupo no pueden aspirar. Pero en algunos de ellos, «Los engranajes», en particular, la agudeza de la visión del protagonista y el elegante y parco estilo son brillantemente estremecedores, y sus imágenes mentales meticulosamente tejidas adquieren una poderosa realidad que se funde profundamente en la psique del lector.

Leí «Los engranajes» cuando tenía quince años, hace unos cuarenta. Leyéndolo una y otra vez para escribir esta introducción, me sorprendió con cuánta claridad recordaba aún algunas de las imágenes. Ahí estaban todavía, en mi mente, no sólo como fotos planas, sino en toda su realidad tridimensional, con las modulaciones de la luz iluminando la escena y los diminutos sonidos de fondo. Incluso tomando en cuenta la sensibilidad propia de un muchacho de quince años frente a una obra de arte, creo que podemos pensar que esas memorias son un producto del poder propio de esa historia. «Los engranajes» nos deja con la impresión de que acabamos de leer la historia de un hombre que ha reducido su vida al mínimo y luego la ha vuelto a reducir hasta acercarse peligrosamente al borde y, al asegurarse de que no la podía reducir más, lo convirtió todo en una ficción. Es una actuación impresionante. En japonés existe la expresión «permíteme cortar tu carne para que puedas cortar su hueso». Eso es precisamente lo que Akutagawa logró con «Los engranajes». No hay ninguna señal de la técnica por la técnica, y su tendencia a presumir su ingenio y erudición también se ve increíblemente reducida; en efecto, al menos. Es por esas razones, y aunque guarde algunas dudas sobre su madurez, que me parece tan admirable esta obra póstuma de Akutagawa.

Para una psique tan vulnerable como la de Akutagawa, escribir obras así no era en lo absoluto sano. Se dirigió tan lejos como pudo, sin importarle los antecedentes de enfermedad mental de su familia. Su madre se volvió loca repentinamente a menos de ocho meses después de su nacimiento, y Akutagawa fue educado por el hermano y la hermana de su madre y por la esposa del hermano. Pasó su vida acechado por el miedo de que él mismo podría volverse loco en cualquier momento, y mantener su estabilidad mental se complicaba por sus poco frecuentes encuentros con sus padres biológicos. Nunca estaremos seguros si las neurosis que sufrió después en su vida fueron causadas por factores hereditarios, inestabilidad mental o por sus miedos latentes, pero su enfermedad mental proyectó una pesada sombra sobre sus textos tardíos y acabó por arrebatarle la vida. No resulta exagerado, seguramente, decir que la escritura de esos últimos textos redujo efectivamente su vida, pero también es cierto que Akutagawa fue incapaz de encontrar una manera de seguir viviendo como escritor sin escribir obras de esa naturaleza; cuando no pudo vivir como escritor, su vida dejó de tener sentido.

Es perfectamente posible que Akutagawa se volvió hacia el mundo de la narración y la técnica para encontrar un refugio de su oscura herencia. En lugar de enfrentar el mundo real, lleno de terror y dolor, se transportó en cuerpo y mente a otro mundo, con la esperanza de encontrar la salvación en su ficcionalidad. O quizá en el dinamismo de esa mudanza esperaba descubrir que la vida tenía, al fin y al cabo, una luz radiante. Al final, sin embargo, se vio forzado a volver a su punto de partida: un mundo dominado por el dolor y el miedo, un mundo que le exigía aislamiento. En cierto punto, tuvo una revelación profunda: debía cumplir su responsabilidad social como escritor y como uno de los mayores intelectuales de su época. Se dio cuenta de que no podía estacionarse simple y cómodamente en un lugar.

Quizá la verdadera razón por la que Akutagawa se sigue leyendo y sigue siendo admirado como «escritor nacional» es ésa: la determinación que lo llevó a un callejón sin salida. Comenzó como uno de los elegidos: un intelectual japonés con una conciencia dividida entre Occidente y la cultura japonesa tradicional, en las regiones límite en las que logró erigir un vigoroso mundo ficcional. Al madurar, intentó combinar las dos culturas en su interior, y darles un mayor nivel. Intentó combinar estructuralmente el estilo japonés de la novela del yo con su elegante método propio. Esperaba, en otras palabras, ser el pionero de una forma más nueva y singular de literatura seria. Pero eso hubiera requerido un esfuerzo arduo, de largo aliento, que sus nervios hipersensibles y su constitución delicada no podían sostener. Perseguido por las visiones oscuras que emergían del dolor, al final colapsó y puso un alto a su vida. El terrible suicidio de Akutagawa significó un enorme shock para sus contemporáneos. Marcó la derrota de un miembro de la élite intelectual y un punto de viraje en la historia.

