Número 77

El infinito entre la isla y la península

Mamadou Diallo

Es el día de la fiesta de Independencia.

7 de la mañana, en el puente de la demostración

Irrumpen varios motociclistas con cascos y los coches carísimos que conforman la caravana del Presidente: mi car rapide1 queda inmovilizado. El Presidente y su comitiva, a toda velocidad, avanzan sobre el puente. Velocidad y sedanes alemanes con cariz austero, la cosa promete seriedad y determinación.

Dentro de una gran túnica azul, un hombre cuyos rasgos faciales indican que fue joven en los días posteriores a la independencia se pone a refunfuñar, primero murmullando para sí mismo y después más alto: «¡Qué desastre! ¡No sirven para nada! ¡Pero se dan el lujo de retrasarnos!». Otro, que podría ser su hijo, un estudiante que juntó inevitablemente algunos conocimientos básicos de radicalismo en la universidad, le sigue el paso y pronuncia: «Exacto, padre mío, ¡es cierto! ¡Son una banda de inútiles! Sólo son buenos para alardear ¡mientras quienes realmente hacen este país, los trabajadores, los agricultores, los jóvenes que recorren las avenidas bajo el sol ardiente para vender todo tipo de chucherías son abandonados a su horrenda suerte!». En el car rapide se hace escuchar una aprobación entusiasta y unánime. Un presidente sirve al menos de chivo expiatorio.

9 de la noche, en la vdn2

El taxi que me lleva en esta noche dakaroise3 es conducido por un hombre de mi edad. Se comunica por teléfono con un amigo y habla fuerte. ¿De qué hablan? Lo ignoro, pero termino por concluirlo gracias al interlocutor: «Muchacho, un hombre, quiero decir, un verdadero colega, tiene el deber de ser intrépido, sin miedo. De otro modo a eso no se le llama hombre, sino gallina». Gira la cabeza hacia su pasajero. Hablamos de la ciudad. En esta noche de celebración de la Independencia flota una especie de vibración, una excitación. Más aún que la Independencia —que no ocurrió verdaderamente, y que probablemente no tiene mucho sentido en cuanto concepto—, me parece que lo que se celebra es un «nosotros». Lo que hay de práctico en la simple celebración del «nosotros», lo mismo que la simple celebración de un «yo», es que es realmente democrática: todos los hombres de la tierra, todos los pueblos de la tierra, sin importar la envergadura y la calidad de sus obras en esta tierra, pueden arrojarse a ella. Me parece que, una vez al año, esto resulta razonable. El taxista, treintañero como máximo, evoca aquello que más ha afectado a su imaginación a lo largo de su jornada de trabajo: el espectáculo de los gendarmes sobre sus majestuosas monturas. «¿Has visto a esos titanes de caballos, muchacho?», me dice pateando en el asiento agarrando al mismo tiempo su volante. «¡Deben estar realmente bien alimentados!». Es cierto que el aspecto que tienen los caballos que habitualmente ve uno en las calles de Dakar es menos atractivo; aquellos caballos raquíticos que tiran de las carretas, cayéndoseles la baba y dejando, a lo largo del camino, estiércol como Hansel guijarros en el bosque.

En la radio, dos políticos y un periodista sostienen un debate. Uno de ellos es representante del gobierno, retórico bastante hábil que esta noche enfrenta problemas para convencer. Las palabras de las que hace uso —«plan», «emergencia», «asociados para el desarrollo»— están lamentablemente trilladas, gastadas. Persiste, las martilla con su preciosa dicción, pero en cada ocasión le hacen saber que es sólo viento, bien acomodado en un artilugio, a la altura de Masekela,4 pero viento después de todo.

Conducimos hasta la meseta, a lo largo de la avenida Ponty que es recorrida por noctámbulos y maratonistas, para luego tomar la calle que lleva al Instituto Francés.

Aquí me encuentro, sentado en el bar de un establecimiento hotelero, con mi amigo Maisonneuve, fotógrafo y francés, seductor y viajero. Pienso, con una pequeña sonrisa y mucha indulgencia, en las siguientes palabras de Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba: «En la naturaleza del francés, hay algo superior y delicado que los demás pueblos reconocen». Maisonneuve discute con un señor que tiene toda la apariencia de un banquero. Me acerco a ellos, hablan de cine, y después del financiamiento de la cultura; por último el tema es Guinea, de donde es originario el joven banquero. Como en la mayoría de las conversaciones, no se dice nada demasiado nuevo ni original; uno aprende principalmente sobre quienes disertan. Mientras nos despedimos de este lugar, un fabuloso aire a salsa queda detrás.

