Número 80

De animales, de humanos y de la cuestión acerca de lo que (no) somos

María Antonia González Valerio

Ya no se puede hablar de lo humano. O al menos no se puede hablar de eso de manera preponderante. Ya no se puede decir cosas como en antaño, como si fuéramos el pináculo de la evolución, que el planeta y sus formas de vida estaban allí para nuestro dominio y control o que la inteligencia, la razón y el lenguaje nos habrían dotado de un lugar especial en el mundo, y que esa singularidad equivalía también a superioridad. Además, tener un alma y un trato particular con la divinidad nos daba un lugar distinto. ¿Distinto a qué o de qué?

Sea como sea, ahora que se habla del Antropoceno, se lo hace sin orgullo y sin el pecho henchido. No solamente ha quedado en duda nuestra milenaria jerarquía (¿frente a qué habríamos sido superiores?), sino que contemporáneamente hemos aprendido a cuestionar nuestro poder de transformación sobre el mundo. Eso que habíamos gritado a los cuatro vientos como nuestra gran aportación, como nuestra potencia cuasi-divina, el poder del artificio, de convertir el mundo en un mundo humano gracias a la técnica, la que fuera, de la poesía que es capaz de volver a hacer el mundo, pedazo a pedazo, de duplicarlo, mejorarlo, embellecerlo y ontologizarlo con el poder de la palabra; a la tecnociencia actual que nos ha cambiado el terreno por una esfera artificial, plástica y asfaltada; eso, pues, que era uno de nuestros trazos definitorios como homo faber y motivo de orgulloso empoderamiento, hoy nos hace aparecer (¿frente a quién?) como los insignes destructores, como allanadores de un planeta que a la fuerza hemos hecho nuestro, con nuestra voluntad de dominio, de saber, de poder, de control, de tener… Ansias de salvación, de estar en casa, de transmutar la hostilidad de la selva por la seguridad de la calle pavimentada en la que transito por la noche sintiéndome segura (no en la Ciudad de México, aquí no hay seguridad, aquí nadie está en casa, aquí todo acecha).

El Antropoceno como la era de una/nuestra podredumbre. Como la acusación de una época en la que lo humano decide a escala planetaria el destino de lo vivo. El Antropoceno es, en el imaginario distópico, los ríos y los mares cubiertos de plástico, las ciudades crecientes, abarrotadas y contaminadas, el campo industrializado, el cielo abolido por tantos satélites artificiales mirando más allá de las estrellas y hasta dentro de las casas, los animales torturados, hacinados y convertidos en nada más que mercancía, las vidas —las nuestras— manipuladas entre dispositivos tecnológicos e industrias farmacéuticas. Sí, el Antropoceno, así visto, la era de los males (humanos) sobre el mundo, casi apocalípticos, oscuros y llenos de una ambición desmedida de poder y de control. En el trasfondo las empresas con sus intereses de apropiación del mercado de lo vivo. El fantasma de los transgénicos aparece y se instala en este imaginario distópico, permanece y amenaza con la instauración de la bio-artificialidad como el nuevo paradigma para pensar el mundo de la vida.
En la tecnoesfera no todo está recubierto de oscuridad. También hay una alegre luminiscencia en el reconocimiento de que la tecnociencia ha transformado las condiciones de existencia para hacerlas más cómodas, más amables, más «humanas».

Hay también la mirada sorprendida ante la ciencia en espectacular promoción de sí, del grito —histérico— de la producción de vida sintética a la manera de Craig Venter, del colisionador de hadrones, de la inteligencia artificial, del cuerpo humano prostéticamente extendido y aumentado (el ciborg que quisimos ser en la época de la obsolescencia del cuerpo), al atlas del cosmos donde se explican galaxias y hoyos negros. dna recombinante y nano-robots dentro de nuestro cuerpo.

Lo humano utópico, disfórico, eufórico

Liberación del trabajo manual —y bestial— por la tecnología. El campo se ara con máquinas, las bestias de carga son puestas… ¿en libertad? Más bien en otro lugar. Máquinas y máquinas, instrumentalización de todo, entre el cuerpo humano que hace experiencia del mundo y éste hay una rampante mediación de máquinas y artefactos. El trabajo se hace cada vez menos con el cuerpo. Está cada vez más lejos el trato manual con la vida que nos mantiene vivos (por ejemplo, con los animales y las plantas que comemos, que se encuentran allá, muy lejos en el campo industrializado, mejor, en las naves de producción industrial y maquínica de alimentos). Cierro los ojos para no mirarlo porque es insoportable. La tecnología nos ofrece estas esferas artificiales de comodidad en las que vivimos con gadgets, vehículos, luz eléctrica, Internet y aislamiento. Aquí no se mata animales (para comer). Eso sucede en otra parte.

