Número 87

El sexo descentrado

Reflexiones en torno a Freud, Foucault y la subjetividad en la historia intelectual

Tracie Matysik

Una rica aunque controvertida relación ha existido entre la historia de la sexualidad y la historia intelectual de Europa. Fue principalmente en el siglo XX cuando la sexualidad quedó con frecuencia enmarcada en una íntima conexión con el problema del saber, si bien de diferentes maneras. Ya en 1913, Sigmund Freud determinó el proyecto entero de la producción de saber —y, con él, del arte, la literatura, la moral y la cultura en su conjunto— como una sublimación de las pulsiones sexuales.1 En este marco, el deseo sexual resulta primordial: sería el origen de la subjetividad y la cultura, incluso de forma indirecta y desplazada. En cambio, y con un estilo más específicamente histórico, Michel Foucault sostuvo en el primer volumen de su Historia de la sexualidad que el concepto de «sexualidad» fue una invención explícitamente moderna, la cual tuvo lugar en el interior de diversas prácticas jurídicas y clínicas que, en su combinación, produjeron a un sujeto determinado cuya «verdad» sería su sexualidad. El saber que el sujeto posee de sí mismo coincide con el saber que posee de su sexualidad.

A la luz de las sólidas afirmaciones freudianas y foucaultianas a propósito de la estrecha relación entre la sexualidad y el saber —incluso cuando entran en discordia—, podría creerse que es posible mirar la historia intelectual del siglo XX en Europa como una historia estrechamente ligada a cuestiones sexuales. Y ciertamente, al menos desde finales del siglo XIX, la sexualidad se ha vuelto un objeto de consideraciones serias y sustentadas por parte de los intelectuales: para los sexólogos, la sexualidad es el tema principal de sus estudios, mientras que para los psicoanalistas, desde Freud a Jacques Lacan y la mayoría de sus discípulos, el deseo sexual sigue siendo considerado como una instancia determinante para las formaciones subjetivas y sociales. Pero los sexólogos y los psicoanalistas no han estado solos. Científicos sociales y filósofos tan diversos como Georges Bataille, Simone de Beauvoir, Claude Lévi-Strauss, Herbert Marcuse, Wilhelm Reich, Niklas Luhmann, Judith Butler y Slavoj Žižek, por nombrar sólo algunos, también han pensado la sexualidad como una categoría analítica que resulta crucial cuando se trata de ideología, política y formaciones culturales. En efecto, el siglo XX europeo parece haber sido —visto en retrospectiva— una época en la que la relación de la sexualidad con diversas formas de saber fue investigada desde todos los ángulos posibles, principalmente en los campos de investigación —entre los cuales se incluyen los de la ley, la ética, la teoría política y la medicina— en torno a la estructura de la subjetividad y aquella de las relaciones sociales.

Sin embargo, en la medida en que los pensadores del siglo XX se dirigieron sin inconvenientes al tema de la sexualidad, su trabajo ayudó a iluminar la centralidad que tienen las cuestiones sexuales en la producción intelectual de los siglos anteriores, y a las cuales los autores de esas épocas no pudieron problematizar tan explícitamente. Siguiendo a los historiadores, por ejemplo, hemos aprendido que las cuestiones referidas a la sexualidad desempeñaron un papel más central en los regímenes medievales, de la primera modernidad y de la jurisdicción moderna que aquel que pudieron reconocer los autores de estos regímenes.2 De los círculos más teóricos, hemos obtenido algunas premisas sobre la relación estrecha que existe entre desarrollos filosóficos a primera vista no sexuales y sus contrapartes explícitamente sexuales. De Horkheimer y Adorno a Lacan, por ejemplo, hemos conocido argumentos que determinan que la filosofía de Immanuel Kant tuvo mucho más que ver con las fantasías y los experimentos sexuales del marqués de Sade de lo que Kant jamás pudo haberse dado cuenta.3 Ya con mucha anticipación, Nietzsche nos señaló que la historia de la filosofía y su persecución de la verdad habían sido durante siglos la historia de la negación de la voluntad y, con ello, de los deseos sexuales.4 Y nuevamente, con un estilo más escolar, filósofos que van desde Platón y Aristóteles hasta Descartes, Wittgenstein, Arendt, entre muchos otros, han sido el objeto de las colecciones de «Interpretaciones feministas» en la editorial de la Universidad del Estado de Pennsylvania, en las cuales la sexualidad aparece siempre como un tema destacado. Además, existen afirmaciones genéricas de filósofas como Luce Irigaray y Michèle Le Dœuff sobre la centralidad que tienen el género y la sexualidad en el interior de la historia de la filosofía occidental en su conjunto.5

Sin embargo, a pesar de toda esta actividad, los subcampos de la historia intelectual europea y de la historia de la sexualidad han permanecido relativamente separados, como lo puede sugerir cualquier breve ojeada a las principales revistas en el campo. En los últimos diez años, el Journal of the History of Ideas ha publicado dos artículos referentes a la sexualidad, mientras que, en sus ocho años de existencia, Modern Intellectual History ha publicado tres, si bien ambas revistas suelen incluir un puñado de artículos y reseñas de temas estrechamente relacionados, como pueden serlo el género y la ipseidad. Inversamente, un breve repaso del Journal of the History of Sexuality revela un sinnúmero de artículos sobre temas que abordan explícitamente la producción, la formación y la distribución del saber; temas que puedan ser considerados fácilmente bajo la rúbrica de la historia intelectual. El objetivo que tiene formular estas observaciones superficiales bastante evidentes no consiste en señalar que se está cometiendo algún tipo de injusticia, que, de alguna manera, los dos subcampos deberían integrarse mejor. Por el contrario, el objetivo es simplemente destacar el hecho de que las prácticas actuales de los historiadores intelectuales y de la sexualidad no parecen entrar en conformidad con las tesis de Freud o de Foucault acerca de la centralidad que tiene la sexualidad para las formas modernas de conocimiento. La sexualidad ha sido un tema en el tratamiento intelectual-histórico del conocimiento, pero de ningún modo un tema privilegiado. No obstante, es más probable que los historiadores de la sexualidad que escriben a propósito de la producción del saber sexual, se dirijan a los historiadores de otros aspectos de la sexualidad (por ejemplo, aspectos como la experiencia subjetiva, la mercadotecnia y el consumo, el interés estatal en las prácticas sexuales de los individuos) que a los historiadores intelectuales en sentido amplio. Así pues, desde cierta perspectiva —la del subcampo de la historia de la sexualidad— vemos que el siglo XX fusionó la historia de la sexualidad con el campo de la historia intelectual de una manera comprensible e innegable, de tal modo que la indagación intelectual siempre es promulgada por sujetos sexuados y deseantes. Pero desde otra perspectiva —la del subcampo de la historia intelectual— vemos que, tanto en lo temático como en lo institucional, estos subcampos nunca han convergido completamente de la manera en que Freud o Foucault lo habrían esperado.

La cuestión radica en qué nos dice este desencuentro acerca de uno u otro de los subcampos. En las siguientes páginas, trataré de historizar este problema, señalando cómo la fusión de la sexualidad con la producción de saber es una historia marcada abundantemente por diversas tensiones del siglo XX, que se enmarcan intelectualmente en los polos de Freud y Foucault. Me gustaría concluir entonces con un examen de algunos de los puntos de partida que en los años recientes se han inaugurado, por ejemplo el que practicantes y teóricos de ambas tradiciones han emprendido la tarea de descentrar la sexualidad como sitio privilegiado de la producción epistémica y como categoría analítica distintiva.

