Número 74

El anacronismo como método de interpretación de imágenes del pasado

Ilán Semo

Quien ha leído Futuro-pasado. Para una semántica de los tiempos históricos,1 le vendrá de inmediato a la mente el cuadro La batalla de Alejandro en Isso, que Albrecht Altdorfer pintó en 1529 y que da pie a las reflexiones de Koselleck. En 1528, el duque Guillermo iv de Bavaria pidió a los pintores de la corte una serie de cuadros para su casa de recreo. Los motivos de las pinturas estarían determinados por una serie de sucesos bíblicos, escenas de la antigüedad clásica y retratos de familia.2 Altdorfer inició la pintura sólo hasta 1529. El motivo: el sitio  de Viena. En septiembre de ese año, las tropas de Suleiman, después de apoderarse de Hungría, avanzaron sobre la capital del Archiducado. La frontera más occidental que alcanzarían los ejércitos otomanos. En la ciudad los esperaban las tropas austriacas apoyadas por arcabuceros españoles y un ejército de combatientes alemanes. Una alianza occidental inédita propiciada por el peligro que representaba la posible caída de Viena. Las tropas turcas superaban cuantiosamente a las austriacas. El sitio fue descomunal. Se prolongó durante un mes hasta que los otomanos fueron derrotados. Nunca Occidente había estado tan cerca de sucumbir a la expansión islámica. Altdorfer fue un testigo.

En el cuadro que entregó al Archiduque, se despliega una de las batallas que, desde la historiografía clásica, fundarían la mítica de la Hélade: la batalla de Isso, en la que se enfrentaron en 333 a.C. las tropas macedonias, encabezadas por Alejandro,  los ejércitos persas y el rey Darío.

Según los textos de los cronistas clásicos, Isso era una ciudad situada en Asia Menor, en las cercanías de la actual Iskendrum, en Turquía. Pero en la pintura de Altdorfer, el impresionante paisaje de montañas y ciudades lejanas que rodean a la batalla escapa a cualquier locación discernible. En 2002, Nicosas Pioch, veía en los altos acantilados y la apertura de las llanuras, un “ambiente rocoso como el de los Alpes circundado por ciudades alemanas”.3 En cambio, la referencia de la Enciclopedia Británica asegura que se trata de “las montañas de Asia Menor frente al Mar Mediterráneo y Chipre. En el fondo se encuentran Palestina, Siria y el Mar Rojo y África con el río Nilo hasta su delta…” .4 Siempre se puede afirmar, con Sigmund Wind ,5 que los “historiadores ven lo que quieren ver cuando interpretan las imágenes de tal manera que sirven como evidencia de algo que no es en absoluto evidente, sus propias teorías”. En realidad no se trata más que de la infinitud que media a la relación entre el lenguaje y la imagen, la cual se decide en la “teoría” del observador o en las preconcepciones del espectador.

En rigor, nada en el cuadro, con excepción del estandarte colocado en su parte posterior, como si colgara del cielo, nos habla de que se trata efectivamente de una alusión a la batalla entre los ejércitos de Darío y Alejandro. El texto del estandarte, redactado originariamente en alemán, y más tarde borrado y cambiado al latín, dice lo siguiente:

Alejandro Magno venciendo al último Darío, tras que 1000, 000 soldados de infantería y más de 10,000 de caballería cayeron muertos entre las filas persas. Mientras que su madre, esposa e hijos fueron tomados prisioneros, el rey Darío pudo huir con no más de 1000 jinetes.

