Rossana cassigoli


Reminiscencias de Michel de Certeau
Oralidad y escritura: las fuentes femeninas



De la escritura a la oralidad

Se ha escrito que la adquisición de la escritura provocó un descuido, una mengua en las artes verbales. Pues los signos gráficos contribuyen a paralizar el discurso, a empantanar el fecundo juego del pensamiento. Un hablante se puede corregir en cada punto y rectificar su mensaje, pero en cambio un libro deja caer su main morte sobre nuestra atención.[1] La oralidad, vislumbró George Steiner, comenzó a perder la posibilidad de existir cuando la escritura tomó posesión de la psique. Pero lo cierto es que después de entrar en uso la escritura, el arrobamiento con la expresión oral continuó sin mella durante siglos, aunque las virtudes orales no excluyen el hecho de que sin la escritura la conciencia humana no hubiese alcanzado su potencial más pleno.[2]

El tópico de la oralidad es materia etnológica. La investigación emprendida por Michel de Certeau —antropólogo, jesuita, histori­ador, experto[3] y místico— situó a la oralidad entre las cuatro nociones principales que organizan el “campo científico de la etnología” (palabra, esta última, que procede del siglo XVIII). Las tres restantes son la espacialidad, la alteridad (diferencia que plantea la ruptura cultural) y la “inconsciencia”. La sociedad primitiva presupone la existencia de una palabra que circula sin saber a qué “leyes silenciosas” obedece: ella es la oralidad. La oralidad es una palabra; pero una palabra que no conoce sus leyes. A la etnología le compete revelar esas leyes tácitas en la escritura.

El “cuadrilátero etnológico” alcanzó su apogeo en la historiografía moderna. La “producción escriturística” puso a trabajar, en la misma época, a cuatro nociones opuestas: la escritura, la temporalidad, la identidad y la conciencia.[4] En el lugar donde la cultura oral es desechada como ficción[5] y la voz “se despide”, comienza el trabajo historiográfico de los documentos escritos. Empero, pese a la eficacia divulgativa de la “operación historiográfica”, la cultura oral pone en jaque a la teoría como otra clase de “discurso” que “informa” lo real sin pretender representarlo.[6] De Certeau llama nuestra atención sobre esta oralidad narrativa que “no sabe lo que dice”, pero que encierra un conocimiento esencial que no se conoce a sí mismo. Es una “docta ignorancia” o “inteligencia del sujeto” decerteano y, potencialmente, reserva esencial del “conocimiento ilustrado”.[7]

Michel de Certeau “historiza” al propio discurso de la historiografía occidental. Éste creó una distancia con el “decir” y el “creer” comunes, exonerando a la inventiva, imaginación y fabulación narrativa que habitan, de suyo, la memoria colectiva. Tal cualidad negada de fabular una “verdad no sabida”, propiedad de la fábula —cuyo singular procede de fari, voz emparentada con fabuloso y afable— reaparece metamorfoseada y contiende ahora con el discurso histórico. La crítica a la historiografía problematiza, precisamente, la pretensión historiográfica de “decir lo real” y volverlo ley tácita en el lenguaje. La consecuencia es que esta historiografía comporta, de manera inherente, “la imposibilidad de hacer su duelo de lo real”.[8]


Una práctica cultural no discursiva

La oralidad encarna una práctica cultural de primordial jerarquía en la obra de Michel de Certeau, distinguido por su crítica perspicaz e implacable a la epistemología que rige “silenciosamente” el oficio del historiador. Su teoría persigue el propósito de encontrar “las voces perdidas y reaparecidas en nuestras sociedades ‘escriturarias’ ”.[10] Tal noción de oralidad —y en esto radica su distinción— se orienta a investigar un “hacer” antropológico de naturaleza práctica, cuyo primer implicado es el cuerpo. Los gestos corporales humanos, con sus “movimientos habituales y reflejos”, se conducen grabando una herencia en los lugares donde se encarnan. La capacidad cognoscente del cuerpo humano radica, entonces, en el hecho de que él mismo es un lenguaje “simbólico” y la prueba legítima de una verdad no sabida. La reflexión precedente nos conduce a reconsiderar la oralidad (“verdad no sabida”) como una práctica encarnada, que no obedece al discurso sino que, en realidad, difiere del discurso.[11]

De Certeau nos impulsa a ponderar las repercusiones, siempre presentes, de este fenómeno abrumadoramente humano que es el habla. Una inquietud obsesiva en su obra es la cuestión de la palabra; su “eflorescencia” y “libre difusión” en el cuerpo social, en sus formas oral y escrita. La oralidad entraña la forma más sensible de comunicación verbal, escribe; atesora en ella una gran inventiva y violencia pasiva. Por ello el hablar se endurece en todas las luchas sociales; asocia el “arte del hacer de los combates, una vida”, lo cual es la definición misma de una práctica.[12]

La práctica oral equivale a las “mil maneras del hacer” que proliferan en la epistemología “anticonformista” de Michel de Certeau.[13] El fenómeno de la oralidad atañe, de modo constitutivo, a una teoría antropológica de la práctica. Sin embargo, entraña una práctica cultural diferente del discurso, no articulada a él. Es posible modular un discurso sobre el fenómeno oral, pero la naturaleza viva del habla es evanescente y se fuga con el enunciado. Nos preguntamos, siguiendo al filósofo Humberto Giannini,[14] por el destino, en la teoría, —su disipación o congregación— de aquellos restos de transferencias humanas, de carácter banal, que no serán clasificados positivamente por el discurso cognitivo. Pero sí lo harán, más o menos inconscientemente, como conocimiento práctico. Tales sedimentos de una “experiencia común” —“creaciones anónimas y perecederas que hacen vivir y no se capitalizan”— [15] no serán acopiados por el discurso, pese a resultar determinantes en la producción socio-cultural de una existencia gregaria.

Las disquisiciones de Michel de Certeau sobre el fenómeno “abrumadoramente humano” de la oralidad y la escritura constituyen un acervo empírico de la etnología contemporánea y, promisorio, en lo teórico. En este trabajo, cuatro figuras femeninas[16] extraídas de la obra decerteana ilustrarán a la oralidad como propiedad constitutiva del espíritu humano creador, poseedor de atavismos e “inteligencias inmemoriales”.[17] La primera de ellas es la monja Teresa de Ávila, en cuyas Moradas se inscribe la “escritura del alma”. La segunda figura es “la idiota” —“revelación histórica” en los umbrales del cristianismo del siglo iv— e inicio, de la tradición de la locura donde “la idiota habita un cuerpo hecho para los golpes y los trabajos serviles”.[18] La tercera figura es “la posesa”. Ella es afín a la idiota pero exaltada y locuaz. Su característica es un “acto de habla” que transgrede los protocolos de la ciencia médica. De Certeau se interroga sobre una “palabra alterada” instaurada en el lugar de otra voz, implícitamente destinada a ser entendida de un modo distinto de aquel en que esa otra voz habla.[19]  A la cuarta y última figura mujeril la compone “la alegre tupinamba” de la costa brasileña. El sistema de la cultura se ve subvertido por el principio del placer. Una “oralidad salvaje”, captada en los sonidos oriundos, primigenios y musicales es transpuesta al “Breviario del etnólogo”, según la caracterización de Levi-Strauss sobre Jean de Léry, el joven cronista dominico autor de la fuente.

