Número 81

La finitud, la alteridad,
el mal

José Luis Evangelista Ávila

A la crisis contemporánea del concepto de lo humano subyace la crisis de una forma de pensamiento que se caracteriza por la pretensión de totalidad, una pretensión que acompaña a la tradición filosófica desde sus más antiguos exponentes. En este sentido, a través de la búsqueda de un arché fue como se proyectó la posibilidad de pensar el todo como una unidad. Sin embargo, la doble significación del concepto fundamental de arché en la filosofía parece revelarse de antemano contra esa misma pretensión.1 Según la expresión de Franz Rosenzweig, esta propuesta de pensamiento se extendió de forma eminente en el pensamiento filosófico que va «desde Jonia hasta Jena»,2 y acaso su presencia no ha concluido con Hegel, manteniéndose hasta hoy.

El concepto de «humanismo», aunque polisémico, posee un punto de partida común en el periodo renacentista, representando una cumbre en las últimas etapas de su pensamiento. Por su parte, la crisis de este concepto abre la pregunta por su presencia en los rasgos que permean la forma dominante de pensar y hacer filosofía a través de la historia. Si esta pauta se extiende lo suficiente, involucrará los rasgos antes aludidos, es decir, nos dirigirá a cuestionar la posibilidad de pensar el todo, de pensarlo como unidad, de vincular al sujeto al bien y, por consiguiente, nos dirigirá a plantear una condición humana distinta. Lo que podría plantearse como un problema epistemológico (el problema de la verdad) o ético (la ubicación humana en el bien) se vuelve un problema antropológico si se cuestionan las condiciones de posibilidad que esto supone: encontrar al sujeto en la verdad y en el bien y, como centro o próximo a ambos, concebirlo como un sujeto que es capaz de alcanzarlos.

En las páginas que siguen intentaré poner de manifiesto algunos rasgos con los que una forma de pensamiento marginal, que se sitúa en el seno mismo de la tradición filosófica de Occidente, ha planteado la pregunta por la finitud y ha confrontado el olvido y la negación del otro y del mal. Me limitaré a seguir algunas reflexiones sobre la alteridad y el mal, ambos suprimidos sistemáticamente por la tradición filosófica en la medida en que ésta ha negado la finitud. De esta manera, se entenderá cómo ponen de relieve una denuncia y un cuestionamiento del pensamiento occidental y su concepto de lo humano.

I. Finitud

Desplazar la finitud de lo humano es un modo de afirmar posibilidades epistemológicas, éticas y antropológicas en su cercanía con la verdad, el bien y el todo. De esta manera, no ha de extrañar que la negación de la finitud involucre la obtención de otros atributos, o viceversa. Bajo el manto de las preguntas por la verdad o el bien, el preguntar filosófico pone en juego la condición humana y la manera en que se sitúa como el eje rector de una totalidad donde lo mismo vale para el bien y la verdad.

La propuesta de Søren Kierkegaard pone de manifiesto la condición humana como el espacio de diversas polaridades. Sin embargo, la síntesis de estas polaridades no logra aquí —a diferencia de la síntesis hegeliana— reunir sus extremos. Por el contrario, devela su tensión constante entre lo finito y lo infinito, lo temporal y lo eterno, la libertad y la necesidad. Por este motivo, resulta común que la pregunta por la verdad o el bien remitan a una reflexión sobre la condición humana. En un sentido inverso, algunas de las críticas de Kierkegaard —o de sus pseudónimos— también resultan extrapolables del campo ético al epistemológico. En este caso, la siguiente referencia de Constantin Constantius —heterónimo de Kierkegaard en La repetición— a un plano ético, posee resonancias para el tema que nos ocupa:

Job, por otra parte, tampoco tiene nada en común con los individuos de tipo demoníaco. Estos individuos, por ejemplo, le dan de palabra la razón a Dios, pero cuidándose muy bien de mantener en su fuero interno el convencimiento absoluto de que son ellos los que realidad tienen razón.3

La categoría de lo demoniaco implica una forma de constitución de la subjetividad que involucra la relación del individuo consigo mismo y, por ello, con el bien, la verdad y la finitud propia. La descripción propuesta por Kierkegaard para lo demoniaco va de la mano de su crítica a la sociedad y, en especial, a la forma en que el hegelianismo y la cristiandad se han configurado para conseguir una nivelación social. En cualquier caso, las pautas de un supuesto reconocimiento de diversos factores que plantea la filosofía se han cuidado, como en el caso de lo demoniaco, «muy bien de mantener en su fuero interno el convencimiento absoluto de que son ellos los que en realidad tienen razón». Este rasgo se confirma en el caso de la filosofía que da su palabra de asumir la finitud de los sujetos, pero guarda el convencimiento de ser capaz del infinito o, incluso, de fundirse con ello.

