Número 78

Sobre los límites de la violencia*

Giorgio Agamben

Veinte años después de la publicación del ensayo de Benjamin sobre la crítica de la violencia** y más de sesenta años después de la aparición de las Réflexions sur la violence de Sorel, una reconsideración del problema de los límites y del significado de la violencia no corre ciertamente el riesgo de parecer anticuada. Y ello no tanto porque, con la posibilidad de la destrucción instantánea del género humano, la violencia haya alcanzado una dimensión que ni Benjamin ni Sorel hubieran podido imaginar, de modo que podamos decir que vivimos hoy bajo la amenaza constante de una violencia que ya no es objetivamente a escala humana, sino porque quizá nunca antes se haya planteado en términos tan ambiguos la relación de la violencia con la política. En este estudio, por tanto, desplazaremos el eje de una crítica de la violencia desde la exposición de su relación con el derecho y la justicia (que era la tarea que Benjamin se había impuesto), a la exposición de su relación con la política. Sólo una correcta exposición de su relación con la política puede, de hecho, permitirnos plantear el problema de la violencia en sí y para sí, es decir, el problema del límite (si es que tal límite existe) que separa la violencia de la esfera de la cultura humana entendida en su sentido más amplio. Y sólo en este contexto podremos plantear también el problema de la única violencia que hoy puede ser llevada a escala humana: la violencia revolucionaria.

Exponer la relación entre violencia y política puede parecer, a primera vista, una tarea contradictoria. Según una tradición que se remonta a los orígenes de la historia europea, violencia y política serían, de hecho, mutuamente excluyentes. Los griegos, que inventaron casi todos los conceptos que utilizamos hoy para expresar nuestra experiencia de la política, designaban precisamente con el término polis el modo de vida basado en la palabra y no en la violencia.

Ser político, vivir en la polis, significaba ante todo aceptar el principio de que todo debía decidirse por la palabra y la persuasión, y no por la fuerza y la violencia.1 El atributo esencial de la vida política se expresaba, en consecuencia, en su caracterización como peitharchia, poder de la persuasión; y este poder se tomaba tan en serio que incluso el ciudadano condenado a muerte tenía que ser persuadido para que se suicidara con sus propias manos.

La identificación de la política con el lenguaje y la comprensión de éste como esfera de la no-violencia eran tan totales que todo lo que quedaba fuera de la polis —es decir, tanto las relaciones con los esclavos como las que se mantenían con los bárbaros— eran, para los griegos, aneu logou, lo que claramente no se refería a una privación fisiológica del habla, sino a la exclusión del único modo de vida en el que el lenguaje tenía realmente sentido.

Esta propiedad del lenguaje de excluir de sí mismo toda posibilidad de violencia queda atestiguada, como bien ha señalado Benjamin, por la impunidad de la mentira en todas las legislaciones más antiguas. La caracterización de la vida política como peitharchia se basaba de hecho en una comprensión particular de su relación con la verdad, a saber, la creencia de que la verdad tiene en sí misma el poder de persuadir a la mente humana. Para los griegos, «persuasión» no significaba originalmente una técnica particular (lo que más tarde se convertiría en el arte del sofista), sino un atributo de la verdad. El constante conflicto de la filosofía griega, desde sus inicios, con la esfera política tenía precisamente su razón de ser en la circunstancia, constatada por los filósofos (y, con especial amargura por Platón, que había asistido impotente a la condena a muerte de su maestro Sócrates), de que las verdades políticas habían empezado a perder su poder de persuasión y, en consecuencia, estaban cada vez más expuestas a la amenaza de la violencia; por eso se propusieron encontrar verdades que —al situarse más allá de la esfera político-temporal— estuvieran radicalmente alejadas de toda posibilidad de violencia.

Desde este punto de vista, nuestra experiencia de la política es totalmente distinta de la de los griegos, porque hemos podido observar con nuestros propios ojos que no sólo (como ya habían constatado los filósofos griegos) la verdad no basta por sí misma en política para persuadir frente a la violencia, sino que es posible de hecho una forma de violencia —totalmente desconocida en la Antigüedad— que consiste precisamente en la introducción masiva de la mentira en la esfera política.

