Ariel Rodríguez Kuri
Rodrigo Negrete Prieto

¡Europa, Europa!
 

 

 

 

Cuando sobreviene una crisis como la que estamos atestiguando no deja de ser una tentación pensar que, ahora sí, ésta es la buena, la del fin de los tiempos. Esa noción y esa espera, entre fascinada y fatídica, ha quedado inscrita en nuestro subconsciente por influjo de imaginarios religiosos, y sus sucedáneos ideológicos, pero también por una propensión muy humana de proyectar, en escala cósmica, las ansiedades y angustias que nos son propias. ¿Damos a nuestra época una importancia que no merece? No lo sabemos, pero seguramente seguimos atrapados en su vocabulario y su sintaxis, en el uso de analogías del pasado para hablar de lo nuevo, cuyo verdadero nombre se escapa.
Lo que sucede hoy día en Europa fascina porque si bien dejó de ser el laboratorio privilegiado de occidente desde la aparición de Estados Unidos, en esta coyuntura parece recobrar su carácter de epicentro experimental por la confluencia de varios tiempos históricos, de ritmo y longevidad propios, cada uno feneciendo a su modo. Europa, como todos alguna vez, ha enfermado, pero esta sincronización de padecimientos distintos, que muy rara vez se observa en la historia, hace del viejo continente el paciente estelar del momento.

Tipología y trama.

