Número 82

Exergos de América

El concepto como acontecimiento y transformación

Juan Carlos Álvarez García Cano

Quien quisiera hablar a otros de ella
hablaría con lengua de ángel,
probaría la pobreza de sus palabras

Hegel

I.

¿Qué hay en el nombre que fascina tanto a los que lo escuchan? Y ¿quién puede realmente nombrar las cosas? El poema eleusino que en algún momento Hegel le dedicó a Hölderlin en su juventud, permite reflexionar sobre el acto doble del lenguaje en cuanto puede nombrar experiencias y al mismo tiempo es incapaz de transmitir lo inefable:

La sabiduría de tus sacerdotes calla; ni un sonido de las sagradas iniciaciones se ha salvado hasta nosotros —y en vano se esfuerza, más que el amor de la sabiduría, la curiosidad del estudioso (ésa poseen los buscadores y te desprecian)— ¡para adueñarse de ella excavan en busca de palabras, en las que tu alto sentido estuviera impreso! ¡En vano! Sólo polvo y ceniza asen, donde, para ellos, nunca tu vida retorna.1

Para Hegel, esta paradoja del lenguaje se expresaría lúcidamente en su Fenomenología del espíritu cuando, al retornar al mismo poema, dejaría entrever no ya lo sublime de lo indecible —la pobreza de las palabras—, sino por el contrario, el nombramiento como aquello que resguarda lo indecible, es decir, la negatividad que posibilita lo innombrable en el acto mismo de nombrar.2 Así en el sistema hegeliano hay un inicio en lo que se afirma y en su negatividad. Es donde toma sentido el poema de Eleusis, a saber, «el poder de lo negativo que el lenguaje custodia dentro de sí».3 En El lenguaje y la muerte, a decir de Giorgio Agamben, el contenido del poema eleusino de Hegel no será otra cosa sino «la experiencia de la negatividad que es siempre ya inherente a todo querer decir».4 Y es desde esa inversión que parte del poema, donde deviene también el concepto entendido como un universal:

Lo propio del sistema hegeliano es que —a través del poder de lo negativo— ese punto indecible no produce ninguna solución de continuidad ni ningún salto a lo inefable. En cada punto está en obra el concepto, en cada punto del discurso sopla el aliento negativo del Geist (espíritu), en cada palabra se dice la indecibilidad de la Meinung (opinión), mostrándola en su negatividad.5

En todo caso para Hegel, lo uno y su negación se encontrarían apropiados en el concepto. Ya en el sentido de la universalidad y de aquello que se presenta como verdadero, hay un reconocimiento de la negatividad de eso que se percibe:

Así, pues, comienzo dándome cuenta de la cosa como uno y tengo que retenerla en esta determinación verdadera; si en el movimiento de la percepción se da algo contradictorio con aquella determinación, habrá que reconocerlo como mi reflexión. En la percepción se dan también, ahora, diferentes propiedades, que parecen ser propiedades de la cosa; sin embargo, la cosa es uno, y tenemos la conciencia de que esa diferencia, con la que ha dejado de ser uno, recae en nosotros.6

Pero aun en ese reconocimiento de lo uno y de su negatividad, y aun reconociendo las multiplicidades que hicieron posibles ese «universal», queda desconocido su afuera, o en otras palabras, las multiplicidades son ignoradas, «la cosa es uno precisamente porque se contrapone a otras»,7 las excluye.8
Se podría afirmar que en el concepto hegeliano universal no hay un esfuerzo por ubicar los fragmentos que quedan en la superficie o en el límite. A lo que se accede es a aquello que se encuentra ya constituido como «universal». En palabras de Hegel se entiende que

A los verdaderos pensamientos y a la penetración científica sólo puede llegarse mediante la labor del concepto. Solamente éste puede producir la universalidad del saber, que no es ni la indeterminabilidad y la pobreza corrientes del sentido común, sino un conocimiento cultivado y cabal, ni tampoco la universalidad excepcional de las dotes de la razón corrompidas por la indolencia y la infatuación del genio, sino la verdad que ha alcanzado ya la madurez de su forma peculiar y susceptible de convertirse en patrimonio de toda razón autoconsciente.9

La historia en cuanto concepto moderno no se aparta de esta lógica. Reinhart Koselleck sabía que lo que él denominaba como Begriffsgeschichte se fundamentaba en la filosofía de Hegel. La justificación por formular ese concepto de historia provenía de la búsqueda por secularizar el constructo del pasado y su articulación, destituyéndolo de la tradición providencial. En ese territorio que asentaba sus ideas en la Ilustración, se vinculó el pensamiento de personajes como Voltaire, Schelling o el mismo Hegel.

