Número 86

Reflexiones sobre ser escritor africano

Sean O'Toole

En un lluvioso fin de semana de 2014,[1] subí por tres escaleras mecánicas para dirigirme a una habitación común y corriente con techos altos en el Centro Internacional de Convenciones de Ciudad del Cabo. Fue aquí donde Njabulo Ndebele, un brillante autor y crítico sudafricano, tenía previsto abordar una vieja cuestión literaria de la África poscolonial: cómo escribir sobre África. En espera de Ndebele, recordé a Georges Perec, o más específicamente, aquello que ese autor francés de pelo voluminoso hizo en un nublado fin de semana de octubre de 1974. Perec, un escritor lúdicamente obsesivo cuyo legado depende, para algunos, del atletismo intelectual único que demostró en relación a la letra «e», visitó la plaza Saint-Sulpice, un espacio público bastante conocido en el Barrio Latino de París. Se dirigió allí para formular una pregunta sencilla: «¿Qué pasa no pasa nada más que el clima, los coches de la gente y las nubes?». Sus conclusiones fueron: casi nada, sólo una presencia rutinaria de autobuses turísticos y palomas.

Perec es aquí un intelectual poco conocido. Binyavanga Wainaina, Chimamanda Adichie y Akin Adesokan son algunos de los escritores que —ya sea por cálculos, suerte o casualidad— han llegado a ser considerados como videntes, místicos u oráculos, escritores dotados de manera única de una visión con respecto a cómo se escribe sobre África. No Perec. Pero permítanme empezar con Perec. Él fue, como Erik Morse ha escrito, un científico de lo cotidiano, un filósofo aficionado cuya teoría central como escritor implicaba el redescubrimiento de lo ordinario, algo que también es el caso en el título de un libro de ensayos de Ndebele publicado en 1986. «Lo que tenemos que interrogar —escribe Perec en 1973— es el ladrillo, el hormigón, el vidrio, nuestros modales en la mesa, nuestros utensilios, nuestras herramientas, nuestros empleos del tiempo, nuestros ritmos. Interrogar aquello que aparentemente ha dejado para siempre de sorprendernos».

En espera de la intervención de Ndebele en la Feria del Libro de Sudáfrica, hice lo que Perec hizo. Conté y describí. Números de la audiencia: 25… 29, 30, 31. Me detuve cuando llegué a 39, que no es un mal número para un evento literario en Ciudad del Cabo. Teju Cole, un autor y crítico dotado intelectualmente, habilidoso nigeriano-estadounidense, consiguió casi el doble en su primera visita a Sudáfrica en 2013. Los números no son personas. Tres filas delante de mí, una mujer de mediana edad que porta un gorro de ganchillo y unas gafas negras habla en voz alta sobre su maestría a un hombre estadounidense blanco de mediana edad con un suéter gris. Dos jóvenes mujeres hermosas, las dos negras, que visten turbantes, llegan tarde y se dirigen inmediatamente a una fila del frente. También conté a un editor blanco con un corte de cabello costoso y una bufanda. Había siete hombres negros, aparte de Ndebele y su interlocutor, Harry Garuba, un profesor de Estudios africanos en la Universidad de Ciudad del Cabo.

«¿Cómo ha cambiado la escritura sobre África?», preguntó Garuba. Su pregunta dibujó una sonrisa en Ndebele. Cuando sonríe, lo cual es muy común, Ndebele a veces aprieta su mandíbula. Es más claro en las fotografías que en la actividad frenética de un evento en vivo. No es sólo la sonrisa de Ndebele lo que cautiva. En persona, él es un pensador pragmático y nada pretencioso. «¿Los africanos se sienten libres en el mundo actual?», se pregunta en un momento de su conversación con Garuba. «Yo sospecho que no. No hemos afirmado el sentido de ser libres en el interior. Éste es un detalle existencial muy delicado».