La revolución foucaultiana

En los últimos decenios, la mayor parte de la historia intelectual de la sexualidad se ha concentrado en dos campos: un campo conformado por las teorías foucaultianas de la disciplinarización, la regulación y la constitución de los sujetos y otro campo que examina la propia subjetividad sexualizada como algo que precede y/o excede a las formaciones discursivas. De esta manera, resulta conveniente examinar primero estos dos desarrollos de manera individual y después en su evolución interactiva.

Ciertamente, la historia de la sexualidad comenzó a ser escrita bastante tiempo antes de lo que consiguió el estudio homónimo de Michel Foucault, publicado en tres volúmenes. Algunos ejemplos anteriores de este tipo de historia pueden ser los textos de Marianne Weber, Wife and Mother in the Development of Law, o de Magnus Hirschfeld, Sexual History of Humanity.6 En el ámbito de las historias académicas que han sido escritas en años más recientes, una subdisciplina empezó a figurar en las décadas de 1960 y 1970. Tras haber aparecido en las preocupaciones de los historiadores sociales, estos estudios tempranos estuvieron principalmente dirigidos a la naturaleza de la familia y la demografía.7 Los estudios más estrechamente relacionados con los métodos y los intereses de la historia intelectual fueron, por un lado, aquellos sobre la liberación sexual8 y, por el otro, las psicobiografías y las historias.9

Aunque coincide particularmente con la subdisciplina de la historia intelectual, el primer volumen de la Historia de la sexualidad transformó positivamente este campo. De una manera mordaz y conocida, Foucault se opuso a aquello que él llamó la «hipótesis represiva», la premisa de que la era victoriana estuvo dominada por la represión de la sexualidad y la era posvictoriana, en cambio, habría experimentado de algún modo su liberación progresiva. En lugar de eso, sugirió que la Europa de la era moderna promovió el discurso y la proliferación de la palabra sobre la sexualidad y, con esta palabra, de mecanismos abocados a la producción de tipos particulares de sujetos sexuados y técnicas particulares para que éstos manifestaran sus deseos. Si, por un lado, no pasó por alto al Estado, esbozó, por el otro, el nacimiento de la sexología, el psicoanálisis, la medicina moderna y, en especial, la ley moderna como coproductores del sujeto sexuado moderno. Para Foucault y sus estudios (en este momento), el psicoanálisis fue una institución agresiva particular, la cual obtuvo efectivamente un discurso de sus sujetos y los transformó en «animales confesantes» que buscan su propia verdad en sus fantasías y expresiones sexuales supuestamente reprimidas.10

El resultado de la tarea de Foucault fue la apertura de nuevas y vastas maneras de explorar el lugar de la sexualidad en las formaciones intelectuales y sociales, de tal modo que los historiadores comenzaron a dirigirse a la producción de saber sexual con nuevas energías y lentes críticos. Las áreas de la sexología y la eugenesia emergieron como ámbitos específicos de investigación renovada. Lo que realmente vinculó el estudio de la sexología con el estudio de la eugenesia fue la amplia medicalización de la sociedad y su tratamiento bajo la rúbrica de la biología.11 En este ámbito, Making Sex de Thomas Laqueur constituyó una contribución importante para localizar aquella transformación moderna en el pensamiento europeo que permitió que la diferencia sexual comenzara a ser entendida en términos biológicos.12 Además de esto, emergió un gran número de estudios sintéticos más específicos, concentrados en los efectos normativos y regulativos de la sexología y la eugenesia, cuya tendencia compartida fue producir y al mismo tiempo patologizar tipos particulares de inclinaciones sexuales.13 Si bien la intervención de Foucault restó importancia al papel del Estado soberano como centro del poder, muchos de los estudios acerca de la eugenesia del siglo XX que se inspiraron en Foucault volvieron directamente a tener en consideración al Estado moderno, detallando el profundo interés que mostraron los Estados modernos —de todo el espectro político— en la gestión de las capacidades reproductivas de los sujetos.14

Gran parte de la controversia entre los investigadores de la historia de la sexología y de la eugenesia atañe a la homogeneidad o la heterogeneidad de este campo epistémico. En particular, dentro del dominio alemán una tesis de Detlev Peukert estableció, por un lado, un paradigma de investigación que relaciona las campañas de reforma social y sexual alineadas a primera vista con los proyectos políticos liberales del Imperio alemán y, por el otro, las últimas prácticas puestas en marcha por el Estado nacionalsocialista. Mientras que Peukert encontró que las herramientas de la eugenesia homicida del nazismo tenían raíces en las campañas liberales de reforma,15 otros han sostenido que no puede formularse ninguna transición simple en la línea de 1933, en gran medida por la naturaleza multifacética de las campañas de reforma.16 Sin embargo, la discusión sobre la homogeneidad de la sexología y el discurso eugenésico no corresponde de ninguna manera únicamente al caso alemán, ni siquiera al europeo. Por ejemplo, Howard Chiang ha insistido recientemente, en una serie de artículos, no sólo en la vasta diversidad de elementos de la sexología europea, que son a menudo no-normativos, sino también en la importancia que tiene reconocer esa diversidad cuando se trata de comprender las complicaciones que tuvo la importación de la sexología en China.17 De manera similar, pero tal vez más cerca del énfasis que puso Foucault a la cualidad productiva y normativa de los debates científicos y a la disidencia, ha aparecido recientemente un gran número de publicaciones que exploran la globalización de la sexología en el siglo XX.18

A finales de la década de 1980 y en la de 1990, algunos estudios bastante sofisticados y herederos del espíritu de las tareas de Foucault —si bien poco cercanos a su narrativa explícita—comenzaron de igual modo a rastrear la centralidad de la sexualidad en una gama de áreas de producción epistémica no vinculadas directamente con la sexología misma. Por ejemplo, el estudio de Carolyn Dean sobre Bataille y Lacan concluyó que la aparición del sujeto descentrado —un concepto esencial para gran parte del pensamiento posestructuralista— se suscitó en el seno de una crisis de la masculinidad en el periodo de entreguerras.19 En otro registro, el estudio de Isabel Hull a propósito del papel de la sexualidad en la Alemania de los siglos XVII y XVIII demostró la amplia cantidad de elementos del pensamiento ilustrado alemán —desde la teoría legal hasta las teorías diplomáticas, pasando por la filosofía idealista— que estuvo impregnada de cuestiones sobre sexualidad, declaradas de maneras a veces más explícitas y a veces menos. Asimismo, los estudios emprendidos por Ann Stoller y otros sobre el lugar que tienen los saberes sobre los sexos en el proyecto colonial —es decir, en el saber necesario para el colonialismo europeo y la formación del racismo científico— han sido revolucionarios.20