La filosofía de la historia irrumpía como aquello que podía explicitar la articulación del pasado ya no en historias singulares, sino como un todo conjunto que adquiría sentido en el presente. Lo particular de esta operación en cuanto operación diferenciada, radica en su nula recurrencia a un plano suprahistórico. Gracias al reconocimiento de su propia naturaleza, la historia era explicada por motivos internos que referían a la humanidad y a sus actos, llegaba a ser, por tanto, un acto racional. A esto agregaba Koselleck que «la historia en cuanto colectivo singular de todas las historias individuales, no sólo es resultado de la reflexión racional, sino que es ella misma el modo de manifestarse el espíritu que se despliega en el trabajo de la historia universal».10 La implicación de esto se traducía en tratar de encontrar en todas las acciones y en toda la experiencia humana un sentido que se articulaba en la historia, otorgándole «a todo hacer una meta y a todo padecer un sentido».11 Se intentaba en verdad elevar todo el contenido de la historia —todas las historias singulares— al proceso de una historia general universal, buscando además establecer a ésta como concepto.

Pero si en el propio concepto de historia quedaban articuladas todas las historias singulares a partir de un mismo sentido que se impugnaba universal, entonces aquello que quedaba fuera de ese universal —o acaso su negatividad— entraba en el olvido. Aun en la teoría de Koselleck no hay un esfuerzo lúcido por dar cuenta del afuera que gira en torno a los conceptos entendidos como totalidades. En esa medida, ese concepto no puede abarcarlo todo ni puede expresar la historia de todos. Se podría decir entonces que no hay un concepto como verdad o como universal, sino que existen múltiples conceptos que están en conflicto, y que es el conflicto lo que realmente permite expresar historias. En otras palabras, existirían diversos espacios de experiencia y horizontes de expectativa que permitirían desbordar un concepto pensado como universal, aún en temporalidades simultáneas.

Como ventanas que posibilitan mirar al pasado, los conceptos facilitan el reconocimiento de la subjetividad asumida en la modernidad como multiplicidad, y el conflicto es por tanto una consecuencia necesaria. Acaso Schmitt tenía razón cuando reconocía el antagonismo con el que se formulan los conceptos puesto que se vinculan a situaciones concretas. En la pérdida de ese antagonismo que se sitúa básicamente en un terreno político —ahí donde la agrupación amigo y enemigo se deja entrever—, los conceptos se vuelven abstracciones vacías debido a la pérdida de la vigencia del conflicto. ¿Cuál es por tanto la condición de posibilidad de todo concepto, siendo que éste implica en su determinación y territorialización un afuera que no se constituye como universal? Si en todo caso la historia conceptual contiene un sentido crítico que le es reconocido por el propio Koselleck,12 entonces aquella debe esforzarse por dar cuenta de ese afuera, de la contradicción o el conflicto del concepto y su fragmento, de lo que queda vedado a la simple vista o a la apariencia inmediata, es decir, de lo que no se expresa en el universal o lo «verdadero».

II.

Cuando en 1507 el cosmógrafo Martin Waldseemüller hacía aparecer el nombre de América en el célebre mapa Cosmographiae Introductio ampliando la geografía del mundo y superando la clásica forma tripartita (África, Asia y Europa), nadie había podido imaginar que, en tan sólo unos cuantos años, esa decisión que se expresaba en el nombre, buscara anularse. La codificación de América y su conceptualización dependerían de la experiencia previa que provenía de la historia occidental o acaso de su temporalidad. Si en el gesto del nombramiento acontece también su anulación, ¿entonces cómo explicar la conformación de algo que previamente no existía? Para Waldseemüller no parecía evidente que el nombre de América —el cual había anunciado gracias a las navegaciones de Américo Vespucio— fuera el más apropiado para asimilar un territorio hasta ese momento desconocido para el mundo occidental. Terra Nova o Terra de Cuba Asiae partis fueron los nombres que ahora le otorgaba al mismo territorio en su Carta marina navigatoria publicada en 1516.13

A pesar de la decisión de Waldseemüller de renunciar al nombre de América, y de reconocer en Colón al «verdadero descubridor» del nuevo territorio, resalta la pregunta, aún actual, de la territorialización del concepto de América como un tropos (léase figura de pensamiento) en constante disputa. El problema que inquieta a cualquiera que descubra en el pasado una actualidad que se corresponde con el tiempo del ahora, proviene de la intensidad con la que ese pasado constela en el presente. La cuestión a resolver radica en entender que el concepto de América, en el momento en que Waldseemüller invierte la configuración de su nombramiento, mantiene una conflictividad que impide su territorialización y acaso su demarcación precisa. Y esto es así por la sencilla razón de que la experiencia de ese tropos es hasta ese momento desconocida. Aun con el nombre (América), y aun sabiendo que existía un continente distinto de los hasta ahora conocidos —para Occidente—, el espacio de experiencia de ese sitio que se nombra como América se encuentra en una tensión que hace imposible su constitución real. Por esa razón el espacio de experiencia previo, al ser estridente con una nueva realidad, permite la formulación de nuevas expectativas o, en otras palabras, la postulación del tiempo que se tenía en Occidente, previo al conocimiento de eso que se nombrará como América, dejará de ser la misma. ¿Quién hubiera podido pensar en América como un todo o como una obra, cuando ésta aún no se encontraba constituida, cerrada o finalizada?