Las cuatro figuras compendiadas en este trabajo constituyen, para la arqueología decerteana, una objeción epistemológica a la construcción del “sentido” como régimen de verdad. “Arqueología” en el sentido que utiliza también Michel Foucault: “regreso” de un “rechazado”. Atañe a un trabajo de historicidad, es decir, de búsqueda de los funcionamientos: “Hay una historicidad de la historia; implica un movimiento que enlaza una práctica interpretativa a una praxis social”.[20] El autor nos hace ver, en toda su obra, que las prácticas humanas —la oralidad en primer lugar— se ejecutan bajo la norma cultural, pero desarrollan atajos y artimañas para cumplir “otros”deseos incompatibles con la norma.[21] Conceptualiza, de este modo, un “espacio de diferencia” como evidencia que pone en cuestión el funcionamiento de la palabra en las sociedades de escritura.

En el territorio de las prácticas culturales decerteanas, aflorarían los indicios de una historicidad. Tal historicidad, trabajo de interpretación filosófica de la operación histórica, nos devela el potencial emancipador de las prácticas humanas comunes. Los “practicantes” pueden maniobrar los sistemas de representaciones y volverlos herramientas para cumplir deseos y distintos fines. Es lo que acontece, precisamente, con el habla humana. Los intercambios verbales cotidianos entre sujetos constituyen una práctica verbal que, en virtud de su evanescencia, poseen una apariencia insustancial. Cada una de las interacciones cotidianas se remueve raudamente del registro auditivo y descriptivo. Apreciación engañosa en que De Certeau nos hacer cavilar.

Los giros y “tropos” (lenguaje figurado) decerteanos asientan una multiplicidad de expresiones en la lengua ordinaria. Ardides, silencios (elipsis) y locuciones oblicuas del inconsciente, entrañan una autenticidad que conduce a la verdadera comunicación; ejecutan su intención emocional. Tal emocionalidad, no obstante, permanece obstruida por los discursos operativos y “sentidos propios” que establece la razón científica. La oralidad, podría decirse, representa un retorno de esa emocionalidad “rechazada”. Huellas y rastros de las prácticas humanas habitan en los ardides orales y constituyen signos de singularidades en los repertorios de las “maneras de hacer”. Tales ardides equivalen a “murmullos poéticos o trágicos de lo cotidiano”,[22] que se implantan vigorosamente en todas las narrativas, desde la robusta novela hasta el evanescente rumor.

Procedimientos de origen heterogéneo se atraviesan en los pequeños actos individuales de habla espontánea. En los “rastros” apenas audibles o difícilmente registrables de las prácticas orales, se halla en juego la“historicidad cotidiana”. La teoría apunta, en forma trascendente, a la consideración de las figuras y revoluciones en las maneras de hablar como fuentes proveedoras de un repertorio de modelos de análisis de las “maneras de hacer”. Como el “hacer”, el “hablar” es “marrullero”. Las “mil prácticas” o “maneras de hacer” constituyen las formas mediante las cuales los individuos dejan rastros de sus operaciones, que poseen el carácter de “creaciones anónimas y perecederas”.[23] Tales indicios no obedecen a una determinación individual, sino que forman repertorios colectivos reconocibles en los modos de utilizar el lenguaje. He aquí la esencia de la oralidad. Pero también estas formas son distinguibles en las maneras de usar el espacio, y emprender acciones sencillas como hablar, caminar, limpiar o cocinar.

De Certeau se situó en la problemática de la enunciación. Un locutor actualiza la lengua en cada “acto de habla” particular. Esta problemática puede trasladarse al conjunto de la cultura en virtud de las semejanzas que se encuentran entre los “procedimientos enunciativos” que articulan las intervenciones, tanto en el campo de la lengua como en el tejido de las prácticas sociales. De Certeau observó, en estos “procedimientos enunciativos”, una pluralidad constitutiva del sujeto de la historia. Las maneras verbales se sirven de los mismos vocabularios y sintaxis recibidas del lenguaje común; pero expresados en la práctica del “habla” despliegan una heterogeneidad.[24] Tal multiplicidad alberga una “inteligencia del sujeto” dotada de capacidad para influir constantemente en los sistemas formales de la lengua. Los “ardides”, “artimañas” y “jugarretas” orales, expresiones decerteanas, corresponderán a la manipulación de un sistema impuesto y proyectarán deseos irreductibles. Es decir, fraguarán nuevas peripecias y modificarán “el orden local”.[25]

Un potencial deseante es lo que, a fin de cuentas, inculcará el pulso del lenguaje en la historia; la presencia y trabajo que un sujeto consuma en el sistema convencional de la lengua. Un sujeto, constituido como “voluntad de devenirlo” —siguiendo a Alain Badiou—,[26] apunta a articular el deseo en la palabra, con el fin de traerlo a la existencia. Al nombrar su deseo, tal sujeto crearía una nueva presencia en el mundo. No obstante, aunque la verdad sobre el deseo está presente en la palabra, ésta nunca puede expresar su verdad total. Siempre que la palabra intenta articular el deseo queda un resto, una demasía que la excede. La realidad, inaccesible, desbaratará, finalmente, toda investigación.

En las zonas literarias donde fue impugnada, la oralidad persevera en los ardides: “tan vivos y perspicaces para reconocerlos en el narrador y el merolico; el oído de un campesino o un obrero que sabe descubrir en una manera de expresar una manera de tratar el lenguaje recibido”.[27] En las narrativas, los “murmullos” representan las “virtuosidades” cotidianas de una ciencia que sólo “sabe hacer”. La capacidad inventiva del relato, esta ocurrencia de crear un conjunto nuevo a partir de uno preexistente, se acerca a la creación artística, oficio del bricoleur.[28] En virtud de lo dicho, una teoría del relato resulta estrechamente unida a una teoría de las prácticas: éstas se producen tanto en el campo verbal como en el campo de las acciones: “del trabajo a la velada, de la cocina a las leyendas y a los chismorreos, de las astucias de la historia vivida a las de la historia contada”.[29] Todavía más, De Certeau nos muestra “el invisible tesoro de la memoria”[30] que habita en el relato tomando su forma. Una concepción de la memoria subyace a estas reflexiones. Memoria como acontecimiento intangible e inexpresable que se adhiere a las experiencias, mediadas por las prácticas humanas: “presencia obsesiva de ausencias trazadas por todas partes”.[31]