El borramiento del alemán al latín en el estandarte señala un indicio, apenas perceptible, de un síntoma decisivo de la época. El “método Morelli” debería servir aquí para su interpretación. Morelli fue un crítico de arte que desarrolló, hacia fines del siglo xix, un excéntrico método para autentificar obras de arte. Todo el mundo sabía que los museos estaban colmados de obras atribuidas injustamente.6 Ya fuese porque se trataba de falsificaciones, cuadros pintados sobre cuadros o desgastados por el tiempo, la labor de situar a sus autores resultaba frecuentemente incierta. Morelli sostenía que, para ello, no había que basarse en los rasgos generales de la pintura, que eran los más fáciles de imitar: los cristos ascendentes de Tiziano, las parejas femeninas de Boticelli, las “imágenes expresivas” del autor. Por el contrario, había que prestar más atención a los rasgos intrascendentes que escapaban al escrutinio de las escuelas pictóricas: los lóbulos de las orejas, las uñas, las nubes, la forma de los dedos, la nariz. Los imitadores, según Morelli, no podrían recrear el conjunto de estos rasgos menores. La verdadera huella del autor se encontraba en los detalles minúsculos, imperceptibles, en los más aleatorios, no en su “estilo general”. “El todo —escribe Morelli— se revela no en sus partes, sino en sus insignificancias”.7 La huella del “crimen” —en el caso de los falsificadores— se hallaba en los “accidentes”.

Altdorfer, al escribir el texto del estandarte de la pintura en alemán, quería afirmar la emergencia de ese mundo —el protestante— que se revelaba como un mundo-lengua frente a la centralidad del poder del Vaticano. Una de las razones que había desatado el conflicto entre Roma y Lutero era la traducción de la Biblia al alemán y su masiva distribución gracias al invento de Gutemberg. El agravio de Wittenberg contra el papado era doble: profanaba la relación entre el poder y el lenguaje (que establecía el monopolio oficial del latín), y hacía de la Biblia un libro no sólo para ser escuchado, sino para ser también leído. (Un siglo después, Descartes fue enjuiciado no por el contenido del “Discurso del método”, sino por negarse a escribirlo en latín). El antiguo creyente que escuchaba se transformó así en un lector activo, debilitando el poder y el aura de quien antes tenía la función de leer en alto. La traducción de la Biblia al alemán modificaba así la jerarquía entre quienes contaban con un monopolio de la lectura (en alto) y quienes escuchaban. Afirmar el lenguaje alemán en el estandarte del cuadro equivalía a significar una doble soberanía: frente a Roma y, simultáneamente, frente al imperio otomano. Borrar la leyenda en alemán reiteraba la antigua idea de la unidad de la cristiandad en torno al Vaticano. La paradoja de la batalla de Viena consistió, precisamente, en que la “unidad de la cristiandad” no tenía otro remedio, si pretendía detener el avance turco, más que establecerse, así fuera momentáneamente, en torno al Sacro Imperio (Alemania) en una alianza con Austria y España. Todo esto en plena guerra religiosa entre protestantes y católicos. Finalmente, Altdorfer tenía un motivo más para ostentar el idioma alemán: el ataque otomano amenazaba directamente al Sacro Imperio.

La espectacularidad de las cifras de Altdorfer y el asesor de la corte, Curtius Rufus (100 000 muertos..) sobrepasa la espectacularidad de las versiones clásicas. Obedece más bien a esa antigua ley que el tamaño de una victoria es proporcional al tamaño del enemigo. En cambio, la elección del acto que consagra la victoria de Alejandro (“Mientras que su madre —la de Darío—, esposa e hijos fueron tomados presos”) es del todo sintomática del concepto que había emergido sobre los “sarracenos” hacia principios del siglo XVI. Koselleck habla en otro ensayo de Futuro-pasado sobre el tema en una aproximación ontológica a la historia conceptual.

La amenaza al vínculo filial (el amor de una madre por el hijo, del cónyuge, el lazo entre hermanos) se extiende a lo largo de la cultura griega como causa bellum (motivo de guerra justificada) —Helena en la Iliada y Antígona representan casos, aunque muy distintos, paradigmáticos­—.8 La primera es el símbolo de una guerra externa; la segunda, de un conflicto al interior de un reino. Tomar presos a “la madre, la esposa y los hijos” equivale a una declaración general de guerra. En los recuentos de las campañas de Alejandro, la batalla de Isso representa la promesa de la expansión imperial. Una guerra trazada sin límites fijos y guiada por la lógica de la destrucción del adversario.

