Número 80

Retorno a Löwith

La teología y el pensamiento crítico contemporáneo

Miranda A. Martínez Bonfil

Una y otra vez el lazo entre filosofía de la historia y cristianismo se encuentra en proceso de ser reconsiderado.1 En el acalorado debate en torno al papel de la secularización en la configuración del mundo moderno no sólo está en juego una explicación del proceso de conformación de Occidente como entidad hegemónica a partir del siglo XVI, sino que se ponen en tensión las ramificaciones éticas, políticas y filosóficas de un conflicto que llega hasta nuestros días. Al ser éste un debate central para el pensamiento contemporáneo, el término «secularización» ha asumido una enorme cantidad de acepciones que ya Giacomo Marramao se ha dado a la tarea de analizar.2 Sin pretender zanjar los problemas fundamentales que nacen de esta cuestión, y aceptando la inestabilidad de los límites de este problema, me parece importante partir de lo que Karl Löwith expuso en torno al tema para explorar las consecuencias que trae consigo la puesta en cuestión del proyecto —tradicionalmente concebido como autosuficiente y absoluto— de la modernidad. La labor de recuperar los postulados de Löwith está encaminada aquí a traer al centro de la discusión los vínculos entre el pensamiento religioso y aquel histórico-filosófico, a fin de mostrar la complejidad de este problema.

El libro de Löwith titulado El sentido de la historia. Las implicaciones teológicas de la filosofía de la historia, publicado en 1949 en Estados Unidos, fue concebido con la intención de mostrar la dependencia —tanto estructural como conceptual— de las filosofías de la historia con relación al cristianismo. La premisa fundamental del libro es que toda filosofía de la historia está asentada en la experiencia cristiana del tiempo, lo que implica que los acontecimientos históricos se entienden en función de un eschaton originalmente marcado por la parusía. Debido a la imprecisión del título original, la edición alemana de 1953 se presentó con un título que expresaba más adecuadamente la tesis central del libro: Historia del mundo y salvación: los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia (Weltgeschichte und Heilsgeschehen. Die theologischen Voraussetzungen der Geschichtsphilosophie). En términos generales, la motivación que encamina el análisis es mostrar que las ideas modernas acerca del devenir histórico están íntimamente ligadas con la imagen de la clausura del tiempo y la redención que tendrán lugar tras el regreso de Cristo. Lo anterior implica a su vez que la vivencia del tiempo que se nos presenta como dada no es de suyo natural ni evidente, y comporta ya, por su estructura, ciertas limitaciones para relacionarnos con el entorno.

Según esta interpretación, los márgenes establecidos por la teleología judeocristiana fueron gradualmente sepultados y se asentaron como marco apriorístico de la reflexión acerca del devenir humano. Löwith señala que toda interpretación histórica responde a la necesidad de comprender la experiencia del sufrimiento; sin embargo, mientras para los historiadores clásicos bastaba con recuperar de la historia modelos de acción y consignar la memoria de actos pasados, para el pensamiento cristiano estos actos comenzaron a hilarse linealmente en función de coordenadas suprahistóricas que situaban el verdadero valor de la vida a partir de su inserción en un mundo por venir. Así, a diferencia de las reflexiones clásicas acerca de la temporalidad —que presentan los acontecimientos como dispuestos en conformidad con procesos cíclicos—, las filosofías modernas de la historia están orientadas por la perspectiva salvífica abierta por la vida de Cristo, es decir que, pese a eliminar del mapa al mesías, la filosofía de la historia continúa organizándose en función de un futuro totalizante que clausura el tiempo y que articula desde ese centro el resto del acontecer histórico.3 A pesar de que esta afirmación pueda ser reduccionista en muchos sentidos, lo que nos interesa es la premisa general.4

El término «filosofía de la historia», acuñado por Voltaire, fue usado por primera vez en su sentido moderno para referirse a la interpretación del devenir histórico basada en la observación empírica y la interpretación racional del mundo. Esta propuesta que se concibió como opuesta a las especulaciones teológicas que le precedieron, dio como resultado que el principio rector del devenir histórico se deslindara de los designios divinos y se trasladara, tras una serie de variaciones, al campo de lo absolutamente humano.