Llegados a este punto, la identificación del lenguaje con la esfera de la no-violencia debe sufrir necesariamente alguna restricción. De hecho, podemos decir que el desmantelamiento de este principio es uno de los rasgos que más claramente distingue nuestra experiencia política de la de la Antigüedad, y que la relación diferente que resulta con el lenguaje quita toda fiabilidad a una teoría política que aún quiera basarse en presupuestos griegos.

De hecho, es a la época moderna a la que debemos el desafortunado privilegio de haber transformado la obvia constatación del poder sugestivo de la palabra en el proyecto consciente de introducir la violencia en el propio lenguaje. La manipulación de las conciencias mediante la violencia lingüística organizada se ha convertido en una experiencia tan común que una exposición de las relaciones entre violencia y lenguaje es actualmente parte integrante de una teoría de la violencia.

Por otra parte, esta experiencia no se limita a la esfera de la política en sentido técnico, sino que ha entrado ahora en el patrimonio cotidiano de los divertissements del hombre. En efecto, la explosión de la pornografía a partir de finales del siglo XVIII no es más que el descubrimiento (destinado a abandonar pronto el terreno relativamente inofensivo de la literatura) de que ciertas expresiones lingüísticas en un contexto determinado pueden producir en quien las percibe un efecto que permanece fuera de su voluntad. Este efecto que, actuando sobre el patrimonio instintivo del cuerpo humano, anula la voluntad y opera esa reducción del hombre a la naturaleza que es el procedimiento típico de la violencia, es la excitación erótica. Así, lo que constituye el atractivo de la pornografía es precisamente la aparición de la violencia en el reino mismo de la no-violencia, es decir, en el lenguaje. El más serio y coherente de los teóricos de la pornografía, el marqués de Sade, se había formado así el proyecto consciente (que constituye la contrapartida exacta del proyecto kantiano de una máxima de acción que pudiera elevarse a ley universal) de encontrar una forma de violencia «cuyo efecto perpetuo actúe aun cuando yo ya no actúe, de modo que no hubiera un solo momento de mi vida en que, aun dormido, yo no fuera la causa de algún desorden, y que este desorden pudiera extenderse hasta el punto de llevar a una corrupción general, o a una perturbación tan formal, que aun más allá de mi vida, el efecto se prolongara». La violencia lingüística le ofrecía ese multiplicador universal de la violencia.

Por otra parte, si se examina más de cerca, este carácter de la pornografía también está presente, en cierta medida, en una forma de expresión lingüística que suele situarse en el lugar más alto de la jerarquía de los valores culturales: la expresión poética. No es casualidad que en los mismos años en que Sade formulaba su proyecto de multiplicación universal de la violencia, Hölderlin (que no es más que el primero de una larga serie de poetas que utilizarán imágenes de violencia para describir su experiencia de la poesía) hablara de la violencia de la palabra trágica «que da la muerte, porque el cuerpo del que ella se apodera mata realmente».

El descubrimiento de que, en cierta medida, el uso de la violencia es parte integrante del lenguaje poético puede, además, remontarse a Platón. Es curioso observar que la base de su tan discutido ostracismo de los poetas sólo se comprende en contadas ocasiones, aunque es, en cierto modo, perfectamente explícita. Se basa en la convicción de que la persuasión no puede en ningún caso llegar a ser violenta.  Éste es el presupuesto de la teoría socrática que define la mayéutica (el arte de la partera) como el carácter más auténtico de la relación lingüística libre entre los seres humanos. La mayéutica es incompatible con la violencia, porque la violencia, como irrupción de lo exterior que tiene como efecto inmediato la negación de la libertad de aquel sobre quien se ejerce, no puede en modo alguno sacar a la luz la espontaneidad creadora interior de su víctima, sino sólo su nuda corporeidad. Precisamente porque la poesía promulgaba una forma de persuasión que no dependía de su relación con la verdad, sino de su peculiar eficacia emocional, ligada al ritmo y a la música —y por ello actuaba, en cierto modo, violenta y corporalmente—, Platón se vio obligado a desterrar a los poetas de su ciudad.

Pero lo que realmente abre un abismo entre nuestra experiencia política y la de los griegos es el descubrimiento de que la propia persuasión puede (en determinadas formas y circunstancias, es decir, cuando se libera, gracias a las modernas posibilidades de reproducción del lenguaje escrito y hablado, de la libre relación lingüística entre dos seres humanos) convertirse en violencia. Este descubrimiento es el fundamento de una forma de violencia muy extendida en nuestra sociedad y que, al menos en su estructura actual, es la única que nuestro tiempo puede afirmar legítimamente que ha inventado: la propaganda.

