Mario Bellatin

Una conversación con inés Sáens

Mantener el no-tiempo
y el no-espacio



Para Mario Bellatin, la escritura es su zona de confort, su brújula. He podido llegar a esta conclusión después de largas conversaciones  y repetidas lecturas a su vasta obra que se traduce en libros, ediciones, películas, performance, exposiciones donde actualiza sus ideas sobre la autoría, o el circuito editorial.

Para esta ocasión, lo visité en su casa, ubicada en un barrio céntrico de la Ciudad de México. Las marcas de su persona se encuentran por todas partes; todo elemento que allí existe forma parte de una rutina calculada y exigente que lo lleva de una manera u otra a escribir: los papeles sobre la mesa guardan un orden casi sagrado y son intocables; las cajas de lámina o su minúsculo estuche contienen sus accesorios de trabajo que incluyen desde varias plumas fuente hasta pilas para cargar su iPod; coexisten sobre la mesa sus pequeñas libretas donde anota detalles importantes de su proceso de escritura que no debe olvidar, algunos libros y también una máquina de escribir: la famosa Underwood 1915, a la que mandó hacer una caja portátil especial. Como único librero está aquél que diseñó para que sólo pudiera contener los libros que él mismo edita y que forman parte de su colección: “Los cien mil libros de Bellatin”. Ni uno más, ni uno menos. La exactitud forma parte del plan, sobre todo cuando se trata de respetar los horarios para sacar a sus perros de paseo; confiesa Bellatin que esta exigencia de la cotidianeidad es  una pequeña tortura pero también la condición más importante para llegar al acto de escribir.  ¿Será, tal vez, el movimiento (el deambular por las calles, la danza circular derviche) el principio necesario que lo prepara para la creación?

Cada obra tuya sorprende, abre nuevas perspectivas creativas; te veo como un explorador en una búsqueda constante que a través de la escritura vierte todo lo que trae en mente, ¿cómo te concibes tú? 

Las dos posturas que estás mencionando, la del explorador y la de cómo reconocerte a ti mismo, tienen una cierta trampa. A veces siento que puede existir una repetición en mi obra que me da miedo. Esto que se puede considerar como un estilo corre el riesgo de transformarse en una fórmula, en algo repetitivo: “¡Ah!, un libro de Mario Bellatin, ya podemos prever qué vamos a encontrar”.

Y en el camino de la exploración, lo que le temo es a los términos “experimental”, o “vanguardias europeas del siglo xx”, que son espacios por los que no quiero circular. Yo espero que haya una exploración dentro de la obra misma; es difícil que yo sea juez y sea capaz de verlo; pero sí hay un interés concreto en que los libros de alguna manera tengan un sello personal y que vayan más allá incluso de los títulos, que sean una escritura. Es lo más honesto que yo podría hacer con esta misma escritura, hacerla escritura y hacerla texto sin llegar a considerarla literatura ni tampoco narrativa, sólo escritura.

Puede ser cierto lo que mencionas de una exploración, pero es una exploración exógena, una exploración que es fiel a sí misma. Yo creo que esas dos posibilidades están presentes pero contradiciéndose; es lo que yo busco en autores que me pueden interesar: que escriban algún libro que no se trate de nada, más que del libro mismo. Yo pretendo que cada libro mío pertenezca a una escritura generalizada, pero que cada libro trate del libro en sí mismo. Que haya un respeto a las reglas que el propio texto está proponiendo.

La editorial estadounidense 7 Vientos acaba de publicar la edición bilingüe inglés-español de Flores, junto con La biografía ilustrada de Mishima. Shiki Nagaoka: una nariz de ficción ha sido traducida recientemente. Ambas publicaciones han tenido una espléndida recepción por parte de la crítica. Lo mismo sucedió en su momento con Salón de belleza, publicada por City Lights, que ganó en 2010 el premio Stonewall Book Honor for the Barbara Gittings Literature Award. Llama la atención la apertura que hay de la crítica anglosajona hacia tu obra.

Creo que hay cada vez una mayor apertura hacia los escritores latinoamericanos. Hasta hace unos cinco o seis años uno sólo podía encontrar autores arquetípicos; donde terminaba la lista era en Como agua para chocolate, ésos eran los libros que se leían de traducción del castellano. El público lector anglosajón es muy diverso; no podemos hablar de un lector norteamericano; a diferencia de otro tipo de sociedades la norteamericana está muy segmentada. Podemos hablar por ejemplo del primer grupo lector que tuve, que era en realidad un público universitario. Yo era un autor de academia. Hay varias tesis, además del libro que se coordinó como resultado de un congreso en la Universidad de Brown donde venían estudiosos a compartir su trabajo.

Creo que ése fue un primer momento de expansión de mi obra, en Estados Unidos, a nivel académico. Ahora me niego a que exista esa segmentación. Percibo que hay mucho truco en las universidades norteamericanas respecto del estudio de las lenguas hispanas; veo que hay un doble discurso. Con frecuencia se nos invita a esos lugares —que es lo que me suele suceder en el extranjero— a hablar de nuestra obra a estos segmentos cerrados; creo que son espacios poco estimulantes porque son como una especie de repetición en pequeño de lo que sucede en cada país. Como una recreación en miniatura  de una posible discusión de literatura escrita en Latinoamérica, pero en Estados Unidos. Muchos escritores por ejemplo, o catedráticos que van a estos programas, ponen en su currículum vitae: “Profesor invitado a la Universidad de Cornell”, pero es mentira; no van a la universidad, van a estos programas que están un poco ocultos.

Eso me ha molestado siempre, y veo que ocurre de la misma manera en otros países. Recuerdo que hace veinte años me invitaron a un congreso en Alemania, a donde fui con la intención de conocer qué estaban haciendo los escritores alemanes de ese momento. Pero me encontré con una suerte de barrera hecha por estos latinoamericanistas hacia lo que sucede no sólo en sus países de adopción sino también en sus propios países. A mí me parece bastante absurdo, porque si lo pensamos al revés, no tendría ningún sentido. Por ejemplo, imagínate tú que aquí en México organicemos un congreso sobre la obra de Thomas Mann, o un congreso sobre Proust. Es decir, que los germanistas en México no traen aquí a los expertos en Thomas Mann o en Goethe, para hacer, con germanistas de aquellos países, un congreso sobre Goethe. En cambio uno sí va a Europa, o a Estados Unidos para escuchar un congreso sobre Onetti. Me parece que es una actitud reduccionista, una actitud que de alguna manera trata de confundir la literatura con la sociología, o con el turismo, a partir de la lectura de libros exóticos. Independientemente de los contenidos, lo que me molesta de todo esto es la imposición —racional o irracional— de reglas. Lamentablemente en Latinoamérica yo creo que hemos vivido treinta años de esa opresión, de lo que se debe y no se debe hacer. Y la literatura es precisamente lo contrario, hacer lo que no se debe hacer. De alguna manera ese “hacer lo que no se debe hacer” puede emparentarse con lo que preguntaste al comienzo de que “hay una búsqueda constante en mi obra.”

