Número 77

Lagos
Anotaciones de un peregrinaje

Chris Albani

Comienza así.
En Londres, dentro de un restaurante turco, mirando el fango espeso en el fondo de mi taza de café, nueve años desde que estuve en casa por última vez, me digo: extraño Lagos. Al día siguiente, mi amiga Safak Pavey me envía un poema que tradujo del poeta Orhan Veli Kanik. Se titula «Escucho a Estambul». Aquí está la primera estrofa:

Escucho a Estambul con los ojos cerrados
primero una brisa sopla
y las hojas se mecen
lentamente en los árboles;
lejos, muy lejos, las campanas de
los cargadores de agua repican,
escucho a Estambul con los ojos cerrados.

Años después, en otro restaurante en el centro de Los Ángeles, cenando en Little Tokyo, Gaby Jauregui me comenta cuánto de lo que escribo sobre Lagos en mi novela GraceLand la hace añorar su Ciudad de México. En ese momento caigo en la cuenta de qué tanto las ciudades no son solamente locaciones geográficas, sino espacios psíquicos de melancolía y deseo existencial. Que siempre estamos escuchando a la ciudad en nuestro interior: Lagos — Londres — Estambul — Los Ángeles — Ciudad de México. Sólo hay una ciudad en el mundo y supongo que Italo Calvino está en lo correcto: es una ciudad invisible.
Y, sin embargo, estas ciudades invisibles del alma melancólica son lugares geográficos de gozo real, de angustia concreta y de inventiva que la gente que vive lejos de lo urbano jamás entenderá por completo. Esto es Lagos.

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Mi primer recuerdo de Lagos es uno en el que no puedo confiar. Tenía cuatro, quizá cinco años de edad, y mi familia, mi madre y mis cuatro hermanos, recién habían regresado de Londres, a donde habíamos huido en 1968, mientras la guerra en Nigeria rugía por su segundo año.

El aeropuerto de Ikeja en 1970 tenía pocas comodidades que ofrecernos, debido particularmente a que mi madre había sido una activista vocal pro-Biafra en Inglaterra, una de las muchas esposas de la guerra que levantó la voz contra el apoyo del gobierno británico al lado nigeriano. Fuimos retenidos para ser interrogados en un caluroso hangar con techo de zinc durante horas. Esto es solamente lo que recuerdo.

Un guiso de okra y aceite de palma que casi me calcinó los labios es mi segundo recuerdo de Lagos. Era 1980 y mi madre, mi hermana y yo íbamos de camino a Londres. Mi primera vez desde que habíamos partido tras la guerra de Biafra en 1970. Diez años. Íbamos rumbo a Lagos en carro porque el vuelo que supuestamente tomaríamos de Enugu a Lagos había sido cancelado; y luego había sido vendido al doble del precio a otros pasajeros. Así que mi hermano nos había acompañado por tierra y después de un viaje de ocho horas en un taxi asquerosamente caluroso, nos detuvimos en Shagamu, cincuenta millas fuera de Lagos, para almorzar en un café de carretera. Ya para entonces Lagos se había desparramado hasta Shagamu.

Mi tercer recuerdo de Lagos es sobre mi tío William. No sabía que tenía un tío William hasta que murió cuando yo tenía quince. Dos hombres aparecieron en nuestra puerta asegurando que venían de la congregación de mi tío William. Resultó que al haber fracasado y abandonado la escuela en Alemania y no haber regresado al pueblo para el funeral de mi abuela, William no sólo fue exiliado de la familia, sino también de la memoria de la familia. Y sin embargo aún la acosaba desde su pequeña iglesia de santería en el peor gueto de la ciudad, Maroko.
Fue en busca de este tío, este recuerdo, esta pérdida que ni siquiera podía pronunciar, que volví a Lagos por primera vez como adulto: haciendo autoestop en tren y camión alternadamente; un viaje estúpido pero estimulante. Fue en Maroko donde encontré a Lagos dentro de mí.