La resistencia del sujeto en la lengua

Una verbalización, un acto de decir, voluntario o no, puede agujerear la corrección léxica. Debido a este acto, algo extraño en la enunciación del locutor incide en la lengua que habla. Es un fenómeno característico del lenguaje “corriente” o “vulgar”, al cual retorna el discurso místico que interesó a Michel de Certeau. Una “apología de lo imperfecto” enmarca las frases místicas y las sitúa en una retórica del exceso: “Diego defiende la licencia de usar ‘términos imperfectos, impropios y desemejantes’, ‘viciosos por exceso’”. Un “impudor” será el estilo de sus frases, “lanzándose a un santo exceso como de locura y desorden”.[32]

Gramaticalmente, De Certeau observó que las referidas expresiones volátiles toman la forma de un “barbarismo” que expresa el extremismo y un “desprecio a la corrección gramatical”. La emoción de la enunciación, la impetuosidad o la inspiración, pueden resquebrajar el orden de los enunciados. Tal barbarismo posee la función de señalar la superioridad del hablante sobre el sistema de la lengua; proviene de una demostración muy palpable de los hechos del alma y crea verosimilitud. Se construye, por lo demás, al modo del milagro: cada falta gramatical se inscribe como un “estigma”; señala una anomalía en el cuerpo de la lengua. En realidad, un barbarismo es un teatro que “muestra” más de lo que dice. Atizado por su conquista del psicoanálisis, el autor imagina, en este barbarismo, la escenificación de una “erótica en la lengua”; un juego con la lengua materna “a veces rechazada y otras veces vuelta a llamar”; “momento dentro de una relación difícil con el mundo lingüístico materno”. Siempre se pone en tela de juicio, refrenda el autor, la cuestión del origen y de lo referencial. Pero aquí, en lugar de que sea de acuerdo a un modelo ontológico, lo es de una manera lingüística; alude a la relación que “el sujeto mantiene con su institución por la lengua materna, cuando, mediante el barbarismo, quiere cortar el lazo del que no puede deshacerse”.[33]

En un magnífico ensayo sobre la naturaleza alegórica de La tempestad, escrita por Shakespeare en 1612, Leopoldo Zea recalcó el potencial de la oralidad como práctica de resistencia del sujeto en el sistema de la lengua. El drama narrado se desarrolla en una aldea del Caribe, en el contexto del “descubrimiento” y colonización de América. Es el momento en que la colonización ibérica está siendo remplazada por el coloniaje primordialmente inglés del que Shakespeare es expresión.[34] Alude a un diálogo fundacional en el que Próspero, el señor y Calibán, el siervo, personifican al conquistador y al conquistado; donde Próspero representa la razón civilizatoria y Calibán “la barbarie aborrecida y la sinrazón”. Próspero se compadece del bárbaro y le dice:

[...] me tomé la molestia de que supieras hablar, puesto que tú sólo balbuceabas, ignorando tu propia significación. Doté a tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer.

Violento y enérgico Calibán responde:

Me habéis enseñado a hablar y el provecho que me ha reportado es saber como maldecir. ¡Que caiga sobre vos la roja peste por haberme inculcado vuestro lenguaje!

Calibán recrimina a Próspero el “maldito” regalo de la lengua. Sabe que su isla, en la cual es ahora un prisionero, es y ha sido de su propiedad. “Propiedad” es una palabra que le era ajena, pero ahora adquiere el significado del despojo: “Con palabras Próspero halagó y corrompió a Calibán arrancándole los secretos de su isla”:

¡Y entonces te amé y te hice conocer las propiedades todas de la isla, los frescos manantiales, las cisternas salinas, los parajes desolados y los terrenos fértiles!

En ese instante esplendoroso de comprensión y humanización —narrado con majestad por Zea— Calibán se roba, se “apropia” de la palabra, pero ahora dotándola de sentido “propio”, es decir, “maldiciendo”. El que maldice, es a su vez un maldito (male detto). Es decir, el que está fuera del orden, en un sentido griego, el que transgrede a la ciudad. “Diciendo mal” se libera del dominador mediante el lenguaje de éste. En adelante, advierte Calibán en la prosa alegórica de Zea, los conquistados harán de la lengua española una lengua “maldita”. Transformarán su razón original de supremacía en un sentido de emancipación. Próspero le ha inculcado a Calibán su lenguaje y con él le ha brindado conciencia de su propia significación. He aquí la poética como búsqueda de las historicidades y en calidad de crítica a una tradición cultural y al “tiempo que se vive”.[35] Poética como acción o “hacer con”; labor, firmeza y “marca” del sujeto en el sistema de la lengua prexistente y heredada.

La valoración que Jacques Derrida hace de la “palabra” en el magnífico texto “La lengua no pertenece”,[36] prefigura al arte poética como irrupción y acontecimiento fuera de una sintaxis prescrita. Se trata de una manera de “habitar el idioma”: la lengua “no se apropia”, cifra Derrida, sino que se “soporta un cuerpo a cuerpo con ella”. El idioma quiere decir jus­tamente “lo propio”. Lo “idiomático” sugiere la cualidad de la lengua que se resiste a toda traducción. No se trata, en consecuencia, de cultivar la lengua, cifra el autor, sino de inventarla. Lo “idiomático” describiría una vocación inventiva y proliferante: la posibilidad de “hacer” la lengua. Constituiría una manera fructífera de entender la poética: hacer moverse, crear una sutura. Paul Celan nos legó una manera de “habitar el idioma” que infligió lo que Michel de Certeau llamaría “una herida a un racionalismo”.[37] El poeta Celan, escribe Derrida, “ensayó una marca” en la lengua, grabándole una cicatriz, una herida. No dejarse apropiar, pertenece, entonces, a la esencia de la lengua.[38]


Primera figura: las “moradas” de Teresa de Ávila

Existe una fecunda literatura sobre la capacidad simbólica del cuerpo, que Michel de Certeau despliega a la manera de un desciframiento de los discursos, con el fin de desenterrarlos de su “insondable penumbra”. En la crucial España del siglo xvi, Teresa de Ávila pertenece a una “hidalguía privada de cargos y bienes”. La “santa carmelita” pervive bajo la divisa de “o morir o sufrir”. Ese murmullo interior llamado “alma” es un hablar que desconoce aquello de lo cual es el eco. Se trata de un “gemido” o susurro al que le falta un espacio propio. En la prosa teresiana el alma es lo mismo que el espíritu; es decir, “el que habla”.[39] Este espíritu va en busca de un lugar; al igual que los espectros resiste al aguardo de una morada. Consuma Teresa su ficción del alma en la fabricación escritural de esta morada: “[...] para comenzar con algún fundamento; que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos”. El primer capítulo de esta obra se redactó en junio de 1577, en Toledo.[40] Su título primitivo fue Moradas, al cual se le añadió “o castillo interior”. Se trata de un lugar ficticio que “permite un hablar”; pues no tiene lugar propio donde pueda hacerse oír. Refrenda de este modo “la gran dignidad y hermosura del ánima”. De este modo, el alma se convierte en el lugar de la hospitalidad, en la parte humana que ofrece y cede un lugar a “otro”. Y puesto que este “otro” es infinito, el alma constituye el espacio infinito donde entrar y recibir. En el rescate decerteano, una ficción nos hace marchar, a la vez que dota de estructura a una historicidad que es a la vez espiritual y discursiva.

