Joseba Buj

También hacia la luz y hacia la vida
 

 

 

 

Es difícil entregar ciertas cosas, a ciertas personas, a la muerte, ¿pero qué sucede cuando no hay nada de lo que despedirse? Esto pensará Mikel cuando, muchos años después de aquel verano en que todo se le había revelado, se monte en el avión para cruzar el mar y visitar a su familia. La ciudad –el D.F.– se habrá convulsionado unos días antes, amedrentando la secuencia disparatada de mansiones decimonónicas y rascacielos que atesta sus principales calles. En el hospital, encaramado en los oteros de Santa Fe, la contingencia habrá transcurrido sin mayor percance. Pese a ello, Mikel habrá detenido el pensamiento en la insignificancia de las moles de piedra en que nos cobijamos, en las que depositamos ese endeble artificio de nuestra mente: la seguridad. En la nonada, por ende, que es en sí todo constructo humano.
En la poesía latinoamericana a la que es aficionado, pensará en el avión, poesía con la que entretiene las eternas noches de guardia, de preceptivo desvelo, se manifiesta virulentamente el advenimiento de la amenaza natural –las torrenteras fluviales de Neruda no son la fuente sosegada de Alberti; la vegetación magmática de Pellicer guarda escasa relación con los pausados patios machadianos.
Pero el avión estará dejando atrás México y América entera, y por unos días podrá colgar el hábito de la preocupación frente a la inminencia de un cataclismo telúrico. Si la naturaleza –ya se percataron los poetas nativos– es una presencia amenazante en los parajes americanos, cavilará, otros territorios de su vida, de su memoria han sufrido el antuvión de otro tipo de amenazas. La mezcla de alegría y de tristeza que siente vez con vez que abandona México actualiza la pavura que lo zarandea ante la posibilidad de no afirmarse como “él” para convertirse en “el hijo de”, “el nieto de”. El abismamiento a la coyuntura que ha querido mantener en el predio de “lo ajeno”. La edificación de su yo (del exitoso doctor Beascoechea), esculpida con meticulosidad desde los días de la beca de investigación que le ha permitido no regresar, que puede trastabillar frente a la sacudida sísmica del pasado, como uno de esos gigantes de piedra defeños que se habrán alebrestado, en los días previos al viaje de avión, como la flama batiente, como pavesas en el viento.
El deleite en la lectura proviene del lapso que había sucedido a los acaecimientos de aquel verano, cuando sentado frente al mar había resuelto pelear (echando mano de su intelecto) para partir, para “construirse” como algo diferente de aquello… Las horas enfrente del libro que han sido sus compañeras durante las jornadas de soledad extranjera… En el avión reflexionará –retornando a arrostrar la contundencia desestabilizadora del pasado– sobre algunas de las páginas de Herta Müller que ha recorrido en el insomnio hospitalario. Acaso porque en una comunión imposible la rumana penetra en aristas inconciliables de la existencia de Mikel, evidencia su todo y la nada que lo subyace, la mascarada y la némesis de ésta.
Todo lo que tiene la rumana lo lleva con ella. Arrastra a su exilio germano su vocación de librepensadora ante un régimen opresivo, arrastra las rudas entonaciones de su alemán materno ante el absolutismo lingüístico de Ceaucescu. Pero también acarrea las secuelas de haber vivido en una sumisión invasiva, importuna en cada una de las esferas de su ser, en cierto modo, incluso, constitutiva de ese ser; un ser doblegado, enclenque al que no redimen ni la libertad en el país de acogida, ni la solvencia económica, ni el Nobel. Sumisión invasiva que alcanza, en ella y los de su generación (Samson, Wagner), sus formas de enunciar el mundo. Su alemán es –o era– un dialecto apegado a la cotidianidad que, por las imposiciones implacables de la política idiomática, no es capaz de elevarse –en un principio– a las cumbres de la literatura y del concepto. En este impasse insalvable que integra la pretensión de escribir literariamente desde un origen defectivo radican precisamente –colegirá Mikel desde el distanciamiento límbico, suspendido, que le regala el periplo aéreo– su peculiaridad y su literaturidad: su triunfo y, al unísono, su indefectible tortura. La infactibilidad lingüística y la autocracia política, la lucha y, al mismo tiempo, la inevitable sumisión que de aquéllas dimanan, en el caso de Mikel, sólo han –o habían, hasta aquel verano– conformado una instancia difusa en las neblinas del pasado que lo antecedía. Esto es, los caprichos de un caudillo atrabiliario habían acosado su tierra antes de que él tuviese conciencia; de la lengua de sus antepasados –o de parte de éstos– sólo le han quedado alguna conversación titubeante –pueril–, un nombre de pila, un apellido solariego. A pesar de su realidad apartada, de espectador, los ecos de un problema que descansa en el binomio planteado por Müller han amenazado su país. En su devenir personal, sin embargo, esta resonancia conflictiva se presentaba como un binomio irreconciliable para con su existencia acomodada, distanciada, que se desenvolvía con versatilidad en la lengua preponderante del Estado. O, cuando menos, hasta aquel verano. Desde el mencionado estío ha habitado en Mikel un ansia de conocimiento que, en cierta manera, es símbolo de una duplicidad aventurada a otro nivel de la de Müller. Un binarismo que divide el silencio que caracterizaba su tranquilidad identitaria y el atronador alarido del mundo que excede a dicho acallamiento (en el que habita el problema de su tierra, el problema que le era extraño). Su deseo de saber se apuntaló en un inicio, como el del ingenuo Andrés Hurtado de la novela de Baroja, en la ciencia, en el escrutinio de lo físico. Este prurito se ha ido mixturando con el vicio oculto de sus incontables lecturas, que camufla sus ganas de ser escritor. En la ciencia médica, no ha hallado más que la reproducción de un método. De la lectura ha obtenido una erudición iterativa, carente del empuje genético, creador, que él pesquisa inculcarse. La dualidad en que se desenvuelven las coordenadas yoicas de Mikel no ha guiado a una solución que entreteja una voz innovadora como la de Müller. El exitoso doctor Beascoechea es únicamente una producción repetida de un yo en conflicto por la ausencia de conflicto.
En el avión, Mikel mirará ventana afuera, hacia la negritud teñida de incertidumbres.
Aita[1] ha conducido desde la madrugada. Mamá ya está allí, en Galicia; hace unos días que se fue, por lo del abuelo. Parece que el asunto se ha enredado y que el final está cerca. Por eso, la urgencia de vuestro viaje. Estás cursando los primeros semestres de carrera, con lo que aciertas a comprender el episodio que puso al abuelo a divagar por la aldea y que le propició el colapso. Una descompensación vascular agudizada por un cuadro de fibrosis en el hígado. La vascularidad deficiente auspicia falta de riego cerebral. El abuelo hace tiempo que no reconoce a nadie, y cuando le dan medicación para paliar la demencia, ésta, en consonancia con la insuficiencia hepática, provoca hidropesía. Un círculo vicioso, irresoluble.
Cuando arribáis a la clínica, ya en la tarde, estás muy acatarrado. Solicitan que te pongas una mascarilla. Entras a la habitación. El abuelo tiene la mirada perdida en un ventanal opaco. El oxígeno le impide hablar; a ti, la mascarilla y la tristeza te entorpecen cualquier conato de articulación verbal. Crees que sabe quién eres. Sin mediar palabra te toma la mano. Una mano donde se han acumulado los nudos, las torsiones del trabajo excesivo, malpagado. Este hombre rústico, forjado en los estereotipos de su época –caza, toros, boxeo: hombría–, trasparece la debilidad de un animal indefenso.
El internista que ingresó a tu abuelo llega a efectuar la visita de rigor. Otea el expediente, con una familiaridad de autómata. El visaje consternado. Hiciste bien en volverte a Galicia, Andrés, en las Vascongadas no hay quien viva, dice. Yo, por supuesto, continúa, no pisaba por ahí ni de coña, ¡me moriría de miedo, carallo! Aita y yo cruzamos miradas. Estamos acostumbrados a esta clase de exabruptos. Aita, con cierta sorna, repone, ¡haces bien! Sin embargo, cuando el matasanos sigue arguyendo, ¿os habéis enterado de lo que ha ocurrido?, empiezas a atar cabos: su gesto atribulado, la gente desplazándose de forma masiva por las calles –que habéis contemplado al introduciros a la ciudad–, los parientes de los otros enfermos que pululan en la capilla del hospital…, una desazón anómala rezuma en el ambiente, las cosas, el diario acontecer de los habitantes citadinos no transcurren por su cauce habitual, y vosotros, sumidos en la presura, no habéis caído en la cuenta.

