Número 80

Crítica del geoconstructivismo

Antropoceno y geoingeniería

Frédéric Neyrat

«¿Podemos acoger el Antropoceno sin ceder al discurso dominante de los antropocenólogos?»: tal es la pregunta que Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz plantean en L’Événement Anthropocène, un libro que utiliza la idea de Antropoceno en contra de su uso dominante.1 Este uso considera a la humanidad como un sujeto único en contacto con la Tierra, objeto también completamente unificado. La consagración de tal visión del mundo conduce directamente a los proyectos de «optimización» del clima, descritos por Clive Hamilton en Earthmasters. The Dawn of the Age of Climate Engineering: la geoingeniería es la continuación (tecno)lógica del Antropoceno.

El objetivo de este artículo es el seguimiento de la dimensión constructivista del «discurso dominante» que, de Bruno Latour a la geoingeniería, conduce a la justificación del Antropoceno y las delicias del desarrollo tecnológico desenfrenado. Llamo geoconstructivismo a la política global que ha generado los cambios climáticos, a las soluciones tecnológicas que son propuestas para regularlos y al discurso general que subyace a esta política y estas soluciones. El geoconstructivismo parece no ver que la Tierra, como escribe Clive Hamilton, es una «bestia poco cooperativa», que no reaccionará como se espera a las manipulaciones de la atmósfera.2 Sin embargo, ¿estamos todavía a tiempo para rechazar la geoingeniería? O ¿estamos condenados a continuar el desarrollo del Antropoceno hasta la eventualidad de su fin prematuro?

Acontecimiento cognitivo, acontecimiento material: una zona de tensión conceptual

En primer lugar, ¿de qué modo el Antropoceno es un acontecimiento? Se supone que el término indica un momento significativo en la historia: aquel en que el ser humano se volvió una «fuerza geológica». Para Paul Crutzen, el químico y meteorólogo que forjó este nuevo término, esta transformación es el efecto primario de la Revolución industrial. En su libro, Bonneuil y Fressoz recuerdan que ahora existen tesis paralelas que proponen otros inicios posibles: la hipótesis Homo sapiens toma como punto de partida las transformaciones ocasionadas por el fuego y la caza hace 200 000 años; la «early anthropogenic hypothesis» del paleoclimatólogo William Ruddiman insiste en el papel de la agricultura naciente hace 7000 años; y la hipótesis de la aceleración plantea que todo comienza después de la Segunda Guerra Mundial. Mi intención aquí no es retomar estas explicaciones, sino mostrar de qué forma estas páginas son importantes para el propósito del libro: determinar el punto de comienzo es lo que permite crear una zona de tensión conceptual entre este origen y nuestra actualidad.

¿Cuál es, en efecto, el error del geoconstructivismo estándar? La confusión entre acontecimiento cognitivo, que concierne a la aparición de la palabra «Antropoceno», la producción de saberes que conlleva, las controversias relativas a su datación precisa, etc., y el acontecimiento material que supuestamente es descrito por este término y estos saberes. Es patente que la historia es ese discurso con anclaje científico que anuda intrínsecamente el hecho y el conocimiento que del anterior tenemos; como si el conocimiento y su narración (story) fueran constitutivos del hecho mismo (history). Sin embargo, esta imbricación no debe conducirnos a pensar que, puesto que la palabra Antropoceno fue concebida en los comienzos de la década de 2000, puesto que genera una toma específica de consciencia en lo que respecta a lo que nos ocurre hoy en día, eso significa que el hecho resultaba opaco para aquellos que nos precedían. Al considerarnos como la consciencia ilustrada de (y por) el Antropoceno, de ello inferimos erróneamente que los demás, antes de nosotros, se sumergían en las tinieblas del no-saber. De cierta manera, todo sucede somo si la distancia entre acontecimiento cognitivo y acontecimiento material se desvaneciera, ¡hasta el punto de creer en la ilusión de que el acontecimiento material se llevó a cabo al mismo tiempo que el acontecimiento cognitivo! Consúltense rápidamente todos los ensayos eruditos, los informes de prensa y las películas que llevan por título Welcome to the Anthropocene. No sólo esta fórmula asimila una nueva era geológica con un parque temático, algún Jurassic Park cuyos héroes seríamos nosotros, también tiende a hacernos creer que habríamos entrado precisamente en un nuevo período…