Los letrados que aplican su mandato y aprueban el producto escritural de Teresa son varones. Ella ha recibido una orden: “hazlo” la exhortan los letrados, “escríbelo”. Son “cosas que me ha mandado la obediencia”, cifra Teresa.[41] Ella responde: “quiero hacerlo porque la orden viene de más lejos que ellos”. Teresa trabaja soportando sufrimiento corporal (dolores de cabeza, achaques) y bajo la opresión de un juicio que condiciona su pertenencia al espacio católico. La “obediencia” agranda los malestares: “Un dolor asegura un alumbramiento en el mundo libresco”.[42] Teresa persiste sometida a un “recuadro masculino”. Al interior de ese cerco hombruno, no obstante, se despliega un discurso femenino. Subraya, De Certeau, “el acto propiamente femenino de hablar”. La palabra mujeril “se insinúa en la circunscripción masculina de la escritura”.[43] Mientras un “mandato” faculta a la autora, y la ficción permite que se forje el discurso, ella se dirige a las “hermanas”: “Mejor se entienden el lenguaje unas mujeres con otras”.[44] La autoridad eclesial es masculina; configura una escena social para el “Nombre del Padre”. La palabra teresiana, en cambio, es femenina. No es casual que, conforme a la tradición judía, la shejiná es la figura femenina del espíritu que es la palabra.

He aquí el ausentamiento de la “autora”, a favor de un lenguaje plural de las mujeres. Un lenguaje que el amor vuelve comprensible: la voz se torna colectiva, la inteligencia deviene compartida. La palabra, circulación colectiva, “anda entre nosotras”, escribe Teresa: “A ellas les voy a hablar en lo que voy a escribir”. Cada hermana comprenderá el mensaje que no pertenece a nadie, sino a todas. “No es mío”, escribe Teresa. El mensaje proviene de un hablar que escapa a la adjudicación individual. Culmina, en este punto, la demostración mística que traza Michel de Certeau: el texto oral tejido en torno a la práctica teresiana de la escritura —“sembrado de escapadas” y “cortado por impaciencias”— funda una pregunta inicial: ¿Quién eres tú?, ¿algún otro habita en ti?, ¿a quién le hablas? Una problemática del ser y de la conciencia se traslada de golpe hacia el terreno de la enunciación. “Tú eres el Otro de ti mismo”.[45]
El castillo teresiano remite a un espacio interior con muchas “clases de dulzuras”. De Certeau vislumbra en el castillo encantado los arquetipos de la “Jerusalén bíblica o judía” y las iconografías mesiánicas del retorno, “obsesivas” en aquel entonces entre marranos y expulsados. Modelos del paraíso y viñetas del origen:

[…] gustos que provienen de la boca, deleites, alegrías sensibles, regalos emotivos. El cuerpo se convierte en órgano de estos favores y gracias espirituales, “es acariciado por esos toques”. Y “todo esto es para vosotras”, dice Teresa a sus hermanas:
Considerando el mucho encerramiento y pocas cosas de entretenimiento que tenéis, me parece que os será de consuelo deleitaros en este castillo interior; pues sin licencia de las superiores podréis entraros y pasearos por él a cualquier hora.[46]

Habida esta morada imaginaria, siempre es posible entrar al jardín del amor. La “espera” de un resplandor se aproxima, nuevamente, a la idea de la shejiná de la tradición judía en el Talmud. La literatura talmúdica concibe la shejiná como morada de Dios. Recoge las discusiones rabínicas sobre leyes judías, tradiciones, costumbres, y leyendas. El Talmud se distingue por preservar una multiplicidad de sentires y maneras en forma de preguntas, resultado de un proceso de escritura grupal muchas veces contradictorio. Jerusalén y Babilonia fueron escritos a lo largo de centurias por la mano de generaciones de rabinos de diversas academias de la Antigüedad. El judaísmo considera al Talmud como tradición oral, mientras que a la Torá (el Pentateuco) como tradición escrita. En la tradición cabalística judía la divinidad posee un atributo femenino; hay una feminidad de Dios. En ella se encuentran reunidas todas las sefirot, emanaciones divinas en las que se despliega su fuerza creadora.[47]

Segunda figura: la excluida y el coro

 

La fuerza anónima de un dolor, de una cólera o de una risa de la muchedumbre cautiva, inquieta, invade algunas veces y destruye el edificio del saber.*

En los párrafos previos se intentó esbozar la concepción decerteana de la práctica cultural de la oralidad, en la que ésta se prefigura, también, como expresión de un conjunto de resistencias y excesos. Cuando tal oralidad corporal adquiere la forma de mutismo y renuncia, De Certeau evoca una semblanza de mujer en el siglo iv —a “orillas del cristianismo”— narrada en la Historia lausíaca, de Paladio. El relato de la Historia lausíaca parece buscar el punto donde un “entrar” y un “salir” se articulan e identifican; fenómeno que alude al ensanchamiento de la sabiduría, a la par de un desprendimiento del sentido.

 La “idiota”, salé, cruza por vez primera el desierto en Egipto. “Idiota” y “loca” no significan lo mismo, aunque en el texto de Paladio se empalman. ¿No requiere, acaso, la travesía por un desierto yermo, la más alta fortaleza del espíritu y la esperanza, delicados componentes de la inteligencia intuitiva? La historia comienza en un convento cercano a Panópolis, una república de 400 mujeres. Una mujer sin nombre vaga entre las jergas sucias de la cocina. Nombrada como “loca” la mujer deambula y recibe las sobras.[48] Es una mendiga, una suerte de “resto sin fin”, “infinito”. Toda ella entera es “la cosa no simbolizable que resiste el sentido”. En la locura encuentra el medio para “preservar en plena comunidad monástica la soledad del anacoreta. La locura va al parejo con la multitud”. Esta es la forma, que toma el hermetismo —antigregario, ermitaño, misántropo— cuando tiene por asiento, ya no el desierto, sino una colectividad.
Un fragmento original del texto de Paladio hace emerger una môrian, la que “simula” la locura. Tal demencia, ¿es real o es fingida?: [49]

En este monasterio hubo una virgen que simulaba la locura y el demonio. Las otras se molestaron tanto que ninguna comía con ella, lo cual a ella le parecía mejor. Vagando por la cocina prestaba toda clase de servicios. Era, como se dice, la esponja del monasterio. De hecho, cumplía lo que está escrito: “Si alguno quiere hacerse sabio en este mundo, que se vuelva loco para hacerse sabio”. San Pablo es quien imprime el canon (Epístola 1ª a los Corintios 3. Pasaje de la Historia lausíaca).[50]