El abuelo, rememorará Mikel en el avión, había emigrado al País Vasco principiados los años sesenta. Como Manuel del Río, en el Réquiem de Hierro, dejó su tierra porque ésta era pobre. Sin épica alguna en la que apoyar un futuro relato. Por sola gloria –atribuible a esta historia, a juicio del abuelo–, el olvido. El sordo olvido, el infinito olvido.
Residió en la margen izquierda del Nervión, cuando las aguas de la ría eran un miasma regurgitado por las fábricas. Vistió la triste indumentaria del trabajo mal remunerado. Pobló viviendas cuajadas de goteras. Estibó en los muelles de Santurce, hasta que la herencia tísica de sus pulmones se lo permitió –luego, fue policía municipal y guardacoches. Soportó, con una –no se sabe si plausible– contrición de mártir, el desprecio de los autóctonos sabinianos. Y cometió el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no fue feliz; salvo las contadas intermitencias estivales en que le era concedido el regreso a Galicia, salvo cuando, ya de manera definitiva, pensionado, le fue posible retornar a su terruño.
En esta margen izquierda aita y mamá se conocieron, se casaron y se mudaron a la margen derecha. Mikel creció rodeado por un imaginario como el que bosquejó Nicos Poulantzas; esto es, una clase obrera a la que la opulencia había hurtado su conciencia de clase. Un paisaje de pretéritas carestías que había escamoteado la bonanza material. Así, la margen izquierda pasó a ser el recuerdo de un recuerdo. Un penoso espectáculo para el provecho de un joven que buscaba un fin de semana más barato.
Quizá esa ribera del Nervión se producía en un contexto cruel en mayor medida socialmente hablando –y aquí Mikel remembrará una de las más sonadas entrevistas de Eskorbuto[2] –pero para él– incluso cuando las tardes de manifa,[3] de demandante cóctel molotov y represivo caucho ardiendo- la margen izquierda no era sino la galería de un museo: un objeto muerto que se observa desde la lejanía, desde el abismo, desde la hendija fracturante que materializaba el estuario[4].
El abuelo ha empeorado -el médico, induces, no se topa con lo abstruso de una enfermedad sino con la concreción intrincada del enfermo. Ya casi no abre los ojos. Has concatenado dos días en el trajín de la noche en vela, del súbito desconsuelo y su contrafaz: la resignación. Decides darte un respiro. Sales a pasear con uno de tus tíos. Tu familia colateral, que permaneció en Galicia, ha perpetrado una conducta idéntica a la de la familia emigrante: preterir el pasado. La abundancia les ha otorgado un paraje de pérgola y de tenis, de cenadores rústicos y campiñas para el golf –tan suntuosas como artificiales –que tanto dista de esa Galicia humilde del origen– de vuestro origen–, codificada por ráfagas de orvallo que abaten los humedales, los senderos de grava, las aldeas moribundas, agonizantes, que son sementera de gozos y de sombras.
Cáfilas de señoritingos caminan en dirección inversa a la vuestra. Van hacia el club, desertando de sus respectivos juegos, con una premura que pone en claro un interés fuera de lo común. Sus rostros indignados te brindan una pista de lo que ha podido pasar. Cuando el arribo a Galicia, el importuno internista os contó que ETA había secuestrado a un chico (de ascendencia gallega) que ejercía como edil en el País Vasco representando a un partido conservador, españolista. Exigía el traslado de los presos afines a la organización a presidios del País Vasco. Hoy ha expirado el plazo que fijó la banda armada, sin gestos condescendientes por parte del gobierno. El desenlace es previsible.
¡Hijos de puta!, ¡desalmados!, peroran frente al televisor los dizque hidalgos gallegos, henchidos sus pechos fanfarrias en los polos rosas –las nalgas restallantes en sus pantalones de pinzas. Al chico, le han descerrajado dos tiros; se debate entre la vida y una más que predecible muerte.
Entre el bullicio, espetas un comentario: Van a sobrevenir cambios políticos importantes en Euskadi… Tu tío vira la cabeza; fija la vista en ti. No lo reconoces. Su perfil aquilino, embebido en la muchedumbre entrópica, asoma un contorno mefistofélico, enconado. Dice: ya me extraña que un vasco, que alguien como tu amama[5], vaya a cambiar su modo de pensar.

