Óscar Sarquiz

Breviario para una historia crítica del rock
 

 

Intentaré hacer una proeza en el tiempo para platicarles cómo ha sido el torvo adiestramiento de este ritmo siniestro. La vinculación entre rock, izquierda y contracultura es orgánica, natural y añeja.
El concepto de derecha e izquierda política surgió de la distribución de los asientos en la Asamblea Revolucionaria Francesa entre los conservadores girondinos y su contraparte popular, los jacobinos.
La música también podría hendirse en opuestos. Por un lado la culta, que es creada por artistas o artesanos capacitados formal y académicamente para servir a la interpretación de obras de compositores igualmente preparados y recrear preceptivamente música de concierto con actitud respetuosa y silenciosa, observando estrictas formas de comportamiento y respuesta. Por otra parte, está la plétora de músicas tildadas de populares por surgir en y del pueblo, las cuales se sustentan en tradiciones transmitidas de boca a oído, así como lo es el empírico virtuosismo de sus ejecutantes y creadores. Música de campesinos, marinos, mineros y trabajadores; trajines de mineros, migrantes que se han contado en ella, preservando historias y tradiciones. Ha sido frecuente origen y materia prima de la propia música de conservatorio a la que suele superar en el gusto de las mayorías masivas desde el siglo pasado.
Estas emergentes masas urbanas nutridas por nuevas tecnologías de grabación, reproducción, difusión, distribución y comercialización dieron origen y sustento de mercado a la antes muy lucrativa industria musical. Un diferendo monetario entre dos sectores de la misma fue precisamente el origen del cisma que encausó los afluentes de música popular, que luego convergería en lo que un acierto de mercadotecnia rebautizó con la durable etiqueta de Rock‘n’ Roll.
Las poderosas empresas editoras de música, agrupadas históricamente en el barrio neoyorkino gremial apodado “Tin Pan Alley” por sus ruidosas oficinas que tenían escritorios y pianos, se regocijaron por la difusión de grabaciones, cuyos derechos y regalías controlaban ante una radio naciente y pujante. Esta difusión clamaba un contenido programático y descubrió que los radioescuchas reaccionaban positivamente a lo que en un principio fueron medios interludios entre programas de interminable palabra hablada, por lo que fueron creciendo con la aprobación del auditorio hasta convertirse en la radio musical de larga y fértil historia y consecuencias.
Inconformes y en franca oposición conceptual, los flamantes nuevos radiodifusores consideraron al precio pagado por la grabación suficiente retribución para todos los involucrados en ella por las reiteradas reproducciones al aire que tendrían. La sociedad autoral American Society of Composers, Authors and Performers, o ascap por sus siglas, amenazó a los propietarios de radiodifusoras que difundían música bajo su control con encausarlos por la violación de sus derechos autorales.
Los radiodifusores respondieron con un espíritu de corsaria innovación empresarial. Sacaron del aire toda esa ñoña música pop industrial que creaban a destajo los profesionales de Tin Pan Alley y le abrieron las puertas de su nueva y propia sociedad autoral Broadcast Music Incorporated, o bmi por sus siglas, a todos los tránsfugas del viejo y cerrado negocio musical surgido en torno a las comedias musicales de Broadway, cantantes folklóricos y rancheros, blueseros, jazzistas, rytmanblueseros negros, trovadores obreros y mineros, poetas y cómicos subversivos. Su único común denominador era ser ajenos al cerrado mundillo de la vieja guardia compositora.
De ese estira y afloja por las ganancias siempre crecientes de la música, aún no apocopada como “pop”, surgirían numerosos sellos pequeños e independientes que nutrieron el cauce radial, el cual permitió a innumerables incipientes artistas populares acceder a la atención de grandes públicos que acabaron descubriéndoles y haciendo viables y exitosas grabaciones que presagiaron a los híbridos del jump’n swing, del rytman & blues, del country y de toda vertiente musical estadounidense a mano. Pese a su gran diversidad estilística, pasaría a conocerse con esa etiqueta que la lanzó al mercado masivo en la que le puso el históricamente relevante disc jockey radial Alan Freed, Rock‘n’ Roll. De igual modo ocurrió a las estrellas de la precedente y racialmente segregada música sepia, que fue rebautizada como rytman & blues al mutar eléctrica y percusivamente del viejo blues rural hacia los bulliciosos foros urbanos del pujante industrialismo posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Los nuevos ídolos rocanroleros provenían casi sin excepción de la clase trabajadora, y sus carreras se potenciaron mediante intensificadas aproximaciones a las grabaciones, la radio, el cine y la televisión; mismas que promovieron a los primeros íconos musicales del siglo XIX como Enrico Caruso, Bing Crosby, Frank Sinatra y por supuesto al paradigmático rey del rock, Elvis Presley.