No es uno sino son tres los fantasmas que recorren Europa. Es otra divina trinidad que fragmenta el alma del viejo continente cual atribulado Scrooge y que reconfigura y amenaza el mundo tal como lo conocemos. Son tres fantasmas, tres demonios en realidad, que cuchichean, murmuran al oído de los políticos, los tecnócratas, los ciudadanos, los medios. No están aliados porque se detestan, pero sí vinculados, atados por los invisibles lazos de la contemporaneidad. No son meros recursos retóricos concebidos para dar sentido a la narrativa de la historia y de la actualidad. Son fuerzas objetivas, formidables; son pulsiones que uno puede detectar y diagnosticar pero no controlar. No son agentes patológicos por sí mismos, cuando permanecen aislados. Pero en sus peculiares articulaciones, y como resultado de un arte combinatoria que la crisis ha traído consigo, son un dispositivo para el fin del mundo, un hachazo que corta el presente y lo aísla de su inmediato pasado, un parto de esos que le gustaban a Marx.
El tipo frugal que se originó en la Europa protestante es ya muy conocido desde su consagración weberiana, pero ahora regresa no tanto para relanzar la historia del capitalismo como para lloriquear y pontificar desde sus restos. Ese tipo ahorrativo, trabajador, sobrio se ha convertido hoy en un insensato y en un histérico, que comienza de nueva cuenta a preguntarse por la esencialidad de Europa, por sus más prístinas tradiciones y que, sin tener mucho en la cabeza por el agotamiento y el terror, excava trincheras en el aire y levanta barricadas de papel. Que el límite del déficit público sea materia de la constitución (como en España y Alemania) cuando lo urgente es una política contracíclica resulta su primer acto fallido, y luego vienen las analogías con las amas de casa que nunca gastan más de lo que tienen (si supieran). El tipo protestante porta el virus de una enfermedad muy contagiosa, y no lo sabe. Una vez que el motor del carro europeo se ha detenido en una cuesta muy pronunciada, y pone a todos en peligro de desbarrancarse, sus conductores todavía vigentes (Merkel, Rajoy, el inaudito Cameron) sólo aciertan a clamar por una ley que les diga cuántos se van a bajar a empujar, ni uno más. Hasta aquí la metáfora porque lo que sigue es peor: si hubiese que contener a los fascistas –y están ahí, a la espera, y basta recordar el caudal de votos para el Frente Nacional en Francia y para los neonazis griegos-- ¿por qué la constitución pone un límite al déficit de los demócratas?
El club de los pupilos de la escuela protestante es variopinto, y agrupa a los conservadores ingleses y sus fans, a los liberales a la francesa y alemana, a los laboristas a la Blair y a los socialistas mediterráneos sin sus sindicatos, sin sus masas, sin sus tradiciones justicieras pero sensatas. Todos son las víctimas de la agenda que secuestró todas las agendas: la obsesión fiscal-financiera y la renuncia a la protección del empleo y a la reactivación económica. Todos son hijos, al igual que los fracasados y repudiados presidentes latinoamericanos de los noventas, del consenso de Washington y su consigna implícita: posponer indefinidamente cualquier otra agenda que no sea la económica. Cuando se pospone la política de más grande aliento, todo queda pendiente, especialmente lo más importante: los grandes acuerdos que son condición de posibilidad de todo lo demás.
Que nadie se engañe: si el tipo protestante a la Weber incrustado en el alma europea se mira aburrido pero confiable y auto contenido, es una ilusión óptica. Orillados por la vida, sacarán la macana. En sus primeras comparecencias en la cámara de los comunes, después de los motines de agosto de 2011, el dilema de Cameron eran balas de goma o cañones de agua. Luego matizó su discurso, pero el instinto de clase está hecho de esas pulsiones, de esos reflejos. Hasta hace tres o cuatro años, el mundo estaba hecho a su imagen y semejanza; era suyo, sobre todo ideológicamente: no se escuchaba más que un coro de inmerecidos elogios a la versión liberal-anglosajona del capitalismo y un exhorto a una mímesis sin trabas de sus códigos de operación. Hoy es otra cosa, un cadáver preside la casa al tiempo que los oráculos del mito, sea dentro de los organismos internacionales o por fuera de ellos como lo son The Economist y los sicofantes de las cadenas globales mediáticas, entran en la fase de negación.
Quién lo dijera, los del club del credo económico protestante se echaron, hace unos 20 años, en brazos del segundo fantasma que recorre Europa, el de una suerte de bárbaros que del pasado pagano europeo solo conservaron para sí los excesos y la decadencia hedónica. Es el capitalismo del ladrillo y de las finanzas creativas a falta de innovación tecnológica; es el malabarismo y la prestidigitación contable, a la manera del oportunismo griego y del crecimiento económico con pies de barro de ese federalismo de facto que es España; es el país virtual de los happy few del mundo, de los muy ricos; es Murdoch, que humilló en su momento a la Cámara de los comunes (y a la policía, apenas unos días antes de los motines de agosto del 2011) como pocos en la historia de Gran Bretaña.
Pero nada es personal. Los bárbaros, que uno imagina siempre expansivos, ocupando territorios, copando los espacios simbólicos de la vieja Europa, están ahora refugiados, conviviendo en la misma trinchera, con los protestantes. Los bárbaros, y lo sabemos desde Roma, necesitan instituciones. Están en el FMI, en el BCE, en los ministerios de finanzas. Su hijo más entrañable, el inmortal y ya jubilado Berlusconi, el que tomó por asalto mediático a las instituciones italianas, sobrevivió a casi todo. Protegido por las libertades inauguradas en 1789, las parasitó y despreció con cinismo bufo. La lección del señor de Milán será inolvidable porque no fue una culminación de nada y sí una prefiguración siniestra: si se está gestando en Europa una forma de cesarismo éste consistirá en una alianza entre políticos oportunistas liderando clientelas histéricas y medios de comunicación cebándose en el miedo colectivo. Europa sería muy soberbia si descartara de plano los portentos visibles hace poco en el cielo italiano. Como nos han enseñado sus estudiosos más serios, el fascismo no es una historia que habría de contarse de vez en vez, sino una hipótesis sobre el desenlace de cualquier política moderna; y como nos han enseñado esos mismos estudiosos, el fascismo no es algo que acaece en el Estado, sino que se prefigura y consolida en la sociedad civil, y luego coloniza el Estado mismo. Por fortuna, la violencia organizada de manera sistemática por una facción de la sociedad contra otras de sus expresiones participativas está ausente del panorama europeo, si hacemos caso omiso del sicópata noruego (y si podemos hacer caso omiso del sicópata noruego). Pregunta: ¿acaso pude existir un fascismo light, proyectado desde la televisión privada, que se convertirá –oxímoron político-- en la voz del poder público?; más aún, ¿es posible un fascismo ligero, fundado en la regionalización autoritaria de la nación y, sobre todo, en el control monopólico de los medios de comunicación?
Germinando de tiempo atrás, filtrándose por las grietas y fracturas creadas por este intento a destiempo de expiar a fuerza de severidad y ascesis cuasi-calvinista los excesos paganos de ese largo y delirante verano del capitalismo, un tercer fantasma se manifiesta de maneras diversas y confusas. Éste se alimenta de los tropiezos sucesivos que han tenido los tataranietos de la ilustración en sus distintas e incluso opuestas vertientes, con todo y sus sueños de la razón. Se trata del espíritu neorromántico, uno que está aparentemente en los márgenes del debate y del discurso político, pero que cuando anida lo hace en los corazones y con el efecto magnético que ejercen los polos. Sano e insano al mismo tiempo, hostil tanto a los vestigios de la arrogancia de las burocracias del sentido último de la historia previas a 1989, como a las tecnocracias economicistas que predican sobre la ruina y escombros de aquellas, invita no sólo a la rebelión sino a preguntar qué es lo que anda mal con la razón instrumental y con sus obsesión fetichista por reducir el pensamiento y sus conceptos a modelos mecánicos de causa y efecto, de donde derivan sus fallidos proyectos de reingeniería de las economías y las naciones.
El ánimo neorromántico no deja de jugar con dos ideas de suyo peligrosas: la primera es que es posible una reconciliación final de la sociedad consigo misma, dada su naturaleza inherentemente noble y transparente, sólo perturbada por la interferencia de las instituciones y del Estado; pero hay otra convicción, quizá más alarmante: que la sociedad puede actuar sobre sí sin mediación política alguna. Como en toda protesta contra la razón, los neorrománticos juegan con fuego al tratar de reacomodar la retacería que queda del naufragio de los sistemas religiosos -incluidos los mitos precristianos- y prospera en los subconscientes colectivos para erupcionar cual magma ardiente. Vital, obscuro y orgánico, este ánimo propende a filtrarse desde los extremos del discurso político adoptando alternativamente la subversión de los valores bajo la bandera mediterránea del anarco izquierdismo o la de su afirmación vehemente -y no por ello menos anti sistémica- en un abrazo xenófobo a la tierra y a la raza, con ecos del Lebensraum fascista en el centro y norte de Europa (mientras tanto, los bárbaros están al acecho, dispuestos a saquear en cualquier momento la bodega ideológica de los neorrománticos). Es por ello que una lectura atenida sólo a la forma discursiva de esta tercera presencia en el alma europea de hoy tiende a ser equívoca si no se detiene en lo fundamental: que en una misma pulsión se adopta el lenguaje de la política con el deseo de aniquilarla. (En Estados Unidos el fenómeno se vuelve más complejo a la par que es menos marginal, teniendo su manifestación consumada en el Tea Party.) La autenticidad no es una mera presunción en estos movimientos: justamente porque la sinceridad es su divisa (un fenómeno objetivo, digámoslo así) es que producen escalofríos. Puede decirse de ellos lo mismo que cabe observar de las personas: uno nunca es más uno mismo que en lo que ignora de sí. Es la sombra jungiana que se proyectó por igual en la esfera pública y en los acontecimientos de montaña rusa de 2011 y, sobre todo, 2012.
Decir que la crisis general de Europa no tocará sus instituciones democráticas es hoy por hoy una enorme irresponsabilidad. Pero casi nadie quiere hablar del asunto. La crisis se presenta como si fuera un apartado estanco, viva solo en los salones de las finanzas públicas, los bancos y los servicios públicos de empleo. Que el gran hall de la democracia y las habitaciones privadas de la casa común no se contaminarán de la podredumbre, es el mantra que se repite en voz baja. Y es otra fuga hacia adelante insistir que lo que se juega es sólo la unidad de Europa, incluyendo su moneda. No; la condición de posibilidad de la Europa unificada son las democracias nacionales. Sin éstas a salvo, lo demás carece de futuro. Oprimir, estrujar y humillar a las democracias nacionales como se ha hecho con Grecia y se hace con España es minar los cimientos de Europa. La crisis actual ha mostrado que los dirigentes proclives al autoengaño prefieren sermonear a otros pueblos (la Merkel a la Europa Mediterránea), que preocuparse por la gobernabilidad global, comunitaria. Son como médicos cirujanos que, en una sala de emergencias, deciden regañar al paciente infartado que llega ahí a consecuencia de sus malos hábitos, en vez de proceder cual dicta un protocolo de urgencias. Se trata de una confusión total de prioridades, momento y circunstancia propia de aquellos a quienes la bancarrota intelectual y moral los torna a su vez en moralistas compulsivos, cuál fieles incondicionales de un credo que se desmorona. Las reformas estructurales en coyunturas como la que se vive actualmente son más admoniciones elevadas a rango de ley que otra cosa. Por un razonamiento que acerca al pensamiento mágico, se da por hecho que, de algún modo, ese sadomasoquismo ha de entusiasmar a los mercados cuya falta de respuesta es como la de un Dios al que no le mueven invocaciones, azotes ni plegarias.
Ése es pues su proceder, al tiempo que está latente un profundo y radical ánimo de reforma social en Europa. Tal impulso es al mismo tiempo esperanzador y ominoso. Todos tenemos derecho a un nuevo comienzo, al placer tumultuario que sólo proporciona la mímesis con la tribu, con el clan. Tan solo con asistir a un estadio de futbol redescubrimos la complicidad de los individuos con los que son como ellos, como nosotros. Los vínculos entre el ciudadano y la masa son nuestro patrimonio. Que se obtenga algo de ello: regresar la discusión política a los cafés, bares y los espacios públicos no estructurados donde cada quien se encuentra con sus semejantes. Y sí, no tiene remedio, hay una compulsión romántica en el alma europea, donde 1793, 1848, 1871, 1936, 1968 son las huellas dejadas por esa inquietante variable, ausente en la ecuación tecnocrática. Al menos se proyecta una cosa, que es al mismo tiempo evidencia histórica e imperativo ético: la política europea debe regresar a la calle, a las plazas, a los lugares de fuerte carga histórica y simbólica. Habrá quien se encoja de hombros y masculle que las decisiones importantes, las que valen, estarán siempre en otra parte. Quién sabe.
El punto es que esta convulsa disputa triangular entre la obsesión de los protestantes histéricos (cuya frugalidad es patológica), el rentismo financiero/mediático de los bárbaros (cuya adicción al peligro es patológica) y el deseo neorromántico por las almas y las mentes de los actores políticos y sociales de occidente, deja en claro que jefes de estado, políticos y burócratas no tienen idea de qué hacer frente a las fuerzas oceánicas que empiezan a agitarse. Subrayamos fuerzas oceánicas. Toni Judt nos ha recordado que los refundadores de la Europa de 1945 no fueron políticos jóvenes. El más tierno era De Gaulle, con sus buenos 55 años al finalizar la guerra; el resto, mayores: Roosevelt, 63 (y Truman 61); de Gasperi, 64; Adenauer, 69; y Churchill, 71. (E incluso Stalin, que no cuenta en la saga de la democracia, tenía 67 años.)[1] No hay, claro está, explicación suficiente en la edad ni en la generación sin tomar en cuenta la experiencia, la sabiduría de vivir la historia. Los fundadores del reino nuevo de 1945 eran veteranos, con plena memoria, de algunas de las jornadas más extraordinarias del siglo XX: la invención y el ascenso del comunismo y el fascismo, la disolución de los grandes imperios europeos, dos guerras mundiales, la crisis de 1929 y la gran depresión, y hasta las prefiguraciones de la guerra fría. Esos hombres refundaron Europa, sobre los cadáveres de millones de personas, quizá porque sabían que un mundo histórico puede morir y por lo tanto renacer. Sus paradigmas eran los de la necesidad y, para la mayoría de aquella generación, y por increíble que parezca, no sólo los de la ideología.

