Número 78

La arqueología como vía de acceso al presente

Alan Cruz

1. Deleuze dijo una vez que los poderes difícilmente son totalmente nuevos, que más bien se limitan a recrearse en función de crisis y emergencias, a volver a explotar y ulteriormente perfeccionar aquellas técnicas, operaciones y dispositivos que en el pasado se mostraron más provechosos para obtener unos efectos esperados. A este respecto dio el ejemplo del sacerdote. Por «sacerdote» Deleuze no entendía simplemente esta o aquella persona particular con competencias apostólicas, sino una modalidad de organización y ejercicio de poder que es posible encontrar en una amplia variedad de situaciones a primera vista distantes. Más conveniente que juzgar a este o aquel sacerdote por su hostilidad o su cordialidad hacia mi persona, sugería bromeando Deleuze, es preguntarse: ¿cuál es el manejo estratégico de una situación que se pone siempre en juego en el ejercicio de poder de tipo sacerdotal?

Deleuze, que se consideraba parte de un linaje de «retratistas» del sacerdote que pasa por Spinoza, Nietzsche y Foucault, singularizó al sacerdote como personaje conceptual a través de una cierta operación de neutralización del deseo que puede localizarse en su trabajo: «Cada vez que el deseo es traicionado, maldecido, arrancado de su campo de inmanencia, está el sacerdote detrás de esto. El sacerdote ha lanzado la triple maldición sobre el deseo: la de la ley negativa, la de la regla extrínseca, la del ideal trascendente».1 Lo importante a retener aquí es la fórmula «cada vez que…»: en todos los casos en que el deseo sea referido a leyes negativas, reglas extrínsecas o ideales trascendentes, sin duda habrá detrás algún «sacerdote» a la obra. Comprender el poder sacerdotal como un paradigma específico de ejercicio de poder abrió paso a Deleuze para rastrear la existencia de otros ejemplos análogos a la función-sacerdote, entre los cuales nombra al juez y el psicoanalista, preservadores mutatis mutandi de un régimen de insatisfacción y anulación de los procesos deseantes afirmativos: «La figura más reciente del sacerdote es el psicoanalista con sus tres principios, Placer, Muerte y Realidad».2

Es conocido el rechazo de Deleuze a cualquier recurso filosófico de metáforas en beneficio de la literalidad conceptual. Se aplanaría por consiguiente su análisis si la última cita fuera leída de la siguiente manera: el psicoanalista, según relaciones de semejanza, es como el sacerdote. Deleuze, que amaba la precisión terminológica, dice: el psicoanalista es una figura del sacerdote. Figura(schema) es un término que reenvía al dominio de la analogía, de la repetición de correspondencias que ponen en acción una misma estructura. Dicho con otras palabras: un mismo paradigma de poder está presente y operante tanto en el sacerdote como en el psicoanalista, sin ningún lugar para metáforas. En este sentido, a diferencia de los recursos metafóricos o metonímicos, posicionarnos sobre el plano de la analogía nos posibilita un sentido multívoco y no jerárquico de las relaciones entre ambas figuras. Así, una afirmación igual de válida para Deleuze sería: el sacerdote es una figura del psicoanalista. El sacerdote, como puro ejemplo nominal, no funge en la analogía como principio fundador y dador de sentido a subsecuentes encarnaciones. Los personajes conceptuales, lo confirma Deleuze en su último libro escrito con Guattari, no son «personificaciones míticas», sino «personas históricas»: «El personaje conceptual no tiene nada que ver con una personificación abstracta, un símbolo o una alegoría, dado que vive, insiste».3

Lo importante aquí es nunca perder de vista que los casos de aplicación de algún paradigma de ejercicio de poder (ya sea soberano, disciplinario, antiterrorista o cualquier otro) pueden tener diversos nombres, pero en su puesta en juego concreta se revelan analógicamente como heterónimos de una sola y misma mecánica que comparten o tienen en común. Elegir al sacerdote para nombrar a este paradigma («poder sacerdotal») deriva solamente de su ejemplaridad entre los demás casos: un paradigma es, etimológicamente, aquello que se muestra al lado (para-deíknymi), el caso singular que es aislado del conjunto del que forma parte y, suspendiendo su pertenencia, vuelve inteligible un canon que vale para los demás casos del conjunto, llevándolos al mismo tiempo a un nuevo contexto problemático.

2. Baste este ejemplo para entrar en el verdadero problema de este ensayo: el uso de la arqueología en las indagaciones filosóficas de Giorgio Agamben. Se trata de una problematización de método, con la cual tiene que medirse antes o después toda investigación para ajustar las cuentas con sus comprensiones e incomprensiones. Fue en esta misma dirección como Agamben publicó en 2008 tres ensayos que recapitulaban sus reflexiones específicas de método en su libro titulado Signatura rerum, el cual surgió de la necesidad de reflexionar el camino que hasta entonces había recorrido —por lo menos desde 1995 con el inicio del proyecto «Homo sacer», cuando fue manifiesto un giro en su pensamiento que, con poca precisión, algunos han llamado «foucaultiano», y que yo sugiero llamar simplemente arqueológico— y que de igual modo daría algunas pautas para una inteligibilidad estratégica de su obra completa. El propósito principal de este libro, que lleva el subtítulo Sul metodo, es el de despejar los equívocos que había tenido hasta esa fecha su obra, limitándola muchas veces a la elaboración de «tesis y reconstrucciones de carácter meramente historiográfico», creyéndolo así por su tratamiento de fenómenos históricos positivos, como por ejemplo las figuras del homo sacer, el campo de concentración, el Muselmann, el estado de excepción, la oikonomia trinitaria o las aclamaciones.4 Se trataba, en resumen, de precisar el lugar exacto a partir del cual había hablado en sus obras precedentes con mayor o menor consciencia de ello.