La aparición de la propaganda nos devuelve al problema que es propiamente nuestro objeto, a saber, el de la relación entre violencia y política. A este respecto, podemos observar que en nuestro tiempo se ha difundido una teoría de la violencia que trastoca por completo las ideas tradicionales sobre el tema.

Según esta teoría, la violencia, lejos de ser incompatible (como creía Platón) con el arte de la partera, sería, en palabras de Marx, «la partera de toda sociedad preñada de una nueva». Esta frase de El capital es de especial importancia no sólo porque puede decirse que todas las discusiones modernas sobre la violencia no son más que intentos de exégesis de la misma, sino también porque, si se tiene en cuenta la identificación marxiana de política y sociedad, su interpretación correcta permitirá también comprender cómo entendía Marx la relación entre violencia y política.

El problema no es tan simple como parece porque es evidente que la sentencia de Marx no se refiere a cualquier tipo de violencia. Frente a la violencia que, demoliendo la antigua forma social, realiza una acción mayéutica respecto a la nueva sociedad, está, de hecho, la violencia que conserva el derecho existente y se opone a cualquier cambio. Esto significa que, llegados a este punto, el problema pasa a ser el de identificar una violencia justa, es decir, la violencia que, al tener como objetivo algo radicalmente nuevo, puede aspirar legítimamente a llamarse revolucionaria.

El criterio más común para identificar esta violencia se basa en lo que podría llamarse una especie de darwinismo aplicado a la historia. Según esta teoría (que, aunque suele mistificarse como marxismo ortodoxo, en realidad tiene muy poco que ver con el marxismo y deriva más bien de la concepción sociológica burguesa de la historia desarrollada en la segunda mitad del siglo pasado bajo la influencia del darwinismo), la Historia se configura como un proceso regido por leyes necesarias enteramente análogas a las que rigen el ámbito natural. La identificación marxiana de hombre y naturaleza —que implicaba una transformación radical de ambos conceptos (su Aufhebung, en términos dialécticos)— se entiende aquí burdamente como una reducción de la Historia a la idea de naturaleza imperante en la ciencia decimonónica.2 La conciliación hegeliana de necesidad y libertad, a la que Marx había apuntado constantemente, se convierte así en el presupuesto para el establecimiento del reino mecanicista de la necesidad que no deja lugar en la realidad a la actividad humana libre y consciente.

Dados estos presupuestos, el problema de la identificación de la violencia justa se resuelve pronto: que la violencia sea la partera de la historia significa, según esta teoría, que no tiene otra tarea que la de acelerar y ayudar a la verificación —por otra parte inevitable— de las leyes necesarias de la Historia, y la violencia que responde a este fin se define, por tanto, como justa, mientras que la violencia que se resiste a ella se define como injusta. Para comprender bien la tosquedad de esta interpretación, conviene señalar que, según ella, el papel del revolucionario se convierte en el de un naturalista que, habiendo identificado en la naturaleza qué especie está condenada a sucumbir en la lucha por la vida, se propone precipitar su desaparición con todos los medios a su alcance, con el único fin de acelerar la realización de las leyes de la evolución.

Y éste es, de hecho, el modelo de acción de los movimientos totalitarios que, en nuestro tiempo, han invocado para sí el derecho a utilizar la violencia revolucionaria, así como los procesos involutivos determinados en el seno de los auténticos movimientos revolucionarios: esto es, en definitiva, lo que ocurrió en la Alemania nazi con la deportación de los judíos, y en Rusia, en la época de las grandes purgas de 1935, con la deportación de poblaciones soviéticas enteras, con la única diferencia de que mientras, en el primer caso, Hitler quería «acelerar» la realización de una ley de la naturaleza (la superioridad de la raza aria), en el segundo caso Stalin creía estar «acelerando» la verificación de una ley histórica no menos necesaria.