Y es que mamá es “mamá” porque es hija de los abuelos; y aita es “aita” porque es hijo de los aitites[6] –inferirá párvulamente Mikel mientras la aeronave sobrevuela el océano–.
Amama era una mujer con el mirar puesto en el futuro; de pasados (poco alacres, en su tesitura), prácticamente no quería tener noticia. Una mujer con prurito de sol, de playa; regocijada de continuo en la ideación del próximo veraneo. Mikel siempre agradece esta predisposición a la alegría, encontrada a su carácter retraído, melancólico. Pero esta querencia a la felicidad futura, al horizonte fijado en las tardes rozagantes de mar, de infinitos y calurosos crepúsculos veraniegos, jamás opacada por la ineluctable realidad del invierno cercano, se llevó por delante la lengua de sus padres, de sus ancestros, de su infancia y, por descontado, cuanto conlleva el extravío de una tradición lingüística que, a fin de cuentas, es el extravío de un mundo. Una plática con su amama rescatará Mikel, era de seguida un plan, nunca un recuerdo.
Amama era guipuzcoana; el hecho de que hubiese escogido este apelativo para que sus nietos la motejaran ponía de relieve su volición, su deseo de pasar página.[7] Dos declaraciones suyas descollaban, sin embargo, en lo que a lo “vasco” concierne. Tímidas ante el ariete de la desmemoria, como restos en el fárrago de un naufragio. La primera se remontaba a unas imágenes de su infancia: un pueblo derruido casa por casa en el fragor de la batalla, una niña que corre de la mano de su padre a un tiempo la aviación del bando rebelde se ensaña a sus espaldas. La segunda, retomará Mikel, sobrevino aquella ocasión en que, con la impertinencia de los críos, se le ocurrió –tal vez impulsado por aquel marasmo mnémico– preguntarle si era “nacionalista”; la amama respondió: no soy nacionalista, soy vasca.
La primera declaración, Mikel la había despachado como hiperbólica. Cuando en la Euskal Etxea[8] del D.F. (traerá a las mientes Mikel), su amiga Josune –profesora de euskera– le ha prestado un documental sobre la Guerra Civil en Euskadi, ha corroborado que no había un ápice de retórica en el dicho de su abuela. Estampas –filmadas por un osado camarógrafo– de un combate encarnizado que dan paso a un escenario donde la tecnología bélica (aeronáutica), dejando atrás aquellas viejas entelequias del honor y el denuedo, propende a la destrucción en masa, al matadero.
Innumerables avatares mantuvieron a amama entre Francia y Cataluña lo que duró la guerra. Se le antojó al azar que, concluido el fratricidio, terminase en Vizcaya, en una zona privilegiada de la margen izquierda (o, mejor dicho, en una zona que acabó por transfigurarse en privilegiada, acontecido el aluvión de inmigraciones), como correspondía a los que ostentaban ius soli y ius sanguinis (la lógica del patricio, de los que llegaron “primero”), a los vascos “de pura cepa”.
Ha sido, también, un apunte de Josune, deducirá Mikel cuando se abroche el cinturón mientras atraviesan una nubosidad turbulenta, el que ha redimensionado la segunda declaración de amama: el euskera no es una lengua minoritaria, es una lengua minorizada.
La declaración de amama –resignificada en el alegato de Josune– constituía, por entre una vasta serie de omisiones y negaciones, un bastión de resistencia. Una vasta serie que comenzaba en la época de las prohibiciones del euskera en casa (porque era de aldeanos, de atrasados) y culminaba con la alianza amnésica con el Estado de Bienestar. Un bastión que afirmaba la presencia de algo que había permanecido dormido, aletargado, cuyo regreso, en calidad de ente fantasmático, actualizaba la rotundidad de una elisión forzada, criminal.
Es decir, su familia (humilde, su padre era herrero), pese a que no tuvo relación con ninguno de los bandos (por lo que no sufrió represalia alguna), venía padeciendo (hacía generaciones, como tantos otros contingentes de vascos) un endémico sometimiento en los paradigmas de pensamiento, sojuzgamiento ejecutado por la producción cultural que monopolizaba el centro: la idea de progreso (que sustentaba una dominación material concreta), idea que proscribía las lenguas periféricas del territorio ibérico, lenguas distintas a la castellana (la única y verdadera, en la que cabía y se representaba y era admitido que se representase esa idea de progreso). Jamás se percató esta familia –ni por supuesto amama– de que la beligerancia que asolaba sus hogares, de la que huyeron porque no tuvieron otra opción –frente a la materialidad devastada–, era una advocación encarnada del mencionado sometimiento (claro está, con la tensa complejidad entre modernidad y tradición que comporta el fascismo).
Así, inferirá Mikel, dos declaraciones inconexas, repartidas en momentos dispares de la vida, han adquirido una conjunta significación epifánica a la hora de esclarecer el modus vivendi adoptado por amama. La relegación del euskera, los bombardeos y el desarrollo económico que había logrado el mal llamado proceso de Transición Democrática entretejen un silogismo fundado en la oclusión de cuanto excede su lógica, su entrelazamiento causal, su simbología totalitaria, unívoca, excluyente.
El abuelo ha muerto. No hubo ni durmientes ni rieles. Ni estaciones de moscas y de polvo donde recoger sus pedazos procelosos. Ni figuras románticas, atadas al potro del alcohol, que fuesen y viniesen entre las llamas… Pero tampoco pudiste hablar con él.
Tampoco pudiste hablar con él, porque se ha muerto en el week-end de anónimo y cordura, en una cama de hospital. No por una locura hermosa. El abuelo ha muerto legando un silencio espeso. El abuelo ha muerto: no se ha mutilado el universo; simplemente se acabó la realidad, su realidad, una realidad que se te escapa, a la que no tienes acceso, por tu existencia acomodada (imposible tender lazos dialogantes con una lógica de vida que no te pertenece, que fue hurtada de tu historia). El abuelo ha muerto, y habéis vuelto a casa, los tres, sin mediar palabra al respecto. El abuelo ha muerto, y al recordar su nada, su grisura, esta mañana en que estás sentado leyendo en un parque de tu barrio, te han dado ganas de llorar.
De súbito, acrece el ajetreo. Una hueste se aglomera en la plaza. Llevan las manos pintadas de blanco. Portan fotos del concejal malogrado y estandartes: Vascos sí, ETA no. Encarándola, un grupúsculo a la zaga de una ikurriña[9]. Alzan imágenes de presos vascos. Se encienden los ánimos. Las manifestaciones pacíficas porfían en una batalla campal. Cierras el libro reparando en la postal que usas como marcador. Es un cuadro del Museo de Bellas Artes de Bilbao; lees al reverso: retrato de Tomás Meabe.[10]