De igual modo, y con tanto mayor peso, se trataba de mostrar sus investigaciones bajo la luz filosófica de la que efectivamente emergían, pues bien es cierto que los estudios de Agamben desde sus comienzos se han medido con la mayoría de los corpus filosóficos más significativos y, a pesar de muchas veces introducirse en problemas que habitualmente son restringidos a las disciplinas biológicas, lingüísticas, artísticas, historiográficas o teológicas, su quehacer ha conservado en todos los momentos un sello de autonomía en cuanto praxis primeramente filosófica. De ahí su rechazo rotundo a aquellos filósofos que ceden cada vez más terreno —en una época en la que, como la teología en la primera tesis sobre la historia de Walter Benjamin, la filosofía parece haberse vuelto «pequeña y fea, y en ningún caso debe dejarse ver»— a la impronta y el encuadramiento de ciertas metodologías científicas que en los últimos decenios se han constituido en el referente gnoseológico hegemónico. Existen indicios de que Agamben tiene en mente aquellas formulaciones que privilegian las explicaciones generativas según modelos provenientes de la biología y las ciencias cognitivas: la bioética y la lingüística de estilo chomskiano serían algunos de sus resultados. Es por esto que Agamben encuentra inquietante el predominio de los modelos cognitivos para dar cuenta de la aparición del género Homo en el planeta, que, enfatizando únicamente los desarrollos neuronales en este animal, nos hacen perder de vista dimensiones tanto más cruciales de su condición, como la ética y la política. Tarea para Agamben será siempre la de pensar al humano más allá de su reducción a una realidad puramente biológica y nuda vida:

A causa de un prejuicio tenaz quizá vinculado a su profesión, los científicos siempre han considerado la antropogénesis como un problema de orden exclusivamente cognitivo, como si el devenir humano del hombre fuera solamente una cuestión de inteligencia y de volumen cerebral y no también de ethos, como si inteligencia y lenguaje no plantearan también y sobre todo problemas de orden ético y político, como si el homo sapiens no fuera, también, e incluso precisamente por esto, un homo iustus.5

Se trata en realidad de un viejo motivo en su obra, que puede ser ya encontrado, por ejemplo, en Infanzia e storia (1978), libro donde se proponía alcanzar una experiencia del lenguaje que no pueda ser reconducida ni a una subjetividad psicológica, ni a un estado cerebral, ni a un destino biológico, y cuya oportunidad ve en algo que él denomina con una paradoja voluntaria «historia trascendental» (y que en retrospectiva podría considerarse una prefiguración de su arqueología filosófica): «Es sobre este modelo como debemos representarnos la relación con el lenguaje de una experiencia pura y trascendental que, como infancia del hombre, esté liberada tanto del sujeto como de cualquier sustrato psicológico».6 Para Agamben la interrogación de la humanidad y la no-humanidad del hombre tiene lugar en la filosofía como rememoración de este archipasado que nunca desaparece in illo tempore —la «infancia»—, y es ante cualquier enclavación biopolítica a un cuerpo y a un estado factual determinado7 que él promueve fortalecer un anclaje ontológico que nos introduzca de lleno al ser «como un campo de tensiones esencialmente históricas».8 La arqueología es ese método filosófico que nos permite recorrer genuinamente esta antropogénesis o devenir humano del hombre como acontecimiento no datable que todavía no deja de suceder, y tal vez sólo ella, señala propositivamente Agamben, permita «reabrir el acceso a una filosofía primera»9 que reconquiste este nombre después de Kant.

3. Que la arqueología sea el núcleo filosófico por excelencia de las investigaciones de Agamben lo confirma «Per una teoria della potenza destituente», un ensayo que puede ser leído como una recapitulación total de su obra en la que el filósofo hace saber de qué linaje es tributario su método arqueológico y cuál ha sido hasta ahora su único objetivo:

La destrucción de la tradición en Heidegger, la deconstrucción del arché y la fractura de las hegemonías en Schürmann, aquello que, tras las huellas de Foucault, he llamado «arqueología filosófica», son todos intentos pertinentes, pero insuficientes, de remontar [risalire] a un a priori histórico para destituirlo.10

En su diversa complejidad, estos intentos —a cargo de tres de los filósofos más brillantes del siglo xx— han sido pertinentes para identificar el problema del poder que gobierna el curso de la historia (o, en heideggeriano, las destinaciones epocales del ser), pero han sido insuficientes por no poder aferrar y definir arqueológicamente una potencia destituyente, única vía para dirigirse no ya contra una determinada figura histórica del poder, sino contra el poder en cuanto tal. Romper con el paradigma dialéctico de la política clásica, al identificar el sistema dúplice del poder que en todos los casos pone en acción dos términos —aparentemente heterogéneos, pero íntimamente coordinados: poder constituyente/poder constituido— que conforman un único dispositivo de administración y neutralización de la conflictualidad histórica —uno destruyendo y recreando las obras del poder, el otro simplemente conservándolas—, permite a Agamben llevar seriamente a la luz esa an-arquía que los arqueólogos del siglo xx buscaron pensar sin realmente conseguirlo. Una «lúcida exposición» de este elemento anárquico coincide siempre con la deposición de una máquina del poder que lo captura para poder operar. Y sólo entonces se volvería practicable aquello que Benjamin llamaba, según el concepto marxiano de la historia, una «época histórica nueva».

4. El método arqueológico tiene por definición en el centro de su investigación un arché, pero resulta decisivo el modo en que entendamos este «principio». En diversas ocasiones Agamben ha afirmado la naturaleza política de todos los dispositivos metafísicos decisivos de Occidente (potencia/acto es su ejemplo preferido) y a los cuales la filosofía que viene tiene la tarea de revocar en su cuestionamiento. De aquí, por tanto, el intercambio constante que Agamben hace del término arché por el de «poder» y, de forma más complicada, por el de «a priori histórico». Colocar estos tres conceptos como objeto único de la arqueología será la tarea de las páginas siguientes.

Advirtamos, en primer lugar, que la identificación entre arché y poder sólo puede representar problemas para una mente moderna. Para un oído griego, el término único arché designa en el mismo golpe dos significados que las lenguas romances mantienen separados: «origen» y «mando», principium y princeps. Si no perdemos de vista este doble significado, entenderemos lo que la mayoría de monografistas de filosofía griega antigua no advierte: la función estratégica, política, que tiene para el metafísico griego —pensemos en Aristóteles— el arché no sólo como un comienzo que precedería en un punto cronológico al devenir y se mantendría separado de él, sino como acompañándolo y conduciéndolo continuamente hacia su telos: «Todo lo que viene a ser —leemos en el libro Theta de la Metafísica, dedicado al problema de la potencia y del acto— se mueve hacia un principio [arché], es decir, su fin [telos]; en efecto, aquello para lo cual una cosa es, es su principio, y la generación es para su fin» (1050a 7-9). El telos, en cuanto fin y cumplimiento de un proceso, es algo siempre ya contenido en el arché, porque éste lo anticipa y lo comanda hasta el final:

El prestigio del origen en nuestra cultura deriva de esta homonimia estructural: el origen es aquello que manda y gobierna no sólo el nacimiento, sino también el crecimiento, el desarrollo, la circulación y la transmisión —en una palabra: la historia— de aquello a lo cual dio origen. Ya se trate de un ser, de una idea, de un saber o de una praxis, en todos los casos el inicio no es un simple exordio, que luego desaparece en aquello que le sigue; al contrario, el origen no cesa nunca de iniciar, es decir, de mandar y gobernar aquello que ha llevado a ser [posto in essere].11

Por lo demás, la especialización histórica de la metafísica como «doctrina de los principios» se revela bajo esta luz como un reflejo de su núcleo fundamentalmente político (en este sentido no resulta descabellado que Aristóteles coloque las artes arquitectónicas en el mismo orden que la dominación política de magistrados, reyes y tiranos como rectores, arcontes en sentido amplio, de la ciudad: Metaph., 1013a, 10-14).