Desde la «Tercera meditación metafísica» de Descartes se pone de manifiesto la finitud del sujeto que no encuentra en sí el origen de la idea de infinito en sí, sino que la considera puesta por otro. Sin embargo, en el sujeto queda la capacidad de afirmar la idea de lo infinito y de dotarla de validez para, luego de vincularla a Dios, hacerla el sostén de toda idea clara y distinta. Descartes mostró cierto recato e indicó que:

…antes de que entre a examinar esto con más cuidado y que pase a la consideración de otras verdades que se pueden recoger de allí, me parece muy a propósito detenerme algún tiempo en la contemplación de ese Dios por completo perfecto, sopesar a gusto sus maravillosos atributos, considerar, admirar y adorar la incomparable belleza de tan inmensa luz, al menos tanto como me lo permita la fuerza de mi espíritu, que se queda en cierto modo encandilado.4

Una situación similar sucederá con Kant, quien en la Crítica de la razón pura plantea límites al conocimiento. Sin embargo, a partir del filósofo de Königsberg, la tendencia que supone esta afirmación de la finitud asumirá un doble matiz cada vez más evidente: el reconocimiento de los límites es un movimiento del sujeto que en ningún momento plantea un afuera de dichos límites; con lo que se afirma de nueva cuenta en la unidad y la actividad, es decir, sin que haya revelación del otro. Y, principalmente, el reconocimiento de la finitud se construye como un punto de referencia a ser superado. La dialéctica entre la afirmación de los límites y su superación oculta una dinámica que niega la finitud humana a través de un concepto que tiende a superarla y conduce a los sujetos a través de diversas figuras del pensamiento como son, por ejemplo, las diversas formas del sujeto trascendental o el Espíritu Absoluto. En cualquier caso, se presupone siempre la actividad del sujeto.

Johannes Climacus —pseudónimo kierkegaardiano que firma Migajas filosóficas o un poco de filosofía— caracteriza esto como un movimiento de carácter socrático.5 Lo que tal descripción parece indicar es que en la disyuntiva por la verdad la reflexión filosófica se ha situado del lado de la actividad-poder, del bien y de la posibilidad de pensar el todo, desentendiéndose «sutilmente» de sus limitaciones, pues aunque Sócrates se declara situado en el «no saber», siempre guarda la posibilidad del método y, con él, la posibilidad de alcanzar la verdad tal como sucede con el esclavo en el diálogo platónico del Menón. La finitud queda como rasgo silente, a pesar de su presencia, en la siguiente afirmación de Sócrates (que nos permite comprender lo que el pseudónimo de Kierkegaard señala como la actitud socrática):

El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas veces, y visto efectivamente todas las cosas. Tanto las de aquí como las del Hades, no hay nada que no haya aprendido; de modo que no hay de qué asombrarse si es posible que recuerde, no sólo la virtud, sino el resto de las cosas que, por cierto, antes también conocía. Estando, pues, la naturaleza toda emparentada consigo misma, y habiendo el alma aprendido todo, nada impide que quien recuerda una sola cosa —eso que los hombres llaman aprender—, encuentre él mismo todas las demás, si es valeroso e infatigable en la búsqueda. Pues, en efecto, el buscar y el aprender no son otra cosa, en suma, que una reminiscencia.6

Sócrates, en cuyos labios se expresa constantemente el conocido «sólo sé que no sé nada», plantea que mediante la reminiscencia se es capaz de alcanzar el conocimiento del todo (lo que en el diálogo se dispone a probar mediante el esclavo de Menón). Esto se debe a la vinculación de todo el cosmos entre sí y de la inmortalidad del alma que forma parte de y ha habitado en esa armonía que es la verdad, el bien y el todo. De esto deriva Sócrates que el asombro es una pauta errónea pues, bajo un cosmos distinto a la creación bíblica, podría afirmar las palabras de la última: «¡No hay nada nuevo bajo el sol!».7 A la manera de lo que sucede con la modernidad, la verdad y la condición humana pasan a un segundo plano en la medida en que la pregunta por el método adquiere preeminencia porque, como sucede con la reminiscencia, el todo, la verdad y el bien parecen estar dados: sólo falta regresar a ellos. De la destitución del caminante por el camino8 se pasa a la identificación del camino con el punto de llegada y, finalmente, el sujeto supone hacerse de la verdad y ser capaz de ella porque, a final de cuentas, «no hay nada que no haya aprendido» de antemano. Se es en la verdad y se la posee en la medida en que el método ejerce una apropiación y una afirmación de la condición humana a través de sus atributos.

