Número 80

Elogio de la finitud

Una reflexión sobre la relación entre teología y filosofía

Emmanuel Taub

Los místicos y los filósofos son,
por así decirlo, los aristócratas del pensamiento.

Gershom Scholem

I

Entre teología y política la reflexión filosófica tiene aún mucho por decir. Una reflexión que no sólo se refiere a los problemas de la construcción del otro y de lo mismo en la modernidad, sino también al problema del final de los tiempos y la manera en la que este problema constituye una responsabilidad con y en el tiempo presente. Escatología y verdad se vuelven así parámetros de nuestras discusiones.

El problema escatológico —el problema sobre el final del tiempo y de la historia— nos devuelve a una de las principales preguntas que debemos hacernos y que atañe específicamente a los problemas teológicos sobre problemas filosóficos: la cuestión de la verdad, o la Verdad (Dios), y la verdad revelada. ¿Puede pensarse el fin/final como verdad? ¿Qué es el fin de los tiempos, el fin de la historia, el fin del hombre, o del propio Dios? Si decimos que es posible pensar sobre el fin/final como verdad, entonces el fin/final se vuelven el objeto fundamental de la reflexión filosófica, política y teológica, y encuentran, queramos o no, que los caminos que se pierden en el bosque se cruzan en el intento por desmalezar el horizonte de esta pregunta.

El fin/final nos debe interrogar, desde la filosofía, como posibilidad de finitud y de fin de la trascendencia: como la fuerza que nos lleva a la pregunta por la verdad ya que nos devela la presencia del fin, la finitud. El fin/final nos debe interrogar, desde la teología, como posibilidad de preguntarnos por el más allá del final y la finitud, por la verdad última y primera, que es Dios. Y, por último, el fin/final nos debe interrogar, desde la política, como la posibilidad de preguntarnos por el papel del hombre en el tiempo presente, por la responsabilidad ante esta finitud y por las formas políticas a través de las cuales hacerse cargo de esta responsabilidad. Como ha escrito Martin Heidegger entre las páginas de su pequeño y bello texto sobre el habitar y el construir, al preguntarnos por el estar «sobre la tierra» decimos también que habitamos «debajo del cielo», y por ello, «ambos fenómenos también significan “permanecer ante los divinos” e implican un “pertenecer a la comunidad de los hombres”. Tierra y cielo, los divinos y los mortales, son una cosa sola a partir de una unidad originaria».1 Porque «lo originario», entonces, es la unidad de ambas dimensiones, lo anterior, en donde cielo y tierra forman una totalidad, momento anterior a la Creación, unidad de Dios —o los dioses según el filósofo alemán— anterior al gesto de retracción por el cual el mundo fue creado. Pero vale la pena recordar aquí las palabras del propio Heidegger sobre la huida de los dioses en «La época de la imagen del mundo», un texto de 1938:

Un quinto fenómeno de la era moderna es la desdivinización o pérdida de dioses. Esta expresión no se refiere a un mero dejar de lado a los dioses, es decir, al ateísmo más burdo. Por pérdida de dioses se entiende el doble proceso en virtud del que, por un lado, y desde el momento en que se pone el fundamento del mundo en lo infinito, lo incondicionado, lo absoluto, la imagen del mundo se cristianiza, y, por otro lado, el cristianismo transforma su cristiandad en una visión del mundo (la concepción cristiana del mundo), adaptándose de esta suerte a los tiempos modernos. La pérdida de los dioses es el estado de indecisión respecto a dios y los dioses. Es precisamente el cristianismo el que más parte ha tenido en este acontecimiento. Pero, lejos de excluir la religiosidad, la pérdida de dioses es la responsable de que la relación con los dioses se transforme en una vivencia religiosa. Cuando esto ocurre es que los dioses han huido. El vacío resultante se colma por medio del análisis histórico y psicológico del mito.2

Podemos decir entonces que la «unidad originaria» para Heidegger es anterior a toda institucionalización de la religión, anterior entonces a la racionalización por parte del hombre de la práctica religiosa, del mito y de la construcción de un saber-poder como forma de ver el mundo. En última instancia, es una crítica al mundo moderno y a la visión cristiana del mundo, como al efecto de la huida de los dioses. Por ello, la pregunta por «lo original», por el habitar y el construir en el mundo, debe comprender esta co-habitación entre divinos y mortales como una sola cuestión.