Toda comparación es odiosa y en cierta forma injusta, de acuerdo. Pero es claro que no hay veteranía en ningunos de los líderes europeos contemporáneos. No les ha pasado casi nada. No son la generación de 1989 sino sus beneficiarios. Pero de aquel año las élites europeas (políticos nacionales, burócratas europeístas y tecnócratas de los organismos financieros internacionales) obtuvieron la peor de las conclusiones: que ganó el “mercado”. Desde sus rudimentos históricos no han podido obtener la conclusión más importante: en 1989 ganó la libertad, es decir la política o su nombre más largo: las alternativas dentro del mundo histórico. Los líderes en boga no tienen la profundidad conceptual ni la amplitud de miras necesarias, pues han sido entrenados para deliberadamente ignorar la historia, esa fuerza que aún no se deja domar por ningún esquema intelectual, porque es, sobre todas las cosas, el ámbito predilecto de la libertad. Por ello su odiosa y predecible visión de túnel, empeñada en mirar a ese futuro hecho a imagen y semejanza de la prédica noventera de “las nuevas realidades de un mundo globalizado”: han visto y se han visto demasiado en CNN en donde a los CEOs se les entrevista cual si fueran estadistas y a los jefes de estado como a ejecutivos al frente de corporaciones en busca de la aprobación de los mercados –y de CNN. Ignoran que los estadistas no gobiernan para el futuro; los estadistas gobiernan desde el presente, que es otra cosa completamente distinta.

Otro síntoma de la orfandad intelectual de la Europa contemporánea. Muchos leyeron mal a Francis Fukuyama, quien a principios de la década de 1990 reactualizó la noción platónica de thymos, “la parte del alma que reclama reconocimiento”. Para Fukuyama, quien en su argumento sigue a Platón pero también a Hegel, la historia de la humanidad no puede explicarse sólo como el desarrollo del mundo material. Los hombres buscan reconocimiento, pues éste es “el motor de la historia”. Las sociedades de economía liberal, capitalista, requieren de las “formas irracionales de thymos”. “El hombre desea el deseo de otros hombres” y en esa medida la sociedad liberal no puede ser entendida sólo como “un acuerdo igual y recíproco de ciudadanos para no intervenir en la vida y la propiedad de cada uno”; sugiere una definición más radical: “la sociedad liberal es un acuerdo igual entre ciudadanos para reconocerse recíprocamente”.[2] Como muestran las motines parisinos de 2005, los ingleses de 2011, las largas jornadas griegas contra los ajustes draconianos en el presupuesto gubernamental y el estilo tan peculiar de las protestas de los indignados, mientras el problema del reconocimiento no se incorpore al vocabulario de la política democrática, ésta parece trunca. Europa está obsesionada por encontrar las políticas (técnicas) de la crisis y olvida el fenómeno de la interlocución: con quién hablo y para qué. Las élites políticas europeas de hoy recuerdan a los psiquiatras de hace unas décadas: usted necesita electroshocks, no sicoanálisis.

Observemos Berlín, Londres, Madrid o Roma: un vendaval de angustia, nebuloso y helado, se ha colado por todos los intersticios de los palacios de gobierno. Dadas las respuestas diferenciadas que encontramos diríamos que la unidad de miras en Europa amenaza con resquebrajarse. Más aún, el paso de la concordia a la discordia parece resurgir ahí en donde se incubó el proyecto europeo. Fuerzas políticas en la ahorradora, previsora y cada vez más abrupta Alemania resienten y protestan haber sido arrastrados a un universalismo muy poco germánico, simbolizado ello en la renuncia a una moneda tan sólida como lo fue el marco. Que no sorprenda atestiguar en los próximos años algo varias veces ya visto ¡y de qué manera! en la historia de Europa: una tirantez política agravada desde Berlín.

Pero quizá la conclusión más importante no es principalmente geoestratégica. En el fondo estamos ante una crisis de representación política, al menos en algunos estados nacionales. El mito tecnocrático tiende a regresar, como vemos en Grecia y en Italia. De la chistera de los centros de poder europeo ha surgido un híbrido, un bastardo de los amoríos del tipo protestante con el bárbaro. Su genoma es “técnico” y ésa es la mala noticia. Viene a revisar las cuentas y a recalcular el déficit y a tranquilizar a los alemanes. Pero la política es administración del conflicto o no es nada. La democracia es un sistema político; la tecnocracia –como los bomberos y los guardabosques—una rama de la administración pública.

Ascenso y caída del sueño hipereconómico

La crisis de la economía europea es la crisis de la política en Europa. Nadie puede hacerse ilusiones al respecto. La salida tecnocrática puede ser una enorme mascarada, sobre todo si elude la pregunta básica: ¿a qué se puede renunciar en el gran experimento civilizatorio del viejo continente? ¿Qué es negociable, qué no? La imposición de mediadas drásticas que incluyen altas tasas de desempleo por tiempo indefinido, el debilitamiento o cancelación de las herramientas redistributivas del Estado y lo que llamaríamos incluso la modificación desde afuera de ciertas formas y estilos de vida de las clases medias y trabajadoras, constituyen un programa sólo aplicable en regímenes autoritarios y corruptos. Incurre en un error colosal quien suponga que los inspectores de la tríada Fondo Monetario Internacional, Banco Central Europea y Unión Europea incursionarán sin consecuencias en las finanzas y programas de gobiernos cuya última y primera fuente de legitimidad son electores de carne y hueso. La idea de Europa no es ya tan sólida y prometedora como para aceptar la conversión de los parlamentos y los ciudadanos en testigos mudos ante la amenaza de desahucio.

¿De dónde viene ese economicismo descarnado, que acepta la humillación de la democracia? Pareciera que, con los consensos posteriores a 1989 la política se redujo a discutir lo fiscal, lo monetario, los mercados y los flujos de capitales, los incentivos y las externalidades. La economía no sólo en su materialidad sino hasta en lo simbólico parece ocupar todo el horizonte de lo concebible. Es así que la húmeda, rica y profunda realidad milenaria europea ahora se comprime y se piensa a sí misma sólo en clave económica. Un homenaje involuntario al materialismo histórico y a su metodología más íntima. A la caída del muro de Berlín y en medio de la expansión sin precedentes de la economía norteamericana en los noventas, la euforia con respecto al potencial de la economía de mercado parecía no reconocer límites. Poco eco se le dio a los síntomas de envejecimiento y decadencia que comenzó a mostrar una economía impecable como la japonesa. En el plano intelectual arcanas teorías como las de expectativas racionales, y las del equilibrio general estocástico se volvieron los fundamentos para, primero, prohibirle a los Estados nacionales el uso de sus instrumentos de política económica y, seguidamente, para que desde los bancos centrales a ambos lados del atlántico se aboliera toda diferencia conceptual entre mercados financieros y mercados de verduras y, de este modo, aplicar a ambos las mismas recetas liberalizadoras. Los mercados financieros dejaron de ser el espacio de incertidumbre en el que se proyectan los espíritus animales, como observara Keynes, o el mundo recursivo de las expectativas autocumplidas que los hizo el epítome del paciente bipolar. Por el contrario, se les vio como un nuevo espacio de racionalidad autorregulada. Es así que al funcionario y al hombre de Estado tanto norteamericano como europeo le sucede lo que le sucedía a la burocracia prusiana del siglo XIX. Ésta no tenía que conocer las teorías de Hegel, le bastaba saber que alguien por ahí entendía cómo era el avance de la razón y su marcha hacia la coronación auto consiente; si seguía la tonada llegaría al sumun de esa razón en acto, lo que por cierto no hizo a dicha burocracia ni prudente ni sabia. El pensamiento económico incubado en las universidades norteamericanas del último cuarto del siglo XX pasa a cumplir ese papel que antes le correspondía a la metafísica o a un pensador metafísico que al menos sabía que lo era. Es así como surge un fenómeno inédito en la historia del capitalismo moderno: un funcionario más fieramente partidario de las implacables leyes del mercado que las comunidades empresariales de sus propios países. En 1989 se dio una patada en las nalgas a la ideología para expulsara de casa por la puerta principal, pero regresó por la ventana del baño. El mito que ahora esparce el diablo es que no existe, dirá sintomáticamente un personaje de una película de los noventas (The Usual Suspects, 1995).