Lo que en Kierkegaard es propuesto para el pathos griego (y con él a la tradición filosófica), Foucault, Todorov y en cierta medida Guardini lo remiten a una actitud ilustrada como una forma de cuestionarse y posicionarse ante la realidad que es independiente de las coordenadas espaciotemporales.9 En ambos casos, el sujeto afirma en sí mismo las cualidades que hemos indicado ya, es decir, una condición humana que se encuentra en el bien y la verdad, a la que acaso falta asegurarse de los medios, pero total o totalitaria: no necesita de nadie más y, aunque se suponga finita, se convierte en el receptáculo validador de una infinitud con la que suele fundirse.

Para Kierkegaard, el resultado de lo anterior es que: «Desde la perspectiva socrática cada hombre es para sí mismo el centro y el mundo entero se centraliza en él, porque el conocimiento de sí es conocimiento-de-Dios». 10 En otras palabras, centrado en sí mismo y vinculado al todo, el pensamiento filosófico se confunde con el todo hasta proclamar que conocerse a sí mismo es conocer el todo.

Con el sujeto que afirma su finitud sucede como con la ignorancia socrática: sólo espera un método apropiado que le permita desentenderse de lo afirmado en un movimiento que lo dote de rasgos infinitos, para situarse en la verdad y el bien. Con el apoyo de un estado que se convierte en la máxima expresión de una ética que viene de estos sujetos (buenos, verdaderos y de alcances infinitos), la totalidad se alza para disponer de cuanto aparentemente la rodea para incorporarlo, destinarlo al sacrificio o negarlo.11
Esta crítica, de la que Kierkegaard no es el primero ni el único representante, adquiere en él dos cualidades que me interesan resaltar: la primera consiste en que el pensamiento se asume como un parámetro ético, pues la unidad en la totalidad del pensamiento es también la unidad en el bien; la segunda es que la pregunta por la verdad supone una pregunta por la condición humana que suele pasarse por alto, es decir, indicar que el sujeto se encuentra en posesión de la verdad o es capaz de lograrla involucra que posee condiciones de posibilidad para hacerlo. En concreto, en estas consideraciones que, si adherimos la noción de Levinas, podemos denominar como el pensamiento de la totalidad, pensarse a sí mismo se presenta como la posibilidad de pensar el todo y pensarse en el bien.

Un ejemplo sintomático de esta vinculación entre la negación de la finitud, la posibilidad de pensar el todo y la negación del mal como un problema humano se encuentra en la rama de la teodicea y, especialmente, en la lectura de la obra homónima de Leibniz. En sus Ensayos de teodicea. Sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, Leibniz afirma la finitud como pauta de comprensión de la realidad y, de forma más específica, del mal. Antes que Kant, había proclamado las limitaciones humanas de manera recurrente en sus investigaciones, donde plantea que la condición de posibilidad para el mal se encuentra en el «mal metafísico [que] consiste en la simple imperfección»,12 esto es, en la finitud humana y de lo creado. No obstante, en Cándido el afán de Voltaire por ironizar al autor de la Monadología lo lleva a centrar su atención en la idea de «el mejor de los mundos posibles» y se desentiende del problema de la finitud que debería suponer como fundamento. Este desplazamiento del problema de la finitud al del mejor de los mundos posibles consiste en un movimiento falaz, bastante próximo a la falacia del hombre de paja, en que ironizar sobre un punto deformado supone desechar la tesis que se le vincula, en este caso, el problema de la finitud humana. De este modo la finitud es desplazada de una de las más conocidas obras del planteamiento leibniziano y, con él, de la tradición.

Silenciada la finitud por Voltaire,13 el problema del mal en el hombre y su finitud se convierte en un problema de la creación y, con ello, es desplazado a lo divino. Este movimiento signará a la reflexión sobre la teodicea tanto como el problema del mal y de lo humano. Por una parte, lo humano se desentiende de su finitud y del mal en la reflexión; por la otra, plantea la posibilidad de pensar el todo pues la razón es capaz de pensar a Dios y sus razones, incluso de enjuiciarlo e ironizar al respecto. Las palabras de Kant aconsejando el silencio sobre la teodicea poco harán al respecto.14 Acaso permitirán callar en el mal en relación al hombre en la medida en que lo ubiquen en la radicalidad externa a la razón y, con ello, en una región en apariencia impropia del sujeto moderno que se desentenderá de él.