En esa postal estará pensando Mikel cuando, muchos años después de aquel verano, tenga que transbordar de avión en París para dirigirse al aeropuerto de Loiu. Y estará pensando en ella, porque en esta parte final del trayecto leerá un libro de Kirmen Uribe.[11] La acción del libro tiene lugar en un avión donde el autor rememora. La trama se ramifica desdoblándose en redor de un eje mnémico: el recuerdo de un cuadro del Museo de Bellas Artes de Bilbao. O sea, la historia del cuadro le sirve como excusa para indagar en los entresijos narrativos de su Ondárroa natal, que, como el río de su poema,[12] como la intrahistoria de Unamuno, ya sólo viven en las palabras de los viejos, en el idioma de los viejos. De esta forma, se aboceta una enunciación imposible de lo postergado, de lo que, en cierto modo, no ha sido dicho: de lo que no se debe decir. Eso “no dicho” que instituye a Kirmen como un profeta revulsivo, desde la propia lengua en la que escribe e inscribe, un profeta de voz adversa a las genealogías de la oficialidad, de cualquier oficialidad.
Sí, Mikel recordará aquel cuadro de la postal porque estará disfrutando de este libro. El cuadro, empero, no disparará el envión de la memoria sino que colmará su oquedad, su vacío. Un retruécano más para la reconfiguración libresca del silencio que habrá trazado a lo largo de su viaje: un rompecabezas que habrá tenido que armar con el apero de la voz de otros, una voz nunca escuchada, siempre mediada por la letra, por la imagen reconstruida. Un nuevo manotazo a la inconsistencia del espejismo.
Cuando Mikel vio por primera vez el cuadro no sabía quién era Meabe. Ha debido –en sus altas horas de estudiante solo, y el libro intempestivo...– ir llenando los espacios de indeterminación con esa libertad que ofrece una servidumbre prestada al desarraigo discursivo. La pose que adopta en el retrato el personaje de marras –escrutada su biografía, transitados los largos trechos de incerteza– concuerda, conjeturará cuando le venga a la cabeza la impronta del cuadro en el avión, con la apelación místico/material que fue emblema de su vida. Meabe, de perfil, tiene la boina calada hacia atrás, ligeramente canteada, pronunciando la sien anchurosa, enzarzada en cábalas. El cuerpo, cenceño, envuelto en una frazada, constata una condición enfermiza. Pero la mirada... La visión, cautiva de la salvaje ceja y la angulosa sien, está como volada, se empecina en huir, arriesga una fuerza que rebasa la lasitud corpórea del enfermo. El mirar se arriesga, pues, hacia lo que no es él con bravura, con una incomprensión que comprende. Y son este arrojo, este vertimiento, esta ininteligible intelección –cifradas en su evocativa an(s/c)[13]ia visual– los que instauran la singularidad de la gesta de Meabe, su valentía, su estatura trágica.
Tomás Meabe, el hombre: aquel que amó, vivió, murió por dentro. Tomás Meabe, vástago de la clase alta bilbaína. Vizcaíno de la margen derecha. Tomás Meabe que detuvo su atención primigenia, como tantos otros en el incipiente nacionalismo vasco, en lo que el capital –el progreso– le estaba haciendo a su tierra. La desolación de su paisaje. De sus costumbres. De su lengua... Tomás Meabe, cuyos arrobos hierofánicos lo condujeron al mar, al montañismo, a la existencia tradicional del caserío vasco. Tomás Meabe que un buen día bajó a la calle, cruzó la ría: entonces comprendió: y rompió todos sus sueños. Todas las arduas pasiones melancólicas que habían cundido, de la mano de su mentor Sabino Arana,[14] en la fantasmagoría, en el embeleco. Y el amor de su pluma se tornó látigo, y el socialismo, el nuevo sol de su vida.
Cruzó el estuario para que se le revelaran el denso sahumerio de la fábrica, la quebrada lunar de la bocamina, la populosa soledad del barracón (su indefensión, su consustancial ignominia). En fin..., la topografía de tribulaciones, de seres anodinos y vejados, pensará Mikel, que con tanto tino dibuja Ramiro Pinilla[15]. Se decepcionó de las diatribas de su maestro, como años más tarde se decepcionaría Mario Onaindia[16]. De sus arrebatos de histrión pubescente (Juramento de Larrazábal, Sanrocada, Gamazada). De su pródiga vesania.
