Número 86

Los recuerdos de Europa en el arte del Sur global

Andreas Huyssen

En una época en que las fronteras de la ciudadanía europea se desafían tanto desde el interior como desde el exterior, esas fronteras —en cualquier forma en que puedan consolidarse después de la crisis actual— no pueden ser equiparadas a las fronteras imaginarias de la memoria europea. Las fronteras de la ciudadanía necesitan ser definidas de una forma administrativa o política. Pero la memoria europea no puede serlo. No puede ser fortificada por medios culturales. Porque ¿qué sería la memoria europea si no incluyera los recuerdos del papel de Europa en el mundo entero? Necesita reconocer, recíprocamente, los recuerdos de Europa en la misma medida en que se encuentran circulando en otros lugares. Y ahora incluso dentro de sí misma.

Hace algunos años, abundaban los títulos de conferencias del tipo «Europa y sus otros»; no obstante, seguían siendo fundamentalmente eurocéntricos en su espíritu, con su pronombre posesivo y el discurso globalizador de la otredad. Luego cambió el lenguaje, reconociendo el problema implícito y recurriendo a frases como «Europa en otras culturas», un discurso que identificaba contra-estrategias de escritura que se giraban hacia el Imperio: Europa misma devenía otra por «sus» otros, o, como Dipesh Chakrabarty lo llamó, se veía provincializada. 1 Desde mi punto de vista, en la actualidad ambas concepciones resultan inadecuadas para capturar el modo en que la relación imaginaria entre Europa y las regiones no-europeas del mundo se estructura en la obra de diversos artistas contemporáneos. Lo que ha producido diferentes prácticas artísticas de memoria, en el interior de las cuales se conectan entre sí la europea y la no-europea del Sur global, ha sido, en particular, el discurso existente transnacional —y en la actualidad global— de la memoria política de la violencia, el terror de Estado y el genocidio. Hoy en día ni el discurso de la otredad ni aquel de la provincialización continúan teniendo demasiado sentido.

Por supuesto, lo nacional no ha perdido nunca su presencia en el mundo de los imaginarios políticos y culturales. El pensamiento identitario sigue estando activo y vivo. Theodor Adorno, hace casi medio siglo, daba ya un análisis conciso cuando decía: «El nacionalismo resulta en la actualidad obsoleto y actual».2 En una época en que experimentamos una renacionalización ilusoria de la política, no sólo en Europa, resulta tanto más importante tomar en cuenta las prácticas de las artes que son capaces de abrir un horizonte alternativo —prácticas que podrían enseñarnos a estar en el mundo de una manera no identitaria— para ser, al mismo tiempo, europeos y planetarios en nuestras prácticas de memoria.

Me gustaría hablar aquí sobre dos artistas contemporáneos cuyas obras se originaron fuera del mundo del arte occidental, pero las cuales han conseguido un éxito excepcional en él, tanto en Estados Unidos como en Europa: William Kentridge y Doris Salcedo. Ambos son ejemplares por la manera en que entretejen dos hilos separados de memoria: los recuerdos de las historias locales de la violencia colonial y poscolonial (Sudáfrica y Colombia) y los recuerdos empáticos del modernismo europeo, de los cuales se apropian y a los cuales transforman con creatividad. Ambos nos dicen muchísimo de la manera en que los recuerdos de Europa son una parte integrante de la textura misma del trabajo artístico en otros lugares del mundo.

Kentridge y Salcedo trabajan con medios y géneros múltiples: desde la escultura expuesta en galerías, las performances y los eventos públicos, hasta el cine con cámara oscura, el teatro y la ópera, por no hablar de la pintura y el dibujo. Las instalaciones y las puestas en escena son centrales en sus trabajos, los cuales están profundamente arraigados en diferentes historias locales: el apartheid de Sudáfrica en el caso de Kentridge, la violencia colombiana en el caso de Salcedo. Pero su trabajo de memoria política también se forma, autoconscientemente, a partir de una apropiación en sentido inverso, si se la puede llamar así, una apropiación transformadora de los grandes momentos del modernismo europeo. En el caso de Salcedo se trata de una escultura minimalista, del arte de instalación y de la poesía alemana hermética post-1945 (Paul Celan). En el caso de Kentridge German se trata del expresionismo, del vanguardismo soviético y de técnicas tempranas de cine de animación stop-motion. Su relación con una comprensión ampliada del modernismo es sólo algo derivado. Se aprovechan libremente del modernismo europeo como si se tratara de una herencia global. Lo que hace a sus obras diferentes de mucho de lo que pasa con el arte contemporáneo en los mercados internacionales de arte es que los asuntos políticos y estéticos se trabajan en ellas sin apologías, en una época en que la vinculación exitosa entre la estética y la política se parece más a un rumor del pasado que a una realidad en el presente. Sus obras no dejan de ser resueltamente locales, pero, al tratarse de artistas consagrados de la periferia que se encuentran inmersos en diferentes tendencias transnacionales, no se los puede tratar simplemente como informantes locales. De esta manera, sus obras plantean cuestiones pertinentes para su recepción transcultural y sus repercusiones globales más allá de las fronteras.3