Este golpe de estado al viejo stablishment de las editoras musicales no quedó impune. La vieja guardia convocó a sus afines mediáticos para denunciar y linchar pública y mediáticamente a los advenedizos autores populares y los rocanroleros, presumiblemente propensos al delito, como agentes de este gran complot que buscaba subvertir los valores morales estadounidenses tradicionales, cosa que resultó no sólo ser cierta, sino afortunadamente providencial.
Identificado así con los indeseables y los revoltosos, el rock hubo de sobrevivir a numerosos sensores y linchamientos mediáticos en aquel momento paranoicos de la era McCarthy y sus cacerías de brujas anticomunistas.
Alan Freed, aquel hombre que puso la música negra al alcance de las mayorías blancas, fue denunciado y destruido profesionalmente por recibir compensación económica al contribuir al éxito de quienes programaban sus emisiones y caravanas artísticas. En cambio, al no menos cooperativo y sobornable Dick Clark, paladín del pop a través de los programas de baile televisivos que difundía diariamente y durante muchos años, desde Filadelfia, no se le tocó porque él sí accedió mansamente a dejar atrás al sedicioso y orgullosamente vulgar Rock‘n’ Roll y restaurar al pop a la cabeza del mercado.
El reclutamiento militar de Elvis Presley, el linchamiento mediático de Jerry Lee Lewis, el harapiento místico de Little Richard, la convicción criminal de Chuck Berry, las precoces muertes de Buddy Holly, Ritchie Valens y Eddie Cochran se sumaron para debilitar al rock y darle otra oportunidad a esa vieja guardia de compositores profesionales.
El Tin Pan Alley, que en la transición a la década de los años sesenta, se aplicó a la creación de sosos ídolos juveniles solistas –más dóciles y manejables que los previos– incubados por la guía y dominio del célebre productor Phil Spector (actualmente en prisión), quien fue llamado por el creador del new journalism, Tom Wolfe, como el primer magnate adolescente.
La cooptación del nuevo mercado, generado por la fusión de las músicas de clases populares, tanto negras como blancas, dio origen a nuevos y crecientes niveles de ventas y de popularidad, generando así un star system reminiscente del viejo Hollywood: artistas célebres, pero totalmente dependientes de los sistemas que les generaron y promovieron. Las primeras estrellas sintéticas diseñadas y manejadas para lucrar con el nuevo mercado. Esta nueva y mansa música pop creada para usurpar el amplio espacio abierto por el Rock‘n’ Roll, sólo llenó esa transición mal dada porque, ante su vacuidad, una vez más fue la vibrante música popular el motor que energizó y dotó de vigencia a un nuevo y expandido rock. Los jóvenes músicos de Reino Unido heredaron lo que en su país de origen, Estados Unidos, se truncó con aquellos pioneros rocanroleros. Mientras que en el ámbito estudiantil de la Unión Americana reaparecía una música folklórica, antes despreciada como rústica, y convertida por origen y asociación en reivindicaciones populares debido a su postura en contra de la guerra, el racismo, la discriminación y el abuso de poder. Así se comenzó a llamar “canción de protesta”.
Viejos cantos de trabajo, prisión y lamento de mineros, esclavos, agricultores y tránsfugas en general, asociados naturalmente con las luchas sindicales y de minorías a raíz de promesas incumplidas de la posguerra, fueron rescatados, preservados, reinterpretados, parafraseados y por supuesto también explotados, pero no por sus creadores, sino por estudiantes, académicos, investigadores, musicólogos y melómanos involucrados en los crecientes movimientos de reivindicación social que se articularon en esa sesentera década de los grandes cambios. Influida por los hipsters y los v de la época precedente, así como aquellos lo fueron por el existencialismo de posguerra, emergió a la primera mitad de la década una generación de cantautores inscritos en la música folk del bohemio Greenwich Village neoyorkino, de la cual surgió Bob Dylan, este ícono del rock de pensante por venir, pese a su retrospectivamente sana distancia con algún compromiso polí­tico concreto –cabe recordar que sus sucesivas y públicas profesiones religiosas, por ejemplo, han sido incómodas excepciones e históricas manchas entre sus decisiones de carrera.