En “Semántica de los conceptos contrarios”, Koselleck explora la historia de ciertas nociones sobre el “otro contrario”: griegos/bárbaros, cristianos/paganos, burgueses/proletarios, hombres/infrahombres. Todo concepto es multiplicidad: bajo el manto de un solo significante se reúne en la abstracción del Uno (el “bárbaro”, el “pagano”, el “judío”, el “indígena”...) a lo que en la experiencia son diferencias irreductibles. Ese Uno aparece, en la esfera de la preconcepción, como una “realidad”. El concepto se proyecta como si estuviera adherido al cuerpo del otro. En el caso del otro-contrario esa proyección es la del estigma/amenaza. Y al mismo tiempo, situado en la esfera de las “descripciones”, la multiplicidad del concepto le permite fungir como una categoría “neutral”, como mera representación carente de politicidad alguna. De un lado aparecen como el centro del lenguaje científico; del otro, como el centro del afeccionamiento político. Son como diría Marx, los “laboratorios del conocimiento”. Para Gilles Deleuze, los conceptos son los que reúnen precisamente ­—al ser Uno/multiplicidad— al plano de la especulación con los planos sociales de la inmanencia. Esta extraña cualidad de ser signos que permiten, por un lado, confiscar al espacio de politicidad y, por el otro, ser las piezas claves de la inmanencia de ese espacio, los convierte en ventanas por excelencia de la exploración ontológica de la construcción del “otro”, y en particular del “otro contario”.

En el mundo helénico ese “otro” sería el bárbaro. El bárbaro equivale en principio a los no-griegos, aunque el binomio griego/bárbaro aparece de manera posterior al momento en que los griegos llegan a concebirse bajo la forma colectiva de los “helenos” el Uno/la multiplicidad. Koselleck procede primero a fijar el territorio de la palabra-estigma, la palabra-afectación.

Desde los siglos vi al iv la pareja de conceptos helenos y bárbaros constituía una figura lingüística universalista que abarcaba a todos los hombres al estar ordenados en dos grupos espacialmente separados. Esta figura del lenguaje era asimétrica. El menosprecio ante los extranjeros, los que balbucean, los que no comprenden, cristalizó en una serie de epítetos negativos que devaluaban a toda la humanidad excepto a Grecia. Los barbaros no sólo no eran griegos, extranjeros, en sentido formal, sino que fueron determinados negativamente como extranjeros. Fueron cobardes, groseros, glotones, crueles, etc. Pero para cada definición había que aducir una prueba empírica: el trato con comerciantes de ultramar, la cantidad de esclavos de países extranjeros, la devastación de la patria por la invasión de los persas, se pudieron generalizar fácilmente sin necesitar corrección alguna. 9

En la esfera estricta de la experiencia, el concepto remite al “otro” como una esencia, cómo una máscara; es decir, en un plano en que ese “otro” deviene una imagen preconcebida que anula la demanda sobre la reflexión de la máscara. Los conceptos representan, en este sentido, condensaciones de una forclusión oculta, persistente, que se presenta bajo el rostro del sentido común.

Cada una de estas marcas, “grosero”, “glotón”, “cruel”, elude la señal bajo la cual ese otro aparecería como un rostro. El concepto es una pequeña maquinaria de la producción de presencias virtuales.

A continuación Koselleck desdibuja la otra dimensión en la cual los conceptos contrarios despliegan su significación: la organización del discurso no sobre el otro, sino sobre la mirada bajo la cual se le observa. El espacio en donde remite a una pregunta, donde deviene un paradigma. Escribe Koselleck:

Ciertamente, la inteligencia griega era despierta para observar precisamente lo divergente, como Herodoto, que por eso entrevió la razón de la relatividad del concepto de bárbaro, o Platón que critico la desigual circunstancia de la pareja de conceptos porque no encajaban bien entre sí, la determinación del tipo y el criterio de partición.10

La paradoja planteada por Platón que menciona Koselleck es en cierta manera la paradoja central del “complejo conceptual”. En ese complejo los conceptos aparecen como signos bifrontes: como enunciados y como partes de la “realidad”. Platón la desarrolló en El político donde propone una crítica axial al uso de la noción de bárbaro: las diferencias de un género subdividido a través de especies deberían establecerse con relación a correlatos adecuados. Es un equívoco, dice Platón, concebir el género de todos los seres humanos dividido en griegos y bárbaros. El concepto de “bárbaro” no representa una forma adecuada, porque no expresa de manera positiva a una colectividad, sino a todos aquellos que no son griegos; definir a un grupo por lo que no es, supone encontrar en ese grupo un atributo que no está contenido en ninguno de sus individuos (los conceptos de mestizo y mestizaje por cierto se mueven a lo largo de esa misma lógica).