En la ciudad —dispositivo ontológico de producción de lo real sensible que, en nuestra contemporaneidad, se ha hecho tecnocientífico y que con ello ha producido habitáculos independientes y autosubsistentes; al vivir dentro de un departamento suspendido en el aire de la Ciudad de México puedo no volver a salir nunca, puedo anular la calle, la alteridad, la bóveda celeste, las estaciones del año, el viento y la lluvia, la tierra y su asentamiento, las voces y sus gritos, la fauna y la flora y todo lo demás; porque al vivir dentro de un departamento suspendido en el aire de la Ciudad de México puedo construir un habitáculo que se respira a sí mismo y que me contiene a mí— se halla el espacio que es humano, solamente humano y del que se expulsa continuamente la alteridad: la planta y el animal. Pero no solamente eso, también se expulsa las aguas con sus corrientes tempestuosas. Los cerros se convierten en protuberancias de la ciudad creciente. El viento queda atrapado en las partículas suspendidas, en las ventilas o detenido entre los cristales de las innumerables ventanas que no es que permitan la entrada del exterior, sino el acto voyerista para el habitante del habitáculo-verdad, es decir, de ese desocultamiento del mundo sobre el que vivimos como apertura de lo que hay, como circunstancia-condición de surgimiento de lo que hay y de aquello en lo que hay.

La ciudad es nuestra y todo huele a humanidad. El Antropoceno y sus ciudades, podríamos decir.
Pero, ¿por qué lo humano nos aparece bajo el signo de la tecnociencia en su euforia o disforia? ¿Por qué lo humano es criticado hasta el punto de querer a veces su disolución, al menos como categoría ontológica?

La destrucción. De lo humano por lo humano. Allí no es necesario hablar de ningún Antropoceno. Para atestiguar la destrucción de lo humano por lo humano a escala planetaria basta hablar de historia universal. Aquí sí vale la pena decir universal.

¿Por qué entonces es que lo humano aparece hoy junto con la tecnociencia también bajo el signo de la catástrofe? ¿Qué sentimientos catastrofílicos hemos venido a albergar cuando en medio de las ciudades no hacemos más que pasear con nuestras sombras, aunque de vez en cuando nos asaltan las inundaciones y los sismos?

En vez de enmarcar el cuestionamiento a lo humano en la crítica a la razón y la muerte del sujeto, temas constantes en las filosofías de finales del siglo xix y del xx, es necesario ubicarlo en otro contexto, porque no estamos tratando ya de los límites del modo de ser de lo humano, es decir, de mesurarlo, por ejemplo, en sus pretensiones cognitivas o en sus discriminaciones morales y culturales. Esta vez no se trata de decir que lo humano puede ser de otro modo —más justo, más bondadoso, más creativo, más inteligente, más virtuoso, más sabio, más potente— sino de afirmar casi como sentencia que es lo humano mismo lo que tiene que ser detenido, limitado, ultrapasado, anulado.

Sin lo humano. Un reino que no sea nuestro. Como un parque natural, de esos que están protegidos. Protegidos de lo humano, claro está. Que se hagan líos con qué especies pueden o no vivir en esos parques protegidos —el caso de los lobos es paradigmático—, eso es ya otro asunto, de biodiversidad, por ejemplo.

De lo que se trata aquí es de pensar y hacer allende lo humano. Se trata de producir espacios libres de nosotros: morales, epistémicos y también territoriales. Una moral que no sea para los humanos, sino para los seres no humanos. Una epistemología que comprenda la construcción de mundos y la percepción de y desde lo no humano, paradigmáticamente de lo animal. Territorios que han de ser salvaguardados de las construcciones —y, en este tenor, las destrucciones— humanas y las alteraciones que causan sobre lo «natural».

Alguna vez, hace muchos siglos, nos pensamos como aquello que estaba en la naturaleza, formando parte de ella. Lo humano, si bien es capaz de erigir un mundo y separarse del entorno —por lenguaje o por técnica— es animal y es natural. ¿Es animal y es natural?

