Helena Chávez Mac Gregor[1]

Devenir intensidad o la economía del gasto
 

 

 

Si el capitalismo, en esta fase, llamémosla cognitiva o flexible, ha devenido no sólo modelo o estructura de producción económica, sino producción de subjetividades sociales para generar individuaciones donde cualquier identidad es aceptada y cooptada, homogeneizada y estabilizada, entonces, ¿cómo resistir a la maquinaria que no sólo nos condiciona políticamente sino que nos produce existenciariamente?
Si el capitalismo se ha instaurado como el gran inventor del deseo como ausencia que crea las condiciones inconcientes para luego nunca satisfacerlas, manteniéndonos en un estado de neurosis permanente postergando en un tiempo-mañana, que nunca por-venir, la promesa de cumplimiento, entonces, ¿desde dónde producir otras subjetividades que resistan hasta nuestra propia constitución?
Como dice Félix Guattari, el capitalismo es esa gran máquina que produce incluso aquello que sucede con nosotros cuando soñamos, cuando devaneamos, cuando fantaseamos, cuando nos enamoramos y el capitalismo es una fábrica que en todo caso, pretende garantizar una función hegemónica en todos los campos.[2]
Si la retórica sobre el gasto no es sólo la estructura de la lógica económica-civilizatoria para mantener las formas de control, significar la vida en un modelo de explotación de recursos y de control de poblaciones (necropolítica), sino que también es la estructura que necesita la maquinaria capitalista para producir las subjetividades desde la condición de consumo –de tiempos, de espacios, de inclusiones, de pertenencias, de identidades, de poder, de promesas, de esperanzas, de fantasías– entonces, ¿cómo oponernos a una economía que también constituye nuestras subjetividades?
Tal vez, la única manera de escapar totalmente a la producción de subjetividades de la maquinaría capitalista sea resistir desde la retórica que se opone a toda esta producción hegemónica del pensamiento para, desde ahí, desquiciar la maquinaría y desbordarla…
Quizá, la única manera de no ser parte de las economías del gasto y del consumo sea, como parecen sugerir Deleuze y Guattari, devenir pura intensidad, pura máquina abstracta, para nunca ser un “yo”, para nunca caer en las trampas de las identidades ya dadas, para nunca hacer una subjetivación desde la autoconciencia de la conciencia de la razón, que al enunciar, consume los estratos y los hace carne haciéndose carne en él. Acaso la única manera de escapar a las subjetividades que produce el capitalismo es que no quede ni un resquicio de individuación como consumo, que no quede nada del deseo como ausencia y que el deseo devenga pura potencia, ya no como promesa para sostener la maquinaria del capitalismo, sino como materia que desquicia cualquier engranaje, porque desde ella ya no hay individuación posible. Tal vez, sólo queda ser intensidad y fuga y nunca ser parte de lo que nos condena y nos traiciona.
Ante la imposibilidad de transformación desde las mismas estructuras que nos producen y desde la crítica más feroz tanto al marxismo como al psicoanálisis, por mantener las estructuras de poder y las condiciones del sujeto, Deleuze y Guattari, siempre aquí como una amalgama donde se confunden las voces y las letras para fundar un pensamiento menor, –que en ellos, no siempre ni en todas partes–, encuentran que la manera de operar política y existencialmente contra la maqunaria del capitalismo no es desde la lucha antagónica de una izquierda que reproduce los mecanismo del poder, ni desde el consuelo de un inconciente que mantiene las propias lógicas que lo someten, sino desde la creación de una subjetividad sin sujeto, de una subjetividad que no pase por la subjetivación para poder desterrar al “yo”, a esa “odiosa” constitución que se afirma en existencia y en pensamiento desde el pensamiento de la existencia y que queda encerrado y programado en el cogito ergo sum:

La subjetivación lleva el deseo a tal punto de exceso y de desprendimiento que éste debe, o bien abolirse en un agujero negro, o bien cambiar de plan. Desestratificar, abrirse a una nueva función, a una función diagramática. Que la conciencia deje de ser su propio doble, y la pasión el doble de uno para el otro. Convertir la conciencia en una experimentación de vida, y la pasión en un campo de intensidades continuas, una emisión de signos-partículas. Construir el cuerpo sin órganos de la conciencia y del amor. Utilizar el amor y la conciencia para abolir la subjetivación: “para devenir el gran amante, el gran magnetizador y catalizador, hay que tener sobre todo la sabiduría de no ser más que el último de los idiotas”. Utilizar el Yo pienso para un devenir-animal, y el amor para un devenir-mujer del hombre. Desubjetivar la conciencia y la pasión. ¿No existen redundancias diagramáticas que no se confundan ni con las significantes, ni con las subjetivas? ¿Redundancias que ya no serían nudos de arborescencia, sino reanudaciones y prolongaciones en un rizoma? Ser tartamudo del lenguaje, extranjero en su propia lengua.[3]