Ahora prefiero buscar los lugares centrales donde está transcurriendo la literatura, la escritura que surge en esos sitios. Intento, con esos dos últimos títulos que mencionas, que mi obra entre al público anglosajón.

Estoy haciendo un experimento, a ver si me resulta, con Jorge Eduardo Eielson, uno de mis poetas preferidos. Eielson es un escritor y artista conceptual peruano que vivió en Italia y Francia; él escribió un poema llamado “Primera Muerte de María” que no sé si sea uno de sus mejores poemas, pero es un poema narrativo. Yo estoy tratando de sacar al personaje y hacerlo central en mi relato; quiero jugar con este personaje de ficción del poema y hacerlo el que dicta las cinco clases de veinte horas al grupo de ciegos y sordos. En este momento es una especie de premisa, no sé si va a funcionar, pero esto no nace de un deseo de ser experimental, o de llegar a los límites. Lo que yo quiero es huir de mí mismo sin huir de mí mismo, como sucede en las pesadillas, cuando corres y no te mueves de tu lugar. Eso es lo que quiero conseguir, porque eso hace posible que la escritura siga fluyendo. Ésa es la imagen ideal de cómo me gustaría que se tomaran mis libros, que se muestre a mí mismo como un espacio independiente a mi persona.

Resulta interesante la manera en que tus textos esquivan cualquier indicio de un tiempo o un espacio reconocibles. A través del no-tiempo y el no-espacio, incluso la no-trama, tu escritura ocurre sin las limitaciones de la narrativa realista.

Esto es verdad y no lo es. Se presenta así porque me di cuenta de que —aunque todos mis libros tienen un tiempo y un espacio definidos—  yo no tengo por qué transmitirlos al lector. Esto le quita posibilidades y resonancias. Al momento de concentrarlo, lo que siempre trato de evitar es que los libros tengan una sola lectura. Estamos tan acostumbrados a enfrentarnos a textos de tesis. La literatura es un espacio para abrir universos, pero los libros-tesis y los libros-respuestas que quieren demostrar algo, sólo serán eficaces para lecturas didácticas, muy primitivas.
Yo creo que en esta época ya hay otros medios que pueden cumplir mejor con esa función social y pedagógica. En esa búsqueda de amplitud y de obtener la co-creación de un lector, es cuando aparece este aparente indicio de un tiempo y un espacio. Sí hay un tiempo y un espacio, sí hay una realidad definida y un interés en esta realidad, un interés social. Esos elementos existen pero no están puestos a la manera como deberían estar colocados. Porque yo siento que ésas son formas ya gastadas y retóricas que están hechas para quedar como simples cáscaras. Yo trato de reflexionar sobre esta sociedad desde un punto de vista no mucho más profundo sino un punto de vista más libre, tanto para el autor como para el lector. Y para que el lector también pueda recrear su propio tiempo y su propio espacio. Lo que sucede es que hay un tiempo y un espacio para mí como autor que muchas veces enmascaro con otro tiempo y otro espacio; como pueden ser los libros japoneses, árabes o judíos que no son más que una forma de mantener este no-tiempo y no-espacio que está presente desde mi primer libro.

Es curioso cómo este enmascaramiento es tomado muchas veces como algo que no tiene contenido, como algo superficial, pero no es cierto: sí hay un estudio formal, una penetración y un trabajo con la literatura japonesa o con la tradición de la literatura jasídica.

Esto lo menciono porque el siguiente libro que va a aparecer traducido al inglés es Jacobo el mutante. Lo encargaron a un traductor religioso judío, que me escribió un correo sumamente asombrado. En realidad, el asombrado fui yo. Me decía: “¡Todas estas referencias a la literatura judía, al pensamiento hebreo son ciertas!”, a mí me sorprendió. ¿Qué pensaba? ¿Que yo escribía Jacobo el mutante y ponía una nariz aguileña y una tienda jugando con una especie de arquetipo superficial? Pues no. Una tradición, en este caso la judía, va más allá. Y al mismo tiempo es una máscara para un espacio que omite ese tiempo y espacio que sí existen, pero no por ser máscara es superficial. Es todo un trabajo de la tradición y de los conocimientos e intereses que puedo tener por la literatura japonesa, la literatura judía o la árabe, porque dentro de esas tradiciones están muchos de mis autores preferidos.

En tu Biografía ilustrada de Mishima, la fusión de la materia viva (que es el cuerpo de Mishima) con la materia inerte de las prótesis hace posible la aparición de un tercer tipo de personaje encarnado por los bio-objetos. ¿Qué pasa con eso? A mí me parece que tiene un sentido muy profundo.

Me parece interesante cuando hablas de lo vivo y lo muerto. Ahora que trabajo con el cine (o el cine después del cine), las películas que he hecho solamente van a poder ser vistas con una puesta en escena delante. Porque el cine ya murió, está muerto; no el cine el género, sino que de mi película, lo que estamos mirando que ya está filmado y editado: está muerto, pero nosotros seguimos vivos. Hice una puesta en escena de Bola negra, la película musical sobre Ciudad Juárez donde los mismos participantes de la película estaban presentes y había una música ahí  que hacía contrapunto con la música que estaba en la película.

Mi interés no está en los cyborgs ni en el hombre del futuro. Mi interés va hacia las formas más antiguas, mucho más arcaicas. Yo uso el cyborg para hacer un personaje muy rudimentario. De alguna forma hay en esas búsquedas algo que siempre he tratado de explorar: cómo los extremos se tocan. Cuando hay un desarrollo radical, se llegan a tocar formas primitivas de comportamiento o sociales.

Yo creo, por ejemplo, que algunas ciudades del mundo (Berlín, Nueva York) iban hacia ese camino cuando yo comenzaba a escribir, a mostrar su hipermodernidad, su hiperdesarrollo a través del encuentro con formas sumamente primitivas de vida. De alguna forma eso fue cortado. Recuerdo el Nueva York de los años ochenta donde estaba la modernidad y el centro financiero, etc., muchas actividades donde convivían hombres con ratas y con homeless. Todos convivían dentro de este mundo extraño, donde aparecía la primera computadora y cuando estaba dándose el cambio informático que transformó por completo las costumbres de las personas; pero hubo un momento que para mí fue glorioso y pensé que así iba a continuar. Esa convivencia entre los dos puntos máximos, la mayor modernidad posible, será el mayor “atraso”. Esta vuelta a lo que es primario y precario.

