Imanol Zubero

No olvidar lo que había antes
 

 

 

 

“La violencia nos ha robado la energía para decir que lo que no es justo no es justo. La sociedad vasca, sin embargo, no ha aceptado que el mal es de naturaleza moral, porque tiene miedo a mirarse en el espejo y decir: estoy enferma. No hemos aprendido a poner la política bajo la lámpara de la moral por eso, nuestro conflicto actual es moral, no político”.[1]
“Mi ideal sería que pasáramos de un espacio donde parece haber una identidad primera, original, importante, a un espacio donde existan muchas identidades. Entre ellas, desde luego, aquella de la que yo participo: la identidad vasca. A ese nuevo espacio yo le llamo, insisto, Euskal Herria. […] Ése es un poco mi sueño, una ciudad. […] Creo que algún día se producirá, y que será una situación de conflicto, cómo no, civilizado, y que todos lo notaremos: porque la gente, en vez de andar sobre el suelo, andará como a veinte centímetros, yo creo que levitará. Levemente, para no escandalizar, pero levitará por el peso que nos habremos quitado de encima. Ahora tenemos mucho peso sobre los hombros”.[2] Bernardo Atxaga hacía esta reflexión en 2003. Comparto el fondo de la reflexión de Atxaga y su pretensión, más performativa que descriptiva. Hago mía sin reservas su propuesta de una Euskal Herria constituida por ciudadanas y ciudadanos plurales y complejos, internamente multiculturales. Sin embargo, tengo la impresión de que tras el cese (aparentemente definitivo) de la violencia de ETA no se ha producido esa elevación de la gente sobre el suelo, o no de manera evidente y generalizada.[3]
Creo que mi impresión no se aleja mucho de lo que detecta en el conjunto de la sociedad vasca el Sociómetro de marzo de 2012, elaborado por el Gabinete de Prospecciones Sociológicas del Gobierno Vasco: confianza en que de verdad estemos ante el final de ETA (52%) y sensación de optimismo (57%), sí, pero también impresión muy generalizada de que los recelos políticos y las heridas sociales causadas por el terrorismo no desaparecerán nunca (34%), o no lo harán hasta dentro de muchos años (42%), y sentimiento mayoritario de que el final de la violencia no ha modificado sustancialmente cuestiones como la libertad para hablar de política, las relaciones entre los partidos políticos, el reconocimiento a las víctimas, la convivencia entre personas con ideologías diferentes o la posibilidad de defender cualquier idea política.[4]
Por supuesto, el anuncio de ETA ha significado un cambio muy profundo en nuestras vidas, en las de toda la ciudadanía vasca, y muy especialmente en las vidas de todas las víctimas potenciales del terrorismo. Quitarse de encima el peso de escoltas y guardaespaldas –quitárselo literalmente, pues se trataba de un peso experimentado físicamente, cada día– produce una sensación de ligereza que debe asemejarse mucho, en la práctica, al acto de levitar. Pero, como decía, si bien personalmente he podido experimentar la primera sensación, no he llegado a notar la segunda.
Levitar, andar a veinte centímetros sobre el suelo: creo que algún día se hará realidad el sueño de Atxaga. Lo creo y lo espero, sinceramente. Pero aún no. Aún es pronto. Es más, no sería bueno que algo así ocurriera en los próximos años. Aún debemos pisar suelo, y hacerlo conscientemente. Debemos caminar hacia el futuro, sí, pero con los pies en el suelo, en este suelo vasco que aún guarda tantas huellas de esta recién finalizada violencia… y de lo que había antes de ella.