Quisiera empezar con Salcedo. Sus primeras esculturas posminimalistas de la década de 1990 consisten en muebles de madera altamente trabajados: mesas cortadas e incrustadas unas en otras, sillas, tocadores y armarios llenados con concreto y traspasados por vigas de acero, puertas de madera fuera de sus bisagras y cabeceras de cama empotradas en un armario lleno de concreto. Rastros de violencia como huesos humanos, mechones de cabello y fragmentos de ropa se encuentran insertos, casi imperceptiblemente, en las esculturas. Algunos de sus títulos son: La casa viuda, en el doble sentido de la palabra, o Desterrado, que aborda una negación radical de la tierra como espacio de una comunidad. La violencia, que se torna palpable en los cortes meticulosos y las distorsiones del mobiliario doméstico evoca la violencia en Colombia, que ha cobrado la vida de cientos de miles de personas a lo largo de la mitad del siglo pasado, sin mostrar señales de que disminuya. La «casa viuda» es la casa de los desaparecidos, hombres, mujeres y niños víctimas de los múltiples frentes que constituyen la guerra civil en Colombia y la cual implica a militares, comandos, guerrillas y narcotraficantes. Las esculturas aluden a los cuerpos humanos ausentes que vivían con tales muebles, que dormían en las camas, que se sentaban en las sillas y alrededor de las mesas. El cabello meticulosamente entrelazado y la tela de seda a lo largo de la mesa, en Desterrado: la túnica del huérfano, alude a la fragilidad de la vida, que se presenta como tal únicamente en sus restos. El objeto material no es nunca tan sólo una escultura en el sentido tradicional de la palabra, sino que fue trabajado de una manera asombrosa que ejercita la memoria y cristaliza un testimonio, a la vez que ofrece una huella del pasado que desestabiliza lentamente la consciencia del espectador. De esta manera, se abre un espacio-tiempo ampliado que desafía al espectador para que se dirija más allá de la presencia material de la escultura y para que entre en un diálogo con la dimensión temporal e histórica implícita en la obra. En los materiales (viejos o desechados) y su disposición se expresa la consciencia de que toda memoria es re-colección, re-presentación. A diferencia de la mayoría de las prácticas artísticas de las vanguardias del último siglo, este tipo de obras no están animadas por una noción empática del olvido. Su sensibilidad temporal las hace indudablemente posvanguardia. A lo que temen no es solamente al borramiento de un pasado específico (personal o político); más bien operan en contra del borramiento de la cualidad misma del pasado, la cual, en sus proyectos, permanece vinculada de manera indisoluble con la materialidad de las cosas y los cuerpos en el tiempo y el espacio.

En años más recientes, el horizonte geográfico que se refleja en la obra de Salcedo se ha ampliado más allá de Colombia, incluyendo Turquía, Italia, Inglaterra y Estados Unidos. Simultáneamente, su obra se ha movido tendencialmente desde los espacios de las galerías y los museos hacia el espacio público y las instalaciones urbanas que retoma las especificidades de cada lugar, tanto en Colombia como en el extranjero. Pero la atención meticulosa por los detalles laboriosos se ha conservado. Por ejemplo, el empleo de sillas vacías, sintomáticas de las desapariciones de la esfera doméstica y privada de sus primeras obras, se ha llevado al espacio público urbano en un proyecto público fabuloso que se titula Noviembre 6 y 7. Conmemora el asedio guerrillero del Palacio de Justicia de Bogotá, que se acabó violentamente cuando el ejército tomó por asalto el edificio en noviembre de 1985. En el aniversario decimoséptimo del asedio, fueron suspendidas cerca de 280 sillas de madera desde la azotea del Palacio de Justicia, una por cada una de las víctimas. Salcedo se mantuvo fiel a los informes forenses y ordenó las sillas de acuerdo con las coordenadas espaciales y temporales del asedio mismo. Las imágenes de las sillas que cuelgan de la fachada exterior del edificio de gobierno y que proyectan sus sombras recibieron en la plaza central de Bogotá la mayor la atención y provocaron un debate público sobre el conflicto que, incluso después de diecisiete años del suceso, seguía sin resolverse.

