Número 83

La memoria en ruinas

Fernanda Rodríguez

Archivo y ruina

Todo corpus documental se condensa en la unidad del archivo que contiene, si no toda, al menos una parte de la historia de la discusión, formando así una unidad cuyo conjunto es siempre limitado. En Mal de archivo, Jacques Derrida comienza por hacer un rastreo de la palabra «archivo» y encuentra que proviene de la raíz arché. Ésta significa, por un lado, comienzo (ahí donde las cosas comienzan) y, por el otro, mandato (ahí donde la ley manda).1 Por su parte, en La arqueología del saber, Michel Foucault define al archivo como una formación discursiva que depende de un «sistema general de la formación y de la transformación de los enunciados»,2 es decir, de una estructura específica que establece las condiciones y el orden necesarios para la posibilidad de aparición de un conjunto de enunciados. En ambas definiciones es posible vislumbrar que el archivo —en la medida en que constituye un sistema regido por reglas que incorporan determinadas relaciones entre sus elementos a la vez que excluyen otras— es un lugar de ley: cada vez que nos hallamos ante un archivo determinado nos enfrentamos también a una estructura nomológica con límites específicos.

En este sentido, la siguiente pregunta que debería plantearse es quién o qué dicta la ley del archivo. Esto equivale a preguntarse por los arcontes que dominan y salvaguardan el archivo (figura a la que remite Derrida, como aquella que personifica a un representante de la ley). Para responder, antes será necesario que se cuestione el trabajo que éstos desempeñan, es decir, pensar en qué consiste la acción de archivar. La función de un arconte radica en salvaguardar, interpretar, conservar y ordenar el archivo (es decir, en consignar el archivo en una unidad). Sería posible identificar a un arconte en cualquier sujeto que desempeñe una función archivadora (por ejemplo, un burócrata, una bibliotecaria o un enfermero). Pero cualquier intento por identificar al representante de la ley del arché con un único sujeto es erróneo: no se trata de un «quién». Si el arconte no es un «quién», entonces sería razonable redirigir la pregunta hacia un «qué»: ¿qué es un arconte? ¿Acaso un formulario o una carpeta? Antes de responder y continuar es preciso dar un paso atrás y tratar de entender cuál es la necesidad que nos impulsa a figurar un archivo como representación de la memoria, en lugar de fiarnos simplemente de la propia facultad espontánea de la rememoración.

La necesidad de archivo condensa en el fondo la urgencia por conservar la memoria. Así, esta urgencia, este deseo de archivo, encuentra su origen, por un lado, en la posibilidad de olvido y, por el otro, en nuestra condición finita.3 Por tanto, el archivo es una prótesis de la memoria, un lugar externo a ella que sirve como su depositario. A partir de lo anterior, se podría responder a la cuestión previamente planteada pensando que, en efecto, cualquier soporte material que funcione como cofre o depósito de la memoria constituiría en sí mismo un archivo. No obstante, antes de dar una respuesta definitiva habría que tomar en consideración, en términos generales, la mnemotecnia propia del archivo. En primer lugar, los soportes materiales nunca son neutros con respecto al registro de los acontecimientos archivados. Además, las «técnicas de archivación» condicionan no sólo el registro, sino también la producción, el contenido y la interpretación de los archivos. Tanto es así que el acceso a la(s) memoria(s) nunca es inmediato, funcionando los soportes materiales como mediadores entre la memoria archivada y el sujeto archivador. En segundo lugar, la materialidad del archivo nunca es independiente. Por el contrario, siempre está en relación con las prácticas discursivas de las cuales los sujetos también forman parte. Finalmente, es posible dar así una respuesta a la pregunta por los arcontes: el representante de la ley del arché no es ni un sujeto ni un objeto, el arconte encierra, más bien, el sistema de discursividad en el que sujeto y objeto se diluyen para formar parte de éste. El archivo es, por lo tanto, un lugar de ley que reúne a la memoria archivada y al sujeto archivador y dicta la ley de su relación.

De esta manera, en los archivos de la nación, los archivos médicos, los archivos judiciales, los archivos cartográficos e incluso los archivos confidenciales,4 podemos identificar algunos ejemplos de archivos. Sin embargo, restringirnos al compendio de documentos oficiales que podemos encontrar resguardados en cajas y archiveros de instituciones sería limitar el alcance y la potencia del concepto mismo de archivo. El archivo es la forma en que nos enfrentamos al mundo, a la historia y al tiempo, es la forma en que semantizamos y nos aproximamos al mundo. Así, cualquier objeto que sea susceptible a la inscripción de una memoria —esto es, a la inscripción de una experiencia, pero también de una expectativa— es potencialmente un archivo. Desde las colecciones que delimitan un espacio (muebles, obras de arte, postales o fotografías) y los objetos de uso diario (herramientas de trabajo o prendas de ropa), hasta las marcas en los cuerpos (la circuncisión, las cicatrices o las grietas de una pared) e incluso la piel (su color, sus formas y sus marcas) forman en sí mismos un archivo.