La teodicea, un producto de la reflexión moderna,15 propone ante la herida del mal un proceso de esterilización y cauterización de la finitud humana que desplaza el problema a lo divino y, posteriormente, aconseja el silencio con respecto al mal y la finitud del hombre. Si bien la teodicea y el mal no son los únicos abordajes a los que puede vincularse la finitud, sí resultan representativos de su desplazamiento. El mal, en la medida en que revela la finitud y la imposibilidad de la totalidad, es desplazado y negado tanto como sucede con la alteridad del otro. Estos ocultamientos subyacen a la manera en que ha sido pensada la configuración del humanismo en Occidente, si bien la misma historia se encargará de hacer evidente esta mascarada de la finitud y el mal cuando ya sean imposibles de mantener los procesos de invisibilización en el siglo XX.

II. Alteridad

No habiendo nada fuera de sí, el sujeto ha exorcizado el error y el mal de su núcleo, pero también ha negado la posibilidad de la alteridad. Aunque, bajo el consejo kantiano, ha guardado silencio con respecto a un mal que ha marginado, también ha olvidado que los intentos por pensar el todo son muestras de un falseamiento de las capacidades del pensamiento tanto como de la condición humana. No se trata siquiera de que fuera de sí se encuentren el mal y el error, sino de que nada hay fuera de sí, por lo que suponer esta salida plantea el mal y el error. En palabras de Boaventura de Sousa Santos, surge un pensamiento abismal que niega lo que hay fuera y, en caso de considerarlo, es a través de procesos de colonización que lo integren y apropien a la totalidad buena, verdadera y validada desde sí misma.

Suele ubicarse en Levinas a uno de los principales impulsores del pensamiento de la alteridad y, por consiguiente, a un notorio crítico de la totalidad. A esto contribuye, además de su propuesta filosófica, la coyuntura histórica de Auschwitz. El siglo XX ha puesto de manifiesto ciertas consecuencias a gran escala que Occidente ya no pudo ocultar del mismo modo en que lo hizo durante el periodo colonial. Periodo en que la propuesta ilustrada se sostenía sobre los excesos, convenientemente silenciados, de las colonias.16 Las dialécticas de opresión y cultura, resumidas en la séptima tesis sobre la historia de Benjamin,17 son visibilizadas en el siglo XX a través de Auschwitz, con lo que se alza el interés por plantear una nueva lectura de la historia. Sin embargo, críticas similares han sido propuestas con anterioridad y, en el trayecto de su formación, nos permiten una mejor comprensión de esta postura alternativa.

En el siglo XVIII Jacobi denuncia: «la razón pura se percibe sólo a sí. La filosofía de la razón pura tiene que ser entonces un proceso químico, mediante el cual todo fuera de ella es convertido en nada, y que sólo deja un espíritu tan puro que en esa su pureza nada puede ser, sino sólo producir todo».18 O también: «los dos caminos principales, materialismo e idealismo, tienen el mismo objetivo: el intento de explicar todo únicamente a partir de una materia que se determina a sí misma, o a partir de una inteligencia que se determina a sí misma».19 La carta de la que surgen estas líneas y destinada originalmente a Fichte esboza una de las primeras críticas a la totalidad y que ha de complementarse con lo que el mismo Jacobi había planteado ya a Mendelssohn: «sin tú, el yo es imposible».20

Con esta propuesta sucede lo que con su autor: ambos permanecen en un segundo plano para la tradición filosófica, meros referentes de las críticas al idealismo. Este olvido no es casual, en especial si tenemos en miras la propuesta de Heine en su trabajo Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania, donde plantea que la construcción de la identidad alemana va de la mano de la construcción de una filosofía propia, por lo que es posible derivar que una propuesta ajena a estos ideales identitarios o crítica de los mismos haya sido dejada al margen.

Tras Jacobi, la propuesta de Hegel plantea la consumación de la filosofía o, por lo menos, de una forma de la misma. Sin embargo, este culmen hará reaccionar a más de un autor.