Lo que queda, cuando estamos perdidos y cansados de ser-lo-que-no-se-puede-ser, es apropiarnos de la retórica de la experimentación y ya no hacerse desde la subjetivación sino de des-hacerse desde el agenciamiento, hacer del enunciado un producto del agenciamiento y no un producto del sujeto de la enunciación. El agenciamiento de la enunciación es ya un tartamudeo porque no posee nada, sino que, desde lo colectivo, pone en juego poblaciones, multiplicidades, afectos e intensidades. No más subjetividad desde la subjetivación de la conciencia sino desde las líneas que atraviesan ideas y cuerpos; ya no subjetivación de nuestro cuerpo desde la conciencia de la pasión que se constituye desde otro, desde la posesión de otro que falta, que siempre falta, y que comprueba en su ausencia la existencia de nuestro organismo, sino agenciamientos maquínicos para devenir máquina abstracta, esa que no se identifica con la máquina técnica, sino con el sistema cuya materia es el deseo donde se ignoran forma y sustancia, y por ello son abstractas. Devenimos máquina para que ya no haya órganos sino cuerpos, cuerpos sin órganos, para convertir al cuerpo en una fuerza que no se reduzca al organismo, para hacer una individuación no por conciencia o posesión, o su falta, sino por haecceidad, para que el cuerpo no sea un receptáculo de la identidad sino una producción de intensidades. Para suprimir el fantasma, ese conjunto de significaciones y subjetivaciones, y poder desterritorializar, romper con los estratos y abandonarlo casi todo, hasta el borde donde se borra toda forma y sustancia, toda expresión y contenido, para ser pura intensidad.

Reproduciendo discursos para ser discursos…

Pero, y ahí, la angustia y el abismo, ¿si no somos capaces de devenir cuerpo sin órganos? ¿Si, aun introyectando el discurso y absorbiendo las palabras nuestro pulmón se resiste a no respirar?, ¿si nuestras fosas nasales no pueden cantar?, ¿si no logramos caminar con la cabeza?, entonces, y pese a todo, lo que bordeamos es el daño de quedarnos sin cuerpo y volvernos pura imposición de intensidad, puro flujo, donde lo que escapa y se huye y se fuga no sólo es la maquinaría del capitalismo sino también la propia experiencia de nosotros mismos.
Antes de implotar para devenir pura energía habría que poner, como también recomendaba Deleuze siguiendo a Nietzsche o pensando en él, el oído a la escucha del cuerpo para descubrir que lo más profundo, como dice la frase de Valery, es la piel. Y lo es no sólo porque es el mayor campo del cuerpo con terminaciones nerviosas desde dónde liberar energía o recargarla, sino porque casi todo la hiere y todo la rasga; porque en ella resuena el dolor más profundo, que no se siente en la máquina abstracta sin forma y sin sustancia, sino en ese cuerpo lleno de órganos que mal funciona y descompone. Porque no se va a ganar la batalla negando que efectivamente a veces no se soportan “los ojos para ver, los pulmones para respirar, la boca para tragar, la lengua para hablar, el cerebro para pensar, el ano y la laringe, la cabeza y las piernas”.[4] Porque la vida también está en los órganos, en el cuerpo con órganos al que la intensidad no sólo transforma, sino que también destruye.
Y porque, pese a todo, no hay discurso que nos salve.
La culpa de estas tiranías suicidas en ningún caso es de la teoría –Deleuze y Guattari no hubieran sabido ni calculado que el pensamiento menor también puede devenir fuerte, que se convierte en escuela, en secta, en moda que dicta retóricas y descontextualiza conceptos– sino que, la apropiación de los discursos y la repetición de las retóricas es parte de la propia estructura de la economía del gasto, que consume para producir y nunca para.
No sólo las retóricas del discurso político corren el riesgo de imponerse para establecer los mecanismos de control, también aquí las retóricas discursivas corren el riesgo de imponerse reproduciendo las economías a las que pretenden oponerse, arriesgándonos a que el discurso tome posesión de la vida y la instruya, la dirija y la someta.
La economía del gasto está sobreexplotada, no sólo como modelo para la máquina del capitalismo, también está sobreexplotada para la micropolítica del deseo. Cuando devenir intensidad se vuelve no un medio para tejer otros territorios y se convierte en un fin en sí mismo donde no hay experiencia –porque no hay tiempo, ni espacio, ni reserva, ni otro, ni encuentro, ni territorio, ni tejido, ni cuerpo al que le atraviese la existencia, sino puro consumo de sí– entramos en la misma economía del gasto que la que produce y sostiene la maquinaria del capitalismo.