A este respecto Agamben recuerda una de las conclusiones del paradigma teológico de la creación divina, según el cual podríamos tener la certeza de que, dado el carácter precario y contingente de la creación, Dios no habría abandonado simplemente su obra una vez concluida en el sexto día: para que el mundo se conserve y siga siendo es necesaria una creatio continua, un proceso ininterrumpido de creación. Esto parece sugerirlo el concepto mismo de «creación», que no implica una condición definitiva, sino un proceso que debe ser proseguido, y lo mismo valdría para «civilización» o «institución», emblemas políticos de lo moderno que encierran siempre una signatura teológica. Toda praxis instituyente y sus instituciones están fundadas en esta preocupación por durar indefinidamente, controlando, repeliendo, estabilizando o eliminando el caos de lo real con las aventuras o las desventuras que le atañen. Su fundación debe por esto mostrarse como fuera del campo de las fuerzas concretas, como una objetividad necesaria y no inmanente a la historia. Furio Jesi advertía ya que la tecnificación de los mitos por parte del poder apunta a colocarnos a éste no como un enemigo de las mismas proporciones, sino como un «monstruo».12 La arqueología filosófica, por su parte, es ese método que remonta a contrapelo la trama del discurso histórico, no para alcanzar un «origen», sino para reconstruir el proceso de mitologización de un poder, restituyéndolo así sobre la tierra no ya como un elemento superior, sino como una forma política contingente, hipotética, que juega su existencia en medio de otras.

5. Que la arqueología no sea una «indagación de lo originario» es una idea que Agamben desarrolla en más de una ocasión a partir de Nietzsche y Foucault. En su ensayo «Nietzsche, la généalogie, l’histoire» (1971) Foucault advirtió la predilección que tenían para la genealogía de Nietzsche los términos Herkunft («procedencia») y Entstehung («punto de emergencia») frente a aquel de Ursprung («origen»), propio más bien de la metafísica y con metas instituyentes (como en aquellas páginas de Schopenhauer atacadas por Nietzsche en las que aquél sugería indagar el Ursprung de la religión y así, con más o menos buena fe, la convertía en un elemento necesario de la historia humana).13 El arché que está en cuestión en la arqueología habrá que entenderlo así en todo momento como Herkunft o Entstehung inmanentes a procesos históricos contingentes: «Es un arché, pero un arché, como en Nietzsche y en Foucault, que no es reenviado diacrónicamente hacia el pasado, sino que asegura la coherencia y la comprensibilidad sincrónica del sistema».14

Aquí se muestra finalmente la importancia de la fórmula «a priori histórico» usada por Foucault, término contradictorio que hace una primera aparición fugaz en el prefacio de Les mots et les choses (1966) y que Agamben recupera para convertirlo en aquello a lo que «la indagación arqueológica busca en cada ocasión remontar»:15 «La expresión es problemática —constata Agamben—, porque pone juntos dos elementos al menos en apariencia contradictorios: lo a priori, que implica una dimensión paradigmática y trascendental, y la historia, que se refiere a una realidad eminentemente factual».16 Recordemos que en su prefacio Foucault discute dos metodologías estándar de las ciencias humanas y la filosofía, que se centran o bien en el examen de los códigos ordenadores de una sociedad, o bien en las reflexiones teóricas sobre un orden dado. Pero entre estas dos regiones —o «detrás» de ellas— Foucault advierte la posibilidad de que reine

…un dominio que, debido sobre todo a su papel de intermediario, no es menos fundamental: es más confuso, más oscuro y, sin duda, menos fácil de analizar […]. Tanto es así que esta región «media», en la medida en que manifiesta los modos de ser del orden, puede darse como la más fundamental: anterior a las palabras, a las percepciones y a los gestos que entonces, supuestamente, la traducirían con más o menos exactitud o suerte […]; más sólida, más arcaica, menos dudosa, siempre más «verdadera» que las teorías que intentan darle una forma explícita, una aplicación exhaustiva o un fundamento filosófico.17

La vía de acceso a una difícil «experiencia desnuda del orden y de sus modos de ser» Foucault la asigna no a la historia ni a la epistemología, sino a la arqueología, cuyos problemas de método anuncia en un pie de página que serán tratados en una obra posterior (que será en 1969 L’archéologie du savoir). Más que tratar con datos empíricos positivos, Foucault se dirigió al elemento mismo de la positividad (otro término estrechamente vinculado al de a priori histórico)18 que rige una época y que condiciona en ella la posibilidad de la formación de los órdenes mismos, en las palabras, en las percepciones o en los gestos. (De aquí también que los paradigmas que aquí se sitúan, como señala Agamben, no pueden ser entendidos en Foucault a la manera de Thomas Kuhn, es decir, como simples criterios de verdad científica que son incesantemente reemplazados unos por otros y suscitan, mientras tanto, alguna «revolución científica», sino más bien y sobre todo como fenómenos genuinamente políticos).19 Es por eso que a esta narración de «la secuencia, no de los datos sociales e ideológicos mismos, sino de las tramas epocales en el seno de las cuales esos datos pueden surgir», Reiner Schürmann la llamó acertadamente un «positivismo de segundo grado».20 Con la formulación paradójica de un a priori histórico Foucault habría hecho colisionar en una zona de indiferencia dos dimensiones heterogéneas que conforman su propio método, una que reúne «el conjunto de los hechos y los documentos sobre los cuales trabaja y un estrato que podemos definir arqueológico, el cual, sin trascenderlos, permanece irreductible a ellos y permite su comprensión».21

La posibilidad de aferrar arqueológicamente los a priori históricos le permitió a Foucault (y después de él a Agamben) desechar cualquier dimensión arquetípica que regiría la historia más allá de ésta, abreviando con esa fórmula un proceso de deconstrucción arqueológica de las archái, es decir, un proceso de desactivación de todas las cifras de trascendentalidad y ultimidad que ellas pudieran custodiar para exponerlas como simples puntos de emergencia arrastrados en el curso incesante de este mundo. De aquí la naturaleza íntimamente histórica de su método, pero la historia que está aquí en juego es una completamente llevada sobre la tierra: «La genealogía no se opone a la historia […]; se opone por el contrario al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de las teleologías indefinidas. Se opone a la búsqueda del “origen”».22 Por esto toda arqueología se revela siempre al final como una an-arqueología, la cual, destituyendo la metafísica del fundamento negativo de Occidente,23 expone las obras del poder girando en el vacío.