Ahora siento que ese rol lo está llevando a cabo Uruguay, después de ser considerada por muchos como una ciudad atrapada en el tiempo, atrasada. De pronto se erige como un modelo a la sociedad del futuro, sin los problemas de las grandes sociedades. Una sociedad donde la gente puede conversar, sentarse y utilizar su tiempo, donde no hay monopolios mayores que manejan la política. Una sociedad que decide sobre lo político, no las empresas e instituciones. Una sociedad en donde el dinero deja de ser una cosa abstracta; el poder va por otro camino. Yo creo que es uno de los pocos lugares liberados del mundo. También lo sería Cuba si no tuviera esa ideología tan rigurosa.

¿Es en este contexto donde surge El hombre dinero, tu libro más reciente publicado por la editorial Sexto Piso?

El hombre dinero es un poco complicado porque yo no tengo una teoría sobre el dinero. Pienso como piensa la mayor parte de las personas que no caen en los dos extremos a los cuales lleva el dinero: la acumulación estúpida de dinero, y su opuesto, la falta constante, la falta dramática de dinero que se lleva todos los días muchas vidas humanas. Afortunadamente, no me encuentro en ninguno de los dos extremos; en algún momento estuve en el lado del no-dinero absoluto, y tuve que seguir una terapia para poder tener una relación más o menos normal con el dinero. Propongo que alguien sensato deba buscar en su vida abolir el dinero. Que el dinero no exista, que el dinero no sea una rémora; que el dinero no sea una tara que impida a la gente llegar a intereses mayores. Que tengan búsquedas humanas, espirituales, intelectuales. Mucho más allá de un acto mecánico de comprar o vender, o no tener cómo comprar ni vender. Entonces, si yo estoy preocupado por no tener un lugar donde vivir o donde pueda satisfacer mis necesidades básicas, donde no pueda disponer de tiempo por estar siempre buscando la sobrevivencia, el dinero va a ser un elemento: el no-dinero va a ser una rémora impresionante. Yo, en esos casos, siento que el dinero es un invento para los pobres, para que los pobres tengan en qué entretenerse, se enloden y se atoren ahí. Somos crueles. Vemos cientos de personas que están dando vueltas sobre sí mismas porque no pueden salir de ese círculo del no-dinero, que hace que un ser humano no tenga opciones de desarrollarse a sí mismo. Ése es un extremo que aparece en el libro.

Y el otro extremo es el del acumulador, que tiene una necesidad e interés desmedido por la acumulación del dinero. Su necesidad es curiosa, porque si esa persona hiciera de ese dinero una realidad, al menos tendría una razón de ser. Pero en su mayor parte es quedarse con un dinero virtual, con cifras, con una abstracción total de cifras. Eso es para mí un síntoma. En lugar de ser aplaudidos o tomados como adalides de la sociedad o ejemplos a seguir, son unos casos clínicos que deben estar internados en el primer hospital psiquiátrico más cercano.

El hombre dinero quizá tenga que ver con una experiencia que yo tuve y por la que fui a una terapia. Recuerdo una época en la que si me pagaban no trabajaba y si no me pagaban, trabajaba. Hubo un momento donde la escritura fue una carga, que ahora tengo domesticada. Yo tenía que estar días y días sobre un mismo texto que no tenía ni principio ni fin. Un texto que no iba posiblemente a ninguna parte. Yo estaba totalmente seducido, abstraído, hipnotizado por esta escritura, mientras que la realidad circundante iba despedazándose. Hubo momento en que vivía en una miseria bastante extraña mientras escribía.

Puede ser un remanente de eso, pueden ser estos recuerdos familiares... hay todo un racimo de posibilidades del por qué he escrito El hombre dinero. Lo que sí puedo decir es que no es una teoría sobre la caída de Wall Street o sobre la crisis mundial, el juego de las bolsas de valores. Ésa no era mi intención en todo caso. Como sucede en todos mis libros, se puede llegar a eso también pero siempre la perspectiva es muy íntima, muy personal. Ocurre desde el momento en que uno rememora sucesos, magnifica recuerdos, minimiza hechos, da supuestos a cosas que no ocurrieron (el famoso “qué hubiera ocurrido si pasara esto o lo otro”). Un mundo de preguntas y dudas, de señalar más que de explicar, yo creo que ésa es la labor de la escritura. Es un lugar donde puedes fijar un lenguaje, fijar unas reglas de juego para poder hacer más fácil la expresión de tus dudas. Pero una respuesta que venga de ahí no sé si tenga mucho sentido. O se llama respuesta a esto que son los dos extremos terribles pero eso creo que es algo que todo mundo puede cotejar, que no es muy difícil para alguien concluir que la miseria extrema sea un producto terrible de este famoso dinero; y que la acumulación también lo sea.

Tus proyectos editoriales. En el caso concreto del circuito de creación-producción-consumo del texto literario, has creado un singular proyecto editorial. Los cien mil libros de Bellatin son una apuesta de independencia al circuito editorial que rodea a todo escritor y sus creaciones. ¿Nos puedes compartir un poco de esto?

No es en contra del sistema editorial, no estoy en contra de nada. Yo siento que el sistema editorial tradicional está en crisis, no funciona. No funciona el esquema decimonónico del lector y del escritor. Funcionaba en su momento, como en los grandes maestros del siglo xix que eran en realidad productores de folletines. Las novelas estaban hechas en folletín y el público seguía semana a semana lo que hacían con sus héroes, heroínas y situaciones. Yo siento que ese sistema no se ha actualizado. No está a la altura de lo que esta sucediendo. Hay una serie de vacíos, de espacios muertos.

Hice este proyecto como un programa paralelo, no comercial, fuera de las normas de la economía, en el cual lo que busco es lo que supuestamente deberían buscar (o buscaron en cierto momento) las editoriales: ser facilitadoras de la información. Vehículos que hacían posible la comunicación entre un autor y un lector. Pero por las leyes del mercado que toman otro camino, se han convertido en privatizadoras de la información, que estorban e impiden la libre circulación de las ideas. Con ello no quiero decir que las ideas no deban ser pagadas o que no deban pasar por el espacio comercial. Sí creo que se debería pensar en una forma concreta, particular, aplicable a un producto cultural. Siento que ya es tiempo de sentarse y empezar a discutir el rol de los derechos de autor, la vigencia, pues me parece que es muy antigua la manera en la que está construido el sistema.