10 de la noche, Plaza Valdiodio N’diaye donde De Gaulle fue vituperado

Por la tarde me había llegado el rumor de una gran comida. Se suponía que iba a ocurrir en una casa de la meseta. Con paso decidido, nos dirigimos hacia allí. En la plaza Valdiodio N’diaye, una muchedumbre juvenil se ha reunido y aglutinado frente a la entrada de un ministerio. Frente a la fachada blanca, ligeramente roja y completamente colonial, hay gendarmes montados a caballos que no dejan de moverse, haciendo ruido con el choque de sus pezuñas y el asfalto. Hay mujeres soldado, uniformadas y con casco, con antorchas ardientes en sus manos derechas que mecen en función del viento. Me atrevo a decirle a una de ellas, que no está armada, que el uniforme le sienta bien. Con soberbia, me ignora: el uniforme le sienta todavía mejor.

Más abajo, en la calzada Delmas, unos soldados cantan y ejecutan al mismo tiempo un movimiento de conjunto. Del hotel de Ville se elevan decenas de voces entrelazadas para formar un himno a Senegal. Me doy cuenta de que en la esquina de enfrente brilla un nuevo cartel que dice Koba Club. Es aquí en donde nos encuentra, para conducirnos a la comida, una joven vestida con un suéter de abuela y unos lentes enormes. Tiene la apariencia elegante de una libélula sexagenaria. Esta simpática libélula, cuyos ojos saltones nos tranquilizan, nos da un abrazo y nos invita a seguirla.

Algunos pasos más lejos, llegamos a las festividades. En el patiecito de una vieja casa que está rodeada por altos inmuebles, queda asignado un cocinero detrás de su parrilla. Por otra parte, flotan algunos rostros familiares que arrojan sonrisas amables rodeadas por profusas barbas morenas.

1 de la madrugada, Just 4 U

Llego puntual al concierto al que me invitaron. Es una mala costumbre, adquirida de forma inconveniente en el extranjero y que realmente me cuesta mucho abandonar. Sólo hay una hora, y es la misma para todos. Como concepto es totalitario. Me parece que hay que ser europeo, descendiente de una estirpe que durante siglos se ha hecho administrar por la administración, o bien bounty,5 y en el mayor nivel, para someterse completamente a él. Desarraigado, demasiado abierto a las ideas de otros en el Mediterráneo, llego siempre a la hora en un país en donde eso no existe, la hora.

Para asistir al espectáculo, debo entonces tener paciencia. De pie, contra el mostrador, leo en mi smartphone algunas obscenidades, a mi favor, escritas por Baudelaire.

Esta noche, el rapero Moulaye presenta su mixtape, poéticamente titulado Les racines ont des ailes.6 Antes de él pasan el grupo Skillaz, el MC Ophis y el DJ Kya La Roja, individuo que, aunque mujer y aunque blanca, se hace oír con «transmite el sonido my nigga DJ».

Primero estoy desorientado. Después, pienso: las voces del hip-hop no siempre son penetrables. Me voy acostumbrado.

Continúo esperando y leo. Un joven se aproxima a mí. Elevo la mirada. En su atuendo lleva las marcas de pertenencia a la generación Lil Wayne: gorra con visera 59 Fifty, camiseta adornada de leopardo y pantalón ajustado clavado en sus tenis enormes. De su cara y de su andar, se desprende una apariencia horrible: tiene la apariencia de un miserable directamente salido de un subterráneo de trabajos forzados en Dakar. De lejos ya había entendido que iba a solicitarme un favor. Saludos cordiales y corteses, en un primer momento, y después, como presentido, un relato de sus tormentos. Escucho.

Me explica que es estudiante en la Facultad de Derecho de la Universidad Cheikh-Anta-Diop. Originario de Casamanza, de Sédhiou más precisamente, acaba de aprobar en extraordinario una materia cuyo nombre me menciona, pero que inmediatamente olvido. Becario, por lo que me dice aún no ha tocado nada de aquello que supuestamente lo hace vivir. Tampoco tiene residencia en la ciudad universitaria y comparte, alejado de sus camaradas de la misma región, una recámara que supongo de un tamaño ínfimo, en alguna parte de una calle de la Medina. Me dice que no ha comido en todo el día.
Le presto un oído benevolente y tomo el partido de creerle bajo palabra. Le comparto un poco de efectivo y le pregunto: «Dime, un estudiante como tú, ¿no tiene otro recurso que pedir caridad?». Estoy lejos de darle clases de moral —odio a los moralistas; me reiría si los colgaran a todos, sólo pensar en eso me llena de regocijo—, simplemente me interrogo sobre la condición de los estudiantes.

Me cuenta que, al comienzo, cuando acababa de dejar a su familia para conquistar Dakar, el alcalde Abdoulaye Baldé, entonces ministro y cercano colaborador de Karim Wade, hijo único y derrochador de su papá presidente, cubría las necesidades de algunos estudiantes de Casamanza con sede en Dakar. Él fue uno de ellos. Desde entonces, hubo alternancias. Wade fue metido al calabozo y, para los miembros de su partido, se cerró el grifo del tesoro público. Tras los tiempos de bonanza sobrevino la sed profunda.