Juicio, prejuicio y violencia

Una decena de reclusos de ETA, autodenominados Presos Comprometidos con el Irreversible Proceso de Paz, casi todos en prisión desde los años 90 condenados a decenas o centenares de años por asesinato, participaron en octubre y noviembre de 2011 en una serie de talleres de debate dentro de la prisión con víctimas, profesores, políticos y periodistas para hablar sobre la violencia, las víctimas y la paz en Euskadi. En un cuestionario sobre la experiencia remitido por el diario El País, estos reclusos hacían la siguiente reflexión: “En nuestro país, la existencia de la violencia ha hecho que viviéramos en mundos estancos, llenos de prejuicios e ideas preestablecidas sobre lo que representaba “el otro”. El fin de la violencia tiene que traer consigo, entre otras cosas, un cambio de mentalidad”.[5]
El fin de la violencia tiene que traer consigo un cambio en esas imágenes del “otro”... Es una esperanzadora ilusión. Si ha sido la violencia la que nos ha incapacitado para comprender adecuadamente al otro, su final debería permitirnos desmontar esas ideas estereotipadas, y hacerlo con relativa facilidad. Pero no es así. En realidad, no ha sido la existencia de la violencia la que ha hecho que en Euskadi hayamos vivido en mundos estancos, construidos a partir de imágenes descalificadoras del otro; al revés, ha sido la existencia de esas imágenes prejuiciosas del otro (reflejo invertido de una imagen igualmente prejuiciosa del “nosotros”) la que ha preparado el terreno para la violencia. El prejuicio precede a la violencia, aunque una vez desencadenada ésta lo refuerce de una manera radical.
El director del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia nos recuerda la necesidad de distinguir entre la agresividad y la violencia, términos que si bien usualmente se utilizan como si fueran sinónimos, en realidad no lo son: “La primera es una conducta innata que se despliega automáticamente frente a determinados estímulos y se inhibe frente a otros. La violencia, en cambio, es una conducta intencional más que automática que puede dañar, es decir, que es la agresividad deliberada”.[6] Hablamos de violencia deliberada. Deliberada, sí, en todos los sentidos: intencionada, rumiada durante tiempo, discutida con otros, socializada, aceptada, planificada... La violencia comienza antes, en ocasiones mucho antes, de que se exprese en forma de agresión. El escritor yugoslavo, de origen bosnio, Ivo Andric sabe mucho de esto. En su novela Un puente sobre el Drina, escribe:

Después que hubieron pasado los primeros años de desconfianza, incertidumbre, duda e inseguridad, la ciudad empezó a encontrar su sitio en el nuevo orden de cosas. El pueblo hallaba en éste paz, beneficios y seguridad. Y eso bastaba para que la vida, la vida exterior, empezase también a marchar por la vía del perfeccionamiento y el progreso. Todo lo demás quedaba relegado a ese segundo plano oscuro del conocimiento en el que habitan y bullen los sentimientos elementales, las creencias imprescindibles de las diversas razas, religiones y castas, creencias que, aun pareciendo muertas y enterradas, preparan para épocas ulteriores y lejanas cambios y catástrofes inesperados, de los cuales, según parece, no pueden prescindir los pueblos y, sobre todo, el pueblo de este país[7].

A diferencia de lo que ocurre con la agresión, antes de la violencia hay, siempre, deliberación. Y el resultado esencial de esa deliberación, resultado sin el cual la violencia permanecerá relegada a ese segundo plano oscuro del conocimiento, es siempre una operación de extrañamiento.