Entonces, el proyecto Los cien mil libros de Bellatin busca ir en un camino paralelo, no trata de competir con los propios libros. Estos libros nacen para que existan dentro de mi entorno, y por excepción esos libros van cayendo a los ojos de un lector por muchos medios pero que no están dentro del circuito comercial. En el caso de los libros, se da cada vez más una crueldad absoluta de una injusticia muy grande, de una inequidad pavorosa, porque éstos entran antes en un circuito comercial que es el único importante. Y caen dentro de las consecuencias que este circuito provoca.

Hay libros magníficos que cuando caen dentro de este sistema de comercialización y de venta, tienen una semana o diez días de oportunidad. Ya no hay librerías de stock como teníamos en nuestra época. Ahora las librerías, sobre todo las de primer mundo, donde hay mayor cantidad de editoriales, están expuestas a estas reglas de mercado. Pueden ser libros fantásticos, que pueden durar una semana puestos en una vidriera y si no se venden, inmediatamente son devueltos a las editoriales y poco a poco empiezan a ser destruidos. Este sistema hace que lo mejor quede relegado; lo mejor de alguna forma es un producto que está dirigido a las minorías. Yo creo que la mayor parte de la gente quiere leer mala literatura. Si hay una escritura mucho más compleja, con una búsqueda que no sea la habitual, entonces el libro va a estar preso de esas leyes de mercado que no tienen un lugar para él. Ahí es donde percibo la inequidad y la injusticia. El mercado no permitirá que muchos libros lleguen a nosotros los lectores. Un poco de este proyecto es llevar los libros siempre conmigo y facilitar esta relación entre el lector y el otro.

Hay en esos Cien mil libros una propuesta estética en su simpleza y su desnudez…

Por supuesto. Tiene muchas reglas. Este proyecto fue expuesto en Documenta 13 y es una propuesta total. Incluso yo en cierto momento pensé en hacerlos para ya librarme en ese interés que puedo poner yo en los libros míos que publico con editoriales. Siempre hay un plus de mi parte, de poder hacer de los libros un objeto. Por ejemplo, en El gran vidrio, el texto de la contraportada, el texto explicativo, de alguna manera es creación, porque en la novela se entiende como una especie de pieza de la propia ficción que está puesta afuera. En el caso de Los cien mil libros, sí hay una propuesta estética. Tenemos cien reglas que fueron publicadas por Documenta. La idea es que todos los libros son un sólo libro, una misma escritura que toma diferentes caras pero todo es una misma escritura que se fragmenta en estos pequeños volúmenes que de alguna forma también tienen la intención de buscar un editor que sea lo más barato posible. Todo es una pregunta: el papel, la edición, la idea de que todo sea muy barato, no para ahorrar dinero, sino con la intención de probarnos a nosotros mismos que es posible existir de otra manera.

Con estos libros han sucedido cosas fantásticas, mucho más interesantes que ir con un editor, entregarle el texto y olvidarme de él. Y ver en el periódico alguna reseña que por lo general no me interesa, ni leo, mucho menos si veo que es positiva. Tal vez leería una que hablara muy mal de mis libros, aunque nunca terminaría de leer lo que dicen. Le buscaría a la mala reseña el que no haya respetado las reglas que el propio texto impuso, cosas que nada tienen que ver conmigo ni con otro tipo de texto. Como ciertos periodistas que mezclan vida cotidiana, conductas concretas…, cuando lo único que se tiene que criticar ahí es un texto construido para ser autómata, para definirse a sí mismo y ser entendido. Independiente de otra instancia.

Me interesan algunas cosas que haces al revés. Por lo general el académico cita al autor; rara vez se hace lo contrario. Recuerdo que tú tenías un proyecto donde querías incorporar textos de críticos que escribían sobre tu propia obra. En 2008, publicaste en el diario argentino La Nación un artículo muy interesante titulado: “Kawabata: el abrazo del abismo”, donde hablas de un escritor japonés partiendo de criticas o reseñas que se hacían de tu propia obra.

Esta experiencia fue muy interesante, en Argentina todavía se acuerdan de esto. Yo quise dar un salto más grande, como una especie de pregunta, de interés. Así como de alguna manera considero que todos los libros son un mismo libro, lo que importa de ese único libro es la escritura más que los elementos constitutivos del libro. Asimismo, yo quería ver qué sucedía si jugábamos a la posibilidad de que ya no todos mis libros sean un libro, sino que todos los libros sean el mismo libro. Buscar las relaciones. Fue cuando me pidieron un texto sobre Kawabata. Yo seguramente lo hubiera podido hacer. Kawabata es uno de mis autores preferidos. Pero lo que yo voy a decir de Kawabata es lo mismo que se puede decir de otros autores. Hay una especie de lugar ciego y neutro. Junté a un grupo de académicos, críticos, escritores que habían escrito sobre mí.

Eso no fue lo primero que hice. Antes de la publicación de ese artículo que apareció en La Nación, dirigí durante un tiempo, junto a Philippe Ollé-Laprune, una revista pequeña que compartía ciertas características de los Cien mil libros, llena de puro texto apretado y que viajaba pegada a la revista Celeste. Era un proyecto que Philippe Ollé-Laprune y yo habíamos planeado para cuatro números solamente. Cada título tenía una temática particular. El último número era sobre las críticas que una serie de autores había hecho sobre mi obra. Era como archivar esas críticas, hacer que no se perdieran, y entonces fue como apareció ese número dedicado a mi obra.

La experiencia, llevada a cabo años antes de esta petición del diario argentino, me sirvió para seguir mi plan. Retomé el ejemplar, y escogí —dentro de esta selección de textos escritos a partir de mi obra— a los autores argentinos. Cambié la palabra Bellatin por Kawabata y de pronto hice un collage que quedaba perfecto. No quedaba perfecto sólo a Kawabata, le quedaría perfecto a Rulfo o a Faulkner. Yo creo que en el fondo es como un deseo no de desenmascarar, pero sí de poner en evidencia todo esto que está alrededor de la escritura.

Es lastre. Era señalar desde la escritura misma que una crítica es una crítica más, que mucho de lo que se dice de un autor, se puede decir perfectamente de otro. Pude comprobarlo al leer las reacciones a la versión online de mi artículo, que tenía un apartado para que los lectores pudieran opinar sobre lo que acababan de leer en el diario. Había unas críticas impresionantes. Todas decían que en efecto esa nota había captado el espíritu de Kawabata y que realmente era una nota bastante elocuente. Hubo una reacción que me llamó mucho la atención: uno de los autores de ahí me demandó, leyó la crítica de Kawabata, advirtió que sus palabras estaban allí, y me mandó una acusación. Mandó una carta (menos mal que con copia a mí) al periódico diciendo que había detectado un párrafo que era suyo. Pero era suyo y mío, porque estaba escrito sobre mí. Como en fotografía, yo creo que hay una coparticipación en la cual el fotografiado no recibe muchos beneficios; aquí también de alguna manera era eso.