Ciertamente, para Löwith no es fortuito que en la temporalidad tripartita pasado-presente-fututo el futuro sea, para el pensamiento occidental, concebido una y otra vez como el «verdadero» centro de la historia. El conflicto humano en relación con las fuerzas del destino y la fortuna fue articulado tras el triunfo del cristianismo en función de un fin último de la historia, entendiéndolo simultáneamente como fin y como meta. Bajo esta lógica genealógica, Löwith explica que una de las particularidades más fundamentales de la modernidad estuvo dada por la convulsa transposición de la meta de la historia del plano transcendente al histórico y, simultáneamente, por la entronización del hombre como agente último de su destino, en lo que Marramao entenderá como una transformación de «la relación vertical entre los términos [tierra y cielo] en relación horizontal [presente y futuro]».5

A grandes rasgos, lo que evidencia Löwith es un proceso paradójico donde se construyeron sistemas de pensamiento sustentados en la búsqueda de bases científicas para la especulación filosófica que, sin embargo, no dejaron de estar basados en los principios cristianos contra los que se habían declarado desde el inicio. Esto implica, en palabras de Löwith, que «la conciencia histórica moderna es tan cristiana por derivación como anti-cristiana por consecuencia».6 De hecho, la mundanización y la temporalización de la promesa de salvación es lo que permite a Löwith mostrar las líneas de continuidad entre pensamiento cristiano y moderno.7 A pesar de la intención de este último de señalar la enorme distancia entre el «mundo humano objetivo» y el «falso constructo especulativo de la religión», la inclinación escatológica emanada del Nuevo Testamento continúa condicionándonos.
Esta última premisa, criticada duramente por Hans Blumenberg, y acusada de ser únicamente un gesto retórico, requiere de una mayor explicación.8 Desde la perspectiva de Löwith el problema radica en que, bajo el amparo de una teoría engarzada en un esquema teleológico, el hombre pudo justificar su misión civilizatoria en términos de una razón universal que cree poder controlar las fuerzas naturales e históricas a su voluntad. La propuesta de Blumenberg busca disipar las confusiones que se crean al equiparar estos dos ámbitos y procura en cambio entender a la modernidad en su particularidad. Lo importante de la propuesta de Löwith es que permite iluminar más claramente los cruces entre pensamiento secular y religioso, y con ello comprender la formación de ciertas tradiciones políticas que parecen inconcebibles sin una visión cristiana de la historia. Para pensadores como Löwith o Voegelin, el totalitarismo moderno está profundamente enlazado con el fenómeno de secularización en la modernidad.

Es importante recalcar que la crítica que hace Löwith no tiene como propósito invalidar al pensamiento moderno sobre la base de su filiación con la religión. El verdadero problema de este proceso de secularización no está en la impropiedad del pensamiento moderno o en su relación con principios religiosos, sino en la implantación de un discurso que se rige por una metafísica a la que intenta hacer pasar por objetiva. Debido a esto, las grandes corrientes políticas modernas están íntimamente ligadas con la secularización de principios teológicos que transformaron la concepción del devenir humano y lo insertaron en un esquema de evolución progresiva e irreversible en el que cada fase histórica se entendió como resultado de preparaciones previas que apuntaban, desde un inicio, hacia su superación. Fue bajo estos presupuestos que tanto la derecha como el marxismo y el liberalismo concibieron el devenir histórico: la democracia será el reino de la libertad, el libre mercado garantizará el bien común, los derechos humanos serán la superación de la injusticia, el socialismo instaurará la igualdad.
Poner esta aporía del mundo moderno en el centro de la discusión es fundamental para la actualidad puesto que, al igual que Löwith, habitamos una realidad que es cristiana y, al mismo tiempo, no-cristiana. Dicha realidad es, ante todo, el resultado de largos procesos de secularización que han logrado correr un velo sobre las líneas de continuidad entre el presente y el pasado. Blumenberg se enfrenta al pensamiento de Löwith negando una identidad sustancial que permita afirmar la continuidad entre pasado cristiano y presente moderno; no obstante, es quizá más apropiado entenderlo en función de la estructura de la vivencia del devenir.