Antes de continuar es necesario hacer una anotación más para poder concebir el archivo como una figura de los saberes.5 Para que haya archivo debe haber antes un soporte material y un principio arcóntico que lo consigne y lo regule. No obstante, hace falta mencionar una última condición de posibilidad para la producción de un archivo: para que llegue a ser tal, es fundamental que pueda ser nombrado, ya que «no podría haber archivación sin título (por tanto, sin nombre y sin principio arcóntico de legitimación, sin ley, sin criterio de clasificación y de jerarquización, sin orden y sin orden, en el doble sentido de esta palabra)».6 En otras palabras, la condición última para que exista un archivo es que pueda ser nombrado, ya que en el nombre se instituye la ley del archivo y se hace posible su conocimiento. El nombre del archivo no es simplemente el señalamiento a un referente, sino que es en él mismo donde se funda el archivo: es lo que lo reúne y lo hace visible.

De esta última condición del archivo —es decir, de la cuestión sobre el nombre y el nombrar— se derivan una serie de complicaciones que deben ser tomadas en cuenta. A continuación expongo tres consideraciones al respecto:

1) Sobre la palabra y el nombre. El primer problema del acto de nombrar surge de la separación entre «la palabra creadora de Dios» y «el nombre conocedor del hombre». Si el nombre no es más que el reflejo de la palabra creadora de Dios, de manera que el lenguaje humano nunca será capaz de «desbordar su entidad limitada y analítica, en comparación con la absoluta libertad e infinitud creadora de la palabra de Dios»7 (es decir, la palabra de Dios, en cuanto creadora, será siempre origen, mientras que el nombre del lenguaje humano siempre permanecerá en el borde del conocimiento de la palabra de Dios), entonces el nombre del archivo nunca podrá rebasar las fronteras del lenguaje humano, encontrándose imposibilitado a llegar al momento puro y originario de la memoria que sólo se encuentra en Dios.

2) De la traducción del lenguaje de las cosas al lenguaje de los hombres. Si el nombramiento del archivo es lo que lo hace visible, entonces tendríamos que entender que se trata de un proceso en el que el mundo de las cosas (un mundo mudo, carente de nombre)8 se vuelve cognoscible por medio del nombramiento. En consecuencia, este proceso consiste en una traducción del «lenguaje de las cosas» al «lenguaje de los hombres». Los rastros del pasado por sí mismos no dicen nada: por ejemplo, la grieta de un edificio no habla por sí misma para dar cuenta del temblor que la ocasionó. No es hasta que el lenguaje de los hombres la nombra («grieta de un temblor») que la fisura cobra un sentido y conjura el pasado. Sin embargo, hay que dejar en claro que el proceso de traducción nunca se trata de una comparación —mucho menos de una igualación—, sino que se trata de una transformación. De este modo, en la transformación que implica cualquier traducción hay algo que siempre permanece innombrado, pues el nombre no se asemeja a la palabra creadora de Dios más que en su ser conocedor. Como Benjamin afirma, el permanecer innombrado es la consecuencia de la traducción como transformación: «ninguna traducción sería posible si su aspiración suprema fuera la semejanza con el original. Porque en su supervivencia el original se modifica».9 Y en esta mutación del original subyace siempre una traición. Por lo tanto, la traducción siempre implica la traición.10

3) Del nombre propio. ¿Qué sucede cuando nos encontramos frente a un archivo que, aparentemente, se instituye y se funda sobre un nombre propio (un nombre que es uno y único)? La pequeña casa de Franz Kafka en Praga, el Monumento a la Revolución, el Memorial a los Veteranos de Vietnam en Washington o el Archivo freudiano son algunos ejemplos con nombre propio. Todos señalan un archivo singular, un ente en particular: no es cualquier casa, es la de Kafka, es lo freudiano, son los veteranos de Vietnam. Sin embargo, para que todas estas singularidades puedan formar un archivo será necesario iniciar un proceso de traducción en el que el elemento originario sea traicionado, dando como resultado que el nombre propio se convierta —en el trabajo de interpretación y transformación de la traducción— en nombre común. En ello radica la aporía de la traducción de las cosas en archivos: en el momento en que son nombradas, algo en ellas permanece innombrado e intraducible. En ese sentido, el nombre propio se resiste. La memoria, por lo tanto, se inscribe en el archivo, ya no como nombre propio, sino como nombre común. La memoria ya no se nombra, sino que se sobre-nombra.11 Sólo será posible traducir el nombre propio en la medida en que el nombre sea, a su vez, nombrado (sea sobre-nombrado), haciendo de éste un nombre común en la lengua que lo evoca.

La importancia de estas consideraciones radica en que todas ellas ponen de relieve el problema fundamental de concebir el archivo como una totalidad y una unidad, y apuntan, por el contrario, al carácter inconcluso e imperfecto del mismo. Si bien en muchas ocasiones es posible hablar del archivo como «marca», «rastro» o «huella», en esta ocasión el concepto de «ruina» es el que más se acerca al modo en que aquí se ha ido definiendo al concepto de archivo y que puede responder al problema previamente planteado. Cada vez que nos enfrentamos a un archivo, sea cual sea, lo tomamos como un objeto condensado en una unidad material. No obstante, considerar el archivo como una unidad dada es el resultado simple de una operación interpretativa que facilita la demarcación de un objeto para su análisis. Al igual que las ruinas, los archivos están envueltos y cruzados por una serie de referencias a muchos otros archivos —a muchas otras ruinas— que los hacen salir de sus propios márgenes.12 Así, el carácter inconcluso del archivo se hace manifiesto y la aparente unidad del archivo queda desbordada por el resto de archivos que la componen (los cuales, a su vez, están compuestos por otra serie de archivos ad infinitum).