La diferencia que separa a la inteligencia “griega” (el concepto como enunciado) y al estatuto de la barbarie en el sentido común de los griegos (el concepto como parte del imaginario) fija la ambigüedad contenida en la multiplicidad de todo concepto. Y es en el marco de esta ambigüedad donde comienza la comprensión de la historicidad, desde la perspectiva tanto de la esfera de la experiencia como de aquella desde donde se observa a la experiencia misma.

Sin embargo a la hora de definir el trato con los “bárbaros” Platón prescinde de su idea de que la noción del bárbaro es una forma inadecuada. Koselleck sostiene que “más allá de la pertinencia o no pertinencia de los juicios dualistas, la pareja de conceptos contenía una estructura semántica que permitía, tanto como limitaba las experiencias y expectativas políticas”. 11 “Los bárbaros” estarían dotados de una naturaleza; y cualquier heleno que se mezclara con ellos acabaría degenerando a los helenos. De ahí su definición de las dos formas esenciales de la guerra. Una disputa entre griegos representaba un conflicto entre hermanos e iguales, una guerra civil —stasis—. Y, por ende una situación enfermiza. En cambio una guerra contra los barbaros —polemos— estaba justificada en sí. “Las luchas entre los griegos deberían ser conducidas con moderación y con los mínimos riesgos; la guerra contra los barbaros debía tender a su aniquilaón”.12

Para Koselleck la noción de lo bárbaro adherido al cuerpo como si fuera una “naturaleza” subsume a la condición ontológica de la política: los “bárbaros” no serían personas, sino “sujetos”. “Por sus venas —para los griegos— no corría la sangre”. Restaurar su historicidad, es decir, la multiplicidad de sus modos de ser, supondría pasar de una ontología del sujeto al estudio de las formas inmanentes en que sus culturas existían y se desarrollaban: una crítica a la ontología política desde la perspectiva de la historicidad. El paso de una ontología del sujeto a una comprensión ontológica de la inmanencia; el estudio de los modos del ser en su espacio de experiencia.

***

Cuando Altdorfer y Rufus decidieron en 1529 escribir en la leyenda del estandarte de “la batalla de Alejandro en Isso” la Ius ad Bellum de los griegos no hacían más que expresar la visión que había emergido, desde el momento de las cruzadas, sobre el mundo musulmán: una amalgama entre el concepto cristiano de “lo pagano” y el concepto griego de “lo bárbaro”. La noción del pagano es tan antigua como el siglo ii y se remonta a la división de la humanidad que Pablo establece entre creyentes y no creyentes. Lo decisivo era que las almas de ambos “podrían abrirse al llamado de Cristo”. Para esto los no creyentes debían devenir creyentes. La noción temprana del creyente escapaba por completo a cualquier correlato con la physei (griega). Judíos, árabes, romanos, cualquiera podía ingresar en esta nueva universalidad sobre la que se erigía la idea misma de ecclessia. El ser no creyente no estaba relacionado a ninguna naturaleza. El término pagano, que originalmente sólo refiere un modo de vida, adquirió fuerza hacia el siglo v con la aparición de la acusación de herejía. A diferencia del pagano, el hereje representaba quien dejaba de creer: un vacío en medio de un orden eclesiástico que empezaba a disciplinarse y regimentarse. Sólo hasta el siglo viii, el pagano adquiriría el estatuto de un potencial peligro al invadir “territorios cristianos”, como las migraciones árabes del sur de Europa. El pagano cernía su sombra sobre la posible conversión de sus pobladores. Toda hace indicar que en el sur de España esta conversión fue prácticamente voluntaria. Si la empresa que guió las narrativas de la Conquista de América fue la evangelización (transformar paganos en creyentes), la que inspiraría las guerras contra las poblaciones ocupadas por los árabes en el sur de Europa y el imperio Otomano en el Este, sería la despaganización. La expulsión de los paganos devendría no sólo una tarea política y militar, sino una forma de sacrificio para hacer frente a la profecía del Juicio Final. Es desde esa perspectiva que Altdorfer pintó su cuadro, la misma desde la cual Koselleck establece su lectura. En la comprensión ontológica del pasado, la pregunta por la estructura de la temporalidad que afecta o modula las acciones, abre el territorio que define las signaturas que son inmanentes al imaginario histórico de una época. Estas signaturas permean a sus códigos, sus narrativas y sus representaciones. La permean de tal manera que fijan no sólo los significados de los conceptos que consignan la historicidad de cada uno de sus agentes, sino los códigos bajo los cuales establecen sus relaciones. Se trata de una hipótesis evidentemente inexpugnable: ¿cómo es que se viven los códigos temporales de una época? Nada nos puede llevar al mundo interno del espacio de experiencia que define (a) una colectividad. Sin embargo, las signaturas de su estructura temporal consignan las marcas en donde la variedad de sus prácticas encuentran las representaciones que les dan sentido.

