Número 1

Abalorios

Francisco Segovia

El dios y la mano

Se abre una mano en el universo. De la oscuridad que se escapa de ese puño surge un dios pequeñísimo. Pero ¿de qué tamaño es un dios pequeñísimo? Entre las colinas y valles de la palma dice, con su aguda vocecita: «Antes de mí no había nada. Estoy parado en mi propia mano, creadora de oscuridades». El puño vuelve a apretarse y aplasta al diosecito. El dios desaparece, y desaparece el universo, pero la mano no.

Fábula cruel de un niño cruel

Un padre y una madre, antes de serlo, conciben un niño. Y entonces son de veras un padre y una madre. El niño crece lo suficiente como para entender esto, pero entonces le parece extraño que sus padres hayan sido otra cosa antes de ser padres; y más extraño le parece aún que él, en cambio, haya sido siempre hijo. O sea, cree que ellos le deben algo a él, que no les debe nada. Así que, en restitución, se cobra con su vida.

Historia elemental

Para Jorge Silva

Hubo un diluvio. Los hombres que había entonces se ahogaron; y se ahogaron sus perros, sus gallinas, sus ovejas. Todo se ahogó, excepto lo que ya vivía en el agua. Por eso los peces viven alejados de nosotros y son mudos. Pero también por eso su nimbada estupidez es divina y muy, muy vieja, de cuando los dioses no se habían ahogado todavía.

El solitario

Aquí todos dicen que es la excepción, y tal vez por eso lo llaman «el solitario». Supongo que no lo consideran su enemigo ni su contrario sino, más bien, la límpida confirmación de su regla más general. No les incomoda; al revés, está bien visto llevarse con él. Lo invitan a sus reuniones y así se sienten un poco buenos y otros poco seguros de que la regla sigue firme y en pie. No es un Genio ni nada parecido, pero está alegre mientras los demás tristean en su rincón.

Lady Macbeth

Para Laura Sosa

Está acodada en la barra, sola, tal vez esperando. Pliega los pulgares bajo las palmas extendidas y con los índices se repasa ambos lados de la nariz, como limpiándose el sudor. Luego los frota contra sus piernas. Pone los codos otra vez sobre la barra y entrelaza las manos delante de sí, con la pausada lentitud de quien hace tiempo. Se mira los dedos con disimulo y vuelve a frotar los índices contra la falda.

El regreso

Vino desde el fondo del jardín, en línea recta, decidido, sin siquiera mirar que así, imperturbable, surcaba ya un océano de miradas. No se detuvo. Saltó por encima del pretil de la piscina y entró limpiamente al agua. Todos vimos su recta figura ondular bajo una red de ondas, pegada al fondo, y salir, nítida y maciza, del otro lado. En dos movimientos se colocó de nuevo sobre la orilla y enfrentó el agua. Echó la cabeza hacia atrás y, formando con ambas manos una apretada diadema, se exprimió sobre la espalda el exceso de agua. Un rostro limpio y serio, recién peinado.
Todos vimos entonces cómo observaba el agua. Flexionó un poco la rodilla derecha, se puso levemente de perfil y estiró la pierna izquierda, lleno de dudas. Se agachó ligeramente, abochornándose con la misma seriedad con que antes se había acicalado el pelo. Tampoco entonces notó que lo mirábamos, pero todos lo vimos tantear la temperatura de esa misma piscina de la que acababa de salir.

Historia general de las conquistas

Para Julián Meza

El capitán exageraba. Nunca tuvo especial remilgo con los demás, porque nunca se formó un juicio claro sobre ellos. En cambio, era muy estricto en cuanto a su persona y en todo ponía un gran esmero. Ir a perseguir indios a las montañas o esperar a las indias en su habitación, todo le daba igual: siempre se presentaba inmaculadamente vestido, con una enorme seriedad, quizás un poco relamida. En eso consistía su dignidad, pero sobre todo su generosidad. Nunca se preguntó si aquellas aventuras y refriegas estaban a la altura de su hombría, o si los pobladores de aquellas tierras tenían alma o no.
Sus soldados decían que cumplía sin discriminar, como hacen los conquistadores de verdad, y quizá por ello lo miraban con algún desprecio socarrón. Los indios, en cambio, se extrañaban del concienzudo aseo que ponía en todo aquello y lo miraban con el mismo temor que tienen por las cosas sagradas y prohibidas. Todos, sin embargo, admiraban en él la furia ciega del conquistador, capaz de batallar en las alturas de Los Andes con las llamas, y luego invitarlas a cenar.
—Son como cabras, mi señor.
—Sólo Dios sabe.

El celoso

Era una película de amor sentimental, así que, previendo un final azucarado, decidió no entrar al cine. Se quedó sentado en el camellón, absorto. A la hora de la salida vio cómo la apretada maraña de los espectadores se iba deshilando por calles y callejas, y se dejó llevar por aquel torrente. De pronto se encontró avanzado a solas detrás de una pareja de cierta edad. Podrían haber sido sus padres. Le cruzó por la mente una idea aterradora. Sacó del bolsillo de la chaqueta un lapicero, que disfrazó de navaja en la oscuridad y de un solo salto se enfrentó a los viejos. La mujer lanzó un chillido corto y agudo, como el de las ratas cuando se escapan, y el hombre metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, buscando la cartera. Pero él, con un hilo de voz, sólo dijo:
—No se muevan. Y, sobre todo, no se besen. Esto acaba en un segundo.