Feuerbach, al ser evocado como fundador del humanismo ateo ha quedado presa de tal epíteto, así como de ser un escalafón que llevaría al desarrollo de la propuesta marxista. No obstante, es poco lo que se reflexiona en relación a que su crítica a la religión y lo divino es igualmente válida para la filosofía.21 Cuando señala que «el hombre es el modelo original de su ídolo»22 y que «no existe diferencia tampoco entre el sujeto o el ser de Dios y el sujeto o el ser del hombre, es decir, que son idénticos»,23 esto hace referencia a diversas figuras proyectivas del humano, no sólo las religiosas. Feuerbach reconoce en La esencia del cristianismo que su propuesta «contiene […] el principio de una filosofía nueva, que no sea escolar sino humana»,24 capaz de reconocer que «el hombre no puede ir más allá de su verdadera esencia».25 Esto que igualmente desarrolla en La esencia de la religión pone de manifiesto que el hombre no genera sino la proyección de sí y de la naturaleza en figuras ajenas a sí mismo y a la naturaleza, mismas a las que idolatra.
Su propuesta recupera al «tú», pues considera que «la verdadera dialéctica no es un monólogo del pensador solitario consigo mismo; es un diálogo entre yo y tú».26 Sólo en la comunidad que ha surgido de la diferencia se aproximará lo humano a su esencia,27 por lo que su crítica al idealismo considera que si bien «tiene razón el idealismo cuando busca en el hombre el origen de las ideas, pero no la tiene cuando quiere derivarlas del hombre aislado, fijado como ser [Wesen] existente para sí, como alma, en una palabra: del yo sin un tú».28
En Feuerbach se encuentra quizá con mayor evidencia que en otros la integración del yo y el tú para alcanzar una forma de totalidad, no en un concepto superior que los integre, sino en esa misma unidad que definirá como divina, lo que supone la negación de la finitud.29

También ubicado por la tradición como una reacción a Hegel, aunque sin situarse en la izquierda hegeliana, Kierkegaard es un autor que todavía despierta innumerables escozores en sus lectores al plantear, con menores reservas que Feuerbach, la crítica a un pensamiento imbuido en las pretensiones de grandeza y vinculado a una razón sin límites. En Las obras del amor, trabajo autógrafo de 1847, señala:

El concepto de «prójimo» es en rigor la reduplicación de tu propio Ti Mismo; «el prójimo» es lo que los pensadores llamarían lo otro, aquello en lo que ha de verificarse lo egoísta del amor de sí. En vista de lo cual, si por los pensadores fuera, no sería necesario siquiera que existiera el prójimo.30

Un tercer autor es Hermann Cohen, reconocido como uno de los neokantianos más representativos de la escuela de Marburgo, es también uno de los pensadores más relevantes para el pensamiento judío contemporáneo, cuya influencia se hace presente en diversos y, en apariencia, disímiles autores. Su neokantismo, en parte respuesta a los herederos hegelianos, parece ocultar en cierta medida sus últimos trabajos, mismos que parecen ser los de mayor influencia en los autores que su propuesta ha signado. No obstante, es el cruce de este neokantismo con el judaísmo lo que concretará su reflexión filosófica.

En El concepto de religión en el sistema de la filosofía, Cohen plantea un símil con los desarrollos kantianos clásicos: tal como la razón práctica cuestiona y plantea exigencias a la razón pura, lo hace la consideración del prójimo a los desarrollos de una razón, pura o práctica, que se supone deslindada de un mundo y un prójimo que la interpelan. Ésta es la religión que ha de integrarse a una razón en cuya pureza se ha desentendido del otro y, desde esta base, surge el planteamiento de una forma distinta de ética, ya no limitada por la constitución de sí, sino preocupada y ocupada por el otro. Como sucede con Kierkegaard, la finitud de la condición humana y su razón no son sólo una apreciación activa que hace el sujeto sobre sí, sino la recepción de lo que en su pasividad se le revela. En ambos autores los límites, antes que una construcción más de la subjetividad, son la aceptación venida por el otro y, de este modo, imposibles de superar o suprimir. La subjetividad tanto como el pensamiento y la ética son replanteados por esta tensión.

La plenitud de esta propuesta se encontrará en La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo, obra póstuma, y entre sus críticas más fuertes a la tradición se encuentra la crítica al pensamiento sobre la muerte:

…ésta es la gran proeza del profetismo y en ella se manifiesta su íntima correlación con la moral auténtica: que no se entrega a especulaciones sobre el sentido de la vida ante el enigma de la muerte, sino que hace pasar a un segundo plano toda la problemática de la muerte y por tanto también la de la otra vida, cuyo significado ético no se le oculta en absoluto, para poner en el primero aquel sentido de la vida que es cuestionado por aquel otro sentido del mal que representa la pobreza. La pobreza es la principal representante de la desgracia humana.31