Y entonces, ¿desde dónde resistir? Habrá que, en todo caso, cuestionar la economía del gasto para estar a la escucha, para no hacer nunca de la teoría y del discurso, ni siquiera de éste que se presenta como un refugio para esta época caosmótica, una estructuración de la vida, sino una contaminación, una provocación que haga del deseo una energía, una descarga, una fuerza para seguir y buscar; para encontrar y tejer otros territorios.
Resistir a ser sólo intensidad y gasto y hacer pausas. Para una vez que el estrato se haya enraizado hasta intoxicarnos o el caos nos haya dejado en el borde del abismo, podamos romper lo que acoraza y detener la caída. Parar y encontrar la voluntad de vivir, de crear, de amar y desde ahí, recobrar la voluntad de inventar otra sociedad, otra percepción del mundo y otros sistemas de valores.[5] Habrá no sólo que gastar y ser intensidad sino parar, hacer pausas.
Pausa
Cuando estamos intoxicados, endurecidos o caotizados, dónde encontrar la voluntad, el deseo. No estará en la búsqueda que se impacienta y consume lo que está a la mano para encontrar en cada paso algo de satisfacción y de fuga, más bien como dice Suely Rolnik, para ajustar la confabulación micropolítica, la posibilidad de encuentro está en “desinvertir las creencias a priori; y afinar la escucha a los efectos que cada encuentro moviliza como criterio privilegiado en la conducción de nuestras elecciones.”[6]
No podemos ser sólo gasto e intensidad, porque estos se consumen y se desterritorializan sin posibilidad de experiencia. Más que en la imposición o en el puro éxtasis del goce, el encuentro de deseos, para construir subjetividades, puede estar en la capacidad de dejarnos contaminar por ese misterioso poder de regeneración de la fuerza vital, esté donde esté. El reto será encontrarlo y, en la búsqueda, no convertirnos en la tiranía que nos traiciona.
No hay pasos que seguir ni enigmas que resolver, no hay libro rojo que obedecer ni drogas que nos salven; no hay objetos que encierren el secreto, ni luchas que nos liberen, tampoco revoluciones que garanticen la posibilidad de regeneración. La posibilidad puede estar ahí, o no. En todo caso, más que subsumirse a la economía del gasto, podríamos bordear la escucha para encontrar el deseo que nos permite la fuga y el tejido. Economías donde el gasto no sea un fin sino un medio para crear nuevas experiencias, subjetivas, existenciales y políticas.
Estar a la escucha de aquello que nos conmueve, que estremece la piel y el pensamiento. Hacer del cuerpo no una instancia ontológica sino una política, dejarse contaminar sin imposición ni reproducción para que lo que un cuerpo puede, ya sea el espacio de producción del sujeto. Volver a Spinoza –como el propio Deleuze propone– para renunciar al cuerpo hipocondriaco y politizar el afecto, entendiendo que no hay otra ética que lo que un cuerpo puede. No imponer un cuerpo sin órganos sino saber digerir y asimilar, buscando emplazamientos que nos permitan no ser cuerpos cosidos y vidriosos, sino cuerpos desde los que ubiquemos los dispositivos, donde, si todavía existen los órganos, sean para generar una potencia de vida que nos enseñe a entender lo que envenena y lo que fortalece. Se trata de crear subjetivaciones no desde las identidades dadas que interiorizan el pensamiento dominante y hegemónico, sino desde lo que un cuerpo puede, con sus contradicciones y sus convulsiones.
Buscar los cruces y estar en fuga y estar en pausa y ser intensidad y ser silencio.

[1] Becaria del Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.


[2] Cfr. Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolítica, Cartografías del deseo, Traficantes de sueños, Madrid, 2005, p. 29.


[3] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil Mesetas, Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 2006, p. 137.


[4] Deleuze, Guilles; Guattari, Felix. “¿Cómo Hacerse un cuerpo sin órganos?” En http://perrorabioso.com/textos/Como-hacerse-un-cuerpo-sin-organos-Gilles-Deleuze-y-Felix-Guattari.pdf visto última vez el 5 de agosto de 2013.


[5] Confrontar, Guilles Deleuze, Deseo y placer, Alición Editora, Córdoba Argentina, 2004, p. 28.


[6] Rolnik, Suely, Deleuze esquizoanalista, en http://campogrupal.com/deleuze.html. Este texto se publicó en la Revista Campo Grupal, Nº 23, abril de 2001. Visto última vez 5 de agosto de 2013.