El motivo de su decepción y de su defección (de las filas del nacionalismo sabiniano) fue el descubrimiento en la invectiva, en la jeremíaca imprecación de los salmos del maestro, del fetichismo que dimanaba de una simbología clausurada, perdida en el juego demiúrgico (y por ende falseado), egolátrico de su laberinto de espejos. Es decir, el odio ante la coyuntura que agobiaba al terruño se volvía carne en un chivo expiatorio: el fuerano (pozano, maketo y luego coreano –esta última acepción, ya en la época del abuelo de Mikel)– y no en el principal agente de la hecatombe. Reproducía, de esta manera, la dialéctica de la estructura imaginaria a la que combatía, la lógica del patricio –que ya habrá remembrado Mikel en el curso de su viaje– y sus excluyentes y sus excluidos. Tomás Meabe, desde su vasquidad vernácula (y, por consiguiente, apartada), dilucidó lo irrefutable de otras alteridades (valga la redundancia) y tuvo el coraje de abrirse, de hermanarse con ellas. Aunque dicho hermanamiento fuera su via crucis. Su canonización laica.
La imitación de Cristo de Meabe fue más perfecta si cabe que la de Kempis. Porque el Cristo de Meabe insistió en su foraneidad. No fue el Cristo de Bultmann, rehén de la fe que imprime el sentido que sutura (símbolo que clausura, por tanto, en sus paradigmas, en sus coordenadas). Un Cristo proscrito del cristianismo (pura historia material y no discurso), como sus braceros, como sus mineros. Tomás Meabe murió joven en un paupérrimo barrio obrero de Madrid, alejado de los aspavientos clericales del nacionalismo de sus consanguíneos, arropado por aquéllos a los que, obstinadamente, había buscado con la mirada. Aquellos que, en contraprestación a su dadivosidad, le habían devuelto su esencia identitaria: su vocación de apertura.
Mikel habrá abundado –con poca fortuna-, durante su periplo, en cuanto le ha restado de su abuelo: la lejana historia de la margen izquierda inmigrante; en cuanto le ha restado de amama: unas declaraciones que cifraban una instancia de vasquismo resistente. Y lo demás es silencio..., un inerte océano de naderías, de oscuras mareas embadurnadas de olvido. Una conducta, este hundimiento en el manglar de la desmemoria, que él mismo repitió cuando muchos años atrás, frente al mar –en aquel verano en que estas dos vetas mnémicas se habían desplegado ante sus ojos impelidas por el sino aciago de su tierra–, resolvió dar la espalda a la realidad inmediata para partir. El doctor Beascoechea es, una vez más, el que escapa hacia el futuro con una vacuidad pretérita apuntalándolo.
Por eso, Tomás Meabe habrá acudido desde la mediación literaria de Kirmen como una solución sintética de estas dos vertientes de su acallamiento pasado. Una solución tamizada en la imagen –cultural– de un cuadro, en la letra de un discurso que, de nueva cuenta, habrá colmado una plétora de ausencias. La esencia identitaria de Meabe que Mikel –será consciente en este último tramo de trayecto- ha inferido de sus lecturas, esa esencia aperturista que de seguida rastrea la otredad novel, su simbología asimbólica al no ser aherrojada por los grilletes del sentido y el significado unívocos (autoproduciendo, los mentados grilletes, su enclaustrada y desviada –por fetichista- cauda de reflejos), servirá como puente hacia la tercera hipóstasis silenciosa que lo precede. Acaso, la más rotunda. La de aita. La de ETA.
Otra vez, Mikel no podrá alcanzar esta tercera advocación del silencio sino a través de una ilación retórica. Palabras e imágenes extraídas de una cosmogonía libresca; más palabras..., y más imágenes... Ilación retórica que remite a una mención no casual (nada es casualidad en la urdimbre discursiva) en el decurso de la cavilación de Mikel: la de Mario Onaindia. Tal vez porque Onaindia como militante de ETA en sus albores, como procesado en Burgos,[17] como nítido adalid de una izquierda vasca –partidaria de la acción aunada con otras izquierdas– se desenvuelve como un bisoño referente de la apertura simbólica que dispara las significaciones. En Onaindia están todos los chavales que, como el aita de Mikel, se reunían en las iglesias y las academias evocando la cultura que les habían robado la indiferencia y el miedo de sus padres, pesquisando un vericueto –entre los breves bastiones de resistencia– por donde colarse a cuanto se les ocultaba. Esos chavales –Mikel ya habrá parado mientes en ellos al acordarse de Onaindia- abominaron como Meabe de los vitriólicos exabruptos de Sabino, proponiendo, también como Meabe, una solidaridad abierta a todo aquel que fuese objeto de opresión (los casos del heroico Juan Paredes Manot[18] y del matrimonio de sus padres son níveos paradigmas de esa denodada actitud –colegirá Mikel–), tendiendo la mano a quien anhelase participar de un compromiso aguerrido en una época en la que la represión de la estructura enseñaba su faz más estremecedora