Por consiguiente, ¿se trataría sencillamente de identificar un real puro, un objeto de saber subjetivamente neutro, desprendido de cualquier relación interpretativa, así como propone un exiguo objetivismo de moda? No, L’Événement Anthropocène propone algo mucho más interesante: crear una zona de tensión conceptual entre el acontecimiento material y el acontecimiento cognitivo, es decir, reinterpretar los doscientos cincuenta años que transcurrieron entre el inicio del Antropoceno y la actualidad. A la luz hermenéutica del Antropoceno, lo que se propone es toda una relectura de la modernidad.

Las escenas del ser humano

En efecto, Bonneuil y Fressoz toman al pie de la letra la palabra Antropoceno según un principio de aplicación máxima. En efecto, si hay Antropoceno, entonces ¡éste no cayó del cielo! Conviene hablar de la «intrusión de Gaia» (Stengers), dicho de otro modo, de la manera catastrófica en que los fenómenos climáticos intervienen brutalmente en la escena social y política de la humanidad, pero no olvidemos —lo que la expresión de Stengers desgraciadamente podría dejar que se crea— que esta intrusión es la etapa, segunda, que viene después de la extrusión humana en la atmósfera. Los dos historiadores identifican aquello que ellos llaman las «técnicas del Antropoceno», es decir, las maneras en que unas elecciones políticas, económicas y tecnológicas dieron lugar a este cambio. El Antropoceno fue instalado conscientemente, y el propósito del libro es «desplazar la distancia focal del estudio desde los ambientes perjudicados y los círculos biogeoquímicos perturbados, hacia los actores, las instituciones y las decisiones que produjeron estos perjuicios y estas perturbaciones».3 Así, «los empresarios de la revolución industrial […] modelaron activamente» el Antropoceno; y Saint-Simon sabía que «la explotación» del globo lo «transforma» a éste.4 Fomentar el carbón en el siglo XIX en los Estados Unidos, recurrir de manera general a las energías fósiles y favorecer el parque vehicular, nada de esto atañe a un «progreso inexorable» cualquiera, sino a decisiones que habrían podido ser distintas a las que fueron tomadas: el Antropoceno fue un «termoceno» deliberado, fruto de elecciones energéticas.

A modo de progreso, se dirá más bien que las decisiones antropocénicas dieron lugar a aquello que Bonneuil y Fressoz llaman el «tanatoceno»: una Edad de la Muerte tecnológicamente asistida, reforzada por las posibilidades masivas de destrucción inauguradas en el siglo XX. La guerra es la continuación del Antropoceno por otros medios. Ya que el ser humano no es únicamente una fuerza geológica cuando se trata de crear autopistas o ciudades, lo es también cuando se trata de destruirlas. ¿Cuántas deforestaciones, destrucciones estratégicas y tácticas de territorios han tenido lugar por motivos de guerras? De la fuerza tanatológica a la potencia urbanológica, las transiciones abundan, y los autores describen las invenciones de «tecnologías brutales» (Paul R. Josephson) que han pasado de un uso militar a un uso civil; pensemos por ejemplo en la transformación de los gases de combate en pesticidas. La destrucción tiene múltiples rostros, el rostro de la guerra por supuesto, pero también el rostro del capitalismo y del consumismo. Consumir es agotar. En este sentido, el Antropoceno es un «fagoceno». Este término remite evidentemente a la idea de un consumo de los recursos del planeta y, por consiguiente, a una destrucción inmediata en beneficio de la así llamada satisfacción de necesidades. Pero define asimismo una manera de producir lo no-durable: los empresarios capitalistas sabían muy bien lo que hacían, cuando comenzaron a propagar el desprecio por toda forma de reciclaje; de igual modo, saben muy bien lo que hacen cuando fabrican la obsolescencia programada de los objetos.5