No comprendo muy bien a todos aquellos jóvenes de mi generación que se han desilusionado de la política. A pesar de todo, resulta completamente evidente que la política cambia la vida concreta de la gente, en primer lugar de aquellos que la transforman en su oficio y, después, de aquellos que quieren lamer las botas de éstos.

Después de haberme quitado algunas centenas de francos CFA, el estudiante, muy cordialmente, me dice adiós, sale del Just 4 U y regresa a la avenida Cheikh Anta Diop.

Llegó entonces la organizadora, grande y elegante. Con ella llegaron también los artistas, de los cuales aquel al que llaman Presidente atraviesa el pasillo que conduce a mi barra. Presidente Se sienta en el asiento de al lado. Tenemos asuntos que tratar y discutimos. No conozco a nadie más amable y con una conversación más agradable que la de Presidente.

Una semana atrás, 2 de la tarde, la isla de Ngor

Con Presidente y varios otros amigos y amigas, estamos sentados en una playa minúscula de la isla. Vemos a Dakar de frente, con el panorama dominado por un cubo que fue dejado ahí por un tipo, Le Corbusier, que me aseguran que fue genial. En esta playa sólo existe un paseo de arena. Está rodeada por grandes rocas negras y esféricas sobre las cuales vienen y encallan las olas, dispersándose en partículas líquidas y espumosas. Con Presidente y los demás hacemos que se escuchen varias risas locas. Primero, hacemos bromas de mal gusto. Presidente es un geek; tanto él como yo, aunque estamos cerca de los treinta años, hemos conservado algunos rasgos de nuestros espíritus de adolescentes. Así pues, nos divierten enormemente las alusiones que hacemos sobre el big data y el data mining, por el hecho de que data, en wólof,7 designa las partes íntimas de la mujer. Entablamos después una conversación más seria, dirigimos graves y solemnes la atención a la Historia con una titánica H y, con la inteligencia colectiva que formamos ahí, en shorts y bikinis, en la playa, tratamos de dar la última palabra a la cuestión de las independencias africanas: por qué han cambiado de rumbo tan equivocadamente, por qué nuestra historia dio a luz, para ponerlos a la cabeza de nuestros Estados, a tantos sátrapas, mediocres en todo, salvo en ser camaleones y megalómanos. La conversación comenzó con una evocación de esa moneda colonial que es «la nuestra». Trazamos algunas teorías cuyos factores explicativos incluyen entre otras cosas a la DGSE8 y el amor por la distinción de los suyos. Regresamos después —culpa mía— al registro de las tonterías. Ya que me gusta bastante Gainsbourg, que es un modelo de artista, pero también del dejarse llevar: hacia la verdad, hacia el tabaquismo, hacia la embriaguez y también hacia las tonterías de las que él decía, con razón, que son la relajación de la inteligencia. Tratamos, así pues, de entender las razones de la traición, por ejemplo aquella espectacularmente ruin de un Thomas Sankara a cargo de Blaise Compaoré, su compañero y su hermano. Evoqué entonces, como posible explicación, la posesión, por las potencias imperialistas, de videos comprometedores del traidor, capturadas en chatroulette.com, y que fueron empleadas para extorsionarlo. Por fortuna para la decencia, la marea sube de pronto, y la noche se abate bruscamente sobre el conciliábulo y clausura la conversación que, por mi culpa, terminó tomando un giro francamente indecente. Nos dirigimos a Dakar, de lleno en el casco de una ágil canoa que salta sobre un mar con color de tinta y que está sembrado de reflejos astrales. Me pongo a pensar que entre la isla de Ngor y la península de Dakar hay apenas menos de cuatrocientos metros, pero de noche, yendo de uno a otro punto, es posible ver el infinito en el cielo y su reflejo en el agua.

Traducción del francés:
Alan Cruz


1 Vehículos de transporte colectivo usuales en Dakar, Senegal. Usualmente pintados llamativamente de color azul, amarillo y blanco. [N. del T.].

2 Voie de dégagement nord, autopista en dirección norte de Dakar. [N. del T.].

3 Relativo a la ciudad de Dakar. [N. del T.].

4 Hugh Masekela, trompetista y cantante sudafricano de jazz. [N. del T.].

5 En francés, designa un estereotipo de negros que se comportan como blancos. Proviene del nombre de una marca de dulces de coco cubierto de chocolate. «Oreo» es otro término equivalente. [N. del T.].

6 «Las raíces tienen alas». [N. del T.].

7 Lengua del pueblo wólof, que habita en Senegal, Gambia y Mauritania. [N. del T.].

8 Dirección General de los Senegaleses del Exterior, por sus siglas en francés. [N. del T.].