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Cuando llegamos a Lagos, por la caseta de peaje cerca de la milla 12, la señal al lado del camino decía simplemente: «esto es Lagos».
Ningún «bienvenidos a» o «disfruten su estancia». Recuerdo haber pensado en ese momento que incluso sonaba como una advertencia. Podrían estar mintiendo, por supuesto.

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En algún lado de otro arrabal en Lagos, un niño mira por una fisura en la pared de una choza construida sobre pilotes en un pantano. A la distancia, una hilera de rascacielos se alza como el corazón inconsistente de una plegaria.

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Hay más canales en esta ciudad que en Venecia. Sólo que aquí frecuentemente no son intencionales. Desagües que se han convertido en canales y lagunas cercados por casas en pilotes o llenas de troncos para una industria maderera que la mayoría de nosotros ignora que existe. Todo eso surcado por canoas tan resbaladizas como libélulas.

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Los dos niños de la calle que mendigan en la autopista toman un descanso. Sentados en el meridiano medio, lucen como una vieja pareja arreglándoselas con un almuerzo escaso mientras se desgastan hasta la muerte.

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La catedral de la iglesia de Cristo se eleva de la depresión de tierra entre la autopista y el mar y el mercado de Balogun, como el estudio de Monet sobre la catedral de Ruan. En la sombra, en la parada de bus que abraza su fachada, se encuentra la mejor comida mama-put en Lagos. Su leyenda recorre todo el país. Los experimentados gastrónomos lagosenses pueden ser escuchados canturreando sus órdenes, discutiendo con la señora —«asegúrese de poner mucho kpomo», o «no olvide eze shaki». No, no, no. Eze otro. No puede haber música más dulce, ni mejor coro. A la distancia, los conductores de bus llaman como vikingos desde las proas de sus naves, poniendo a prueba la niebla de los vapores de los tubos de escape: «¡Obalande directo! ¡No entra a Yaba!».

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A la sombra de los edificios, detrás del dinero internacional de la calle Broad, la Lagos real se extiende como una alfombra de azoteas oxidándose.

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En la bahía de Ikoyi, los botes salpican el mar, como gaviotas perezosas atrapando la brisa. Al otro lado de la bahía, la aldea de millonarios que Maroko alguna vez fue yace en medio de una escasa niebla. Creo que es el fantasma de aquel lugar perdido persiguiendo a los ricos de modo que ni sus muros de cuatro metros de altura, ni el alambre de púas o el vidrio roto que las corona, ni los reflectores, o los guardias armados, puedan darles paz ante los gemidos de la mujer llorando por un niño aplastado por las ruedas de los bulldozers. O tal vez sólo es el viento que sopla a través de las hojas de las palmeras.

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Como en cualquier ciudad mundial, hay tan pocos habitantes originales que éstos llevan sus insignias Eko como un honor.

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Si Lagos es un cuerpo, y los oleoductos son sus venas, entonces sus habitantes son vampiros. Este vampirismo es algo nuevo. Comenzó lentamente. Alguien en algún lugar hizo un agujero en los oleoductos para robar un poco de petróleo: un barril aquí y allá. Luego empezó a crecer y la gente, como mosquitos hambrientos, comenzó a hacer más y más agujeros, tomando riesgos más y más grandes.

La ciudad sangró crudo espeso y puro en contenedores que fueron vendidos y revendidos, y entonces la ciudad se rebeló y las venas, pinchadas de más, demasiado rápido, y con peligros excesivos, comenzó a explotar. Como una víctima reclamándole su cuerpo a un virus mortal, la ciudad comenzó a matar a sus parásitos, sus súcubos.

Éste no es un cuento de hadas. Miles de lagosenses mueren anualmente.
La ciudad debe seguir adelante.

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Badagry se extiende indolente en el mar, un estrecho de tierra tan bello que cuando el rey local lo intercambió en un mal trato con los ingleses, su arrepentimiento la nombró: bad agree.1 Esto es cierto. Lagos es una tierra de mito. Nunca existió antes de que le pusieran nombre.