Un año después, en 2003, en su contribución a la octava Bienal Internacional de Estambul, Salcedo eligió un lote vacío que se encontraba entre dos edificios de las calles de Estambul, el cual fue llenado con aproximadamente 1550 sillas de madera apiladas estrechamente en medio de ambos edificios y los cuales enmarcaban la instalación por ambos lados. Una vez más, la especificidad del lugar fue la clave. Alguna vez hubo un edificio, en este barrio que antiguamente era de griegos y judíos, pero que ahora está abandonado y repleto de otros lotes vacíos y de casas en ruinas. En suma, hay que observar la precisión con la que las sillas fueron acomodadas, de tal modo que pareciera otra fachada más cuando se las observaba desde el extremo, y un revoltijo caótico cuando se las observaba de frente. Del mismo modo que en sus obras anteriores, el cuerpo humano está ausente; presente sólo por su rastro. La instalación duró tan sólo tres meses hasta que la bienal fue clausurada, a diferencia de la otra instalación de una «casa ausente» a cargo Christian Boltanski, que creó para la Große Hamburger Straße de Berlín, centro de la inmigración judía de Europa del Este durante la década de 1900, que sigue hoy presente y que es sin duda una de las obras canónicas en el género de instalaciones situadas en lugares específicos para el caso de Alemania. A diferencia de Salcedo, Boltanski dejó vacío el espacio de la antigua casa, pero, tras una búsqueda minuciosa, encontró los nombres, las profesiones y las fechas de nacimiento y de defunción de los inquilinos, judíos y no judíos, que habían vivido en el edificio durante el Tercer Reich, hasta que fue destruido tras un bombardeo en 1945. Así, estos nombres y fechas fueron plasmados en carteles exhibidos a las afueras de los edificios adyacentes, en el nivel apropiado en el que se habría encontrado cada uno de los departamentos de los inquilinos. Boltanski y Salcedo: dos maneras muy diferentes, aunque con resonancias, de movilizar la ausencia en el espacio urbano y que dan testimonio de su historia oculta, sus recuerdos sociales sumergidos. Estambul y Berlín: los puntos de comparación atañen a la multidireccionalidad de los proyectos artísticos sobre la memoria en el mundo contemporáneo.

Schibboleth , una obra de 2007 que se llevó a cabo en la galería Tate Modern de Londres, también se caracteriza por prácticas que parten de la especificidad de los lugares. Tras superar la oposición inicial por parte de los directivos del museo, Salcedo abrió una grieta profunda, que en algunos lugares era amplia, en otros estrecha o bien se conformaba de bifurcaciones, en el piso de una inmensa sala de turbinas, que es ahora el espacio de la entrada de este enorme museo y que servía anteriormente como una planta de energía. Si en la década de 1970 Gordon Matta-Clark cortó y partió diferentes casas en sus experimentos «anarquitectónicos», Salcedo partió por la mitad uno de los mayores centros de arte contemporáneo de Europa. Pero el gesto era más que simplemente arquitectónico. El título da una pista de esto. Shibboleth es la palabra bíblica del Libro de los Jueces, 12, que no puede ser pronunciada correctamente por extranjeros que tratan de cruzar a salvo el río Jordán. Identificados como «otros» a causa de su pronunciación, al llegar resultan asesinados. El tema de la inmigración como exclusión y negación de derechos se articula en el interior de la sala de turbinas de la Tate Modern. Posee resonancias no sólo en un ámbito social, sino, en cuanto marca en el museo, también en el ámbito estético, en el sentido de que se refiere a la estructura de la exclusión en la canonización del propio arte moderno. Evoca una historia de modernismo europeo, que hasta hace poco se negaba a reconocer los modernismos de África, Asia y América Latina. Insertada en las paredes de concreto de la grieta, y perceptible únicamente cuando nos agachamos, una alambrada de acero está presente, no como el alambre de púas de los campos nazis o serbios, sino como la malla de acero de las fortificaciones fronterizas de hoy en día. De modo evidente, las paredes de concreto fueron diseñadas para mantener a los bárbaros en el exterior, ya sea en Israel o en la frontera entre México y Estados Unidos. La manera en que una palabra se pronuncia divide, con consecuencias mortales, el mundo entre amigos y enemigos. Se da una colisión en su obra entre pasado bíblico y presente contemporáneo, la cual reflexiona, con un lenguaje visual y arquitectónico potente, acerca de las continuidades entre el colonialismo, el racismo y la inmigración. ¿Qué mejor lugar para hacer esto que el principal museo de arte contemporáneo de Londres a orillas del río Támesis? Hoy en día las grietas ya no están ahí. Han sido rellenadas con cemento. Pero el contorno de la grieta sigue siendo visible a lo largo de la sala de turbinas. Se trata de algo así como una cicatriz de la herida que Salcedo infligió a la Tate Modern, una herida, sin embargo, que se encuentra realmente presente en la propia Constitución europea, como nos lo recuerdan los reportes diarios sobre migrantes que huyen de África o del Oriente Medio.