6. Retomando un posicionamiento de Deleuze, Agamben sigue un principio metodológico según el cual la filosofía no puede en ningún caso tratar de «universales». Históricamente esto contradice las caracterizaciones mismas de la filosofía en Occidente, que, al menos desde Aristóteles, ha encontrado en los principios generales y necesarios la posibilidad de formulación de verdades. Detrás de esta representación mínima yace de hecho una peligrosa homologación entre metafísica y filosofía que, para ambos filósofos, pone en riesgo la existencia y la autonomía de la filosofía como una práctica concreta del pensamiento. No es fortuito que, aquí también, Agamben haya encontrado un gran aliado en Foucault, quien, con una elección metodológica determinante para sus investigaciones, decidió abandonar cualquier recurso a los universales, explícitamente al menos desde la sesión inaugural de Naissance de la biopolitique (1978-1979):

Foucault, como es sabido, siempre rechazó ocuparse de aquellas categorías generales o entes de razón a los que él llama precisamente «los universales», como el Estado, la Soberanía, la Ley, el Poder. Pero esto no significa que no haya, en su pensamiento, conceptos operativos de carácter general. Los dispositivos son, precisamente, aquello que en la estrategia foucaultiana toma el puesto de los universales. 24

La arqueología se posiciona con esta decisión, en primer lugar, en contra del método deductivo, que parte de abstracciones generales para, descendiendo, comprender las prácticas y los fenómenos concretos. Pero esto no equivale aquí a alzar métodos inductivos que, con una acumulación de datos positivos, nos harían ascender a otras generalidades igual de abstractas. Esto significa que la arqueología, como «análisis de los dispositivos concretos a través de los cuales el poder penetra en los cuerpos mismos de los súbditos y gobierna su forma de vida»,25 se sitúa necesariamente sobre otro plano gnoseológico distinto a aquel constituido por la dicotomía deducción/inducción que domina el saber occidental. Otro de los aliados de Agamben es por eso Enzo Melandri, quien en La linea e il circolo (libro publicado en 1968 y que Agamben recomienda como la contraparte complementaria con la que siempre hay que leer L’archéologie du savoir de Foucault) elaboró una teoría de la analogía que escaparía de los double bind en los que las alternativas lógicas han capturado el pensamiento en la forma de dilemas («o A o B») donde un tercero está siempre excluido. Ante cualquiera de estas dicotomías cerradas, Melandri propone siempre erigir la fórmula de un obstinado tertium datur que él pone en el centro de su teoría: «ni A, ni B».26 Un tercero analógico no se da simplemente de una negación y superación que contenga y recoja en una síntesis exterior los términos opuestos, sino de neutralizar y desactivar ambos, de dejarlos caer juntos en su coincidencia, a fin de trazar efectivamente una salida del dilema y que éste imposibilita concebir cuando se está apresado en su interior. A través de esta operación lo que se mostraba en términos de oposiciones dicotómicas y sustanciales es revelado en el interior de un campo tensitivo de bipolaridades: las separaciones y las contradicciones cesan aquí de funcionar para exhibirse dentro de un sistema único de codependencias que define las identidades y las diferencias de sus polos extremos.

La analogía interviene, por tanto, en las dicotomías lógicas (particular/universal; forma/contenido; legalidad/ejemplaridad, etc.) no para componerlas en una síntesis superior, sino para transformarlas en un campo de fuerzas recorrido por tensiones polares, en el cual, justamente como sucede en un campo electromagnético, ellas pierden su identidad sustancial.27

Melandri (y tras sus huellas Agamben) rompe así el dispositivo deducción/inducción por medio de un tercero gnoseológico que escapa de la transferencia descendente o ascendente entre lo particular y lo universal: se trata de la analogía, un movimiento complejo de comprensión de fenómenos que procede siempre por ejemplos o paradigmas. Su exposición clásica la encontramos en los Primeros analíticos de Aristóteles, quien distingue la forma de conocimiento por paradigmas de aquella que tiene lugar en la deducción (de lo universal a lo particular) o en la inducción (de lo particular a lo universal), ya que funciona «como una parte con respecto a la parte [hos méros pros méros]» (69a 14):

El estatuto epistemológico del paradigma se vuelve evidente sólo si, radicalizando la tesis de Aristóteles, se comprende que revoca en su cuestionamiento la oposición dicotómica entre lo particular y lo universal que estamos habituados a considerar como inseparable de los procedimientos cognoscitivos y nos presenta una singularidad que no se deja reducir a ninguno de los dos términos de la dicotomía. El régimen de su discurso no es la lógica, sino la analogía.28

Una arqueología que procede analógicamente por medio de paradigmas es al mismo tiempo una paradójica «ciencia de lo singular», que no acude ni a los universales metafísicos para descender ni a una colección de hechos y cifras particulares para ascender, sino que se desplaza inmediatamente de lo singular a lo singular.

7. Se comprende ahora por qué Agamben define la arqueología como una «paradigmatología»: suspendiendo la facticidad empírica (la «datidad») de los fenómenos singulares para exhibirlos en su pura inteligibilidad paradigmática, se abre camino un estudio analógico-comparativo de contextos problemático-históricos más amplios de los cuales, no obstante, aquéllos forman parte: «Como en aquellos caleidoscopios, en los que el ojo ve multiplicarse innumerables veces una misma imagen, también aquí la analogía se muestra en una miríada de figuras múltiples que el lector tendrá que conseguir componer en una unidad».29 Del mismo modo en que con sus estudios sobre el panóptico Foucault no se proponía una investigación de carácter meramente historiográfico (menos aún sociológico) a propósito de un fenómeno particular (limitando con ello su alcance a este o aquel espacio/tiempo: «la Inglaterra de 1780» en que vivió su autor), sino que con ella precisó un «modelo generalizable de funcionamiento» 30 que, como Bentham mismo previó, podría implementarse en una amplia variedad de situaciones concretas y diferentes, así también las investigaciones arqueológicas de Agamben —enfocando su estudio del homo sacer en el derecho romano, del campo de concentración en la Alemania nazi, de la guerra civil en la Grecia clásica o de la gestión económica en la patrística cristiana— han estado en todos los momentos dirigidas contemporáneamente a la inteligibilidad de otros casos análogos, es decir, prácticamente «cualquier tiempo» y «cualquier espacio» en que sea posible localizar la puesta en juego concreta de uno de estos paradigmas.31