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No hay nada como la playa Bar en una tarde de domingo. La arena es blanca, el edificio de vidrio del Banco con forma de diamante al otro lado de la calle refleja el agua y te hace pensar que es una ola congelada en el tiempo. Los niños montan caballos infestados de pulgas, chillando con esa satisfacción infantil que es una mezcla de miedo y asombro. El suya de cordero2 asándose lentamente envuelve todo con deseo. Una vieja Coca-Cola aquí sabe como todo lo que los anuncios de televisión prometen; no les miento.
En una esquina, como si hubieran salido de una obra de Soyinka,3 una bandada de miembros de la Iglesia Cristiana de los Querubines y Serafines se sumergen en el agua, invocando a la virgen María y Yemayá en un suspiro.

Autos resplandecientes —BMW, Lexus— rodean la ribera, desparramando a gente joven deleitada de dinero y poder, privilegio y sol.

Todo esto no deja ver las ejecuciones que solían ocurrir aquí en la década de 1970. Las familias se reunían para aclamar los disparos de los pelotones de fusilamiento deshaciéndose de los ladrones convictos.

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La compleja red de puentes que conforman las autopistas construidas por Berger ilustra Lagos como la puta cosmopolita que es. Conduciendo en la noche por ellas, uno termina en el puente Third Mainland y el brillo de las luces en el agua es más sobrecogedor que cualquier cosa que puedan imaginar.

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Lagos nunca duerme. Jamás. Permanece despierta mucho después de que Nueva York se haya desvanecido en un bostezo dilatado, seguida de cerca tan sólo por la vigilia de El Cairo. Con una población de más de 15 000 000 de personas, es una de las ciudades más grandes en el mundo. En Internet, la oficina de turismo promete:

Hay algo para todos en Lagos. Si su interés es el deporte, lo tenemos. Futbol, tenis, natación, golf, navegación: todo al alcance de su mano. Si disfruta el trabajo voluntario, aquí lo encontrará: el Grupo de Alfabetismo Internacional, la Casa de Bebés sin Madre, la Escuela Pacelli para Ciegos. Sólo por nombrar algunas oportunidades. Quizá es un coleccionista. Tendrá muchas ocasiones de explorar artefactos de África del Oeste. Máscaras, cuentas de intercambio, artesanías, madera tallada, tambores, telas, bastones. Puede encontrarlo todo en Lagos. Sea dueño de su propia cabaña costera en una de las playas locales. Tenemos varios clubes. Tanto sociales como de negocios. Con representación de diversas nacionalidades. ¿Alguna vez quiso ir a un safari? Lagos es la puerta de entrada a África del Este. Ofrecemos cultura en el centro muson (Sociedad Musical de Nigeria), el Instituto Goethe y muchos otros lugares.

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Por la manera en que un hombre se sienta a fumar sobre el capote de su Mercedes-Benz abrasado por el calor es claro que quiere que sepan que todo esto es temporal. Será rico nuevamente. A sus pies, una rata husmea en busca de refugio. En la calle frente a él, las ratas muertas arrojadas de las casas contaminan la calle como sarpullido fresco de hojas secas del otoño.

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Enfrente del Teatro Nacional, formado como una vieja corona yoruba, la estatua de la Reina Amina de Zaria, a caballo, la espada desenvainada, el rostro retraído en una mueca, recuerda que aquí las mujeres no se inclinan ante los hombres, no me importa lo que la propaganda diga.

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En la Isla Victoria, hay casas que ni siquiera la gente más rica de los Estados Unidos puede imaginar. En Ikoyi, el dinero es más discreto: la cuestión aquí no es la casa, sino la tierra y los céspedes de festuca, los árboles y el suave rumor del agua contra un bote amarrado al final del jardín.

Los pobres se desvían de su camino para pasar por ellos. Todos pueden soñar.

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Por debajo de la publicidad patrocinada por el gobierno que dice «Mantenga Lagos limpia», una ciudad de basura, como la obra de un artista loco, crece exponencialmente.

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Incluso cuando bajo el gobierno de Abacha no había estampillas en la oficina postal y casi ningún teléfono fijo, los teléfonos móviles y los BlackBerry nunca pararon de funcionar, y la banca por Internet nunca estuvo a más de un clic de distancia. Ésta es la cuestión aquí. Con o sin gobierno, la vida continúa y continúa bien. Tal vez a pesar del gobierno.