Los desafíos del psicoanálisis y la descentración de la sexualidad

Si la obra de Foucault revolucionó tanto la historia de la sexualidad como una subdisciplina, el estatuto que posee el psicoanálisis en su narrativa ha seguido siendo, sin embargo, un objeto de discordia. De manera tanto teórica como historiográfica, la apuesta ha sido alta, y la relación problemática y a la vez productora de cuestiones importantes. Un análisis que resulta especialmente provocativo del enfrentamiento entre Foucault y el psicoanálisis provino de la teórica lacaniana de Joan Copjec en su introducción a Supposing the Subject, una colección editada por ella. De acuerdo con Copjec, el pensamiento de Foucault asume que el discurso puede explicar completamente al sujeto: da origen al sujeto y moldea las elecciones que él encara. Por el contrario, afirma ella, en el psicoanálisis el sujeto excede al discurso, en el sentido de que se borra a sí mismo del discurso con cada uno de sus gestos y declaraciones. Copjec se refiere aquí a la categoría lacaniana de forclusión para explicar el trabajo del sujeto psicoanalítico en cuanto sujeto que no puede ser representado completamente en el pasado y en el presente.21 La forclusión, explica, corresponde a aquello que es completamente eliminado del discurso, algo que nunca puede retornar —en el sentido de lo reprimido— salvo «en su propio borramiento».22 Entendido en este sentido de forclusión, el sujeto no desaparece simplemente o escapa de alguna manera del discurso. Por el contrario, en su borramiento —en su permanente distanciamiento de sus propias declaraciones y actos— se hace sentir como sujeto. En su propia negación discursiva, el sujeto como forclusión no debe ser entendido como pre-discursivo; tampoco puede jamás ser localizado o vuelto completamente presente: ni al yo ni al historiador. «Al declararlo de manera algo diferente —afirma Copjec— en el psicoanálisis el sujeto no es hipostasiado, sino hipotetizado, es decir, es algo siempre supuesto: nunca lo encontramos frente a frente».23

Para Copjec no existe ninguna forma de reconciliar los enfoques foucaultianos y psicoanalíticos, pues operan con puntos de partida completamente diferentes con respecto a la estructuración del sujeto: el psicoanálisis afirma un sujeto distintivo con una formación distintiva de deseo, mientras que el pensamiento foucaultiano asume un sujeto que está completamente constituido por el discurso. Sin embargo, no todos aceptarían su representación del problema, y ciertamente se han invertido más esfuerzos teóricos para encontrar sitios de coincidencia entre el psicoanálisis y las aproximaciones foucaultianas a la subjetividad que para insistir en su incompatibilidad. The Pinocchio Effect de Suzanne Stewart-Steinberg puede ser tomado como un ejemplo de negociación bien fundada entre los dos polos. Tras haber trazado la evolución de los sujetos sexuados —y sobre todo del sujeto masculino— en la posunificación de Italia, Stewart-Steinberg identificó una paradoja a la que ella llama el «efecto Pinocchio», en el cual el sujeto masculino encarna una ansiedad sobre su propia existencia, «autoconsciente de su estatuto propiamente ficcional».24 Sin embargo, Stewart-Steinberg encuentra en el lenguaje de la ideología —entendida como los mecanismos sociales que producen sujetos como agentes libres que eligen responder al llamado de esos mecanismos y como sujetos dominados por su ley o su llamado— el mejor medio para pensar al sujeto ficcional autoconsciente. En este sentido, explica ella, la ideología depende del placer que el sujeto experimenta en su relación con las normas sociales, un placer que controla o conduce al sujeto, pero que «no se reduce a los efectos de la ideología» o no es simplemente la alegría del sujeto en el cumplimiento de las normas sociales. Refiriéndose al teórico político lacaniano Slavoj Žižek, añade que «la forma moderna de la ideología se funda en una negación: sabemos que el sujeto no es un ser preconstituido, pero sin embargo debemos pretender que lo es».25 Mientras que Stewart-Steinberg continúa entendiendo en última instancia al sujeto como un producto discursivo y, por lo tanto, le permite recrear históricamente el proceso de la formación moderna del sujeto masculino, su aproximación a la ideología le posibilita tematizar las maneras en que los sujetos son producidos en un sentido específicamente histórico que puede hacerlos inaccesibles a la presentación discursiva. De esta manera, Stewart-Steinberg no hace afirmaciones transhistóricas sobre la conformación de la subjetividad, sino más bien paralelas a las maneras específicamente históricas en que funcionaron los sujetos «posliberales» de la Italia moderna. Sin embargo, cercana en esto a la influencia psicoanalítica, ella es receptiva de aquellos métodos históricos que los investigadores pudieron emplear si querían entender a sus sujetos sin ninguna apertura a la demostración discursiva, con la persecución de sus rastros antes que de sus manifestaciones en el discurso.26

Si el argumento de Stewart-Steinberg demuestra de una manera históricamente fundada que las teorías del sujeto-profundo y la construcción discursiva no están necesariamente en desacuerdo, otras intervenciones teóricas han buscado demostrar aún más directamente la compatibilidad de los elementos del pensamiento de Foucault con aquellos del psicoanálisis. Un esfuerzo particularmente cuidadoso y sustentado es The Emergence of Sexuality: Historical Epistemology and the Formation of Concepts de Arnold Davidson. En este libro, Davidson —uno de los pocos filósofos analíticos que mantienen una deuda profunda con las innovaciones metodológicas de Foucault— emprenda una defensa del psicoanálisis a partir de algunas herramientas de Foucault. En primer lugar, utiliza el método «arqueológico» de investigación de Foucault para indicar lo que él considera que es el logro realmente revolucionario del psicoanálisis en los campos de la sexología y la psiquiatría: concretamente, que desnaturalizó la relación entre pulsión sexual y objeto sexual. Davidson sostiene que, incluso si Freud reprodujo a veces muchas de las prácticas y asunciones de la sexología y la psiquiatría sobre las así llamadas perversiones, esta desnaturalización de la pulsión sexual y del objeto —esta afirmación de que no existe un objeto «normal» para la pulsión— marcó un rompimiento definitivo con el «régimen de verdad» que gobernaba la ciencia del siglo XIX.27 Sin embargo, tras reconocer que su lectura de Freud rebate lo escrito en la Historia de la sexualidad de Foucault, Davidson sostiene que coincide no sólo con su espíritu sino también con una relación más amplia y compleja entre Foucault y el psicoanálisis. De esta manera, concluye su estudio con un esfuerzo de conjugar el pensamiento de Foucault con algunos elementos del psicoanálisis. Señala que, durante toda su carrera y siguiendo a Lacan, Foucault estuvo interesado principalmente en el proyecto epistemológico que contrarrestó el existencialismo, la fenomenología y todas aquellas teorías que involucraban un sujeto libre. En su lectura, Foucault estuvo interesado, al igual que Lacan, en las estructuras del lenguaje que no pueden ser controladas por el sujeto intencional y consciente. Davidson escribe que «por raro que lo parezca, la existencia del inconsciente fue un componente decisivo para el antipsicologismo de Foucault», y lee así las historias arqueológicas de Foucault como complementos para la centralidad psicoanalítica de las estructuras del inconsciente.28 Davidson afirma entonces que la objeción real de Foucault al psicoanálisis atañía no a que se centrara en el inconsciente, sino más bien a que centrara al inconsciente en el problema del deseo como si éste revelara la verdad del sujeto. Concluye citando la preferencia que tenía Foucault por el Freud de La interpretación de los sueños antes que por aquel de Tres ensayos sobre teoría sexual. «No es la teoría del desarrollo, no es el secreto sexual detrás de las neurosis —Foucault había explicado, en su esfuerzo por esclarecer su admiración por algunos elementos del psicoanálisis—, es una lógica del inconsciente».29 Davidson ve en el interés tardío que tuvo Foucault en la ars erotica en cuanto discurso sobre la serie «cuerpo-placer-intensificación», en contraste con la scientia sexualis —en sí un discurso sobre la serie «sujeto-deseo-verdad»—, como un rechazo a la sexualidad no sólo en cuanto aquello que proporcionaría la verdad del sujeto, sino también en cuanto objeto privilegiado de estudio tanto para Foucault como para el psicoanálisis. «Del mismo modo en que Foucault quiso divorciar la teoría psicoanalítica del inconsciente de la teoría de la sexualidad —concluye Davidson—, quiso separar la experiencia del placer de una teoría psicológica del deseo sexual, de la subjetividad sexual».30