Si, como dice Löwith, la condición que conduce a cualquier interpretación de la historia es la experiencia básica del mal y el sufrimiento, queda preguntarnos acerca de lo que está en juego en la actualidad, donde la historicidad parece consolidarse a la manera de una espera sin esperanza. La modernidad, a través de la idea de progreso, clausuró el problema del mal, suponiendo que éste sería tarde o temprano superado. Sin embargo, los acontecimientos del siglo xx demostraron lo contrario. Lo que se hace evidente en la crítica de Löwith a la filosofía de su tiempo, es que el resultado tanto del escepticismo moderno como de la fe, al menos en lo referente al estar en el mundo, es el mismo: una resignación definitiva.9

La premisa de que la actualidad es tan mundana y antirreligiosa como dependiente del credo cristiano del cual se ha distanciado, sigue siendo vigente. Löwith, para quien la posibilidad de una filosofía de la historia estaba ya vedada, busca una respuesta al problema del sentido de la historia en el rechazo de toda construcción que confunda las esferas de la fe y de la historia y que ponga, en consecuencia, al futuro como centro.

Al diagnóstico expuesto por Löwith parece fundamental agregarle un elemento, pues a más de medio siglo de la publicación de su libro, la carencia de referentes comunes impide generar compromisos afirmativos que permitan construirnos como comunidad.10 Todavía es posible decir que vivimos anhelando un mundo mejor y permanecemos, en muchos sentidos, en la línea del monoteísmo profético y mesiánico: «somos todavía judíos y cristianos, a pesar de lo poco que pensemos sobre nosotros en esos términos».11 Pero también es cierto que no existe un cuerpo común de anhelos y creencias que permitan responder al presente o que, en todo caso, el único anhelo común es el de los imperativos del mercado. Esta situación, en la que individuos y comunidad se presentan como polos irreconciliables siempre arrojados hacia delante en la espera de algo mejor, es ya una hipoteca del presente. Lo anterior nos lleva a examinar los caminos que se abren una vez que se toma conciencia de la particularidad de los marcos interpretativos que nos fueron heredados.

Ante esta situación, las ideas de Löwith abren un campo de reflexión acerca de los vínculos entre las diferentes tradiciones que nos constituyen como seres históricos, situación que exige poner al pensamiento religioso y al filosófico en el mismo plano de relevancia. El espacio entre historia profana y sagrada ha intentado ser suprimido tanto por historiadores como por teólogos; ya sea explicando la historia política religiosamente, o la religión revelada en términos de historia profana, reduciendo siempre la una a la otra. Este tipo de procedimiento tiende a eliminar la validez del discurso contrario e impide una interacción dialógica entre dos tradiciones que nos constituyen.12 La propuesta de Löwith es valiosa en la medida en que restaura la importancia de reconocer al pensamiento religioso como una matriz de sentido y que, simultáneamente, nos permite indagar en las posibilidades políticas que se abren con cada horizonte interpretativo.
Operar en un mundo una vez que se ha demostrado la contingencia de sus fundamentos se vuelve una labor cada vez más complicada. Cuando la cultura ha perdido la capacidad de generar respuestas significativas dentro de su propio horizonte, es necesario reinventar tradiciones para responder a los eventos insoslayables. En este sentido podemos recordar lo que dice Agamben: «Pensar significa en primer lugar escribir la exigencia de aquello que es real, de volver a ser posible, rendir justicia no solamente a las cosas, sino también a sus lágrimas».13 Esta labor será posible únicamente si se recupera a la religión como legítima interlocutora y se intenta, en lugar de socavarla, abrir un diálogo con ella.