Muchos japoneses ven en la muerte de este escritor el triunfo, el esteticismo, la angustia y la inevitable caída de la élite del periodo Taishō. Su declaración de derrota individual se convirtió también en un hito en la historia que llevaría a la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. En el periodo previo y posterior a su muerte, la democracia que había florecido con tanta esperanza en el periodo Taishō simplemente se marchitó. Pronto, las botas de los militares resonarían en todos los lugares. El escritor Ryūnosuke Akutagawa permanece como una presencia luminosa en la historia de la literatura japonesa, como un símbolo de su época, de su breve gloria y de su silenciosa derrota.

¿Dejó Akutagawa una lección para los escritores japoneses contemporáneos, yo mismo incluido? Por supuesto que lo hizo: como un gran pionero y como un ejemplo negativo. Algo que tiene para enseñarnos es que podemos emprender el vuelo hacia un mundo de técnica y artificio narrativo, pero eventualmente colapsaremos frente a un muro. Es posible tomar prestados los moldes para nuestras primeras historias, pero tarde o temprano tendremos que transformar ese molde en algo nuestro. Desgraciadamente para Akutagawa, le tomó demasiado tiempo hacer ese cambio, y eso pudo incluso haberle costado la vida. Quizá, sin embargo, para una vida tan corta, no tenía otra opción.

La otra lección que nos deja es sobre la manera de sobreponer las culturas occidental y japonesa. Con mucho dolor y sufrimiento, el Akutagawa «moderno» buscó hacerse de una identidad como escritor y como individuo en el choque de ambas culturas, y justo cuando había comenzado a descubrir una manera de fusionarlas, acabó con su vida. Para nosotros, ahora, ése no es un problema ajeno. Mucho después de la época de Akutagawa, aún estamos viviendo —con algunas diferencias— en el choque entre lo japonés y lo occidental, sólo que ahora le llamamos lo «global» y lo «doméstico».

Sin importar si se trata de la época de Akutagawa o de la nuestra, podemos estar seguros de que un eclecticismo tibio con «espíritu japonés y tecnología occidental» no es sólo bastante inútil a largo plazo, es abiertamente peligroso. Unir las dos culturas a través de una técnica inteligente nunca es más que una solución temporal al problema. Eventualmente, el vínculo se vendrá abajo. Akutagawa estaba plenamente consciente del problema, y como un intelectual avanzado de su época, luchó para descubrir el punto de unión justo para él. En ese tema adoptó la posición correcta, y cuando eso se alcanza a notar en sus historias, resuena en nosotros hasta hoy.

Por supuesto, hacia donde hoy debemos apuntar no es a un acomodo superficial con una cultura extranjera, sino a una relación más positiva, esencial e interactiva. Nacimos en Japón, un país con su propio medio cultural, y heredamos su lenguaje y su historia; aquí vivimos. Evidentemente, no necesitamos ni podemos convertirnos completamente en occidentales o globalizamos. Por otro lado, no debemos permitir que sucumbamos en el nacionalismo estrecho. Ésta es la gran lección, la regla inflexible, que la historia nos ha enseñado.

Hoy, cuando el mundo se vuelve todavía más pequeño por el desarrollo espectacular del Internet y el flujo cada vez mayor del intercambio económico, nos encontramos en una situación donde, nos guste o no, nuestra sobrevivencia misma depende de nuestra habilidad para intercambiar metodologías culturales sobre una base de equivalencia mutua. Virar hacia el exclusivismo nacional, el regionalismo o un fundamentalismo donde las naciones se vean aisladas política, económica, cultural o religiosamente, podría traer peligros inimaginables a escala global. Aunque sea en ese sentido, nosotros los novelistas, y otros individuos creativos, debemos transmitir nuestros mensajes culturales hacia fuera y ser receptores flexibles de lo que nos llega de otros lugares. Incluso cuando preservamos nuestra propia identidad, debemos intercambiar aquello que debe ser intercambiado y entender lo que puede ser mutuamente comprendido. Nuestra tarea es perfectamente clara.