Curiosamente, es con el rechazo de la sexualidad, en beneficio del placer y la intensidad, como Davidson encuentra la coalescencia entre Foucault y Freud, al igual que una alternativa prometedora de pensar la subjetividad. De acuerdo con Davidson, si Foucault estuvo en desacuerdo con la centralización psicoanalítica sobre el deseo en cuanto verdad del sujeto, se dirigió al placer al no tratarse de algo que pudiera ser verdadero o no verdadero, correcto o equivocado.

 

Aunque no tenemos dificultades para entender y hablar de la distinción entre deseos verdaderos o falsos, la idea de placeres verdaderos y falsos —y Foucault entendía este punto incluso si nunca lo planteó exactamente de esta manera— es conceptualmente equivocada. El placer, por así decirlo, se agota en su superficie; puede ser intensificado, incrementado o sus cualidades modificadas, pero no tiene el alcance psicológico que tiene el deseo. Si se puede decir, se relaciona a sí mismo y no a algo más que expresa verdadera o falsamente.31

 

Si bien no identifica esta influencia, los análisis de Davidson evocan de modo sorprendente a algunos elementos que existen en El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari, un libro que ha desempeñado un papel poco significativo en la historiografía de la sexualidad, aun siendo que va de la mano de los desarrollos del propio Foucault y el cual recibió el respaldo entusiasta de éste en el prefacio a la edición de la traducción inglesa.32 En el curso de sus argumentos, Deleuze y Guattari se posicionaron bastante cerca de Foucault no tanto en el rechazo del psicoanálisis, sino más bien en un asalto completo contra la política familiar normativa fortalecida por el psicoanálisis en cuanto práctica institucionalizada.33 Como el título mismo lo sugiere, el mito de Edipo es tomado por ellos como el objeto principal de su crítica, argumentando que el psicoanálisis institucionalizado internalizó a tal punto la lógica de este mito para configurar su comprensión del inconsciente como algo que deriva de la noción edípica del complejo de castración; con ello mismo, las pulsiones y los deseos adquirieron una connotación derivativa. En resumen, el psicoanálisis institucionalizado domesticó el inconsciente, las pulsiones y los deseos para incorporar el mito de Edipo, mientras que la terapia verbal apuntaría principalmente a incitar que el analizado incorpore el modelo normativo de la familia nuclear. Si el psicoanálisis freudiano afirmaba descubrir e interpretar un mecanismo a través del cual tuvo origen el yo sexual, fue también fijando los parámetros de esa operación. En el vocabulario de Deleuze y Guattari, el psicoanálisis «territorializa» los deseos siempre de antemano, dándoles orientación (edípica) y metas normativas. Si bien parecía que el psicoanálisis lacaniano se abría a formaciones alternativas del deseo y del inconsciente a través de su recurso a lo simbólico y las cadenas de significación —cadenas que existen en una formación múltiple y heterogénea—, lamentablemente, de acuerdo con los autores de El Anti-Edipo, Lacan entendió estas cadenas como si estuvieran bastante separadas de la fisicalidad, repitiendo el «idealismo» del recurso freudiano a un inconsciente que se expresa en la fantasía, en representaciones territorializadas. De este modo, también él permitió a sus seguidores convertir la heterogeneidad inmanente de los deseos en una estructura normativa edipizada.34

No obstante, Deleuze y Guattari no rechazaron todo aquello que el psicoanálisis tenía que ofrecer. Por el contrario, en su llamado al «esquizoanálisis» ellos buscaron devolverles al inconsciente y las pulsiones su potencial antinormativo, heterogéneo y productivo. «El gran descubrimiento del psicoanálisis —explican— fue el de la producción deseante, de las producciones del inconsciente». En este proyecto, ellos partieron de «máquinas deseantes», procesos no orientados y no coordinados que no están motivados por «carencia» o «necesidad», sino que más bien son «producciones deseantes», actividades que producen constantemente nuevas realidades. «Si el deseo produce, produce realidad», escriben, y añaden: «Si el deseo es productivo, sólo puede serlo en realidad, y de realidad. El deseo es el conjunto de síntesis pasivas que maquinan los objetos parciales, los flujos y los cuerpos, y que funcionan como unidades de producción». La relación del deseo con objetos parciales es fácilmente territorializada, dirigida a fines normativos. La tarea del esquizoanálisis consiste así en desterritorializar las máquinas deseantes, abrirlas a su potencial esquizofrénico y heterogéneo y, con ello, eliminar al sujeto-profundo que es el producto de la norma edípica. Insisten que el resultado de esto es una difusión de la sexualidad fuera de cualquier origen o telos. «La verdad es —explican— que la sexualidad está por todas partes». No es esa pulsión primaria, producida y orientada a través del proceso edípico y entonces «sublimada» en formas culturales aparentemente desexualizadas. Por el contrario, el esquizoanálisis implica una pansexualización del mundo, una multiplicidad del deseo y del sexo y, simultáneamente, una descentración de la sexualidad —de cualquier meta, orientación o deseo sexual particular— como verdad del sujeto.35 De forma similar a Foucault, quien reivindicará posteriormente una descentración de la sexualidad con respecto a la posición privilegiada que el psicoanálisis le había otorgado, pero que no rechazaba necesariamente todo lo que el psicoanálisis tenía que ofrecer, Deleuze y Guattari estaban desafiando una formación particular del psicoanálisis y las limitaciones que ponía a la sexualidad, el inconsciente, las pulsiones y los deseos, al mismo tiempo que reconocían un potencia no normativa en algunos elementos de la indagación psicoanalítica.

 

La descentración de la sexualidad

 

Vemos así en el trabajo tanto de Davidson como de Deleuze y Guattari un movimiento que se dirige más allá de la propia sexualidad en cuanto concepto definido o incluso en cuanto dimensión fundamental de la teoría psicoanalítica. A este respecto, resulta interesante advertir que en años recientes los historiadores practicantes que han trabajado con la teoría psicoanalítica también se han aventurado lejos de la sexualidad como si se tratara de su centro o base. Ciertamente, entre los historiadores profesionales de las décadas recientes, el psicoanálisis mismo ha sido una influencia regular y sofisticada no en la historia de la sexualidad, sino en las cuestiones del propio método historiográfico. Dominick LaCapra, por ejemplo, un portavoz destacado del trauma como categoría teórica para la investigación histórica, ha movilizado categorías psicoanalíticas como «reelaboración», «paso al acto», «Nachträglichkeit» (posterioridad), «transferencia» y, sobre todo, la «compulsión de repetición» para indicar no sólo cómo se pudo pensar el desarrollo en el pasado, sino también la subjetividad implicada del historiador en el presente.36 Recientemente, Joan Scott ha formulado algunos argumentos sobre la productiva «inconmensurabilidad entre historia y psicoanálisis». Basándose en gran medida en las obras de Michel de Certeau y Lyndal Roper,37 ella sostiene que el beneficio que tiene la teoría psicoanalítica para la escritura de la historia está en su habilidad para cuestionar la «certeza sobre los hechos, la narrativa y las causas». Si abre al historiador a los materiales de la fantasía y de la motivación inconsciente en el sujeto y el objeto de la indagación histórica, su fuerza atañe a su resistencia para dominar narrativas. El psicoanálisis pierde ciertamente su potencial cuando se transforma en otro enfoque general o matriz explicativa dentro de la caja de herramientas del historiador, tendencia a la que —sostiene ella— la psicohistoria basada en la psicología del yo estuvo inclinada.38