Si todo archivo está en un perpetuo estado de inacabamiento, entonces es difícil pensar que alguno pudiera manifestar una totalidad. En otras palabras, si un archivo no puede constituir una unidad acabada, entonces mucho menos puede constituir por sí solo una totalidad. Alguien podría oponerse a esta cuestión apelando a la posibilidad de un «Archivo Universal» (un archivo que contuviera todos los archivos y documentos existentes). Pero —y al igual que sucede con las ruinas— aun cuando supusiéramos la existencia de tal archivo, éste nunca podría ser útil para referir a la singularidad de cada archivo que lo compone y del que forma parte. En este mismo sentido, nunca sería posible concebir una ruina de la cual pudieran deducirse el resto de las ruinas que la componen, sino que, mientras más se avance en la (re)construcción de las ruinas con las que está relacionada, más amplia se vuelve la zona de vacío y de indeterminación del resto de ruinas faltantes para la reconstrucción de su totalidad. De esta manera, el «Archivo de archivos», más que operar en términos progresistas y totalitarios, operaría en realidad al modo de una colección: siempre incompleta, a la espera de la siguiente pieza que, al integrarse al conjunto, trae consigo una reconfiguración de su totalidad.13

En El origen del «Trauerspiel» alemán, Benjamin identifica la ruina como el modo en que la historia está presente en el barroco, ya que la historia se inserta en la naturaleza y cobra su significado sólo en sus tiempos de decadencia, de manera que la ruina se concibe como el rostro sobre el que la historia se plasma.14 La poesía barroca es para Benjamin un ars inveniendi («arte de la invención») cuyo único fin es la acumulación de ruinas, no para su unificación en un todo ni para su restitución originaria, sino más bien para la destrucción de las antiguas armonías. 15 Del mismo modo que el coleccionista, el historiador es aquel que está en un permanente estado de espera y de (re)colección de ruinas: la historia (su colección) se le presenta en forma de ruinas. Los fragmentos, los escombros, las ruinas, y todos aquellos vestigios que el pasado ha legado al presente, constituyen la materia más propia del trabajo histórico. El arruinamiento es su único fin.16 Así pues, el trabajo del historiador es, al igual que el del arconte, un trabajo de (re)colección y (re)construcción de nuevas armonías que siempre implican la destrucción de antiguas. Si para Benjamin la poesía barroca es un ars inveniendi, entonces el historiador es un poeta barroco, un artista de las ruinas, cuyo trabajo consiste en la conservación de una memoria y en el cuidado de sus ruinas por las cuales el pasado sobrevive y queda salvado.

Así pues, si la ruina conforma el objeto de saber para el historiador, entonces habrá que suponer la arqueología como el método más pertinente que debe ocuparse de tal objeto. La arqueología —a diferencia de otros métodos—17 permite al historiador iniciar su trabajo de (re)colección a partir de la excavación y exhumación de restos, pero no con el fin de dar con un origen que deba ser restaurado, sino para dar con las ruinas que el tiempo ha olvidado y a las cuales el historiador, posteriormente, les dará una actualidad en su presente. Situado en la inevitable discontinuidad entre pasado y presente, el trabajo de arruinamiento del historiador-arqueólogo consiste, además de la (re)colección de fragmentos impresos de memorias que alguna vez fueron experiencias, en la (re)construcción de los restos excavados y exhumados. En su trabajo de (re)construcción, el historiador-poeta encontrará su lugar y su obrar al identificar en las ruinas recolectadas no sólo pedazos de materia que han quedado del pasado, sino fragmentos impresos de vida que exigen ser narrados (porque la vida se narra, nunca se explica) para contar así una historia a su presente.18 El historiador es un coleccionista, un arqueólogo y un poeta, pero sobre todo un narrador de memorias.

 

La ruina como (im)posibilidad de representación de la memoria

 

La definición del archivo como ruina puede suponer que el archivo es, por un lado, vestigio, rastro, marca y huella, y, por el otro, fragmento, trozo y escombro. Los primeros refieren a una misma cosa: la ruina como prueba de la existencia de «algo que fue», aunque no se pueda saber qué era. Los últimos refieren al carácter incompleto del archivo, es decir, a la ruina como parte de un todo no manifiesto. En ambos casos sobresale un mismo rasgo: el desconocimiento del pasado en que se hallaba su estado originario. De esto surge un primer problema: si el archivo es objeto de saber —pero no de uno que exponga la totalidad del pasado—, entonces ¿qué tipo de conocimiento ofrece este objeto? Es importante aclarar que si aquí advierto sobre la imposibilidad de restaurar el estatuto originario de las ruinas es porque nada en ellas nos permite pensar, conocer o percibir el pasado al que pertenecieron tal y como fue. Estas huellas apenas y son el rastro, la sombra de lo que fue el pasado: el hecho de que las ruinas requieran un trabajo que las interprete, las explique o las describa hace evidente solamente su insuficiencia como representación total del pasado. Las ruinas, aun cuando son aquello que permanece del pasado, no son inmunes al paso del tiempo. Por el contrario, son aquellos fragmentos que el tiempo ha ido erosionando poco a poco. Sin embargo, no hay que olvidar que también son sobrevivientes.