Tal vez, para complejizar aún más esta visión, Gershom Scholem, el gran maestro y estudioso de la mística judía, dirá en el contexto de la evolución histórica de la religión, que existe un primer estadio en el que el mundo es un lugar lleno de dioses por lo que no hay lugar allí para el misticismo ya que no existe un «abismo existente entre el hombre y Dios» como realidad; pero, sin embargo, en un segundo estadio

…en el que no se produce ningún misticismo real, es la época creadora en la que tienen lugar el surgimiento, la irrupción de la religión. La función suprema de la religión es destruir la soñada armonía entre el hombre, el universo y Dios, aislar al hombre de los demás elementos del estadio onírico de su conciencia mítica y primitiva. Porque, en su forma clásica, la religión supone la creación de un profundo abismo, concebido como absoluto, entre Dios —el ser infinito y trascendente— y el hombre, la criatura finita.3

La función que da cuenta Scholem de la religión como institucionalidad es remarcar no sólo la huida de Dios del mundo, sino también que esta institucionalización profundiza en el hombre su desolación y finitud en el mundo como también la pregunta por el más allá de esta finitud o fin.

Ahora bien, partiendo de un camino diferente al planteado por Heidegger, George Steiner dirá que la creación para el judaísmo no viene de la nada, sino de la naturaleza divina:

El Dios judaico crea ex nihilo, no hay una materialidad pre-existente, como el vacío primordial del caos, que pueda concebirse. Sin embargo, en otro sentido, la creación no proviene de la nada; es una extensión necesaria de la naturaleza de Dios, quien representa la realización del ser absoluto. […] la emanación del creador en el polvo y la arcilla de un ser humano hace de él un alma viva, un testigo de la autoría de Dios (tal como el cacharro es testigo del alfarero). En un sentido rudimentario, el mal en el hombre hace que Dios «contenga la respiración». Isaías 63, 9 es a la vez consolador y terrorífico: «Con todas sus aflicciones Él estaba afligido». Lo creado arroja la sombra de su imperfección, de su corruptibilidad, sobre el creador.4

Si en algún punto podemos hacer coincidir la concepción sobre el habitar entre el cielo y la tierra heideggeriano y la conceptualización de la creación judía para Steiner, es ahí en donde se manifiesta la existencia de una responsabilidad en y para el hombre, como ser a-parecido; como consecuencia de la imperfección constitutiva de su propia existencia, para con la tierra y su habitar en el mundo. Si Dios es la Verdad y lo perfecto, el hombre representa la creación imperfecta —y finita— que debe responsabilizarse por su andar sobre la tierra en la búsqueda de los atributos que lo acerquen a lo divino, que logren achicar el espacio escindido entre lo celestial y lo terrenal. Responsabilidad que, para la tradición judía, se consigue en el ámbito de la comunidad. Pero que, a su vez, constituye una manera de interrelacionarse con Dios, con el mundo y con el otro hombre.5 Tal vez, sea la eterna enunciación de un futuro finito, en y para la muerte, la que vuelve al hombre en catalizador de esta responsabilidad. Por ello, sobre la tierra, y debajo del cielo, «habitar, haber sido llevado a la paz, quiere decir: permanecer a buen recaudo en lo libre [frye], es decir, en la esfera libre que resguarda cada cosa en su esencia. El rasgo fundamental de habitar es este preservar y tener cuidado».6 Del mismo modo, ante la tristeza de Dios por la imperfección del hombre creado —que ya de por sí nos propone todo un debate teológico y filosófico sobre el significado del pasaje bíblico sobre la creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26)— también nos responsabiliza ante las atrocidades producidas por el propio hombre.