Durante el intercambio de preguntas y respuestas al final de su charla, la mujer con el gorro de ganchillo le preguntó a Ndebele por qué escribe en inglés y no en su zulú nativo. La respuesta de Ndebele fue templada y honesta: «Me doy cuenta perfectamente de la importancia de los lenguajes africanos, pero, del mismo modo, renunciar al inglés significa renunciar a cierto poder que sufre de consecuencias». Yo le hice mi pregunta de manera privada. ¿Acaso se siente «incómodo » teniendo que abordar una pregunta inabordable, una que apenas cartografía un espacio que es tanto físico como conceptual? Binyavanga Wainaina ha descrito atinadamente a África como un «sustantivo» y un «acontecimiento».

«Sí, un poco», sonrió Ndebele desde atrás de un montículo modesto de ejemplares de The Cry of Winnie Mandela, su libro de 2003 sobre esta importante activista mujer y segunda esposa del primer presidente elegido democráticamente en Sudáfrica, Nelson Mandela. Dos cosas parecen no importar mucho: el montículo de libros, y esa sonrisa. Publicar supone un ejercicio de realpolitik: las ventas de libros y las grandes ideas son contemporáneas, incluso en África. No es tan fácil acercarte a una sonrisa, algo que tanto Lafcadio Hearn como Roland Barthes advirtieron. Por supuesto, Ndebele sería el primero en señalar que tanto Hearn como Barthes, quienes escribieron en diferentes momentos sobre la sonrisa japonesa, se dedicaron a explicar la otredad. El placer de observar la prudente charla de Adichie en contra de creerse el «cuento único de la catástrofe», o de leer los ataques repletos de retórica de Wainaina en contra de los clichés, se basa en un hecho simple e irrevocable: la posesión. Ambos poseen su historia. «No necesitan ser explicados», como Ndebele dice. Pero aquí estoy, explicando.

Soy un crítico de arte, un periodista de un tipo particular, podría decirse. Pero también soy un escrito africano, de una procedencia particular, un «sudafricano con ganas de ser un vaquero keniano», según lo dijo Wainaina en un ensayo satírico titulado «How to Write About Africa» que fue publicado en la revista Granta en 2006. Tiendo a preferir el análisis sobrio del autor sudafricano no sonriente J. M. Coetzee. En 2003, al poco tiempo de haber ganado el Premio Nobel en Literatura, Coetzee, que emigró a Australia un año antes, contó a David Attwell:

Visto desde el exterior como un espécimen histórico, yo soy un representante tardío del vasto movimiento de la expansión europea que tuvo lugar del siglo XVI a mediados del siglo XX de la era cristiana, un movimiento que consiguió más o menos su propósito de conquista y asentamiento en las Américas y Australasia, pero fracasó completamente en Asia y casi completamente en África.

Como escritor estoy interesado en lo que significa vivir, observar, imaginar y, sí, también, escribir en las postrimerías del fracaso aludido por Coetzee. Es un espacio difícil de ocupar, «un lugar de negativos, diferencia y oscuridad», por parafrasear a Adichie y su famoso discurso en las charlas TED de 2009. Seguramente esto suena fatal. No tiene por qué. Pensar a través del fracaso, imaginar las limitaciones del pasado propio es central para la creatividad africana contemporánea. Me reconozco cuando observo la obra del artista William Kentridge, la cual anatomiza los fracasos y las aspiraciones de Sudáfrica a través del prisma de Johannesburgo con un estilo que invoca otro modernismo, ya sea la Alemania de Weimar o la Rusia post-1917. También lo percibo escuchando al bailarín y coreógrafo congolés Faustin Linyekula.

En 2011, Linyekula, quien vive en Kisangani, estaba en Johannesburgo con su compañía de danza, Studios Kabako, para presentar More, more, more… future, una pieza caótica y festiva de teatro físico agitprop que mezcla ideas punk con los ritmos de rumba intensa del Congo. Durante su visita, Linkeyula participó en una charla pública sobre la confección de arte bajo condiciones de coacción. «¿En verdad quiero ser una voz para otros?», preguntó Linyekula. «Tal vez no. ¿Cuándo seré capaz de hablar sobre la belleza sin tener un sentimiento de culpa? Uno de los dramas de mi generación es que no hemos aprendido realmente a ser individuos. Nunca somos completamente individuos, siempre somos parte de una masa, siempre estáticos. Odio eso».