Del mismo modo que el Antropoceno fue conscientemente elaborado, así también fue voluntariamente como las resistencias se organizaron. La idea según la cual el ambientalismo, en cuanto práctica de una ecología política contestataria, habría empezado en la década de 1960 es discutible, si se comprende bien que el Antropoceno es la suma de todas las «escenas» que acabamos de describir. Termoceno, tanatoceno y fagoceno no emergieron sin que se formara otra escena, política, el «polemoceno», que define el conjunto de las luchas que tuvieron lugar desde los comienzos de la Revolución industrial hasta nuestros días, desde los ludditas hasta los movimientos de las Ciudades en Transición, desde las oposiciones feroces contra las deforestaciones hasta los objetores del crecimiento. Con atención se leerán las páginas consagradas a las peticiones y asociaciones que se formaron, durante el siglo XIX, para denunciar las contaminaciones industriales y sus enfermedades correspondientes.6 El geoconstructivismo elude aceptar la multiplicidad de las escenas de lo humano; prefiere pensar la relación de los humanos con los no-humanos.

Cómo dividir correctamente la modernidad

Existe una escena que todavía no hemos descrito: el «fronoceno», que define la existencia de una Edad de la Prudencia (phronesis), una sensibilidad con respecto al medio ambiente que emergió con la Revolución industrial. Sin esta sensibilidad, el polemoceno sería evidentemente incomprensible. ¿Por qué luchar a favor del medio ambiente si su menoscabo no nos afecta en nada? Sin embargo, si he escogido posponer el estudio del fronoceno es porque es el único que permite comprender y cuestionar el Antropoceno. En efecto, Bonneuil y Fressoz utilizan el concepto de Antropoceno para poner en entredicho el discurso dominante que consiste en separar la época moderna en dos: en primer lugar, habría habido la modernidad ingenua, inconsciente de sus acciones, que fabrica su máquina de Watt con alegría y buen ánimo, a la cual casi habría que perdonar ya que no sabía lo que estaba haciendo; después, la modernidad «reflexiva», que habría pasado de la adoración del progreso a tomar en consideración los «riesgos» (Beck) y los «attachements» (Latour).* En primer lugar, la denegación del medio ambiente; después, su descubrimiento como espacio frágil. Ahora bien, todo el libro de Bonneuil y Fressoz se opone a esta idea.7 Desde el momento en que Fourier constata el «deterioro material del planeta» hasta los científicos del siglo XX para quienes la Gran Aceleración era perfectamente visible,8 siempre hubo reflexividad. Sensibilidad con respecto a las frágiles circumfusa (cosas circundantes) en el siglo XVIII,9 consciencia de la relación entre desforestación y posibilidad de cambio climático desde la década de 1770,10 consciencia del agotamiento inevitable de los recursos: se sabía.

O, como mínimo, se podía saber. En lugar de considerar una pseudo-ruptura en la Historia, entre una modernidad inicialmente ignorante y después instruida, lo que se trata de comprender es una división en la modernidad, una modernidad que siempre habrá sido dual: «Lejos del relato de una ceguera seguida de un despertar, lo que conviene considerar es, por tanto, la historia de la marginalización de los saberes y las alertas».11 La historia oficial del Antropoceno es la historia de los vencedores. Dicho de otra manera, hubo represión y expulsión de los discursos y las prácticas que sabían y experimentaban las relaciones entre naturaleza y sociedad. Esto también quiere decir que, cuando un Latour asegura que los humanos se han vuelto agentes geológicos «sin quererlo»,12 es falso. Pero es necesario decir mucho más: es necesario afirmar que este discurso es 1) la reanudación del discurso de los vencedores; 2) una manera de asegurar el prolongamiento y el reforzamiento de la represión de los discursos minoritarios.

Lo que es terrible en este discurso que divide temporalmente la modernidad es que tiene lugar al mismo tiempo en dos tableros: por un lado, se propone como ecología política ilustrada, «reflexiva», pero por otro lado se anuncia como el primero en poder pensar el fin de las Grandes Particiones entre los humanos y su entorno, entre las producciones industriales y sus peligrosas consecuencias, el primero en pensar no solamente estas particiones, sino también las soluciones para salirse de ellas. Este discurso, por tanto, es al mismo tiempo la palabra de los vencedores y la palabra de quienes fueron reducidos al silencio por los vencedores.