Saber del fin, entonces, es al mismo tiempo anunciar y develar el final, y volver a comenzar pero desde lo finito, o lo anunciado. En este sentido, hay un doble movimiento del fin/final en el problema escatológico, que podríamos vincularlo con una imagen, o mito, que hunde su visión hacia las profundidades de la filosofía y la teología: el castigo de Sísifo, quien sube la piedra y ésta vuelve a rodar hacia atrás, y así pasa su tiempo infernal empujando nuevamente la piedra a la espera de que ésta vuelva a caer.
Como escribe Albert Camus en su recordado ensayo sobre Sísifo, éste es un héroe absurdo ya que su «desprecio por los dioses, su odio a la muerte y su pasión por la vida le valieron ese suplicio indecible en el cual todo el ser se dedica a no rematar nada».7 Sísifo es consciente de su castigo y lo acepta, allí radica lo trágico pero también lo absurdo, por lo que el final queda en suspenso, eterno, como castigo infernal. Su castigo es su triunfo, la suspensión del tiempo y el eterno retorno de un final in-acabado. El conocimiento de lo enunciado, como castigo, es al mismo tiempo el conocimiento de lo in-finito. Un final sin final, en el final de los tiempos. En algún punto, lejano aún para la concepción y los estudios actuales del mesianismo8, el fin de los tiempos es el comienzo de un tiempo sin final, en donde pasado y futuro se consumen en un eterno presente. Postergar la llegada del Mesías, o su reconocimiento, no sólo es prolongar la historia del hombre sobre el mundo, sino también la conservación de la lógica de opresión y dominio del hombre sobre el hombre, y del hombre sobre la naturaleza. Toda negación mesiánica es la neutralización de una revolución ontológica, la suspensión de la ruptura de la temporalidad y espacialidad como la conocemos, la que ha caracterizado la historia de la humanidad.

El mito de Sísifo también nos muestra la comunión de «lo originario», de la indivisión entre el mundo de los dioses y el mundo de los hombres. Por ello, todo problema teológico es también un problema filosófico y político. En este sentido, como señala Fabián Ludueña Romandini, «la filiación humana toma su fundamento en el lugar inmemorial del comercio de la comunidad de los vivos con la comunidad de los muertos»9. Es allí en donde encontramos el espacio que se abre a la política según los Antiguos. En donde el espectro, como escribe Ludueña Romandini, garantiza la unión entre ambas comunidades:

Precisamente porque el vínculo que establece el lazo político es sólo posible gracias al espectro, el verdadero principio genealógico de las sociedades humanas no debe buscarse meramente en una materialidad siempre elusiva (el «cuerpo biológico de Occidente») sino más bien y, sobre todo, en el pacto social que sustenta y deviene realizable gracias a la presencia real del espectro que se transforma, a la vez, en el objeto que transita el lazo y en la causa de su siempre amenazante ruptura. La concepción de la vida propia de los Antiguos estuvo, desde siempre, atravesada por el mundo de la espectralidad y jamás coincidió, como empecinadamente los Modernos se empeñan en creer, con una institución de la vida en tanto reproducción de un orden simbólico trascendente aunque sólo verificable en la positividad de la biología de un parentesco como sistema inmutable de producción de reglas inviolables y perennes. […] La muerte es la madre de toda vida política porque los muertos han presidido la fundación del vínculo comunitario.10

Ese lugar inmemorial es también el hábitat de lo originario para Heidegger, y la armonía entre el hombre, el universo y Dios anterior (y de carácter intemporal) a la escisión y el abismo que precipitó la huida de los dioses, según Scholem.

II

Llegando al final del Gorgias, el personaje de Sócrates retoma —dialogando con Calicles— una narración de Homero sobre la repartición de la soberanía por parte de Zeus, Poseidón y Plutón (Hades). En ella, surge un problema con el juicio a los hombres en cuanto a su vida como santos y justos, o no, y a dónde irán tras su muerte:

Existía en tiempos de Crono, y aun ahora continúa entre los dioses, una ley acerca de los hombres según la cual el que ha pasado la vida justa y piadosamente debe ir, después de muerto, a las Islas de los Bienaventurados y residir allí en la mayor felicidad, libre de todo mal; pero el que ha sido injusto e impío debe ir a la cárcel de la expiación y del castigo, que llaman Tártaro. (523b).

El problema, sin embargo, durante el reinado de Crono y los primeros años de Zeus fue que los hombres eran juzgados en vida por jueces vivientes y «decidían de un futuro destino el mismo día en que tenía que morir», por lo que estos juicios eran mal pronunciados según Sócrates. Es por ello que Zeus dice:

Yo haré que esto deje de suceder. En efecto, ahora se deciden mal los juicios; se juzga a los hombres —dijo— vestidos, pues se los juzga en vida. Así pues, dijo él, muchos que tienen el alma perversa están recubiertos con cuerpos hermosos, con nobleza y con riquezas, y cuando llega el juicio se presentan numerosos testigos para asegurar que han vivido justamente; los jueces quedan turbados por todo esto y, además, también ellos juzgan vestidos; sus ojos, sus oídos y todo el cuerpo son como un velo con que cubren por delante su alma. […], hay que quitar a los hombres el conocimiento anticipado de la hora de la muerte, porque ahora lo tienen. Por lo tanto, ya se ha ordenado a Prometeo que les prive de este conocimiento. Además, hay que juzgarlos desnudos de todas estas cosas. En efecto, deben ser juzgados después de la muerte. También es preciso que el juez esté desnudo y que haya muerto; que examine solamente con su alma el alma de cada uno inmediatamente después de la muerte, cuando está aislado de todos sus parientes y cuando ha dejado en la tierra todo su ornamento, a fin de que el juicio sea justo. (523c-e).

Jan Patočka, el gran filósofo checo, escribió en 1976 un artículo sobre quiénes consideraba los héroes de su tiempo. Allí buscaba reivindicar al individualismo de la responsabilidad que se había perdido, una forma de concebir al individuo frente al individualismo fútil y caudillista del siglo XIX que llevó a la Segunda Guerra Mundial. Figuras éstas en las que se ha producido —según el autor— la transformación del mundo en ellas mismas, en sus decisiones y sus silencios, en los momentos decisivos que atravesaron, porque en sus ojos el mundo cambió, no las cosas. Y en el contexto de lo que escribe acerca de Solzhenitsyn dice que:

El interés por la verdad es puro en cuanto es el interés de los oprimidos, de los ultrajados, de los humillados y de los muertos, cuando la sangre derramada se impregna y le llama al compromiso. […] los muertos no deben sernos indiferentes sino que no lo son. Estamos aquí para retomar sobre nosotros lo que ellos son. De este modo, ellos son nosotros.

Este tomar sobre sí a los otros supone asimismo una consagración a las divinidades subterráneas. En verdad, esta consagración sólo es posible si nosotros somos esos otros, si en cierto sentido estamos muertos como ellos. De tal modo que han muerto tanto los vivos como los muertos, como si ya hubiéramos superado aquel espanto que por regla general que todos temen.11

Partiendo desde este supuesto, según Patočka, se puede cambiar algo desde lo más profundo. Lo ocurrido es irreversible, pero «los muertos están vivos» y es posible verlos caminando entre nosotros. Es por ello que no podemos volvernos ni entrecerrar los ojos: «Puede retirarse la mirada, pero la mirada correctamente orientada no puede no ver».12 Desde esta lectura, Patočka pareciera proponer la consagración a través de la muerte como instancia de igualación entre los hombres. Ser-como-muerto sería entonces la forma primera (¿y negativa?) en donde todos somos iguales: iguales ante la muerte.

Pero volvamos a Platón. Es este mito la metáfora que define el principio mismo de justicia y verdad. Sólo es posible juzgar verdaderamente despojado de ropas, de ojos y oídos: en la desnudez del alma. El juicio en busca de la verdad no tiene en cuenta la vestimenta, no puede ver ni oír: solamente examina aquello que el hombre ha vivido. Y no sólo a quien se juzga —el alma—, en donde recaerá el fallo por lo hecho en vida debe estar consagrado a la desnudez de la muerte ante el juez, sino que el juez mismo podrá juzgar solamente estando él también en igual condición: «completamente desnudo, muerto». Es la relación de muerte-a-muerte, es el sitio en donde se encuentra esta relación de desnudez-a-desnudez: la desnudez es la imposición para juzgar al otro. La desnudez del alma lo hace posible más allá de los ojos, de los oídos y el cuerpo.
Retomando este mismo pasaje del Gorgias, Emmanuel Levinas utiliza la idea del juicio final como la forma de «aproximación absoluta del otro», como relación de «muerte a muerte». Es por ello que el desnudamiento, en el que el Decir significa como pasividad, es un desnudamiento hasta la muerte en donde el otro «es desnudado allí de toda vestidura que cualifica […], hasta llegar a la desnudez de todo aquel que pasa de vivo a muerto, que es sorprendido por una muerte improvista».13

Esta metáfora de la desnudez absoluta para juzgar, de esta desnudez de vestimentas, de ojos y oídos, se transforma en un presupuesto anterior al Ser del hombre. El hombre no debe esperar a su muerte para que su alma pueda ser juzgada en esa condición, sino más bien que todo hombre es en el mundo, sabiendo que será juzgado en última instancia más allá de toda vestimenta, de toda mirada y de todo lo que puedan decir sobre él. Esta desnudez, es la desnudez del Ser. Presupuesto de la relación —y juicio— del uno al otro. Más allá en donde volveremos a la condición desnuda de nuestra otredad asimétrica por la que debemos pasar antes de encontrar al juez.