Pasando ahora a William Kentridge, emerge en este caso una estructura análoga en lo que se refiere a una manera de entretejer lo local con lo transnacional o lo global. Por supuesto, existen diferencias significativas con respecto a los poscolonialismos —y por tanto con respecto a la imagen de Europa— en África y en América Latina. Kentridge se ocupa de cuestiones del mando colonial de una manera mucho más directa que Salcedo. Lo que es central en su obra sobre los medios o soportes de la memoria son los juegos de sombras, como sucede en Shadow Procession de 1999, una animación stop-motion en tres partes que evoca los tiempos del apartheid y del post-apartheid en Sudáfrica. Una década después, creó otra procesión de sombras en The Refusal of Time, una impresionante instalación de una caja negra que se exhibió primero en un antiguo edificio ferroviario en ruinas el año 2012 en dOCUMENTA (13). En este proyecto la política de la memoria de Sudáfrica se expandía a través de una investigación de los regímenes modernos del tiempo (Conferencia Internacional del Meridiano de Greenwich, Washington D. C., 1884) y del espacio (Conferencia colonial de Berlín, 1884-1885). Estos regímenes del tiempo y del espacio siguen gobernando nuestro mundo. Por otra parte, Kentridge, que se encontraba inspirado por la teoría especial de la relatividad de Einstein de 1905, evoca la inestabilidad y la reversibilidad del propio tiempo. Siguiendo la manera en que Einstein argumentó en contra de los físicos anteriores, no existe un tiempo absoluto universal, un «tic tac audible de manera universal», sino solamente una multiplicidad de tiempos. Esta multiplicidad, teorizada políticamente por Ernst Bloch con la idea de las asincronías en el interior de la modernidad, es promulgada en The Refusal of Time y cuenta con implicaciones de gran alcance tanto para el arte como para la política en nuestra propia época, que es aún moderna.

Volvamos un poco atrás. Con un movimiento deliberadamente antiplatónico, Kentridge siempre ha incitado a sus espectadores a aprender de las sombras, de lo negro que se opone e impregna a lo blanco, de la oscuridad que va de la mano con la luz. Todos los recuerdos están plagados de sombras y de la inseguridad de recordar. Pueden ser pasajeros y elusivos, pueden estar sometidos a metamorfosis, a menudo limitan con lo invisible o lo olvidado. Para poder articularse en el arte necesitan cristalizarse en objetos y medios: visuales, verbales, musicales. Pero su cristalización no puede ser sólida o fija, tampoco puede limitarse al medio. No es posible que los acontecimientos memorizados se representen de una manera mimética. Se encuentran atormentados inherentemente por los límites de la representación. El realismo concebido como un efecto tiene que fluir de la construcción y la manipulación de los objetos, del mismo modo que en las esculturas y las instalaciones de Salcedo, o en los juegos de sombras de Kentridge. Sin embargo, Kentridge trabaja con la invisibilidad de una manera todavía más radical que Salcedo: no sólo con la invisibilidad o la desaparición de diversos acontecimientos que exigen un duelo, sino con la invisibilidad y la inestabilidad del propio tiempo. Es por eso que The Refusal of Time, en cuanto acto anticolonial y que se dirige en contra de un régimen temporal europeo que resulta de una imposición, se muestra central entre todas las obras de Kentridge y, por lo tanto, su montaje narrativo culmina con otra procesión de sombras en su extremo.