Aquí se juega finalmente el modo singular en que los paradigmas nos sitúan sobre aquello que Georges Dumézil apuntaba ambiciosamente como la «franja de ultra-historia» o la «historia más antigua» que el historiador tendría la tarea de alcanzar con sus investigaciones del pasado: «Sin embargo —observa Agamben—, el pasado que aquí está en cuestión es […] un pasado de tipo especial, que no precede cronológicamente al presente como un origen, ni le es simplemente exterior».32 Agamben usa numerosas imágenes tomadas de aquí y de allá (Kant, Overbeck, Bergson, Simondon, entre otros) para facilitar una comprensión de esta dimensión paradigmática: es así como habla unas veces de «alteridad cualitativa a la historia», de «tendencia presente y operante en el ahora», de «virtual contemporáneo a lo real», de «preindividual que coexiste con un individuo», que se explican

…del mismo modo en que las palabras indoeuropeas expresan un sistema de conexiones entre las lenguas históricamente accesibles, en que el niño en el psicoanálisis es una fuerza activa en la vida psíquica del adulto y en que el big bang, que se supone dio origen al universo, es algo que continúa enviando hacia nosotros su radiación fósil.33

Su existencia es difícil de aferrar porque, como las Pathosformeln en Warburg o las imágenes dialécticas en Benjamin, no puede localizarse en un pasado cronológico ni mucho menos en una estructura metahistórica: atañe más bien al dominio de los «fenómenos originarios» —Ur-phänomen en el sentido de Goethe— que, al mismo tiempo que condicionan la posibilidad de la formación y el desarrollo de las prácticas discursivas y extra-discursivas, no pueden pensarse (sólo) sincrónica o (sólo) diacrónicamente, sino en un umbral en que ambos se entrecruzan y devienen indiscernibles, volviendo «inteligible no menos el presente del investigador que el pasado de su objeto».34 Esto es lo que Benjamin expresaba en el fragmento N 3, 1 de su Passagen-Werk que Agamben cita en numerosas ocasiones porque sin duda antecede la mayor parte de sus formulaciones sobre la arqueología filosófica como vía de acceso al presente: «No es que el pasado arroje su luz sobre el presente o el presente su luz sobre el pasado, sino que imagen [Bild] es aquello en lo cual lo que ha sido se une como un relámpago con el ahora en una constelación. […] Sólo las imágenes dialécticas son auténticamente históricas, es decir, no arcaicas».35

Los paradigmas no son arcaicos porque no preexisten sustancialmente a los fenómenos, pero tampoco existen solamente en los archivos investigados por el arqueólogo ni menos aún en su imaginación:

Si se nos pregunta, finalmente, si la paradigmaticidad reside en las cosas o en la mente del investigador, mi respuesta es que la pregunta no tiene sentido. La inteligibilidad, que está en cuestión en el paradigma, tiene carácter ontológico, no se refiere a la relación cognitiva entre un sujeto y un objeto, sino al ser.36

Es decir, en cada «aparición» los paradigmas se fenomenizan no menos que los fenómenos se ejemplifican, y en este sentido puede afirmarse que «todo fenómeno es el origen».37 De aquí que la comprensión arqueológica de la historia no se cumpla colocando cada fenómeno de un conjunto paradigmático sobre una serie cronológica y a través de la cual sería posible, identificando una probable relación genética que determinaría una esencia que les pertenece a todos y cada uno de los fenómenos, alcanzar finalmente el arquetipo que dé cuenta de alguna determinación absoluta de su devenir. Como en los paneles de Mnemomosyne, el atlas inconcluso de Warburg, cada imagen reunida es «un indecible de diacronía y sincronía, unicidad y multiplicidad».38 En otros términos, cada fenómeno expuesto analógicamente posee el estatuto paradójico de index sui al mismo tiempo en que, sin embargo, comparte un parentesco con otros fenómenos. Por eso resulta decisivo arrancar la analogía del dominio de la semejanza —en el que una mala herencia filosófica la ha apresado— para devolverla al puro funcionalismo del campo de la matemática, única forma de analogía compatible con una concepción unívoca del ser. Como la scientia intuitiva de Spinoza, la arqueología se mueve siempre inmediatamente de lo singular a lo singular. Más que operar una síntesis trascendental sobre fenómenos irreductiblemente singulares, de lo que se trata es de repartir pasajes que posibiliten captar su perfección propia: según el famoso ejemplo único del filósofo, ante a : b = c : d, donde d es desconocido, el arqueólogo es aquel que engendra uno intuitu la función que tiene a con respecto a b y puede con ella concluir d sin ninguna mediación (Eth., ii, prop. 40, sc. ii).

8. Si volvemos al uso de paradigmas en las investigaciones arqueológicas de Agamben, notaremos que sucede exactamente lo mismo: las «fuentes» más antiguas a las que se arrojan sus investigaciones son siempre tratadas en su pura paradigmaticidad, es decir, no como principios, sino como puntos hipotéticos de emergencia a los cuales hay que acudir por tratarse de la documentación existente más pertinente para abordar con rigor un problema determinado: el análisis arqueológico de datos históricos está por eso siempre limitado a ámbitos específicos (el derecho romano, la polis griega, Auschwitz, etc.) que ofrecen un conjunto de datos, hechos, documentos, archivos o testimonios que albergan los mayores índices de fecundidad para el conocimiento de un paradigma, el cual se muestra en cuanto tal sólo si los objetos estudiados son apuntados «en dirección a un arché tendido entre la antropogénesis y el presente».39 Esto implica que a la hora de emprender una indagación arqueológica el investigador deberá mantener abierta la posibilidad de que su genealogía a contrapelo de un concepto o de una institución pueda llevarlo a «un ámbito distinto a aquel previsto de antemano (por ejemplo, no en la ciencia política, sino en la teología)».40 Sea por ejemplo la patrística cristiana para comprender, en Il Regno e la Gloria (2007), el paradigma de la economía que gobierna hoy mundialmente: se trata de una elección que no tiene mayor razón de ser en sus investigaciones que el hecho de que los primeros siglos del cristianismo hasta su constitución en religión de Estado tuvieron una explosión sin igual de tratados, sermones, comentarios, glosas, apologías o biografías donde el término griego oikonomia resultó central para articular una teoría del gobierno providencial sobre la tierra. El dogma trinitario no sería así más que «un laboratorio privilegiado para observar el funcionamiento y la articulación —a la vez interna y externa— de la máquina gubernamental»;41 «yo he aprendido mucho más sobre qué significa “gobernar” con la lectura de los tratados teológicos sobre los ángeles (que son los “ministros” del gobierno divino) que a través de los tratados de filosofía política».42

Es por eso que Agamben ha tenido que precisar, a propósito de las figuras históricas que protagonizan sus obras (el homo sacer, el campo de concentración, la guerra civil, etc.), que éstas

…no son hipótesis a través de las cuales intentaría explicar la modernidad, reconduciéndola a algo como una causa o un origen histórico. Por el contrario, como su propia multiplicidad habría podido dejar entender, se trataba en cada ocasión de paradigmas, cuyo objetivo era volver inteligible una serie de fenómenos con un parentesco que había escapado o podía escapar de la mirada del historiador.43

Siendo imposible hipostasiar la aparición de los paradigmas en un acontecimiento cronológicamente preciso (algo como determinar cuál fue el primer homínido en pensar económicamente la realidad, o cuál fue la primera agrupación humana que puso en obra el dispositivo de la excepción), establecerlos en el interior de un estudio cuasi-trascendental, en el interior de una «constelación paradigmática», permite tanto más la inteligibilidad de una amplia multiplicidad de fenómenos históricos análogos. Es aquí precisamente donde se encuentra la razón por la cual Agamben no deja de señalar que no es un historiador ni pretende serlo, porque su labor es la de un filósofo.