¿Qué significa que las ruinas sean sobrevivientes? Y, más aún, ¿por qué en el apartado anterior se sostuvo que el archivo es aquel lugar «en donde el pasado afirma su eternidad y a sí mismo»? En primer lugar, hay que entender que lo que la historia plasma o inscribe en las ruinas no es tanto el pasado mismo como la eterna caducidad de la naturaleza, es decir, el momento en que la historia se inserta en la naturaleza y cobra su significado. Así, y para responder a la pregunta que inauguró este apartado, el objeto de saber constituido por las ruinas no es el saber del pasado tal y como fue, sino el de su eterna caducidad. En segundo lugar, para poder responder a la pregunta por la sobrevivencia de las ruinas, es necesario recuperar las últimas dos consideraciones planteadas en el apartado anterior, las cuales referían, respectivamente, al problema de la traducción en general y la traducción de los nombres propios. Como ya se advirtió, para que exista un archivo es imprescindible que éste pueda ser nombrado. Pero, para que esto sea posible, es necesario iniciar un proceso de traducción que dé nombre a las ruinas y las salve de su enmudecimiento. Si aquí se habla, pues, de la sobrevivencia de las ruinas y no de su vida es porque, como ya fue anticipado, la historia sólo cobra su significado en los tiempos de decadencia, y la ruina es ese rostro sobre el que la historia se plasma: en ellas (las ruinas) se inscribe la muerte del pasado. De este modo, las ruinas son los restos del pasado que permanecen mudos en el presente esperando la traducción que los nombre y, en esa medida, los haga sobrevivir en el ahora. En consecuencia, a la traducción le incube menos la vida del pasado que la sobrevivencia de los fragmentos que éste ha dejado: únicamente en la traducción de las ruinas es que éstas se sobreviven.19

No obstante, la pregunta prevalece: ¿qué significa traducir el pasado (y esta vez en sentido propio)? El pasado ha sido comúnmente identificado con la génesis del tiempo histórico. A pesar de ello, y al igual que Babel,20 esta génesis ha demostrado, en su propia confusión (en la confusión de los tiempos que expresan las ruinas), ser indemostrable. Así, el pasado, por medio de sus ruinas, exige y prohíbe, al mismo tiempo, ser traducido. Lo exige porque, al quedar enmudecido (al ser el pasado pasado),21 necesita de un traductor que se haga cargo de interpretarlo para el presente. Lo prohíbe porque, en la medida en que es tarea del presente, se manifiesta la diferencia temporal en la que el «haber sido» nunca se podrá mostrar como «estar siendo», sino que el pasado siempre aparecerá como Otro distinto al ahora. La traducción de las ruinas se revela así como un proceso incesante de actualización22 en el que el pasado se transforma en pasado. En otras palabras, la traducibilidad del pasado depende de su inscripción en el lenguaje del presente como nombre común, ya que como nombre propio (como momento originario, momento de génesis) permanecerá intraducible. En ello radica, pues, la confusión babélica: en el desvanecimiento del tiempo pretérito que busca un lugar en el presente.

Como se ha visto, la tarea de traducción es lo que posibilita la recepción y la comunicabilidad de las ruinas. Pero la traducción, en la medida en que es traición y transformación, no es imagen, ni representación, ni copia del original; de lo único que es representante, es de la alianza entre las lenguas (en este caso, entre el lenguaje de las ruinas y el lenguaje presente de los hombres). Esta alianza consiste en el contrato de traducción (o, para decirlo de otra manera, en la deuda) que exige que las ruinas sean traducidas y que anticipa la afinidad por venir de las lenguas en su suplementariedad. Si el pasado es el tiempo perdido, la tarea de traducción es ese proceso incesante que busca complementar ese resto faltante. Lo que ahora deberá someterse a análisis será, por lo tanto, el modo en que las ruinas son representadas, es decir, la forma que toma la representación de la alianza entre las lenguas del pasado y del presente en la traducción de las ruinas.

Para comenzar, hay que entender que el proceso de traducción consiste, a su vez, en un proceso mimético: el «lenguaje de los hombres» busca imitar el «lenguaje de las ruinas» por medio del nombre. Pero todo proceso mimético (y, por lo tanto, toda traducción) es, ante todo, una lectura que lee «lo que nunca ha sido escrito».23 Lo que nunca ha sido escrito señala precisamente el enmudecimiento del pasado después de su abandono y su lectura indica la urgencia por conocer y hacer hablar en nombres a ese enmudecimiento. Así, la lectura de las ruinas es la traducción del pasado que revela su falta e incompletitud. Sin embargo, lo que agrega cada traducción desborda la propia unidad que busca (re)construir. En este sentido, la (re)construcción de las ruinas es, más bien, una representación de la excesividad de tiempos y sentidos que en ellas se inscriben.

Ahora bien, tanto la representación simbólica como la alegórica parten de una operación mimética. No obstante, es necesario matizar la forma en que cada una procede. Por un lado, la representación simbólica, en cuanto signo de una idea, se manifiesta como la voluntad de crear la unión entre la representación y lo representado, es decir, busca generar una relación de identidad entre el signo y el objeto representado. El símbolo estaría encargado de designar un sentido unívoco en virtud de una ley o una convención que determine su interpretación.24 La lectura del pasado que surge de este tipo de representación es, pues, una que en el proceso de traducción consigue —o, más bien, intenta conseguir— la unión entre el «lenguaje de las ruinas» y el «lenguaje de los hombres», de tal manera que el símbolo se presenta como una metáfora acabada capaz de conciliar la palabra de Dios y el nombre del hombre en el nombre propio para la restitución del sentido original del pasado inscrito en las ruinas.