La instalación consiste en una caja negra con proyecciones, las cuales se mueven de izquierda a derecha sobre tres paredes. Los espectadores que entran en la caja negra se encuentran primero con una gran máquina que respira (Kentridge la llama «el elefante») en el fondo del cuarto. La máquina se mueve rítmicamente y se compone de partes de madera en movimiento. En su conjunto se asemeja a una bomba o a un enorme telar, e invade la caja negra con sus chasquidos y sus exhalaciones cada vez más ruidosos. Materializa al mismo tiempo el aliento del cuerpo humano y el bombeo neumático que se utilizaba en París a finales del siglo XIX para ajustar de manera coordinada los relojes de toda la ciudad; barritando como un elefante, combina las dimensiones orgánicas y mecánicas de los regímenes temporales y su medición.

Diferentes secuencias de imágenes de The Refusal of Time nos recuerdan a las primeras técnicas del cine de Meliès y sus trucos visuales, los cuales eran ya explícitos en algunas de las obras anteriores de Kentridge. Después de todo, la reiteración es una de sus principales técnicas creativas. Aludiendo claramente a los cortometrajes melodramáticos de Meliès, Peter Galison, un colaborador de Kentrigde, caracterizó The Refusal of Time como un «melodrama metafísico sobre el tiempo, la reversibilidad y el destino». 4

La secuencia de imágenes inicia con un metrónomo encendido que se multiplica momentos después en las tres paredes de la caja negra y pierde tendencialmente el compás, con mayor o menor velocidad. El espectador se interroga si cada uno de los metrónomos opera con velocidades diferentes, pero reconoce luego que la película se desenvuelve con una mayor velocidad para algunos y con una menor velocidad para otros. En cualquier caso, el efecto es un caos ruidoso y los metrónomos salen de control, como primer caso del rechazo a un tiempo con un progreso ordenado. Es la propia película, en cuanto medio, lo que revela la manera en que el tiempo está fuera de quicio. En cuanto medio, la película torna visible la relatividad del tiempo.

Mientras tanto, los metrónomos encendidos y todo tipo de relojes se proyectan en las paredes, con manecillas que se mueven caóticamente hacia adelante o hacia atrás, a través de lo cual se representa el tiempo a un nivel bastante palpable e impredecible. Siguen después variosskectches repetitivos de una escena de amor filmada al estilo slapstick, con un hombre que usa un atuendo que imita un globo terráqueo y con el propio Kentridge duplicado y jugando con la realidad como si se tratara de un actor de slapstick. Al igual que en los inicios del cine, se utiliza una proyección en sentido inverso para hacer que las cosas corran hacia atrás en el tiempo: libros que vuelan de vuelta a las manos de quien los arrojó, objetos destruidos que ahora vuelven a su estado original entero (una cafetera). Se trata de un libre aprovechamiento de los experimentos de finales del siglo XIX y principios del XX que sirve para disciplinar, medir y controlar el tiempo; el tiempo se revela aquí no sólo en su relatividad, sino también en su aptitud de sembrar confusión.

La hora de Greenwich y la medición del mundo se presentan como técnicas europeas de dominación que convocan a una resistencia activa. Por eso, en una de las secuencias de las proyecciones que cubren las tres paredes de la caja negra, un coctel molotov rudimentario se mezcla en un laboratorio donde figuran diferentes objetos conocidos de las primeras películas de Kentridge. En este relato visual, el atentado anarquista con bomba en el Observatorio Real de Greenwich, en 1894, se traslada al Dakar colonial de 1916. Pero aquí la bomba casera destruye el laboratorio mismo, que opera simultáneamente como el estudio de un artista. La revuelta en contra de la hora de Greenwich se codifica como un rechazo anticolonial a la imposición de un régimen temporal y, al mismo tiempo, como un proyecto estético. El rechazo a la linealidad y a la unidireccionalidad del tiempo, que caracterizaron a las ideologías del progreso, siempre ha sido un principio esencial de la práctica artística moderna, pero en Kentridge se moviliza en relación directa con el colonialismo y su imposición de un nuevo régimen temporal y espacial.