Este desnudamiento es condición de juicio y de ley. Es así como con la llegada del Mesías, en la instauración del tiempo mesiánico, no habrá necesidad de que los jueces juzguen las almas. Cuando el tiempo final se instaure, las almas andarán libremente, en «el buen vivir», en donde la desnudez del alma será absoluta. Con el tiempo mesiánico los jueces se habrán retirado.

El mesianismo parece así contener un sentido de incompletud constituyente, un final in-acabado, concebido como las astillas que entran al tiempo histórico. Un mesianismo que estaría varado en su figura de intermedio entre la comunidad de los hombres y la comunidad de los divinos. Entonces, la posibilidad de impartir justicia divina quedará expresada como la posibilidad de pensar al otro —asimétricamente— en una relación de desnudez absoluta, como relación de muerto-a-muerto, en la que el hombre se encuentra en permanente juicio. El otro juzga en la responsabilidad sobre él. Es aquí donde podemos interpretar las palabras de Patočka al decir que «en cierto sentido estamos muertos como ellos». Una relación en donde vivos y muertos se paran-frente-a-frente como muertos, o sea, en donde la pregunta por la dirección justa del alma puede manifestarse. Una relación absolutamente mesiánica, porque para que se levanten las almas de los muertos con la entrada del Mesías, el hombre debe estar tan muerto como vivo.

III

Hacia finales de noviembre de 1927, Walter Benjamin le acompaña una carta a su amigo Gershom Scholem con un fragmento que se llama «Idea de un misterio». Allí, según Scholem, aparece en Benjamin «el primer testimonio de los efectos que El proceso de Kafka»14 ejerció sobre él. Así dice:

Idea de un misterio.

Se trata de representar la historia como un proceso en el que el hombre, al tiempo que actúa como portavoz de la naturaleza muda, se lamenta de la Creación y de la ausencia del Mesías prometido. El tribunal decide, no obstante, escuchar a los testigos del porvenir. Comparece el poeta que lo siente; el pintor, que lo ve; el músico, que lo oye; y el filósofo, que lo sabe. Pero sus testimonios no concuerdan, si bien todos dan fe de su advenimiento. El tribunal no se atreve a confesar su indecisión. Nuevas quejas se suceden sin cesar, así como nuevos testigos. Hay tortura y martirio. Los bancos del jurado son ocupados por los vivos, que escuchan con la misma desconfianza tanto al acusador como a los testigos. Los asientos del jurado son heredados por los hijos. Finalmente, despierta en ellos el temor de ser expulsados de sus bancos. Por último, huyen todos los miembros del jurado y sólo el acusador y los testigos permanecen.15

Como podemos observar en este interesantísimo texto benjaminiano, se representa la historia como un proceso en sentido kafkiano, o sea, como un juicio. El hombre es el que actúa como portavoz ante una naturaleza muda y se nos presenta la idea bíblica en la que al mismo tiempo de ser hombre éste debe cumplir una función dada por Dios a partir de la Creación —descrita en el Libro de Génesis— como gestor de la naturaleza que no tiene palabras (humanas). Al mismo tiempo, se extiende allí otra de las tareas del hombre, traducir la naturaleza en lenguaje.16

Como sigue Benjamin, ante el lamento el hombre presenta una demanda contra la Creación y la ausencia del Mesías, de su no-venida, de un Mesías que fue prometido para que venga al mundo, a este mundo —no a otro—, a redimir. Aparece aquí la importante figura del testimonio, ya que son aquellos testigos del futuro los que compadecen ante el tribunal: el poeta, el pintor, el músico, el filósofo, quien es el estandarte del saber.17 Pero cada testimonio es diferente, cada percepción desde el conocimiento teórico y práctico del porvenir es diferente entre sí. Al mismo tiempo, sigue siendo el hombre el que debe dar testimonio: Benjamin nos diría que el rol del hombre es dar testimonio sobre la venida del Mesías, y testimonio como papel en la historia, como posibilidad de volver el pasado algo vivo, bajo la idea de generación en generación, por la que el pasado siempre es un presente que habita como contemporáneo junto a nosotros.