¿No han dicho las filosofías, que ahora piensan lo animal y lo natural, que precisamente en lo que habría que poner la atención es en la historia de la construcción, producción y mantenimiento de nuestra diferencia de lo animal?

Y en este giro de tuerca de la espacialidad libre de lo humano, moral, epistémica y territorialmente, ¿vendría a ser lo animal, como mutante nuestro, es decir, de nuestros deseos deshechos, de nuestras ambiciones quebradas y avergonzadas, de nuestra devastación, vendría, pues, a ser lo animal aquello en lo que y por lo que podríamos salvarnos (de nosotros mismos)? ¿Vendría a ser eso lo animal? Pero, ¿qué es lo animal? Esta pregunta cae de entrada en un lugar incierto, puesto que no es seguro qué es lo que se interroga con ella, así como tampoco el desde dónde o el para qué de tal interrogación. Cada vez que se la formula es difícil. Se podría decir casi sin ningún reparo que finalmente se trata de la pregunta por lo humano, es decir, que preguntar por el animal es en realidad preguntar por lo humano; pero la molestia surge inmediatamente. El animal no es lo humano.

Es desde esta negatividad inminente desde donde es necesario pensar, y no solamente porque lo animal se clasifica de inicio como lo no humano, y en tal sentido se lo cosifica (objeto de estudio y de conocimiento, susceptible de disección y taxonomía biológicas), sino también porque lo humano se comprende como lo distinto del animal.

¿Cómo se ha establecido pensar tal diferencia y con qué pilares se ha erigido la frontera? ¿Qué se juega en nuestra clasificación de lo animal? Con tan sólo enunciar las preguntas, parece ya que la idea misma de aquello que somos se ha ido configurando históricamente en la separación necesaria —ideológica, política, tecnológica— de aquello que no somos… el animal que no somos.

Para explorar brevemente estas consideraciones y tratar de dar vueltas sobre la pregunta por lo animal, quisiera ejemplificar con un texto de Martin Heidegger, que deja ver con mucha claridad el lugar que en parte ha ocupado esta pregunta por lo animal dentro de la filosofía contemporánea y, más específicamente, dentro de la ontología. Heidegger es referencia ineludible para hacer cuestionamientos de índole ontológica, en la medida en que instaura el problema del pensar como un camino y se hace la pregunta constante por el ser. Sus aseveraciones sobre el animal han dado mucho que reflexionar acerca del modo en que nos hemos aproximado al asunto.

A las aseveraciones heideggerianas se ha contestado desde distintos frentes. Aquí me referiré sólo a dos respuestas que han tenido cierto eco y que abren cuestionamientos por los que habría que transitar: la entrevista de Jacques Derrida con Jean-Luc Nancy publicada bajo el título «“Hay que comer” o el cálculo del sujeto» y la conferencia de Peter Sloterdijk Normas para el parque humano.

Para dejar entrever de qué trata el problema he seleccionado tres citas de los respectivos textos:

De entre todos los entes, presumiblemente el que más difícil nos resulta de ser pensado es el ser vivo, porque, aunque hasta cierto punto es el más afín a nosotros, por otro lado está separado de nuestra esencia ex-sistente por un abismo. Por el contrario, podría parecer que la esencia de lo divino está más próxima a nosotros que la sensación de extrañeza que nos causan los seres vivos, entendiendo dicha proximidad desde una lejanía esencial que, sin embargo, en cuanto tal lejanía, le resulta más familiar a nuestra esencia existente que ese parentesco corporal con el animal que nos sume en un abismo apenas pensable.1

Jamás la distinción entre el animal (que no tiene o no es un Dasein) y el hombre ha sido tan radical y tan rigurosa, en la tradición filosófica occidental, como lo es en Heidegger. El animal no será jamás ni sujeto ni Dasein. Tampoco tiene inconsciente (Freud) ni relación con el otro como otro, más cuando no hay un rostro animal (Lévinas). Es a partir del Dasein que Heidegger determina la humanidad del hombre.
[…] El discurso heideggeriano sobre el animal es violento y embarazoso, a veces contradictorio. […] ¿el animal entiende esta llamada de la que nosotros hablamos más arriba, en el origen de la responsabilidad? ¿El animal responde? ¿Él pregunta? Y sobre todo, ¿la llamada que el Dasein entiende puede, en su origen, venir al animal o venir del animal? ¿Hay una venida del animal? ¿Puede la voz del amigo ser la de un animal? ¿Hay amistad posible para el animal, entre animales? Como Aristóteles, Heidegger diría: no. ¿Existe una responsabilidad con respecto al viviente en general? La respuesta es siempre no, y la pregunta es concebida, formulada de tal manera que la respuesta sea necesariamente «no» en todo el discurso canonizado o hegemónico de las metafísicas o de las religiones occidentales, incluidas las formas más originales que él puede tomar hoy, por ejemplo, en Heidegger o Leevinas.2