Kentridge ironiza en otra secuencia a propósito de la «responsabilidad del hombre blanco»: la película proyectada en la pared lo exhibe transportando a una mujer negra en sus hombros. Aparece junto a unos mapas de África mezclados con titulares de periódicos, por ejemplo el de una revuelta en Burundi, la revuelta de los herero, etc., tratándose de referencias a la violencia colonial. Y después, en calidad de beneficiario del régimen blanco y con un gesto de autocrítica, apila una hilera de sillas de tal manera que una mujer africana pueda caminar tranquilamente de uno a otro extremo mientras Kentridge lleva frenéticamente la última silla que dejó de pisar al frente de su camino para que ella pueda seguir avanzando. Las figuras de mujeres africanas desempeñan un papel importante en esta instalación, de igual manera a como lo hacían en las películas anteriores de Kentridge. Un momento culminante de la escena de la bomba, inmediatamente después de la explosión, consiste en un baile exuberante de una mujer africana con un vestido blanco ondulante, un baile que se desenvuelve en sentido inverso al grabado y que incluye pedazos de papel blanco que se elevan alrededor de la bailarina. Este baile exuberante en blanco ofrece un contrapunto de afirmación vital con respecto a la procesión de sombras en el final de The Refusal of Time, que culmina con un remolino ascendente de confeti negro que acaba cubriendo toda la pantalla. Aunque la procesión consiste aquí de figuras humanas reales —en vez de siluetas negras de papel, como en la película de 1999—, también cargan objetos de la vida cotidiana a medida que avanzan con dificultades. Varios músicos encabezan la procesión mientras tocan una melodía anárquicamente rítmica con instrumentos de viento: tuba, trompeta y trombón acompañados de tambores a medida que caminan con el ritmo de la procesión. El uso de estos instrumentos de viento se suma a los barritos del elefante mecánico. Los ritmos y los sonidos cobran vida en función de la respiración humana, que nunca puede estar sometida a un régimen métrico estricto. Y sin embargo, esta procesión de sombras no concluye con una indefinida anarquía surrealista, como ocurre en la procesión de sombras de 1999, sino que concluye cuando el confeti negro cubre toda la pantalla como si se tratara de un agujero negro.

Quisiera concluir con un fragmento de Shadow Procession (1999) de Kentridge. En una lectura interpretativa anterior de esta obra, yo subrayaba la indeterminación de esta procesión, que al final acaba simplemente disolviéndose. Los espectadores no están muy seguros de si su propósito es el duelo, la súplica, la huida o la protesta. Se trataba, en el contexto de la Sudáfrica post-apartheid, de algo no determinado. Pero en la actualidad, cuando los flujos y las migraciones mundiales de refugiados han alcanzado unas proporciones sin precedentes, ¿quién no pensará en la situación contemporánea? Interpretada junto con Shibboleth de Salcedo, encaramos un arte que toma registro de los terremotos políticos provocados por el hombre y de las dislocaciones impuestas de nuestra época, sin buscar culpables o sin repartir culpas. Y sin embargo, las preguntas todavía quedan pendientes… Al igual que la necesidad de una política civil posnacional.

Y llegamos así a una imagen final que revela las interconexiones de la comprensión que Kentridge tiene de África y Europa como continentes entrelazados: una figura femenina negra que recorre sombríamente con unos zancos estropeados, de oeste a este, un mapa de Alemania, el cual contiene los nombres latinos de las provincias romanas; mapa del siglo XIX que representa la Europa central en los tiempos del Imperio romano. Se trata de una compresión radical del tiempo y del espacio: los contornos de la parte superior del cuerpo de la figura parecen sugerir los contornos del mapa de Sudáfrica. Un mapa a lo largo de un mapa, lo negro a lo largo de lo blanco, una superposición imaginaria con unas fronteras que se atraviesan y se niegan de forma deliberada. Kentridge la llama Pylon Lady.