Las prácticas eliminacionistas

Allá por 1967, al final de su vida en el exilio mexicano, el poeta León Felipe advertía del hecho de que en un siglo tan caótico como el xx había surgido de pronto “una mecánica perfecta de definiciones y clasificaciones”, como si la Historia la estuviesen haciendo “el entomólogo y el detective”; y así como hay tarjetas para definir morfológicamente a cada insecto –denunciaba el poeta–, “hay también tarjetas para definir, políticamente, a un ciudadano”, de manera que “el hombre no es ya más que un insecto preso y rotulado”. Como siempre, la poesía supo adelantarse a la ciencia social para llamar la atención sobre uno de los fenómenos que más nos preocupan hoy: la construcción política de categorías colectivas que se imponen a los individuos que conforman una sociedad como si de atributos naturales se tratara, dividiendo fatalmente a estos individuos en grupos yuxtapuestos y herméticos. El problema es que de la taxonomía (ciencia que trata de los principios, métodos y fines de la clasificación) a la taxidermia (arte de disecar animales para conservarlos con apariencia de vivos) no hay más que un paso. Y hay taxonomías políticas que no hacen otra cosa que disecar las sociedades a las que se aplican: las privan de vida, las dividen en partes y las convierten en realidades resecas, agostadas y duras.
Goldhagen considera que el eliminacionismo, definido como “el deseo de eliminar a pueblos o a grupos” presentes en el seno de una determinada sociedad y definidos como indeseables, puede concretarse en cinco prácticas: la transformación o destrucción de su identidad política, social o cultual; la represión política y jurídica; la expulsión; la prevención de la reproducción; y el exterminio. Pese a lo radicalmente distintas que cada una de esas prácticas resultan para los observadores y, sobre todo, para sus víctimas, Goldhagen sostiene que desde el punto de vista de los perpetradores no dejan de ser “equivalentes funcionales”, distintas “soluciones técnicas” para el problema de librarse del grupo definido como indeseable.[8]
Si Mann puede hablar con propiedad de la limpieza étnica como del lado oscuro de la democracia es porque aquella constituye una herramienta más, aunque extrema y última, con la que cuenta el etnonacionalismo para la definición del demos soberano.[9] Considero por ello muy útil la aproximación de Feierstein al genocidio como práctica social: “Una práctica social genocida es tanto aquella que tiende y/o colabora en el desarrollo del genocidio como aquella que lo realiza simbólicamente a través de modelos de representación o narración de dicha experiencia. Esta idea permite concebir al genocidio como un proceso, el cual se inicia mucho antes del aniquilamiento y concluye mucho después.”[10] El genocidio es una específica tecnología de poder,[11] una más de las herramientas de construcción o reconstrucción de las comunidades y las sociedades de las que dispone la acción política. Lo mismo cabe decir de cualquiera de las prácticas eliminacionistas.
La secuencia real que define las dinámicas socio-políticas que están en la base de las prácticas sociales eliminacionistas –de las que el exterminio o el asesinato de masas es su forma más extrema–[12] comienza con la identidad, precisa la mediación de la política y termina, en su caso, en la violencia. No es la violencia la que está al comienzo. La violencia –la violencia de motivación política– está al final de un proceso que empieza con la construcción de un “Nosotros” homogéneo y puro radicalmente confrontado a un “Otros” igualmente homogéneo; antes de la violencia política, como condición necesaria aunque no suficiente de esta, encontramos siempre un ejercicio de estereotipificación que Beck ha conceptualizado con el término de construcción política del extraño. La violencia política se ejerce siempre sobre un Otro estigmatizado, expulsado de la comunidad de reconocimiento, socialmente distante aunque físicamente próximo, definido como amenaza a la coherencia del Nosotros soñado. En palabras de Beck: “Los extraños están, por lo tanto, determinados no tan sólo por el hecho de estar delimitados por los otros; están determinados mucho más por el hecho de que minan y revientan por dentro todas las categorías polares del orden social. Los extraños no son ni enemigos ni amigos; ni nativos ni extranjeros; son cerca y no cerca, lejos pero aquí; son vecinos aislados por los vecinos, como no-vecinos, como extraños”.[13]
Pero hay un segundo paso esencial para poner en marcha el proceso que culmina en la violencia, o en alguna de las expresiones del eliminacionismo: la existencia de un movimiento y un liderazgo político que lo impulse o lo consienta. Como señala Goldhagen, “los líderes políticos son los actores cruciales que ponen en marcha las políticas eliminacionistas y aniquilaciones de masas”.[14] La acción de estos líderes políticos legitima la violencia contra los extraños y expande la zona de aquiescencia en el conjunto de la población hacia las distintas prácticas eliminacionistas.[15]