En este punto Heidegger es implacable, y sale a la palestra cual airado ángel con las espadas en cruz para colocarse entre el animal y el hombre e impedir cualquier posible comunión ontológica entre ambos. En su impetuoso ánimo anti-vitalista y anti-biologista, se deja llevar por expresiones que rayan la histeria; por ejemplo cuando explica que parece como si «la esencia de lo divino nos fuera más próxima que la extraña esencia de los “seres vivos”». El núcleo efectivo de este pathos anti-vitalista reside en el conocimiento de que el hombre difiere del animal de un modo ontológico, y no específico o genérico, por lo cual bajo ningún concepto se le puede comprender como un animal con un plus cultural o metafísico.3

¿Qué es lo que está en juego en estos discursos? ¿Dónde ubicamos lo animal en medio de la metafísica y en medio del poder técnico de dominación de la naturaleza? En esto no hay equivocación: las consideraciones que leemos de Heidegger sobre el animal y las críticas de Derrida y Sloterdijk ponen sobre la mesa el mapa del reino de este mundo, porque en el discurso sobre lo animal lo que se dice a pesar de todo, a pesar de su animalidad (es decir, de lo inesencial, de lo que no es humano, de lo que no tiene rostro, de lo que no es capaz de amistad y no tiene psique, de lo que no… la lista de negaciones crece sin límite) es la imagen de lo real; éstas son las coordenadas del mundo sobre las que hacemos la existencia cotidiana, es decir, lo que está en juego aquí es lo ontológico.

La afirmación de que los hombres —y las mujeres— son animales es un abismo impensable. El horror que se siente en el texto heideggeriano al siquiera postular la cercanía entre lo humano y lo animal es revelador del mapa de este reino en el que lo divino a pesar de todo(a pesar de la secularización con la que Occidente pretende defenderse de todo deshonor) sigue siendo nuestra mejor imagen y semejanza. Sí, la imagen y la semejanza, ¿dónde está nuestro otro, nuestro modelo, nuestro ideal? ¿Dónde está la escultura de mármol que presenta la imagen de lo mejor de lo humano? ¿Dónde está el cuerpo y la carne, la sangre y la entraña? ¿Dónde está el cuerpo de este animal? Descorporalizado… en la ficción desencarnante de la inteligencia artificial, de la materia convertida en dato, del ciborg comprendido como alteración prostética que promete la inmortalidad en el reino de este mundo, en el que todo era mortal y vivo (luego la vida devino, pretendieron algunos, sistema de información, pura forma sin cuerpo).

Pero no se trata de discutir el lugar «separado» que la metafísica nos ha dado en el mundo, lugar jerárquicamente superior, o de que seamos la conciencia de sí inigualable o los entes creadores e inventores, o los del ritual fúnebre o los hacedores de juegos e instrumentos. Lo que está en discusión no es la especificidad de lo humano ni su diferencia ontológica frente a lo animal. Lo que se llama a consideración no es tampoco la humanización de lo animal y el decreto de sus derechos.
Lo impensado ha sido lo animal. Esto ya lo sabemos. No sólo por repetición —¿cuántos no lo han dicho en los últimos decenios?—, sino también por la evidente insuficiencia de una categoría que pretende abarcar todo el viviente no-humano y no-vegetal en el reino eucarionte animal en el que está contenido todo «eso». Pero una vez más, aquí lo que se interroga no son las determinaciones biológicas, sino las metafísicas (es tan poco sutil la clasificación con la que hemos hecho el mapa de lo que hay. ¿Cómo pretenderíamos hallarnos allí de un modo menos bruto, menos categórico, si las pluralidades, las multiplicidades se difuminan en los bloques del animal, la planta, el objeto, lo humano, lo vivo, lo no-vivo? Compartimentos que definen presencias, que hacen ser lo que hay, a cada quien/que lo que le toca en esta clasificación).