Aun prescindiendo de sus ruinosas consecuencias sobre la suerte política de nuestro tiempo, el defecto de esta teoría, desde el punto de vista que aquí nos interesa, es que busca el criterio de la violencia fuera de la violencia misma. En otras palabras, se limita a enmarcar la teoría de la violencia dentro de una teoría más amplia de los medios en relación con un fin superior que se erige en único criterio de la justicia de los propios medios. Benjamin observó acertadamente que lo que puede derivarse de un sistema así no es un criterio de la violencia en sí como principio, sino simplemente un criterio para los casos de su aplicación. La teoría que tiende a justificar los medios revolucionarios con la justicia de su fin es tan contradictoria como la teoría legalitaria que tiende a garantizar la justicia de los fines con la legitimidad de los medios represivos.

Del mismo modo que la violencia que reina en la naturaleza sólo puede llamarse justa en relación con el designio cósmico de la providencia divina, también la violencia humana sólo puede ser llamada justa por quienes conciben la historia como si se moviera en un tiempo lineal homogéneo a lo largo de una pista predeterminada (ésta es la visión del progresismo vulgar). Y así como la cultura europea sólo sintió la necesidad de una teodicea, es decir, de una justificación filosófica de Dios, cuando, perdida su fe inmediata en la justicia divina, perdió la capacidad de conciliar la crueldad de la historia con la bondad celestial, así también sólo empezó a sentir la necesidad de una justificación de la violencia cuando perdió la conciencia de su significado original. Pero una teoría de la violencia revolucionaria enmarcada en una teodicea de la historia vacía de todo contenido la palabra revolución, porque el revolucionario se convertiría paradójicamente en ella en una especie de Pangloss convencido de que todo es para bien en el mejor de los mundos posibles.

El problema que nos interesa aquí no es, pues, el de una justificación de la violencia (entendida como medio para un fin justo), sino el de la búsqueda de una violencia que no necesite justificación alguna, en la medida en que tiene en sí misma el criterio de su propio derecho a existir.

Tanto Sorel como, siguiendo sus pasos, Benjamin, sintieron la necesidad, para fundar una teoría de la violencia revolucionaria, de salir del círculo vicioso de medios y fines y buscar una forma de violencia que, por su propia naturaleza, fuera irreductible a cualquier otra. Sorel respondió a esta exigencia distinguiendo entre la fuerza, que tiende a la autoridad y al poder, es decir, a un nuevo Estado, y la violencia proletaria, que busca, por el contrario, la abolición del Estado mismo. Según Sorel, la fuente de cualquier malentendido sobre el tema de la violencia proletaria residía en el hecho de que Marx había descrito con gran detalle los fenómenos de la evolución del orden capitalista, con sus cambios, incluso violentos, pero en cambio había sido muy sobrio con los detalles sobre la organización del proletariado:

La consecuencia de esta insuficiencia de la obra de Marx fue desviar al marxismo de su verdadera naturaleza. Los que se enorgullecían de la ortodoxia marxista no querían añadir nada esencial a lo que su maestro había escrito, y creían que tenían que utilizar lo que habían aprendido de la historia de la burguesía para razonar sobre el proletariado. No sospechaban, por tanto, que hubiera una diferencia que establecer entre la fuerza que marcha hacia la autoridad y busca conseguir una obediencia automática, y la violencia que busca romper esa autoridad. Según ellos, el proletariado debe adquirir la fuerza como la ha adquirido la burguesía, utilizarla como ella la ha utilizado y culminar con un Estado socialista que sustituya al Estado burgués.3

Desarrollando la teoría soreliana de la huelga general proletaria, Benjamin buscó el modelo de la violencia revolucionaria en la distinción entre la violencia mítica, que instaura el derecho y, por tanto, puede llamarse dominante, y la violencia «pura e inmediata», que no quiere instaurar el derecho, ni siquiera en forma de ius condendum, sino derrocarlo junto con la fuerza en la que se apoya, es decir, el Estado, y abrir así una nueva época histórica.

En ambos casos, sin embargo, la exigencia de encontrar una violencia que tuviera en sí misma un principio y un centro propios sólo se cumplió a medias, porque, en última instancia, sigue siendo un criterio teleológico —es decir, el fin al que se dirige— el que decide la cuestión: el derrocamiento del Estado y el comienzo de una nueva época histórica. No obstante, tanto Sorel como Benjamin llegaron hasta el umbral extremo a partir del cual se hace posible una teoría de la violencia revolucionaria. ¿Qué es, en efecto, una violencia que no instaura el derecho? ¿No contradice la esencia misma de la violencia el hecho de que no afirme un poder? ¿Y qué confiere a la violencia revolucionaria la capacidad milagrosa de hacer añicos el continuum de la historia e iniciar así una nueva era? La respuesta a estas preguntas especifica la tarea de una teoría de la violencia revolucionaria.