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Lagos no es lugar para ser pobre, mi hermano.

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Aunque los ricos no lo saben, o no lo ven desde sus helicópteros y sus autos conducidos por chofer, para la mayoría de los pobres, las canoas y los canales son quizá el medio más popular para viajar. Eso y los buses molue4 desvencijados.

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El anuncio sobre la entrada del mercado al aire libre reza: «Mega Ciudad de las Computadoras». No es broma. Aquí se encuentra todo desde una impresora de matriz de punto y los descomunales procesadores de palabras de la década de 1980 hasta la Sony Vaio más pequeña y novedosa. En Lagos no se trata de lo que está disponible, sólo de lo que puedes comprar.

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El Hotel Intercontinental luce como algo salido de los Supersónicos. Sería más adecuado en Las Vegas. Aquí dentro, podrías estar en cualquier ciudad del mundo.

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En Idumota, el almuecín en la Mezquita Central tiene que competir con los incesantes bocinazos de los carros y los buses, el reclamo de la gente regateando, el estruendo del metal contra el metal y el zumbido de millones de personas intentando salir adelante en una ciudad demasiado pequeña para ellas.

Y, sin embargo, flotando tremendamente en el calor, allí está, ese llamado a la oración. Y por todos lados, en el corazón de la turba, como si francotiradores invisibles estuvieran derribándolos, los creyentes caen al suelo y comienzan a rezar. Como si fuera la cosa más normal en el mundo, la gente, los buses y los autos se hilan a su alrededor.

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¿En serio? ¿Hay una gran fuente en la Plaza Tinubu?

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Lagos Marina se parece al perfil de los rascacielos de Nueva York. No crean en mis palabras. Revisen imágenes de Google.

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Muy lejos del lugar en el que el corazón de la ciudad está ahora, aún pueden encontrar el embarcadero y el mercado de esclavos. No se engañen. Muchos lagosenses se volvieron ricos vendiendo esclavos. Era un comercio legal, ¿recuerdan?

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Hoy, en Los Ángeles, en la Radio Pública Nacional, escuché un programa que hablaba a fondo sobre los restaurantes gourmet de clase internacional de Lagos.

Más tarde, mientras el crepúsculo cae sobre la ciudad, oyendo a Fela Kuti en mi iPod y bebiendo un latte relajante, escucho a Lagos con los ojos cerrados.

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Escucho a Lagos con los ojos cerrados.

Traducción del inglés:
Max Manzano

 

© Chris Abani, «Lagos: A Pilgrimage in Notations», en African Cities Reader: Pan-African Practices, Ntone Edjabe y Edgar Pieterse (eds.), publicado por Chimurenga and African Centre for Cities, 2010.


1 «Mal acuerdo», o literalmente, «mal acordar», en inglés. [N. del T.].

2 El suya es una comida tradicional de África Occidental, es una especie de brocheta de carne condimentada con cacahuate molido y otras especias. [N. del T.].

3 Wole Soyinka, dramaturgo y poeta nigeriano. Premiado en 1986 con el premio Nobel de literatura. Fue el primer escritor africano en obtener este galardón. [N. del T.].

4 Un «molue» es un autobús grande con capacidad de hasta ochenta pasajeros sentados y de pie. Son el medio de transporte terrestre más barato y popular en Lagos. [N. del T.].

Chris Abani (1966) es un poeta y novelista nacido en Afikpo, Nigeria. Estudió Literatura inglesa en la Universidad Estatal de Imo, para después hacer una maestría en Género y Cultura en la Universidad de Londres y un doctorado en Literatura y Escritura Creativa en la Universidad de California del Sur. Ha recibido el Premio Pen Barbara Goldsmith Freedom to Write, el Premio Príncipe Claus y el Premio de Libro de la California, entre otros. Entre sus libros se cuentan The Virgin of Flames (2007), Sanctificum (2010) y The Secret History of Las Vegas (2014).