Lo que hay antes de la violencia
Fuente: Elaboración propia


La pregunta que en mi opinión debemos hacernos en este momento en Euskadi es muy clara: ¿qué había antes de la violencia terrorista?, ¿y qué hay actualmente de todo aquello que había antes de la violencia?
Escribe Lindqvist que en latín “exterminio” significa poner al otro lado de la frontera, ex terminus.[16] Las víctimas del terrorismo son unas víctimas de una naturaleza muy especial. Ser víctima del terrorismo no es, simplemente, ser víctima de una causa particular, distinta de otras (de la siniestralidad laboral, de la violencia contra la mujer, de un robo con violencia). Las víctimas del terrorismo, todas las víctimas del terrorismo, no han sido simplemente (si es que se puede utilizar este término cuando hablamos de lo más terrible que puede hacer una persona contra otra) asesinadas. Las víctimas del terrorismo han sido exterminadas.
Las víctimas del terrorismo han sido víctimas de una determinada perspectiva sobre lo que la sociedad debería ser. Una perspectiva cuya característica más destacable ha sido considerar que había determinadas personas que estaban de sobra en el Nosotros vasco que se pretendía construir. Personas que, porque estaban de sobra, debían ser puestas más allá de la frontera moral que define ese Nosotros. Las víctimas del terrorismo constituyen una comunidad caracterizada por el hecho de que todas ellas han sido asesinadas o malheridas tras haber sido previamente definidas como población sobrante. Es por eso que la Euskadi (o la Euskal Herria) del futuro debe ser la antítesis de la Euskadi del exterminio. Y cualquier apariencia de coincidencia, acuerdo, complicidad, colaboración o compatibilidad entre ambas es una indecencia que no podemos permitirnos.
ETA ha consumado sus atentados sobre la base, absolutamente imprescindible de: 1) una estrategia previa de construcción política del extraño (el español, el opresor, el represor...); 2) a la que ha seguido un proceso de producción social de la distancia (aislamiento, no son de los nuestros); 3) cuya consecuencia ha sido la generación de la indiferencia moral. El asesinato no es más que el último eslabón de este proceso. La violencia que ha quebrado la convivencia también ha sido violencia política y violencia moral. Escribía a este respecto Ruiz Soroa: “No existe entre nosotros conciencia social suficiente del hecho de que una parte de la sociedad ha levantado su mano contra la otra, que ha habido entre nosotros un crimen fratricida. Y esa conciencia social es imprescindible para echar a andar después”.[17]
La columna de la vergüenza ha sido construida víctima a víctima, sí; pero ha sido construida, también, indiferencia a indiferencia. ¿Hasta dónde se extienden las responsabilidades por los asesinatos de hoy? ¿Hasta quiénes? No tengo una respuesta, pero como sociedad no podemos dejarnos de plantear esta pregunta. Y hacer nuestra propia y específica memoria passionis en este “paisaje de clamores” que sigue siendo Euskadi, incluso sin terrorismo.[18] Y hacerlo sin apresurarnos. Porque aún no ha terminado el tiempo del duelo.