La idea de una violencia que deliberadamente no pretende afirmar un derecho, sino romper la continuidad del tiempo humano e iniciar así una nueva época, no es tan inconcebible como parece a primera vista, y al menos se conoce un ejemplo de ella, aunque quede fuera de la experiencia de los pueblos llamados civilizados: la violencia sagrada. Casi todos los pueblos primitivos conocen rituales violentos cuya celebración tiene por objeto interrumpir el flujo homogéneo del tiempo profano y, mediante la reactualización del caos primordial, permitir al hombre, una vez más contemporáneo de los dioses, acceder a la dimensión original de la creación. Cada vez que la vida de la comunidad se ve amenazada o que el cosmos le parece vaciado y agotado, el hombre primitivo siente la necesidad de recurrir a esta especie de regeneración del tiempo, sólo después de la cual puede comenzar una nueva época (una nueva revolución del tiempo).

Curiosamente, estos ritos de regeneración del tiempo se encuentran con especial frecuencia entre los llamados pueblos creadores de historia: babilonios, egipcios, hebreos, iranios, romanos, como si estos pueblos, que se habían desprendido de un modo de vida basado en un registro puramente cíclico y biológico del tiempo, sintieran con mayor intensidad la necesidad de regenerarse periódicamente renovando ritualmente el acto de violencia que había dado origen a su historia.

El deseo de reintegrar el tiempo de la creación original en la violencia sagrada no surge, en efecto, en los pueblos donde existe esta violencia, de un rechazo pesimista de la vida y de la realidad. Al contrario, es precisamente y sólo a través de esta súbita irrupción de lo sagrado y de esta interrupción del tiempo profano como el hombre primitivo asume cada vez hasta el extremo (hasta el sacrificio de sí mismo y de su propia sangre) su responsabilidad con respecto al cosmos y recupera así el poder de acceder de nuevo a la creación de una cultura y de un mundo histórico.

Los griegos, que por su concepción de la polis se inclinaban a plantear con especial urgencia el problema de la violencia sagrada, habían expresado todo su inquietante significado en la figura de Dioniso, es decir, de un dios que muere y renace. En la intuición de esta proximidad esencial de vida y muerte, de violencia y generación, y en el descubrimiento de que, al experimentarla, el hombre puede acceder a una nueva generación del tiempo y a un nuevo nacimiento, está el carácter específico de la violencia sagrada. Y, en esta perspectiva, adquiere especial significado que Las bacantes de Eurípides, es decir, una tragedia cuyo tema es precisamente el conflicto entre la violencia sagrada de un dios y la violencia profana de un tirano, se cierre con las palabras que expresan la fe eterna del hombre en la posibilidad de que ocurra algo absolutamente nuevo e inesperado, que dé al tiempo un nuevo comienzo:

A menudo los dioses actúan en contra de nuestras expectativas:
lo que esperábamos no se ha cumplido
y el dios ha encontrado un camino hacia lo inesperado.

Hay una frase de Marx, en La ideología alemana, en la que la capacidad de la revolución para dar un nuevo comienzo a la historia y fundar la sociedad sobre una nueva base, se relaciona explícitamente con el carácter particular de la experiencia en ella de la clase revolucionaria. Marx escribe que «la revolución es necesaria no sólo porque la clase dominante no puede ser derrocada de ninguna otra manera, sino también porque sólo a través de la revolución la clase que la derroca puede lograr liberarse de toda la vieja inmundicia y así llegar a ser capaz de fundar de nuevo la sociedad». En otras palabras, lo que confiere a la clase revolucionaria la capacidad única de abrir una nueva época histórica es el hecho de que, en la negación de la clase dominante, experimenta su propia negación.

Si ahora referimos la violencia al carácter que Marx asigna a la experiencia revolucionaria, podemos decir que hemos encontrado el criterio sobre el que puede fundarse una teoría de la violencia revolucionaria.