El “objeto de repugnancia”, expresión que emplea De Certeau para describir la forma en que ella, previsiblemente, es percibida por las otras mujeres, permite a la institución constituirse y manifestarse de acuerdo con una ley que tendría como fórmula “todas menos una”. Significa que “una” sostiene la abyección íntima de todas. La repetición del gesto de “marginar” se descubre en las exclusiones colectivas que se dirigen a los pobres y vagabundos, a las marginalidades espirituales, a los locos, a las minorías culturales o étnicas en la inmensa diversidad intelectual y social. Lo excluido siempre se refiere a lo que obliga a definir. Salé, “desperdicio mugriento” permitiría a las demás mujeres el reparto de las comidas, la comunidad de signos en el vestido y en el cuerpo y la comunicación de las palabras:

[...] ninguna la vio jamás masticar cosa alguna durante toda su vida, jamás se sentó a la mesa, jamás compartió el pan con las otras [...] sin hacer daño a nadie, sin murmurar, sin hablar poco o mucho, aún cuando la golpearan, la injuriaran, la maldijeran [...][51].

La locura, refrenda De Certeau, es un modo de aislarse en la multitud. Los locos y locas se pierden en una “opacidad donde se reúnen los eliminados del sentido”, las suciedades del cuerpo y las locuras de la multitud. Salé, la “arrebatada”, seduce y también asusta. Se trata de una loca que se “pierde” como el loco que se “ríe”. Nos desvían a otro país; “crean el desafío de un ‘desatado’”. Sus prácticas antropológicas de espacio proporcionan un modelo al acto de “exceder”. Producen una hybris, noción del exceso por excelencia; el acto de salir de sí. En la escena monacal antigua, se hallan representadas todas las formas de exceso; desde el ardor exagerado de “franquear los límites de la naturaleza”, hasta el desamparo, que sería el precio de la temeridad. Se encuentran muchos “desequilibrados retorcidos y tensos hasta el exceso”.[52]
Apelada indistintamente “loca”, la “idiota” se sustrae; no sólo se abstiene de las comidas comunitarias, sino del lenguaje y de los signos que identifican a la colectividad. Se esconde y se calla, perdida en sí misma y para las otras. No cede ante el “Nombre”, no tiene nada que ver afuera, está en el interior de un exceso del que nada la distrae: “no funciona dentro del ideal del ‘yo’ en el que el sujeto se percibe ‘como visto por el otro’”.[53]
El monje Piterum, genuino anacoreta que residía en el monte Porfirita, tiene un sueño con un ángel. El ángel lo confronta con preguntas: ¿Por qué tienes tan buena opinión de ti? ¿Quieres descubrir a una mujer más religiosa que tú?:

[...]ve al monasterio de mujeres tabenesiotas y encontrarás allí a una que lleva una banda de tela en la cabeza. Ella es mejor que tú. Enfrentada con esa multitud nunca ha apartado el corazón de Dios, mientras que tú, que resides aquí, vagabundeas en pensamiento por las ciudades.[54]

Cuando Piterum insiste en verlas a todas, las hermanas dicen: “Tenemos una idiota (salé) —así es como llaman a las enfermas— allá adentro, en la cocina”. “Tenemos una loca adentro”, es decir, “en nuestro interior”: una locura “dentro de nosotras”. El monje descubre que la “loca” es, en verdad, una “madre espiritual” (Amma) que las 390 “idiotas” (salai) restantes no aceptaron vislumbrar. Cuando, sacado de la cocina el secreto interior se expresa, ellas “salen de sí mismas”. El monje desea liberar a la “loca”. Sin embargo, ella rehúsa tomar el lugar que ocupa Piterum en la institución simbólica. Prefiere permanecer en el infinito de una abyección sin lenguaje.[55]

La locura no entra en el discurso de la comunicación; no es simbolizable.[56] Ningún contrato, así sea el del lenguaje, es respetado por ella. La locura de la “idiota” consiste en no tener disponible la palabra. Esta mujer no puede estar allí donde la coloca el discurso comunitario: “al no estar nunca allí donde podría decírsela, ella ha falsificado el contrato que garantiza la institución”. Soporta el vértigo de no saber a qué ceñirse sobre el deseo del otro, “acerca de lo que yo soy para él”.[57] Inversamente al ‘sym-bolos’, productor de unión, “ella es ‘dia-bolos’, disuasión de lo simbólico por lo innombrable de la cosa”.[58]

Algo aconteció. Nosotros —dice Piterum— somos los hijos de esta idiota. En este punto deslumbrante y particular, revela De Certeau, nace la sabiduría. Cada una de las mujeres toma para sí misma un poco de la locura que había cargado la idiota. Ya no rechazan el objeto de repugnancia. Excluida, replicada por el coro femenino de “todas menos una”, la “loca” vuelve posible la reconstitución de un sentido de sanidad y corrección entre las excluyentes. Pero ella se sustrae, ya no les pertenece. Lo confirman los últimos párrafos del relato de Paladio: “Algunos días después, no pudiendo soportar la estima y la admiración de sus hermanas, abrumada por sus excusas, salió del monasterio. Adónde fue o adónde se enterró, cómo acabó su vida, nunca lo supo nadie”.[59]


Tercera figura: la “posesa” y el lenguaje “alterado”

Veinte monjas ursulinas forman el grupo de las “posesas”, relata De Certeau. Durante seis años, entre 1632 a 1638, estas devotas pactan un “lugar espectacular” que remplaza las “epidemias de brujería”.[60] Atrajeron visitantes por millares; excitaron y nutrieron el interés incesante de la literatura teológica y médica. La “posesa”, descrita por De Certeau, resulta ser una traslación de la “idiota”, pero, en cambio, es elocuente. Sus “actos de habla” contravienen los protocolos del saber médico. Habla, en la expresión decerteana, “por otro” y “para otra”. El autor se pregunta por la esencia de esta palabra instaurada en el lugar de otra palabra: “Otro que habla en mí”, exclama la posesa. Se encuentra sentenciada a ser juzgada por el mensaje del “otro” que en ella se encarna y enuncia.