Las categorías de «espacio de experiencia» y «horizonte de expectativas» que introduce Koselleck para la Historia Conceptual son esclarecedoras para reconocer el momento paradigmático que expresa América como el detonante de una temporalidad totalmente distinta. En ese sentido, América abre una novedad que crea un horizonte de expectativas hasta ese momento impensable. Para Koselleck, las experiencias liberan las expectativas y las guían, o en cambio las desgastan creando una novedad en ellas. Si esta tesis es correcta, puede afirmarse que la experiencia de América al ser desconocida —y por tanto inventada— permitió la apertura de nuevas expectativas que acaso inauguran la modernidad como un tiempo que se separa del antiguo régimen. América, desde esa tensión, libera la temporalidad occidental —la hace saltar del continuum de la historia— en donde las expectativas previas se alejan en la medida en que se acumulaban nuevas experiencias. Pero esta codificación no se establece de un instante a otro, inclusive no existe un referente único que exprese su singularidad como unidad.

Desde su nombramiento, América implica una inmensidad de decursos y de subjetividades que no cesan de mostrar su conflictividad. Por esa razón es imposible pensar en un único espacio de experiencia y por tanto en un único horizonte de expectativas en torno de ese mismo tropos que es América. Desde finales del siglo XV hasta finales del siglo XVI, esa figura es aún borrosa y se mantiene en constante cambio. En estricto sentido la experiencia que se gesta en torno de América no sería la misma para los viajeros y conquistadores que tienen una primera impresión de algo desconocido, o en cambio para las misiones evangélicas de inicios del siglo XVI que cuentan con elementos previos para llevar a cabo su empresa. Tampoco tendría la misma singularidad la experiencia de América que se configura para el soberano del territorio español, como para aquellos que escuchaban noticias de aquella «novedad». Para Colón, por ejemplo, no deja de ser sorprendente el lugar que llega a encontrar y que nunca deja de concebir como Asia, debido a la «diferencia» con el territorio desde donde parte y debido a su experiencia previa. En sus relatos explica que en ese lugar (América) «havía hombres de un ojo y otros con hocicos de perros que comían hombres y que en tomando a uno lo degollavan y le bevían la sangre y le cortavan su natura».14 No sólo eso, lo fantástico se entretejía con los relatos medievales y las puesta en escena del «Nuevo Mundo» que, o se adaptaba a la experiencia previa, o la desplazaba corroborando la diferencia que debía ser nuevamente articulada e integrada a una lógica de imposición. Así se introducían en los relatos de viajeros como Colón, seres fantásticos o lugares míticos que provenían de fuentes diversas y que tenían un eco en la propia Antigüedad occidental. Desde los discursos de Plinio hasta las imágenes del Libro de las maravillas del mundo de Mandeville, pasando por La divina comedia de Dante o por la Biblia, todo lo que se entrecruzaba era una comprobación de la experiencia previa que reconfiguraba las expectativas y la temporalidad occidental.15

Incluso aquellos que habitaban ese territorio previo a la llegada de los conquistadores europeos tienen una imagen distinta de lo que viene a concebirse como América. Sin embargo, ¿quién podría hablar por ellos, y quién puede también ignorarlos? En la conceptualización de América hay un sin fin de posibilidades que terminan con su desplazamiento, pero que inician con el nombre. Finalmente, esa conceptualización se entreteje afirmando ciertos proyectos y negando otros, quedando en el concepto el correlato de un conflicto latente, resultado de intereses y subjetividades diversas que van conformando estratos inteligibles sólo para aquel que mira más allá de la definición. Así por ejemplo, se puede entrever el imaginario que se va construyendo en la alegoría de América, sin dejar de constatar lo que hay detrás de esa imagen. Hasta finales del siglo XVI no hay un programa iconográfico de América en la mente de Felipe II sino hasta el momento en que ese sitio significa un espacio que da apertura a la dignidad imperial que acaso no obtuvo dicho soberano mirando a Europa.16 ¿Hay entonces una sola expectativa compartida en la conceptualización de América, o se puede afirmar que ésta, en la medida en que resulta la más inmediata o visible desde el presente, es resultado de un marco de subjetividad que se impone o no con respecto a otros y que coincide en todo caso con esa experiencia que devino una constante?