Con esto, Cohen cuestiona la honestidad en la construcción de una ética surgida por la pregunta e interés de evitar la muerte propia y no la del otro. Esta diferencia, aunque en apariencia sutil, contiene el germen de la generación de condiciones por las cuales la defensa a ultranza de la vida propia se encuentra justificada, mientras que la eliminación de las condiciones de pobreza que propician la muerte, en primera instancia del otro y en posterior la propia, quedan en segundo plano. De ahí que postuló la reflexión sobre la muerte como un acto de egoísmo e impropia del pensamiento «moral auténtico», pues afirmó que la muerte «es un mal metafísico, y que los místicos cavilen sobre su causa o su posible derrota».32

III. Mal

Aunque la propuesta de Susan Neiman en El mal en el pensamiento moderno plantea a la modernidad como una forma de asumir y pensar el mal en la filosofía, también debemos considerar que, en especial, la modernidad es el trayecto de la negación del mal en la medida en que elimina a quién responder (negación de la alteridad) y, en su totalidad (negación de la finitud), se confunde con un todo que es bueno (negación del mal).

La negación del mal no pretende negar lo evidente sino las formas en que nos relacionamos con ello. Las negaciones del mal derivadas de la negación de la finitud y la alteridad son sólo dos de sus formas, pero también lo es su desplazamiento hacia lo divino a través del planteamiento de la teodicea o a formas no humanas como en lo monstruoso. Johannes Climacus plantea en La enfermedad mortal sobre el pecado lo que podemos hacer extensivo al mal en general: «Todos sus discursos acerca del pecado no son en el fondo más que meros paliativos del pecado y meras disculpas, o lo que es todavía peor, atenuaciones culpables».33
La razón ilustrada que guió a Europa bajo la proclama de libertad, igualdad y fraternidad, vinculadas al progreso, supuso aprender a callar los abusos ejercidos sobre el otro lado de la línea abismal34 que han sostenido estos ideales, lo cual permanece todavía en sus continuadores. Eliminar el mal es posible por la constitución de un discurso cuyos interlocutores y opositores son relegados e incapacitados para interpelar al discurso hegemónico. En los procesos de autovalidación la razón y quienes la validan, se asumen como un discurso único identificado con el bien y cuyos alcances son totales. Sin embargo, el siglo XX ha planteado una disrupción en el seno mismo de esta razón que intentaba validarse a sí misma. Sobra enunciar que las dos guerras mundiales y genocidios pasados han puesto en cuestión ese progreso, es decir, la negación del mal. No obstante, en la producción teórica desentendida de dichas situaciones un rasgo definitorio es ese suponer implícito de la imposibilidad del mal.

La pregunta por el qué del mal ha servido como preámbulo o colofón de los desarrollos modernos que se esfuerzan por dar cuenta de su superación y, de este modo, se abre la posibilidad de su anulación conceptual. La idea de la teodicea lleva de fondo la superación del mal y la detección de un bien que subyace y se hará explícito en algún momento, convirtiendo al mal en un bien menor cuyo devenir pleno, antes que a la catástrofe, apuntará siempre al bien. Queda entonces el mal reducido a una técnica del bien y un medio para el mismo. No hay un mal vivido que confronte a la reflexión, por el contrario, es limitado a una formulación lógica cuando lo más propio de un mal vivido es que confronta con la imposibilidad de dar cuenta lógica ante un encarnizamiento.

Emerge ahí una subjetividad que, endiosada, desplaza el mal para no contravenir su autoafirmación al modo en que la violencia desplaza a quienes se le oponen. Intenta afirmarse una subjetividad que simula lo divino y, como tal, arroja el mal fuera de sí… incluso si es a la figura divina. Pensar el mal, su posibilidad, es pensar entonces una subjetividad y, con ello, un humanismo distintos a los modernos. El impasse del siglo XX cuestiona y abre las puertas a un nuevo humanismo que, ante la evidencia del mal, deba remontar sobre las negaciones que lo acompañan: finitud y alteridad. Se cuestiona entonces la identidad y sus pretensiones que, incapaces de claridad y distinción sobre sí mismas, sólo tendrán que replantear lo que involucran, lo que suponen ser.