Al no tratarse de reconstrucciones históricas, sino de una arqueología filosófica que se organiza estratégicamente como una paradigmatología comparativa, una protesta recurrente contra las obras de Agamben —no muy distinta de la que recibían en un primer momento las de Foucault, especialmente aquellas tituladas Historia de…— es que cometen, en el dominio de la historiografía o de la investigación en las ciencias humanas, «ilegalidades metodológicas», «extrapolaciones arriesgadas», «confusión de disciplinas» y, en general, un empleo atropellado de los analoga que arrojaría conclusiones desproporcionadas. Esta confusión se desvanece a la hora en que se considera el estatuto ontológico propio de los paradigmas que, en sus movimientos analógicos, no se proponen volver «idénticos» y/o «confusos» los existentes, sino, más simplemente, volver inteligible aquello que un conjunto de fenómenos comparte o tiene en común. Como Spinoza lo definió, lo común no puede nunca ser una propiedad, es por excelencia un «inesencial» con respecto a la parte y el todo: «Aquello que es común a todas las cosas y está igualmente en la parte y en el todo, no constituye la esencia de ninguna cosa singular» (Eth., ii, prop. 37).

La «paradigmaticidad» de los paradigmas no está por tanto más que en su puro acontecimiento en los fenómenos históricos que los ejemplifican y los cuales, en el mismo acto, se tornan ejemplares. Ni copia degradada que repite un original ni particular subsumible bajo un proceso dialéctico global, sino una singularidad en que originariedad y repetición se vuelven indiscernibles: cada fenómeno porta su propio sentido y es, en este sentido, perfecto. La arqueología, como exposición anárquico-destituyente de las obras del poder, es en este sentido un método que trata con atención la singularidad de los fenómenos históricos y, por así decirlo, los «salva».

9. La arqueología no persigue una gran síntesis de fenómenos múltiples (sólo concebible desde el presupuesto de universales que trascienden las singularidades en el seno de la temporalidad histórica), pero tampoco consiste en un sistema arbitrario de «extrapolaciones» ni en aquello que los historiadores llaman temerosamente «anacronismos», unas veces vistos en la investigación como soluciones y otras como errores pero que, sin embargo, en ambos casos sólo pueden aparecer como malentendidos todavía tributarios de algún dispositivo gnoseológico (particular/universal, sincrónico/diacrónico, etc.). Los paradigmas a los que recurre la arqueología son más bien mónadas históricas que implican o recapitulan su historia completa (es decir, según la definición de Benjamin, su pre- y su post-historia), y es únicamente a través de ellos como se establece una relación vital con los acontecimientos del pasado, restituyéndoles sus posibilidades en el presente.

En «Che cos’è il contemporaneo» (2006) Agamben describía precisamente una aparente paradoja de sus investigaciones que proporciona una clave de lectura de toda su obra. Pensando en Nietzsche, él define que contemporáneo a su tiempo es sólo aquel que no coincide integralmente con él y, como tal, lo contemporáneo es en verdad lo intempestivo. En este desfase con la propia actualidad no debe buscarse una banal crítica del tiempo presente en beneficio de la realización de un futuro más deseable o de la instalación imaginaria en un pasado que se considera mejor: «Un hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero sabe de cualquier modo que le pertenece irrevocablemente, sabe que no puede huir de su tiempo».44 Si aquí se habla de «anacronismo» es porque se ha puesto radicalmente en cuestión el chronos como la experiencia dominante del tiempo, aquella que instituye una génesis de las cosas a través de la cual el tiempo se define y que nos instala en un continuum vacío y homogéneo donde o bien hay que empujar hacia adelante, o bien hay que retroceder de modo nostálgico. En cambio, una genuina relación viva con el tiempo histórico no es ni reaccionaria ni progresista.

Si la contemporaneidad en la filosofía de Agamben no se define por el elogio seco del futuro o del pasado, la fórmula que define el desplazamiento siempre in situ practicado por esta experiencia del tiempo —que no es ya cronológica, sino kairológica, donde cada instante es plena posesión de sí que se relaciona con la redención— es aquella del «ya, pero todavía no», aquella misma que se vive en la espera mesiánica (una espera sin proyección en el futuro) donde «cada segundo es una puerta por donde puede pasar el mesías». Toda la estrategia política de Agamben está por eso escrita en tiempo presente, en el Jetztzeit, el tiempo firme del ahora en el que Benjamin identificaba la posibilidad de una revuelta que hace saltar el continuum de la historia. En este sentido Agamben nunca ha dejado de repetir el lema de Foucault según el cual sus investigaciones sobre el pasado no son más que la sombra proyectada por sus interrogaciones dirigidas al presente: si el ángel de la historia de Klee es arrastrado hacia el futuro fijando la mirada en el pasado, el arqueólogo —en una imagen con la que Agamben describió los estudios de Melandri y de Illich, pero que puede aplicarse a sí mismo— puede compararse con un cangrejo que se dirige hacia el pasado fijando la mirada en el presente. En su vocación singular puede así diferenciárselo de cierto pathos historicista incapaz de vivir el presente, porque lo que en él tiene lugar no es un apego o una nostalgia por hechos honrados y almacenados en el pasado en la forma de archivos o museos: la relación vital que la arqueología establece con el pasado es más bien la de un choque frontal mediante el presente, la de un «juicio sumario» que abre hic et nunc un nuevo uso de los potenciales no cumplidos en el pasado. La desconfianza de Agamben por todo trabajo con pretensiones futurológicas es por eso contundente:

El futuro, como la crisis, es hoy efectivamente uno de los principales y más eficaces dispositivos del poder. Ya sea agitado como un amenazante espantapájaros (empobrecimiento y catástrofes ecológicas) o como un radiante porvenir (como empalagoso progresismo), se trata en todos los casos de hacer pasar la idea de que tenemos que orientar nuestras acciones y nuestros pensamientos únicamente hacia él. […] Sólo una indagación arqueológica puede permitirnos acceder al presente, mientras que cuando uno observa girado únicamente hacia el futuro éste nos expropia, con nuestro pasado, también del presente.45

Toda la teoría de la contemporaneidad de Agamben debe así ser leída como una forma de hacer frente a una ideología progresista dominante que no deja de diferir la experiencia del presente en una carrera permanente hacia el futuro; ideología capitalista en suma, que se basa en «la idea de un crecimiento infinito del proceso de producción».46 Para Agamben no hay ni un antes ni un después de la historia, sino algo más que la historia que hasta ahora ha sido y dominado. Reconociendo que en estas condiciones de vida asir el «ahora» se ha vuelto una tarea bastante problemática para el pensamiento, Agamben piensa que podría bastar con la regresión arqueológica a las tradiciones, es decir, con aquel movimiento de rememoración que va mediante documentos del pasado a la «fuente», para forjar los conceptos que permitan medir la presencia de ese pasado subterráneo en el presente y así poder comprender la situación en la cual nos encontramos. Por eso una indagación arqueológica no es simplemente una regresión al pasado-por-el pasado, sino una vía de acceso al presente capaz de proporcionar una ventaja a aquel que se abre camino en el ahora con la estrategia que se precisa: «El contemporáneo que llega a conocer con qué cuidado y anticipación se ha preparado la miseria que lo invade […] alcanza un alto dictamen de sus propias fuerzas. Una historia que lo instruye de esta manera, no lo entristece, sino que más bien le da armas».47

Concebir el pasado como un «así fue», irrevocablemente cumplido, es por eso parte de la ideología dominante que busca expropiarle su «índice oculto que no deja de remitirlo a la redención».48 De aquí el rechazo de Agamben contra el postulado de Nietzsche, quien, en nombre de una superación del resentimiento que forma parte de la moral occidental, puso en el centro de su ética un amor fati incondicional, como pura aceptación de «la realidad» —de lo absolutamente cumplido y necesario— hasta el punto en que su eterno retorno sería deseable. No obstante, lo que se erigió contra el desprecio del pasado como pasado, sigue confiriendo la misma cualidad homogénea y vacía al tiempo histórico, donde éste se asemeja a un purgatorio repleto de espectros que atormentarían y esclavizarían eternamente a los hombres. Ahora bien, la historia y su rememoración tal y como tienen lugar en la arqueología filosófica —es decir, como memoria volcada a una imagen de felicidad como la que hay «en el aire que hemos respirado, con las personas a las que habríamos podido hablar, con las mujeres que se nos habrían podido entregar»—49 no tiene nada que ver con «lo necesario», sino con lo posible:

No es lo posible lo que exige existir, sino lo real, lo ya sido, lo que exige su posibilidad. Y ¿qué es el pensamiento si no es que la capacidad de restituir posibilidad a la realidad, de desmentir la falsa pretensión de la opinión de fundarse sólo sobre los hechos? Pensar significa en primer lugar percibir la exigencia de aquello que es real de volver a ser posible, rendir justicia no solamente a las cosas, sino también a sus lágrimas.50

La hipótesis de un «fin de la historia» queda por esto ya siempre eludida en la investigación arqueológica, por cuanto esta última implica una restitución de incompletitud a la realidad, exponiendo todo lo sido a su contingencia: lo que exige la historia no es ser aceptada en cuanto «real», sino que sus posibles sean afirmados en dirección hacia sus formas redimidas. Se trata finalmente de acceder a aquello que Agamben ha pensado, tras las huellas de Pablo y cierta tradición judía, como tiempo mesiánico, en el que vive una humanidad redimida a la que, según Benjamin, se ha vuelto citable su pasado en cada uno de sus momentos.

10. Agamben ha reconocido en más de una ocasión que este método que llamamos arqueológico, que destituye los mitos fundacionales situándose sobre la franja de ultra-historia en la que tiene lugar un entrecruzamiento constelacional de pre-historia y de post-historia, es decir, sobre una zona paradójica de hibridación entre método trascendental y ciencia fenomenológica en dirección hacia un tercer género de conocimiento (de tal forma que, como he señalado, coincidiría con el «positivismo de segundo grado» de Foucault según Schürmann, pero también tal vez con el «empirismo trascendental» de Deleuze e incluso con aquello que fue el «materialismo histórico» cuando mantenía lejos de su núcleo toda idea de progreso), fue por primera vez explorado no por la filosofía, sino por la lingüística y la gramática comparadas que, desde finales del siglo xix, abrieron el campo para la investigación científica de aquello que será denominado «lenguas indoeuropeas».

En estos años las investigaciones de Hermann Usener, Max Müller o Émile Burnouf introdujeron la novedad de modelos científicos que abandonaron la reconstrucción de prototipos de instituciones sociales —en la actualidad empíricamente inverificables—, buscando más bien retroceder hacia los estadios más arcaicos o, mejor dicho, «ultra-históricos» de la humanidad por medio de análisis puramente lingüísticos, como las etimologías y el análisis de los significados, es decir, por tanto, por medio del análisis comparativo de aquellos elementos a los que el investigador podía hoy tener realmente acceso. Dados los logros de este método, fue proseguido en años siguientes por investigadores como Antoine Meillet, Émile Benveniste o Georges Dumézil, quienes de igual forma excluyeron de sus estudios cualquier elemento extralingüístico, elección que volvió para muchos confuso cuál era propiamente su locus epistemológico. Como lo señala Agamben, en el dominio de las ciencias humanas esta forma de investigación histórica podía ser tratada con toda razón como un monstrum que «produce sus documentos originales».51 Ya Meillet sabía esto al resumir que aquello que llamamos indoeuropeo —al margen de problemas como los de saber si se trata de una lengua realmente accesible o de confirmar la existencia de un pueblo que la habló— no es en realidad más que «el conjunto de estos sistemas de correspondencias […] que supone una lengua x hablada por hombres x en un lugar x y un tiempo x».52 En continuidad con esta tradición, Jean-Claude Milner caracterizó a la lingüística como una «ciencia experimental sin observatorio»,53 definición que Agamben conviene como adecuada también para la filosofía, cuya experimentación se da por su solo respaldo en el lenguaje y la posibilidad que guarda de formular «paradigmas», los cuales, siguiendo la recomendación de Platón en la Carta vii, siempre deben ser tratados como hipótesis y no como principios:

En su relación con el lenguaje, la filosofía no puede sino mantenerse fiel a su vocación original de ciencia de lo existente puro: si ciencia en sentido estricto es aquella que conoce las propiedades de lo existente (o lo existente en cuanto que tiene ciertas propiedades reales descriptibles), la filosofía (en cuanto filosofía primera) es la ciencia que contempla lo existente en cuanto existente (on he on, on haplos), es decir, independientemente de sus propiedades reales.54

La ontología reaparece en escena para Agamben como una ciencia experimental-comparativa de paradigmas, donde éstos, tras deponer y volver inoperantes sus propiedades facticias, han de ser arrojados «no hacia otra cosa u otro lugar, sino hacia su mismo tener-lugar — hacia la Idea».55

Llegados a este punto podría sugerir que, del mismo modo en que los lingüistas acostumbran preceder con un asterisco las formas indoeuropeas que estudian (por ejemplo, *deiwos, *ar-, *med) para distinguirlas de las palabras existentes en las lenguas históricas, en el caso de Agamben ayudaría que, en pensamiento, precediéramos con un asterisco los paradigmas que ha estudiado para distinguirlos visiblemente de fenómenos cronológicamente localizables: *campo de concentración, *economía, *guerra civil, etc. Se trata finalmente de las cifras por él forjadas para comprender el mundo contemporáneo y tal vez este ejercicio mental despejaría más de un equívoco que impide que la obra de este filósofo acceda plenamente a la hora de su legibilidad.

Bibliografía

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1 Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mille plateaux, p. 191.

2 Ibid., p. 192.

3 G. Deleuze y F. Guattari, Qu’est-ce que la philosophie ?, p. 62.

4 Giorgio Agamben, Signatura rerum, p. 11. Hay que advertir que cada uno de estos paradigmas enlistados por Agamben coincide con aquellos estudiados en los libros de «Homo sacer» publicados hasta 2008 (año de publicación de Signatura rerum). A esta lista pueden añadirse hoy la guerra civil, el juramento, el oficio, la forma-de-vida, la inoperosidad, entre otros.

5 G. Agamben, Il sacramento del linguaggio, p. 93.

6 G. Agamben, Infanzia e storia, p. 48.

7 Cf. G. Agamben, «Heidegger e il nazismo», en La potenza del pensiero, pp. 321-331. Se trata de una conferencia de 1996 a propósito del estudio de Lévinas sobre la «filosofía del hitlerismo» y el riesgo que corre de caer en esta dirección el enraizamiento del pensamiento de Heidegger a una asunción incondicionada de la faktische Leben.

8 G. Agamben, Signatura rerum, p. 111.

9 G. Agamben, L’uso dei corpi, p. 153.

10 Ibid., p. 347.

11 G. Agamben, «Che cos’è un comando?», p. 92.  

12 Furio Jesi, Spartakus, p. 36.

13 Parece que aún no se ha reparado que la crítica de Marx contra Feuerbach y las limitaciones que encuentra en su concepción de la religión como autoenajenación humana (cf. tesis 4-7 sobre Feuerbach) es análoga a la que realizó Nietzsche contra Schopenhauer (cf. La gaya ciencia, § 151): la «esencia humana» tanto para Marx como para Nietzsche es siempre un conjunto de relaciones históricas que sólo un pensamiento abstracto puede aislar de este radical estar en situación. Un «sentimiento religioso» o «del más allá» será siempre para ambos una Erfindung, una invención histórica colectiva.

14 G. Agamben, Signatura rerum, p. 93.

15 G. Agamben, L’uso dei corpi, p. 151.

16 Ibid., p. 152.

17 Michel Foucault, Les mots et les choses, p. 12.

18 Cf. la genealogía de este término, que Foucault tomó probablemente de Hegel e Hyppolite, en G. Agamben, Che cos’è un dispositivo?, pp. 8-12.

19 Cf. G. Agamben, Signatura rerum, p. 16.

20 Reiner Schürmann, «On Constituting Oneself an Anarchistic Subject», p. 296.

21 G. Agamben, L’uso dei corpi, p. 152.

22 M. Foucault, «Nietzsche, la généalogie, l’histoire», pp. 136-137.

23 Se trata de una vieja definición de Agamben: «El término metafísica, indica, en el curso del seminario, la tradición de pensamiento que piensa la autofundación del ser como fundamento negativo». G. Agamben, Il linguaggio e la morte, p. 6.

24 G. Agamben, Che cos’è un dispositivo?, pp. 12-13.

26 Enzo Melandri, La linea e il circolo, p. 798.

27 G. Agamben, op. cit., pp. 21-22.

28 Ibid., p. 21.

29 G. Agamben, «Archeologia di un’archeologia», en E. Melandri, op. cit., p. xv.

30 M. Foucault, Surveiller et punir, p. 206.

31 Agamben señala en este sentido, a propósito de su investigación quizá más incomprendida sobre el paradigma del campo de concentración, que lo que menos le interesa es una «cuestión nominal», sino analizar su estructura más propia: «Los nombres no tienen ninguna importancia: el propio instituto que regulaba los lager nazis era un instituto del estado de excepción que se llamaba Schutzhaft, es decir, “custodia de protección”. Hay que preguntarse más bien si existen “campos” hoy en Europa». G. Agamben, «Nei campi dei senza nome. Non più cittadini, ma solo nuda vita», p. 21.

32 G. Agamben, Signatura rerum, p. 95.

33 Ibid., p. 110.

34 Ibid., p. 33.

35 Walter Benjamin, «Das Passagen-Werk», p. 578. Las implicaciones filológico-filosóficas del término alemán Bild en Benjamin son estudiadas por Agamben en el «Umbral» que cierra su libro Il tempo che resta, poniéndolo en relación con el término griego schema usado por Pablo en i Cor., 7, 31.

37 Ibid., p. 33.

38 Ibid., p. 31.

39 G. Agamben, Il sacramento del linguaggio, p. 16.

40 G. Agamben, Il Regno e la Gloria, p. 128.

41 Ibid., p. 9.

42 G. Agamben, «La peur prépare à tout accepter».

43 G. Agamben, Signatura rerum, p. 33.

44 G. Agamben, Nudità, p. 20.

45 G. Agamben, «Che cosa resta?».

46 G. Agamben, «Europa muss kollabieren».

47 W. Benjamin, op. cit., p. 603.

48 W. Benjamin, «Über den Begriff des Geschichte», p. 693.

49 Idem.

50 G. Agamben, Che cos’è la filosofía?, p. 51.

52 Antoine Meillet, Linguistique historique et linguistique générale, p. 324.

53 Jean-Claude Milner, Introduction à une science du langage, p. 128.

54 G. Agamben, «Filosofia e linguistica. Jean-Claude Milner: “Introduction à une science du langage”», en La potenza del pensiero, p. 64.

55 G. Agamben, La comunità che viene, p. 4.