Número 79

De vuelta a los
«no-lugares»

Las transformaciones del paisaje urbano

Marc Augé

Desde la publicación de Los no-lugares en Francia, la urbanización del mundo ha seguido adelante y se ha amplificado en los países desarrollados, los países subdesarrollados y los países que ahora algunos llaman «emergentes». Las megalópolis se extienden y en igual medida —a lo largo de las costas, los ríos y las vías de comunicación— los «filamentos urbanos», para retomar la expresión del demógrafo Hervé Le Bras, es decir, aquellos espacios que —al menos en Europa, en donde se cuenta el espacio— ponen mutuamente en cercanía a las grandes aglomeraciones y acogen a una gran parte de sus habitantes y de su tejido industrial o comercial.

Asistimos así a un triple «descentramiento».

Las grandes ciudades se definen en primer lugar por su capacidad para importar o exportar a los hombres, los productos, las imágenes y los mensajes. Su importancia se mide, espacialmente, con la cualidad y la amplitud de la red de autopistas o de vías ferroviarias que las acerca a sus aeropuertos. Su relación con el exterior se inscribe en el paisaje en el momento en que los así llamados centros «históricos» son cada vez más un objeto de atracción para los turistas del mundo entero.

En las propias viviendas, casas o departamentos, la televisión y la computadora son las que ocupan el lugar del antiguo hogar.* Los helenistas nos enseñaron que la casa griega clásica estaba resguardada por dos divinidades: Hestia, diosa del hogar, en el centro umbroso y femenino de la casa, y Hermes, dios del umbral, dirigido hacia el exterior, protector de los intercambios y de los hombres que poseían su monopolio. Hoy en día, la televisión y la computadora han tomado el lugar del hogar en el centro de la vivienda. Hermes ha sido sustituido por Hestia.

Finalmente, el individuo se encuentra a su vez descentrado de alguna forma con respecto a sí mismo. Se equipa con instrumentos que lo ponen en constante contacto con el mundo externo más lejano. Los teléfonos móviles son al mismo tiempo aparatos fotográficos, televisiones, computadoras. De esta manera, el individuo puede vivir de un modo singular en un entorno intelectual, musical o visual completamente independiente de su entorno físico inmediato.

Este triple descentramiento corresponde a una extensión sin precedentes de lo que yo llamaría los «no-lugares empíricos», es decir, los espacios de circulación, de consumo y de comunicación. Pero, en este punto, hay que recordar que los «no-lugares» no existen en el sentido absoluto del término. Definí como «lugar antropológico» a todo espacio en el que puedan leerse inscripciones del lazo social (por ejemplo, cuando unas reglas estrictas de residencia se imponen a las personas) y de la historia colectiva (por ejemplo, lugares de culto). Estas inscripciones son de forma evidente más extrañas en los espacios marcados con el sello de lo efímero y del tránsito. No impide que, en la realidad, no exista, en el sentido absoluto del término, ni lugar ni no-lugar. La pareja lugar/no-lugar es un instrumento que mide el grado de sociabilidad y de simbolización de un espacio dado.

De forma evidente, algunos lugares (lugares de encuentro y de intercambio) pueden constituirse en aquello que para otros sigue siendo más bien un no-lugar. Esta constatación no es contradictoria con la de la extensión sin precedentes de los espacios de circulación, de consumo y de comunicación que corresponde al fenómeno que designamos hoy con el término «globalización». Esta extensión tiene consecuencias antropológicas importantes, porque la identidad individual y colectiva se construye permanentemente en relación y en negación con la alteridad. A partir de ahora, lo que se abre de forma simultánea a la investigación del antropólogo de los mundos contemporáneos es, por lo tanto, el conjunto del campo planetario.

Asistimos así a una nueva contextualización de todas las actividades humanas. La globalización es de igual manera la urbanización del mundo, pero la urbanización del mundo es de igual manera una transformación de la ciudad que se abre a nuevos horizontes. Este fenómeno inédito nos sugiere que nos dirijamos nuevamente a un número determinado de nociones.

La dimensión política de la globalización fue puesta en evidencia por Paul Virilio en diversas obras, y particularmente en La bomba informática. En este libro realiza un análisis de la estrategia del Pentágono estadounidense y su concepción de la oposición entre global y local. Lo global es el sistema considerado desde el punto de vista del sistema: es, por consiguiente, lo interior; y, siempre desde este punto de vista, lo local es lo exterior. En el mundo global, lo global se opone a lo local como lo interior a lo exterior. Así pues, lo local tiene por definición una existencia inestable: o bien es una simple reduplicación de lo global (a veces se habla de «glocal») y la noción de frontera queda efectivamente borrada; o bien lo local perturba al sistema y es eventualmente susceptible, en términos políticos, del ejercicio del derecho de injerencia. Cuando Francis Fukuyama evoca «el fin de la historia» para hacer hincapié en que la asociación democracia representativa/economía liberal es intelectualmente insuperable, introduce al mismo tiempo una oposición entre sistema e historia que reproduce la de lo global y lo local. En el mundo global, la historia, en el sentido de un cuestionamiento del sistema, sólo puede provenir del exterior, de lo local. La ideología del mundo global supone el borramiento de las fronteras y de las oposiciones conflictivas.