Insistir, entonces, ¿qué es lo animal? Tampoco habrá que interrogarlo desde sí o desde los saberes que lo estudian en su animalidad fehaciente, de la etología a la taxidermia. Habrá que ensayar un camino, discreto y corto, ahora, por el que se perfile algo aunque sea arrastrándose (escuchar a lo lejos a Zaratustra en la montaña con sus animales).

¿Cómo enfrentarse al animal, a lo animal, a ese otro ominoso con cuya presencia tenemos que habérnosla siempre? El animal es freudianamente siniestro en su familiaridad, en su cercanía a eso que somos, aun cuando no alcancemos a dilucidar, ni siquiera a atisbar confusamente qué es eso que somos.

Por eso el texto de Heidegger es paradigmático en la mirada que establece sobre lo otro, sobre lo animal al considerarlo a partir de un «parentesco» que se establece en lo corporal y que nos sume en un abismo apenas pensable. Por el contrario, lo humano es visto y caracterizado a partir de su cercanía con lo divino. Ésos son precisamente los dos extremos en los que podemos ubicar la larga historia en la que nos hemos pensado, de un lado la animalidad, la corporalidad, el organismo vivo; del otro, lo divino, el alma, la inteligencia. Cuántas veces no hemos recorrido este camino de la mano de Platón, de Aristóteles, de Descartes, de Kant, de Hegel… Los nombres son tantos y luego, claro, hay que incluir allí la historia del cristianismo.

Este modo de ubicarnos entre el alma y el cuerpo ha marcado una cierta mirada sobre lo animal, un cierto modo de clasificarlo, de acercarnos a eso otro familiar pero extraño, en donde se ubicaría ya sea el mal, el instinto, la carne, la intemperancia; o el instrumento, la utilidad, el devenir máquina. ¿Qué son las bestias, qué han sido en nuestros imaginarios? Vamos del bestiario medieval, con sus arpías y basiliscos, malévolos animales fantásticos, a las bestias de carga, donde las técnicas de dominación y domesticación someterían a caballos y elefantes. También hay el animal de consumo, convertido en alimento; la mascota de compañía, el animal de granja diseñado para cumplir ciertas funciones, por ejemplo, de pastoreo, el animal de caza y el cazado.

¿Es acaso que el animal, lo animal se ha insertado en nuestra clasificación del ente de esta manera? Un instrumento, un útil fiable —o no— y al mismo tiempo la encarnación del mal y del cuerpo. De su carácter concreto instrumental a su carácter simbólico, la pregunta se mantiene: ¿qué es lo animal?

Sobra decir, ni en afán constatativo ni a modo de denuncia, que nuestra interpretación de lo animal está hecha desde un parámetro antropocentrista, en donde las preguntas que hacemos están dictadas desde nuestro modo de ser, nuestro modo de ver. Falsa sería, por otro lado, una aproximación que pensara que dice las cosas tal y como son y no tal y como las vemos, que pretendiera, en ese sentido, una objetividad en la mirada. Más bien, tendríamos que decir que la mirada es siempre subjetiva; aun cuando la idea misma de subjetividad tenga que ser cuestionada constantemente. Aquí se abren varios puntos de divergencia, pues al constatar el parámetro antropocentrista de nuestra interpretación de lo animal, cabe preguntar acerca de cómo nos comprendemos en cuanto «lo humano», es decir, si podemos dislocarnos de ese carácter centrista y humano. ¿Qué quiere decir lo humano en cada caso? ¿Qué es eso que somos y desde dónde interpretamos? El otro punto de divergencia sería intentar moverse del parámetro antropocentrista, no en el sentido de interrogar al anthropos, sino de buscar otro parámetro, otro horizonte para el pensar. ¿Desde dónde se interpreta? ¿Cuál es la idea de construcción de un horizonte de interpretación?