Por consiguiente, hay que conseguir interpretar la potente conclusión del capítulo consagrado al fronoceno: si «los modernos poseían sus propias formas de reflexividad medioambiental», entonces, «la conclusión se impone, en una verdad bastante inquietante, de que nuestros ancestros destruyeron los entornos con total conocimiento de causa». De ahí la «naturaleza esquizofrénica de la modernidad»: por un lado, los modernos sabían que naturaleza y sociedad están conectadas; por el otro, destruían la naturaleza terrestre.13 Pero se podría sostener, anticipando nuestra próxima sección, que sólo hay esquizofrenia si, y sólo si, se considera a la humanidad como una. Ahora bien, lo que este libro nos dice claramente es que este modelo no funciona: la modernidad no tenía una cabeza, sino dos cuerpos. Uno que, deliberadamente, construyó el desastre; otro que, sacrificado, intentó oponerse a esto. Contra la idea de una modernidad temporalmente escindida, lo que hay que sostener es aquella de una modernidad políticamente dividida.

La caja vacía y el cuerpo pleno: primeros elementos para un ecoanálisis

El «relato oficial» del Antropoceno opone una «Tierra única» a «una humanidad tomada como entidad biológica y agente geológico».14 Ahora bien, Bonneuil y Fressoz sostienen que, desde un punto medioambiental, «la humanidad tomada como un todo no existe».15 Ya que ciertos países, en ciertas épocas, son bastante más responsables que otros en lo que respecta a los daños medioambientales, y el Antropoceno es en primer lugar un «Angloceno»: Gran Bretaña y Estados Unidos representan 55 % de las emisiones acumuladas de CO2 en 1900, 65 % en 1950, y cerca de 50 % en 1980.16 Por esta razón, los dos historiadores rechazan la tesis de Chakrabarty que, según ellos, «ilustra el abandono de la rejilla marxista y poscolonial en provecho de una humanidad indiferenciada».17 En efecto, sería peligrosamente anestesiante, y despolitizante, hablar del Antropoceno sin evocar el capitalismo, la guerra, los Estados Unidos y determinadas grandes empresas.18

En cuanto a la Tierra, el discurso oficial la presenta como una «máquina cibernética autorregulada», una «máquina-organismo».19 Esta visión «sistémica» del planeta se adapta perfectamente a los afanes tecnocráticos de control planetario que los geoingenieros nos prometen. Para estos últimos, del mismo modo que para el discurso constructivista dominante, la Tierra es una especie de caja vacía que se puede embalsamar a voluntad. En la fantasía de los ingenieros, del mismo modo que en aquella de los constructivistas, todo debe suceder como si la naturaleza no existiera. Lo que existe son materiales que es posible reorganizar indefinidamente. No cabe duda de que habría que oponer esta representación de la Tierra a aquella que considera a ésta como un cuerpo pleno, una entidad viva irreductible a sus componentes químicos. Contrariamente a lo que sostienen Bonneuil y Fressoz, me parece que esta representación no puede superponerse exactamente a la precedente: para Lynn Margulis, quien defiende con Lovelock la llamada «hipótesis Gaia», los hombres nunca estarán en condiciones de controlar la Tierra. Los bosques tropicales, nos dice, «continuarán sus cacofonías y sus armonías durante mucho tiempo después de que nosotros no estemos aquí».20

Así pues, no hay que equivocarse de adversarios. Ya que ¡quienes hoy realizan la fusión humanos-naturaleza no son los deep ecologists, ni los fanáticos de Avatar! Son los constructivistas, o más precisamente los geoconstructivistas que producen el «discurso fusional de una antroponaturaleza» y que en definitiva

…niega[n] toda alteridad a la naturaleza y a Gaia: incluso si formamos parte de ella y si la naturaleza debe ser acogida en nuestro colectivo político, es importante reconocer su alteridad, a través de una escucha no instrumental y un respeto a ciertos límites para el actuar humano. La fusión y la omnipotencia son sentimientos propios de la primera infancia.21