Koselleck analiza el cuadro de Altdorfer no desde la perspectiva de sus escenas centrales (la batalla, los paisajes, las figuras militares, etc.), sino desde lo que vuelve posible el comienzo de su interpretación desde el cuadro mismo: los anacronismos.

“Desde el cuadro mismo” significa desde la mirada del tiempo presente en el cual el cuadro fue pintado. Y es el anacronismo, lo que evade el nomos de la actualidad, el que permite situarse no en el “presente” de 1529, una tarea inconcebible, este presente “ya no está ante los ojos”, sino en los dilemas que plantea su representación. En el “método Koselleck”­—si así se le puede llamar— para interpretar imágenes creadas en un mundo de signos y significados que desconocemos, el anacronismo —el sinsentido— plantea la pregunta central por la diferencia de la cual el mundo hace sentido en la perspectiva desde donde se observa el cuadro. Tan sencillo como esto: lo que en una época resulta envuelto por el sentido, en la siguiente puede ya presentarse como un sinsentido. El anacronismo encierra en sí la huella de una historia, es decir la huella no sólo de una diferencia, sino de un principio de diferenciación. El principio que rige al gobierno del tiempo, la relación entre lo actual y lo posible, entre lo virtual y lo potencial, entre la posibilidad de lo imposible y lo que define a la imposibilidad de lo imposible.

Dos épocas no pueden distinguirse entre sí por sus principios de normalidad. El problema, para Koselleck, reside en descifrar como la “normalidad” de una época deviene en el “anacronismo” de otra.

El primer anacronismo que Koselleck advierte en la pintura de Altdorfer es que “ha retenido la historia... como si se tratara de una Geschichte mo­derna”. En varias partes del cuadro aparecen señales indíciales de lo que sucede en la batalla. El carro de guerra de Darío lleva sus iniciales; en el caballo de Alejandro aparecen sus insignias. En las banderas de los respectivos ejércitos se destacan números de los participantes, los caídos y los prisioneros.

La pregunta es: ¿sin las señales y los números indíciales perdería el cuadro su carácter alusivo a una Geschichte? En rigor, habría que hablar de una alegoría histórica: una imagen que contiene las signaturas para producir el automatismo de un enunciado. Tal y como sucede cuando homologamos la imagen de la “paloma” a la paz, la figura femenina de Delacroix a la “patria” o el “cráneo” a la expectativa de la muerte. Pero en el sinsentido de Altdorfer, el enunciado se encuentra en la propia alegoría. La Geschichte quedaría referida no por una imagen, sino por dos textos: la leyenda del estandarte y la numeralia. Ambos tratan de producir el efecto de una recreación: algo que “aconteció ante los ojos”. La alusión al tiempo histórico inscrita en el cuadro parecería ser tan sólo un suplemento, cuando en realidad lo transforma en la alegoría clásica del “sitio de Viena” —sitio que por lo demás no aparece en ningún momento del cuadro—. ¿Qué es lo que hace posible que una imagen que no alude a una realidad sea la alegoría de esa realidad?