No deja de ser significativo que en el pensamiento económico las sobrias teorías del crecimiento que manejaban el progreso científico-técnico y la propensión al ahorro como variables exógenas (Solow, Harrod-Domar) son reemplazadas en esos años por las denominadas teorías económicas endógenas (Lucas, Romer) en las que el mercado y la competencia son ahora los determinantes de la innovación tecnológica. Intelectualmente ya no bastaba que la economía ocupara todo el espacio discursivo y todas las apuestas sino que ahora se convirtiera en causa sui, una propiedad reservada por los teólogos a Dios. Se postula que la economía no necesita de nada más que de sus propias leyes y de las reformas que les despejen el camino: es el remate final que sitúa al comportamiento maximizador y a la utilidad como el fundamento filosófico del orden social. Las variables político, sociales e históricas sólo pueden quedar en la teoría y en la práctica en los roles auxiliares de siervas sumisas, retrocediendo hacia los márgenes para que lo económico reclame todo el espacio. Las medidas y decisiones que llevaron a la recesión global iniciada en el 2008 fueron precedidas por una salto in totto metodológico y epistemológico por cientistas sociales quienes, por cierto, nunca se han percatado que ellos mismos son variables exógenas. Una confusión típica es que nunca se sabe hasta qué punto sus postulados son descriptivos o prescriptivos, conocimiento duro o terapia, pero correspondió a las tecnocracias posteriores a la caída del muro de Berlín tomar en serio la antropología más extrema jamás formulada, la del homo oeconomicus, y su verdadera pesadilla comenzó a incubar cuando toda legitimización del orden político y social quedó reducida al cumplimiento de expectativas materiales. Hasta ahora, en la historia moderna de las movilizaciones sociales de occidente, las masas lo hacían en el nombre de la esperanza, de hacerla posible y de ganar derechos en el camino; el nihilismo era más bien propiedad de individuos y de sectas pero no de verdaderos colectivos humanos. Hoy día ésta es una hipótesis alternativa a evaluar en medio del conflicto social en el mundo desarrollado: ahí están los motines de París del 2005 de los que nadie parece haber sacado conclusión alguna.

Si seguimos los hilos de esta lamentable sub trama filosófica totalmente sintomática y configuradora de mentalidades, consensos y decisiones, destaca el hecho de que selectivamente se tomara de uno de los fundadores del pensamiento económico, David Ricardo, su teoría de las ventajas comparativas para pugnar por las aperturas comerciales. No obstante, se ignoraron sus advertencias del stationary state, de una tendencia secular al estancamiento de los sistemas económicos -una vez más, ahí está el caso japonés pasado por alto - en donde los rentistas terminan expropiando tanto a trabajadores como a emprendedores. Ricardo visualizaba al rentista bajo la figura del terrateniente pero, si se generaliza su modelo, bien puede quedar incluido un sistema financiero que cada vez más deriva hacia un casino de apuestas, pero uno en el que los jugadores no se responsabilizan de sus lances. Se entiende que en una economía moderna haya competencia a dos niveles, por los mercados de bienes y servicios y por los capitales para producirlos, pero el hecho de que los sistemas financieros comiencen a desplazar en el PIB, tanto de los Estados Unidos como de Inglaterra, a las actividades productivas, redondea un fenómeno de desindustrialización que no deja de preocupar a algunos (como bien ha señalado reiteradamente Paul Krugman).

En otras palabras, si las bases mismas de la productividad se están erosionando es claro que enfrentamos un fenómeno en el que paulatinamente se está premiando otra cosa distinta de la capacidad innovadora y al trabajo. Estas dos últimas han sido las cualidades que históricamente permitieron romper los escenarios de suma cero, y es que en el capitalismo la desigualdad no es un problema insalvable si ésta mantiene un carácter dinámico: no es necesario que la ganancia sea la misma para todos siempre y cuando todos ganen algo. Pero una vez que las economías desembocan en el rentismo indudablemente las devuelven a escenarios de estancamiento suma cero. En el caso de algunas economías hispanoamericanas ni siquiera desembocan: tal pareciera que sencillamente han estado ahí desde siempre. Pero en el mundo desarrollado se propició esta tendencia que se expresa claramente en una recesión y que le da forma a su escenario inequitativo más escandaloso. Ganancias privadas, pérdidas socializadas. Privilegio que por excepción se tiene en la economía real de bienes y servicios y por regla para la intermediación financiera.

En Ricardo los rendimientos decrecientes son la fuerza gravitacional que termina por agotar el vuelo y conduce al estancamiento. Sabemos que los ciclos tecnológicos y los llamados spill overs de productividad que de ellos derivan cambian esto, pero si le hacemos caso a Ricardo ello quiere decir que en realidad sólo contrarrestan momentáneamente algo que de otro modo se manifestaría de lleno. Pero estos ciclos de innovación y productividad no los genera el sistema económico con la misma naturalidad con que las plantas generan oxígeno en la fotosíntesis. La economía de mercado ofrece la zanahoria pero esta no es una motivación ni suficiente ni consistente; el mercado mismo, siguiendo sus propias leyes o atenido a su propia inercia, puede premiar otra cosa y otras conductas: se necesitan de fuerzas más poderosas, de fenómenos culturales largamente incubados hasta el punto de configurar una psique de la aventura individual y colectiva bajo un trasfondo de confianza y seguridad que se traduce también en innovaciones en las formas de auto organización, de participación social e incluso de acción lúdica. Es esa capacidad de reinvención, propia de las sociedades abiertas, la que históricamente ha permitido participar a una pléyade de socios menores y mayores. En los últimos lustros, y de modo casi secreto se ha minado en sus bases aquel compromiso integrador, sobre todo por los efectos de las revoluciones tecnocráticas. Éstas aceleraron la tendencia a poner la zanahoria delante del rentista, cortando de tajo el efecto y alcance benéfico del ciclo tecnológico de los últimos años, al tiempo que introdujeron más y más incertidumbre en los escenarios al haber propiciado una globalización extrema que le mueve el piso a todos y cuyas propiedades sistémicas -su propensión al caos o su altísima sensibilidad hacia los efectos mariposa- apenas y se comienzan a ver en todo su alcance.
Así como los individuos tienen una psique, parece que la tienen también los organismos internacionales: recientemente la OCDE promueve con entusiasmo foros cuyo tema es la medición de lo que se denomina bienestar subjetivo o valoración que hacen los individuos de sus propias vidas y en donde los afectos juegan un papel relevante. Ahí está también el informe de la Comisión Stiglitz-Sen-Fitoussi sobre el progreso de las sociedades. El mensaje de todo esto es que no sólo el bienestar material y el acceso a los bienes del mercado importan: ahí están también los llamados bienes relacionales, es decir, el tejido de la convivencia humana, las distintas identidades grupales de las que participa un individuo y el sentido de propósito en la vida como otros bienes que hay que integrar en las funciones de utilidad de las personas. Se necesita que vengan economistas para decirnos con jerigonza de consejeros matrimoniales lo que ya sabían nuestras abuelas; se reclutan premios nobel de economía para que ahora articulen un discurso que nos permita escapar de la obsesión por lo económico. Tal es la jaula mental y la dependencia adictiva al paradigma. Lo que atestiguamos es el subconsciente en acto -que trata de romper sin convicción con su madre nutricia usando su mismo lenguaje- y una consciencia culposa. En 2008 atisbamos nuestra neurosis pero no acabamos de enunciarla. La vida sí está en otra parte, quieren decirnos en tono de descubrimiento científico los mismos que niegan eso con sus acuerdos y decisiones de todos los días. Si los mercados financieros son bipolares ¿por qué ellos no han de experimentar dos estados mentales incompatibles como un derecho existencial?