Estas líneas merecerían ser ampliamente comentadas y desarrolladas, en el registro de aquello que sería bueno llamar un ecoanálisis, es decir, el estudio del inconsciente político del Antropoceno. En este estudio, habría que mostrar cómo el «discurso dominante», que Bonneuil y Fressoz critican, está atravesado por una angustia terrible de separación, que conduce a los geoconstructivistas —que apoyaron, con sus producciones teóricas y prácticas, el establecimiento del Antropoceno— a privilegiar la hibridación y los «attachements», y a retroceder horrorizados ante los poderes de la división, de lo contestatario, del Dos político. Si a los geoconstructivistas les gusta la Tierra únicamente cuando está vacía, y no plena y casi viva, es porque así podría ser enteramente rehecha, recombinada, sin ningún límite —natural o cualquier otro— que «corra el riesgo» de interrumpir su antropización. Al final, el cara a cara delante del espejo del Hombre-Uno y de la Tierra-Una se saldaría con una simple unidad incestuosa, definitivamente victoriosa, de las Grandes Particiones.

Optimizar la Tierra (con optimismo)

No cabe duda de que este afán inconsciente es el que estructura el deseo de los «Earthmasters», esos geoingenieros que sueñan con controlar el clima. Que la geoingeniería sea la continuación tecnológica del Antropoceno se muestra claramente si se advierte que Paul Crutzen, el inventor de la palabra Antropoceno, es también quien, desde 2002, evoca la posibilidad de «proyectos de geoingeniería a gran escala» para, por ejemplo, «optimizar» artificialmente el clima.22 Este mismo Crutzen es quien, en 2006, propondrá en un artículo estrepitoso enviar toneladas de azufre a la atmósfera a fin de que se constituya un «escudo» apto para enfriar el planeta. Como lo muestra Clive Hamilton, semejante proyecto puede alimentarse de las mejores intenciones del mundo: frente al peligro de un cambio climático abrupto quizá inminente o, en todos los casos, probable como consecuencia de los feedbacks y de los puntos de inflexión (tipping points) que engendran irreversiblemente tales cambios, y porque los Estados se revelan incapaces de limitar drásticamente sus emisiones de CO2, el único «Plan B» plausible sería el escudo atmosférico.23

Para evaluar bien la especificad de la geoingeniería, volvamos un poco atrás. Es importante, en efecto, no confundir esta tecnología con el geosecuestro, que consiste en captar el CO2 en la atmósfera con el objetivo de almacenarlo en el suelo o en el fondo de los océanos. Durante la década de 2000, el geosecuestro atrajo todas las esperanzas, y una gran parte de los financiamientos. Tras presagiar —ya— que los Estados no conseguirían ningún acuerdo sobre la reducción de las emisiones de CO2, y queriendo mantener sin cambios el progreso y el desarrollo, la solución se mostraba así: quemar sin restricciones las energías fósiles, pero apostar al hecho de que la tecnociencia sería capaz, rápidamente, de recuperar el CO2 y de amurallarlo en alguna parte. Nada de esto ocurrió así, y Hamilton tiene razón al hablar de «decenio perdido».24 Hoy en día, los proyectos de CCS (Carbon Capture and Storage) están abandonados en su mayoría. En efecto, secuestrar el CO2 exige un dispositivo industrial, que produciría cantidades enormes de CO2. Parecía que nuestros ingenieros hayan padecido la creencia según la cual la entropía se habría detenido a las puertas de la modernidad reflexiva; sin embargo, habría llegado la hora de rendirse a esta evidencia: puesto que la Tierra es redonda y finita, toda acción industrial sobre la Tierra tendrá consecuencias industriales… sobre la Tierra.

Exit el geosecuestro. Welcome to the geoengineering. Si el medio es distinto —impedir que la radiación solar alcance ese CO2 por medio de la construcción de un escudo climático—, el dispositivo parece idéntico: continuar quemando las energías fósiles o, dicho de otro modo, mantener cueste lo que cueste el capitalismo termoindustrial. Pero la geoingeniería tiene una ventaja formidable sobre el desafortunado geosecuestro, ya que permite mantener el capitalismo termoindustrial y la denegación del carácter antropogénico de los cambios climáticos. Hamilton rastrea en su libro todas las estrategias implementadas por las grandes sociedades dependientes de las energías fósiles, sus think tanks e institutos asociados, así como los partidos conservadores, para denegar los cambios climáticos. Lejos de representar un escepticismo cualquiera de la inteligencia, estas repulsas versan sobre las consecuencias que tal reconocimiento supondría: el cuestionamiento de aquello que ha construido al Antropoceno. Ahora bien, la geoingeniería es, de cierta manera, la producción ad hoc de una denegación: por un lado, reconoce que hay cambio climático; pero por el otro esquiva la responsabilidad o la culpabilidad humana, ya que presenta la tecnología, la industria, el capitalismo y la posibilidad de ser amo (y poseedor) de la Tierra como las únicas soluciones a nuestros problemas. En donde el geosecuestro tenía que confrontarse en cualquier caso con el CO2 de la atmósfera, la geoingeniería, directamente girada hacia el Sol al que trata de erigir un protector, gira la espalda a la Tierra.25 Bienvenidos al Fotoceno…