De lo anterior surge un problema: toda representación simbólica del pasado es la búsqueda por representar la totalidad, o, lo que es lo mismo, por fundar una relación de igualdad entre la representación y lo representado. En este contexto, el cúmulo de ruinas coleccionado por el historiador, en su representación simbólica sería el afán por presentar a las ruinas como la manifestación idéntica y total (en síntesis, unívoca) de la memoria y del pasado. La dificultad que subyace a esta pretensión es que la representación simbólica implicaría, en primer lugar, un intento por reconciliar (en la unidad) tiempos diferenciales que son en sí mismos irreconciliables. Y, en segundo lugar, en su insistencia por llegar a la consumación de la producción mimética, conduce a la adecuación y la adaptación de la memoria y la naturaleza, es decir, a una naturalización de la memoria. En resumen, la representación simbólica desemboca, en su radicalidad, en la sobredeterminación de las ruinas y, con ello, de la historia. Porque, en su aspiración por lograr la unidad y la totalidad, instaura un pasado que se despliega de manera uniforme e idéntica a través de la historia y, por lo tanto, libre de cualquier posible interpretación. Esto último también conllevaría, paradójicamente, la clausura de toda posibilidad de seguir representando.25

Por su parte, la representación alegórica se muestra como una alternativa que puede hacer frente a los peligros que rodean a la representación simbólica y, además, como aquella que más se ajusta a las condiciones que ofrecen las propias ruinas y al obrar del historiador-arqueólogo-poeta. A diferencia del símbolo, la alegoría no pretende ser únicamente un signo que refiere a un objeto de saber: el signo que ella es constituye, en sí mismo, un objeto de saber. De esta manera, la alegoría no produce una única interpretación, sino que ofrece una doble interpretación: una exotérica (que remite a su sentido literal) y una esotérica. Es a partir de esta última, en aquel sentido oculto del signo alegórico, que la representación alegórica cobra su ambigüedad característica, la cual abre, a su vez, el espacio ideal para la producción libre, múltiple y siempre excesiva de sentidos (y, en consecuencia, de saber). La alegoría, al revelarse como expresión de la convención (y no como convención de la expresión), hace de la traducción y de la interpretación de lo nunca escrito un proceso que siempre está expresándose, desplazándose y transformándose.

Si en la representación simbólica la metáfora se presentaba como una metáfora acabada, en la representación alegórica la metáfora se muestra siempre como una metáfora inacabada, es decir, siempre continuada, prolongada e infinita en el flujo del tiempo. En suma, la metáfora inacabada señala la traducción de las ruinas como una tarea fallida —si lo que se busca es su conocimiento, entonces la traducción debe implicar una traición al enmudecimiento de las ruinas—, en que el sentido original de las ruinas se pierde y el nombre propio del pasado pasa a ser un nombre común. De igual manera, el proceso mimético se revela como una tarea que nunca alcanza por completo su cumplimiento, y, por lo tanto, aquello que buscaba hacer presente ahora sólo lo puede re-presentar. La sobre-nominación y la re-presentación indican así un cambio y una transformación del original (es decir, de la presencia de la palabra). Primero en la falta, luego en la falla y por último en la traición, el intento de nombrar y representar al pasado se vuelve un proceso alegórico. De este modo, la falta y la carencia en las ruinas no son un vacío que deba ser eliminado, sino que constituyen la condición fundamental de la que parten para su posibilidad de representación.

Una vez que se ha identificado a la representación alegórica como el modo en que las ruinas son representadas, es necesario reflexionar sobre lo que esto implica para la historia y para el historiador. Para empezar, el hecho de que las ruinas sean depositarias de tiempos diferenciales implica que el único tiempo posible para su (re)construcción y, por lo tanto, para su sobrevivencia sea el ahora (Benjamin utiliza el término alemán Jetztzeit). Pero además de ser la temporalidad que caracteriza a las ruinas, el ahora es el tiempo en que la historia se construye: el historiador, al enfrentarse a las ruinas y sumergirse en la discontinuidad que se produce de la tensión entre pasado y presente, reconoce en el ahora un tiempo caótico y excedente de signos que exigen ser pronunciados. El historiador-poeta, entonces, es aquel que, en medio de la experiencia caótica de la multiplicidad de tiempos, logra su quehacer alegórico y (re)construye las ruinas para dar un sentido a la historia. El tiempo del ahora se trata, pues, del «instante de peligro» en el que la imagen de la historia se presenta como un relámpago para toda aquel que se sienta aludido por ella y que está a la espera de ser capturada por la voluntad creativa que se la apropie. En resumen, la ruina es, por un lado, aquel archivo donde se reúnen y se enfrentan la voluntad del historiador y, por el otro, el momento del relámpago en que la historia refulge para ser capturada.26

La construcción de la historia no es únicamente la experiencia suspendida y tensionada del ahora que irrumpe y genera una detención en el continuum de la historia. Tampoco se trata simplemente de las representaciones como una proyección y materialización de una experiencia del mundo, sino que además, en las representaciones que emergen de cada uno de estos instantes, se hace patente a la historia como un lugar de constante lucha por la imagen del pasado y de la memoria. Antes de concluir —y para insistir una vez más en la importancia de seguir representando— es necesario referir a un último problema: aquel que diversos pensadores han denunciado como la «crisis de la representación» propia de la modernidad.