De esta cuestión se deriva la necesidad de responder al presente e imaginar proyectos que puedan operar dentro de una existencia colectiva carente de certezas comunes. La investigación de Löwith resulta indispensable si queremos recuperar los lenguajes que nos han sido heredados para modelar una nueva relación con la realidad que reconozca al pasado y al futuro como dimensiones abiertas en todo momento que exigen ser habitadas. No podemos, como lo intentó hacer la Ilustración, romper con el pasado de manera tajante, pero sí podemos recuperar la tinta teológica de manera que nuestro propio habitar funcione bajo nuevos términos. Pienso aquí, concretamente, en la idea de esperanza.
La noción de esperanza, tras haberse gestado en el seno de la tradición religiosa antes descrita, puede ser reconstruida semánticamente de manera tal que permita al presente repensarse. La esperanza, siendo cristiana de origen, no está intrínsecamente ligada a la perspectiva futurocéntrica criticada por Löwith y tampoco está condenada a permanecer como producto secundario de la escatología como clave hermenéutica. Al recuperarla, pero esta vez en cuanto exigencia, podríamos abogar por una experiencia del tiempo que no considere al pasado como clausurado, sino que, reconociéndolo, pueda conformar una matriz de inteligibilidad para el presente.

Para explorar las posibilidades de rearticulación de la esperanza, podemos utilizar las reflexiones de Agamben en torno al concepto de exigencia. Agamben sugiere: «con respecto a la exigencia, todo hecho es inadecuado, toda complacencia insuficiente». De manera análoga, la esperanza por la que aquí abogamos, necesitaría que la cosa esperada se presentase a cada momento «como otro mundo que exige existir en este mundo, pero no puede hacerlo más que de modo paródico o aproximativo».14 Si seguimos esta línea de pensamiento, la esperanza podría situarse en un plano diferente al de la realización, y no porque ella exceda toda posible concreción, sino porque su valía no radica en ello. Podría decirse que su mérito está, más bien, en su singular capacidad de crear un mundo en el que continuamente se esté mostrando al pasado como retorno de lo incumplido y al futuro como ya constitutivo del momento de esperanza; pues el compromiso —y esto es lo esencial que se adquiere con el objeto sobre el que ella está depositada— la constituye a cada momento.

En la recuperación de la esperanza como dimensión fundamental del actuar humano, buscamos una forma de imaginar el tiempo que ponga de manifiesto su perpetua incompletud, que muestre a las modalidades temporales pasado-presente-futuro como fuerzas que pugnan por ser restituidas. En estos términos es que podemos adoptar un tipo de esperanza que no justifique ni niegue el abismo y el dolor, que no los suspenda en favor de un futuro armónico por llegar, sino que responda a aquello que se presenta y permita destituir el hábito de la espera perpetua.

En este sentido la valía de la reflexión sobre la secularización no es la respuesta sino la posibilidad de la pregunta por la vivencia del tiempo. A partir de una resignificación de principios del corpus religioso, es posible encontrar un camino para reconstruir nuestra propia vivencia de la historicidad. La interpretación del pasado se había tornado, para el cristianismo y la filosofía de la historia, en una profecía invertida que articulaba al pasado como preparación significativa del futuro. No obstante, partiendo de la esperanza que ambas tradiciones dejan como legado, es posible articular un tiempo cargado de potencia que, sin nunca llegar a concretarse, pueda restituir la capacidad de constituirnos como comunidad. Tal vez en ese diálogo entre religión e historia logremos encontrar una vía para dejar de hipotecar nuestra existencia en favor de un futuro que, tras la caída de las grandes narrativas, nos está siendo arrebatado.