¡Es la política, estúpido!

Pero la gran negación de nuestro tiempo ha sido la política. Notemos cómo los resultados electorales (las regionales alemanas, la presidencial francesa, las generales griegas) son tratados por los medios, y sobre todo por los analistas financieros, como ¡variables exógenas en el modelo de toma de decisiones a seguir! En adelante, ya lo dijimos, no serán sólo las elecciones sino la calle y la algarada (si no es que la rebelión) las que regresen a estructurar parte de la agenda pública. En la hipótesis optimista, la calle será alimentada por los nacos del primer mundo: sindicatos revigorizados por la amenaza de los despidos masivos, reducciones salariales, alargamiento de la edad laboral; jóvenes anómicos sin inserción imaginable en un mercado laboral estable; migrantes decepcionados por la traición de la metrópoli. Todo ello implicará un cambio en el ambiente de áreas significativas de Europa, y ni modo. Si seguimos instalados en el optimismo, ello conducirá a nuevo pacto, un neo corporativismo (bendita la hora), aunque seguramente después de algunos catorrazos, de gases lacrimógenos, de resultados electorales que irán y regresarán, de barricadas y gestos desafiantes que hunden sus raíces en una tradición que es tan europea y tan legítima como el vino y el queso. Que se asusten los tontos.
En la hipótesis de la calle rebelde, los pupilos de la escuela protestante (que son los que conducen, por regla general) habrán de pasar por una de sus pruebas más dramáticas, al menos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Porque en su austeridad apenas recuperada (y que en adelante será un performance cotidiano como garantía de un marketing político) tendrán probablemente que administrar el desplazamiento del centro de gravedad de la política europea. ¿Podrán conciliar, acostumbrados como están al universo único?; ¿escucharán el canto de las sirenas de sus paradójicos aliados, los bárbaros del capitalismo hedonista, dispuestos a defender hasta no sabemos dónde las rentas procedentes de las actividades empresariales menos innovadoras (rentas, insistimos), a la manera de los constructores, de las empresas de energía sucias, de las administraciones financieras, de los cliques empresarios-políticos? Lo único seguro es que, si se incendia la calle más allá de lo razonable, el santo patrono de los protestantes, el que recibirá los cirios y las genuflexiones de los gobernantes de Europa, será el muy católico Charles de Gaulle. Ellos no quieren mayo, quieren desde ya junio de 1968.
Y estaría bien si las elecciones estabilizaran a la vieja Europa. Pareciera sin embargo que, sobre la base inamovible de la democracia representativa, los territorios de lo político deben ensancharse. Investigaciones empíricas y reflexiones más amplias deben informar de los costos y consecuencias que ha tenido la desorganización del modelo de lo que Ross Schneider[3] ha denominado los capitalismos de mercados coordinados (CMC) desde donde se reconstruyó el centro y norte de Europa y se configura, hasta su extremo atlántico, el pacto social de la posguerra, para darle paso al paradigma del capitalismo anglosajón o de mercados liberalizados (CML) o más bien al mito que se empieza a tejer al respecto desde una agenda netamente ideológica en los años ochentas. Y es que aún falta imaginar todo el alcance de ese orquestado vilipendio a la sabiduría que puso en pie al Estado de bienestar, la gran hazaña civilizatoria y vacuna anti totalitaria de la segunda mitad del siglo XX, el cual hay que dejar de ver de una vez por todas como un conjunto de prebendas para los trabajadores de cuello azul, de cuello blanco, los jóvenes o tal cual clientela social, cuando es no otra cosa que el resultado concreto de una articulación de los valores de la democracia moderna: un código de negociación, un inventario de bienes sociales y códigos que se intercambian para favorecer la disciplina laboral, el aumento de la productividad del trabajo, la lealtad a la democracia y sus instituciones, el respeto por los demás. Pero sobre todo, el Estado de bienestar es el ámbito donde el reconocimiento de los actores del mundo del trabajo o de los que sólo habitan los márgenes de la sociedad adquiere la mayor concreción imaginable y la mayor eficacia política --el thymos que nos ha recordado Fukuyama. Es probable que el debilitamiento del mundo de los sindicatos, de la negociación colectiva y del espíritu de cuerpo sea una de las variables no detectadas (o al menos no nombradas) del galimatías financiero y económico de Europa. Entre más atomizada y compartimentada esté una sociedad, el cálculo sobre las decisiones que afectan el desarrollo de mediano y largo plazo es más incierto y, sobre todo, más frágil políticamente.
Esto último no es caprichoso ni arbitrario, si consideramos una cuestión fundamental: una democracia, considerada en todas sus dimensiones y posibilidades, es una forma de conocimiento de la realidad, una base cognitiva para ensayar la prospectiva de las sociedades. La refundación de Europa entre 1945 y 1947 fue no sólo una reinstauración de la democracia representativa, sino un nuevo impulso y una legitimización de la negociación corporativa bajo el ojo vigilante del ciudadano que –aquí sí, uno por uno—de manera regular acudiría a las urnas. En Europa algunos representantes del club de los protestantes y tumultuariamente el team de los bárbaros no han dejado de mirar el orden corporativo de la posguerra como un obstáculo, un estorbo. En parte tienen razón, pues el orden corporativo, sobre todo el que estructura el mundo del trabajo y de los pequeños y medianos productores, es un mecanismo para redistribuir las ganancias sociales, un contrapeso para evitar que las rentas fluyan en una sola dirección.
¿Acaso la política europea debe pactar una refundación corporativa, sobre todo ahora que las uniones de trabajadores, de un lado, y variadas e inéditas organizaciones horizontales de la sociedad, del otro, están en las calles, en las plazas, y estarán seguramente los próximos meses y años? ¿Acaso los lenguajes de la pura racionalización económica –ajustes acá, recorte allá, quiebras en todas partes—deberían contrabalancearse con una interlocución sensata, amplia, lenta como proceso sociopolítico, pero rica por su legitimidad implícita? Antes que la revigorización de la lucha de clases y las formas de representación de intereses particulares se vuelvan contra las formas democráticas de representación política, ¿no valdría la pena ensayar otras ingenierías institucionales para la interlocución, quizá ancladas en el discurso de la constitución? Antes del fin de la política, más política. Europa no puede salir de la emergencia como quien huye de un teatro en llamas. Alguien debe permanecer adentro, apagar el fuego y reorganizar el espectáculo de la democracia occidental, que si bien históricamente queda ligada al capitalismo y es progresivamente interpretada en clave heterónoma o dependiente de la economía y el mercado, está obligada ahora a una auto-comprensión en clave autónoma y con derecho para reconfigurar ambos, como en la alboradas y epifanías que tuviera desde 1789. Pues la democracia podrá estar sujeta a leyes como un cuerpo físico a las de la naturaleza, pero a diferencia de éste no puede dejar de ser un ámbito de acción y volición transformadora. Y es que no hay democracia que merezca tal nombre sin un impulso vital que sobreviva a los economicismos gestados desde el siglo XIX, empeñados en subsumirla o subordinarla.