El inicio de la modernidad (y, en específico, la puesta en marcha del proyecto ilustrado) surgió, principalmente, por la urgencia de romper con el Antiguo Régimen. De esta forma, el mundo moderno se ha ido caracterizando, entre otras cosas, por estar siempre en búsqueda de la novedad y el cambio hasta hacer de todo lo existente algo obsoleto en el mismo instante de su aparición: la obsesión por la novedad ha llegado a ser tal que incluso el vértigo por el cambio ha desembocado en el continuo arruinamiento27 del presente. Como bien se puede suponer, el orden de la representación no salió indemne de esta obsesión. No obstante, la «crisis de la representación» no significa la superación del orden de la representación, sino de su incesante desestabilización y neutralización: ahora las representaciones no duran el tiempo necesario, ni siquiera sobreviven a su presente, sino que en el mismo momento en que aparecen se convierten en ruinas, ocasionando con ello la neutralización de la lucha que subyace a toda representación.

De las distintas imágenes que han buscado representar la modernidad, la pintura Angelus Novus de Paul Klee —o más bien la reflexión de Benjamin— es la más acertada para ilustrar el panorama moderno que hasta el momento he expuesto.28 Entre pinceladas y palabras, el artista y el filósofo trazan y recitan una pintura que es capaz de evocar toda una época en su conjunto: la obra es la imagen de la modernidad congelada, detenida y suspendida en el tiempo a partir de la cual se hace una denuncia. La pintura de Klee no sólo es la ruina y el archivo en los que Benjamin ha impreso sus palabras, sino que además es, en sí misma, una ventana por la que su mirada se asoma para descubrir la imagen detenida de toda una época. Así, la descripción alegórica de Benjamin es capaz de sintetizar y (re)construir la modernidad. El progreso al que tiende el «ángel de la historia» es la promesa por el cambio. El huracán que produce el progreso y lo arrastra es el vértigo por cumplir la promesa. Y el creciente cúmulo de ruinas que produce y arroja a sus pies es la destrucción y la muerte que pone fin a todo aquello que resiste al progreso. Pero hay un elemento más que no debe ser omitido: el ángel de la historia, aunque arrastrado por el huracán, voltea su mirada hacia el pasado y reconoce entre las ruinas a los muertos que el progreso ha dejado tras de sí. La alegoría de Angelus Novus se trató, en última instancia, de una denuncia a la historia que el mundo moderno ha construido: una historia de catástrofe que, en nombre del progreso, justifica el arruinamiento de su presente, incluida la vida misma. La figura del ángel que voltea su mirada a las ruinas sirve, en este sentido, como la representación de aquel historiador que reconoce en su presente la imagen de un pasado que exige ser redimido y liberado de la catástrofe que lo ha arruinado, y que, asimismo, amenaza con arruinar a su presente.

Los lectores de Adorno reconocerán la frase según la cual «después de Auschwitz no se puede escribir poesía».29¿Qué quiso decir con esto? Quizá quiso decir que la forma de hacer poesía debía cambiar (no podía seguir siendo la misma expresión figurativa). Pero también existe otra lectura: que Adorno declaraba la imposibilidad de la poesía como una prohibición de la barbarie. Así pues, nos enfrentamos aquí con el problema de la crisis de la representación en su mayor radicalidad. Es comprensible que la preocupación de Adorno residiera en que una representación que pretendiera ser signo idéntico a un acto de barbarie como lo fue Auschwitz, sería la reproducción de la catástrofe: de ahí la necesidad de una prohibición. No obstante, frente al horror y la barbarie —de cualquier tipo— no puede ni debe haber silencio: la verdadera barbarie sería mandar callar a la poesía y negar la posibilidad de dar voz a todos aquellos que se les privó de la palabra y se les condenó con el enmudecimiento. Es momento, entonces, de dar una respuesta que haga frente a esta crisis.

En primer lugar, es verdad que un acontecimiento como el de Auschwitz impone una cierta imposibilidad y prohibición de la representación debido al carácter irrepresentable de lo acontecido (a menos que se repita el gesto mismo de aniquilación). Sin embargo, de la (ir)representabilidad surge una aporía: por un lado, se manifiesta la imposibilidad de la representación, y, por el otro, esta imposibilidad vuelve a poner en juego la presencia que abre paso a su propia ausencia.30 En otras palabras, la aporía expresa la puesta en marcha de la representación de lo irrepresentable: en la impotencia, la representación poética encuentra su potencia y pone en juego el acontecer de lo irrepresentable. En resumen, no se trata de la representación de la barbarie, sino de lo irrepresentable, es decir, del silencio y del enmudecimiento, de lo ausente y de lo que se nos escapa. En palabras de Derrida, la representación poética sería la pasión y el deseo compulsivo por «buscar el archivo allí donde se nos hurta».31

En segundo lugar, hay que decir que, para salir de esta crisis, no es suficiente con la mirada que se clava en las ruinas del ángel de la historia. A este ángel le es imprescindible que lo acompañe una segunda figura que se encargue de esas ruinas que él logra reconocer. En un diálogo intertextual, Jean-Luc Nancy recurre en su ensayo La representación prohibida a un poema de Nelly Sachs que recita lo siguiente:

Oh, vosotros, ladrones de las horas auténticas de la muerte,
De los últimos suspiros y del adormecimiento de las pupilas,
Estad seguros de una cosa:
El ángel recoge
Lo que vosotros habéis desechado.32

De esta manera, el ángel que recoge lo que se ha desechado es aquel que identifica en los «ladrones de las auténtica horas de muerte y los últimos suspiros» a la modernidad que ha hecho de las palabras, la vida y la muerte una ruina para el olvido y el silencio. El ángel de Sachs y Nancy es, por consiguiente, el ángel que encuentra en la poesía una potencia capaz de luchar contracorriente y de recoger las ruinas que la modernidad ha desechado. Angelus Novus encontró, décadas después, en el ángel de la poesía, un eco que respondiera a su denuncia. Aunque construidos en distintas épocas, el ángel de la historia y el ángel de la poesía son los dos ángeles que ya no pueden pensarse por separado, sino que constituyen una sola imagen: el reconocimiento de las ruinas como portadoras de memorias que exigen de una voz que las narre y les retorne la palabra y la vida que les fue usurpada.