La modernidad posee un triple movimiento con respecto al mal. En primer lugar, niega el «mal metafísico» (la finitud, según Leibniz). El mal moral es desplazado a un problema de lo divino a través de la teodicea y, junto con él, al mal físico. No hay mal vivido tanto como no hay mal en una subjetividad donde bien y totalidad son la tendencia que debe confirmarse a través del pensamiento o cualquier posibilidad a su alcance: son procesos asépticos. El mal, con la finitud y la alteridad que supone, tanto como la teodicea, generan una encrucijada a la condición humana que, una vez más, se vuelve problemática. El concepto de lo humano y el humanismo subsecuente quedan entonces en entredicho. No sólo por el otro, sino por la imposible transparencia del sujeto.

Las críticas a los supuestos filosóficos enunciados no son del todo recientes, pero el siglo XX se ha encargado de ponerlas en primer plano por motivos extra-filosóficos. El estertóreo recorrido histórico del siglo pasado parece resumirse en el nombre y ubicación de Auschwitz que convierte el sufrimiento ahí condensado en un punto de fuga para diversos fractales que cuestionan a la tradición de pensamiento occidental. Las múltiples aristas, además de cuestionar a Occidente desde Occidente, comienzan a poner de manifiesto las negaciones que Occidente ha desplazado: hay una construcción del otro, siempre dejada en los márgenes del pensamiento oficial, que la historia ha condenado a su eliminación conceptual y, posteriormente, real.

La negación del mal, como conclusión de la negación de la finitud y de la alteridad, pone el acento en una singular condición humana y un humanismo derivado de ella. En el siglo pasado, con el encarnizamiento de un mal vivido cuya negación se vuelve absurda, la condición humana y el humanismo son puestos en cuestión. En ese padecer que los muestra finitos y expuestos a la alteridad, ha tenido cabida un mal que impide seguir pensando las cosas a la manera de una modernidad cuya Ilustración, según parece, es uno de los destellos de un optimismo violento. Optimismo que ocultó sus falencias hasta que explotaron en el seno mismo de la comunidad europea, rectora, se decía, de la cultura y ese humanismo que vio nacer y se impuso, en los más de los casos, sobre sangre y cenizas.

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1 Agamben indica que arché «significa tanto comienzo/origen como mandato/orden», Giorgio Agamben, «¿Qué es una orden?», p. 49.

2 Franz Rosenzweig, La estrella de la redención, p. 52.

3 Søren Kierkegaard, La repetición, p. 180.

4 René Descartes, Meditaciones metafísicas, pp. 39-40.

5 Cf. S. Kierkegaard, Migajas filosóficas o un poco de filosofía.

6 Platón, Menón, 81c-d

7 Ecl., 1, 9. La distinción fundamental entre el cosmos y la creación es la limitación del primero, por lo que la falta de novedad «bajo el sol» involucraría la totalidad, el cosmos, mientras que para el pensamiento bíblico esta finitud se encuentra interpelada por un «más allá» del sol.

8 Método, etimológicamente proviene de μετα (más allá, después) y όδός (camino) se interpreta como el «camino para llegar más allá», además se le atribuye seguridad y otros rasgos por los cuales se ubica como la forma más apropiada de llegar a la verdad.

9 La propuesta de Michel Foucault puede encontrarse en los tres textos que conforman Sobre la Ilustración («¿Qué es la crítica?», «Seminario sobre el texto de Kant “Was ist Aufklärung?”» y «¿Qué es la Ilustración?»), mientras que menos desarrollado, se encuentra en Tzvetan Todorov quien lo plantea en El espíritu de la Ilustración (especialmente en el apartado final «La Ilustración y Europa» y en las líneas conclusivas), y, en menor medida, Romano Guardini lo esboza en El ocaso de la edad moderna.

10 S. Kierkegaard, op. cit., p. 29.

11 En Temor y temblor, Johannes de Silentio se referirá a que «la ética es, en cuanto tal, lo general, y esto a su vez, en cuanto general, es lo que puede hacerse valer para todos y cada uno de los hombres o lo que, desde otro punto de vista, el del tiempo, es válido en todo instante», S. Kierkegaard, Temor y temblor, p. 639.

12 Gottfried W. Leibniz, Ensayos de teodicea. Sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, p. 110. Andrés Torres Queiruga recupera la importancia de la finitud en la citada obra de Leibniz y su rol en el pensamiento del mal en Repensar el mal. De la ponerología a la teodicea.

13 Las referencias, explícitas o implícitas, al mejor de los mundos posibles recorren el cuento voltaireano, mientras que las referencias al «mal metafísico» o finitud son eliminadas. Incluso la distinción entre el mal moral y natural es expuesta de forma directa sólo en tres ocasiones. Cf. Voltaire, «Cándido», pp. 227, 248-249 y 280.