Quiero que hables de tu obra no escrita, esta premisa tuya de “escribir sin escribir”, tu resistencia y pasión por la escritura. Un deseo de llegar a la no escritura, escribiendo, explorando e integrando las artes visuales, escénicas y cinematográficas a tu proyecto narrativo. Me gustaría que hablaras de tus performances, del “Congreso de dobles de escritores”; de “Kamikaze Taxi”; de “El perro en el altar”; son una fase constitutiva de tu trabajo creativo y responde a tu particular noción de escritura. A lo que tú llamas “sucesos de escritura”.

Me da miedo ponerle nombre a las cosas. Yo colocaría en tela de juicio el término que tú usas, “performance”, porque yo llegué a esa idea de escribir sin escribir, sin saber bien qué es. Es cuando se acaba la escritura. Yo lo que estoy buscando es escribir a partir de ciertas preguntas, y el hacerlo de una manera tradicional no me es suficiente para encontrar respuestas. Las palabras como “performance” o como “happening” son como un punto de fuga. Por ejemplo, el “Congreso de dobles de escritores”, no fue una ocurrencia del momento, provenía desde mis orígenes de escritor, que me hacían preguntarme sobre la importancia del autor. Es el autor quien echa luz a los textos o los opaca, es la complementariedad de parte de la presencia física del autor.

De pronto, en Latinoamérica hemos tenido muchos autores profetas, como si la literatura, la escritura, hubiera sido un pretexto para que hubiera una serie de oradores que hablaran de los temas más diversos; pero no sólo eso, sino que la gente acudía a ellos para saber sobre el clima, la guerra de Irak, Monsanto, etc. Eso ha aminorado con el tiempo, porque hay otros medios que son más efectivos que el discurso paralelo del escritor.

Desde siempre tuve la idea de que el texto pudiera sostenerse a sí mismo; curiosamente, estos hechos de escritura aparecen por un respeto exagerado al propio texto. Respeto tanto al texto, que quiero que ese texto carezca de la idea de un autor que esté todo el tiempo apuntalándolo. ¿Será posible la existencia de un texto sin su autor? Con esta pregunta en mente, comencé en El jardín de la señora Murakami, donde traté de hacer pasar al “autor” tradicional al papel de traductor de un libro oriental imaginario. Después, en otro libro, Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, traté de que ese autor, tal como estamos acostumbrados a percibirlo, sea suplantado por un supuesto “investigador literario” que está buscando los datos de este autor japonés Shiki Nagaoka. El autor de Jacobo el mutante también es un historiador literario que descubre una serie de textos en los archivos de una editorial alemana donde se publicó una novela que escribió Joseph Roth cuando estaba ebrio. Roth era un escritor con tantos problemas con el alcohol que escribió La leyenda del santo bebedor. Él tenía un libro que escribía cuando estaba borracho; una especie de libro secreto, totalmente absurdo. Cuando estaba sobrio, escribía los otros.

Mi indagación sobre la figura del autor es la respuesta a esa ceguera académica, de muchas cosas que están reñidas con la lógica; la academia muchas veces cae en las trampas literarias porque supuestamente encuentra datos. Pero no se pregunta nunca, por ejemplo, cómo Roth tenía una texto donde escribía sobrio y otro para cuando estaba borracho; cómo era posible que Shiki Nagaoka escribiera un libro que no se podía leer. A la academia no le importa; lo que le importa es el contexto de la disciplina en la que cada uno está y que impone las reglas del juego. Mis libros son una serie de libros que se preguntan qué pasa cuando no hay un autor.

Me interesa ahora llevar esa pregunta a la práctica. Voy a llevarla al espacio donde voy a seguir escribiendo. Es una continuación de todo lo anteriormente mencionado, y entra perfectamente dentro de ese mundo literario. Afirmo que yo soy un escritor, al que de vez en cuando le falta el aire y le falta papel y lápiz para responder a las preguntas. Para que pueda resolver una serie de dudas necesito realizar este tipo de acciones del escribir sin escribir. Pero de ahí a llamar a esto performance... No. No sabemos qué es un performance, como no sabemos qué es literatura. Si yo quiero estar en un elemento de una supuesta honestidad, yo sólo puedo decir que soy testigo de que yo escribo; de eso soy testigo y es real y es verdad.
Hago literatura. También performance. En el caso del “Congreso de dobles de escritores” realizado en París, hay un grupo de personas que aprendieron de memoria los escritos de una serie de autores. Pero lo que estaba haciendo ahí era seguir escribiendo. Los cien mil libros de Bellatin, que se presentaron en Documenta como una obra conceptual, surgen de una necesidad que tengo desde hace veinticinco años de mantener relaciones concretas con el mundo editorial tradicional y me doy cuenta de que hay un serie de vacíos que el mismo mundo editorial impide que se llenen. Yo hago eso de manera concreta en virtud de mi ser escritor. No en virtud de que yo piense en hacer performance e ir a Documenta.

Las fotos que hice en un momento dado las abandoné porque yo no soy fotógrafo. En cierto momento de mi vida dispuse de una serie de cámaras que usaba en mi infancia. Yo sentía que las fotos, tomadas de cierta manera, reproducían el universo enrarecido que aparece en mis libros. Eran reales y al mismo tiempo no lo eran, cotidianas y no. No son fotos abstractas o construidas, son fotos muy simples. De alguna manera sentía que esas cámaras de plástico reproducían esa ambigüedad.

Yo pongo el ejemplo de lo que ha pasado con la fotografía porque es muy claro: ya no se toman fotos, ahora lo que importa es la efectividad. Ahora vas a tomar ocho mil fotos y antes podías tomar —si eras un artista— el 1% de esa cantidad, porque tenías que armar las fotos y revelarlas. Ahora ya no se da ese proceso. Entiendo que es otra cosa, y eso mismo va a pasar con la escritura; lo que pasa es que no les ha sido tan fácil con la escritura como lo fue con la fotografía. El hecho de haber abandonado la máquina de escribir para trabajar en una computadora nos convierte en personas a expensas de un programa de computación; nosotros ya dependemos del Word. Ya dependemos de ese sistema que está más allá de nosotros. Entonces, si mañana ya no hacen Word o lo que fuera, hay que buscar el Pages, que es un programa que no permite hacer escritura compleja.

De un tiempo para acá uso el iPod para escribir; yo quería el nano, el nuevo. Observo que están tanteando con las nuevas tecnologías porque es cierto que nosotros queremos tener un sólo dispositivo y no la computadora, más el teléfono, más lo demás, sino una plataforma que tenga todo. Por eso los teléfonos, en vez de achicarse están creciendo. El iPhone 3 era más chiquito y ahora todos son más grandes. Tan grandes que no entiendo cómo los guardan.