Fatalidad de un technofix

Diversos escenarios se perfilan. Repitiendo el fracaso del geosecuestro, lo primero sería el abandono, en un decenio, de los proyectos de geoingeniería. Para esto sería necesario que los geoconstructivistas reconocieran que el enunciado según el cual «la naturaleza no existe» es insuficiente, y que la Tierra es mucho más una bestia incontrolable que una caja vacía, susceptible de sobre-reaccionar de manera inesperada. Sería necesario, por tanto, que los ingenieros dejaran de ingeniárselas para controlar lo incontrolable. Pero tal reconocimiento llegaría demasiado tarde. Tecnología «conservadora»,26 la geoingeniería permite no seguirse preocupando por la reducción de las emisiones de CO2; pero, como el retorno de lo reprimido, un fracaso del proyecto de geoingeniería volvería patente el hecho de que se habría tenido que proceder, en un pasado ahora inaccesible, a esta reducción. El escenario más probable será pues el siguiente: la geoingeniería será aplicada a pesar de los riesgos mayores, se experimentará a escala natural lo que sólo parcialmente pudo ser probado.

Bonneuil y Fressoz tienen razón en insistir sobre las elecciones y las decisiones que instalaron el Antropoceno. Pero, en un cierto grado de instalación, la elección se vuelve fatal. Hamilton califica la geoingeniería de technofix, un parche o una solución provisional tecnológica que no cambia nada en las causas de los cambios climáticos.27 Pero la solución provisional se hace a partir de ahora ineludible. Desde la conferencia sobre el clima de Copenhague, en 2009, los geoingenieros son los nuevos «espíritus» del capitalismo climático. Los constructivistas que, como Latour, exclaman «¡Es el desarrollo, estúpido!»,28 pueden estar satisfechos. Hamilton piensa que la situación sería menos dramática si los geoingenieros no fueran «prometeicos», convencidos de su fuerza demiúrgica, sino atentos a los límites, «soterianos» (del nombre de la diosa de la seguridad y la preservación Soteria).29 Estas páginas son sin duda las menos convincentes del libro, ya que ¡la geoingeniería es en sí misma prometeica! O es aplicada, o no. Por tanto, es preciso admitir que, en ausencia de un movimiento político radical global que exija la reducción planificada de las emisiones de CO2, nada detendrá a la geoingeniería.30 Nada, me parece, impedirá que el «bello concepto de Antropoceno» se vuelva la «filosofía legítima de un nuevo geopoder tecnocrático y mercantil».31

El discurso dominante nos asegura que el Antropoceno tiene prometido un futuro brillante, en términos geológicos por lo menos, porque las consecuencias antropogénicas sobre la atmósfera (y sobre el resto del planeta) se resentirán durante milenios. Pero en el caso de catástrofes abruptas, ya sea que estén ligadas a las meras emisiones de CO2, o a aquellas acumuladas con el technofix de los geoingenieros, se podría imaginar esta escena extraña: una Tierra duraderamente antropogenizada; pero en ausencia de seres humanos, o mermados, amputados de su vieja «fuerza geológica». Como un Antropoceno sin anthropos.

Traducción del francés:
Alan Cruz

© Frédéric Neyrat, «Critique du géo-constructivisme. Anthropocène & géoingénierie», en Multitudes, núm. 56, 2014/2, pp. 37-47.