Cuando lo pienso, me parece que mi punto de partida como novelista es bastante cercano a la posición adoptada por Akutagawa. Como él, al comienzo me incliné hacia el modernismo y, un poco intencionalmente escribí desde una posición de confrontación directa con el estilo de la novela del yo. Yo también busqué crear mi propio universo ficcional con un estilo que rechazaba provisionalmente el realismo. (En contraste con la época de Akutagawa, sin embargo, ahora tenemos el útil concepto de posmodernismo). Yo también aprendí casi toda mi técnica de la literatura extranjera. A diferencia de él, sin embargo, yo soy básicamente un novelista y no un escritor de cuentos cortos, y después de cierto punto comencé a construir activamente mi propio sistema narrativo. Además, vivo una vida completamente distinta a la de él. Emocionalmente, sin embargo, algunas de las mejores obras de Akutagawa me continúan atrayendo.

Yo no le di forma a mi mundo ficcional a partir del de Akutagawa. Esto no quiere decir que un acercamiento sea el correcto y el otro no. Comparaciones simplistas de ese tipo son tan imposibles como insignificantes. Vivimos en diferentes eras, nuestras personalidades son distintas, crecimos en circunstancias diferentes y nuestros objetivos son —hasta donde puedo ver— diversos. Todo lo que quiero decir es que yo y, probablemente la mayoría de lectores de Akutagawa, aprendimos bastante de su trabajo y de las poderosas huellas de su vida, y que continuamos abrevando de ellas mientras seguimos con nuestras vidas. En otras palabras, Ryūnosuke Akutagawa vive y funciona todavía como uno de nuestros «escritores nacionales». Vive como un punto fijo e inamovible en la literatura japonesa, como parte de nuestros fundamentos intelectuales compartidos.

 

Traducción del inglés:
Dante A. Saucedo

 

© Haruki Murakami, «Introduction. Akutagawa Ryūnosuke: Downfall of the Chosen», en Ryūnosuke Akutagawa, Rashōmon and 17 Other Stories, trad. Jay Rubin, Nueva York, Penguin Books, 2006, pp. XIX-XXXVII.

 

Bibliografía

 

Ryūnosuke Akutagawa, Exotic Japanese Stories, Nueva York, Liveright, 1964.

____, Rashomon and Other Stories (1952), Nueva York, Liveright, 1999.

____, The Essential Akutagawa, Nueva York, Marsilio, 1999.

____, The Spider’s Thread and Other Stories, Tokio, Kodansha International, 1987.

____, The Three Treasures, Tokio, Hokuseido, 1951.

Yasunari Kawabata, «The Dancing Girl of Izu», en id., The Dancing Girl of Izu and Other Stories, Washington, D.C., Counterpoint, 1998.

Kan Kikuchi, «Inshōteki na kuchibiru to hidarite no hon», en Shinchō, octubre de 1917.

Mori Ōgai, «Sanshō the Steward», en id., The Historical Fiction of Moriōgai, Honolulu, University of Hawaii Press, 1991.

____, «The Dancing Girl», en id., Youth and Other Stories, Honolulu, University of Hawaii Press, 1994.

Natsume Sōseki, Botchan, Tokio, Kodansha International, 2005.

Naoya Shiga, «The Shopboy’s God», en id., The Paper Door and Other Stories, San Francisco, North Point Press, 1987.

Jun’ichirō Tanizaki, The Makioka Sisters, Nueva York, Knopf, 1957.

 

1 En la lista aparecerían, junto con Akutagawa, figuras como Natsume Sōseki (1867-1916), Mori Ōgai (1862-1922), Tōson Shimazaki (1872-1943), Naoya Shiga (1883-1971), Jun’ichirō Tanizaki (1886-1965) y el ganador del Nobel de Literatura en 1968, Yasunari Kawabata (1899-1972). Tendrían menos probabilidades de aparecer Osamu Dazai (1909-1948) y Yukio Mishima (1925-1970). Sōseki aparecería incuestionablemente en el primer lugar. Éstos son sólo nueve autores, pero no puedo pensar en un buen candidato para el décimo lugar.

2 El tanka es la forma dominante de verso en buena parte de la historia literaria japonesa. Está conformada por cinco líneas con una estructura silábica 5-7-5-7-7.

3 Mori Ōgai no está mal, tampoco, pero para el lector moderno el estilo de su lenguaje es demasiado estático y clásico. La obra de Kawabata, también, para ser completamente honesto, ha sido un problema para mí. Reconozco, por supuesto, su valor literario y sus considerables habilidades como novelista, pero nunca he logrado identificarme con su mundo ficcional. Sobre Shimazaki y Shiga sólo puedo decir que no tengo ningún interés particular en ellos. No he leído prácticamente nada más de lo que encontré en los libros de texto, y lo que leí apenas dejó una huella en mi memoria.

4 Kikuchi Kan, «Inshōteki na kuchibiru to hidarite no hon», p. 30.

5 Cf. Edward Seidensticker, Low City, High City.