Un exergo puede evidenciar la problemática de todo concepto en cuanto sitio en conflicto o en cuanto territorio de lo político. Del griego éxo, afuera, y ergon, obra, el exergo puede al mismo tiempo mostrar aquello que queda fuera de la obra (léase del concepto) e iluminar una línea crítica posible para toda historia conceptual. Para el caso de América, esa operación se hace evidente cuando se mira hacia un estrato particular que delimita esa noción en un imaginario colectivo específico. Si se piensa por ejemplo en la Europa del siglo XVIII, se puede tener una constante en la codificación de América, la cual no deja de inquietar o acaso de incomodar a quienes reproducen un discurso que mantiene algún eco de aquella época. Piénsese por ejemplo en David Hume cuando volvía nuevamente presentes las teorías climáticas que habían reproducido personajes como Platón o Aristóteles en la Antigüedad, afirmando que aquellas personas que vivían cerca de los trópicos —incluyendo en esa clasificación a los americanos— eran por naturaleza inferiores.17 También cercano a esta postura se encuentra un filósofo como Herder, quien concibe como carácter general de los americanos una «bondad» o una «inocencia casi infantil» donde apenas existen «informes esbozos de gobiernos».18 Si esos discursos que giran en torno del concepto de América conforman una «verdad» que es indiscutible para la época, no es menos cierto que sólo es posible construirla conforme a una subjetividad que se mira a sí misma, excluyendo todo aquello que se conciba como diferente.

¿Quién podría negar que en esa «inferioridad» descrita por Hume, o en la «inocencia casi infantil» adjudicada por Herder, existe un correlato con conceptos como los de civilización, descubrimiento, progreso, raza, universalidad y definitivamente con el concepto mismo de historia? ¿Quién dejaría de reconocer que en las historias escritas sobre América se juega esa subjetividad que rige una postulación del propio tiempo? Pero quien logre mirar con más agudeza advertirá el conflicto que está en el concepto, al construirse éste sobre antípodas, negatividades, silencios y sobre todo aquello que queda fuera de esa obra que se concibe terminada y que se corresponde con lo siguiente: «descubrir que en la raíz de lo que conocemos y de lo que somos, no están en absoluto la verdad ni el ser, sino la exterioridad del accidente».19

¿Quién quedaría fuera de la civilización europea, o quién del progreso occidental? ¿Quién, en todo caso, quedaría fuera de la raza blanca, o quién de la historia universal? ¿Quién, finalmente, quedaría fuera de América?

III.

En una entrevista que se le hizo a Gilles Deleuze en 1989 bajo el formato de un «abecedario», se anunciaban ya las posibilidades que el filósofo le otorgaba al concepto en cuanto acontecimiento y creación: «tan pronto como los creamos resistimos». Sin embargo, su interlocutora y alumna Claire Parnet, objetaba a tal afirmación con una pregunta que precisaba el problema: «¿exactamente a qué resistimos?». La respuesta de Deleuze, más que cerrar la pregunta, transfigura la exposición de su límite: se resiste a un mundo que, sin creación, hace imposible la vida. En otras palabras, dirá Deleuze, «¿podemos figurarnos lo que el mundo sería sin creación o sin una liberación de la vida?». Dos años después de aquella entrevista, se publicaría una de las obras que aclararían lo que ya había anunciado con relación a la delineación del concepto.20 En el libro ¿Qué es la filosofía?, Deleuze entendía —en compañía de Félix Guattari— que el pensamiento, desde una posición que tiene como fundamento la afirmación de la vida en cuanto acontecimiento y transformación, sólo podía traducirse mediante la producción de un dominio creativo que se expresaría para el propio Deleuze en aquello que conocemos como concepto.

A partir de la inmanencia como categoría constitutiva del pensamiento de Deleuze, la noción de vida encuentra su articulación real sólo en la medida en que superan las figuras tradicionales de lo uno y lo múltiple, lo mismo y lo otroo del sery el pensar como momentos constitutivos de la filosofía de Occidente. Es Deleuze quien, apoyándose en el pensamiento de Spinoza, asume la crítica a la tradición platónica y escolástica que hace de la vida mera copia de lo uno, y que, en última instancia, impide y obstaculiza la acción como función creadora. Para Spinoza como para Deleuze la metafísica de la trascendencia será entendida como aquello que subyace a toda experiencia sometida a causas que impiden el despliegue de la vida misma, que es su potencia creativa. Al postular dicha crítica, se entenderá que no hay fundamento trascendente para la vida ni acaso una causa primera: la vida —dirá Deleuze— se afirma como causa de sí.