Frente a la afirmación adorniana que ponía en cuestión a la potencia poética y llevaba la «crisis de la representación» a su mayor radicalidad, lo que en la actualidad —y con la ayuda de la distancia temporal que nos separa— podemos responder es que, por el contrario, ahora más que nunca debemos aferrarnos a la potencia poética de la representación, pues sólo en ella podemos encontrar la lectura de «lo que nunca ha sido escrito», es decir, una lectura de lo enmudecido y de lo olvidado. El historiador-poeta es, por lo tanto, aquel que, en primer lugar, encuentra en la poesía una lectura de lo nunca escrito que es capaz de expresar en su representación la (ir)representabilidad. Y que, como traductor, en segundo lugar, está condenado —como Sísifo— a una tarea siempre im-posible en la que a pesar de todo (con el retorno de la voz y el nombre ahí donde se privó de la palabra) encuentra la redención del pasado y, por consiguiente, la justicia para su porvenir.

Después de la puesta en crisis de la representación por la modernidad, la única forma posible de seguir representando a la memoria es por medio de los fragmentos y las ruinas que han quedado del pasado: sólo por medio de su (re)colección y (re)construcción alegórica es que la memoria encuentra una forma de expresarse. En este sentido, el historiador es aquel que se acerca y se detiene ante los cuerpos, los cajones, en suma, el mundo, y reconoce las ruinas que están a la espera de ser recolectadas, exhumadas, profanadas y desempolvadas del olvido y el enmudecimiento que las mantenía encerradas. Para su mirada, el paisaje no es llano ni uniforme, sino que lo que sus ojos observan es un mundo fragmentado en el que se inscriben memorias dispersas en cada una de sus fisuras, grietas, cicatrices, marcas y huellas. Cada uno de estos fragmentos es una interrupción para la mirada y la experiencia del historiador que reconoce y encuentra en ellos una llamada desde el olvido que reclama su recuerdo. No obstante, esta mirada —como cualquier otra— tiene sus límites. De la misma manera, estas páginas, que en conjunto forman un archivo, han encontrado su límite y dejan abierto algo más por pensar: ¿qué sucede cuando el historiador no es capaz de encontrar el objeto para su mirada? Es decir, ¿qué sucedería en el caso de que el historiador se encuentre con un archivo ausente, o, mejor aún, con la ausencia de un archivo?

 

Bibliografía

 

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1 Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, pp. 9-11.

2 Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 171.

3 J. Derrida, op. cit., p. 27.

4 A pesar de que no existe archivo alguno que esté exento de una política de archivo, este último representa un caso bastante particular. En los archivos confidenciales (o prohibidos), como bien señala Derrida, se hace patente —más que en cualquier otro tipo de archivo— la lucha entre lo público y lo privado, lo accesible y lo inaccesible, lo conocido y lo secreto, en resumen, se hace manifiesta la relación entre el poder político y el control del archivo. No obstante, no es de mi interés tratar aquí el estatuto de los archivos confidenciales, tan sólo planteo el problema para una posible discusión posterior.

5 El archivo no es simplemente un añadido externo a la memoria, sino que constituye en sí mismo una figura de saber para la memoria. No hay que olvidar que el archivo es arché, es lugar de ley, lugar de orden, y, en esa medida, lugar de poder. Saber y poder son, en este sentido, indisociables.

6 Ibid., p. 48.

7 Walter Benjamin, «Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos», p. 67.

8 Después de la caída, explica Benjamin, la tristeza de la naturaleza la hace enmudecer por el duelo de la pérdida del estado paradisiaco en el que el espíritu puro del lenguaje imperaba. Ahora, con la caída, la naturaleza permanece muda a la espera de ser nombrada por el lenguaje, no paradisiaco, sino humano. La naturaleza ya no puede ser conocida desde la palabra pura de Dios. Cf. Ibid., pp. 72-73. De la misma manera, el enmudecimiento de las cosas y de la naturaleza puede entenderse aquí como el enmudecimiento del pasado, como consecuencia del abandono de un tiempo que ya no es presente y que por ello buscamos apropiárnoslo con el lenguaje e intentamos hacerlo hablar.

9 W. Benjamin, «La tarea del traductor», p. 132.

10 Cf. Miguel Valderrama, Traiciones a Walter Benjamin.

11 Cf. J. Derrida, «Des tours de Babel», pp. 6-7; W. Benjamin, «Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos», p. 73.

12 M. Foucault, op. cit., pp. 35-40.

13 La colección en su «totalidad» no determina las leyes de los elementos que la comportan. Por el contrario, los elementos en su conjunto determinan la extensión y contenido de la colección de la que forman parte. La idea de colección aquí planteada es, por lo tanto, equivalente a las constelaciones benjaminianas, las cuales, según Benjamin, son la representación y la configuración de las estrellas que las componen. Cf. W. Benjamin, El origen del Trauerspiel alemán, p. 14.