Altdorfer consigue hacer una alusión a un pasado histórico, introduce la dimensión histórica del pasado en el cuadro, con un guiño hacia lo “real”, los números y los signos hablarían de “una realidad” —la batalla de Isso—, cuyo efecto no se obtendría más que aludiendo a algún tipo de principio de realidad. Este “principio de realidad” sólo actúa como un principio en la medida que queda contrastado con las otras inscripciones del pasado, las cuales no requieren de esta “puesta en verdad” de la escena. Un principio de realidad sólo puede existir cundo se enfrenta con principios de no-realidad (ficción, deseo, etc.). Y no requiere de la “realidad” para actuar como tal. O en otras palabras: el principio de realidad responde a una realidad creada sólo por el principio mismo.

El segundo anacronismo en el cuadro, según Koselleck, reside en que “cre­emos ver ante nosotros al último caballero Maximiliano o a los lansquenetes de la batalla de Pavía. La mayoría de los persas se parecen desde los pies al turbante, a los turcos que asediaron a Viena infructuosamente en el mismo año, 1529, en que se realizó el cuadro”.13 Y habría que agregar, la mayoría de los griegos van vestidos como las tropas del ejército vienés. Con este travestismo histórico, el cuadro produce un efecto de englobamiento entre el pasado y el presente en “un horizonte histórico común”. El pasado es presentificado de tal manera que sus presencias se proyectan como si encarnaran en las acciones del presente.

Este segundo anacronismo refiere una signatura del pasado distinta a la dimensión histórica que expresaban las cifras de los muertos y los caídos. Se trata de la reinscripción mítico simbólica de la cultura griega en el mundo del Renacimiento. Existen varias maneras de interpretar esta reinscripción. En el siglo xvi la única forma de validar la legitimidad de un acontecimiento residía en reinterpretarlo como un reinactament —la repetición performativa— de la narración de un acontecimiento ocurrido en el mundo clásico o bíblico. La novedad del acontecimiento, su singularidad, no tenía relevancia en sí. O sólo la adquiría en la medida que era representado como la reinscripción de una crónica de un suceso relevante anterior.14 Pero en realidad la dimensión mítica parece fijar una forma de historicidad propia, en el sentido que le da Walter Benjamín. Un acontecimiento fija las coordenadas del imaginario histórico no porque sea explicado cómo el efecto de un número determinado de causas; lo fija sólo en la medida que ingresa en una constelación específica con acontecimientos que sucedieron antes (incluso miles de años antes). Esta constelación no es arbitraria. Cada imaginario histórico contiene sólo un número específico de acontecimientos, cuyas constelaciones producen su efecto mítico. El fundamento de la constelación reside en la operación de retorno. No es que el pasado restituya al presente, lo instituye. En tercer lugar, Koselleck lee en el cuadro ciertos actos de memoria. Primero como registro pictórico “del sitio de Viena”, un acto de memoria indicial. El testimonio de un testigo. Segundo, como un acto que espera ser recordado bajo una constelación de acontecimientos anteriores. Koselleck hace notar con perspicacia que no obstante todas las cifras que datan estadísticas y señales de la batalla de Alejandro, en las que se incluye incluso el número de divisiones que participaron, “Altdorfer ha renunciado a un número crucial: la fecha del año. La batalla no era solamente contemporánea suya; también parecía ser intemporal”. Esta segunda forma de memoria pertenece al flujo de la duración. Por duración cabría entender la persistencia de un acontecimiento que, en su evocación, evade el presente reinscribiendo el abismo del pasado. Lo intemporal es la señal secreta que cada época hereda a las siguientes. Las señas que comprimen el pasado del futuro en el presente. Es la memoria esquiva, siempre latente. Tercero, el archivo. El dispositivo que fija una economía de la presencia que entrevera la adhesión del pasado al futuro como una cadena de repetición, esta cadena se distingue como una fijación que disipa la pregunta por la identidad en el borramiento del otro.  El imaginario histórico no es más que el discurso del otro. En el cuadro de Altdorfer, ese otro es —también—: el musulmán.