La era folk que presidió a Dylan antes de ser dejado atrás para resignificar al rock, le percibía como contestatario porque una nueva audiencia juvenil era convocada por estos nuevos bardos musicales para confrontar a la discriminación, el abuso y la desigualdad.
Este híbrido folk-rock resultante cambió el patrón de consumo del rock que pasó del relleno sinfonolero al devocionario compartible, conforme asumió la problemática que enfrentaba la juventud de la Guerra Fría y de Vietnam. Incluso, los propios Beatles acusaron un evidente impacto al contacto con Dylan y lo que representaba: un rock despojado de aquel frívolo rol aspirante a ser relevante, significativo, importante. Respecto a esto, he aquí algunos célebres casos que persisten y subsistirán integrados al imaginario colectivo como Blowing in the wind, Imagine y la que ustedes escojan.
De Greenwich Village surgió también el primer y más explícito grupo musical contracultural de aquellos tempranos sesenta, se llamaban The Fugs. Uno de ellos era un bibliotecario, Ed Sanders; el otro un poeta, Tuli Kupferberg, y junto con aliados musicales convirtieron pequeños escenarios de cafetería en trincheras contra el belicismo y el embrutecimiento mediático replicado, superando incluso en su mordaz obscenidad a la estridencia de su vecino, el notoriamente malhablado comediante Lenny Bruce.
Emigrante reciente ahí desde su natal California, Frank Zappa, tomó con sus grotescos The Mothers of Invention el teatro Warwick para escenificar ahí la primera rock opereta de la historia: una ácida e irreverente crítica al american dream, llamada “Pigs and repugnant absolutely free”.[1] Estos pioneros, disidentes culturales del antaño pueril contexto rockero, no sembraron en vano sus sátiras. La imagen mediática llamada hippie fue enterrada públicamente por quienes la encarnaban; sucedida por politizados descendientes que se autoproclamaban yuppies por su militancia en el Youth International Party o Partido Internacional de la Juventud.
En ese mismo entorno que dio origen a los movimientos del 68, el sociólogo Theodore Roszak acuñó el término “contracultura”, cuando oponerse al sistema era casi de rigor entre los rockeros y profesarlo era realmente la única diferencia significativa entre los músicos que no tenían compromiso, ni propuesta.
Significativa y contrastantemente, los rocanroleros mexicanos fueron por años dóciles y mansos ante la autoridad que les descalificaba y reprimía: “Yo no soy rebelde”, acaso el tema más asertivo de los primeros originales en nuestro país, es una virtual disculpa por una única y candorosa reivindicación, “Yo lo único que quiero es bailar Rock‘n’ Roll y que me dejen vacilar sin ton, ni son”. Aun así a su autor, el joven guitarrista Jesús González, le costó grabarla un larguísimo silencio paternal, incluso creo que su papá le dejó de hablar tres meses por componer esa canción.
Ocho años después, sorprende la temerosa tibieza en la que cayó la mayoría de los rockeros musicalmente activos en el turbulento 1968; hay una solitaria excepción: “Tlaltelolco”, original del grupo amateur y clasemediero Pop Music Tim, la cual fue incunable porque fue secuestrada del estudio donde se grabó por ostensibles agentes de la autoridad y permanece hasta este día desaparecida. Fuera de ellos –clasemedieros, pero con capacidad de indignación– los rockeros como los mariachis, ¡callaron!
Cuando los acontecimientos del 68 se multiplicaron en el mundo, involucrando a músicos tan comprometidos como los checoslovacos Plastic People of de Universe, la trinchera de los oponentes acogió a rockeros tan diversos como los abiertamente rebeldes hard rockers de mc 5 acusados de marihuanos, pero realmente perseguidos por su proximidad con la organización Students for the Democracy Sociality (Estudiantes por una Sociedad Democrática), y también el sedicioso Partido Panteras Blancas. Incluso, los luego mansos Chicago Transit and Authority que hicieron eco de los motines callejeros en su ciudad, en su debut grabaron antes de entregarse al éxito comercial.