No la violencia que no es más que un medio para el fin justo de la negación del sistema existente, sino la violencia que en la negación del otro experimenta su propia autonegación y en la muerte del otro trae a la conciencia su propia muerte, es la violencia revolucionaria. Sólo en la medida en que es portadora de esta conciencia, es decir, en la medida en que frente a la acción violenta sabrá que se trata esencialmente de su propia muerte, la clase revolucionaria no adquiere el derecho, sino que asume el terrible cometido de recurrir a la violencia. Al igual que la violencia sagrada, la violencia revolucionaria es ante todo pasión, en el sentido etimológico de la palabra, autonegación y sacrificio de sí mismo. Desde este punto de vista superior, tanto la violencia represiva, que conserva el derecho, como la violencia del delincuente, que se limita a negarlo, así como cualquier violencia que se agote en la instauración de un nuevo derecho y un nuevo poder, son equivalentes, porque la negación del otro que ejecutan simplemente permanece así y nunca puede convertirse en negación de sí. Toda violencia meramente ejecutiva, sea cual sea el proyecto que se considere el instrumento —como ha intuido la sabiduría popular al marcar con la infamia las figuras del verdugo y del policía—, es esencialmente impura, porque se ve excluida de la única posibilidad que podría haberla redimido, a saber, la de hacer de la negación del otro su propia autonegación.

Sólo la violencia revolucionaria resuelve, por tanto, la contradicción en la que Hegel ya había visto el íntimo desconcierto de la violencia, a saber, el hecho de que «se destruye a sí misma inmediatamente en su concepto, como exteriorización de una voluntad que anula la exteriorización o existencia de una voluntad».4

Este alivio nos proporciona también el único criterio según el cual una violencia puede aspirar legítimamente a llamarse revolucionaria, porque es evidente, si consideramos que la experiencia común que nos ofrece nuestra sociedad es la de una violencia que casi nunca es consciente de su propia contradicción fundamental, que el efecto revolucionario no sigue inmediatamente a todo acto violento dirigido contra la clase dominante como el efecto taumatúrgico a la absorción de la medicina. Sólo quienes, a través de la violencia, han accedido conscientemente a la negación de sí y se han «liberado así de la vieja inmundicia», pueden dar al mundo un nuevo comienzo y, como ha hecho siempre toda revolución, reivindicar una detención mesiánica del tiempo y la apertura no sólo de una nueva cronología (un novus ordo sæclorum), sino de una nueva experiencia del tiempo, una nueva Historia.

El problema de definir la violencia revolucionaria ha resultado ser, pues, el de exponer su relación con la muerte. Esta circunstancia también nos permite precisar en qué sentido es posible concebir la relación entre violencia revolucionaria y cultura.

Toda cultura, de hecho, está dirigida a superar la muerte. Se puede decir que todo lo que los hombres han pensado, conocido, escrito o formado como cultura, ha sido formado, escrito, conocido o pensado con el fin de reconciliarse con la muerte. Éste es también el fundamento de la oposición que el hombre ha visto siempre entre violencia y lenguaje: porque el lenguaje es por excelencia la potencia humana vuelta contra la muerte y el único terreno en el que le es posible al hombre reconciliarse con ella. A la pregunta extrema, que suena a «¿por qué hay algo en vez de nada?», la cultura responde reconduciendo la atención al misterio, que Benjamin definió en su día como «algo cuya envoltura es esencial», y así acaba llevándonos a una región en la que «nada» y «algo», «vida» y «muerte», «generación» y «negación» revelan su mutua pertenencia y se acercan así al límite de las posibilidades del lenguaje. Habiéndonos conducido al umbral de lo que no puede seguir conociéndose en el lenguaje, la cultura agota su función. En su tarea de reconciliar al hombre con la muerte, no puede avanzar más sin negarse a sí misma.

Sólo la violencia revolucionaria puede atravesar este umbral. Es el punto en el que el hombre experimenta de la manera más deslumbrante la unidad indisoluble de la vida y la muerte, de la generación y la negación. Que esta realización sólo puede tener lugar en una esfera que —para estar más allá del lenguaje— perturba y expropia radicalmente al ser humano (porque la violencia, como autonegación, no pertenece ni al agente ni a la víctima, sino que es esencialmente —como habían intuido los griegos, que le habían dado forma en la figura de un dios loco— embriaguez y expropiación de sí mismo), que el ser vivo no puede reconocer su proximidad esencial a la muerte sin negarse al mismo tiempo a sí mismo, es el sello puesto en custodia del misterio más profundo y sagrado de la existencia del hombre entre sus semejantes.