Deleuze reconoce que en el ir y venir constantes entre el ser y el pensar, o entre el consiente y el inconsciente a través de la intuición —en el sentido que le otorga Bergson— es como se puede realizar dicha tarea, lo que posibilita la creación y el acontecimiento como liberación de la vida. De esa manera «materia y conciencia, ser y pensar, son para Deleuze las tendencias interiores de una intuición en la que el cuerpo ofrece a la conciencia las imágenes por las cuales se crea a sí misma»,21 permitiendo una capacidad de autodeterminación que no está de suyo dada. En esa medida, la propuesta de Deleuze se encamina junto con la filosofía de Nietzsche a pensar la vida como transformación y no como mera copia de lo mismo. Tal transformación encontrará su impulso en las fuerzas activas que el cuerpo impone a la materia viva, es decir, no hay una espera que reproduzca las formas.

Lo activo, mencionará Deleuze, tiene que ver con la actividad de transformación. Es una energía capaz de transformarse y de transformar la materia viva que es última causa de sí. Lo activo se define en todo caso, como aquello que anuncia la voluntad de afirmación como creación. Es la re-territorialización de lo dado, es mediación: transformación. Apropiarse, según Deleuze, «quiere decir imponer formas, crear formas explotando las circunstancias».22 Así la vida, al afirmarse mediante la intuición que conduce a las fuerzas activas del cuerpo a su desestratificación y liberación, se moviliza al mismo tiempo hacia el olvido de su actividad como reacción, como copia o como correlato de la trascendencia que se ha manifestado de diversas maneras a través de figuras como el Estado, la Iglesia, el Capital o la Razón. El pensamiento, fruto de las fuerzas activas, y evocación de la transformación, no se encuentra más suscrito a la reacción, afirmándose en una vida que también es activa. De ahí que la vida se entienda en la filosofía de Deleuze como la «fuerza activa del pensamiento» y el pensamiento como el «poder afirmativo de la vida».23 Pensamiento y vida significan entonces acontecimiento, transformación, creación.

Spinoza y Nietzsche son por tanto para Deleuze los ejes constitutivos de su respuesta sobre la filosofía. Es Spinoza quien «hace de la filosofía una creación de conceptos, entendida como el vínculo del pensamiento con un plano de inmanencia que lo atraviesa, como expresión de dicho plano en la formación de nociones que dan cuenta de su carácter plural y dinámico».24 Pero con Nietzsche la tarea del concepto como diferencia y como crítica de la Idea platónica que tiene como trasfondo la trascendencia, encontraría el engranaje que hiciera operar la filosofía de Deleuze, inscribiéndose «en una tradición vitalista que encuentra en la aprensión directa de la vida misma y la diferencia la fuente de una reflexión filosófica capaz de hacer del concepto un dominio creativo y no un mero calco de un sujeto o un objeto diseñados a partir de las exigencias lógicas de la representación».25

Es así que el concepto puede entenderse desde la filosofía de Deleuze como producción de acontecimiento, como aquello que no responde a una trascendencia ya que no se encuentra dado o acabado. Pero sobre todo, el concepto se debe entender en Deleuze como aquello que se puede crear e inventar.26 Al respecto menciona el propio Deleuze parafraseando a Nietzsche: «los conceptos no nos están esperando hechos y acabados, como cuerpos celestes. No hay firmamento para los conceptos. Hay que inventarlos, fabricarlos o más bien crearlos, y nada serían sin la firma de quienes los crean».27 Y esto es así porque el concepto responde a situaciones actuales, lo que permite que la diferencia pueda constituirse y desplegarse en aquello que se concebía y asimilaba como lo mismo. Por ello Deleuze emprende una crítica a la noción de Idea en Platón como noción que no puede resistir al devenir.

En el concepto deleuziano no hay nada presupuesto como objetivo: «Y es que, en el plano platónico, la verdad se plantea como algo presupuesto, ya presente. Así es la Idea».28 Al renunciar a esta metafísica de la trascendencia, Deleuze vacía al mismo tiempo la propia noción de concepto en la medida en que sus propios contenidos ya se encuentran establecidos por dispositivos de captura: informática, mercadotecnia, lógica, ciencia, capital. El concepto en Deleuze se afirma verdadero sólo en la medida en que responde a su tiempo o lo resiste, se afirma como intempestivo, es finalmente, referencia directa de la vida.

Al ser transformados, los conceptos permiten reconocer que existen otras historias aún por contar, sus posibilidades se desbordan haciendo irrumpir la experiencia de subjetividades inconexas o capturadas, estratos de tiempo suspendidos, ritmos de vida que aquí y allá desafían un discurso impuesto, acaso un relato apabullante y ajeno. Si existe algo en la filosofía de Deleuze que puede aportar a la historia, ese algo debe reconocer que ésta tampoco se encuentra acabada.

IV.

Los cruces de la teoría de Koselleck con la filosofía de Deleuze amplían el marco de referencia de los conceptos para su estudio histórico y permiten ir más allá del pasado, ya que dicho pasado adquiere su radicalidad al constelar con el tiempo del ahora. No sólo hay un afuera del concepto, sino que éste siempre puede crearse o producirse. En ese sentido, es América también un lugar de intensidades que expresan un afuera y que manifiestan una posibilidad de transformación como todo cuerpo político, social o cultural.