Bibliografía

Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz, L’Événement Anthropocène. La Terre, l’histoire et nous, París, Seuil, 2013.
Paul Crutzen, «Geology of Mankind», en Nature, vol. 415, 2002.
Jean-Baptiste Fressoz, L’apocalypse joyeuse. Une histoire du risque technologique, París, Seuil, 2012.
Clive Hamilton, Earthmasters. The Dawn of the Age of Climate Engineering, New Haven, Yale University Press, 2013.
Bruno Latour, «It’s the Development, Stupid! or How Can we Modernize Modernization», consultado el 6 de junio de 2018 en http://www.bruno-latour.fr/sites/default/files/107-NORDHAUS&SHELLENBERGER.pdf.
Lynn Margulis, Symbiotic Planet: A new Look at Evolution, Nueva York, Basic Books, 1998.
Frédéric Neyrat, «Climate turn. L’anthropo-scène, Chakrabarty et l’espèce humaine», en Revue Internationale des Livres et des Idées, 28 de septiembre de 2010.


1 Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz, L’Événement Anthropocène. La Terre, l’histoire et nous, p. 109.

2 Clive Hamilton, Earthmasters. The Dawn of the Age of Climate Engineering, p. 37.

3 C. Bonneuil y J.-B. Fressoz, op. cit., p. 87.

4 Ibid., p. 10.

5 Ibid., pp. 185-187.

6 Ibid., pp. 236-239.

* La palabra francesa attachement (traducida por los diccionarios en primer lugar como «apego») es un término técnico de Bruno Latour que ha sido traducido en castellano de varias maneras: enlace, vinculación, adhesión, atadura. [N. del T.].

7 La obra precedente de Jean-Baptiste Fressoz enseñaba admirablemente los elementos de este caso, cf. L’apocalypse joyeuse. Une histoire du risque technologique.

8 C. Bonneuil y J.-B. Fressoz, op. cit., pp. 91-96.

9 Ibid., pp. 202-203.

10 Ibid., pp. 205-206.

11 Ibid., pp. 95-96.

12 Ibid., p. 93.

13 Ibid., p. 221.

14 Ibid., p. 81.

15 Ibid., p. 89.

16 Ibid., 134.

17 Yo propongo una lectura alternativa en: «Climate turn. L’anthropo-scène, Chakrabarty et l’espèce humaine».

18 C. Bonneuil y J.-B. Fressoz, op. cit., pp. 84-85.

19 Ibid., pp. 72-74.

20 Lynn Margulis, Symbiotic Planet. A New Look at Evolution, p. 128.

21 C. Bonneuil y J.-B. Fressoz, op. cit., pp. 107-108.

22 C. Hamilton, op. cit., p. 23.

23 Ibid., pp. 13-16, 159-160. La idea de «plan B» también es defendida por el famoso astrofísico Lord Rees, con el objetivo de «ganar tiempo para desarrollar fuentes de energía más propias», www.theguardian.com/science/2013/sep/11/astronomer-royal-global-warming-lord-rees.

24 C. Hamilton, op. cit., p. 172.

25 Antítesis del retorno a la Tierra que propone alegóricamente la película Gravity. Cf. https://blogs.mediapart.fr/edition/les-invites-de-mediapart/article/041113/gravity-ou-comment-revenir-sur-terre

26 C. Bonneuil y J.-B. Fressoz, op. cit., p. 120.

27 C. Hamilton, op. cit., pp. 173-177.

28 Cf. Bruno Latour, «It’s Development, Stupid!».

29 Ibid., p. 208-209

30 Planificada en el sentido en que esta reducción tendrá que tomar en cuenta el global dimming, el oscurecimiento global, vinculado al aumento de los aerosoles en la atmósfera, que esconde el global warming: una simple disminución drástica de toda forma de contaminación (CO2 y sulfuro confundidos) tendría por efecto inmediato aumentar los cambios climáticos…

31 C. Bonneuil y J.-B. Fressoz, op. cit., p. 65.

Sobre el autor
Frédéric Neyrat (1968) es filósofo y enseña en la Universidad de Wisconsin-Madison (Estados Unidos). Entre sus libros se suman Biopolitique des catastrophes (2008), Le communisme existentiel de Jean-Luc Nancy (2013) y La part inconstructible de la Terre (2017). También puede consultarse su sitio web personal Atopies (https://atoposophie.wordpress.com/).