Aún es tiempo de duelo

En 2006, en su discurso de apertura del 72º Congreso Internacional de Escritores, Günther Grass sostuvo lo siguiente: “Los escritores estamos obligados a contar los muertos y a sacarlos uno a uno de las masas de personas enterradas que no tienen nombre, sean éstos amigos o enemigos, mujeres o niños”.[19] Esta debería ser la tarea prioritaria hoy en Euskadi: no alegrar a los vivos sino hacer memoria de los muertos. No cantemos victoria antes de tiempo. No hemos agotado aún el tiempo del duelo. No estamos aún en el tiempo de la reconciliación.
Hay una gestión del tiempo presente que contribuye a la construcción de una convivencia en libertad y en pluralidad: es aquella que se realiza desde la contención, que es capaz de resistir la quemazón de lo inmediato. La contención tiene que ver con el reino de la libertad, no con el de la coerción. La práctica de la contención se nutre de la responsabilidad. La virtud de no consumar lo que es posible, ciertamente más propia de cosmovisiones orientales contemplativas que del imaginario occidental moderno y su racionalidad instrumental dominadora, no es sin embargo ajena a la sensibilidad occidental. También en nuestra cultura existe una estética y hasta una ética basadas en lo que pudo haber sido y no fue. El silencio es una de las formas en las que se expresa la contención. La paciencia, la capacidad de esperar y ver, es otra. “Si los hombres pierden el sentido de la paciencia –escribe Chalier–, es porque no saben ya vivir en el tiempo del otro: porque cada cosa, cada acontecimiento, se debe modular según su propia manera, a menudo ávida, de valorar el tiempo. La paciencia, en efecto, se exige a todo aquel que trate de abrirse al tiempo del otro, porque no son sólo los hombres y las mujeres de las sociedades lejanas quienes viven de forma diversa el tiempo, sino ya aquellos y aquellas que, en proximidad consigo mismos, recuerdan que el tiempo se vive en plural. Sólo la paciencia consiente en esa pluralidad sin querer reducirla a cualquier precio y autoritariamente a una norma común”.[20]
Paciencia para abrirse al tiempo del otro. Y al lugar del otro, añado. Recuerda John Berger que si para el animal su entorno es algo dado, para el hombre la realidad no es algo dado: “hay que buscarla continuamente, hay que agarrarla; casi me sentiría tentado a decir que hay que salvarla”; y concluye: “Los acontecimientos siempre están al alcance de la mano. Pero la coherencia de esos acontecimientos, que es a lo que uno se refiere cuando habla de realidad, es una construcción de la imaginación. La realidad siempre está más allá, y esto es cierto tanto para los materialistas como para los idealistas”.[21] Debemos agarrar la realidad y para ello debemos aferrarnos a ella; nada de levitar. Del mismo modo que Virilio denuncia la tiranía del tiempo real, hay que denunciar la tiranía del espacio real: “La tiranía del tiempo real no anda muy alejada de la tiranía clásica porque tiende a eliminar la reflexión del ciudadano a favor de una actividad refleja”.[22] La picnolepsia está en la base de las ausencias: situaciones en las que los sentidos permanecen despiertos, pero no reciben las impresiones del exterior. “Puesto que el retorno es tan inmediato como la partida, la palabra y el gesto detenidos se reanudan allí donde fueran interrumpidos. El tiempo consciente se suelda automáticamente formando una continuidad sin cortes aparentes”, explica Virilio. De este modo, “para el picnoléptico nada ha sucedido; el tiempo ausente no ha existido. Sólo que, sin que lo sospeche, se le escapa en cada crisis una pequeña parte de su duración”.[23]
Hoy sufrimos en Euskadi una tiranía del espacio-tiempo real que trae consigo la amenaza de una picnolepsia generalizada en Euskadi. El énfasis en sostener, de manera dogmática e irreflexiva, que Euskadi vive ya en un nuevo tiempo[24] o en un nuevo escenario apunta a la conformación en nuestro país de unos no lugares profundamente idiosincráticos. El manifiesto Madrid-Donostia, paz y democracia en el País Vasco, impulsado por varios centenares de profesores, periodistas, políticos y activistas de movimientos sociales de toda España y presentado públicamente en Madrid el pasado 19 de abril es un perfecto exponente de esta actitud picnoléptica: “El nuevo tiempo político que ha surgido exige actuar sin demoras. La ilusión y esperanza generadas por el mismo no puede ser defraudadas. Ya no hay excusas ni obstáculos que puedan aducirse como insalvables. La consolidación de un nuevo escenario para el País Vasco es también tarea nuestra, porque nos afecta en nuestra condición de ciudadanos y ciudadanas amantes de la paz, la libertad y la democracia”. [25]
El escritor Willy Uribe ha desarrollado durante varios meses un proyecto denominado Allí donde ETA asesinó, cuyo objetivo original era fotografiar los escenarios en los que había tenido lugar un asesinato el mismo día y a la misma hora, con la mayor exactitud espacio-temporal posible.[26] Uribe alerta sobre la desaparición de esos lugares y, con ellos, de los terribles acontecimientos que allí ocurrieron:

No siempre fue posible dar con el lugar exacto. Asesinatos como el de Vicente Irusta Altamira en 1979, el de Leopoldo García Martín en 1981, o el de Eduardo Navarro Cañadas en 1983, se han olvidado en el lugar. Pregunto a algunos ancianos, en algunos comercios, en algunos bares. De quienes contestan, pocos recuerdan. ¿Y cómo puede ser eso? Seguro que habrá sociólogos que acierten a explicarlo, incluso que ya esté explicado. Por mi parte, puedo hablar de ello. El 19 de enero de 1980, ETA asesinó en Getxo a José Miguel Palacios Domínguez. Sucedió a unos doscientos metros de donde yo vivía entonces. Treinta años después, yo no recordaba nada. Ni que ETA le hubiera arrebatado la vida ni, mucho menos, su nombre. ¿Dónde podía estar yo entonces?[27]

Si acierta Augé cuando afirma que “como los lugares antropológicos crean lo social orgánico, los no lugares crean la contractualidad solitaria”,[28] la Euskadi del futuro no puede construirse levitando sobre esos lugares, en lugar de detenernos y recordar los crímenes que en ellos ocurrieron. Debemos demorarnos para rememorarnos.