El arrebato de Linyekula, provocado por la narrativa de un niño sudanés que pasó de ser un soldado a ser un artista de hip-hop, fue apremiante. «Mi vida está enfrente de mí, y quiero que sea mejor», añadió Linyekula. «Quiero que la vida de quienes me rodean sea mejor». Su afirmación es una síntesis perfecta de una aspiración continental. Pero ¿cómo aferramos y materializamos algo tan efímero como una aspiración? Es aquí donde el ensayo de 1984 de Ndebele «Turkish Tales and Some Thoughts on South African Fiction» me viene a la mente como una contribución importante. Publicado originalmente en la revista literaria Staffrider, el ensayo de Ndebele se basa en la crítica literaria —comienza con una reseña de la colección Anatolian Tales (1968) de Yaşar Kemal— pero también se introduce en cuestiones contextuales más amplias que confrontan la ficción sudafricana durante los finales del apartheid. El ensayo describe muchos de los dilemas formulados por Wainaina, aunque en una prosa bastante más matizada, sin el estilo sarcástico humorista de Kenia.

En un ensayo de 2013 publicado en The Chronic, Akin Adesokan, un ensayista literario y novelista nigeriano-estadounidense, describió el estilo retórico de Wainaina en su ensayo popular de Granta como «un estilo de autofelicitación». Es una manera singular de decirlo. Ndebele es más mordaz: «[E]l escritor de acusaciones —describe en su ensayo de 1984 de Staffrider— se entrega pronto a hacer frente a la negación opresiva de sus propios términos». Wainaina tiende mucho a hacer eso. «En lo esencial, las demandas del arte de ficción —escribe Ndebele— son que un escritor tiene que tener más de una opinión sobre la relación entre ficción y sociedad, o entre la información artística y la información social». En otras palabras, los «grandes rasgos», que favorecieron los artefactos de humoristas como Wainaina, ya no funcionan.

Parece que estoy injustamente en contra de Wainaina, pero déjenme ser claro: la literatura mundial es más rica gracias a humoristas como Nikolái Gógol, David Sedaris, Serguéi Dovlátov, Sarah Vowell y Wainaina. La risa, a final de cuentas, es sediciosa. Perfora la seriedad. También puede ser transformadora. Muy a menudo, la palabra África impulsa aquella escritura que está estilísticamente muerta, tonalmente muerta y carente en sentido de imaginación. La ironía es una provechosa herramienta táctica. El crítico de arte senegalés N’Goné Fall la exhibía con aplomo al escribir a propósito del Monumento al Renacimiento Africano del expresidente Abdoulaye Wade, una estatua de bronce de cuarenta y nueve metros erigida en las afueras de Dakar. Conceptualizada y construida por norcoreanos, la escultura es un símbolo sentimental de inspiración africana. Fall dijo lo mismo en un ensayo de 2011 repleto de ironía.

La ironía, un ingrediente clave de la comedia, ofrece una herramienta para salvar la autenticidad, para hablar inauténticamente sobre cosas serias. Ya sea desplegada de un modo estratégico, o bien de un modo táctico para beneficios a corto plazo, la ironía es una herramienta productiva para hurgar en actitudes, nociones, ideas y retratos. Pero también ofrece una estrategia para cultivar el brillo y la luz, algo que he visto en la prosa del autor sudafricano Imraan Coovadia, sobre todo en sus ensayos, muchos de los cuales se quedan en lo ordinario. Como Adesokan, Coovadia es primeramente un novelista. Él ha descrito la novela como «una especie de monumento en palabras». Comparada con la economía, es «torpe, lenta, así como nada rentable tanto para el escritor como para el lector». Transformations (2012), una colección de ensayos de Coovadia, fue su liberación de la dificultad del novelista: un compromiso a largo plazo.