Volviendo a la escritura y a la tecnología, veo que en un futuro se desarrollarán programas y opciones que al final de cuentas van a lograr que ya no escribamos. Que ya no haya teclado. Ahora que yo estaba buscando algo más chiquito que el iPad, el sistema operativo —que ya no se puede modernizar—, hacía que escribiera más lento. Si lo que yo quiero es un dispositivo para escribir; me acabo de comprar el nuevo que es más grande y muy delgado. Y lo quiero usar para que sea mi nueva máquina de escribir, sin saber en realidad qué va a pasar, como antes sucedía con el papel y el lápiz. Con el iPod regreso de alguna manera a la máquina de escribir; el hecho de pulsar las teclas y escuchar su sonido modifica la sensación y me hace retrotraerme a la máquina de escribir, a esa modernidad. Y también constato cosas terribles, por ejemplo que una vez que se salta de un medio al otro ya no es posible retroceder. Entonces yo ya no puedo escribir en el teclado de la computadora. Ahora uso la computadora para resguardar incluso en Notas, porque intenté usar Word y programas del iPhone y del iPad que me hicieron perder páginas enteras. Ahora lo uso en Notas y cuando termino la sesión de trabajo, me envío lo hecho por correo electrónico y ahí está. Después ya lo puedo imprimir desde la computadora, que como dije ya se convirtió en un vehículo para guardar e imprimir información. Pero ya no puedo trabajar en el teclado, como hacía antes.

Vuelvo a la cuestión del performance. Tengo una anécdota que tiene que ver con Los cien mil libros, en que la palabra performance fue clave y me salvó de una situación. Sucedió en una Feria Internacional del Libro, donde quería abrir mi maleta con Los cien mil libros. Los organizadores se resistían a dejarme, porque sabían que tendrían problemas con los vendedores de las editoriales que estaban exponiendo allí. En ese momento, se me ocurrió una idea. De pronto les dije, como Mohamed, como priista: “¿Y quién les ha dicho a ustedes que yo voy a vender libros? ¡Esto es un performance!”. Todo mundo respiró y entonces se anunció que yo hacía un performance. Esa palabra me permitió escapar, aunque era claro que estaba haciendo una vil venta de libros, normal. Lo único que hice fue ponerla bajo esa aura de performance que no es, es un juego; lo he hecho en mil lugares y dependiendo de la situación, de acuerdo a la situación tiene una rapidez, una flexibilidad y una serie de características de las que carecen las editoriales. Por ejemplo Los cien mil libros están conmigo en todas partes, mañana me piden cien libros en no sé dónde y yo llego con una mochila y tengo los cien libros para distribuir a cien lectores. Puedo suplir una serie de vacíos que la misma industria editorial descarta consigo por su misma razón de ser.

Otro peligro de acudir a la palabra performance es que yo intento ser honesto con mi propio trabajo. No soy performancero. No soy artista. Soy escritor. Y ser escritor va más allá de la idea que se tiene del escritor decimonónico, encerrado en su estudio, rodeado de silencio para escribir. Quiero dejar claro esto de que no soy artista, porque allí está el peligro de que me dejen de considerar escritor. Eso le pasó a dos autores geniales: a Ulises Carrión, en México, que quedó en una especie de limbo. Ahora recién, los muy jóvenes están rescatando cosas de él en editoriales alternativas. Pero durante muchísimos años estuvo en un limbo, porque él mismo marcó su guillotina que era trabajar más, y por trabajar más, al final terminó reduciendo su espacio. ¿Qué hubiera pasado si se hubiera quedado en su estudio haciendo textos y novelas tradicionales? También está el caso del poeta peruano del que te hablé hace unos momentos, Jorge Eduardo Eielson. Creo que ellos no marcaron su espacio. De alguna manera había todavía en ellos el mito leonardesco del hombre renacentista que es pintor, cocinero, músico, cantante, no sé… Cosa que también tenía Juan José Gurrola, el director de teatro que de pronto era arquitecto, pintor, dibujante etc. Decía: “yo soy poeta, soy escritor y también soy artista”, “yo ya no soy escritor, soy artista”. Creo que por eso es que se quedan en el limbo, y ésa es la razón por la cual yo revindico que soy escritor. Lo que sí puedo afirmar es que no desarrollo mi rol de escritor de la manera como se pensaría que se debería hacerlo.

¿Qué es lo normal y qué es lo anormal?

Para mí, lo normal es ir a la mezquita y entrar a un espacio, a un lugar, sin tiempo y sin espacio. A escuchar música en vivo, a girar y entrar en el mundo del giro, a cantar, a bailar. Para otras personas, eso sería lo más extraño del mundo. Incluso se lo comenté a la Sheika, una vez que regresaba con mi traje ceremonial, mi traje de girador. Yo regreso a mi casa vestido así y claro..., ¿qué pensarán los borrachos de la esquina? Yo de pronto me escuchaba a mí mismo y me decía: “Ah claro, los borrachos de la esquina son lo más normal del mundo, y lo más normal es que pasen todas las noches sentados en la esquina emborrachándose. Y alguien que viene intentando conectarse con algo distinto y trata de afinar su espíritu sería considerado como un anormal”. Lo normal es que un primo gordo, al salir del trabajo o durante las vacaciones, esté apoltronado frente a un televisor viendo todos los programas. Todos. Desde “Pare de sufrir” hasta “Venga, llame ahora y le vendemos un juego de ollas”, y los noticieros, por supuesto. Hacer eso es lo normal. Lo anormal es que yo sea escritor o que alguien se encierre veinticuatro horas a tratar de hacer un libro de poesía.

Por ejemplo, ahora, pensando en mi trabajo de escritura, me pregunto cómo es posible que los demás no se den cuenta de que lo normal es que uno escriba en un iPod, o en un iPhone que se lleva todo el día pegado a uno. Y entonces en todas las situaciones que uno quiera, en cualquier momento, en un viaje en avión, es posible llevar consigo las herramientas de trabajo y escribir. En realidad, gracias a la tecnología, llego en este caso a ser el hombre-escritura, a cumplir el sueño de ser el hombre-escritura porque la escritura va conmigo. Antes era más complicado: si se rompía una tecla tenía que esperar cuatro días a que la arreglaran; había que cuidar la cinta, controlar el ruido, tener un espacio adecuado. Cuando escribes en el iPhone novelas completas, se abren muchos misterios. Acabo de publicar una novela, El hombre dinero, que tiene ciento cuarenta páginas. Por cada libro que se publica, cada autor lo ha escrito un mínimo de seis veces. Estamos hablando de una larga escritura, no estamos hablando de notas. Escribir en un iPod es lo más normal del mundo.