Construir el ámbito vasco de compasión

En Euskadi hemos vivido la política con pasión, con tanta pasión que nos ha incapacitado para compadecernos. Ha sido la nuestra una pasión egomaníaca, una pasión inconmensurable, intransferible, que ha excavado abismos de incomunicación. La vivencia del padecimiento propio nos ha incapacitado para compartir el padecimiento ajeno. La pasión política ha generado una profunda apatía moral. Necesitamos urgentemente construir un ámbito vasco de sentimiento. Necesitamos, más que cualquier otra cosa, introducir en nuestras vidas, capacidad de compasión. Compasión, sí: compasión. En el caso de que este concepto no les guste pueden sustituirlo por el de empatía, aunque a mí este neologismo me parece demasiado frío, demasiado deshumanizado y asocial.
El camino hacia la compasión es tortuoso, pero es lo único que tenemos si de verdad queremos reconstruir la convivencia. Percibir y articular el sufrimiento de los otros es la condición necesaria de toda política futura de paz. Sólo si somos capaces de ponernos en el lugar del otro llegaremos a comprender las consecuencias de nuestros actos. Sólo si llegamos a sentir al otro como un “yo mismo” podremos imaginar una nueva comunidad vasca edificada sobre la base de la aceptación mutua. Un espacio ético, pero también político, en el que el padecimiento de todos sea objeto de comunicación, de comunión, y no de enfrentamiento. Necesitamos transformar nuestras pasiones en compasiones, convertir nuestras pasiones en pasiones compartidas. Nuestros dolores, nuestros sufrimientos, nuestros miedos, los de cada uno, deben configurar la más inmediata agenda política de la sociedad vasca con el objetivo explícito de lograr, en serio, su socialización (que no es lo mismo que su multiplicación).
No se trata de mirar hacia atrás con ira. Se trata de buscar eso que el dramaturgo bilbaíno Ignacio Amestoy llama la anagnórisis , “el reconocimiento de la culpa, y en los espectadores la catarsis, la reflexión y hasta la purificación”.[29] Sabiendo que el proceso será duro, y que afrontarlo no nos permitirá salir indemnes. A nadie.
Buena prueba de ello la hemos tenido recientemente en el ámbito de la literatura. Fernando Aramburu, autor del impactante libro de relatos titulado Los peces de la amargura,[30] abrió el debate con unas polémicas declaraciones realizadas durante su participación en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara: “Al recibir el premio ha dicho que los escritores vascos nos son libres. ¿Por qué? No lo son porque están subvencionados, forman parte de la campaña de promoción del idioma. (…) La subvención tiene un doble peligro: te permite ser escritor pero sabes que si te sales del camino te pierdes parte del pastel. A Bernardo Atxaga le tengo un gran afecto, es una excelente persona, pero ha tocado el tema de ETA de manera metafórica, sin nombrar lo evidente: el sufrimiento y la sangre. No es un hombre libre y trata de complacer a unos y a otros”[31]. Palabras duras, que fueron posteriormente matizadas[43], pero que desencadenaron una tormenta en el normalmente reposado mundo cultural vasco. Anjel Lertxundi, Premio Nacional de Ensayo en 2010 por su obra Eskarmentuaren paperak –publicada en castellano con el título de Vida y otras dudas[32]– respondía en un artículo titulado “Palos de ciego”, en el que entre otras cosas decía lo siguiente:

Me dolió que dijera de los autores en lengua vasca que somos escritores subvencionados (…). Me dolió, sobre todo, una de sus afirmaciones, precisamente porque provenía de alguien que tan certeramente ha narrado la miseria moral que el terrorismo provoca: las imaginarias prebendas que injustamente nos atribuye se convierten, siempre según sus primeras manifestaciones, en cadenas que nos privan de libertad y nos impiden hablar de ETA. Me acordé de Xabier Lete y del manifiesto firmado en 1980 por 33 intelectuales vascos. Me acordé de muchos autores y libros que sí hablan contra ETA con rigor y calidad literarios, libros publicados «en medio de la balacera», como me dijera un periodista mexicano (…). Mi repaso abarcó también a los escritores que por acción o calculada omisión han sido conniventes con ETA. Pero esa galería de situaciones que acabo de pergeñar es idéntica para los escritores vascos en euskera y en castellano: en ambas lenguas ha habido escritores comprometidos contra ETA y escritores que han justificado las acciones del grupo armado. Y, sin embargo, Aramburu se refirió solo a los escritores en lengua vasca. Fue inmisericorde solo con ellos.[33]