Paternidad

Un hombre decidió no acostarse a dormir mientras no tuviera un sueño. Por extraño que parezca, así fue. Se sentó en una butaca de su sala. Por la mañana llamaron a su puerta.
Cuando abrió una muchacha le dijo:
—Soy Juana, tu hija.
—Yo nunca estuve casado.
—No soy hija de tu matrimonio.
—Pero es que yo nunca…
—Tampoco soy hija de eso…
El hombre la aceptó en su casa, donde no fueron ni muy felices ni muy infelices. Hasta su muerte, él nunca dejó de preguntarse de dónde le había salido aquella hija. Tampoco ella dejó de preguntárselo, porque sabía que era hija suya, pero no por qué.

El roble

Ver el mundo como las encinas y los robles, que no tienen más patria que el azoro. Verlo seriamente, como los cerros, echados siempre en su lecho de nostalgia… Quiso estar en cada sitio, estar, como las cosas y las plantas: discreta, impasiblemente.
Pero no quiso la mirada del árbol para ver árboles. Se hundió por temporadas en las nueve o diez ciudades donde aprendió mejor a no hacerse notar. En todas ellas fue siempre un visitante más o menos neutral mientras su país fue rico. Pero las cosas cambiaron cuando estalló la guerra. Entonces la gente se acercó a él para ofrecerle cosas, pedirle explicaciones, consolarlo o acusarlo. Él se mantuvo aparte. ¿Cómo decirles que a él aquella guerra no le preocupaba ni más ni menos que a ellos, y que desde luego no creía que por ser la de su país fuera más importante que las demás? Pero en las ciudades, sobre todo en las ciudades, la gente confunde la impasibilidad con la indiferencia. Fue cobarde para todos sus vecinos simplemente porque aquella guerra que se libraba a ojos vistas no le ocurría a él; como tampoco les ocurría a ellos.
Su hermano lo juzgó del mismo modo años después, cuando murió su madre. Le reprochó por carta que no hubiese asistido al entierro y lo culpó de esa misma indiferencia que molestaba a sus vecinos durante la guerra. Pero en su carta se insinuaba algo que, más que una acusación de cobardía, parecería una sentencia: «tal vez te quede tiempo —decía— para vivir una guerra civil en algún otro sitio, pero nunca sabrás tener contigo esa muerte».
Es verdad. La muerte es cosa de los que se quedan siempre en una misma tierra y miran a la vez con sorpresa y desapego la eterna vuelta de las estaciones. Él no quiso tener la suerte campesina de los que entierran a sus muertos como quien siembra un tesoro y se sienta luego a esperar que retoñe. Nunca deseó que el espectro de ese bulto se hiciera de carne y hueso…
Pero no sé… tal vez los robles deseen a veces esas cosas.

Desvelo

A veces temo que recargue todo su peso en la puerta del baño —que no sé por qué parece la más frágil—, pero a menudo me quedo despierto esperando que lo haga, porque sé bien que con ello se prepara para el frío de la madrugada. Rara vez, durante el día, le pongo atención a ese leve crujido con que se desplaza su peso de un lado a otro, como quien se balancea sobre su cadera para turnar el trabajo entre las dos piernas. Pero siempre me entristece oír cómo se ensimisma la casa en esos breves, humildes crujidos, cuando se prepara a pasar la noche.

Maternidad

Para María Tello

La mujer se miró el ombligo mientras se enjabonaba. Una extraña cicatriz —pensó—, señal de que hemos sido paridos. Pero ¿por qué sólo una de las puntas del cordón umbilical deja una marca? Yo llevo la huella de ser hija de mi madre, como mi hijo lleva la huella de ser mi hijo. Sin embargo ni en ella ni en mí han dejado cicatrices nuestros hijos… La próxima vez pediré que me hagan cesárea. Será como un segundo ombligo, mucho mejor destinado que el primero.

El sátiro

Un hombre se queda en casa y piensa en la libertad de su mujer, que está de viaje. Siente entonces que lo invaden a la vez el entusiasmo y la nostalgia. No extraña las leyes pertinentes del siglo pasado, ni las del antepasado, sino algo mucho más antiguo, de cuando los dioses se deleitaban en la tierra, inmoderadamente, y no trepaban todavía a sus olimpos.
Pero el hombre no se afana en perseguir esa dicha antigua y relajada. No sale a beber con los amigos, no sale a buscar a su mujer desesperadamente, no sale. Ni siquiera se entristece. Mira los objetos de su casa —una silla, una mesa un vaso… cosas elementales— y se exalta:
—¡Ah, cuando las cosas eran cosas! Cuando el amor se podía tocar, empuñar, lanzar muy lejos. Gravemente, sí, pero lo mismo que un pedrusco.
¡Qué antigua vehemencia le entra al hombre cuando piensa que su mujer es una muchacha salvaje!