El último punto en la demarcación de este cerco que pregunta por lo animal estaría marcado por el señalamiento de que la pregunta se hace desde un ámbito ontológico. Dicho de otro modo, no se interroga aquí por lo ético o lo epistémico de la mirada hacia lo animal (por ejemplo: ¿es moralmente bueno nuestro trato hacia los animales? ¿Cuáles son sus derechos y hasta dónde los estamos violentando? O bien: ¿cuántas son las especies que existen? ¿Qué distingue al animal de la planta, de los hongos, de las bacterias?). Más bien, lo que estamos interrogando es: ¿qué es lo animal? ¿Desde dónde hacemos ese cuestionamiento? ¿Cómo fundamos nuestra mirada hacia lo otro y qué es lo que se pone o se ha puesto en juego en esta mirada? ¿Qué es lo que hay en la mirada de lo animal como «lo otro»?

¿Cómo preguntar por lo animal? Con esto regresamos a la primera clasificación que anunciábamos, dando así vueltas sobre lo mismo. Por ejemplo, bestia mitológica en la que hemos encontrado una fuente de insultos: perro, gato, cerdo, chango, bicho, rata, víbora, buitre, etc. «Eres un animal». ¿Por qué se encarna el mal en «lo otro»? ¿Por qué proviene de aquí el horror? Éste es el límite de lo humano, el finis terre. Lo que hay después es desconocido y por tanto horroroso, pero en la medida en que se parece tanto a nosotros es entonces siniestro, como es el caso del ominoso gorila.

¿Hemos afirmado o negado las semejanzas? También han podido emerger otras posibilidades: centauros, sirenas, hombres-lobo, vampiros… Hasta llegar al ciborg y el androide.

El animal es el límite ominoso de lo humano

Las bestias de carga atestiguan hasta qué punto lo animal ejemplifica el modo en que hemos hecho de la naturaleza un almacén, aquello a la mano y dispuesto para su explotación. Aquí también se establece una relación entre lo humano y lo animal en la que esto último pasa a ser un instrumento (ahora reparo en que el imperativo categórico kantiano, aquel que dice: trata al otro no sólo como medio, sino también como un fin, ha sido pensado sólo para lo humano). Otro momento importante para pensar esto es cuando Nietzsche enloquece en el llamado episodio de Turín, y se arroja a defender un caballo que era maltratado por el cochero, y se queda allí, en la calle, llorando, cuidando al caballo, bestia de carga.

Otro ejemplo es Émile Zola quien en su novela Germinal caracteriza magistralmente la relación entre las bestias de carga no-humanas, es decir, los caballos, y las bestias de carga humanas, es decir, los mineros.

El animal es la patencia de la instrumentalización de lo vivo

También podemos demorar en la reflexión sobre el modo en que el animal se ha convertido para nosotros en alimento, el modo en que hemos pasado de los animales de ganadería y granja a los animales producidos en la fábrica. Dentro de las ciudades no se libra ningún enfrentamiento con los animales que comemos. Los hallamos empaquetados y fríos, un pedazo de carne que apenas guarda una semejanza con el cadáver (entre etiquetas, colorantes y conservadores). ¿Se come bien (Derrida) cuando se consume ese pedazo animal de carne que ya no es ni remotamente un animal?
Para experimentar la muerte en las manos deberíamos criar y matar un animal para luego comerlo —como se ha hecho siempre, como funciona aún en el mundo no-urbano—, marcando una cercanía con lo vivo que se incorpora a mi cuerpo por deglución.

La clasificación de eso como animal y del mundo como almacén van de la mano. La época de la explotación planetaria requiere también que lo vivo sea comprendido en cuanto producto. Mucho hay, sin embargo, que decir a este respecto. Baste por lo pronto con nombrar el siguiente momento.

El animal muerto devenido alimento humano es la aparición de lo vivo en uno de sus grados máximos de cosificación

La domesticación de las mascotas y la ingeniería y el diseño que hay en la fabricación de los animales que necesitamos son otro tema a discutir. Quizá es en este punto, junto con el anterior, donde se evidencia mayormente la dificultad de establecer una frontera entre lo natural y lo artificial, o, mejor dicho, donde el modo de ser que hemos creado para los animales pone en cuestión una presunta naturaleza para dar lugar más bien a eso que se puede llamar «bioartificialidad».