Las señales de la “posesa” provocan una doble inquietud en la teoría decerteana. La primera pone al historiador “crítico” en aprietos: ¿En virtud de qué certezas se “autoriza” el discurso del otro? “¿Qué se puede captar del discurso del ‘ausente’”?[61] La segunda inquietud proviene de la alteración de la lengua por la vía de una “posesión”. No es casual que la “posesa” sea una figura femenina: “detrás de la decoración, se desarrolla una relación entre lo masculino del discurso y lo femenino de su alteración”.[62] En el caso de Loudun[63] la escena diabólica se prefigura como un espacio teatral. Incluso, explica De Certeau, la posesión es un fenómeno paralelo a la creación del teatro en los siglos xvi y xvii. La trama incluye dos actores: las “posesas” por un lado, y sus jueces, exorcistas y médicos, por el otro. Una ruptura manifiesta se produce entre lo que dice la posesa y lo que expone el discurso demonológico o médico. Juntos se oponen a la “excepción delictuosa, herética o enfermiza”,[64] a la anormalidad representada por la posesa. Allende las diferencias de enfoque, enjuiciadores, exorcistas y clínicos se entienden fundamentalmente “para eliminar una extraterritorialidad del lenguaje”. Persiguen “reabsorber la escapatoria” de la posesa fuera de los límites de un discurso establecido. Se resisten a su “fuga” —revela magistralmente De Certeau— pues la posesa se aparta del lenguaje social y, finalmente, traiciona la topografía lingüística que permite organizar un orden.[65]

La posesa se encuentra a merced de un interrogatorio, no puede enunciar nada, no tiene más lenguaje que el que le organiza y verbaliza la escena psiquiátrica o demonológica.[66] Michel de Certeau explora, por esta vía, la inesperada y sutil correlación entre los discursos demonológico, médico e histórico,[67] con una trasgresión de aquello que no es un discurso. Parece reiterar que se trata de una práctica no articulada al discurso, e incluso, desarticulada de él, en tanto disertación, alocución y arenga. Del mismo modo en que el discurso etnológico procura saber de qué manera los indios modularán el lenguaje occidental, es posible preguntarse cómo el “loco” o la “loca” articularán el discurso del saber psiquiátrico: “En efecto, el discurso demonológico, el discurso etnográfico y el discurso médico, toman respecto a la posesa, al salvaje o al enfermo, la misma posición: ‘yo sé mejor que tú lo que dices’”.[68]

La “alteración” del discurso por la “palabra” que lo reemplaza, puede tomar la forma de una “represión”:

En los textos etnográficos y relatos de viaje, el salvaje es jurídica y literalmente citado (como la posesa) por el discurso que se pone en su lugar para decir de ese ignorante lo que no sabe de sí mismo. El saber etnográfico, así como el demonológico o médico, se acreditan con la cita.[69]<

El sentido del dicho que ha pronunciado la “endemoniada” se pierde doblemente en esta acción represiva. Primero, porque su palabra ha sido “rehecha” por el saber médico. Segundo, porque un parapeto de interrogatorios convino de antemano las respuestas.[70] A un ejemplo brillante lo constituyen el epistolario y la autobiografía de Jeanne de Anges, priora de las ursulinas, la más célebre de las posesas de Loudun.[71] 

Los textos de Jeanne des Anges se inscriben en un lenguaje sobre la posesión, distingue De Certeau, no de la posesión misma. No se desprenden de un “tiempo inconsciente” en el que De Agnes encarnaba al demonio que la poseía. Se trata de escritos muy posteriores, de los tiempos en que ella logra “objetivizar” un relato y describir, entonces, lo que antaño hacía y decía. De Certeau devela, en este punto, el núcleo esencial de su pensamiento en torno a la experiencia y práctica de la oralidad: “Jeanne de Agnes puede hablar como posesa, pero no escribir como posesa. La posesión no es sino una voz”.[72] La oralidad se comprende, entonces, como una multitud de voces proferidas sin distinción, en los registros de la cacofonía y la concordancia.[73] La escritura de De Agnes, en cambio, constituye un ejercicio a posteriori, que consiste en la descripción de un objeto distante en el que puede utilizar “el discurso del saber”:

Escribir es poseer. Por el contrario, ser poseída es una situación compatible solamente con la oralidad: uno no puede ser poseído al escribir.[74]

Empero, contra toda ilusión de exhumar el discurso de la posesa, De Certeau remata con una reflexión ética: ¿Qué es lo que supone “esta escritura” sobre la oralidad?:[75]

Finalmente, interviene la cuestión que debo plantearme como historiador o como intérprete. Al analizar la palabra de la posesa, tengo la ambición de oírla mejor que el médico o el exorcista de ayer, de comprender mejor que los sabios de ayer lo que revela el otro [...] ¿Dónde está el lugar que me autoriza a suponer que puedo, mejor que ellos, hablar del otro?[76]

Cuarta figura: la “salvaje” y el eros

El relato de Jean de Léry proporciona, en la lectura decerteana, un punto de partida “moderno” para la hermenéutica de la “mujer salvaje”. El diario del joven, distinguido como “Breviario del etnólogo” por Lévi-Strauss,[77] narra un viaje, un retiro “dominico” en el Amazonas de Brasil. De Certeau extrae, de una serie de relatos de viaje, piezas que marcan una “arqueología de la etnología”: “al dete­nerme en un episodio narrado por Jean de Léry como equivalente de una ‘escena primitiva’ en la construcción del discurso etnológico, [...] debo interrogarme sobre lo que este análisis me oculta y me explica”.[78] Se refiere, en efecto, al discurso etnológico, a los pre­supuestos de la etnografía sobre la oralidad. Es decir, sobre el rumor de esas palabras que apenas se pronuncian, que se desvanecen: “Una pérdida irreparable es la huella de dichas palabras en los textos que las buscaban”.[79]

La Historia de un viaje hecho a la tierra del Brasil[80] es la bitácora de una estancia en la bahía de Río durante los años 1556-1558. “Reformado”, De Léry huye de Francia a Ginebra, y de Ginebra viaja a Brasil con otros compañeros a fundar un refugio calvinista. Antes de emprender el camino de regreso a Ginebra y de allí a Francia —donde se instalará como pastor— De Léry vaga durante tres meses entre los tupinamba de la costa:[81]

Peregrinación al revés [...] el itinerario parte del centro hacia los bordes y busca un espacio donde encontrar un suelo [...] Al fin de esta investigación, como resultado de este viaje de ida y regreso, aparece la invención del Salvaje.[82]

El trayecto de Jean de Léry culmina en un “retorno a sí mismo” por mediación de un “otro”. Se consuma la vocación antropológica —autocrítica por antonomasia— en la acción práctica de hacer un rodeo a tierras lejanas, y, a la zaga de tal conmoción, volver la mirada sobre el propio mundo. Movimiento existencial, desplazamiento epistemológico, reflexión práctica o praxis, de la historiografía.