Bibliografía

Giorgio Agamben, «Sobre el concepto de exigencia», trad. Artillería Inmanente. Recuperado el 5 de mayo de 2017 de
https://artilleriainmanente.noblogs.org/post/2017/05/04/agamben-concepto-exigencia/
Hans Blumenberg, La legitimación de la era moderna, trad. Pedro Madrigal, Madrid, Pre-Textos, 2008.
Jeffrey Andrew Barash, «The Sense of History: On the Political Implications of Karl Lowith’s Concept of Secularization», en History and Theory, vol. 31, núm. 1, febrero de 1998, pp. 69-82.
Jon Borobia, Miguel Lluch et al. (eds.), Cristianismo en una cultura postsecular, 5º Simposio internacional «Fe cristiana y cultura contemporánea», Pamplona, Eunsa, 2006.
Giacomo Marramao, Cielo y Tierra. Genealogía de la secularización, trad. Pedro Miguel García Fraile, Buenos Aires, Paidós, 1994.
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____, Weltgeschichte und Heilsgeschehen. Die theologischen Voraussetzungen der Geschichtsphilosophie, Stuttgart, Kohlhammer, 1953.
Elías J. Palti, «La frágil arquitectura del pensamiento moderno. Tiempo y secularización en la historiografía conceptual», en Revista de Estudio Políticos, núm. 134, diciembre de 2006, pp. 241-285.
Richard Wolin, Heidegger’s Children: Hahhah Arendt, Karl Löwith, Hans Jonas, and Herbert Marcuse, Nueva Jersey/Woodstock, Princeton University Press, 2001.


1 Este debate atraviesa principalmente libros como Carl Schmitt, Teología política; Karl Löwith, Meaning in History. The Theological Implications of the Philosophy of History; Eric Voegelin, The New Science of Politics; Hans Blumenberg, La legitimación de la Edad Moderna; Giacomo Marramao, Cielo y tierra. Genealogía de la secularización; Reinhart Koselleck, Aceleración, prognosis y secularización; Marcel Gauchet, El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión.

2 Cf. G. Marramao, op. cit.

3 K. Löwith, op. cit., p. 6.

4 Pensadores como Santo Mazzarino han puesto en tela de juicio los esquemas de círculo y flecha como metáforas explicativas de la concepción del tiempo clásica y cristiana. Cf. Santo Mazzarino, Il pensiero storico classico.

5 G. Marramao, op. cit., p. 10.

6 K. Löwith, op. cit., p. 197.

7 Según Löwith, la idea de que la salvación podía ser intrahistórica fue planteada originalmente por Joaquín de Fiore. Esta propuesta fue retomada por los esquemas espirituales de Lessing, Fichte, Schelling y Hegel, quienes prepararon el camino para los esquemas positivistas y materialistas como los de Comte y Marx. La última recuperación de estos principios se tradujo, según su tesis, en la Tercera Internacional y el Tercer Reich. Esta recuperación terminó en la inauguración de un régimen totalitario bajo la figura de un Führer que fue aclamado como salvador y ovacionado por millones con un Heil! Según Löwith, la fuente de todos estos temibles intentos de completar la historia por y dentro de ella misma es la esperanza de los Franciscanos Esprituales de que un último conflicto lleve a la historia a su clímax y su fin: K. Löwith, op. cit., p. 159. Los conceptos de mundanización (Verweltlichung) y temporlización (Verzeichtung) son utilizados para plantear esta cuestión por Koselleck. Cf. R. Koselleck, op. cit.

8 Cf. Hans Blumenberg, op. cit.

9 K. Löwith, op. cit., p. 199. Cf. Richard Wolin, Heidegger’s Children: Hahhah Arendt, Karl Löwith, Hans Jonas, and Herbert Marcuse, p. 75 y passim.

10 Cf. Elías J. Palti, «La frágil arquitectura del pensamiento moderno. Tiempo y secularización en la historiografía conceptual», n. 134.

11 K. Löwith, op. cit., p. 19.

12 Cf. Massimo Borghesi, «La secularización de la cultura contemporánea», en Jon Borobia, Miguel Lluch et al. (eds.), Cristianismo en una cultura postsecular.

13 Giorgio Agamben, «Sobre el concepto de exigencia».

14 Idem.