La oposición al belicismo y las luchas igualitarias hallaron manifestaciones musicales que se multiplicaron, desde las reivindicaciones radiales y sociales de James Brown, hasta la apertura de closets mediante las androginias de Alice Cooper, David Bowie y los sucesivos descendientes glam.
En México, los años setenta iniciaron promisorios con la irrupción de una nueva oleada de grupos norteños como Javier Bátiz, Dug Dugs, Peace and Love y Love Army, cuyas superiores actitudes musicales y creativas dieron origen a una etiqueta colectiva: la onda chicana. Aunada a la serie de manifestaciones de la cultura juvenil que surgían en el momento, esta oleada dio pie a que la radiodifusora capitalina xcdf 970 en am dedicase su formato de programación e, incluso, abanderase el evento que originó en 1971 a Némesis y después al festival de rock y ruedas de Avándaro, en Valle de Bravo.
Máxima reunión masiva del rock en México, el evento ha devenido mítico pese a que fue un fracaso artístico y económico que provocó la salida del aire de la estación y de sus locutores; y además fue una nueva justificación para mantener al rock reprimido por ser una influencia perniciosa sobre su público, según la autoridad. Como resultado se desató una cacería de brujas mediática que hizo reos de persecución y condena tanto al público como artistas rockeros, durante la mayor parte de la década. Esto dio paso también a los mitificadísimos hoyos funky donde se refugió el rock mexicano proscrito y enclenque, pero aún así lucrativamente explotado por las propias autoridades.
En su ámbito, se replegó la incipiente contracultura asociada al rock y, por ende, su desarrollo fue coartado, aunque resistió hasta que las disqueras redescubrieron que tenía un gran potencial lucrativo. La proyección mediática del efervescente rock setentero lo convirtió en el rubro más lucrativo de la industria del espectáculo y a sus estrellas en decadentes émbolos de las viejas estrellas de la era dorada de Hollywood, distanciadas del público y de su origen, rodeadas de privilegios y paranoia.
El rock de estadio, que nació entonces, encareció los conciertos con producciones elefantiásicas inaugurando el actual patrón de explotación que opta por la lucrativa cantidad de las masas por encima de la equitativa calidad de lo diverso. Esta gigantización corporativa del género, encarnada por estrellas como Elton John, Rod Stewart, Electric Light Orchestra, Jess, Sticks y similares rockeros de estadio, provocó una respuesta a nivel de calle en las metrópolis gruperas.
En el Reino Unido resurgió el rock local, refugiado en las cantinas bajo el mote de “pop rock”. Mientras que en la Unión Americana nacieron los émulos y herederos de los desafiantemente transgresores Belberton the Ground, dándole la espalda al hippismo y su engañosa consigna de paz y amor, ofreciendo así expresión al soslayado lado oscuro del sueño americano.
Numerosos descendientes, refugiados en antros como el Max Kansas City, cb Gines en la urbe de hierro, el Club 101 y el Marquie en Londres, el Madame Wons y el Mask en los Ángeles, coincidieron con su gran diversidad de propuestas en la creciente irrelevancia de lo que cantaban las distintas estrellas industriales, cuyo deliberado desacato a las normas del visto musical les llevó a ser conocidos bajo un monosílabo peyorativo medieval que se había reservado a las prostitutas y que hoy se le aplicaba por extensión a cualquier canalla urbano, “punk”.
El punk y su rijosa renovación rockera escinde realmente toda la historia del rock en Antiguo y Nuevo Testamento, inspirado por el situacionismo de principios del siglo xx, la provocación antiburguesa de los andróginos Duo Idols y el propositivo revisionismo de quienes, aunque disímbolos, compartieron un fértil underground musical.
El productor británico Michael Mc Clarin gestó mediante un casting –anunciado en la prensa– un proyecto sintético que aspiraba a ser la antítesis de sus predecesores de la década previa, los televisivos Monkies. Esos fueron los Sex Pistols, que él reclutó en la Butique Sex de su pareja (la célebre diseñadora Vivienne Westwood), quienes no aspiraban a mayor musicalidad, sino a provocar un frenesí mediático que detonase los peores tics del negocio musical para evidenciarlos y, mientras tanto, también lucrar generosamente con el escándalo.