ETA no siempre fue el báratro que algunos, como Juaristi,[19] han querido vender, concluirá Mikel. Por eso, la frase de aquel día estival –vascos sí, ETA no–, su clamor tergiversante, no ha dejado de resultarle incómoda. Maculada por una ingenuidad culpable, malintencionada. Una frase que vacía de contenido político la entidad alterna de unas presencias ninguneadas por la estructura. Decir “Vascos sí, ETA no” es despojar a los vascos y a los obreros de un capítulo relevante de su historia.
¿Pero qué había sumido a aita en aquel no/decir (se preguntará Mikel), en aquella notoria carencia de significantes necesarios para referir una experiencia crucial en el devenir del país que habitaban? Pregunta retórica, que únicamente se puede contestar con el eco de la retórica, se dirá a sí mismo Mikel al enfrentar el atronador acallamiento de un abismo kierkegaardiano. El tropo en liza, el nexo retórico, en esta ocasión, será la analogía. El proyecto aperturista de aita –el de ETA– y el otro que lo antecedía –el de Meabe– desembocaron en análogo fracaso.
La memoria de Meabe y la actividad postrera de Onaindia acabaron captadas por la estructura (ambos cierres, opinará Mikel, resultado de una instrumentalización artera); esto es, sus críticas a la clausura estructural del sabinismo hicieron que se inclinasen hacia cierta postura españolista –que no es sino otra sutura estructural, quizá más agresiva. ETA, con un debate de por medio que jamás pudo solventar –debate que se tensaba entre vasquidad y obreridad como si de realidades contrapuestas se tratase, realidades que no compartieran idéntica lucha vindicatoria-, se decantó por un sabinismo redivivo y talibán, propiciando que el pueblo de Euskadi rezase el más sangriento de los rosarios.
Aita heredó, de estas tradiciones antaño aperturistas, la vergüenza y el remordimiento –acaso injustamente–, vergüenza y remordimiento que le fueron transmitidos a Mikel en forma de silencio. Cuando se empiecen a ver los caseríos, los tesos verdes y las pétreas playas, Mikel musitará unos versos que ha compuesto en el estruendo nocturno del distante D.F., versos que propenden hacia un futuro calamburesco e inmaterializable por estar sustentados en un pasado silenciado:
Ayer, cuando la calle será río desandado/ -el ayer será en nosotros, y no el fue-,/ por este pedregal que tú anduviste, padre,/ de arroyos escanciados al silencio./ Por este sordo farallón de mi fracaso,/ ¿tan sólo tu mitad más sobajada,/ medio hombre de aquello que legaste/ haber sido tan sólo?/ Por estas calles, padre, de tus días,/ por esa juventud, por esa errancia./ De tus días estas calles me han hablado/ navegando tus arroyos de silencio/ hacia mi nada de ti, padre, guarecida./ De ti me hablan estos días, padre, /y el clamor de las calles silenciadas./ El silencio la historia me ha contado/ de mi padre silente,/ en esto que soy/ y que no puedo/ y que quisiera...,/ padre:/ de silencio copado hacia tu abrazo/ por estas calles tan tuyas algún día.
El surf es un deporte extraño. Remas. Sorteas las olas. Te sumerges para eludir su potencia espumeante, feral como las fauces de una bestia rabiosa. Sobrepasas el rompiente. Te sientas en la tabla. Aguardas la serie, su empeño pertinaz, magnético…
Semanas ha que mataron al chico. Te sientas frente a un mar al que tendrás que adherirte. Normalmente, los muertos se olvidan rápido, como una inerte aspirina disuelta en las aguas de lo rutinario: los muertos arden pronto en el tráfago del día a día. Es decir que, en el surf, no eres nada: un arrebato estético expelido por una arrasadora zarabanda que te rebasa. En esta ocasión, no: no se olvida al chico; ¿algo ha cambiado? Distingues una difusa conformación de montículos acuosos, leves caballones que esconden el monstruo rugiente, poderoso, aleve. Prosigue la crispación beligerante, amenaza con perpetuarse en las calles: los del lado del chico, los del lado de los presos. Dos gigantes acuáticos entreveran su brega arrolladora, la innegable rotundidad de un empuje salino, eterno en un instante que se agota –y tú avizorando en la zozobra de la tabla, amedrentado-, se duerme, gran empellón material que se extingue para siempre... Eres un flâneur, un esplín, un espectador que se embelesa en los senderos de la melancolía, y la realidad combativa que te arrostra te acongoja, se te revela indómita, inaprensible. No quieres acercarte a ella, no quieres ser de ella, no quieres comprenderla -no puedes desde tu distanciamiento constitutivo-: debes partir, ser otro.