Pero el tribunal no puede decidir, como escribe Benjamin, y tampoco puede confesar esta indecisión, vuelve el tiempo del juicio en un tiempo entre paréntesis, en un limbo de espera que se vuelve tortura y martirio, el «infierno aquí», la catástrofe, que el propio Benjamin convocará su Parque central. 18 Y esta insoportable y tortuosa espera se asemeja al relato kafkiano Ante la ley. También la permanencia en un tiempo irredento, de violencia, es parte del martirio. Pero especialmente la idea, quizá podríamos suponer, de la espera y el tedio ante la finitud.

Así como pasan las generaciones, así también son heredados los asientos del jurado que van escuchando a los testigos que también, generación tras generación en esta espera o infierno, se van renovando, como si todos tuviesen el alma de Sísifo. El tiempo transcurre y el Mesías aún no ha llegado, mientras tanto se sigue testimoniando, sobre la venida que no ha venido. Así pasa el tiempo, y la historia. Esto es su sentido paradojal: ante el testimonio de lo no-venido avanzamos en el tiempo. Aquí podemos ver un adelanto de lo que será la tesis de Benjamin sobre el ángel de la historia, aquel que, como el progreso, avanza sobre las ruinas del mundo mirando hacia atrás.19 Avanzamos testimoniando por el deseo del porvenir como administradores de la naturaleza que por nuestros actos debe ser redimida junto a nosotros. Pero la mirada aquí está puesta desde el futuro clausurado hacia el pasado como juicio.

Finalmente, dirá Benjamin, el temor se apodera de los jurados que huyen, el miedo de perder su lugar en la historia, de su función de gestor de la naturaleza que le fue dada, de ese don que es también dar testimonio, hacerse presentes en el mundo y en la historia. Todos huyen y sólo permanece el acusador y los testigos, el resto de aquellos hombres. Observamos también el doble juego del hombre como acusador por la no-venida y como testigo de la llegada en un futuro que no se puede probar: más aún, en un futuro al que no se puede escuchar, a lo venido de ese futuro sin haber llegado. El tribunal no le cree a los testigos del futuro, no puede dar por probada la venida del Mesías; en ese sentido, siempre hay un katéchon20 que retiene el advenimiento para conservar la historia: ¿será a fin de cuentas el hombre mismo, su presencia, lo que retiene la venida del Mesías? ¿Será tal vez que el lugar de un tiempo mesiánico no es un tiempo humano, sino el de la supremacía o el dominio del mundo sobre la naturaleza?

IV

Vayamos finalmente a Jacques Derrida, y a su texto Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía. Citemos un fragmento de este pequeño e importante libro del pensador argelino-francés en donde, retomando una crítica de Kant al uso de un «tono de gran-señor», «altanero» también podríamos decir, y vacío, de quienes dicen ser filósofos para fines de «dominación» (lo que llamará justamente el «tono» en la filosofía de su tiempo y que nos recordará a la crítica de Platón a los sofistas), dirá que lo que se esconde debajo del discurso kantiano es el problema siempre presente del fin de la filosofía, o sea, del tono apocalíptico en la filosofía. Es ahí en donde explicará que «los temas del fin de la historia y de la muerte de la filosofía» han aparecido siempre junto a los postulados filosóficos, de diferentes maneras y en distintos tonos. Y dice:

…lo digo en verdad, no es solamente el fin de esto sino también y en primer lugar de aquello, el fin de la historia, el fin de la lucha de clases, el fin de la filosofía, la muerte de Dios, el fin de las religiones, el fin del cristianismo y de la moral (ésa fue la ingenuidad más grave), el fin del sujeto, el fin del hombre, el fin de Occidente, el fin de Edipo, el fin de la tierra, Apocalypse Now, yo les digo, el fin en el cataclismo, el fuego, la sangre, el terremoto fundamental, el napalm que desciende del cielo desde los helicópteros, como las prostitutas, y también el fin de la literatura, el fin de la pintura, del arte como cosa del pasado, el fin del psicoanálisis, el fin de la universidad, el fin del falocentrismo y del falogocentrismo, ¿y de cuántas cosas más? Y cualquier otro vendrá a refinar aún más, a anunciar lo mejor de lo mejor, o sea el fin del fin, el fin del final, porque el fin siempre ha comenzado ya, porque hay que distinguir aún entre la clausura y el fin, ya que aquélla habría de participar, quiéranlo o no, en el concierto, puesto que se trata además del fin del metalenguaje a propósito del lenguaje escatológico.21