14 Próximo a concluir su opúsculo, Kant indica ahí: «no se trata tanto de razonar con ingenio como de ser sinceros al advertir la incapacidad de nuestra razón, y de ser honrados en no falsear nuestros pensamientos al declararlos, por muy devota que sea la intención con la que esto ocurra», Immanuel Kant, Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en teodicea, p. 49.

15 Ha indicado Torres Queiruga: «Odo Marquard lo expresó con brillantez: “Donde hay teodicea, hay modernidad”; [y viceversa] “donde hay modernidad, hay teodicea”», A. Torres Queiruga, op. cit., p. 18. Los corchetes y su contenido son integrados por Torres Queiruga.

16 El famoso «Prefacio» de Sartre a Los condenados de la tierra aborda este paralelismo entre el auge cultural ilustrado y la violencia colonial que lo permitía. Concluye su primer párrafo de forma bastante ilustrativa al indicar que, tras seleccionar indígenas para moldearlos y devolverlos a su tierra, «desde Paris, Londres, Ámsterdam nosotros lanzábamos palabras: “¡Partenón! ¡Fraternidad!” y en alguna parte, en África, en Asia, otros labios se abrían: “¡...tenón! ¡...nidad!», Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, p. 7.

17 «Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro», Walter Benjamin, «Tesis de filosofía de la historia», p. 182.

18 Friedrich Heinrich Jacobi, «Carta de Jacobi a Fichte sobre el nihilismo», p. 243.

19 Ibid., p. 237.

20 F. H. Jacobi, Cartas a Mendelssohn. David Hume. Carta a Fichte, p. 146.

21 Declara Feuerbach al final del «Prólogo a la segunda edición» de La esencia del cristianismo: «¡Pobre Alemania! Con frecuencia te han dado la inocentada; incluso en el campo de la filosofía», Ludwig Feuerbach, La esencia del cristianismo, p. 49, y, más adelante de forma directa ante la propuesta hegeliana, «en este proceso de autoenajenación se apoya la doctrina especulativa hegeliana que convierte la conciencia que el hombre tiene de Dios en autoconciencia de Dios», ibid., p. 271.

22 Ibid., p. 35.

23 Ibid., p. 42.

24 Ibid., p. 48.

25 Ibid., p. 62.

26 L. Feuerbach, La filosofía del futuro, p. 151, o en páginas previas, «la comunidad del hombre con el hombre es el primer principio y criterio de la verdad y de la generalidad», ibid., p. 133.

27 «El hombre aislado para sí no tiene en él, ni como ser (Wesen) moral ni como ser (Wesen) pensante, la esencia (Wesen) del hombre. La esencia del hombre está contenida únicamente en la comunidad, en la unidad del hombre con el hombre —pero una unidad que se basa únicamente en la realidad de la diferencia del yo y del tú», ibid., p. 151.

28 Ibid, p. 133

29 En el parágrafo de la obra citada indicó: «Aislamiento es finitud y limitación, comunidad es libertad e infinitud. El hombre para sí es hombre (en sentido corriente); el hombre con el hombre, la unidad del yo y del tú, es Dios», ibid., p. 151. Mientras que en La esencia del cristianismo: «La religión es la conciencia de lo infinito; es y solo puede ser la conciencia que el hombre tiene de su esencia, no finita y limitada, sino infinita», L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, p. 54.

30 S. Kierkegaard, Las obras del amor, p. 40.

31 Hermann Cohen, La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo, p. 103.

32 Idem

33 Ibid., p. 124.

La referencia al Sur global y el pensamiento abismal se da en el sentido en que lo plantea Boaventura de Sousa Santos: «El pensamiento occidental moderno es un pensamiento abismal. Éste consiste en un sistema de distinciones visibles e invisibles, las invisibles constituyen el fundamento de las visibles. Las distinciones invisibles son establecidas a través de líneas radicales que divide la realidad social en dos universos, el universo de “este lado de la línea” y el universo del “otro lado de la línea”. La división es tal que “el otro lado de la línea” desaparece como realidad, se convierte en no existente, y de hecho es producido como no-existente. No-existente significa no existir en ninguna forma relevante o comprensible de ser. Lo que es producido como no-existente es radicalmente excluido porque se encuentra más allá del universo de lo que la concepción aceptada de inclusión considera es su otro. Fundamentalmente lo que más caracteriza al pensamiento abismal es, pues, la imposibilidad de la copresencia de los dos lados de la línea», Boaventura de Sousa Santos, Una epistemología del Sur. La reinvención del conocimiento y la emancipación social, pp. 160-161.