Ante esas intensidades y ante ese afuera, surge la pregunta por aquello que las encubre, por aquello que fundamenta su sentido y que las justifica como residuos del pasado. La noción de América y su conceptualización se rigen como reacción, como copia de un relato mayor que es Occidente y su historia. De ahí la justificación de su «descubrimiento», invasión y colonización. La historia de América no ha sido otra más que la que le ha sido impuesta por Occidente, mera copia de un relato. Y todo esto fue posible debido a que pudo amoldarse esa historia a las expectativas de una noción de universalidad que entrecruzaba la experiencia que se impuso como única, expresándose con mayor radicalidad en las filosofías de la historia de la modernidad.29

Con la «vergüenza de ser hombre» que expresó Primo Levi después de su experiencia en los campos de concentración, y con la barbarie a la que había llegado Occidente como límite de una autoafirmación que desembocó en la guerra y en la pérdida de toda dignidad, incluso la de la muerte,30 el descentramiento de América y la posibilidad de su acontecimiento como creación se hicieron evidentes. Después de esa barbarie, toda la historia universal se convirtió nuevamente en múltiples historias que se desvinculaban de su relación con el telos formulado por Occidente y con la historia universal. No era que no existieran aún intentos de conglomerar diferentes historias bajo una misma lógica, sino que la vinculación de historias como las de América —ahora fragmentada— posibilitó una postulación del tiempo totalmente distinta: ahora se podía observar el afuera que había quedado sólo como fragmento.

La literatura de inicios del siglo XX es una buena muestra de ese descentramiento. Quizá sea incluso la que ilumina los exergos que iba dejando América a su paso. Para un escritor como Gamaliel Churata existía de hecho la posibilidad de que América fuera vista siempre como mera trasposición de Europa, como su copia: «El descubrimiento de América y la conquista vinieron a detener la marcha de este pueblo que, así, ha quedado sepultado y permanece sepulto todo el tiempo que corre desde ese hecho fundamental de la Historia Moderna».31 Pero la particularidad de su texto, se inscribe en pensar América como posible ruptura y transformación de un proyecto ajeno. Su clara lectura de la historia moderna (universal) de la cual se desvincula, mantiene un puente con su afirmación final que hace de América algo que no existe, algo que está por construirse:

Un físico florentino, el maestro Paulus, apellidó Colón al Descubridor de América para inducirlo a la empresa de colonizar los mares. América es sólo eso: La colonia de Europa; la otra, la América que los ilusos americanos soñamos, hay que extraerla de la gleba fecunda en que hace cinco siglos dormita. América, pues, no existe…32

Churata ya había dado la respuesta algunas líneas antes, cuando da apertura a una constelación entre pasado y presente, al permitir entrever la posible transformación de América y de su convulsión. Como concepto cerrado, América no existe, pero late en su afuera al liberarse de la historia y acontecer en el presente:

Trasuntamos la tesis de un escritor suramericano al proponernos esta difícil pregunta: ¿Pero es verdad que América existe? Así expresada la proposición tiene todas las apariencias de una frase. ¿Por qué no había de existir América si en su territorio hemos nacido, nos cobija y alimenta y de sus problemas vivimos?33

Después de aquella pregunta mencionará Churata:

Sin embargo, el examen serio de la cuestión lleva al aludido escritor a resultados imprevistos. Por de pronto sostiene que América no existe, porque América no sólo es una noción o un axioma geográfico, sino un concepto espiritual y un organismo que late, se expresa y convulsiona.34

Fue acaso Edmundo O’Gorman quien concibió la mayor radicalidad de América al expresarla desde su momento constitutivo como un ente dotado de un contenido que, como en la historia moderna a la que alude Churata, se había inventado desde afuera.35 El aporte de O’Gorman, que parte de su lectura de Heidegger, radicaliza aún más la posibilidad de una transformación de América, porque al descentrar esa invención que se lleva a cabo mediante el concepto de descubrimiento, retorna hasta el instante en que ese ente es encubierto, o en otras palabras, llega hasta el punto cero de lo que está por acontecer, la posibilidad de la obra de América, la apertura de su ser, a saber, la nada. Y desde esa nada que es iluminada, hay una posibilidad inmediata de creación y de transformación, acaso de una reinvención.