Lo que tú me estas diciendo es que la escritura va contigo, no al revés. La tecnología te permite escribir en cualquier momento y en cualquier lugar. Ya no opera en ti la idea de las condiciones necesarias para escribir en un espacio determinado. ¿Has pensado en un título para este libro que te veo escribir en tu iPhone?

Sí tengo un título, La aventura de Antonioni. A mucha gente le parece rarísimo escribir así, porque se acostumbraron a escribir en frente de una pantalla. En efecto, ya no se trata de la escritura romántica. La idea romántica y burguesa de estar encerrado en la torre de marfil, la idea del escritor y su estudio. Hay un lugar de trabajo que sí existe en mi casa porque hay muchas tareas que debo realizar, pero que no tienen que ver con la escritura en sí misma. Lo que yo trato de hacer cada vez más, con mi bolsita de escritura que es donde guardo todos los elementos, es escribir donde esté. El defecto de este aparato que ves, es que la batería dura muy poco; entonces tengo dos baterías de repuesto para hacer largos viajes en avión, además de un cuadernito donde voy apuntando, para poder editar el libro.

Te decía que al escribir así se abren dudas, dudas que nunca van a ser respondidas en el sentido de qué pasaría si este libro lo hubiera escrito en un teclado tradicional. No sabemos todavía cuáles son esos cambios, sólo sabemos que sí los hay. Recién en este momento vuelve a aparecer en mí la famosa discusión que surgió cuando las computadoras empezaron a ser caseras. Muchas personas decían que nunca iban a pasar a la computadora. Al final, todos lo hicieron. En mi caso, al menos, esa discusión se me acalló muy pronto internamente porque la computadora era un medio portátil; las Macs de colores me parecían atractivas. Yo usaba entonces una máquina de escribir y me preguntaba por qué esto no se modernizaba. Era lo mismo desde el año 1850, hasta el año 1989 ó 90. El uso de la computadora produjo un cambio enorme.

Algo así sucedió con la fotografía, que empezó casi diez años después. La primera cámara digital apareció en 1998, y logró devorarse por completo a la fotografía analógica. La computadora y la cámara digital nos volvían más efectivos. La computadora me permitía acabar los libros mientras que la máquina de escribir hacía todo el proceso más lento y más difícil de concretar. Mentalmente había un proceso muy curioso, no sé como explicarlo, que hacía que uno terminara los libros. Como si a un caballo le pones orejeras, como si fuera por una autopista. La máquina de escribir era como una especie de camino sinuoso con un árbol, y te parabas en el árbol, y luego en el puentecito, y después te parabas a tomar agua. Y es como si de pronto te hubieran puesto una supercarretera iluminadísima con un fino objetivo que es: avanza, avanza, avanza. Algo así ocurrió con la máquina de escribir y de pronto nos encontramos con libros acabados. Libros que comenzaban y terminaban. Obviamente yo me hice más productivo.

No me daba cuenta en ese entonces del término, pero ahora que esto ya se está llevando a un extremo, se ve más claro. En el caso de la imagen, ¿qué cosa busca la fotografía digital? Que te vuelvas más productivo. Entonces ya no hay espacio para que construyas una foto, porque es la producción lo que cuenta. Y también en la escritura pasaba exactamente lo mismo, se hacen libros más rápido. Y ahora con el iPhone ha pasado lo mismo. Mi trabajo con el iPhone se fue dando. Durante un año nunca usé el Notas, y después, al cabo de un año, lo empecé a usar para notas muy puntuales, y de pronto un día sin darme cuenta empecé como empieza todo. Me senté ahí en el Notas y no paré. Y entonces de pronto ya se me hizo costumbre. Y lo que sucede ahora con esos dispositivos pequeños, como el iPhone o el iPod, resulta que la efectividad es aún mayor, te vuelves más productivo. Ahí es cuando surge la pregunta sobre qué habría pasado si yo hubiera escrito mi obra con otros medios, con la máquina de escribir o a mano. Eso no tiene una respuesta pero sí sé que es curioso y extraño que yo en dos meses haya podido entregar un libro de ciento cincuenta páginas a la editorial, y que éste se publique. Eso me parece raro. Sí pasan cosas.

Algo que tengo muy claro es que en el proceso de escribir, corrijo mucho más. El estar más concentrado en la pantalla me permite estar más cerca de mi texto, tratando de encontrar elementos que sí son certeros. Puedo advertir de una manera mucho más rápida errores tontos, que normalmente se corrigen viendo el texto completo. Ahí hago un trabajo de corrección en el mismo instante. Corrijo sobre la marcha, cosa que no puedo hacer en la computadora y mucho menos en la máquina de escribir. Con la máquina de escribir era muy difícil tener una visión global; bueno, se tenía una visión muy extensa pero era más difícil tener una visión centrada en la relación cercana entre las palabras. Como corrijo más rápido, el texto aparece más limpio, ésa es una cosa cotejable. Que escribo a mil por hora, sí. Escribo más rápido que con un teclado pero también sé que escribir más rápido no significa escribir mejor. También sé que no tiene ninguna ventaja.

Eso es lo que sucede con la fotografía para publicidad. Hay una fotografía que tiene que ser, como la escritura, una escritura formativa, periodística; aunque da miedo. Que te exijan mucha escritura no va con la literatura. Que una novela pueda ser escrita en días, eso es un mérito. Podemos escuchar, —eso no es cuento— cosas así. Es como un valor adicional el que haya sido escrita en un día. Lo mismo sucede con la fotografía artística, tampoco es un beneficio que hagas dos mil fotos. Lo que es cruel de este proceso es que ya no te dejan salir. Ya no hay retroceso. Lo ves más claro en el terreno de la fotografía.

En el ámbito de la escritura todavía no encuentran la fórmula perfecta. Le meten un micrófono a un teclado para que hables, agregan cosas como los emoticones. ¿Qué te están diciendo? En vez de comunicarte con palabras, pones a un tipo que se está riendo. ¡Ay que contento!, ¡estoy feliz!, ¡estoy triste! Incluso han creado un alfabeto de emoticones. Éstas son búsquedas que todavía no dan en el clavo. También me dijeron que el Pages es gratis y que va directo a la nube. Word también lo hace, pero es necesario arrastrar cada archivo de manera manual. Eso no es tecnológico, es una estrategia de mercado. Hay gente que todavía cree en la buena fe, y no ve que es una estrategia intencional porque no quieren que se use el Word. Porque el Word va en camino a la desaparición y como nosotros estamos presos de éste vamos a tener que aceptar un Pages, porque de pronto va a ser incompatible con los Word. Entonces, hay gente de literatura que me pregunta que cómo se me ocurre decir que no va a haber Word. Pues se me ocurre clarísimamente: cuando decidan que no haya Word. Cuando decidan que tú escribas en un mecanismo totalmente primitivo para que no puedas hacer literatura larga, para que no puedas hacer edición. Yo siento que por ahí viene la amenaza.