Derrida nos engloba los temas que desde el paradigma teológico de los discursos mesiánicos y apocalípticos se han secularizado hacia la filosofía manteniendo su vigencia como un problema central de la reflexión filosófica. No sólo por la presencia de discursos apocalípticos en la filosofía sino porque son estos discursos los que también renuevan la filosofía. Al mismo tiempo, nos da cuenta de un tema central: no es lo mismo pensar el devenir como clausura, que puede re-abrirse, que como final, que debe constituir siempre un nuevo comenzar.

Pero regresemos ahora al inicio de esta reflexión, al problema de la verdad en el discurso apocalíptico y en el mesianismo. Como bien dice Derrida, más allá de los llamados «al fin de la filosofía», somos herederos de las luces de la Ilustración y no podemos no serlo, «no podemos y no debemos —es una ley y un destino—»22 escribe, no podemos renunciar a la Ilustración (Aufklärung), pero entendida como una «vigilia lúcida, de la elucidación, de la crítica y de la verdad, pero de una verdad que al mismo tiempo guarda en ella el deseo apocalíptico, esta vez como deseo de claridad y de revelación».23 O sea, entendiendo el movimiento del fin/final del discurso apocalíptico como una posibilidad crítica de preguntarnos sobre el fin mismo, y en ese sentido, sobre la verdad misma, sobre el sentido mismo de la vida, sobre el destino del hombre. Por ello, sigue Derrida, pensar desde ahí, hacernos cargo de la pesada herencia del pasado y del Iluminismo, de la luz, nos permitirá «deconstruir el discurso apocalíptico mismo y con él todo lo que especula sobre la visión, la inminencia del fin, la teofanía, la parusía, el juicio final».24

Podemos observar así que existe un doble movimiento de la verdad apocalíptica, o de la verdad y la apocalíptica, porque «la verdad como verdad revelada de un secreto sobre el fin o del secreto del fin», hace que, al mismo tiempo, «la verdad misma es el fin, el destino, y que la verdad se descubra es el advenimiento del fin. La verdad es el fin y la instancia del juicio final. La estructura de la verdad sería aquí apocalíptica. Y por eso es que no puede haber verdad del apocalipsis que no sea verdad de la verdad».25

El tono apocalíptico y la presencia mesiánica en la pregunta filosófica no es un final ni la mera repetición, es siempre un volver a comenzar desde lo que se ha dejado. Acumulando sobre nuestras espaldas la experiencia del tiempo transcurrido. Ése es justamente el doble movimiento apocalíptico, por lo menos mientras el Mesías no llegue, o no regrese. Entretanto, el acusador y los testigos seguirán permaneciendo, y el problema de las teologías políticas seguirá siendo así el centro del debate sobre el tiempo presente.

Éste era también el programa en el que se inscribe Benjamin y su Programa de la filosofía venidera, cuando escribía que «la tarea de la filosofía venidera puede ser definida como el encontrar o el crear el concepto de conocimiento que, al poner el concepto de experiencia exclusivamente en relación con la conciencia trascendental, no sólo hace posible la experiencia mecánica, sino también la experiencia religiosa».26 Si la exigencia de esta «filosofía venidera» que se halla sobre la base del sistema kantiano debe crear para Benjamin «un concepto de conocimiento al que corresponda el concepto de una experiencia de la que el conocimiento sea la teoría», ello haría que a la filosofía se la pueda llamar «teología» o, tal vez, que la propia «teología quedaría subordinada a ella en la medida en que contiene elementos filosóficos históricos».27 Esta concepción se acerca también a la que fuera, hacia el primer tercio del siglo XX, la búsqueda de Franz Rosenzweig en su nuevo pensamiento. Una nueva mirada del mundo que tuviera, como uno de sus supuestos fundamentales, la vinculación entre la tarea del filósofo y la del teólogo. Para Rosenzweig, «la filosofía exige hoy que filosofen “teólogos”»,28 teólogos que también exijan la filosofía como método: «la filosofía es convocada hoy por la teología para la tarea, dicho en términos teológicos, de construir un puente entre la Creación y la Revelación; un puente en el que pueda acontecer además la vinculación […] entre Revelación y Redención».29

Podemos decir que existe una relación inquebrantable entre teología y filosofía, allí en donde ambas se vuelven un problema sobre la responsabilidad para nuestro tiempo presente, desde lo originario y lo abismal, desde el habitar mismo entre la comunidad de los hombres y la comunidad de lo divino, y por eso mismo, también es, desde su concepción primigenia, un problema político.