En la no afirmación de lo que está cerrado, o del concepto de América como concepto terminado o universal, está la posibilidad de constelar el pasado con el presente, de desmuseificarlo:

El pasado que está aquí en cuestión —dirá Agamben remitiéndose a Benjamin— no es ni un origen intemporal ni aquello que ha sido de una vez por todas, la serie de hechos irrevocables que se trata de acumular y custodiar en los archivos: es, más bien, algo que puede todavía advenir y que, por esto, debe ser en cada ocasión arrancado de la representación en la cual lo ha aprisionado la ideología dominante.36

No hay entonces una angustia permanente ni un mero asombro: después de la contemplación viene la transformación, o en palabras de Deleuze, la resistencia y la liberación. Ejemplar en ese sentido, fue también el caso de Bolívar Echeverría cuando anunciaba una reinvención de América y de su historia.37 Aquella reinvención tendría su eje constitutivo en la América Latina como momento distinto al que hasta ahora se había impuesto. Echeverría reconocía con Spinoza que, en la afirmación de una posibilidad —o acaso de un programa o proyecto— se encuentra implicada la negación de las demás.38 Sin embargo, la reinvención propuesta por Echeverría se sujetaba a una dialéctica que buscaba generar un nuevo concepto universal de América y no en cambio una superación que se sumergiera en las contradicciones, posibilitando así la multiplicidad que acaso trasciende la postura hegeliana que se olvida de lo paradójico.

Quien así lo expresó fue Frantz Fanon al contemplar en la otra América —la América profunda—, no una, sino diversas posibilidades que se entretejían como potencias de vida en un mismo instante, en un mismo concepto. Y la historia, por esa misma razón, debía ser para Fanon puesta en contradicción, debía de estar sumergida en sus propias contradicciones: «El pasado se transmuta en valor. Pero yo puedo también retomar mi pasado, valorizarlo o condenarlo […]. No soy prisionero de la Historia. No debo buscar allí el sentido de mi destino. Debo recordar en todo momento que el verdadero salto consiste en introducir la invención en la existencia».39 Una nueva invención de América y de su historia —que se desprendiera del pasado que la había aprisionado— se hacía cada vez más necesaria y más presente. Lo es aún ahora.

Ahí donde hemos visto una historia universal que hacía de América un correlato, ahí donde vemos experiencias y expectativas de suyo dadas, ahí también donde vemos una civilización que nos aprehende y que consume la duración de nuestro tiempo, donde se delimita a la propia razón por medio de «verdades» que son desbordadas por los pliegues que con la vida misma emergen, ahí, se encuentra sólo el silencio que alguna vez fue llenado con palabras. Si con Koselleck podemos reconocer una historicidad en el concepto de América como universal,40 con Deleuze se apertura la posibilidad de su transformación para retornar nuevamente al conflicto del concepto, que se encuentra en lo que quedó fuera de él y que se corresponde con la posibilidad de reescribir su historia.

El descentramiento de América —que tenía su anclaje en Occidente— se hace evidente tanto en su temporalidad como en su territorialización, su historia, sus usos, y la forma en la que se puede observar algo que se define desde el lugar que se apropia de aquello que fue conceptualizado con ese nombre. Ya sea como nuevo cuerpo político o social (América Latina, Nuestra América, Abya Yala), ya como la irrupción de cuerpos comunitarios autonombrados y proyectados como diferencia (producción de lo común), o ya en cambio como resistencia de un paradigma capitalista (movimientos antiimperialistas), la reinvención de América posibilita su acontecimiento como construcción actual, como algo que no se encuentra acabado, objetivado, capturado. De ahí también se hace posible comprender otras potencias, subjetividades y energías activas, otros espacios de experiencia y horizontes de expectativa que evidencian aquellos lugares y temporalidades que se manifiestan día a día, mostrando que siempre estuvieron ahí, pero que acaso no podíamos o no queríamos verlos. América como acontecimiento, es algo que está siempre por realizarse, es transformación. Como en el poema eleusino de Hegel, debemos empezar acaso por el nombre, para escuchar lo que este nombre no dice.

Bibliografía

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Peer Schmidt, «“Emperador de las Indias”. América en el mapa mental de la corte española del siglo XVI», en Alicia Mayer (coord.), América en la cartografía. A 500 años del mapa de Martin Waldseemüller, México, unam, 2009, pp. 99-121.


1 Citado en Giorgio Agamben, El lenguaje y la muerte. Un seminario sobre el lugar de la negatividad, pp. 24-24

2 G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 69.

3 G. Agamben, op. cit., p. 33

4 Ibid., p. 31.

5 Ibid., p. 32.

6 G. W. F. Hegel, op. cit., p. 76.

7 Idem.

8 «La multiplicidad diversa, sin embargo, se da también necesariamente en la cosa, de tal modo que no es posible eliminarla de ella, pero le es algo no esencial», ibid., p. 78.