«El ensayo sabe ser breve. Su forma es solamente la de los cambios y los giros en la materia que vienen a través de la mano de un escritor», describía Coovadia en su introducción. Sus ensayos incluyen una reflexión sobre un reloj que su madre le trajo desde la Meca, el cual permitió pensar sobre la manera en que «la interacción entre centro y periferia está mediada por objetos», una provechosa especulación con respecto al tráfico de objetos e ideas en el arte contemporáneo africano. La colección de Coovadia también incluía un ensayo autorreflexivo con un estilo poscolonial. Señalando la escritura de Hamid Dabashi, un estudioso de literatura comparativa en la Universidad de Columbia, «extravagante», nacido en Irán, Coovadia propone que el estilo poscolonial es «acalorado» y «confuso». No está siendo vengativo ni retrógrada.

«Si se considera que gran parte de la literatura de la resistencia fue escrita en medio de la batalla, existe una tendencia comprensible a concentrarse en su firmeza combativa, a menudo estridente», escribió Edward Said en Cultura e imperialismo (1993). Coovadia lee a Said, no particularmente por una cuestión de perspectiva, sino también por el placer de su estilo disciplinado, que controla fácilmente su gran formación. Coovadia reconoce bien que el estilo puede funcionar como una especie de reducto aristocrático o apolítico, como Jacques Rancière ha señalado de Gustave Flaubert y Coovadia de Vladimir Nabokov. No obstante, como los escritos de John Berger o Rebecca Solnit revelan, un estilo idiosincrático combinado con un imperativo ético también puede ser energizante, o incluso liberador. O, para citar a Adesokan, «la idea de que la acción política abierta es el indicador central del internacionalismo pasa por alto la potencia de la estética de ser políticamente constitutiva».

La potencia de la estética implica más que sólo un buen estilo, inscribe una óptica particular, la habilidad de ver, reconocer y traducir en las palabras aquellas cosas ordinarias que son pasadas por alto. Pero ¿qué es exactamente lo ordinario? Para mí, es el silencio de las largas pausas de meditación del director de cine Yasujiro Ozu, o los estudios inmanentes de los trenes de pasajeros en Johannesburgo y la vida campesina en Bloemhof del fotógrafo sudafricano Santu Mofokeng. Es el momento de contemplación antes de la fuga del gran lavabo que constituye el clímax de la autopsia existencial de la poscolonia, The Beautyful Ones Are Not Yet Born (1968), de Ayi Kwei Armah. Lo ordinario es textura y tono, es una forma de consciencia elevada. Engloba aquello que Ndebele llamó información artística y social.

Teju Cole fue celebrado por lograr esto en su novela de 2011, Open City. No estuve completamente convencido por esa novela, que atrajo comparaciones de los críticos a W. G. Sebald a causa de su forma intelectualmente oscilante y ambulatoria, pero sí me recordó a D. H. Lawrence y Saul Bellow. Yo prefiero al escritor Hisham Matar. Como Cole, Matar es un exiliado. Después de huir de Libia vivió en Nairobi, El Cairo y Londres antes de establecerse en Nueva York. Formado como arquitecto, Matar ha publicado dos novelas y una memoria de vida en la Libia de Muamar al Gadafi. Hablando con Hari Kunzru en 2011, Matar insistió sobre la traición que siente por no escribir en árabe. Es un tema continental recurrente, uno que Matar —un escritor digno de leer y apreciar como africano— retuvo con una serie de preguntas: «¿Cómo creas arte bajo esta situación? ¿Cómo es posible ser un artista de un lugar como Libia? ¿Qué haces? ¿Cómo te aproximas a esto? […] ¿Cómo te conservas elocuente y tranquilo de una forma tan increíble?». ¿Cómo? Reconociendo, en primer lugar, me parece, que existe un arte duradero para producir la complicada simplicidad de la que Matar habla. Pocos artistas, por no hablar de los escritores, logran esta combinación de elocuencia y escándalo. No lograr esta complicada simplicidad, la de ser perfectamente articulado y estar tranquilo bajo condiciones de coacción, no debería ser interpretado como un fracaso. Para el escritor o el artista representa una ambición aplazada, un proyecto en proceso.

Traducción del inglés:
Alan Cruz

1 Ésta es una versión editada de un ensayo que fue presentado originalmente en Berlín en 2014 y que fue publicado de forma diferente en la revista Frieze (Reino Unido).