Escribir en un iPhone me da a mí la condición ideal para escribir. Complementa el vacío de mi cuerpo. Como mi naturaleza es ser una persona con un brazo, de pronto siento que el iPhone es una especie de venganza de las prótesis que me hicieron llevar. Desde que tenía tres años me pusieron mi primera prótesis, de la cual no me pude desligar hasta los cuarenta y tantos años. Porque había desarrollado una dependencia psicológica frente a las prótesis, de la que no podía desligarme… Llevar prótesis era como salir a la calle con ropa. ¿Por qué razón? Porque es una dependencia psicológica, te puedes morir de calor pero no vas a salir desnudo a la calle. Ese tipo de relación de dependencia psicológica era la que yo había desarrollado. Y entonces ahora, en ese espacio vacío, en ese espacio que todos tienen y que yo carezco, se da la escritura. Ahora tengo una prótesis escritural: mi prótesis es escritura. Es la forma como yo escribo. Puedo pasar escribiendo sesenta horas porque así no me duele la espalda. Por razones ergonómicas, físicas, de otro orden. Estoy acostado en mi cama, en el autobús, en el avión, escribo y no me canso, desapareció ese malestar en la espalda del escritor, en el dedo, en la muñeca. Nada. Si el vuelo dura horas, qué maravilla, porque tengo muchas cosas que hacer. Trabajo todo el tiempo. Es un poco lo que quiero, ser el hombre-trabajo. El trabajo de la escritura es la razón de ser de mi vida porque no hay otro elemento. No es casual que lo único que guardo de mi vida es mi trabajo. Llevo mi casa a cuestas

Un concepto sui generis que tú has acuñado a propósito de las imágenes que acompañan algunos de tus textos (como el Libro fantasma de gallinas de madera) es el de las “Fotos Bellatin”… Es llamativa tu postura sobre la fotografía analógica y digital, lo que haces justamente con estos dibujos o fotografías. Tú lo explicarás.

Sí. Lo que yo buscaba y lo que busco cuando te hablo del iPad, del iPod, y del iPhone, es encontrar de pronto el espacio primitivo; trabajar de una manera errante, errabunda, no sé. Yo creo que escribir en un iPhone semeja a lo que hacíamos cuando escribíamos en una libreta y con un lápiz que se podían llevar a donde fuera, y nos poníamos a escribir bajo un árbol, cosa que no se podía hacer con una máquina de escribir ni con la computadora. En el caso de la fotografía, lo digital empezó a acosar a los que tomábamos fotos analógicas. Yo creo que por esa razón me empeciné con las fotos analógicas. Acosaron y acosaron, era una cosa sumamente cruel, sumamente despiadada porque lo digital no dejó en pie ningún aspecto, ni siquiera a los pocos que buscaban refugio en la fotografía analógica. Consideremos el aspecto material: ya no hay rollos y ya no hay papel para el revelado; si acaso hay, son carísimos y no se encuentran con facilidad. Lo digital se ensañó con todos. Y con una suerte de humillación, porque ni siquiera sacaron una cámara digital para que fuera posible tomar fotos estenopeicas, sino que crearon una aplicación gratuita en el iPhone.

Era como una especie de burla, era como simular el efecto de la cámara Holga, de la cámara Diana. ¿Qué pasaba con la Holga? Siempre se metía un rayo de luz porque la cámara no cerraba bien y no se sabía bien como ese rayo de luz iba a incidir en las imágenes; ésa era la gracia de las fotos Holga. Entonces, se hizo una réplica, hasta con rollos icónicos, el rollo Kodak 30B que ponía los fondos azules, incluso con flashes. Hacían una foto burla, porque el resultado era electrónico. Para lograr hacer eso de manera honesta, con una verdadera cámara Holga, tenías que haber estado construyendo la imagen, armandola, que es lo que importa cuando uno escribe. A mí lo que me importa no es que me publiquen, ni diez libros al año, lo que me importa es construir y ganar la lucha que establezco contra la nada. Contra el “no hay” versus el “hay” que es hacer una fotografía, un libro. Ésas son garantías de continuidad, son garantías de que el proceso ese con el que tú estás luchando va a poder seguir llevándose a cabo.

Lo que decías es que lo digital no dejó en pie nada, ningún aspecto.

Sí. Incluso se burló. A mí me interesaba ver cómo puedo retroceder a una foto tomada con una cámara estenopeica, que es “lo más primitivo”, porque es una foto sin lente. Quería ver cómo se puede retroceder a eso. Entonces tomaba una foto con una cámara estenopeica, la ampliaba y hacía un boceto a partir de ella, un boceto que trazaba en el mismo tiempo que toma hacer una foto estenopeica; aproximadamente un minuto, un minuto con el objetivo fijo. La gente que mira el resultado me podrá decir que eso es un dibujo, un boceto. Entonces yo reto a quien me diga eso al contestarle que si piensa que eso es un boceto, yo puedo estar de acuerdo con que lo es si acepta que lo que hace una cámara digital no es una foto. Porque una cámara digital lo que hace es reproducir absolutamente igual el ejercicio que hace el ojo humano, que son los impulsos eléctricos. Yo miro una realidad y la reflejo en mi cerebro y eso es lo que veo. La cámara digital también hace eso. Lo que pasaba con la cámara analógica era mucho más complicado. La cámara estenopeica esta muchísimo más alejada del ojo, de lo natural, por eso los movimientos son muy raros. La cámara analógica está totalmente aparte del ojo porque está jugando con la cámara oscura y está necesitando una superficie química.

Si yo copiara del mundo circundante, de la realidad hacia un cuadro, pues eso ya sería un dibujo, un boceto. Pero como lo estoy copiando de una foto estenopeica, que ya pasó por una mirada virtual, es una escena virtual; al copiarla, estoy haciendo lo mismo que hace una cámara digital. Yo uso la mano pero estamos usando lo mismo: impulsos eléctricos, cosa que no pasaba con la foto analógica porque en la foto analógica hay una plancha química, hay un rollo, hay un revelado, hay todo un proceso que va más allá, no es el proceso natural del ojo.

Entonces el reto es el siguiente: si tú dices que lo que te estoy enseñando es un boceto, entonces también tienes que admitir que la cámara digital no produce foto. Si tú dices que la foto digital es foto, entonces la foto Bellatin es foto también.