Este borramiento de las fronteras es colocado bajo reflectores por las tecnologías de la imagen y por el ordenamiento del espacio. Los espacios de circulación, de consumo y de comunicación se multiplican en el planeta, volviendo visible de forma muy concreta la existencia de esta red. La historia (el alejamiento en el tiempo) se fija en representaciones de diversos órdenes que la vuelven un espectáculo para el presente y, de una manera más particular, para los turistas que visitan el mundo. El alejamiento cultural y geográfico (el alejamiento en el espacio) corre con la misma suerte. Las mismas cadenas hoteleras, las mismas cadenas de televisión ciñen el globo para darnos el sentimiento de que el mundo es uniforme, en todas partes idéntico, sufriendo cambios únicamente en los espectáculos, como en Broadway o en Disneyland.

La urbanización del mundo se inscribe dentro de esta evolución, o más bien, es su expresión más espectacular. El hecho de que la vida política y económica del planeta dependa de centros de decisión que están situados en las grandes metrópolis mundiales —todas ellas interconectadas y constituyendo en su conjunto una especie de «metaciudad virtual» (Paul Virilio)— completa este cuadro. El mundo es como una inmensa ciudad. Es un mundo-ciudad.

Pero también es cierto que cada gran ciudad es un mundo, e incluso que es una recapitulación, un resumen del mundo, con su diversidad étnica, cultural, social y económica. Estas fronteras o estas compartimentaciones, cuya existencia a veces tendemos a olvidar en el espectáculo fascinante de la globalización, las encontramos, de forma evidente e implacablemente discriminante, en el tejido urbano que se ve abigarrado y desgarrado de una manera en verdad extraña. A propósito de la ciudad es cuando la gente habla de «barrios complicados», de «guetos», de «pobreza» y de «subdesarrollo». Hoy en día, una gran metrópoli acoge y divide todas las diversidades y todas las desigualdades del mundo. Es una ciudad-mundo. En las ciudades del tercer mundo encontramos las huellas del subdesarrollo, del mismo modo en que encontramos barrios de negocios conectados a la red mundial. La ciudad-mundo relativiza o desmiente por su sola existencia las ilusiones del mundo-ciudad.

Al encuentro del mundo-ciudad y de la ciudad-mundo, se puede tener el sentimiento —que Paul Virilio expresaba ya en su obra El espacio crítico a comienzos de la década de 1980— de una desaparición de la ciudad en cuanto tal. Ciertamente, lo urbano se expande por todas partes, pero los cambios en la organización del trabajo, la precariedad —que es la versión lúgubre de la movilidad— y las tecnologías que, a través de la televisión e Internet, imponen a cada individuo, en lo profundo de su intimidad, una imagen de un centro desmultiplicado y omnipresente, remueven toda su pertinencia a oposiciones del tipo ciudad/campo y urbano/no urbano.

La oposición entre mundo-ciudad y ciudad-mundo es paralela a aquella entre sistema e historia. Es, por así decirlo, su traducción espacial y paisajística concreta. La preeminencia del sistema sobre la historia y de lo global sobre lo local tiene consecuencias en los dominios de la estética, del arte y de la arquitectura. Los grandes arquitectos se han vuelto estrellas o personalidades internacionales y, desde que una ciudad aspira a figurar en la red mundial, hace el intento de confiarle a uno de ellos la realización de un edificio que tendrá algún valor de testimonio: demostrará su presencia en el mundo, es decir, su existencia en la red, en el sistema. Incluso si los proyectos arquitectónicos tienen en consideración, en principio, el contexto histórico o geográfico, resultan rápidamente atrapados por el consumo mundial: el aflujo de los turistas que vienen del mundo entero es lo que sanciona su éxito. El color global borra el color local. Las obras arquitectónicas son singularidades, que expresan la visión de un autor singular y se liberan del particularismo local. Testimonian un campo de escala. Tschumi en la Villette, Piano en Beaubourg o en Numea, Gehry en Bilbao, Pei en el Louvre, Nouvel en Manhattan, es lo local global, lo local con colores de lo global, la expresión del sistema, de su riqueza y de su afirmación ostentosa. Cada uno de estos proyectos posee sus justificaciones locales e históricas particulares, pero, a fin de cuentas, su prestigio viene del reconocimiento mundial del que son objeto. El arquitecto holandés Rem Koolhaas ha tenido, a este respecto, una fórmula enérgica y expresiva: «Fuck the context!». Algunos arquitectos, como Jean Nouvel, insisten por el contrario en la particularidad de cada proyecto en su lugar. Pero estos alegatos en forma de negativas no impiden que la gran arquitectura mundial se inscriba globalmente en la estética actual, que es una estética de la distancia que tiende a hacernos ignorar todos los efectos de ruptura. A decir verdad, es el contexto el que ha cambiado, es el contexto el que es global.