Lo secular y lo religioso

Ante la crisis en el hemisferio noroccidental pero particularmente por el giro que está cobrando en Europa, el instinto grita que es algo más que una recesión económica o una gran omisión política. Hay algo aquí más allá incluso de la cancelación de los grandes pactos sociales puestos en marcha en los países desarrollados después de la segunda guerra mundial y de las expectativas de un progreso transgeneracional. Cancelar esas promesas proyecta el fenómeno, efectivamente, a otra escala. Pero también estamos en una crisis mayor porque no hay un afuera, es decir, un tipo de discurso que pueda hablar de la crisis y denunciarla sin ser parte de ella --quien pretenda otra cosa no deja de engañarse a sí mismo. A falta de un punto de Arquímedes desde el cual apoyarse para clarificar las cosas y los acontecimientos, en estos tiempos inciertos para nada aplica aquello de que “en el principio fue el logos”.
Pocas convicciones más nobles-y eso se le debe a la derrota de los nazis en la segunda guerra mundial- que aquéllas que reafirman la unidad esencial del género humano.[4] De ahí germina la idea de una casa común de la humanidad o por lo menos una casa común de los europeos. Pero esa casa, cuyos muros están hechos del trabajo acumulado de las generaciones, tiene una infraestructura de conceptos, símbolos, ideas, mitos y mitemas que conforman el laberinto de su tubería y cañería. Cuando algo anda mal se detecta por goteras o porque emerge de las coladeras lo que debiera irse por el caño. El problema se ve pero no se entiende. No se puede saber sin romper algunos de esos muros. Esta atinada metáfora de Mary Midgley[5], sumada a la noción de que no hay un afuera, no sólo para resguardarse de la coyuntura sino incluso para pensarla, es lo que autoriza el afirmar, sin hipérbole, que sí hay algo de una crisis de civilización en todo esto.
La crisis económica y de imaginación política que asola Europa en su otoño demográfico se encuentra con otra más soterrada, que viene de más lejos: el agotamiento de su genio religioso, asunto del que ninguna civilización sale impune. Por secularizadas que sean estas sociedades sería un error no reflexionar por un momento acerca de su río más subterráneo, el cristianismo, y la forma como ha venido secándose. Las sorpresas que ello nos depara son extraordinarias.
La crisis actual de la Iglesia Católica tiene el potencial de estremecer aún a quienes están fuera del alcance de su llamado. Durante el pontificado de Juan Pablo II se ajustaron cuentas, si no del todo frente a la ilustración, sí al menos frente a uno de sus hijos bastardos: el marxismo leninismo. Pero cuando ese pontificado entra en momentum la iglesia comienza a olvidar el diálogo necesario con el hombre moderno y el entendimiento con su dignidad (algo que ya estaba en el alma del Concilio Vaticano II). En cambio, a la iglesia del Papa polaco le dio más bien por compadecerse de la modernidad y a fungir como su crítica atemporal en un fenómeno que en sí mismo es una caída en el siglo. La pérdida de valores y de anclajes --se advierte no sin razón- no pueden tener un final feliz. Recobrada así una confianza política secretamente perdida, el siguiente movimiento fue menospreciar las lecciones más importantes de la Ilustración, que en sí mismas son enseñanzas morales: el pensamiento crítico, por ejemplo, o la desconfianza frente a las corazonadas, las cuales no son siempre buenas consejeras, como todos sabemos.
Sabemos también que el cristianismo como lo conocemos fue la amalgama de la visión de un muy singular pueblo marginal del medio oriente, atrapado en el siglo I por su interpretación de la historia (no se diga cuan lo está en pleno siglo XXI) con una parte del pensamiento del mundo grecolatino, a lo que se suma el angst existencial de las dos costas del mundo mediterráneo y la ausencia de una brújula moral en el corazón de ese colosal experimento que fue el Imperio Romano. El cristianismo helenizado que nace en este contexto fue una gran construcción intelectual en su propio tiempo –no exento de las críticas y de reservas de cierta sabiduría pagana- que utilizó todos los recursos retóricos y filosóficos de la antigüedad clásica: un pensamiento hecho para responder a una crisis de civilización, y también para precipitarla, curiosamente como el marxismo pretendió lo propio con respecto a la modernidad. Sin embargo, en tanto religión, no podía prever el surgimiento de un constructo intelectual aún más formidable, el pensamiento científico moderno, no desprovisto, para su sorpresa, de grandeza de espíritu. Desde un punto de vista estructural es asombroso que a diferencia de las rigideces de una Fe -cuyas verdades fundamentales se supone han sido reveladas de una vez por todas- la ciencia resulta como un mecanismo que no sólo se auto-repara cuando tropieza, sino que incluso se auto-rediseña; dicho de otro modo es un constructo que no sólo no suprime la crítica sino que se alimenta y propulsa con ella, pues las conjeturas le son tan vitales y necesarias como sus refutaciones, para parafrasear a Popper. La ciencia moderna es una conjetura que se autocorrige mientras que las religiones y sus primas hermanas, las ideologías, son conjeturas que sólo les interesa reforzarse y los acontecimientos les importan únicamente si las afirman. El pensamiento científico es un logro espiritual que nació como una extensión y como un reforzamiento de un hallazgo no menor de la modernidad: entender el valor y las oportunidades de aprendizaje que abren, para todos, las disidencias y los escepticismos.
Pero para una institución que siempre admiró el efecto que tuvo en la psique de los pueblos la estabilidad que transmitía el Imperio Romano y que, por ende, la encabeza el equivalente a un César, de entrada esto le ha sido difícil y justo cuando pudo aprenderle algo a la modernidad decidió tratarla como a una menor confundida y extraviada. No por una casualidad en el pontificado de Juan Pablo II se retoma el mal hábito -del que la iglesia católica ya comenzaba a avergonzarse en la época de Paulo VI- de multiplicar los santos milagreros: las beatificaciones y canonizaciones al mayoreo. El correlato es un anti racionalismo que hace estragos. Órdenes religiosas, como la de los jesuitas, son relegadas en una decisión fatídica para que su lugar lo ocupe el Opus Dei en un lado del atlántico y los Legionarios de Cristo en el otro, y a sus fundadores –pese a que advertencias en contrario no faltaban- se les extienden votos de confianza que terminan siendo cheques en blanco para la charlatanería y la depredación de la peor calaña: las trampas de la Fe. Es así como la iglesia católica fracasa en una de sus justificaciones que es institucionalizar a sus pastores y evitar el abuso del carisma que, con tanta frecuencia observada en las sectas de predicadores bíblicos, degenera en cultos al servicio de egos fuera de control con su concomitante propensión a la dominación sexual. Por primera vez al menos desde los tiempos modernos, la iglesia católica auspició el secuestro de sus ovejas por parte de los lobos, traicionándolas y traicionándose.
Al mismo tiempo el catolicismo bajo Juan Pablo II se torna más populista, más kitsch y hasta en lo estético pierde calidad. Profundiza la cesura entre razón y creencia creando una polaridad agobiante en el mundo contemporáneo para sus fieles menos rudimentarios, quienes no pueden decirse a sí mismos a la manera de Tertuliano “creo porque es absurdo”. Esta tendencia, esta regresión se encuentra sin respuestas una vez que la pandemia de la pederastia entre los vicarios del reino de lo invisible se hace pública y el escándalo estalla como reacción en cadena. Una paradoja mayor es que siendo la iglesia católica una institución que reconoce algunas de las necesidades más profundas de la psique -el azoro frente al hecho de estar vivos, el encuentro con la muerte, el dolor y el misterio del sufrimiento en el mundo- termine postulando una visión absolutamente falsificada de la naturaleza humana, de la relación entre cuerpo y espíritu, y de lo que es dable esperar de las relaciones de los hombres con sus semejantes. Una vez más las trampas de la Fe, la supresión de los discordes y el desdén por el conocimiento se cobran su factura.
Tiene su ironía que la iglesia que hereda el Papa polaco, vencedora del comunismo en el corazón de Europa, recuerde mucho a los partidos de esa bandera. La crisis de los partidos comunistas guarda rasgos inquietantemente similares –sólo que en cámara rápida- con la crisis, en escala histórica mayor y tempo más dilatado, de la iglesia católica. Hay un paralelismo entre la iglesia que hereda el largo pontificado de Juan Pablo II y el Partido Comunista de la Unión Soviética que hereda Brezhnev –esa Reina Victoria bolchevique. A ambos los suceden oscuros ideólogos – Ratzinger en un caso, Chernenko en el otro-- que son justamente los más imposibilitados para reconocer una crisis y quienes más racionalizan (en el sentido psicoanalítico) la veneración a sus respectivos legados y tradiciones. Particularmente dramática resulta la falta de contacto del primero, teísta radical, con lo humano y por extensión con lo divino: personaje anaeróbico que vive por y para una teología que nadie comprende y al que parece nada le conmueve más allá de Mozart. De algún modo nos recuerda que tanto la iglesia como los partidos comunistas fueron las creaciones de intelectuales que llegaron a un acuerdo sobre el canon de sus respectivas denominaciones y la forma de interpretarlo: cómo lidiar con las tensiones y contradicciones intrínsecas a la doctrina y con los disidentes que las hacían visibles y las exacerbaban. En ambos casos se terminaron creando aparatos asediados por lo que los psicólogos denominan disonancias cognitivas y, con ello, militantes para los que cada vez resulta más difícil hacer encajar los hechos con el discurso y cuyas alternativas son o la negación total o el desplome ante la evidencia.
Puede pensarse que la crisis del catolicismo es una que no tiene porqué contagiarse al resto de las iglesias cristianas, pero cabría sospechar que, del mismo modo que el trotskismo dejó de tener sentido con el colapso de la Unión Soviética, otro tanto les sucederá a las otras denominaciones que no solo también padecen sus propias disonancias cognitivas[6], sino que de un modo u otro serán también arrastradas hacia el fondo por el naufragio de una institución del tonelaje de la iglesia católica. Sabemos que en estos tiempos ha renacido la noción de que el final apocalíptico esta cerca; que el final del mundo está a la vuelta del calendario, lo cual se ha esparcido como reguero de pólvora en la cultura popular. ¿No será más bien que en el inconsciente colectivo comienza a dársele cabida a la idea del fin de un ciclo de 2000 años de duración? Y es que para los seres humanos el fin del mundo y el de sus instituciones religiosas tiende a confundirse en una misma cosa.