¿Cuáles son las conclusiones que es posible extraer finalmente de la yuxtaposición anterior? Yo podría sugerir las siguientes: las prácticas de Kentridge y de Salcedo no son ya modernistas en un sentido europeo tradicional. El modernismo y el vanguardismo clásicos aparecen en estas obras como recuerdos, citas y bricolaje intencionado. Aquí emerge una praxis artística alternativa de la memoria, que puede resultarnos sorprendente por su emparejamiento autoconsciente de estética y política. Si se trata, después de todo, de vanguardia, es un vanguardismo bastante diferente al de las vanguardias históricas. No se trata aquí del vanguardismo como un modelo del progreso o de la utopía que depende de la experiencia del shock (como en Benjamin) o del estado más avanzado e innovador del material artístico (como en Adorno), o, de hecho, de una negación de los realismos (como en gran parte del posestructuralismo francés), sino más bien de un vanguardismo en cuanto desafió a pensar políticamente a través de instalaciones espectaculares y sensoriales que crean afectos en el escenario local al igual que en el mundial. Un vanguardismo que no se trata de una destrucción programática de las nociones tradicionales de autonomía y de obra, sino de una insistencia en la «especificidad diferencial» (Weber y Krauss) de la obra estética. Dada su inclusión en la crítica social y política, estas obras se orientan a su construcción estética, cuyo propósito es perturbar el automatismo de la visión que se supone autónoma, el conocimiento transparente y la opinión pública.5

Así pues, las obras de Kentridge y de Salcedo reafirman y establecen una nueva frontera entre la práctica artística y todo aquello que forma parte de una cultura visual presentista de consumo rápido y olvido despreocupado. En sus juegos de sombras fugaces y en sus instalaciones escultóricas densamente materiales, la rememoración de los traumas históricos y de la política contemporánea están mediatizadas de una forma estética para que se iluminen, para el espectador, las estructuras profundas de la dominación y del conflicto social de nuestro mundo. En ese sentido, sus obras son políticas de los pies a la cabeza. Mediante sus estrategias formales y técnicas, expresan un rechazo al triunfalismo tecnológico que privilegia únicamente a los medios digitales y sociales. Lo que asegura este tipo de vanguardismo no es ya una filosofía de la historia, sino por el contrario un cuestionamiento constante del progreso puramente tecnológico que se combina con una crítica política de un presente fallido, que no ha cumplido las promesas de la modernidad. Este vanguardismo desde la «periferia» presenta una paradoja intrigante: lleva a la implosión la distinción entre la tradición y la vanguardia, dada su transformación de la crítica de la modernidad, que siempre formó parte del propio vanguardismo europeo, a favor de un mundo poscolonial globalizador y de sus recuerdos de Europa.

Traducción del inglés:
Alan Cruz

Bibliografía

Theodor W. Adorno, «The Meaning of Working Through the Past», en id., Critical Models: Interventions and Catchwords, Nueva York, Columbia University Press, 2005.

Mieke Bal, Of What One Cannot Speak: Doris Salcedo’s Political Art , Chicago y Londres, University of Chicago Press, 2010.

Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference , Princeton, Princeton University Press, 2000.

Andreas Huyssen, William Kentridge, Nalini Malani: The Shadow Play as Medium of Memory , Milán, Charta, 2013.

William Kentridge, The Refusal of Time, París, Éditions Xavier Barral, 2012.

Rosalind Krauss (ed.), William Kentridge, Cambridge/Londres, mit Press, 2017.

Nancy Princenthal et al., Doris Salcedo, Londres, Phaidon Press, 2000.

Juliane Rebentisch, Aesthetics of Installation Art, Berlín, Sternberg Press, 2012.

Notas

1 Cf . Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference .

2 Theodor W. Adorno, «The Meaning of Working Through the Past», p. 97.

3 A propósito de Kentridge, véanse Rosalind Krauss (ed.), William Kentridge y, entre otros, Andreas Huyssen, William Kentridge, Nalini Malani: The Shadow Play as Medium of Memory . A propósito de Salcedo véanse sobre todo Mieke Bal, Of What One Cannot Speak: Doris Salcedo’s Political Art y Nancy Princenthal et al., Doris Salcedo.

4 William Kentridge, The Refusal of Time, p. 311.

5 Sobre esta cuestión del medio estético véase la discusión mordaz en Juliane Rebentisch, Aesthetics of Installation Art, sobre todo el capítulo titulado «Medium and Form», pp. 79-140.