Y es en este punto que la paradoja se anuda. La arquitectura urbana es en cierto sentido una expresión del sistema. En ocasiones es su expresión más caricaturesca, como cuando en Times Square generaliza la estética de los parques de entretenimiento, o como en las ciudades que rivalizan para construir la torre más alta del mundo. Pero no puede negarse el esplendor espectacular de ciertas realizaciones arquitectónicas. Si la arquitectura traza en cierto sentido el sendero de las ilusiones de la ideología del presente y participa en la estética de la transparencia y del reflejo, de la altura y de la armonía, al igual que en la de la distancia —que, deliberadamente o no, mantiene esas ilusiones y expresa el triunfo del sistema en los puntos más sólidos de la red planetaria—, toma en el mismo instante una dimensión utópica. En este mundo saturado de imágenes y de mensajes, sólo hay salida y esperanza del lado de la utopía: esto es lo que la arquitectura entendió, a espaldas tal vez de los arquitectos.

En sus obras más significativas, la arquitectura parece hacer alusión a una sociedad planetaria una vez más ausente. Propone los fragmentos brillantes de una utopía que se ha roto y en la cual nos gustaría creer de una sociedad de la transparencia que todavía no existe en ninguna parte. Perfila al mismo tiempo algo que pertenece al ámbito de las alusiones, al esbozar a grandes rasgos un tiempo que todavía no ha llegado, que tal vez nunca llegará, pero que sigue perteneciendo al ámbito de lo posible. En este sentido, la relación con el tiempo que es expresada por la gran arquitectura urbana contemporánea reproduce, invirtiéndola, la relación con el tiempo que expresa el espectáculo de las ruinas. Lo que percibimos en las ruinas es la imposibilidad de imaginar completamente lo que ellas representaban para aquellos que las observaban cuando todavía no eran ruinas. No dicen la historia, sino el tiempo, el tiempo puro.

Lo que es cierto del pasado es quizá también cierto del futuro. La percepción del tiempo puro es la percepción presente de una carencia que estructura el presente orientándolo hacia el pasado o el porvenir. Pero nace de igual modo tanto en el espectáculo del Partenón como en aquel del museo de Bilbao. El Partenón y el museo de Bilbao existen de forma alusiva. Así pues, la arquitectura, a contrapelo de la ideología del presente en la cual se inscribe, parece restituirnos el sentido del tiempo y hablarnos de un porvenir. Pero el porvenir, hoy en día, tiene algo de vertiginoso. A escala planetaria, plantea la cuestión de una sociedad humana unificada de la que dudamos o que tememos, si tenemos en cuenta todo lo que sabemos de los hombres y de su historia. A escala extra-planetaria, plantea la cuestión de los otros mundos y del universo del que empezamos a tomar una consciencia aún incierta y que excede nuestras capacidades de imaginación.
 
En los dominios del urbanismo, de la arquitectura, del arte o del diseño (dominios que se atraviesan y se recubren parcialmente), el juego con las formas o los objetos lejanos deriva de una elección deliberada, y toma sentido en los medios privilegiados y conscientes de las posibilidades inmensas que ofrece teórica e idealmente la apertura del planeta a todas las miradas. Atañe a un eclecticismo inspirado, con vocación humanista, opuesto a los monopolios culturales y al etnocentrismo. La dificultad con la que chocan los defensores de este eclecticismo, al igual que todos los artistas hoy, es la extrema elasticidad del sistema global, que está preparado extraordinariamente para recuperar cualquier declaración de independencia y cualquier búsqueda de originalidad. Apenas formuladas, las reivindicaciones de pluralismo, de diversidad, de recomposición, de redefinición de criterios, de apertura a las culturas diferentes, son aceptadas, proclamadas, banalizadas y escenificadas por el sistema, es decir, concretamente, por los medios de comunicación, por la imagen, por las instancias políticas y de otros tipos. La dificultad del arte, en su sentido más amplio, siempre ha sido la de tomar distancias con respecto a una sociedad a la que tiene que expresar, no obstante, si es que quiere ser comprendido por los hombres y las mujeres a los que se dirige. El arte tiene que expresar a la sociedad (es decir, hoy en día, el mundo), y tiene que hacerlo expresamente. No puede ser simplemente una expresión pasiva, un aspecto de la situación. Debe ser expresivo y reflexivo, si es que trata de mostrarnos algo más que lo que todos los días tenemos ante los ojos, por ejemplo en los supermercados o en la televisión. Las condiciones actuales vuelven al mismo tiempo más necesario y difícil este desfase entre expresión y reflexión, que ante todo concierne, evidentemente, al eclecticismo paradójico de un recurso al exterior, en un mundo donde ya no hay otro lugar que este mundo.