Pero las relaciones entre mundo moderno y religiosidad son más profundas y complejas. Un gran pensador como lo es Marcel Gauchet es convincente: la modernidad sería inconcebible sin la matriz religiosa del cristianismo y sus más fecundas tensiones internas[7]. El nacimiento de las libertades públicas sin duda presuponía el control y el autodominio de los individuos en lo privado, buena parte de lo cual se procesaba –y todavía se procesa- en clave religiosa. A más de doscientos años de la muerte de Kant no se sabe de nadie que guíe su fuero interior por la regla del imperativo categórico. Cabría pensar asimismo lo mucho que la noción de igualdad en occidente le debe a la noción judeocristiana de igualdad ante los ojos de Dios, ya que en modo alguno dicha noción se desprendió de una observación o de un enunciado fáctico. Dada esta secreta simbiosis entre modernidad y genio religioso, pudiera pensarse que hay un desbalance intrínseco cuando se piensa en la Europa contemporánea como una modernidad post cristiana. Quizás lo sorprendente es que el término haya ido demasiado lejos. Del mismo modo que se suponía que el comunismo se coronaba con la desaparición de su Estado y de su partido en la fase final del socialismo, cabe la pregunta de si la misión del cristianismo se cumple con la desaparición de su iglesia y sus doctrinas en la sociedad secular.
Algo de esto se vislumbra en la manera como el cristianismo en el occidente contemporáneo regresa a la esfera pública, al momento de atender las sensibilidades de ciertos grupos minoritarios. Cuando el discurso consagra sólo la victimización, algo sutil pero arbitrario y poderoso lo impregna todo. Se legisla entonces sobre issues identificados que se abordan de una manera más feminizada. En suma, se cierra sobre las cabezas la bóveda de eso que llamamos lo políticamente correcto, que debe menos a una ética deontológica que a un puro emocionalismo cristiano. Pero el punto aquí no es si esta mutación del discurso cristiano más allá de la religión y lo religioso sea o no un avance, sino que conlleva algo que no propicia equilibrios en las psiques colectivas. A los ideales no sólo hay que verlos por la manera como se presentan ante nosotros sino también por sus propiedades estructurales y sus consecuencias no intentadas.
Las sociedades escandinavas ameritan una reflexión al respecto. Siendo probablemente las más seculares del mundo, con la proporción más baja de practicantes de una religión de todo el planeta, son países todos en los que en su bandera figura una cruz. No hay otras naciones de la tierra en los que la dulcificación de la existencia social, en las intenciones y en los hechos, haya llegado más lejos. Esta versión de cristianismo secularizado que no se atreve a nombrarse genera reacciones inéditas --en buena medida porque es casi imposible enfrentarlo a un nivel discursivo-- sobre todo de parte de aquellos para quienes el fenómeno religioso, más que discurso, es una amalgama de valores y tradiciones desde donde se desprenden identidades reales o imaginarias. No a todo el mundo le agrada la idea de un imaginario social que sea como una canción pop concebida para que todos la canten agarrados de la mano: el multiculturalismo inspirado sólo por sentimientos de culpa y de autodescalificación de la sociedad occidental irrita sobremanera a aquéllos que, por ejemplo, ven correlaciones entre inmigración y criminalidad. Las dificultades para articular un discurso alternativo a lo políticamente correcto podrían estar dando pie no sólo a movimientos y partidos cripotofascistas , sino a una erupción de violencia, más allá de toda descripción, como lo sucedido en 2011 en Noruega que, además de crimen delirante, parece ser la concreción excepcional de un deseo no tan excepcional.
No será la primera vez que suceda en la historia europea. En perspectiva es inevitable ver las peripecias por las que atravesaron Rusia y España (esos pueblos extremos, como los llamaba Cioran) en la primera mitad del siglo XX, cuando eran entonces probablemente las dos últimas naciones de Europa que se tomaban en serio el cristianismo, cosa que quizás no sea del todo ajena a las convulsiones político-metafísicas que padecieron. Recordemos que mientras en la España de los treinta, y bajo un ropaje político radical, parecía dominar la divisa evangélica de que “los últimos serán los primeros”, se desencadenó como respuesta una búsqueda fanática del culto a la identidad nacional, de la España eterna que no acierta a dar con las palabras y por ello termina dictando su consigna de “muerte a la inteligencia”.
Así, aún las versiones más modernas de sociedades europeas no se sustraen del todo al influjo y las consecuencias no intentadas de las colisiones entre las fragmentaciones de lo que fuera un legado religioso: por una parte las que dominan las coordenadas del plano discursivo, y por la otra, las que dominan los códigos de la liturgia, la tradición y la familia patriarcal, pero sin discurso ni conciencia de sí. La modernidad nace en Europa antes de iniciar su experimento en los Estados Unidos, por una escisión de la esfera privada y sus convicciones con respecto a la pública que reclamaba un entendimiento secular: esta separación garantizaba la coexistencia de ambas. Pero ahora el cristianismo, liberado de la religión, encuentra una expresión en la esfera pública y reclama una adhesión de los corazones ciudadanos que antes no era requerido. Es entonces cuando la esfera pública se comienza a padecer como un drama privado y no todos los individuos lo procesan bien. El triunfo de lo políticamente correcto ha generado así un malaise que todavía no calibramos en toda su magnitud, pero que sin duda está ahí presente en la agresiva expresión que van adquiriendo los movimientos de derecha a ambos lados del atlántico.
Pero no solo los individuos que se afirman políticamente deben reclamar atención. Entre las mutaciones del cristianismo post religioso y las reacciones extremas que suscita se ha abierto una tierra literalmente de nadie. En las sociedades occidentales contemporáneas el discurso del cristianismo se vacía en el camino desde la esfera privada a la pública. Tiene lugar un debilitamiento radical de la intimidad del individuo, debido a demandas insostenibles: por ejemplo, las que atan fatalmente la convicción ética a la religiosa, las que sostienen que el discurso del bien sólo puede provenir de las iglesias y no de las repúblicas. Es Durkheim quien regresa, con la agenda renovada: en los mundos hipereconómicos existen actores sin noción alguna de que algo los trasciende y sin otro referente cognitivo que ellos mismos, cual mónadas; si no los regula Dios, menos la comisión respectiva, dirían. Pero la gran paradoja es que el drama espiritual no desaparece, y uno de los saldos de la crisis que inició en 2008 es la exposición de grandes y notables jugadores a un estrés psicológico de vastas consecuencias.
¿Acaso no es verdad que algunos supermillonarios de Estados Unidos, pero también de Francia y Alemania, han propuesto que los gobiernos les cobren más impuestos? ¿Una expiación? No necesariamente. Es la inversión de todos nuestros valores, un síntoma del siglo que hoy se inaugura, una sospecha sobre la relevancia del más allá. Tal vez exista el cielo, pero yo quiero pagar impuestos en la tierra, y al gobierno, aquí y ahora, pareciera la consigna de los supermillonarios. Nadie dice que no sigan creando fundaciones independientes y donado a las ongs y a los fondos piadosos de sus iglesias. La lectura debe ser otra: su honor y gloria, y el futuro de sus hijos y de sus nietos, y la buena fama de su legado, depende de un Estado autosustentable, de una sociedad que no regresará a los códigos políticos de 1930, de una estabilización inmediata del alma de los vivos. Si San Pedro les abre las puertas del paraíso, mejor aún, pero no es el punto. Ganó el siglo al cielo, al menos en nuestra hipótesis.
Es verdad que nadie puede abusar ahora de los europeos contemporáneos apelando a sus valores nobles y honorables, a diferencia de sus ancestros a quienes se les hiciera arrastrar sus cuerpos entre las trincheras del Somme o vadear ese denso puré de lodo, huesos y vísceras machacado por la artillería en Verdún; por otro lado, sin embargo, no sabemos cuáles son sus reservas anímico-espirituales para enfrentar la adversidad o la frustración, reservas con las que sin duda contaban en ese entonces. Su atomismo actual los puede llevar o a tener dificultades para desarrollar una empatía hacia los otros -y de ahí que el crimen comience a ocupar un espacio cada vez más dominante en las obsesiones de la vida contemporánea- o a una irritabilidad permanente e incluso a un tipo de violencia autoexpresiva --fenómeno que por algún momento se creyó exclusivo de la sociedad estadounidense. El giro que toman las sociopatías –comenzando por las de cuello blanco- y lo mal que se les resiste habla de un verdadero fin del carácter en nuestras sociedades, lo que instintivamente atisbó el fundamentalismo islámico en los países desarrollados y que deliberadamente decidió poner a prueba. Nuestras sociedades no alcanzan a balancear derechos con obligaciones y sin duda demandan cada vez más objetivos y metas con menos instrumentos para conseguirlos, lo que profundiza el desbalance. La modernidad que emerja del fin del mundo hipereconómico no tendrá otra alternativa que obtener, desde la esfera de la acción, buena parte de la fuerza moral y de las reservas espirituales que dilapidó sin renovar. No podrá hacerse ilusiones de que recargará sus energías, como si nada hubiera sucedido, en las mismas fuentes culturales y civilizatorias que le dieron alguna vez vida: y es que hasta para recobrar la historia se necesita de imaginación y temperamento pero, sobre todo, de la capacidad para reconocer que las perplejidades de nuestro tiempo son válidas, legítimas, distintas con respecto a las que motivaron la búsqueda espiritual en el pasado y cuya desembocadura fueron respuestas formalizadas en sistemas de creencias.