El avión ralentizará su cadencia para comenzar el descenso.
Al chico que ejercía como concejal lo mataron, argüía un dirigente de la izquierda abertzale,[20] por la ideología que tenía. Lo “vasco” se ve obligado a defenderse de quien lo agrede. La ideología del chico, ciertamente, suponía una sutura estructural, una confutación radical, terca del vasquismo y del obrerismo. ¿Era ésta motivación suficiente para proceder a una interpretación arbitraria, unidireccional de su realidad que ignoraba las alteridades de las que éste participaba (su prosapia inmigrante, su condición de joven desvalido ante el derrumbe del Estado de Bienestar –alteridades materiales que, curiosamente, planteaban una incongruencia para con la discursividad que revestía su posicionamiento político–)? Mikel, cuando el avión toque tierra, estará convencido…: NO.
ETA no siempre fue esa vehemencia etnolingüística, inducirá Mikel recapitulando algunos de los argumentos que en esta línea esgrime Hobsbawm, esa máquina de matar que denuncia y aniquila la clausura de otros pero no la propia. Ese Cronos desquiciado que se obceca en devorar a sus hijos.
Mikel cerrará el libro de Kirmen. En un pasaje donde el autor alude a una de las treguas de ETA. Uribe consigna que, en el transcurso de su existencia, es la primera vez que se da un evento de esta naturaleza pacífica. Se lamenta de su carácter efímero. Mikel, más joven que Kirmen, empatará esta enunciación a una albricia que habrá recibido días antes de su viaje. Alto al fuego definitivo de la banda armada –no una tregua. Una oportunidad que, actualizando a Meabe, a Onaindia, a ETA en sus albores, recusa las clausuras endémicas y camina con la mano abierta, como Alberti después de su largo exilio, adelante con firme cimiento en el pasado. Mikel se apeará del avión y avanzará rumbo a las bandas para recoger su maleta. Al otro lado de la puerta, estará aita y con él esta coyuntura desconcertante. Cuando tome la maleta dubitará, como si pudiere volver al abrigo de su yo suturado en las nieblas del silencio. Finalmente, macuto en ristre, se aventurará extramuros hacia aita. Reparará entonces, debatiéndose entre la angustia y la parsimonia, en figuras clave que exceden los dictados teleológicos (y etiológicos) del discurso que pretenden debelarlos –desplegada su voluntad contraria a la estructura hacia el contrasentido, el afuera, el otro. Figuraciones librescas, para Mikel, que abandonan la nada de la letra para transformarse en todo material. Y pensará en Roger Casement rebasando el constructo de caballero inglés que le arrogaron. Y pensará en Ernst Jünger preconizando una paz tangible que brote (y se desprenda, antagónica) de la belicosidad discursiva. Y pensará en el olmo de Machado que desde la carcoma y la sequía apuesta por el verdor de la yema, de la hoja…
Es difícil entregar ciertas cosas, a ciertas personas, a la muerte, ¿pero qué sucederá cuando haya que entregarlas a la vida?