El origen artificial e inocua explotación comercial de los Sex Pistols ilustra a posteriori la gran frustración histórica del punk ante la enorme capacidad de asimilación de la industria musical a la que pretendían destruir. Mc Clarin, incluso, tuvo el descaro de filmar un documental que describe paso a paso esta experiencia bajo un título elocuente: The Great Rock and Roll Swing (La gran estafa rocanrolera). También evidencia esta tragedia el hecho de que muchos que veneran actualmente a su notorio segundo bajista John Richie, mejor conocido como Sid Vicious, ignorando que no sólo fue un músico totalmente inepto, sino que con sus excesos y su violencia fue el destructor del proyecto. Muchos tampoco saben u olvidan convenientemente las últimas palabras del irónico, brillante vocalista de la banda Johnny Rotten, quien desde el escenario del concierto les preguntó: “¿Alguna vez han sentido como que los estafaron?”
Los tensos ambientes sociopolíticos que había en el Reino Unido, en la era Tatcher, y en la Unión Americana, en la era Reagan, contribuyeron a la erupción de este rock desafiante e impulcro que recuperó filo y potenció su combatividad. A la cabeza de quienes siguieron el ejemplo de los orgullosamente impropios Pistols se colocó The Class, un cuarteto mucho más explícita e inteligentemente militante, cuyo poder de convocatoria les valió un mote retrospectivamente un poco ominoso; se les llamaba como el único grupo de rock que importaba. Desde entonces no se ha dicho eso de nadie.
A sus vibrantes signos de resistencia contra la cancelación del futuro respondieron colegas sanamente diversos, integracionistas panraciales como los Resolutos del Ska, The Special y The Bit; neoanarquistas como The Foll y Mickels; neofeministas como las Slits y S of Pex; tecnócratas humanistas como John Fox, Legione Manlid, Britis Electric Fundation; bajistas ilustrados como Test de Parnet, Iango Ford y de Pop Group, que compartieron un momento donde la creatividad musical y la emergencia social se dieron la mano para elevar puños y conciencia. ¡Sensibilidad social y discursos combativos! ¡Cuán propositivo fue el común denominador entre diversos conceptos musicales y atuendos alusivos que también enfocaron su temática al predicamento futuro que afrontaban los hombres en aquel momento!
La reaparición y el crecimiento de grupos neofascistas y supremacistas blancos en el Reino Unido como el National Front incentivaron a esos grupos británicos a arengar a su público a resistirles, primero desde el movimiento rock contra el racismo y, luego, con una contagiosa iniciativa de moverse contra el autoritarismo, que se llamó para bailar contra el fascismo. Un caso notable, recuperable en ese momento, es el del militante cantautor post-punk Billie Brake, quien regresó al origen de toda esta música y empuñó una guitarra eléctrica para unirse y cantar en mítines y huelgas de obreros. Mientras tanto, en la Unión Americana la vieja tradición funk halló nuevo eco en artistas de gran público, como el caso de Bruce Springsteen, quien fue visto en sus inicios cual nuevo Dylan, The John Cougar Melencan, The Patis Mid y muchos más que asumieron las voces de trabajadores y campesinos y siguieron el ejemplo de viejos patriarcas como Neil John al brindar su convocatoria al apoyo de causas sociales y beneficencias. Otros más politizados, desde los procelitizantes The Cool, hasta los cáusticamente críticos Deff Kennedys, cuya figura frontal, el cantante egresado de ciencias políticas, arengaron con ácida crítica y sátiras contra su siempre abusivo, beligerante e imperialista gobierno. Pero éste y la oligarquía a la que responde contaban con el apoyo del control de los medios, y fue precisamente el hecho de que tuvieran una agenda pendiente, en la que se explica el surgimiento y el auge de esta entelequia que alguna vez se llamó Music Television y que ahora es el Canal mtv.
Al principio pareció benéfico para la música porque su avidez programática abrió la pantalla a una gran cantidad de propuestas, pero poco a poco mtv empezó a asociarse con las grandes disqueras y fincó su crecimiento corporativo al asociarse ventajosamente con ellas, negociando abierta y abusivamente sus espacios y contribuyendo a deformar con imágenes cada vez más vulgares y estereotipadas el gusto de las mayorías hacia la oferta industrial de las grandes disqueras transnacionales que podían pagar sumas exorbitantes para promover a sus artistas, objetivo prioritario.