De regreso en Francia, De Léry observa con detenimiento el “objeto literario” traído “de allá”. Pero un “algo” se escapa de la crónica, del texto que De Léry va a escribir. La palabra tupí ya no se puede recuperar. Esos fonemas evocan un acto perecedero. Un acto que no es mimético, sino energeia pura. La escritura no puede atraer y narrar esta “joya ausente”.[83] Los párrafos antedichos por De Certeau, refieren las impresiones que suscita en Léry, una asamblea tupí:

[…]tan grande alegría que, no solamente al oír los acordes tan bien medidos por una multitud tan grande, sobre todo cuando al oír sus voces para la cadencia y el estribillo de la balada, en cada estrofa decían: heu, heuaure, heura, heuraure, heurar, ueh, quedaba yo completamente arrobado, sino que también, todas las veces que me acuerdo, el corazón se me estremece y me parece que las tengo todavía en mis oídos.
Empero, de inmediato De Léry acude al intérprete. Se consuma, de este modo, la operación historiográfica que transforma la balada en un “relato del diluvio inicial”.[84] La articulación entre la palabra y la escritura se escenifica en la Historia: “mientras que la voz salvaje está limitada al círculo evanescente de su audición, la escritura hace la historia”:

A esta escritura que invade el espacio y capitaliza el tiempo, se opone la palabra que no va lejos y que no retiene nada. Bajo el primer aspecto, no abandona el lugar de su producción. Dicho de otro modo, el significante no se puede separar del cuerpo individual o colectivo, no se puede exportar. La palabra es aquí el cuerpo que significa [...] sólo hay escritura cuando el significante puede aislarse de la “presencia”. [85]

La literatura de viajes, produce al salvaje como “cuerpo del placer”. Frente al “trabajo occidental” se encuentra el lugar “del ocio y los deleites”, la “fiesta para el ojo” y el oído del mundo tupí: agasajos, salmos silvestres, danzas y baladas pueblerinas. Una “otredad” regresa bajo la forma de “ruidos y aullidos” o “dulces y graciosos sonidos”; arrobamientos. Tales sonidos inarticulados son, en el magnífico dicho decerteano, “llamadas desorbitadas del sentido”. Nuevamente la figura del exceso compone un lugar común. Pero todo esto es efímero e irrecuperable, “momentos inexplotables, sin retorno y sin provecho”:

Estas rupturas parecen venir por la noche a deshacer la construcción utilitaria del relato. Lo “in-audito” [...] es lo que es oído, pero no comprendido y por lo tanto arrebatado al trabajo productivo: la palabra sin escritura, el canto de una pura enunciación, el acto de hablar sin saber, el placer de decir o de oír.[86] 

La erotización del cuerpo del otro —la desnudez y la voz salvaje— se desarrolla a la par de una ética de la producción. Entre los tupí “saltar, beber y cahuinar[87] son casi oficios ordinarios”. De Léry permanece embelesado por las mujeres tupí, siempre desnudas, en apariciones nocturnas en las orillas de riachuelos. La aparición de estas mujeres, locas de placer —“que se lavan y sumergen como patos”—,[88] lo magnetiza e intimida: las indias tupí, según Léry, son las únicas que trabajan incansablemente; pero también son ávidas, las primeras que practican la antropofagia. Una “presencia exorbitante”, en la expresión de Emmanuel Lévinas,[89] regresa como desnudez, como fantasma del sexo con dientes (vagina dentata), representación de la apetencia femenina. Esta desnudez “sin señales de vergüenza ni recato”, es primitiva, anterior a la historia humana.


Epílogo

La voz, deportada fuera de los confines del discurso, retrocederá y con ella los murmullos que la distinguen de una “producción escriturística”. La salvaje evoca la “palabra sin sentido” que hechiza al discurso occidental. Este “decir” obliga a escribir, en todo caso, a la ciencia productora de sentidos. El relato de De Léry esboza la ciencia de esta fábula: el modo en que la Etnología interviene en la Historia.

Michel de Certeau nos transmite una primordial distinción: el relato oral permanece protegido de la alteración museográfica. El relato es narración, no descripción. No pretende apegarse constreñidamente a la realidad y acreditarse por lo real que muestra. Contrariamente, funda un espacio ficticio. Más que describir una jugada, la hace. El lenguaje de las mujeres tupí no obtiene su poder de lo que dice, sino de lo que hace. Es insensato, pero produce placer.[90] Todo relato, en la concepción decerteana, es un cuento de alejamiento y viaje, una práctica cotidiana del espacio. Hay tantos espacios como experiencias espaciales distintas; la perspectiva está determinada por una fenomenología de existir en el mundo.


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[1]  George Steiner, Lecciones de los maestros, p. 39.


[2]  Ídem.

[3]  “Se preocupa por el psicoanálisis, pertenece a la escuela freudiana de Jacques Lacan, desde su fundación en 1964 y hasta su disolución en 1980”. Luce Giard, “Historia de una investigación”, p. XV.

[4]  Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 51.

[5]  “Hace falta determinar algunas formas históricas impuestas a la oralidad que se deben a su exclaustración”. De Certeau, La invención cotidiana, p. 169.

[6]  Ídem., Historia y psicoanálisis, p. 56.

[7]  Desde Sócrates a Nicolás de Cusa se utilizó la noción “docta ignorantia” para designar, al menos, el reconocimiento de la ignorancia propia. A la zaga, Pierre Bourdieu retomó la expresión para distinguir la existencia de un “dominio pre reflexivo”, donde el cuerpo figura como “fuente de intencionalidad práctica”. Pierre Bourdieu y Loïc J.D. Wacquant, Respuestas por una antropología reflexiva, pp. 26-28.

[8]  De Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 54.

[9] Ídem, Historia y psicoanálisis, p. 120.

[10]  Ídem., La invención de lo cotidiano, p. 145.

[11]  Ídem., La fábula mística, p. 17.

[12]  Ídem., La escritura de la historia, p. 12.

[13]  Giard, “Historia de una investigación”, p. XIV.

[14] Humberto Giannini, La reflexión cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia, p. 19.

[15]  De Certeau, La invención de lo cotidiano, p. XVIII.

[16]  Según De Certeau, la experiencia femenina resistió mejor la ruina de los simbolismos, teológicos y masculinos, que consideraban a la “presencia” como una venida del Logos. Ídem., La fábula mística, p. 45.

[17]  Ídem., La invención de lo cotidiano, p. XXIII.

[18]  Ídem., La fábula mística, p. 56.

[19]  Ídem., La escritura de la historia, p. 240.

[20]  Ibídem, p. 35.

[21]  Ídem., Historia y psicoanálisis, p. 94.

[22]  Ídem., La invención de lo cotidiano, p. 95.

[23] Ibídem, p. xviii.

[24]  Ibídem, p. 29.

[25]  Ídem.

[26]  Alain Badiou, Manifiesto por la filosofía, p. 29.

[27]  De Certeau, La invención de lo cotidiano, p. 29.

[28]  La noción de bricoleur que postuló Lévi-Strauss alude a quien trabaja con sus manos utilizando medios no originales. Compone con ideas y materiales heterogéneos que han sido creados para otros fines y que adapta, sobre la marcha, a sus necesidades. No estampoco es un “chapuzas”, en el sentido de trabajar sin conocimiento de lo que se hace. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, p.35.

[29]  De Certeau, La invención de lo cotidiano, pp. 88-89.

[30]  Ibídem, p. 96.

[31]  Ibídem, p. 25.

[32]  Ídem., La fábula mística, p. 176.

[33]  Ibídem, p. 178.