 

NOTAS


[1]  Papá en vasco.

[2]  Afamado grupo punk, oriundo de la margen izquierda del Nervión.

[3]  Manifestación de la izquierda radical vasca.

[4]   En su tramo final, el mar invade las aguas del Nervión.

[5]  Abuela en el vasco de Vizcaya.

[6]  Error común en los castellanohablantes, el plural del vasco no se construye mediante la prevalencia del género masculino (aitite, que significa abuelo); así, lo correcto sería: aitite-amamak.

[7]  Lo lógico es que hubiese inclinado por “amona”: abuela en el vasco de Guipuzcoa.

[8]   Centro vasco de la Ciudad de México.

[9]   Bandera vasca.

[10]   Político socialista vasco.

[11]   Poeta y narrador en lengua vasca

[12]   Poema cronológicamente anterior a la novela mencionada, contenido en Bitartean heldu eskutik (Mientras tanto, tómame la mano). Alude a un río entubado, sobre el que han edificado.

[13] Referencia al poemario Ancia del poeta vasco Blas de Otero

[14]   Padre del nacionalismo vasco.

[15]   Escritor vasco en lengua castellana.

[16]   Político y escritor adscrito a la izquierda nacionalista vasca.

[17]   Sonado proceso judicial en el que el franquismo encausó a varios jóvenes vascos que militaban en ETA.

[18]   Militante de ETA de origen extremeño condenado a muerte por el franquismo.

[19]   Crítico acerbo del nacionalismo vasco.

[20]  Nacionalismo vasco de izquierda radical.