Hoy en día, los urbanistas y los arquitectos, como los artistas y los escritores, tal vez estén condenados a indagar la belleza de los «no-lugares», al mismo tiempo que resisten contra las aparentes evidencias de la actualidad. Por un lado, artistas y escritores se dedican a esto tratando de encontrar el carácter enigmático de los objetos, de las cosas desconectadas de toda exégesis o de todo modo de empleo y, por otro lado, tomando por objeto a los medios de comunicación que querrían ser tomados como mediaciones, rechazando el simulacro y la mimesis. En cuanto a los arquitectos, ellos tienen dos escapatorias. Algunos se sienten directamente implicados en la miseria del mundo y la urgencia del alojamiento, de la construcción o de la reconstrucción; otros tienen la oportunidad de atacar frontalmente los espacios de la comunicación, de la circulación y del consumo, los «no-lugares empíricos» que componen los paisajes dominantes de nuestro nuevo mundo. Los aeropuertos, las estaciones, los viaductos, algunos hipermercados, son imaginados por los más grandes arquitectos como el espacio común que es susceptible de hacer caer en cuenta a quienes los utilizan —a título de usuarios, de transeúntes o de clientes— que ni el tiempo ni la belleza están ausentes de su historia. Fragmento de utopía, aquí todavía, a imagen de nuestra época que se divide entre la pasividad, la angustia y, a pesar de todo, la esperanza o, como mínimo, la espera.

La ciudad es más que nunca el lugar de esta esperanza y de esta espera. No existe nada más que la ciudad en este planeta que los hombres recorren y visitan. Sus formas nuevas, por su desmesura misma, a las que podemos deplorar o admirar lo que nos aparece unas veces como inhumanidad y otras como grandeza, evocan el doble horizonte de nuestro porvenir: la utopía de un mundo unificado y el sueño del universo por ser explorado. La Tierra se convierte progresivamente en una inmensa nave espacial en la que la vida se organiza cada día más en función del contexto extra-planetario: primero el sistema solar, después —un día infinitamente lejano, tal vez— la galaxia y —un día todavía más lejano— otras galaxias. En el mañana, la periferia planetaria (la Luna, Marte) acogerá formas urbanas que fueron concebidas en la Tierra, y entenderemos que nuestras ciudades más importantes fueron desde hace mucho tiempo la imagen de nuestro porvenir. Comenzaremos a hablar nuevamente del género humano. Tal vez nos acostumbraremos a hablar del hombre genérico y a respetar su presencia en cada individuo. Constataremos que, con respecto a los imperativos de la ciencia, las desigualdades son irrisorias y nocivas. Volveremos a descubrir el sentido de la historia.

Ésta es al menos la ilusión que podrá despertarse, en los más optimistas de entre nosotros, el espectáculo de la ciudad en transformación, como la despertaba ya en el siglo XIX entre los pobres del mundo rural en Europa y como la despierta todavía actualmente en los «condenados de la tierra», que prefieren escapar poniendo en riesgo su vida antes que perderla quedándose en casa. Engañosas o prometedoras, las luces de la ciudad todavía brillan.

Traducción del francés:
Alan Cruz

© Marc Augé, «Retour sur les “non-lieux ”. Les transformations du paysage urbain», en Communications, núm. 87, febrero de 2010.

Bibliografía

Marc Augé, Non-Lieux. Introduction à une anthropologie de la surmodernité, París, Seuil, 1992.
Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man, Londres, Penguin Books, 1992.
Paul Virilio, La Bombe informatique, París, Galilée, 1998.
_________, L’Espace critique, París, Bourgois, 1982.


* Precisemos que la palabra «hogar» deriva del latín focus, lugar central de la casa donde se prepara la hoguera. [N. del T.].

Sobre el autor
Marc Augé (1935) es un etnólogo francés nacido en Poitiers, Francia. Hizo estudios de Letras Clásicas y Letras y Ciencias Humanas en la Escuela Normal Superior de París, Francia. De 1985 a 1995 fue presidente de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París. Ha combinado los estudios de campo en Costa de Marifil, Togo, Venezuela, Bolivia o Chile con observaciones de su entorno más cercano en París y otras zonas metropolitanas. Entre sus obras se cuentan Génie du Paganisme (1979), Un ethnologue dans le métro (1986), Non-Lieux, introduction à une anthropologie de la surmodernité (1992) y Pour quoi vivons-nous ? (2003).