En la medida en que es esta experiencia de su propia negación, la violencia revolucionaria es de hecho lo arrheton por excelencia, lo indecible que rebasa eternamente las posibilidades del lenguaje y elude toda justificación. Pero precisamente en la medida en que, en la violencia revolucionaria, va más allá del lenguaje y se niega así a sí mismo como ser dotado de palabra, el hombre puede acceder a la esfera originaria en la que se rompe el conocimiento del misterio que ha encontrado forma en la cultura y se hace posible un nuevo comienzo para su acción y su palabra. Si al comienzo de la historia de la salud y de la reconciliación con la muerte siempre estará escrito: «en el principio era el verbo», al comienzo de cada nueva historia temporal siempre se leerá: «en el principio era la violencia».

Éste es el límite y, al mismo tiempo, la verdad irreprimible de la violencia revolucionaria. En la medida en que atraviesa el umbral de la cultura y se mantiene, en su gesto, en una zona inaccesible al lenguaje, se hunde, por así decirlo, en lo Absoluto, y justifica que Hegel pueda expresar el carácter más profundo de la verdad en la violenta imagen de «un delirio báquico en el que no hay miembro que no esté embriagado».

Traducción del italiano:
Alan Cruz

 

© Giorgio Agamben, «Sui limiti della violenza», en Nuovi argomenti, núm. 17, enero-marzo de 1970, pp. 154-174.

 

Bibliografía

Hannah Arendt, The Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1958.

Georges Sorel, Réflexions sur la violence, París, Marcel Rivière, 1908.

Notas

* En una entrevista publicada el 10 de noviembre de 1985 en el periódico Reporter, Giorgio Agamben relató que la génesis de su texto, publicado en la revista Nuovi argomenti en enero-marzo de 1970, se sitúa en un periodo de descontento hacia el movimiento de 1968. Expresó en sus propias palabras: «En aquellos años leía a Hannah Arendt, a quien mis amigos de la izquierda consideraban una autora reaccionaria, de la que no se podía hablar en absoluto… Un ensayo mío sobre los límites de la violencia, que ajustaba cuentas con el pensamiento de Arendt, fue rechazado por una revista del movimiento y tuvo que salir en una revista literaria». Cabe destacar que el 21 de febrero de 1970, Agamben envió por correo una carta junto con este ensayo —que, según la versión conservada por Arendt, se titulaba «Per una teoria della violenza rivoluzionaria» («Para una teoría de la violencia revolucionara»)— a la dirección de Arendt. La dedicatoria señala «que no habría podido escribir [este ensayo] sin la guía de [sus] libros». El 27 de febrero de 1970, Arendt respondió que «tardar[á] bastante en leerlo porque [su] italiano no es sólo pésimo, sino casi inexistente». Sin embargo, en la edición alemana de su libro Sobre la violencia (Macht und Gewalt, 1970), Arendt menciona el ensayo de Agamben en una nota al pie de página. [N. del T.].

** El ensayo de Walter Benjamin, «Zur Kritik der Gewalt» («Para una crítica de la violencia»), fue originalmente publicado en la revista Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik en agosto de 1921. Cuando Agamben menciona «veinte años», en 1970, posiblemente se esté refiriendo a la edición incluida en el primer volumen de los dos libros recopilatorios de Schriften, editados en 1955 por Theodor W. y Gretel Adorno en la editorial alemana Suhrkamp. [N. del T.].

1 Véase la exposición que Hannah Arendt realiza sobre esta concepción griega de la política en el primer capítulo de The Human Condition.

2 Es bien sabido que la ciencia contemporánea ha abandonado esta idea y ya no conoce leyes de la naturaleza basadas en un modelo mecanicista del mundo.

3 Georges Sorel, Réflexions sur la violence, p. 156.

4 G. W. F. Hegel, Principios de la filosofía del derecho, I, III, 92.

Sobre el autor
Giorgio Agamben es un filósofo italiano nacido en 1942. Además de ser reconocido por su proyecto de arqueología de la política Homo sacer, Agamben es conocido por sus estudios de mesianismo y biopolítica. Entre sus obras más leídas se encuentran La comunidad que viene (1990), El tiempo que resta (2000), Estado de excepción (2003) y El Reino y la Gloria (2010).