Retornemos brevemente al problema del sinsentido de la pintura, a la impresión de sentido que produce su sin-sentido. El sinsentido no es lo opuesto del sentido, sino lo que instituye al sentido a través de su obliteración. Es la exacta temporalidad del acontecimiento. El momento en que los griegos no son griegos y los persas no son persas; en que los griegos podían ser los austriacos o los austriacos podían ser los griegos. O acaso la batalla de Isso aguarda al sitio de Viena, sin que Isso y Viena dejen de ser las estaciones menores de una “batalla” que las contiene a ambas. ¿Pero no acaso los griegos que no son griegos son “los sarracenos”? Los estoicos hablaban de los “bárbaros” con orgullo, porque habrían contenido la disipación de los griegos en no-griegos.

Los bárbaros serían más griegos que los propios griegos (en la guerra). El soberano en su devenir bestia. Nunca se ha hablado del aniquilamiento de los “turcos”, “los árabes”, “musulmanes”... Siempre se habla de su expulsión. De llevar a Oriente cercano tan lejos como Oriente. Como si en el mundo de Suleiman se figurara el espejo invertido de un adentro que desistiría de su afuera. Cuando describe la batalla del cuadro, Koselleck habla del “entrechoque de las columnas” de los ejércitos: cuerpos que se entrecruzan, superficies de cuerpos que se rozan y componen otros cuerpos. Dentro de la batalla suceden dos batallas: una tumultuosa en la lejanía; la otra en la espera de las reservas griegas. Unos combaten y otros dejan de combatir, no para reclamar la paz, porque sin ellos la guerra sería infinita. En el cuadro nunca se sabe si las columnas griegas expectantes (la reserva) observan una victoria o aguardan una señal para entrar en acción.

El sentido del acontecimiento se revela como un sinsentido. Después vendrán las interpretaciones, los mapas, las “historias”, la lógica. Pero Altdorfer ha logrado captar las permutaciones de los papeles, las direcciones sin dirección de una batalla. Para Koselleck la historicidad anida en el acontecimiento. Su ser es el acontecimiento. Aquí ya se podría hablar de la forma en que el acontecimiento produce su pasado. De la economía de la presencia que realiza su criba. De ciertas reglas en su “pasado” que no son arbitrarias, que componen incluso un andamiaje en que el acontecimiento se proyecta desde “su” pasado. Este pasado en el que el acontecimiento subsiste, consta de tres dimensiones, o tres niveles que existen y coexisten en él simultáneamente, entrecruzándose y definiendo sus superficies en conjunción mutua. Superficies que en su contacto se significan una con respecto a la otra modulando sus formas, limitando los espacios de sus efectos. En su desglose, estas tres dimensiones que distinguen a la forma en como el acontecimiento “aparece en el pasado” o produce un pasado actuante en el presente, serían activas sólo en su entrecruzamiento, ahí donde se afectan una a la otra. Ya se les puede enumerar: la reinscripción mítica; los actos de memoria y las representaciones de la historia.

El gestell mítico e histórico. Se trata de una “estructura” de repetición. “Estructura” en el sentido del gestell, un andamiaje que se “nos” impone. Lo que aparece como lo dado es la repetición. En el retorno de la repetición se entrevé su “estructura”: la ilusión del “origen”. Lo dado en la repetición es esta ilusión. En el imaginario histórico lo que retorna en forma simbólica es el acontecimiento que instituye una “procedencia”. Una repetición que, en su retorno señaliza la demanda que el “origen” hace al tiempo presente, y no a la inversa. No es el presente el que va en busca de un “origen”, es el “origen” el que busca un presente. Estas demandas se despliegan como una presentificación: figuras del saber que dan certitud al englobamiento del pasado y el presente en un plano definido por las formas del futuro.

El pasado mítico adquiere su “principio de realidad” a través de los efectos de la producción de presencias, pero no requiere de presencia alguna para actuar. No requiere de representación ninguna. Su espacio de vida es el lenguaje. Subsiste en y desde el lenguaje. El lenguaje es su médium como el agua a los peces. Cuando se despliega como una economía de la presencia adopta el carácter de una estetización del pasado y de sus formas históricas. Sobre todo una estetización de la propia escritura de la historia. El gestell mítico es el mapa oculto de esta escritura en el mundo de la modernidad. Señaliza su propia estructura de repetición en el seno mismo de la temporalidad de la historicidad. El fenómeno de que cada “generación” reescribe la historia del acontecimiento “desde el principio” pertenece a este secreto mecanismo.