Colofón

Europa necesita menos de los historiadores, economistas y politólogos que de los arqueólogos. Proponemos, en la emergencia de un corte de época, un proyecto intelectual que, recorriendo y excavando en la diversidad de sus campos civilizatorios, pueda explicar la convivencia cada más problemática de todos aquellos maravillosos edificios vivos, plazas, jardines, fábricas, laboratorios, museos, estanques y senderos, de un lado, con todos esos objetos extraños, trozos sin forma desprendidos de un edificio colosal que ya no existe, columnas truncas, bóvedas agujereadas, figurillas irreconocibles regadas por el suelo y diletantes ensotandos que no paran de hablar, del otro. La pregunta no es tanto de dónde proviene esa pedacería, sino qué significa y para qué sirve.

Si tuviésemos algo de razón, la sincronía inédita entre la crisis del modelo social de la segunda posguerra (el redibujamiento del tipo de liderazgos políticos en medio de la patología híper económica) con la implosión política y moral del cristianismo, obligaría al arqueólogo a un primer inventarios de los restos. Se trataría de un inventario ético y político, que permitiera reciclar los restos esparcidos del vetusto edificio en un mundo secularizado pero no desmemoriado. De manera obvia, la primera tarea será una taxonomía. De este lado de la raya lo que permita proyectar a futuro lo mejor de Europa como civilización: su ecumenismo, su reconocimiento del conflicto como motor de la historia, su pasión democrática, la obligación de la memoria, su absoluto genio artístico, poético y científico; más allá de la línea, sus demonios: su imperialismo y su mirada global tantas veces arbitraria y condescendiente, su obsesión con la raza y la tierra (con sus implicaciones genocidas), su paradójico parroquialismo.

Si tenemos razón, la pequeña gran Europa habría regresado a la historia, pero no a la que se cuenta por lustros, sino a la que se cuenta por siglos. Si tenemos razón, como en la teoría de los fractales, las pequeñas causas generarán grandes efectos y debemos por tanto prepararnos para lo inaudito. Si tenemos razón, la vieja Europa, la de Diderot, Marx, y Nietzsche; la de Wittgenstein, Camus y Popper (y no menos la que hizo posible el Swinging London) seguirá siendo el objeto de todos nuestros deseos.


[1] Toni Judt, Postwar. A History of Europe since 1945, New York, Penguin Book, 2005.

[2] Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, traducción de P. Elías, Barcelona, Planeta, 1992, p. 19-21 y 211, 265, 277, 282.


[3] “Inequality in developed countries and Latin America: coordinated, liberal and hierarchical systems”, Economy and Society, Volume 38, Issue 1, 2009.

[4] Algo que se había negado implícitamente con el colonialismo decimonónico y el racismo de acentos darwinianos que le acompañó y que -como bien observara Hanna Arendt- es la matriz desde donde se gesta el delirio nazi y sus obsesiones de exterminio.

[5] Ver su maravilloso ensayo Philosophical Plumbing en “The Essential Mary Midgley”, Routledge, NY, 2005. Lamentablemente, al igual que Hanna Arendt, son pensadoras mal estudiadas o de plano desconocidas en el mundo hispánico, al punto que ni siquiera las feministas han reparado en ellas y en su voz enteramente distinta.

[6] Como seguramente es el caso de los evangélicos en los Estados Unidos, quienes viviendo en el país que genera el grueso de la masa crítica de conocimiento científico en el mundo, militan en pro del creacionismo y de la supresión de las teorías de la evolución en el syllabus escolar.

[7] Marcel Gauchet, El Desencantamiento del Mundo: una historia política de la religión, Editorial Trotta, Universidad de Granada, primera edición en español, 2005.