Estos cambios de dirección por parte de algunos historiadores hacia cuestiones tales como el trauma, la transferencia y los modos más generalizados de indagación crítica inspirados en el psicoanálisis, no divorcian necesariamente la teoría psicoanalítica de las cuestiones de la sexualidad. Ciertamente, The Gender of History de Bonnie Smith y su investigación del problema del trauma padecido en la forma de la violencia doméstica y su impacto de género en la disciplina histórica en su conjunto, ha fusionado nuevamente el trauma y la sexualidad. No obstante, en su mayor parte, la tendencia a atenuar la sexualidad misma como componente privilegiado del psicoanálisis tiene reincidencias en la propia historia del psicoanálisis. El principal conflicto institucional más reciente dentro de los círculos de la «psicología profunda» ha girado —al menos en parte— en torno a la distancia que Carl Jung tomó con respecto a la teoría freudiana de la libido.39 De manera mucho menos polémica, el enfoque spinozista con el que Lou-Andreas Salomé se dirigió al psicoanálisis descentró sutilmente lo sexual, mientras que la propia hija de Freud, Anna Freud, ayudó a inaugurar la «psicología del yo» con Erik Erikson y otras personas, rama del psicoanálisis que habría liberado el desarrollo del ego del monopolio de la identidad sexualizada.40 Asimismo, la subdisciplina de la psicohistoria, aunque por momentos interesada especialmente en los conflictos sexuales desenterrados que podrían explicar los comportamientos de diversas figuras históricas, evolucionó también en diversas direcciones que pudieron guardar explicaciones complejas y no completamente sexuales para el desarrollo de la personalidad y los comportamientos.41 Incluso la propia evolución intelectual de Freud y su recepción final de la teoría de la pulsión de muerte manifiesta una apertura gradual a interpretaciones no sexuales del inconsciente. Resistente al principio, reconoció finalmente la pulsión de muerte como un fenómeno que debe ser entendido como algo distinto a las pulsiones sexuales, incluso si llega a manifestarse junto con ellas.42

En referencia a la propia pulsión de muerte, no tiene importancia que los teóricos se hayan dividido sobre su lugar tanto en el psicoanálisis como en la relación de éste con el pensamiento foucaultiano. Deleuze y Guattari pensaron que la pulsión de muerte sería, después del complejo de Edipo, el desarrollo más dañino del pensamiento de Freud, un desarrollo que estableció a la pulsión de muerte como un principio trascendente que está dirigido a volver tolerable el ideal ascético impuesto por el complejo de Edipo.43 En cambio, Jacques Derrida encontró en la pulsión de muerte un desarrollo que podría hacer que el psicoanálisis sea más compatible con el proyecto de Foucault, incluso para el caso de la atención temprana que tuvo en éste la locura y su confinamiento. En «Être juste avec Freud», Derrida afirmó que la pulsión de muerte constituiría en realidad para Freud un reconocimiento de una locura profunda e irremediable en la teoría psicoanalítica, una concepción que a sus ojos desplazó el pensamiento de Freud fuera del campo de las técnicas disciplinarias y al interior de un dominio que excede permanentemente todos los controles discursivos.44 Lo que es cierto es que, ya sea a través de la pulsión de muerte o a través de las nociones de inconsciente o placer e intensidad, los esfuerzos teóricos para articular una reunión-de-mentes entre Foucault y Freud han desembocado sistemáticamente en una descentración general de la sexualidad en cuanto categoría privilegiada de la teoría psicoanalítica.

A este respecto, me gustaría discutir una intervención teórica final de algunos trabajos más recientes que podrían poseer algún valor para los historiadores que se interesan en la formación de campos epistémicos y evaluación moral, es decir, en los desarrollos de la teoría de los afectos. En relación con la historia de la sexualidad, resulta especialmente relevante Touching Feeling: Affect, Pedagogy, Performativity de Eve Kosofsky Sedgwick. En este libro Sedgwick expresa una frustración que le suscito durante años el tratamiento foucaultiano de la sexualidad. Lo que ella había entendido era siempre que Foucault afirmaba la posibilidad de que existe una alternativa a la dinámica represión/liberación expuesta por él.45 Su propia esperanza depositada en pensar a través de la obra de Foucault le había planteado la posibilidad de que ésta proporcionaba una vía «para pensar el deseo humano al margen de la prohibición y la represión» y sus muchas veces desplazados —pero siempre dualistas— «disfraces camaleónicos».46 Sin embargo, su frustración dependía de que sentía que tanto Foucault en su Historia de la sexualidad como los estudiosos que vinieron después en este campo, habían permanecido de alguna manera atados a la idea de la prohibición, de que, «incluso más allá de la hipótesis represiva, alguna versión de prohibición sigue siendo la cosa más importante que hay que entender».

La respuesta de Sedgwick no consiste en abandonar la tarea de Foucault y todo lo provocativo que le ofrece al teórico de la sexualidad, gesto que tan sólo podía repetir la dualidad que ella encuentra problemática; ni en abrazar o rechazar el psicoanálisis. Por el contrario, su respuesta consiste en apelar a la teoría de los afectos como un esfuerzo para moverse poéticamente al margen de ambos. La principal inquietud de Sedgwick estriba en que el tratamiento literario-teórico de la sexualidad ha sido muy estrecho: si bien permite una «agudeza diagramática», no tiene en cuenta la rica variedad de experiencia sensual incluida en la subjetividad. Como alternativa, ella propone la categoría de afecto, categoría que, según afirma, hace imposible el pensamiento dualista. En deuda sobre todo con la obra del psicólogo Silvan Tomkins, Sedgwick explica que

…la diferencia entre el sistema de pulsiones y el sistema de afectos no es que uno esté más arraigado en el cuerpo que el otro; Tomkins entiende ambos como si estuvieran completamente encarnados, y más o menos entretejidos con los procesos cognitivos. La diferencia más bien es entre más específico y más general, más o menos restringido: entre sistemas basados biológicamente que son más o menos capaces de generar complejidad o grados de libertad.47

De esta manera, encuentra en Tomkins una teoría de los afectos que integra aquello que ella llama el carácter «digital» e «intermitente» de la pulsión sexual —especialmente aquella teorizada por el psicoanálisis— en un contexto de cualidad «análoga» o «diferenciadamente múltiple». Con modificaciones a través de una red de afectos, las pulsiones sexuales desaparecen como elemento central u organizador en la formación de la subjetividad.