Los actos de memoria. La memoria indicial, el relato del testigo tiene su origen en un mandato. “Alguien tiene que contar lo que sucedió”, le pide el rey Thor a su hijo cuando le ordena abandonar la batalla para que sea el único que se salve: “Ahora tú debes salvar nuestra memoria”. Ese relato puede ser escrito u oral pero a diferencia del pasado mítico, su referente es siempre una voz, un rostro, un nombre. Ese rostro puede ser dudoso como el de Homero, o anónimo. Puede ser incluso, como sucede a veces, que sea el resultado de una invención, pero al constituirse en un lenguaje performativo data la ilusión del testigo. La ilusión del “origen” sancionada por el testigo. Hay una unidad entre la memoria y los actos de memoria, que se figuran como inscripciones del futuro-pasado. En estos actos, la historia cobra el estatuto de una representación. Aunque la memoria misma no requiera necesariamente de “soportes” (lugares de memoria), sus “soportes” le permiten ritualizarla. La memoria histórica, el pasado-memoria es siempre una relación de poder en torno a la colonización del futuro-pasado.

La escritura de la historia. Frente al futuro mítico y al pasado-memoria, se erige inocultablemente una demanda de “verdad”. Una demanda que proviene de la disputa por el territorio de la memoria. Habría que pensar si no guarda una relación estricta con el crimen y la guerra. En cada crimen, ya frente al juzgado, hay una “historia que contar”, así como “una historia por inventar”. En cada guerra hay una justicia con el pasado por solventar. Justicia y memoria se traducen en una articulación de legitimación. Y sin historia (por relatar), no hay memoria.

El pasado de la historicidad, el pasado “actuante” en el presente se conforma así en tres niveles simultáneos (el mito, la memoria, la historia) que se entrecruzan y afectan mutuamente. Cada acontecimiento propicia su pasado a través de “una estructura similar”. A la articulación de estos tres niveles se deben temporalidades siempre inéditas e insospechadas, ya que su centro reside en la articulación y coordinación de estos tres niveles. Y en esta misma articulación (a la que se le podría llamar el nudo H) se expresan las formas en que la experiencia histórica adopta el carácter de vivencias.

Notas

1 Reinhart Koselleck, Futuro-pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Paídós, Barcelona, 1993, p.23. (De aquí en adelante FP).

2 Christian S. Wood, Albrecht Altdorfer and the Origins of Landscape, Reaktion Books, London, 1993, p. 89.

3 Nicosas Pioch, Albrect Altdorfer, The Battle of Alexander at Issus, http://www.ibiblio.org/wm/paint/auth/altdorfer/battle-issus/, October 2002.

4 Encyclopaedia Britannica, “Albrecht Altdorfer”, Vol II., 1995.

5 Sigmund Wind, Bild, Geschichte und Text, Akademische Verlag, Frankfurt am Main, 1998, p. 247.

6 Carlo Ginzburg and Anna Davin, Morelli, Freud, and Scherlock Holmes. Clues and Scientific Method, History Workshop, No. 9, Oxford University Press, Oxford, Spring 1980, p. 7.

7 C. Ginzburg et al., idem. p.12.

8 Judith Butler, Antígona, Paídos, Buenos Aires, 2005.

9 R. Koselleck, op.cit., p. 210.

10 Idem.

11 Idem.

12 Idem

13 Idem., p.29.

14 Idem., p 30.

15 Sobre el problema de la economía de las presencias ver: Reiner Schürmann, Le príncipe d anarquie, p. 221.

Sobre el autor
Ilán Semo es historiador y labora en el Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana. Imparte la clase de "Historia conceptual " en el Colegio de Historia de la FFyL en la UNAM. Autor de los libros El Ocaso de los mitos, La memoria dividida y La rueda del azar entre otros, colaboró en la compilación de las Obras de Norbert Lechner, aparecidas recientemente. Dirigió la revista El Buscón y es miembro del consejo de redacción de las revistas Historias e Historia y Grafía. Forma parte del Consejo Institucional de 17, Instituto de Estudios Críticos. Colabora regularmente en el periódico La Jornada. ilansemo@hotmail.com