En lo animal se evidencia y acontece la bioartificialidad como fantasía y pesadilla del poder humano sobre la vida

Pero en la domesticidad del animal aparece también el ámbito de lo afectivo, de una manera particularmente extraña, porque pese a todo, es decir, pese a las caracterizaciones anteriormente hechas de lo animal tal y como apareció en Occidente, es también aquello que genera afectos y sentimientos, dirían algunos, casi-humanos. En otras palabras, en el animal, en su ser el límite, se da también la afectividad en su propio límite. No sólo las mascotas son un receptáculo de todo tipo de sentimientos, sino también objeto de una rarísima humanización a veces en contra de lo humano mismo. Pienso en dos momentos que me parecen horribles. Uno es la representación de los perros en Las meninas de Velázquez: perros suntuosos que viven en medio del lujo cuando les toca estar del lado de la aristocracia; estos perros evidentemente tuvieron mejores condiciones de existencia que los humanos no-aristócratas. El otro ejemplo es aún peor. Los perros de los nazis durante el Holocausto y el modo en que éstos aparecían, no solamente cuando los prisioneros bajaban del tren y eran atemorizados por su ferocidad, sino también en las casas de los militares, de esos asesinos en masa, que cuidaban y mimaban a sus perros mucho más que al otro ser humano.

El animal domesticado aparece como la posibilidad de la afectividad hacia lo casi humano (o lo humano aparecido de otro modo)

Estos puntos, que he señalado someramente y como esbozo de un posible mapa de lo animal, quieren dejar ver que entre todos ellos se dibuja siniestra y ominosamente la cara del límite de lo humano, no en el sentido de lo que está más allá de lo humano o de lo que no es humano, sino en un sentido aristotélico-hegeliano, en donde el límite es aquello en donde los limitados son tanto como no son.

Ahora bien habría que anotar aún que el arte abre la posibilidad de fundar un horizonte para pensar el modo de ser de lo animal que no está dado y al mismo tiempo sí está dado por los puntos que señalaba en el mapa, en la medida en que es capaz de dislocar el parámetro antropocentrista al momento de preguntar por lo otro. Una dislocación que ocurre porque el arte mismo, en su modo de ser más ontológicamente originario, se sitúa ya siempre más allá de la subjetividad, sus intenciones y sus perspectivas.

¿Cómo aparece lo animal en el arte y cómo se deja decir desde allí, desde esta otredad? Esta pregunta requiere una demora. Por lo pronto tendrá que aguardar.

No quiero dejar de mencionar el extremo de todo esto en un tipo de arte que se ha puesto a trabajar con la biotecnología y que ha presentado otro modo de ser del animal en el límite de la bioartificialidad. El paradigma de este tipo de arte es Eduardo Kac y su coneja Alba, la cual ha sido citada tantas veces que no vale la pena aquí volver a hacerlo.

El animal intervenido genéticamente en el bioarte pone en cuestión con una vehemencia total el parámetro de la funcionalidad y la instrumentalidad con el que hoy sigue operando la ciencia, y que se antoja incluso como un modelo de comprensión de lo real en el que la pregunta para-qué se halla casi completamente fuera de lugar. Y si el para-qué ha delineado las coordenadas del reino de este mundo, vale la pena detenerse a pensar qué es lo que pasa cuando operamos más allá de la instrumentalidad (sin ninguna extraña apelación a un carácter autotélico del arte entendido hoy en un sentido arcaicamente moderno). La bioartificialidad camina desde aquí en una cuerda tendida sobre el precipicio de la tecnociencia (porque allí donde está el peligro, crece también lo que salva, dice Heidegger leyendo a Hölderlin).

Dejando esto anotado, habrá que preguntar: ¿dónde habita lo animal? ¿Cuál es el espejo del límite de lo humano que se nos presenta hoy en la era de la tecnociencia, cuando lo animal no existe ya en su naturalidad natural, cuando no es ya la imagen de lo salvaje y de lo hostil, sino de lo domesticado, de lo producido, de lo destruido, de lo amado, de lo comido, de lo diseñado, de lo intervenido… nuestra imagen en el límite de lo que es y lo que no es?
¿Qué trato hemos establecido con lo otro en este abismo casi impensable?
¿Y qué trato hemos establecido con nosotros mismos?

Bibliografía

Jacques Derrida, «“Hay que comer” o el cálculo del sujeto», entrevistado por Jean-Luc Nancy, trad. V. Gallo y N. Billi, en Confines, núm. 17, Buenos Aires, diciembre de 2005.
Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo, trad. H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Alianza, 2000.
Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano, trad. T. Rocha, Madrid, Siruela, 2006.


1 Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo, 2000, p. 31.

2 Jacques Derrida, «“Hay que comer” o el cálculo del sujeto», pp. 11 y 17.

3 Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano, p. 43.