Existen claras coincidencias entre el proyecto de Sedgwick y los trabajos recientes en la historia de las emociones. Por ejemplo, William Reddy encuentra en el estudio de las emociones un medio para llegar más lejos que las distintas identidades de género, clase, raza y sexo que preocupan a los historiadores. Recientemente se ha dirigido a la historia del amor como un medio para desnaturalizar el propio deseo sexual en cuanto categoría universal.48 Sin embargo, si la obra de Reddy resuena en el pensamiento de Sedgwick, hay que tener cuidado de no identificar rápidamente la historia de la emoción con los desarrollos recientes en la teoría de los afectos. Ciertamente, un objetivo implícito en el proyecto de Sedgwick consiste en rodear la sexualidad con un marco de afectos a fin de descentrarla de su lugar privilegiado en la formación de la identidad y en cuanto objeto de conocimiento y moralidad normativa. En este ámbito su obra repite una tendencia común en las aproximaciones humanistas a la teoría de los afectos. Basándose en la investigación de las neurociencias y las ciencias cognitivas, teóricos como Charles Altiery y Brian Massumi distinguen entre «afecto» (Massumi) o «sentimiento» (Altieri) y «emoción».49 En el primero, ambos encuentran una forma no-normativa de ser-afectado y de expresar la experiencia humana —forma a la que Massummi llama «posideológica»— y, en el segundo, una dimensión de la experiencia humana que se alinea tanto con el juicio moral y cognitivo como con la formación de la identidad. Si bien se remiten a proyectos bastante diferentes, ambos comparten un objetivo común para valorizar esas dimensiones de experiencia afectiva humana que no son reducibles al «yo», o que no son objeto de juicios en términos de correcto o incorrecto, verdadero o falso. Mientras que algunos trabajos de la historia de las emociones podrían descentrar también la sexualidad e involucrarse también con dimensiones pre- o postsubjetivas de la experiencia afectiva, este campo en su conjunto se ha interesado naturalmente en la reconstrucción precisamente de los marcos de tipo comunal o normativo —«regímenes emocionales», «comunidades emocionales»— en y a través de los cuales los sujetos desarrollan identidades emocionales y aprenden a incorporar y rechazar las normas emocionales.50 En resumen, el campo puede coincidir con algunos cambios de la historia de la sexualidad y con críticas por venir de la teoría de los afectos, pero también tiene su propio conjunto de preguntas, de las cuales es sólo una pequeña parte el estatuto del sujeto-profundo en cuanto sitio privilegiado para el juicio normativo y cognitivo.

Si, de este modo, los historiadores no han incorporado completamente la teoría de los afectos como un recurso indagatorio, es posible especular cuáles pueden ser sus implicaciones. Aquí quisiera referirme a Slumming, obra de Seth Koven, como un ejemplo del potencial que la teoría de los afectos puede ofrecer a un proyecto posfoucaultiano y pospsicoanalítico de descentración de la sexualidad. A ciencia cierta, el libro de Koven no parece una elección inmediatamente clara, en la medida en que su objetivo explícito es revelar la política sexual no declarada que se encuentra escondida detrás de la atracción que tiene la clase media de Londres hacia los barrios bajos de esta ciudad. Y sin embargo, el libro presta una gran atención a diversas expresiones afectivas por parte de los individuos, atención que posibilita más de una lectura alternativa. Si no se trata exactamente de un estudio dentro de la teoría de los afectos avant la lettre, sí posibilita algunas observaciones de lo que tendría que hacer un trabajo de este tipo.

Koven se refiere una sola vez a su propia ambivalencia afectiva hacia los individuos por él abordados, pero esa única referencia abre un potencial interpretativo para el resto del libro.51 Si Koven tiene siempre por objeto vincular varias expresiones afectivas de estos individuos a una formación compleja de deseos sexuales en conflicto y de regulación, su propia ambivalencia —su propio esfuerzo para no disciplinar demasiado u orientar las declaraciones y las acciones de los individuos— crea también una dinámica en la cual esos afectos tienen permitida su propia expresión no determinada. De esta manera, Koven interpreta que algunas de las manifestaciones de sus actores históricos —como la «atracción de repulsión»— pertenecen a la atracción sexual y la repulsión, mientras que sigue permitiendo que esas manifestaciones se expresen de una manera más inmediata y no orientada. La atracción puede ser simple simpatía o lástima sin connotaciones eróticas, mientras que la repulsión puede manifestarse como simple disgusto o miedo.52

Como resultado de la voluntad que muestra Koven de dejar trabajar estas tendencias, a fin de atender las maneras en que «las categorías políticas y eróticas, sociales y sexuales, desbordan sus límites», Slumming resulta particularmente sugerente para pensar la relación entre afectos y sexualidad. A este respecto, existen dos momentos de tensión que cabe destacar. Por un lado, el libro presenta, en cuanto historia cultural del altruismo situada dentro de la historia de la sexualidad, una tendencia a asignar y al mismo tiempo orientar los afectos al campo de lo sexual mientras permite a dichos afectos que excedan tal orientación restrictiva. Al mismo tiempo, revela una dinámica similar por parte de los actores tratados en él. En este punto, dirigiéndose precisamente al período con el que Foucault identificó la invención moderna y disciplinaria de la sexualidad, el libro revela la tendencia que tienen escritores y activistas en los siglos XIX y principios del XX de expresar una variedad de afectos no orientados —por ejemplo el miedo, el placer, el disgusto y la compasión— y a canalizar rápidamente esos afectos en una dirección sexual que pudieron haber querido evitar o no. Sin embargo, en ambos momentos, en aquel de Koven como historiador y en aquel de sus actores históricos, vemos el tipo de trabajo que potencialmente puede permitir un giro hacia la teoría de los afectos. Esto quiere decir que vemos la expresión de los afectos como si se tratara de una expresión no representacional, sin contenciones, no ligada a ninguna explicación ideológica o discursiva; y vemos el trabajo ideológico que interpreta y orienta ese afecto, en este caso hacia lo sexual. La combinación permite aquí, como mínimo, una descentración parcial de la sexualidad en cuanto matriz explicativa dominante para un rango de afectos humanos y su expresión.

En cambio, Ruth Leys ha publicado una crítica convincente de la apropiación humanista de la teoría de los afectos —y de las neurociencias que la sustentan—, afirmando que sus propios fundamentos científicos son inciertos.53 Sin embargo, no es evidente que su crítica aguda socave necesariamente el potencial interpretativo de la teoría de los afectos para la historia intelectual o la historia de la sexualidad. Es cierto que, del mismo modo en que Scott lo dice del psicoanálisis, la fuerza de la teoría de los afectos reside en su resistencia a volverse una herramienta para la producción de narrativas globales. La teoría de los afectos presta atención a las expresiones y las respuestas subjetivas —tanto por parte de los sujetos de la historia como de los historiadores como sujetos— que no se encuentran inmediatamente disponibles para la captación moral o cognitiva, o para la explicación causal en la narrativa de la historia. Si su valor para el campo de la obra toma lugar en la intersección entre historia intelectual e historia de la sexualidad, no tiene a la mano ofrecer una mejor descripción de los actores históricos y sus deseos, sino exclusivamente un cambio de marco para la investigación y la lectura de las prácticas que puede permitir a los historiadores dirigirse a una gama más amplia de experiencias afectivas con respecto a los solos deseos sexuales que obtuvieron tal preminencia en el siglo XX. De esta manera, la teoría de los afectos resulta valiosa para descentrar la sexualidad en cuanto categoría explicativa de los comportamientos y los estímulos humanos sin volverse necesariamente un nuevo marco general para la interpretación histórica.