En efecto, mayo de 1980 un grupo de destacados intelectuales vascos hizo público un valiente manifiesto en el que denunciaban “la violencia que nace y anida entre nosotros, porque es la única que puede convertirnos, de verdad, en verdugos desalmados, en cómplices cobardes o en encubridores serviles”.[46] La crítica que el dramaturgo Alfonso Sastre hizo de este temprano manifiesto sirve para imaginar el clima de visceral rechazo con el que se encontraron.[34] Xabier Lete, destacado poeta y cantautor euskaldun fallecido en 2010, fue uno de los firmantes de aquel temprano y valiente manifiesto. Nadie podría acusarle de connivencia o de indiferencia con el terrorismo. Sin embargo, en su último poemario Egunsentiaren esku izoztuak –”Las ateridas manos del alba”, en su traducción castellana– Lete dedica un poema a su amigo el cantante Imanol Larzabal, fallecido en Orihuela en 2004, en el que dice así:

Era una tarde de junio / plena de luminosa paz y sosiego
era una tarde de junio / había una emoción inefable en el aire,
y en el rostro de tus amigos un dolor mudo / cuando te despedimos,
allí donde las personas miran de soslayo al mar,
una culpa que impide sanar las heridas de un error,
quisiéramos ofrecerte un último aplauso / en su humildad, la flor de un verso sentido,
o tal vez pedirte perdón / por haberte dejado tantas veces solo,
te habías marchado a un sombrío páramo / libre de la crueldad humana,
posteriormente no hemos sabido de ti
pero en el lugar que estés / infinito, oculto y protegido,
apiádate de nosotros, / los carentes de la piedad que hubieras requerido.[48]

“Apiádate de nosotros, los carentes de la piedad que hubieras requerido.” No estamos hablando de culpa penal, sino de responsabilidad moral. Que nadie puede imputar a nadie, pues nace (o no) de cada cual. Xabier Lete, firmante de aquel manifiesto de 1980, a pesar de todo se sintió responsable de no haber acompañado suficientemente a quien fuera una víctima de ETA. Hablamos de falta de piedad.
En su carta de disculpa escribe Fernando Aramburu: “Me daría con un canto en los dientes si después de mi intervención temperamental ocurriera el milagro: que las zonas de silencio en Euskadi empezaran a vaciarse de escritores y hubiera un intercambio de pareceres, quizá un debate con las debidas formas de cortesía.” De esto se trata. De que las zonas de silencio en Euskadi se vayan vaciando de escritores, de profesores de universidad, de cocineros, de futbolistas, de políticos, de ciudadanas y ciudadanos en suma. Que se vayan vaciando no porque nadie pretenda su desalojo forzado, ya que todas y todos hemos llegado tarde a la toma de palabra y de postura contra ETA. Que se vayan vaciando porque cada cual, como hizo Lete, sepamos descubrir y confesar(nos) nuestras propias impiedades. Aquellas que hicieron que tantos de nuestros vecinos se vieran expulsados –ex terminus– de la comunidad moral.

 

Notas

[1]  Anjel Lertxundi, en Hasier Etxeberria, Cinco escritores vascos, p. 232.

[2]  Bernardo Atxaga, en Julio Medem, La pelota vasca, la piel contra la piedra, p. 912.

[3]  La declaración de ETA y las primeras reacciones a la misma pueden consultares en: http://www.rtve.es/noticias/20111020/eta-declara-cese-definitivo-violencia-700-presos-carceles/469727.shtml.

[4]  Pueden consultarse los datos del Sociómetro en: http://www.lehendakaritza.ejgv.euskadi.net/r48-14452/es/contenidos/informe_estudio/sociometro_vasco_48/es_soc48/adjuntos/12sv48_es.pdf.

[5]  El País, 7/02/2012. Accesible en: http://www.bideo.info/buesa/pdf/20120208paisencuentros.pdf.

[6]  José Sanmartín, “Preocuparse por parchear el ejercicio de la violencia, cuando esta ya ha surgido, sirve sólo para sacar rédito político”.

[7]  Ivo Andric, Un puente sobre el Drina, p. 268.

[8]  Daniel Jonah Goldhagen, Peor que la guerra, pp. 28-36. Una advertencia necesaria: en ningún momento pretendo asimilar la experiencia de terrorismo sufrida en Euskadi con los distintos genocidios del siglo xx. Pero sí sostengo que existen claves analíticas aplicadas al estudio de estos fenómenos imprescindibles para analizar el caso del terrorismo de ETA: su surgimiento, su transformación tras la llegada de la democracia a España y su continuidad a lo largo de cinco décadas.

[9]   Michael Mann, El lado oscuro de la democracia.