[34]  Leopoldo Zea, Latinoamérica en la encrucijada de la historia, p. 61.

[35]  Expresión tomada de Nicolás Casullo. Conferencia impartida en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, “La crítica a la crítica cultural”, 4 de octubre de 2006 (R. Cassigoli Responsable papime, EN306904).

[36]  Jacques Derrida, “La lengua no pertenece”. Entrevista con Évelyne Grossman (1979) publicada en el mensuario Europe, núm. 861-862, enero-febrero de 2001. Traducción de Ricardo Ibarlucía en Diario de Poesía, núm. 58, primavera de 2001.

[37]  De Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 17.

[38]  Derrida, “La lengua no pertenece”.

[39]  De Certeau, La fábula mística, p. 224.

[40]  Ibídem, p. 228.

[41]  Ibídem, p. 225.

[42]  Ibídem, p. 226.

[43]  Ibídem, p. 227.

[44]  Ídem.

[45]  Ídem., La fábula mística, p. 230.

[46]  Ibídem, p. 228.

[47] Gershom Scholem, La cábala y su simbolismo, p. 38.

[48]  Otras figuras masculinas, ulteriores, han sido provistas de un nombre: Marcos, el “loco” en Alejandría del siglo vi, Simeón el “loco” del siglo vi, en Siria; Andres Salos, en Constantinopla del siglo ix. De Certeau, La fábula mística, pp. 45-46.

[49]  Una práctica contemporánea (siglos iv-vi) le dio a la simulación de la locura un correlato femenino: Pelagia, Marina, Eugenia, Margarita y Apolinaria se disfrazan de hombres y pasan por eunucos. Tratan de abolir la diferencia: “La multitud es el universal donde debe perderse la diferencia entre hombre y mujer, entre sabio y loco[...]”. Ibídem, p. 58.

[50]  Ibídem, p. 46.

[51] Ibídem, p. 46.

[52]  Ibídem, p. 49.

[53]  Ibídem, p. 50.

[54]  Ibídem, p. 47.

[55]  “[…]los místicos no rechazan las ruinas que los rodean, se quedan ahí. Van a ellas. Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, desean entrar en una orden ‘corrompida’. Estos lugares deshechos, casi desheredados, lugares de abyección, de lucha —y no lugares que garanticen una identidad y una salvación— son los escenarios de las luchas presentes. Como la Jerusalén destruida por los siglos. El desciframiento de la historia está reservado a algunos seres del dolor. ‘Intelectuales convertidos en bárbaros’ ”. Ibid., La fábula mística, p. 39.

[56]  Ninguna investigación teórica, cavila De Certeau, ha logrado eximirse de explicar su relación con esta actividad “sin discurso”, con este “resto” inmenso formado por aquello que, de la experiencia humana, no ha sido domesticado ni simbolizado dentro del lenguaje. Ibid., La invención de lo cotidiano, p. 71.

[57]  Roland Barthes, Roland Barthes, París, Seuil, 1975, p.149. Citado en De Certeau, La fábula mística, p. 53.

[58] Ibídem, p. 58.

[59]  Traducción original del texto editado por C. Buther, Texts and Studies, vi, 2, Cambridge, 1904, pp. 98-100. Reeditado en Palladios, Historire lausiaque, ed. y trad. A. Lucot, París, Picard, 1912, ps. 228-233. Citado en De Certeau, Ibídem, p. 47.

[60]  Las “posesiones” aparecen hacia fines del siglo xvi. El combate contra la “peste” de los brujos se transforma, junto con la posesión, en un proceso que abarca un debate sobre los marcos sociales de referencia y la teatralización de los conflictos de la época: “La posesión es una escena, mientras que la brujería es un combate”. Ídem., La escritura de la historia, p. 236.

[61]  Ídem., L’absent de l’histoire, Mame, France, 1973.

[62]  Ídem., La escritura de la historia, p. 236.

[63]“La Possession de Loudun trató de entender el espectáculo diabólico como un fenómeno social. Loudun es, a su vez, la metonimia y la metáfora que permiten captar como una ‘razón de Estado’ y una racionalidad nueva, sustituyen a la razón religiosa”. Ídem., La Possession de Loudun, Julliard, París, 1970.

[64]  Ídem., La escritura de la historia, p. 241.

[65]  Ibídem, p. 238.

[66]  Lo esencial de la terapéutica de la posesión, sea en África o en América del Sur, consiste en “dar un nombre” a lo que se manifiesta “hablando” de un modo inseparable de trastornos, gritos y gestos.

[67]  “Transgredir significa atravesar”. Ibídem, p. 239.

[68]  De Certeau, La escritura de la historia, p. 241.

[69]  “[...] entiendo ‘cita’ en el sentido literario, pero también se puede entender la citación ante un tribunal”. Lo citado, en el texto, está “alterado”. Ídem., La escritura de la historia, p. 241

[70]  “Pregunta-respuesta, pregunta-respuesta: así es el género literario”.Ibídem, p. 243.

[71]  “Hacía poco tiempo que en la villa se había fundado un convento de ursulinas, una comunidad pobre de 17 o 20 monjas dirigidas por la madre superiora Juana de los Ángeles (sor Jeanne des Anges). ‘Exaltada’, ‘beata’, ‘posesa’ son epítetos que la califican. A raíz de la llegada de un confesor comenzaron a correr rumores por la localidad, en el sentido de que la madre superiora y sus novicias estaban poseídas por demonios y que el esforzado confesor había procedido a exorcizarlas”.

[72]  Ídem., La escritura de la historia, p. 245.

[73]  La armonía —concierto de voces— constituiría el apogeo de la fraternidad y la inteligencia. Esta premisa puede ser tan válida para un individuo como para una colectividad.

[74]  Ídem., La escritura de la historia, p. 245.

[75] Ibídem, p. 206.

[76]  Ibídem, pp. 244-245.

[77]  En 1556, Jean de Léry tenía veinticuatro años.

[78]  Ibídem, p. 206.

[79]  De Certeau, La escritura de la historia, p. 206.

[80]  Publicada en 1578.

[81]  Distintas tribus componían la nación tupinamba. Dominaban casi todo el litoral brasileño.

[82]  Ídem., La escritura de la historia, p. 207.

[83]  Ibídem, p. 209.

[84]  Los más próximo, según Léry, que tienen los tupí, a la Escritura Santa.

[85]  “Los tupinamba ven en los caracteres trazados sobre el papel una forma enigmática de la palabra, el acto de una fuerza. Es ‘brujería’ que ‘las misivas hablen’ ”. De Certeau, La escritura de la historia, p. 212.

[86]  Ibídem, p. 223.

[87]  En la fiesta se bebe cahuin, bebida obtenida de un tipo de maíz.

[88]  Ídem., La escritura de la historia, p. 228.

[89]  Emmanuel Lévinas, Totalité et infini, p. 234, citado De Certeau, La escritura de la historia, p. 229.

[90] Ibídem, p.226.