Conclusión

Así pues, ¿a dónde nos llevan estos desarrollos? Partimos de la observación de que la historia de la sexualidad había sido algo segregado dentro del campo de la historia intelectual, a pesar del hecho de que las cuestiones de la formación del conocimiento tienen una importancia central para ambos campos. Sin embargo, a través de la literatura hemos recordado que, al menos desde la perspectiva foucaultiana, el papel central que la sexualidad comenzó a jugar en los campos modernos del conocimiento sobre el yo fue siempre un objeto de crítica, no incorporado. Puede decirse incluso que la descentración de la sexualidad por parte de Sedgwick, Davidson e incluso Deleuze y Guattari es, mucho más que una superación, una realización positiva del potencial crítico en el proyecto foucaultiano. No obstante, cuando atestiguamos la descentración de la sexualidad dentro de la teoría psicoanalítica, observamos una menor distancia entre el pensamiento foucaultiano y el psicoanalítico del que pudimos haber pensado. Podría ser que el psicoanálisis «supone» inherentemente un tipo diferente de sujeto, distinto al sujeto discursivamente constituido que se encuentra en el pensamiento de Foucault, o incluso un sujeto-profundo por así decirlo, pero ese sujeto ya no está claramente definido por sus deseos sexuales o por una represión primaria como antes.

De hecho, en este punto —y a la luz de los desarrollos en la teoría foucaultiana, psicoanalítica y de los afectos— podríamos preguntarnos si el enfrentamiento aparente entre Foucault y Freud podría en cambio ser visto históricamente y en el marco sutil del siglo XX. Pueden suscitarse algunas dudas sobre si la sexualidad emergió en esta época como un sitio privilegiado de conocimiento y como un sitio altamente politizado. Sin los desarrollos de la sexología y la gestión de la reproducción no habrían sido concebibles ni el Estado biopolítico del siglo XX que existió a través de toda Europa ni el fenómeno paralelo de los movimientos de emancipación de feministas u homosexuales. Con esto no se pretende decir que los saberes sexuales y la política sexual no fueron relevantes mucho antes del siglo XX —tal y como lo pueden recordar los historiadores de la premodernidad y de los inicios de la modernidad—; tampoco que en el futuro no seguirán conformando un grupo de cuestiones urgentes (como nos lo recuerdan los debates actuales en los Estados Unidos sobre el aborto o la contracepción fundada en la previsión y el Viagra, por no mencionar aquellos sobre inmigración, lugar de nacimiento y ciudadanía). Pero sí se pretende decir que la importancia que desempeñó la sexualidad en cuanto objeto de discordia para estos dos desarrollos teóricos importantes, sólo pudo haber tenido lugar en un siglo XX obsesionado con el sexo. Considerada bajo esta luz, puede ser que la separación aparente entre la historia de la sexualidad y la historia intelectual en sentido amplio es, por un lado, sintomática de los desarrollos del siglo XX en cuanto indicador de los desarrollos por venir —es decir, sintomática de la constitución de la sexualidad en el siglo XX como categoría específica de conocimiento mejor tratada por sí sola— y, por el otro, indicativa también de una descentración quizá deseada de la sexualidad en cuanto categoría analítica privilegiada a favor de otras categorías relacionadas, aunque más amplias, como afecto, emoción, intimidad o corporización.


Traducción del inglés:
Alan Cruz

© Tracie Matysik, «Decentering Sex: Reflections on Freud, Foucault, and Subjectivity in Intellectual History», en Darrin M. McMahon y Samuel Moyn (ed.), Rethinking Modern European Intellectual History, Nueva York, Oxford University Press, 2014, pp. 173-192.

 

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Slavoj Žižek, Organs without Bodies: On Deleuze and Consequences, Nueva York, Routledge, 2004.

Notas

1 Sigmund Freud, «Totem und Tabu», p. 172.

2 Cf., por ejemplo, Isabel Hull, Sexuality, State, and Civil Society in Germany 1700-1815; Helmut Puff, Sodomy in Reformation Germany and Switzerland, 1400-1600.

3 Cf. Theodor Adorno y Max Horkheimer, Dialectic of Enlightenment; Jacques Lacan, «Kant with Sade».

4 Friedrich Nietzsche, On the Genealogy of Morality, pp. 68-120.

5 Cf. Luce Irigaray, Speculum of the Other Woman; Michèle Le Dœuff, Hipparchia’s Choice: An Essay Concerning Women, Philosophy, etc.

6 Cf. Marianne Weber, Ehefrau und Mutter in der Rechtsentwicklung: eine Einführung; Magnus Hirschfeld, Sexualgeschichte der Menschheit.

7 Véanse por ejemplo Lawrence Stone, The Family, Sex, and Marriage in England 1500-1800; James Woycke, Birth Control in Germany: 1871-1933.

8 Los ejemplos incluyen Edward Shorter, The Making of the Modern Family; Paul Robinson, The Modernization of Sex: Havelock Ellis, Alfred Kinsey, William Masters, and Virginia Johnson; James Steakley, The Homosexual Emancipation Movement in Germany.

9 Véanse por ejemplo Erik Erikson, Young Man Luther: A Study in Psychoanalysis and History; Peter Loewenberg, Decoding the Past: The Psychohistorical Approach; Robert Waite, The Psychopathic God: Adolf Hitler.

10 Cf. Michel Foucault, The History of Sexuality, Volume I.

11 Puede encontrarse una buena discusión en Edward Ross Dickinson y Richard Wetzell, «The Historiography of Sexuality in Modern Germany», p. 294.

12 Cf. Thomas Laqueur, Making Sex: Body and Gender from the Greeks to Freud.

13 Sobre la sexología, véanse por ejemplo Robert Nye (ed.), Sexuality; Vern Bullough, Science in the Bedroom: A History of Sex Research; Jeffrey Weeks, Sex, Politics, and Society: The Regulation of Sexuality since 1800; Roy Porter, The Facts of Life: The Creation of Sexual Knowledge in Britain, 1650–1950; Roy Porter (ed.), Sexual Knowledge, Sexual Science: The History of Attitudes to Sexuality.

14 La literatura sobre la eugenesia y el Estado moderna es vasta. Una muestra selecta incluye a Robert Proctor, Racial Hygiene: Medicine under the Nazis; Paul Weindling, Health, Race, and German Politics between National Unification and Nazism, 1870–1945; Gisela Bock, Zwangssterilization im Nationalsozialismus: Studien zur Rassenpolitik und Frauenpolitik; Lutz Sauerteig, Krankheit, Sexualität, Gesellschaft: Geschlechtskrankheiten und Gesundheitspolitik in Deutschland im 19. und 20. Jahrhundert. Aunque este listado parece limitado especialmente al caso alemán, Mark Mazower en Dark Continent argumenta convincentemente que el proyecto de eugenesia se extiende alrededor de Europa en una variedad de formas a mitad del siglo XX, desde Inglaterra y Francia a España, Italia, Rusia, entre otros.

15 Cf. Detlev Peukert, «The Genesis of the “Final Solution” from the Spirit of Science»; Anna Bergmann, Die verhütete Sexualität: Die medizinische Bemächtigung des Lebens.