9 Ibid., p. 46.

10 Reinhart Koselleck, historia/Historia, p. 71.

11 Ibid., p. 73.

12 Mencionará Koselleck al respecto: «Aquellos que celebran a los vencedores silencian a los vencidos, y aquellos que rememoran a los vencidos omiten a los vencedores. Lo cual plantea, por supuesto, un problema moral. Así pues, la relación de silencio y manifestación en el lenguaje y/o en los símbolos reproduce una y otra vez un problema perenne que implica siempre preguntarnos por los conceptos políticos silenciados, que según esto serían aquellos que no se consideran conceptos fundamentales (los “no Grundbegriffe”). No veo, por tanto, ninguna dificultad en ocuparnos de este problema, en la línea preconizada por Walter Benjamin, quien reivindicaba la conmemoración de los derrotados e invitaba a ver las cosas también desde el punto de vista de los vencidos. Así que, por qué no, la historia de los conceptos debería estar siempre obligada a conmemorar a los excluidos», Javier Fernández de Sebastián, «Historia conceptual, memoria e identidad (ii). Entrevista a Reinhart Koselleck», p. 610.

13 Dietrich Briesemeister, «Globalización en la era de los descubrimientos: Waldseemüller y la geografía del Renacimiento», p. 28.

14 Emanuele Amodio, Formas de alteridad, p. 55.

15 Ibid., pp. 95-96.

16 Cf. Peer Schmidt, «“Emperador de las Indias”. América en el mapa mental de la corte española del siglo XVI».

17 Antonello Gerbi, La disputa del nuevo mundo. Historia de una polémica 1750-1900, p. 47.

18 Ibid., p. 360.

19 Michael Foucault, «Nietzsche, la Genealogía, la Historia», p. 13.

20 «Has elegido un abecedario, me has puesto al corriente de los temas, y resulta que no conozco las preguntas con exactitud, de modo que por mi cuenta he podido pensar un poco los temas... responder a una pregunta sin haberla pensado un poco... para mí es algo... inconcebible, vaya; en tal caso, lo que nos salva, lo que me salva, es la cláusula. La cláusula es ésta: todo esto no será utilizado –si resulta utilizable– no será utilizado hasta después de mi muerte. Así que, créeme, me siento ya reducido al estado de puro archivo de Pierre-André Boutang, de folio, lo que me anima mucho, me consuela mucho, y casi al estado de un puro espíritu: hablo, hablo de… después de mi muerte… y… ya se sabe que un puro espíritu, basta haberlos invocado para saber que un puro espíritu no es alguien que dé respuestas muy profundas ni muy inteligentes. Es algo escueto, pero me parece bien, me parece bien todo, empecemos: a, b, c, d… lo que quieras».

21 José Ezcurdia, Cuerpo, intuición y diferencia en el pensamiento de Gilles Deleuze, p. 29.

22 Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía, p. 63.

23 Ibid., p. 143.

24 J. Ezcurdia, op. cit., p. 34.

25 Ibid., p. 54

26 G. Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, p. 8.

27 Ibid., p. 11.

28 Ibid., p. 35.

29 Cf. Karl Löwith, El sentido de la historia. Implicaciones teológicas de la filosofía de la historia.

30 G. Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo, pp. 41-142.

31 Gamaliel Churata, «La América no existe», p. 106.

32 Idem.

33 Ibid., p. 105.

34 Idem.

35 Cf. Edmundo O’Gorman, La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del Nuevo Mundo y del sentido de su devenir.

36 G. Agamben, «Atenea entre pasado y presente».

37 «La tesis que defiendo, retomada en sus rasgos generales de la obra de Edmundo O’Gorman, afirma que la ambigüedad en cuestión proviene del hecho de que el “proyecto” histórico espontáneo que inspiraba de manera dominante la vida social en la América Latina del siglo XVII no era el de prolongar (continuar y expandir) la historia europea, sino un proyecto del todo diferente: re-comenzar (cortar y reanudar) la historia de Europa, re-hacer su civilización. […] El proceso histórico que tenía lugar allí no sería una variación dentro del mismo esquema […] sino una metamorfosis completa, una redefinición de la “elección civilizatoria” occidental; no habría sido sólo un proceso de repetición modificada de lo mismo sobre un territorio vacío (espontáneamente o por haber sido vaciado a la fuerza) —un traslado y extensión, una ampliación del radio de vigencia de la vida social europea (como sí lo será más tarde el que se dé en las colonias británicas)—, sino un proceso de re-creación completa de lo mismo, al ejercerse como transformación de un Mundo pre-existente», Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, p. 68.

38 Ibid., p. 173.

39 Frantz Fanon, Piel negra, máscaras blancas, pp. 188-189.

40 Para Koselleck, el referente de la historia conceptual se encuentra en principio en Hegel. La cuestión por tanto se encuentra en descentrar ese referente y ampliar las posibilidades de la historia conceptual hacia otros referentes teóricos a partir de los problemas actuales que se sitúan en temporalidades y geografías diversas. La teoría crítica es uno de esos referentes, pero la historia conceptual tiene aún muchos otros alcances. Cf. R. Koselleck, historia/Historia, p. 72.