[10]   Daniel Feierstein, El genocidio como práctica social, p. 36.

[11]   Ibidem, p. 26

[12]   Goldhagen, Peor que la guerra, pp. 28-36.

[13]  Ulrich Beck, “Cómo los vecinos devienen judíos: la construcción política del extraño”, p. 55.

[14]   Goldagen, Peor que la guerra, p. 96.

[15]   Pippa Norris, Derecha radical, pp. 32-37.

[16]   Sven Lindqvist, Exterminad a todos los salvajes, p. 28.

[17]   José María Ruiz Soroa, “En el comienzo fue el crimen”.

[18]  Johann Baptist Metz, Memoria passionis, p. 22.

[19]  http://elpais.com/diario/2006/05/24/cultura/1148421605_850215.html

[20]   Cathérine Challier, La paciencia, p. 16. Por cierto: comprendo perfectamente la urgencia de afrontar situaciones que, por otro lado, nunca hubieran debido haberse producido. Situaciones como la dispersión, que debería haber sido reconducida hacia procesos de acercamiento incluso cuando ETA actuaba (Gesto por la Paz lo reivindicaba ya en 1994). Pero consultar el reloj de manera ostentosa y reiterada en un velatorio no es la mejor manera de mostrar respeto hacia la persona muerta y sus allegados. Y en esa situación estamos: en un velatorio.

[21]   John Berger, Páginas de la herida, pp. 144-145

[22]   Paul Virilio, El cibermundo, la política de lo peor, p. 85.

[23]   Paul Virilio, Estética de la desaparición, pp. 7-8.

[24]   A modo de ejemplo, esto es lo que podíamos leer en El País, 20/04/2012: “Euskadi respira en paz. Día a día, la convivencia se asienta en una comunidad que recupera a un ritmo vertiginoso el tiempo perdido durante décadas de amenaza terrorista. Seis meses después del cese definitivo decretado por eta el pasado 20 de octubre pocos son quienes no dan crédito en la actualidad a un salto cualitativo que en su momento, y desde algunos sectores, se interpretó como ‘un nuevo engaño’. El propio Gobierno del pp ha ido limando sus iniciales reticencias a la apertura de “un nuevo tiempo” en el País Vasco, si bien permanece inmóvil en sus gestos hacia los presos etarras, demanda prioritaria de la izquierda abertzale en su nueva aventura política”. http://politica.elpais.com/politica/2012/04/20/actualidad/1334915209_516182.html

[25]   Puede consultarse íntegramente en: http://www.madrid-donostia.org

[26]   Fruto de este proyecto son un blog (http://allidonde.wordpress.com) y un libro (Willy Uribe, Allí donde ETA asesinó) cuya consulta recomiendo encarecidamente.

[27]  Willy Uribe, “Sobre Allí donde ETA asesinó”.

[28]  Marc Augé, Los «no lugares», p. 98.

[29]   Ignacio Amestoy, “Cuando la muerte no es tragedia”, p. 184. Recomiendo en particular, por su carácter expresamente anagnorético, la lectura de su obra La última cena.

[30]   Fernando Aramburu, Los peces de la amargura.

[31]   Fernando Aramburu, “Los escritores vascos no son libres, están subvencionados”.

[32]   Fernando Aramburu, “Carta a los escritores vascos”.

[33]   Anjel Lertxundi, Vida y otras dudas. Una de las reflexiones recogidas en este libro me parece especialmente adecuada al tema que abordamos aquí: “Por confusa que pueda resultar la historia, el dolor es siempre vivo” (p. 213). Y también esta otra, en este caso una cita atribuida a Stephen Vizinczey: “Los criminales piensan que el pasado puede borrarse; por esto creen en el asesinato. Piensan que cuando han matado a alguien ya han acabado con él, pero no siempre puede intimidarse a los muertos; algunos de ellos incluso crecen en la tumba” (p. 100).

[34]  Anjel Lertxundi, “Palos de ciego”.

[35]   El manifiesto, titulado “Aún estamos a tiempo”, fue hecho público el 27 de mayo de 1980. A falta del texto original, no he encontrado una referencia del mismo más amplia que la publicada en su momento por el diario La Vanguardia, en: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1980/05/27/pagina-17/32905177/pdf.html

[36]  Alfonso Sastre, “Carta a 33 intelectuales vascos (Artículo mínimo sobre una indignidad mayúscula)”.