16 Cf. Atina Grossmann, Reforming Sex: The German Movement for Birth Control and Abortion Reform, 1920-1950; Cornelia Usborne, The Politics of the Body in Weimar Germany.

17 Cf. Howard H. Chiang, «Liberating Sex, Knowing Desire: Scientia Sexualis and Epistemic Turning Points in the History of Sexuality».

18 Los ejemplos incluyen Sabine Frühstück, Colonizing Sex: Sexology and Social Control in Modern Japan; Vincanne Adams y Stacy Leigh Pigg, Sex in Development: Science, Sexuality, and Morality in Global Perspective.

19 Cf. Carolyn Dean, The Self and Its Pleasures: Bataille, Lacan, and the History of the Decentered Subject.

20 Véanse sobre todo Ann Stoler, Race and the Education of Desire; Anne McClintock, Imperial Leather: Race, Gender, and Sexuality in the Colonial Contest.

21 Joan Copjec, «Introduction», p. ix.

22 Aquí Copjec sugiere que el sujeto regresa en lo Real lacaniano. Ibid., p. xi.

23 Idem.

24 Suzanne Stewart-Steinberg, The Pinocchio Effect: On Making Italians (1860-1920), p. 5.

25 Ibid., p. 9.

26 El argumento histórico de Stewart-Steinberg resuena bastante con el argumento de Judith Butler en The Psychic Life of Power: Theories in Subjection, en el cual Butler intenta leer juntos a Foucault y el psicoanálisis. Ella afirma primero que es imaginable entender el inconsciente como abierto a —incluso vinculado a y moldeado por— formas de poder social y disciplina; además, encuentra en la concepción foucaultiana del sujeto permanentemente reiterado en la intersección de momentos variantes y a veces inconsistentes de poder social un espacio para el no reconocimiento y la incompletitud. Como resultado, el «sujeto» que emerge es al mismo tiempo producido por esos discursos sociales pero, como el sujeto psicoanalítico, excede esos discursos. Ibid., pp. 83-105.

27 Arnold Davidson, The Emergence of Sexuality: Historical Epistemology and the Formation of Concepts, pp. 79, 180.

28 Ibid., p. 210. Davidson elabora sus conclusions sobre la proximidad de Foucault con Lacan a partir de M. Foucault, «The Death of Lacan»; y M. Foucault, «Lacan, le “liberateur” de la psychanalyse», pp. 204-205.

29 M. Foucault, «Le jeu de Michel Foucault», p. 315. Citado por A. Davidson, op. cit., p. 211.

30 Idem.

31 Para estudios complementarios que buscar leer juntos a Foucault y Freud, cf. John Forrester, The Seductions of Psychoanalysis: Freud, Lacan and Derrida, pp. 286-316; J. Butler, op. cit., pp. 83-105; Joel Whitebook, «Freud, Foucault und der “Dialog mit der Vernunft”».

32 Una buena discusión histórica del texto y de su relación con el psicoanálisis lacaniano está en Camille Robcis, The Politics of Kinship: Anthropology, Psychoanalysis, and Family Law in Twentieth-Century France; véanse también Tim Dean, Beyond Sexuality; Slavoj Žižek, Organs without Bodies: On Deleuze and Consequences.

33 Gilles Deleuze y Félix Guattari, Anti-Oedipus: Capitalism and Schizophrenia, pp. 13, 20.

34 Ibid., pp. 38-39, 53, 73.

35 Ibid., pp. 24, 26-27, 296, 293, 296.

36 Estos términos están mejor formulados en los libros de Dominick LaCapra Representing the Holocaust: History, Theory, Trauma y History and Memory after Auschwitz. Otros ejemplos del interés de historiadores en el trauma incluyen Bonnie Smith, The Gender of History: Men, Women, and Historical Practice; Henri Rousso, The Vichy Syndrome: History and Memory in France since 1944; Alison Frazier, «Machiavelli, Trauma, and the Scandal of The Prince: An Essay in Speculative History».

37 Cf. Michel de Certeau, The Writing of History; Lyndal Roper, Oedipus and the Devil: Witchcraft, Sexuality, and Religion in Early Modern Europe y Witch Craze.

38 Cf. Joan Scott, «The Incommensurability of Psychoanalysis and History». También Elizabeth Wilson, «Another Neurological Scene».

39 Cf. Carl Gustav Jung, Symbols of Transformation: An Analysis of the Prelude to a Case of Schizophrenia.

40 Véanse por ejemplo Lou Andreas-Salomé, The Freud Journal; Anna Freud, The Ego and the Mechanisms of Defense; Erik Erikson, Childhood and Society.

41 Sobre la anulación de énfasis a la sexualidad en la psicohistoria, cf. J. Scott, op. cit., pp. 74-76. Ella sugiere que Erik Erikson, un padre fundador de la psicohistoria con su Young Man Luther, también fue un líder en el giro fuera de la sexualidad y afirma que el desarrollo individual es el núcleo del psicoanálisis. Scott identifica esta desexualización, también asociada con Karen Horney, Erich Fromm y otros, como una ayuda para fortificar la psicohistoria como una narrativa principal que busca contener y explicar el desarrollo histórico, colocarlo en medio del campo de la explicación racional y, por tanto, desviar las implicaciones más productivamente disruptivas que el psicoanálisis puede tener para la explicación histórica. Sin embargo, creo que ella estaría de acuerdo con que su principal argumento de que la narrativa histórica convencional de los problemas del psicoanálisis necesita no depender de la teoría de la libido o el énfasis primario en la sexualidad; por el contrario, la capacidad disruptiva atañe a la obra del inconsciente, extemporaneidad, la incontenibilidad del pasado y el presente, la representación diferida y desplazada de los deseos.

42 Cf. S. Freud, «Einleitung zu “Zur Psychoanalyse der Kriegsneurosen”» y «Jenseits des Lustprinzips».

43 G. Deleuze y F. Guattari, op. cit., pp. 332–333.

44 Cf. Jacques Derrida, «“To Do Justice to Freud”: The History of Madness in the Age of Psychoanalysis».

45 Eve Kosofsky Sedgwick, Touching, Feeling: Affect, Pedagogy, Performativity, p. 9.

46 Ibid., p. 10.

47 Ibid., p. 18.

48 Cf. Jan Plamper, “The History of Emotions: An Interview with William Reddy, Barbara Rosenwein, and Peter Stearns”. También William Reddy, The Navigation of Feeling: A Framework for the History of Emotions y The Making of Romantic Love: Longing and Sexuality in Europe, South Asia, and Japan, 900-1200 C. E.

49 Cf. Charles Altieri, The Particulars of Rapture: An Aesthetics of the Affects; Brian Massumi, Parables for the Virtual: Movement, Affect, Sensation. Para estudios empíricos útiles y eruditos con teorías similares de los afectos, cf. Patricia Ticineto Clough (ed.), The Affective Turn: Theorizing the Social.

50 «Regímenes emocionales» es el término de W. Redy, op. cit.; «comunidades emocionales» deriva de Barbara Rosenwein, Emotional Communities in the Early Middle Ages; véase también su «Worrying about Emotions in History».

51 Seth Koven, Slumming: Sexual and Social Politics in Victorian London, p. 5.

52 Ibid., pp. 38, 39, 4.

53 Cf. Ruth Leys, «The Turn to Affect». También la respuesta de William Connolly, «The Complexity of Intention».