El daño causado por eso es realmente incalculable. Se da por normal, pero era una intervención totalmente ajena, espuria y que tiene mucho que ver con una deformación de la percepción de lo que es el rock hasta la fecha. Con la década del abaratamiento de la tecnología de grabación llegó también una nueva generación de sellos independientes para volver a proyectar, a despecho de los colosos transnacionales, insensibles a los ritmos de la calle, músicas casi universalmente descalificadas desde su surgimiento. Decreció una gran diversidad de rock independiente, que hoy se apoda indi, del cual el sombrío y deprimido grunge fue apenas la primera instancia exitosa de una profusa serie que ha hecho multiplicar etiquetas estilísticas, hasta lo ininteligible si no es que a lo irrelevante.
La otra música es el hip hop, nacido en barrios urbanos, negros y latinos, y que permanece hasta hoy, a despecho de infinitas combinaciones de en cuanto estilo ha trascendido en el pasado como la última aportación original de estas músicas del siglo xx, aunque amansado por el éxito comercial ha abrazado en muchos casos su rol natural de vía alterna de comunicación y reflexión verbalmente acrobática.
Aquí en México, dos sucesos cambiaron en sendos tiempos la tibieza histórica del rock mexicano: el terremoto de 1985, que infundió a muchos la importancia de la autogestión comunitaria, y el movimiento zapatista de 1994, cuyo ejemplo inspiró colectivos como el Dos de Serpiente, que aprovecharon su convocatoria musical para concientizar y aportar a las comunidades en resistencia. Ambas instancias junto con otras muchas paralelas y afines parecerían augurar crecimiento, pero se vieron empequeñecidas ante el embate monetario de la música sintética, promovida por las grandes televisoras que cooptan todo lo que les interesa económicamente e ignoran lo demás. Nunca ha habido tantos grupos de rock en México, pero aunque la mayoría de ellos siguen hipnotizados por los mitos del éxito y del estrellato, nunca ha habido oportunidad de alcanzarlo sin someterse a directrices e influencias espurias.
En cambio los cantautores, acostumbrados a la marginalidad, se etiquetaron primero como rupestres y dieron un ejemplo de histórico independentismo que abrió camino a los actuales roleros, cuya humildad les granjea el lujo de la libre expresión, así sea en los escasos y pequeños foros que les admiten. A propósito de esto, cabe preguntar, ¿volverá alguna vez la música joven a ser una voz concientizante? Ahora mismo hay grupos sajones tan poco conocidos como Price Against que vienen utilizando su bronco rock punk para externar ruidosamente su inconformidad con los gobiernos que han victimizado a su generación, pero aún hace mucho más ruido el rampante carrerismo, que ha sustituido banderas rojas por alfombras rojas y discursos flamígeros para tonos de llamarada.
Por último, el sábado me tocó presenciar al grupo metepequense Puerquerama, uno de los más lúcidos y propositivos que hay entre los rockeros ubicables en la izquierda, quienes inauguraron un foro urbano mientras competían por la atención pública con un torneo de patineta contigua. Perdieron. El joven público, que oyó gratuitamente sus ingeniosas y certeras reflexiones sobre la actual coyuntura del país, se dividió entre los que se engancharon con ellos y su música, y otros que les dieron la espalda, más interesados en charlar que en captar un mensaje destinado a ellos.
En alto contraste, el corporativo de rockero idealizado que se llama U2 montó un carísimo evento tecnológico, cuyo logro es más lucrativo que artístico, estelarizado por primera vez en la historia no por los socialmente arribistas irlandeses, sino por este escenario de tecnología de punta que comisionó a unos especialistas.
Me parece preocupante la disyuntiva de la música joven futura, entre su origen siniestro y su diestra aspiración al estrellato. Esto hoy depende más de la terquedad casi suicida de los músicos comprometidos, que del interés de unas masas juveniles cada vez más inermes ante los conglomerados mediáticos. Ojalá que esta música opte por su dirección de origen en la izquierda. Los más poderosos intereses creados apuntan en la dirección opuesta, ahí le asechan los poderosos.

[1] “Cerdos y repugnancia absolutamente gratis”.