Bibliografía

 
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1 Martin Heidegger, Construir Habitar Pensar, p. 21.

2 M. Heidegger, «La época de la imagen del mundo», p. 64.

3 Gershom Scholem, Las grandes tendencias de la mística judía, p. 27.

4 George Steiner, Gramáticas de la creación, p. 71.

5 Tal vez el pensador que ha desarrollado más significativamente esta relación, además del propio Heidegger, es Franz Rosenzweig en su obra maestra La estrella de la redención.

6 M. Heidegger, Construir Habitar Pensar, p. 21.

7 Albert Camus, El mito de Sísifo, p. 156.

8 Cf. Emmanuel Taub, Mesianismo y redención. Prolegómenos para una teología política judía.

9 Fabián Ludueña Romandini, Principios de espectrología. La comunidad de los espectros ii, p. 62.

10 Ibid., pp. 62-63.

11 Jan Patočka, «Los héroes de nuestro tiempo», p. 347.

12 Idem.

13 Emmanuel Levinas, De otro modo que ser o más allá de la esencia, p. 102.

14 G. Scholem, Walter Benjamin. Historia de una amistad, p. 152.

15 Ibid., 151.

16 En Génesis 1: 20-21 y 26-31 se dice: «Elohím les dijo: “Sean fértiles y multiplíquense, llenen la tierra y conquístenla y ejerzan el dominio sobre los peces del mar, los animales del cielo y todas las criaturas vivientes que se mueven sobre la tierra”. Y dijo Elohím: “Tengan en cuenta que les he otorgado todo tipo de vegetación que germina de semillas que se encuentran sobre la superficie de la tierra y toda especie de árbol que contiene frutos producidos por semillas, para que les sirva de alimento. Y todos los animales terrestres y a los animales del cielo y a todo lo que rapta en el suelo que presente aliento vital (les doy) todas las plantas verdes como alimento”. Y así sucedió».

17 Testigos del futuro que son, según Paul Valéry, los representantes de la política del espíritu. Como escribe: «Bajo este nombre de espíritu no entiendo en modo alguno una entidad metafísica: entiendo aquí, muy simplemente, una potencia de transformación que podemos aislar, distinguir de todas las demás, considerando sencillamente ciertos efectos en torno de nosotros, ciertas modificaciones del medio que nos rodea, las cuales sólo podemos atribuirlas a una acción muy diferente de la producida por las energías conocidas de la naturaleza; porque esta potencia consiste, por lo contrario, en oponer unas a otras esas energías que nos son dadas, o bien en conjugarlas». Paul Valéry, Política del espíritu, p. 83.

18 Según Benjamin «que todo siga “así” es la catástrofe. Ésta no es lo inminente cada vez, sino que es lo cada vez ya dado». Por ello releyendo a Strindberg escribe que «el infierno no es nada que aún nos aceche, sino que es esta vida aquí». W. Benjamin, «Parque Central», p. 292.

19 Cf. W. Benjamin, «Tesis de filosofía de la historia», p. 183.

20 Para una historia de la figura del katéchon, véase Fabián Ludueña Romandini, «Katéchon. La vida suspendida entre dos Reinos y el mito de la soberanía divina». Desde una perspectiva judía sobre el katéchon, véase Emmanuel Taub, La Modernidad atravesada. Teología política y mesianismo.

21 Jacques Derrida, Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía, pp. 48-49.

22 Ibid., p. 52.

23 Idem.

24 Idem.

25 Ibid., pp. 55-56.

26 Walter Benjamin, «Sobre el programa de la filosofía venidera», p. 168.

27 Ibid., p. 172.

28 Franz Rosenzweig, La estrella de la redención, p. 148.

29 Ibid., 150.

Sobre el autor
Emmanuel Taub (1980) es un filósofo nacido en Argentina. Además de centrar sus estudios en el pensamiento judío, cuenta con un doctorado en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires desde 2012. Ha publicado La Modernidad atravesada. Teología política y mesianismo (2008) y Mesianismo y redención. Prolegómenos para una teología política judía (2013).