14 En El origen del Trauerspiel alemán, afirma: «En todo lo que desde el principio tiene de intempestivo, doloroso y fallido, la historia se plasma sobre un rostro; o mejor, en una calavera», ibid., p. 67. De este modo, la calavera opera como alegoría de la muerte (pues carece de expresión simbólica) en la que alcanza una dimensión de eternidad (distinta a la representación simbólica que es siempre fugaz). Así, el barroco se aferra a lo eterno en todos aquellos objetos que expresan la eterna caducidad de la naturaleza. Todas aquellas figuras del pasado quedan salvadas, o más bien, sobreviven al paso del tiempo, en sus formas ruinosas que constituyen así un objeto de saber.

15 Ibid., pp. 180-181.

16 El término «arruinar» puede ser entendido de dos maneras: en primer lugar, en un sentido positivo, como la acumulación de ruinas; y, en segundo lugar, en un sentido negativo, como la fragmentación y destrucción de algo.

17 Por «otros métodos» me estoy refiriendo aquí específicamente a aquella historia que Foucault identifica como la historia tradicional. Para el filósofo francés, la historia tradicional ha consistido en la sobreposición de un discurso histórico que explique a las distintas unidades continuas del tiempo (por ejemplo, la explicación de la historia a partir de los distintos periodos históricos). Por su parte, la arqueología opera de modo inverso, es decir, consiste en la «excavación de restos», los cuales se instauran en un tiempo discontinuo, y, en esa medida, expresan una temporalidad siempre nueva.

18 Sin embargo, la narración surge no tanto del sujeto que narra como de las propias ruinas que contienen en sí una vida llena de historias. Cf. W. Benjamin, «El pañuelo».

19 W. Benjamin, «La tarea del traductor», pp. 129-130.

20 Cf. J. Derrida, «Des tours de Babel».

21 Es decir, el pasado al «haber sido» y ya no «estar siendo».

22 Lo que revela este proceso incesante de la traducción es que la suspensión temporal de las ruinas entre pasado-presente nunca es estática, sino que es movimiento tensionado entre dos fuerzas temporales.

23 Cf. W. Benjamin, «Sobre la facultad mimética», p. 170.

24 Es fundamental recurrir a Charles S. Peirce para poder entender dos ideas clave acerca del símbolo: la primera, que el símbolo apunta a la realización de un contrato, y, la segunda, que es siempre convención de la expresión. En La ciencia de la semiótica, Peirce presenta al símbolo como el signo más perfecto, pues en él se reúnen los caracteres icónico, indicativo y simbólico, y señala siempre a una clase de cosas (siempre es general). Además, el símbolo, al ser el único signo que se forma por convención (Peirce nos recuerda que símbolo proviene del griego symbolon que, a su vez, se deriva del verbo symballein, el cual significa la acción de realizar un contrato o un convenio), no se presta a equívocos, sino que su interpretación y expresión es siempre unívoca: el vínculo establecido por el convenio entre signo-objeto es siempre uno y el mismo. En este sentido, el símbolo es siempre convención de la expresión. Cf. Charles S. Peirce, La ciencia de la semiótica, pp. 55-59 y 62.

25 Cf. Jean-Luc Nancy, La representación prohibida.

26 En la tesis V las Tesis sobre la historia, Benjamin afirma: «la imagen verdadera del pasado es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido en ella», y continúa en la tesis VI: «Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como verdaderamente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro». W. Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, pp. 39-40. Subrayo apoderarse y reconozca por un motivo: el instante de peligro es aquel momento en donde la verdadera imagen del pasado se encuentra en pugna, es el momento límite en que se da la lucha por la imagen del pasado. Se trata, pues, de un momento de lucha por adueñarse de una imagen del pasado de la que uno siente que le pertenece pero que, a la vez, uno siente que pertenece a ella. El instante de peligro es, entonces, aquel momento de reconocimiento entre el historiador y la imagen del pasado. La novela El instante de peligro de Miguel Ángel Hernández ilustra perfectamente ese instante de peligro en el que se da el momento de reconocimiento. Una vez que Anna se dispone a borrar las fotografías que compró meses atrás a un anticuario, la joven artista le comenta a Martín (el protagonista de esta novela): «Quizá no sea la historia verdadera la que se abre, quizá imagino algo que no ha ocurrido jamás, pero no importa; en ese momento soy yo; soy yo en la imagen, en el otro; su historia me pertenece; o yo pertenezco a la historia, a la imagen; soy yo ahí», Miguel Ángel Hernández, El instante de peligro, p. 169.

27 En esta ocasión utilizo arruinamiento en el sentido negativo que anteriormente definí, es decir, como destrucción y fragmentación.

28 Cf. W. Benjamin, op. cit., pp. 44-45. Los subrayados son míos.

29 «Luego de lo que pasó en Auschwitz es cosa barbárica escribir poesía», Theodor W. Adorno, Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad, p. 20.

30 Cf. J.-L. Nancy, op. cit., pp. 66-67.

31 J. Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, p. 98.

32 J.-L. Nancy, op. cit., p. 16.

Sobre la autora
María Fernanda Rodríguez-González (Ciudad de México, 1995). Maestra en Filosofía por la Universidad Iberoamericana con la tesis “Sobre la Historia sacrificial: una actualización de la filosofía de la historia de María Zambrano”. Es profesora del Centro de Investigación y Docencia Económicas. Sus principales líneas de investigación son la filosofía política, la filosofía de la historia, la teoría de la historia y la retórica.